En alianza, salgamos al encuentro para construir la paz
Queridos
hermanos en la Alianza,
Salgamos al encuentro para construir la
paz. La paz es una necesidad primaria del hombre y de la Argentina
actual. Los cristianos -también los schoenstattianos- salimos al encuentro para
ser constructores de la paz. Nos aliamos con María, como lo hizo el Fundador, y
la coronamos como Reina del Universo: “Tu santo corazón es para el mundo el refugio
de paz, el signo de elección y la puerta del cielo” (HP, 541).
La falta de paz es fruto del Maligno: él es la
mentira, la dispersión, el odio, la guerra. La historia de la humanidad está
manchada con sangre demoniaca.
La paz, por el contrario, es el gran signo
de la victoria de Cristo:
“En Cristo Jesús los que antes estaban lejos, han
sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Cristo es nuestra paz; él ha unido
a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los
separaba, y aboliendo en su propia carne la Ley con sus mandamientos y
prescripciones. Él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para
ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca.” (Ef.
2,13-17).
Así lo recordamos en cada Navidad, al adorar la
Palabra y asumirla como misión: “Alegres la llevaremos al mundo, que
asombrado retendrá el aliento y encontrará para siempre la paz de
Dios que anunciaran los ángeles. (HP 59).
La paz es la alegría del Padre. En Dachau el P.
Kentenich meditaba en la mirada y las manos del Dios Padre y concluía:
“Tu mirada reposa complaciente en la alegría de
la humanidad liberada del pecado. A ella extiendes nuevamente tu mano paternal
y la transformas en tierra fecunda de paz” (HP 109).
La paz es tanto don como tarea. ¿Cómo ser constructores de la paz?
1. El punto de partida es la paz interior.
La paz se decide en el corazón: reconciliarse con uno mismo, con su ayer y sus
miedos, con los fantasmas y las culpas, con las personas a quienes hicimos mal
o nos lastimaron. Hay gente que quiere ser “militante”, pero no “constructora”
de la paz.
2. Hay que generar clima de paz en nuestros
ambientes. Los vínculos son las redes que sostienen nuestra
vida; pero pueden también ser motivo de conflictos. La paz se aprende y la
mejor escuela debería ser la familia. En la mesa de cada día, en la intimidad
de los cónyuges, en el cuarto que comparten los hermanos, se talla el corazón
pacífico y pacificador. Se juega también en los ambientes laborales, en el
colegio, la universidad, en “lugares de pertenencia”, ámbitos religiosos,
sociales y apostólicos que engrampan nuestra historia.
3. En tercer término, la paz la generamos con el
respeto irrestricto a los demás. Insultos,
gritos, expresiones de odio, críticas malintencionadas, epítetos que damos a
los otros -ya sea en el campo social, político, deportivo- no aportan a la paz.
La “violencia nuestra de cada día” debe cesar y dejar crecer el “pan nuestro de
cada día”, pan del respeto, la confianza y el amor.
4. El schoenstattiano sabe que la paz exige
subsanar causas más remotas de la violencia. Detrás
del odio aflora un corazón herido, con hambre de caricias, de reconocimiento,
de estímulo auténtico, de inclusión laborar, de miseria, de falta de educación.
Las drogas, el alcohol, los acosos sexuales, las violaciones, las “entraderas”,
los asesinatos, remiten en última instancia, a la ausencia del amor.
5. Hay que no tener miedo de trabajar por la paz
erradicando “violencias estructurales” como son la
falta de justicia, la miseria y la corrupción, la explotación, la manipulación
política, la discriminación social y cultural. “El nuevo nombre de la paz es la
justicia”, recordaba Juan Pablo II y otros Papas.
Ante este escenario muchos afirmarán ¿“qué puedo
hacer yo si no tengo poder ni estoy en ningún cargo público?”. ¡No es así!
Podemos proclamar la paz, vivirla; podemos votar más a conciencia, sin dejarse
engatusar por punteros partidistas; es posible participar en manifestaciones
masivas, donde se exprese el descontento frente a abusos y las corrupciones
(“cacerolazos”). [Escriba texto]
La sociedad
que soñamos tiene siempre algo de utopía: de sueño constructivo que se va
haciendo paso a paso. El único pecado, creo yo, es evadirse:
“Él construye por mí la Ciudad de
paz, la prometida Nación de Dios” (HP 159). “Quebranta por nosotros la
cabeza de la Serpiente, que de continuo te roba las almas y que con violencia
perturba en este mundo la paz prometida a los pueblos.” HP, 48).
También construimos la paz cuando peregrinamos al
Santuario o la Ermita, saludamos a la Mater y le pedimos que nos transforme en
“sólidos garante de la paz entre los pueblos y de la unión de la Ciudad de Dios
aquí en la tierra” (HP, 547).
Ella nos conducirá a Jesús, especialmente en el
gesto inimaginable de unidad y de paz que es comulgar el cuerpo y la sangre del
Señor:
“Eres límpida fuente de paz, el vínculo que une a
todos los pueblos,
el poder que vence las disensiones, la luz que
trae calor y claridad. (HP 136).