Oración inicial del Mes
"No temas
recibir a María"
Texto: Mateo 1, 18-25
Meditación del P. Rafael
Fernández
Cada cierto tiempo surgen, en la Iglesia, corrientes de
pensamiento caracterizadas por su reserva, su aprensión o su franco temor ante
María.
Sus argumentos de vida los suelen buscar en los vacíos o excesos
posibles de hallar, en la fe de algunos devotos de la Virgen. Particularmente
enjuician la religiosidad popular mariana como una superstición barnizada
superficialmente de cristianismo.
Desde un punto de vista teológico, afirman que la devoción
mariana desenfoca la fe cristiana de su verdadero y único centro: Cristo,
colocando a su mismo nivel o incluso sustituyéndolo por la imagen de una mera
criatura como es la Virgen María. Pastoral y psicológicamente, afirman, ello se
traduce en una fe sensiblera e interesada, que rebaja la religión al nivel de
un sistema eficaz de obtener favores divinos para necesidades muy de esta
tierra. El testimonio resultante, concluyen, es una caricatura del camino de
vida inaugurado por el Evangelio, que demanda una conversión personal y,
mediante ella, de las estructuras sociales.
De ahí que la línea de piedad mariana de estos críticos pueda
expresarse muy bien con la frase: "De María no hay que hablar demasiado"..
Profesan un minimalismo mariano: apenas una adhesión a los dogmas y normas
litúrgicas estrictamente indispensables para mantenerse en la ortodoxia
católica.
La Iglesia nunca ha propiciado este minimalismo mariano. Ni en
su magisterio oficial ni en sus Padres y doctores o testigos de la fe más
calificados, ni en la vida de sus santos, ni en la experiencia del pueblo de
Dios puede encontrarse nada que favorezca una aprensión o temor por principio,
ante la influencia de María.
El Papa Paulo VI reafirmaba una frase que es escuela y tradición
mariana en la Iglesia: "De María nunca se habla bastante". La Virgen
es, como escribió el Papa san Pío X, el camino más seguro y expedito para
adquirir un conocimiento vital de Cristo.
Por eso es que un hijo de la Iglesia nunca teme recibir a María.
Abriéndose a su influjo maternal, dejándose conducir por tan experta educadora,
entrando en esa irresistible corriente de amor que en ella se encarna y de ella
se difunde: amor a Cristo, amor al padre, amor a la Iglesia, amor a la
humanidad, amor a la creación, el cristiano alimenta la certeza de estar en la
mejor compañía. No hace sino repetir el mismo itinerario que Dios siguió para
comunicarse a los hombres.
La piedad mariana es sensible, sí, ¡gracias a Dios! Lo es, en el
mismo sentido y por las mismas razones por las que Dios invisible se encarnó
humanamente. Porque lo humano es también sensible, porque el hombre no percibe
nada intelectualmente que no pase primero por los sentidos, porque el hombre
integral es cuerpo y alma y necesita expresarse integralmente. Por eso Dios
quiso tener mamá, por eso Cristo se desposó con la Iglesia y la instituyó como
sociedad visible. Por eso la liturgia de la Iglesia es tan rica y plástica en
el empleo del símbolo.
María es una ilustración sensible de la gracia divina: de lo que
Dios piensa sobre la persona humana, sobre la mujer, sobre la Iglesia, y del
poder de Dios para realizar estupendamente ese ideal, cuando su gracia se
encuentra con un corazón disponible y vacío de sí.
La más auténtica Tradición de la Iglesia llama a María, por eso,
"tipo", es decir, imagen ejemplar de la Iglesia. Quiere decir que en
la persona y vida de María la comunidad de los creyentes encuentra ilustrada su
propia vocación: ser santa, inmaculada, virginal, compañera inseparable de
Cristo en el vivir y sufrir, en el morir y resucitar.
Pro no se trata sólo de un modelo que actúa desde afuera, por
atracción: el modelo es, también, mamá. María no es únicamente el Libro de Oro
en que está escrito nuestro itinerario; es la Casa de Oro concebida para vivir
en ella y en ella encontrar la Madre que forma y alienta la vida.
Que nadie tema recibir a María. La piedad mariana es sensible
pero jamás sensiblera. El que ama a la Virgen se deja conducir por ella y ella
no conoce otro rumbo que Cristo, con su vida, su Cruz, su muerte y su
resurrección. María es la morada del Espíritu, y el Espíritu nos hace clamar:
Abba, Padre querido, como Cristo en su agonía de Getsemaní. María, Madre de
Cristo, cabeza de la Iglesia, da a luz a cada bautizado como miembro del Cuerpo
de Cristo. El gran amor de María no es otro que el amor de Cristo: la Iglesia.
Un santo y doctor de la Iglesia, Bernardo de Claraval, condensó
una experiencia profana y religiosa a la vez, cuando escribió que "el varón
no cae y no se levanta son por la mujer". En la historia de la salvación,
es su pensamiento rigurosamente tradicional, la humanidad cayó por una mujer:
Eva. Y no se levanta sino por una mujer: María.
No es, pues, un camino marginal ni un rodeo que alarga las
distancias o arriesga hacer perder el rumbo. La Iglesia quiere positivamente
que recibamos a María sin temor y nos dejemos formar en el mismo taller,
enseñar y educar en la misma escuela donde el Espíritu de Dios inauguró el
Hombre nuevo y la nueva Creación.
¡Que así sea!
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