"Los que escuchan
la palabra de Dios y practican"
Texto: Mateo 13, 1-9 y
18-23
Meditación P.
Rafael Fernández
En
cierta ocasión, María y los parientes de Jesús deseaban verlo. Alguien le avisó
y él respondió: "Mi Madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra
de Dios y la ponen en práctica" (Lc 8,19 21). En otra ocasión, mientras
Jesús hablaba, una mujer de entre la multitud alzó la voz y dijo "¡Feliz
la que te dio a luz y te amamantó". Pero él, nos relata el evangelista,
contestó: "¡Felices, sobre todo, los que escuchan la palabra de Dios y la
practican!" (Lc. 11, 27 28).
MADITACIÓN
A
algunos les ha parecido ver en estas palabras del Señor un rechazo a María. Sin
embargo, sólo una visión muy superficial permitiría sacar tal conclusión.
En ambas
ocasiones lo que él ha querido hacer es corregir una visión demasiado humana de
María; quiso hacernos ver su verdadera grandeza.
A
quienes reparaban primariamente en los lazos de la sangre, quiere él
remontarlos a un plano superior. La maternidad física y el parentesco no tienen
mayor valor desligados del cumplimiento de la voluntad de Dios. Por otra parte,
Jesús declara que escuchar la palabra de Dios y cumplir su voluntad crea un
verdadero parentesco con él: "Aquí están mi madre y mis hermanos. Porque
todo el que ha¬ce la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana, mi
madre". (Mc 3, 34-35)
Jesús
quiere que volvamos nuestra mirada hacia lo más grande en María: su fe. Ella,
nos dice san Agustín, "antes de concebir en su vientre, concibió en su
alma". María estuvo atenta a la palabra del Señor, la puso en práctica.
Por eso, Isabel, su prima, la alaba a voz en grito cuando María la visita: "
Feliz tú, la que has creído que se cumplirán las cosas que te fueron dichas de
parte del Señor" (Lc 1,45).
A ella
está dirigida la primera bienaventuranza que escuchamos en el Evangelio. María,
como Abraham, tuvo la audacia y la humildad de creer; pero no con una fe
meramente intelectual: su fe estuvo seguida de la acción. Y esa fe, a semejanza
de la de Abraham que fue el punto de partida del Pueblo de Dios en el Antiguo
Testamento, fue el inicio del Pueblo de Dios de la Nueva Alianza. ¡Feliz María
que escuchó la palabra de Dios y la puso en práctica! ¡Feliz nosotros por
María!
Tierra
apta para acoger la palabra, María, la pequeña sierva del Señor, como ella se
autodenominaba, nos muestra dónde reside nuestra verdadera grandeza. ¿Escuchamos
la Palabra? ¿Nos dejamos tiempo para oír? ¿Hacemos alguna vez calma en el
corazón? Y,, sobre todo, ¿llevamos nuestra fe a la práctica en la vida
cotidiana?
Hoy día
estamos viviendo una aguda crisis de la palabra. El "verbalismo" es
un bacilo que hace estragos. No sólo nos falta la capacidad para hacer un alto
en el camino y detenernos a escuchar, sino que también ya nos resulta difícil
creer en promesas. La civilización del activismo y del consumo desconoce la
contemplación. Se dice mucho, se habla mucho, se promete mucho, pero se cumple
poco. Y esto no sólo en general, en el plano de la amistad y de la convivencia,
en el mundo de la política y de los negocios, sino que también allí donde
esperaríamos que la fidelidad fuese firme como roca: en el mundo del amor y del
matrimonio. ¿Cuántos de los que se prometen fidelidad "por toda la
vida", "para siempre", creen que esa promesa verdaderamente
mantendrá su fuerza y lozanía a través del tiempo?
Algo
semejante nos sucede en nuestro trato con el Señor. Lo que somos en el plano
humano refleja y se continúa en el plano sobrenatural: no tenemos dos
personalidades.
María
nos quiere hacer tomar en serio las palabras de Cristo Jesús: "No basta
con que me digan: Señor, Señor, para entrar en el reino de los cielos, sino que
hay que hacer la voluntad de mi Padre que está en el cielo... El que escucha
mis palabras y las pone en práctica es como un hombre inteligente, que edificó
su casa sobre roca. Cayó la lluvia y los torrentes, sopló el viento huracanado
contra la casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre
la roca" (Mt 7,21 ss.). María es un testimonio vivo: ella no se derrumbó
cuando vino la prueba. Se mantuvo de pie junto a la cruz.
¿Ponemos
en práctica la palabra del Señor? ¿Es el Evangelio nuestra medida para juzgar y
para decidir? ¿Cuáles son, en concreto, los criterios que están actuando en mí?
¿Son mis instintos, mis pasiones, lo que decide? ¿Son las conveniencias, los
intereses, las ganancias que puedo obtener? ¿Es mi prestigio lo que me mueve a
actuar? ¿Qué es lo que determina mi praxis? Desgraciadamente, tenemos que
confesarlo, con frecuencia nos dejamos mover más por criterios meramente
humanos, terrenos, y poco lugar dejamos para los criterios divinos.
Nos
hacemos acreedores muchas veces de la sentencia del apóstol Santiago cuando
afirma: "Hagan lo que dice la palabra, pues al ser solamente oyentes se
engañarían a sí mismos. Porque el que escucha la palabra y no la practica, es
como un hombre que se mira al espejo y que apenas deja de mirarse, se olvida de
cómo era". Y luego agrega: "Todo lo contrario, el que se fija
atentamente en la ley perfecta que nos ahce libres, y persevera en ella, no
como oyente olvidadizo sino para ponerla por obra, será feliz al
practicarla". (1, 22-25)
Porque María escucha la Palabra y al puso por obra pudo decir: "Desde
ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones" (Lc 1,48)
¡Que así sea!
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