jueves, febrero 28, 2019

Fechas Importantes - Marzo 2019

MARZO 2019

6.                  Miércoles de Ceniza - Comienzo de Cuaresma
10.                1º Domingo de Cuaresma
11.03.1942.  El P. Kentenich es trasladado al campo de concentración de Dachau
17.                2º Domingo de Cuaresma
18.                Día de Alianza
19.                San José.
19.03.1942   P. Kentenich celebra por primera vez Misa en Dachau 
19.03.           Onomástico del P. Fundador
22 al 24        Retiro Region Cuyo
24.                3º Domingo de Cuaresma
25.                Solemnidad de la Anunciación del Señor
30 al 31        Retiro Region Metropolitana Norte
31.                4º Domingo de Cuaresma

domingo, febrero 24, 2019

HOMILIA P. Padilla - VII Domingo Tiempo ordinario


1 Samuel 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23; 1 Corintios 15, 45-49; Lucas 6, 27-38
«Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados»
24 febrero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Miro con alegría mi imperfección. Es mi camino de liberación. Miro mi pobreza y mi debilidad. Sé que Jesús va a venir a buscarme. A levantarme cuando esté caído»
No me resulta tan sencillo cambiar la realidad que veo, cuando no me gusta. Me ofusco, pierdo la paz. Lo veo todo tan sencillo. Cómo deberían ser las cosas. Cómo deberían actuar los demás. Lo más difícil es lograr que cambie el corazón. Primero el propio, luego el de los demás. Es cierto que me esfuerzo, lo intento y lucho. No veo frutos aparentes. Me enfado. Una persona me decía con dolor: «Hago todo lo que está en mi mano, y resulta que las cosas no salen como espero. ¿Qué pasa? ¿Lo hago mal? Quiero que se haga mi voluntad, quiero que las cosas se arreglen y cuando las cosas no resultan como yo pensaba, ¿me enfado? ¿Me vengo abajo? No tiene sentido». Enfadarse no tiene sentido, es cierto. El enfado me amarga, me duele, me hiere muy dentro. El enfado me hace mirar mal a los demás. Juzgar y condenar. Acepto de partida que no lograré cambiar el corazón de los hombres. Aunque me empeñe. Pongo todo mi esfuerzo, y no resulta. ¡Cuántas veces veo que desperdician mis consejos y no me hacen caso! No importa. Sólo me pidieron un consejo. No era una orden. Me piden mi opinión y yo opino. Pero no por opinar cambia la realidad. Lo dramático es que pierdo la alegría cuando las cosas no resultan como esperaba, como yo quería. ¿Cómo es eso posible? ¿Mi felicidad depende de que las cosas sucedan de acuerdo con mi deseo? Vana es mi felicidad entonces. Nunca seré feliz. Viviré amargado culpando al mundo de mis infortunios. La culpa es del otro, del que lo ha hecho mal. Mía no, yo he actuado bien. Yo estoy bien. Los otros están mal. Quizás debería empezar por ahí para ser honesto. ¿Qué responsabilidad tengo? No me lavo las manos. Yo puedo hacer algo para cambiar el mundo. Pero no siempre será suficiente. Estaré contento con mi esfuerzo. Sin esperar un resultado que me llene de alegría. Eso ya no es cosa mía. Mi sola voluntad no lo cambia todo. No me enfado cuando no me hacen caso. Digo lo que pienso. Quiero cambiar el mundo. Aunque muera en el intento y no lo cambie. Lucharé. Daré la vida por ello. Pero sabiendo que el mundo que intento cambiar es el mío, mi entorno, las personas que me rodean. Los que me aman. Aquellos a los que amo. Los que he cuidado. Los que me han cuidado. Soy responsable de todos. Y al mismo tiempo no me siento culpable ni me amargo cuando las cosas no salen bien. Lucho por dar mi aporte. Desde lo que yo soy. Soy único. Decía el P. Kentenich: «No decirse lisa y llanamente: - Esta debilidad es parte de mi personalidad. Estamos muy fuertemente influidos por nuestro entorno. Esa influencia entraña el peligro de que nuestra conciencia ya no reaccione, precisamente porque tomaremos la opinión pública como voz de la conciencia. Vivir ajustándose a la opinión pública nos hará superficiales, nos inducirá a hacer exactamente lo que los demás hacen, nos debilitará la conciencia personal en cuanto fuerza motriz para la autoformación y, sin que nos demos cuenta, acabaremos siendo personas masificadas»[1]. No quiero ser una persona masificada que acaba haciendo lo que todos hacen. Y pensando como todos. A veces me doy por vencido y no hago ya nada. Pienso que no me hacen caso. No siguen mis propuestas. No se adhieren a mis puntos de vista. No son como yo quiero que sean. Me callo y, de esta forma, dejo de ser yo mismo para los demás. Pienso que no aporto nada. Creo que puede molestar mi originalidad. Pienso que querrán que me adapte y renuncie a mi aporte. Pretenderán que sea uno más confundido en la masa. No hago caso. Sigo adelante sin mirar lo que los demás piensan, esperan y desean. No actuaré como todos actúan. Seguiré mi corazón. Tendré en cuenta mis principios. Buscaré el querer de Dios en mi alma sin esperar que los demás aplaudan todas mis decisiones. No espero que todos aplaudan los pasos que doy confirmando así mis deseos. No tienen que consentir con todo lo que decido. Es mi camino, lo sigo y me dejo llevar por la mano de Dios. Y confío en los que Dios ha puesto junto a mí para hacerme ver su voluntad.
Me atrae lo que brilla, lo que suena, lo que destaca. Es como un hilo invisible que me conduce hacia el que triunfa y tiene éxito. No sé, no es tan fácil huir del ruido, de lo que llama la atención. Me gusta la mirada de Santa Teresita del Niño Jesús: «Mantengámonos pues, muy lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, deseemos no sentir nada. Entonces seremos pobres de Espíritu y Jesús irá a buscarnos, por lejos que nos encontremos, y nos transformará en llamas de amor». El pobre de Espíritu es el que ama su fragilidad. Es el pobre abandonado en su pobreza, en su pequeñez, que mira a Dios y lo ama. El pobre que no tiene razones para estar orgulloso de nada. Porque no es perfecto y comete errores. Creo que tengo que aceptar mi imperfección y pobreza para ser feliz, para hacer felices a otros. Como leía el otro día: «Las relaciones con nosotros mismos y con nuestra vida cotidiana, se volverán paradisiacas cuando consigamos acogernos y amarnos, no a pesar, sino por medio de todas nuestras heridas y debilidades»[2]. Me reconozco pobre de espíritu. Pobre y necesitado. Dejo de lado mi orgullo y prescindo de mi amor propio. En nada me ayudan. No quiero brillar, no quiero destacar. No quiero ser el primero. Quiero simplemente vivir feliz con mi vida como es hoy. Acepto mi pequeñez: «Tenemos que decidir si optamos por la fuerza o por la debilidad. Nuestra debilidad es una fuerza más grande que cualquier otra, porque tiene la fuerza de Dios: cuando soy débil entonces soy fuerte (2Cor 12,10[3]. Mi camino de santidad pasa por aceptar con alegría mis límites, mis inmadureces, mis debilidades, mis incapacidades, mis zonas oscuras, mis trasgresiones, mis pecados. Aceptarlos y besarlos como un gran tesoro. Siempre recuerdo el ejemplo de la perla. Cuando la ostra es pequeña no tiene ninguna protección. Flota en el agua. Después, cuando se empieza a formar la concha, se va al fondo del mar. Es allí donde se adhiere a la roca. Entonces se abre un poco para dejar entrar plancton que le sirve de alimento. En ese proceso a veces entra un grano de arena o un animal diminuto. La ostra se defiende y segrega una sustancia conocida como nácar. Cubre al objeto extraño hasta convertirlo en perla. Este increíble proceso puede durar de tres a seis años. Me impresiona. Un objeto extraño que incomoda. En mi vida suele ser así. Tengo objetos extraños en mi alma que me molestan. Me incomodan mis límites. Me duelen dentro los pecados que han ido anidando en el alma. Me turban mis imperfecciones que me hieren con sus aristas. Me molestan mis debilidades y fragilidades. Son como granos de arena. Me incomodan y viven en mi interior. No me defiendo. No los echo fuera de mí. No pretendo que desaparezcan. Sé que no es fácil aceptar algo ajeno a mí que me duele. Requiere mucha humildad aceptar la pequeñez. Pienso en la perla y sus años de maduración. Sé que si acepto en mi vida lo que es frágil quizás pueda llegar a ser parte de esa perla que nace en mi interior. Todo lleva su tiempo. El grano de arena puede llegar a ser perla. Pero cuando intento expulsarlo de mi interior y no lo acepto. Vivo lleno de amargura, frustrado. Sólo cuando lo integro y cubro con lo que hay en mí, todo cambia. Lo acepto como parte de mi camino de santidad y al final surge la perla. Eso es lo que me salva. Lo que no es asumido no es redimido. Cuando beso lo peor de mí, lo que me duele y es extraño a mí, se transforma en una perla preciosa. Mi dolor en fuente de vida para otros. Mis incompetencias son mi camino de santidad. Se desvela ante mí una forma diferente de entender la vida. Me han enseñado a rechazar la debilidad y elegir la fuerza. Me han dicho que no se llora por las pérdidas, ni se lamentan los fracasos. Me han pedido que sea duro como el pedernal. Pero no es el camino. Soy frágil como esa ostra que flota en el mar y luego se posa en la roca intentando hacerse fuerte. Yo solo no puedo. Si no me apego a la roca que es Dios no podré llegar a ser perla. Si no me sostengo en Él, no podré fortalecer mi espíritu. Eso es lo que deseo. Me acepto cuando me sé querido y admirado por Dios. Si no es así, si no lo vivo, resulta imposible. No me quiero fijar en lo que brilla. No pretendo hacerlo todo bien. Reconozco mis fragilidades. Miro con alegría mi imperfección. Me muestra el camino de mi liberación. Acepto mi verdad, mi realidad. Todo como es. Nada temo. Miro mi pobreza y mi debilidad. Y sé que Jesús va a venir a buscarme en mi pobreza. A levantarme cuando yo esté caído. Esa es la verdad. Pero no basta quizás con aceptarlo todo. Hay que aceptar algo más todavía: «El segundo grado de la humildad consiste en alegrarse de que los demás reconozcan nuestras limitaciones y debilidades, y saberse juzgados según ellas. En el tercer grado de la humildad uno se alegra de ser tratado según dicho juicio»[4]. No basta con conocer y aceptar mi debilidad. Es necesario que los otros también la conozcan y me traten de acuerdo con ella. Es una humildad que no tengo. Me falta, pero la anhelo. No quiero hacerlo todo bien. No pretendo ser perfecto. Es imposible y lo asumo. ¿Por qué me empeño siempre en hacerlo todo de forma impecable? No lo entiendo. Vive dentro de mí un deber ser que me enferma y estresa. Hoy pongo mi pobreza ante Dios y la beso. Acepto que otros me traten por lo que soy. Pobre y débil. No brillo.
El otro día fue el día de los enamorados. No sé muy bien quién se lo inventó. O si es necesario que haya un día para recordar el amor. Para agradecer por él. Tal vez sí. Porque el corazón se olvida, o se acostumbra, o deja de valorar los detalles. Una madre regalaba siempre a sus hijas unos chocolates ese día. Para celebrar el amor de madre que les tenía. Todo amor cabe en el día de los enamorados. Primero se celebra el de los cónyuges, el de los novios. Se quieren, se aman y un día se detienen a agradecer a Dios por el amor que Él ha sembrado en sus vidas. Uno no decide enamorarse, elegir a alguien. Simplemente sucede. El deseo de conquistar. El anhelo de ser conquistado. Y luego el amor se va cuidando. O el amor va cuidándole a uno. Y entonces dejo de agradecer el amor que siento, el que recibo, el que entrego. No me cuestiono mi forma de amar y ser amado. Decía el P. Kentenich: «Lo dominante debe ser el amor, no el temor. Lo dominante debe ser la magnanimidad, no la humildad acentuada en demasía»[5]. Quiero confiar en la persona que me quiere. Quiero ser confiado, no sumiso. Porque la sumisión me habla de abuso de autoridad. Me duelen esas relaciones en las que hay más temor que amor, más sumisión que confianza. Me duelen esas relaciones que pueden llevar a la violencia, o a la distancia. Si el amor no saca lo mejor de mí, lo más verdadero, lo más mío, no es un amor sano. El que me ama está llamado a hacer de mí una mejor persona. Pero si su amor abusivo me exige cambiar siempre, o ser distinto, acabaré viviendo de forma sumisa. No seré yo, tendré miedo y no expresaré mis opiniones, no me atreveré a pensar de forma distinta. El amor no se impone, sólo se ofrece. El amor no presiona. Se abre, se entrega. El amor no exige un amor semejante. Sólo se da. El amor que yo quiero es como el que veo en Jesús. Un amor que levanta al caído y sostiene al roto. No un amor que busca ser servido. Dice el P. Kentenich: «El amor noble va siempre acompañado de reverencia profunda, fervor delicado, respeto, entrega fiel; el amor noble sabe brindarse con calidez y preservarse con firmeza. Respeto es reverencia ante la grandeza ajena»[6]. Un amor así es el que celebro el día de los enamorados. Un amor que se arrodilla ante la persona amada. Elevando su dignidad. Sanando sus heridas de amor que son profundas. El amor humano llega en Jesús a su máxima expresión. Es el amor que escucha, acoge, perdona, sostiene, admira, calma. Ese amor es el que yo quiero en mi vida, siempre. Un amor noble que saca lo mejor de la persona amada. ¿Por qué fracaso tantas veces en el amor? ¿Por qué se rompen esos vínculos que un día creí tan firmes? Me da miedo herir amando. Y odiar después de haber amado. ¿Cómo es eso posible? Sueño con un amor que no se enfríe. Con un amor que no se duerma en la rutina. Deseo un amor enamorado. El amor del padre al hijo. De la madre a su hijo. De los hermanos. De los amigos. Yo no elijo la sangre que comparto. Pero vuelvo a elegir cada mañana a quién amo y cómo lo amo. Porque el amor que no se cuida, se apaga. Un amor de detalles, de rutinas sagradas, de gestos preciosos. Un amor cotidiano, santo, hondo y alegre. Un amor enamorado. Que vuelve a reír al pensar en el amado. Sólo un amor así evoca ante mí el amor que Dios me tiene. El amor humano me puede llevar al cielo, o hacer de mi vida un infierno. Yo elijo cómo vivir el amor que recibo. Y qué hacer con el amor que nace en mi alma herida. Quiero un amor generoso, grande, sin barreras. Un amor alegre. Porque si quien me ama no me hacer reír, no sé si me hará feliz algún día. Decía el Papa Francisco: «En el matrimonio conviene cuidar la alegría del amor»[7]. Una alegría sana y constante. Una alegría que se cultive de forma creativa. Un amor que no se conforme con lo que ya ha conquistado. Que siempre quiera más. Que siempre esté dispuesto a dar más. Un amor así es el que quiero. Un amor que no pase. Un amor que lleve sembrada en su interior la semilla de lo eterno. Dios la ha sembrado. Dios siembra en mí una capacidad de amar ilimitada. A veces desconfío del amor cuando he sido herido. Y me cuesta perdonar las ofensas, los desprecios y los olvidos. Y vivo mendigando amor a quien no puede amarme. Quiero que mis amores humanos me arrastren al cielo. Como lazos humanos de los que tira Dios para que no me escape. El amor humano que desde sus límites me enseña cuánto me quiere Dios. Me hago responsable de lo que amo, de quienes amo. No prometo amor de forma irresponsable. Me ato libremente. Y cuando lo hago me tomo en serio las palabras que digo. Quiero querer desde mis entrañas. Con mi cuerpo, con mi alma. De forma total, sin egoísmos. Haciendo realidad lo que prometo. Es el amor que sueño. Vivir enamorado.
Hoy Jesús me pide algo que me parece imposible, que ame al que me odia: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada». Me pide amar, hacer el bien, bendecir y orar. Me parece todo tan complicado. Me pide que haga todo eso pensando en quien me odia y no me quiere, en quien desea mi propio mal, en quien me ignora. Quiere que desee su bien. Tal vez es necesario que aprenda a perdonar el mal causado. Si no lo hago así, es imposible amar bien. Y querer al que no me quiere. David era perseguido por el rey Saúl. De forma injusta es rechazado. Se siente herido y huye porque teme perder la vida. Y parece que Dios le pone en bandeja la venganza, la salvación: «Dios te pone el enemigo en la mano. Voy a clavarlo en tierra de una lanzada; no hará falta repetir el golpe». Puede acabar con esa persecución injusta. Puede obtener la venganza soñada. Puede vencer al que le ha herido. Puede ser rey. Saúl se había convertido en su enemigo. ¿No le ponía Dios en su mano la venganza? Dios no desea la venganza. Pero el hombre sí. La venganza es el deseo de resarcirme del daño recibido. He sido herido y mi corazón clama venganza. Quiere herir al que me ha herido. Así suele ser en la vida. Si he recibido un daño, quiero que el que me lo ha causado sufra algo peor incluso. La ley de talión exigía un castigo proporcional al crimen cometido. Es el primer límite impuesto a la venganza. Porque esta podía no ser proporcional al mal recibido. Jesús va más allá. No sólo quiere que la venganza sea proporcional. Simplemente no quiere que haya venganza. El corazón cristiano no cree en la venganza. Cree en hacer el bien, no el mal. Y la venganza me habla de crueldad, maldad, odio, rabia. El corazón herido quiere venganza. Jesús nunca se vengó de los que querían su mal. Devolvió bienes a cambio de males. Amor al ser odiado. Hoy miro mi corazón herido. ¿Tengo enemigos? Pienso en mi vida. No, no tengo enemigos. Es mi primera respuesta. ¿Alguien me ha hecho el mal? ¿Alguien ha deseado mi mal? Pienso en mi historia. ¿Todos hablan bien de mí? No. Pero tal vez tampoco me odian. ¿Quién entra en la categoría de enemigo? Puede que no encuentre a nadie que quiera mi mal. ¿Yo deseo el mal de alguien? Pienso en mis heridas. Me han causado daño. Algunos sin intención. Otros intencionadamente. ¿He sentido en mi corazón alguna vez el deseo de venganza? Se han reído de mí. Me han criticado por mis palabras. Han juzgado mis actos. Me siento dolido. Brota el rencor del alma. A veces me creo que no tengo nada que perdonar. Me equivoco. Siempre hay algo. Alguna herida o desprecio. Esperaba más o algo distinto. Mis expectativas no se vieron satisfechas. Comenta el Papa Francisco: «Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras certezas: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas». Surge el odio porque amenazan mi seguridad. Me siento atacado a menudo sin serlo. Yo espero más. No entiendo las decisiones de los otros. O simplemente no las comparto. Surge la ira, la rabia, el deseo de venganza. ¡Cuánto daño me hace odiar! Guardo un rencor profundo. Tengo la herida tapada para que no duela. Y me creo que ha desaparecido. Pero súbitamente, al recordar lo que un día sucedió, vuelve el mismo sentimiento de rabia. Quiero que sufra aquel que no me quiere. ¿Cómo puede pedirme Jesús que lo ame? «Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen». Veo una montaña ante mis ojos. Olvidar me cuesta mucho. Perdonar me parece imposible. Bendecir está lejos de mi alcance. Desear su bien. Amar. Todo demasiado duro. No me siento capaz. ¿De dónde procede el perdón? De Dios. Sólo Él puede darme lo que necesito. Quiero un corazón puro y virgen que no busque la venganza ni el mal de nadie. Un corazón que no guarde rencor de forma permanente. ¿Cómo se cambia el propio corazón? Estoy muy lejos de bendecir. Tantas veces maldigo. Estoy lejos de amar bien al que me odia. Como mucho lo aparto de mi vida para no recordar cada día cuánto odio tengo dentro de mí. Necesito purificar mi corazón. Haciendo el bien al que no me ha querido. Amando al que me ha despreciado. Bendiciendo. Hablando bien de él. Vivo pensando en lo que los demás hacen. Vivo deseando lo que no tengo. Y surge el odio dentro de mí. El odio me hace daño. Me envenena. Hacer el bien, hablar bien, bendecir. Todo eso me llena de luz, de alegría, de paz. Dejar de hacer el mal que está ante mis ojos. Es difícil retener la mano que busca vengarse. Echo marcha atrás. Guardo mi puñal. Dejo de causar daño. Guardo silencio. No necesito herir. Es innecesario. No me sana, no me libera, no me llena de esperanza. Todo lo contrario. El mal deseado y realizado llena mi alma de odio y rencor. Mi enemigo sigue siéndolo. Es fuerte esta palabra. Pienso en las personas que no me buscan, en aquellos a los que no les intereso. No son mis enemigos. Pero no los amo. Pienso en los que hablan mal de mí. Tampoco los odio. No son los más cercanos. Pero no deseo su mal. Su rencor es de ellos. Igual que su odio. No es mi rencor, no es mi odio. No me pertenece. Yo quiero amar siempre. Y no quiero estar lastrado por el peso del odio. No viene de Dios.
Hoy Jesús me pide que perdone, que tenga misericordia: «No condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados». Él es siempre misericordioso conmigo: «El Señor es compasivo y misericordioso. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura». Me perdona en mis culpas. Me levanta cuando he caído. Me mira conmovido. Me salva. Ve en mí una belleza pulcra e inmaculada, allí donde yo sólo veo suciedad despreciable. ¿Cómo lo hace Dios para ver lo bueno que hay en mí? ¿Cómo consigue comprender mi debilidad y amar mi pobreza? Me cuesta sentir siempre su perdón. Decía el P. Kentenich: «Cuando nos confesamos, ¿cuántas veces nos viene a la mente el pensamiento de si se nos han perdonado efectivamente nuestros pecados? ¿Por qué? Quizás sea una inseguridad pasajera; pero cuando una persona religiosa se estanca en esa inseguridad, si confiesa una y otra vez lo mismo, ¿no será quizás porque en el fondo está convencida de que la faceta divina de la ley fundamental del mundo es la justicia, o bien, el temor?»[8]. La mirada de Dios es una mirada misericordiosa que me salva. Su perdón me convierte en misericordioso. Necesito experimentar el amor humano para comprender el amor de Dios. El vínculo humano, el puente de carne, el perdón de los hombres. Es el amor humano el que me lleva a tocar el amor de Dios. El amor que me perdona cuando he hecho daño y ofendido. Saúl experimenta el perdón de David después de un sueño profundo: «Porque él te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor». La venganza no fue el camino de David. Y su misericordia sana a Saúl. El perdón es mi salvación. Me perdonan y yo me hago capaz para el perdón. La misericordia que recibo me lleva a perdonar la ofensa que me han causado. ¿Hay heridas que nunca sanan? Hay dolores muy profundos que no dejan de doler. A menudo me siento incapaz de perdonar al que me ha hecho daño. Guardo un rencor muy hondo, dentro de la piel. Busco un remedio que me sane por dentro. Para poder perdonar. Porque perdonando me libero, me salvo. Me vuelvo niño inocente, virgen, sano, puro. Y entonces vuelvo a comenzar mi vida. Desde el perdón dado. ¿Cómo lo logro cuando duele tanto la herida? No es tan sencillo. Las palabras no bastan. El deseo no es suficiente. Puedo escribir mi anhelo. Sé que el papel lo aguanta todo. Pero luego el perdón profundo que doy no siempre es sincero. Necesito que lo haga Dios en mí. Mi sola voluntad no basta. Quiero, eso sí, querer perdonar. Quiero dar el perdón que se me resiste en las manos, en la voz. Quiero mirar al otro y decirle en el silencio de mi alma que le perdono. Él no lo sabrá porque no es importante que lo sepa. Mi perdón me libera a mí. El otro puede no ser consciente de la ofensa. No tengo que expresarle mi perdón. Soy yo el que se encadena en el rencor y no duerme lleno de odio, de rabia, de dolor. Mi perdón me calma por dentro. Para poder perdonar necesito perdonar mis propias culpas, mis errores, mis debilidades. Decía el Papa Francisco: «Para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales»[9]. El perdón recibido me ayuda a perdonarme. Y sólo desde el perdón a mí mismo puedo perdonar a los que me han hecho daño. Es el camino sanador. El perdón que recibo, el perdón que me doy a mí mismo, el perdón que doy a otros al perdonarlos en sus culpas. El perdón me llena de paz y de luz. Me vuelvo hijo sanado en mi herida. Es menor el dolor. Se calman mis ansias y rencores. Desaparece el odio al ser reemplazado por el amor misericordioso. Es lo que deseo. Se lo pido a Dios.
Hoy también me dice Jesús que la medida que use es la misma que usarán conmigo: «A los que me escucháis os digo. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. ¡No!; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros». El amor siempre es asimétrico. Jesús me pide que ponga la otra mejilla cuando me han herido. De nuevo me parece imposible. A cada acción una reacción proporcional. A cada golpe un golpe. A cada insulto un insulto. No hay término medio. Si me hacen daño yo hiero. Si me abrazan yo abrazo. En la vida busco el equilibrio entre las fuerzas. Una guerra fría en la que ninguno actúa esperando el primer paso que dé el otro. En el amor lo mismo. No doy mucho por temor a no recibir. No espero mucho por miedo a la desilusión. No quiero amar mucho para no salir perdiendo en mi entrega. Si amo mucho y no recibo tanto, me sentiré frustrado. Miro siempre lo que hacen los demás. Y de acuerdo con lo que recibo, actúo. Si me tratan bien, yo también trato con amor. Si recibo desprecios, doy desprecio como respuesta. En un mundo hostil, soy hostil porque otra actitud no encaja. Donde hay odio, siembro yo también un poco de odio. Hoy Jesús me invita a seguir el ideal. Me habla de un amor sin medida. La meta más alta: «Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial». Estoy llamado a ser más de lo que soy hoy. Un hombre del cielo en la tierra. Un hombre arraigado en Dios que derrama un amor que no es suyo. Un hombre con un corazón inmenso que sabe perdonar. ¿Cómo es posible cambiar el mundo con mis escasas fuerzas? ¿Cómo puedo cambiar las relaciones que no me gustan con mis imperfecciones? Hay un solo camino: el amor sin medida. Dios me invita a regalar misericordia. Decía la Madre Teresa: «La pobreza material se soluciona con ayuda material. La pobreza espiritual es más dura. Los olvidados. Los no amados. Los que están solos. La mejor forma de mostrar el amor de Dios es el amor de los unos por los otros». Un amor que logre cambiar mi entorno. Una medida diferente de amor. Dar desde mi pobreza. ¿Cómo se puede dar sin esperar nada a cambio? Siempre espero algo más. Mi amor quiere ser simétrico. Pero el amor de Jesús es asimétrico. Él murió dando la vida. Amando y perdonando desde la cruz a todos los que lo odiaban sin motivo. Él se entregó por entero por mí. Sabiendo que mi generosidad es escasa. Y mi pobreza es lo único que le devuelvo amándole torpemente. Pero no por eso dejó Él de darse por entero sabiendo que podía no recibir nada. Su amor sin medida me sobrecoge. Él se dio sin medida. ¿Es esa la medida que me pide a mí? Quiere que ame sin medida. Un amor que no calcula, ni mide, ni espera. Un amor que no busca recibir lo mismo que da. ¿Quién es capaz de amar así? El amor en la vida, el amor que me lleva al cielo, no calcula, no espera, no mide, no especula. Me gustaría amar siempre así. Pero tengo en mi corazón una medida de lo que es justo. De lo que corresponde. De lo que no me pueden exigir. Una medida de lo que estoy llamado a dar, pero no más. No me pueden pedir que dé mi vida entera. Sólo pueden esperar que regale un poco de ella, un poco de tiempo, una medida justa. Si me golpean, no pongo la otra mejilla, también golpeo, porque es lo justo. Si me quitan la túnica, no doy más, porque espero que me devuelvan más de lo que me quitaron. Es lo justo, lo medido, lo calculado. No creo en ese amor sin medida. Pero en el fondo de mi alma es el amor que me sana, el que me salva. Le pido a Dios que cambie mi corazón y lo haga como el suyo. Más grande, más puro, más libre.



[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta
[3] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta
[4] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[5] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328
[6] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[7] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
[8] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[9] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

lunes, febrero 18, 2019

Carta de Alianza 18 de febrero de 2019

Querida Familia de Schoenstatt de Argentina:    ¡Les deseo un bendecido día de Alianza a todos ustedes, hijos de la Reina! Todavía estamos transitando el tiempo de    verano y sin embargo en nuestra familia a lo largo del país ya fue pasando mucho. Dios y María no se toman vacaciones,    decíamos el mes pasado, y por lo que se ve sus hijos hacen también otro tanto.    A las múltiples misiones veraniegas, donde participaron mucho más de mil misioneros, se le sumaron, a comienzos de  este mes, los campamentos regionales de la JM. El de la zona centro y litoral,​“Regnum Mariae”​,cerca de la Cumbrecita en las sierras cordobesas y el metropolitano, ​“Pasión que transforma”​ en Coronel Suárez, provincia de Bs. As.    
Aprovecho y comparto con ustedes un pensamiento para este año: el​espíritu de Hoerde estará presente .Muchos, sobre todo los jóvenes, deben estar por primera vez leyendo este nombre. Pero para la historia del Movimiento es muy significativo. Luego de la primera guerra mundial, volvieron a Schoenstatt los congregantes sobrevivientes con otros soldados y estudiantes que la Mater a través de ellos fue conquistando. Estos “nuevos peregrinos” se nuclearon en1919  en un barrio de la ciudad alemana de Dortmund en la histórica Jornada de Hoerde, dando origen así a un movimiento  externo a la congregación palotina. Lo que comienza allí es la previa, podría decirse, al Movimiento tal cual lo conocemos ahora.    El año pasado, las distintas federaciones de Schoenstatt en Argentina nos compartían una declaración ante este acontecimiento y al respecto nos decían: ​“…Hoerde es la culminación del llamado ´primer hito´ que debe comprenderse    como un proceso iniciado en 1912 con el comienzo de las tareas del joven P. Kentenich como director espiritual del seminario  palotino, que toca su punto cumbre en la Alianza de Amor de 1914, y culmina en el Pentecostés de un nuevo Movimiento regalado a la Iglesia en Hoerde”. Las próximas jornadas nacionales de jefes de la LAF, de jefas de madres y de la JF, la de  dirigentes de la Campaña y la tradicional jornada de Coordinadores Diocesanos de mayo próximo, estarán animadas por  este espíritu.    Anhelo que al comenzar este año estemos experimentando fuertemente la tierna cercanía y la poderosa acción de Dios y de María, su ​influencer​, como decía el Papa en la pasada ​JMJ en Panamá​. Sabemos como argentinos que no es un año más. Es año electoral y por experiencia contamos con que habrá dificultades y exigencias. Que nuestra entrega y    respuesta en la oración y acción sean especialmente ofrecidas por nuestra patria. Seamos todos ​influencer al estilo de María como invitaba el Papa a los jóvenes.    Este es uno de los desafíos que tenemos como Iglesia y como Familia de Schoenstatt para ser gestadores de la vida social y política de nuestro país. Poco sirve ser uno más de los que critican desde afuera. Los defectos, miserias y hasta pecados de mis hermanos y de mi patria deberían dolerme tanto que forzosamente me lleven, me impulsen a ponerme en  movimiento para cambiarlos, transformando así nuestra realidad. Tal como se entregaron aquellos jóvenes en Hoerde luego de la primera guerra mundial por la recuperación de su patria desde dentro, con heroísmo, en libertad, autonomía y solidaridad a la vez, por saberse guiados y herederos del Padre.    El próximo ​sábado 24 de febrero el Santuario de Sion del Padre​, en nuestra casa central de Florencia Varela, festeja  sus  bodas de plata. Lugar de gracias desde donde la Mater nos impulsa a servir a toda la Familia y Obra de Schoenstatt en  Argentina ¡Los invito a acompañarnos personalmente, aquellos que puedan, y si no, todos en el espíritu!    Les deseo abundantes bendiciones para todos los comienzos de actividades en las distintas diócesis, parroquias,    santuarios, ramas y ermitas. Unámonos en el caminar de los jóvenes que en unos días más ​peregrinarán a la tumba de Brochero llevando nuestras intenciones y a las Hermanas de María que nos invitan a renovar nuestro santuario nacional partiendo por renovar los cimientos de nuestra propia Alianza de Amor.    
Quedamos en eso, permanecemos fieles.
 P. Pablo Gerardo Pérez  
Director Nacional  Movimiento Apostólico de Schoenstatt Argentina

domingo, febrero 17, 2019

Homilía P. Carlos Padilla


VI Domingo Tiempo ordinario
Jeremías 17, 5-8; 1 Corintios 15, 12. 16-20; Lucas 6, 17. 20-26
«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis»
17 febrero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Mi vida dada por amor. Mi servicio generoso que no busca el propio bien, sino el del prójimo. Acepta el sacrificio diario con alegría y sonríe en medio de la tribulación. Es el martirio del amor»
Mi corazón no desea el martirio. No quiere saber nada de renuncias, ni de dolor ni sufrimiento. Cuando escucho el relato de las actas martiriales siempre me conmuevo. En el martirio de S. Fructuoso y S. Eulogio se puede leer: «El gobernador Emiliano preguntó a Eulogio: - ¿Tú también adoras a Fructuoso? Eulogio contestó: - Yo no adoro a Fructuoso sino a aquel a quien Fructuoso adora». Los mártires mueren no por una ideología, ni por una forma de pensar, mueren por amor a Jesús. Mueren contra su voluntad porque adoran a Dios y no a los hombres. Es cierto que si no hubieran muerto podrían haber hecho tanto. Pero ellos están convencidos de que su sangre será semilla de nuevos cristianos. Nunca he deseado el martirio. No me parezco a tantos santos que lo anhelaron. Desearon decirle a Dios que eran capaces de un amor heroico hasta dar la vida. ¿Es más heroico un minuto de dolor que una larga vida de sufrimientos? ¿Una muerte agónica vale más que una vida sacrificada? No lo tengo tan claro. Pero no deseo un minuto intenso de dolor martirial. Duele morir. Duele perder a los que mueren. S. Fructuoso anima a los cristianos que se quedan huérfanos: «Jamás os faltará pastor. Y no podrán fallar el amor y la promesa del Señor ni en este mundo ni en el otro, porque esto que ahora contempláis es breve como el sufrimiento de una hora». El breve sufrimiento de una hora. ¿Es eso deseable? No sólo ese sufrimiento, sino el final de una vida de bienes, de amor, de entrega. ¿No es mejor un cristiano vivo antes que muerto? Las categorías cristianas parecen ser otras. Pero yo me aferro a pensar como los hombres y no como Dios. No me gusta el martirio. No me gusta la muerte. Pero me sobrecoge la entereza de los santos mártires el ver acercarse el momento de su entrega total. Tiene que haber una coherencia, eso sí. El martirio de una hora es posible cuando he vivido mi vida sólo para Jesús. Esa libertad interior, esa santa indiferencia en el momento crucial, no se inventa de un momento para otro. Las palabras de S. Fructuoso brotan de un corazón enamorado que va a encontrarse con el Señor para siempre. Le apena dejar solos a los que ama. Le conforta saber que dentro de nada estará con Jesús. ¿Acaso no vamos a morir todos algún día? Lo único que puedo hacer ante esa hora del martirio es retrasar el momento de mi muerte. Aun así, lo cierto es que lo más normal es que yo no enfrente esa posibilidad en mi vida. Y no por eso quedo eximido de otro tipo de martirio. Es el martirio del amor. Decía Santa Juana Francisca de Chantal: «Muchos de nuestros santos padres en la fe, hombres que fueron pilares de la Iglesia, no murieron mártires. ¿Por qué creen que fue así? Yo mismo creo que fue porque hay otro martirio: el martirio del amor». A ese martirio siempre soy invitado. El acto de amar con toda el alma, con todo mi cuerpo, es un gesto martirial. El que ama de verdad, no el que dice amar a todos y luego no ama a nadie. El que ama en concreto, a rostros concretos, a vidas concretas. Ese hombre enamorado de lo humano y de lo divino, vive el martirio cada vez que ama. El amor es renuncia. Y si no lo quiero ver, es que no sé amar. Estoy acostumbrado a que me cuiden, no a cuidar. A que me den, no a dar. A que se sacrifiquen por mí, no a sacrificarme por alguien. El martirio del amor exige mucha entrega, confianza y abandono. Lo mismo que el martirio de los que murieron mártires. Pero no se juega en una hora. Se juega en la entrega diaria de toda una vida. El otro día escuchaba hablar de un diácono de cien años que seguía sirviendo en la eucaristía, proclamando el evangelio, acompañando a la comunidad cristiana. Dice de él su párroco: «No solo tiene cien años, sino que está lleno de vida y es muy activo». ¿No es eso un martirio del amor? O la vida de tantos matrimonios que cuidan a sus hijos y cuidan el amor conyugal renunciando a lo propio por amor. ¿No es también eso martirio? La vida bien vivida, en Dios, da fruto abundante como hoy escucho: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto». Mi vida dada por amor. Mi servicio generoso que no busca el propio bien, sino el del prójimo. El que acepta el sacrificio diario con alegría y sonríe en medio de la tribulación. Ese martirio del amor es una gracia que pido cada día. Para no buscarme a mí diciendo que busco a Dios. Para no querer que me sirvan, diciendo que soy yo quien sirve.
¿En quién o en qué suelo poner mi confianza? Confío en que las cosas van a salir bien. Mi agenda y mis planes. Confío en mis fuerzas, en mi salud, en mí mismo haciendo obras grandes. Me cuesta quizás más confiar en Dios: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche». Donde tengo mi corazón es donde encuentro la alegría, o la tristeza, depende de cómo vayan las cosas. Si mi gozo está en mis planes humanos, en mis sueños de grandeza, estaré triste cuando no resulten. Comenta el P. Kentenich: «La humildad se nutre de una sana desconfianza en las propias fuerzas y la confianza en las fuerzas divinas»[1]. Desconfiar de mis fuerzas, de mis capacidades. No es tan sencillo cuando al mismo tiempo me dicen que lo sano es confiar en las fuerzas que hay en mí, en las potencialidades de mi alma. ¿En qué quedamos? Por un lado, tengo que confiar en mí, para no tener baja autoestima y andar por la vida mendigando atenciones y cariño. Por otro lado, necesito una sana desconfianza de mí mismo. ¿Dónde está el justo equilibrio? Sé que tengo que ser de fiar, una persona confiable. Alguien como una roca en medio del mar revuelto. Un oasis en el desierto para los que tienen sed. Un vergel en medio de la sequedad de la vida. Un paraje lleno de paz allí donde abunde la guerra. Alguien digno de confianza. Y encuentro que son blandos mi querer y mi voluntad. Y lo que ayer parecía una decisión firme hoy tiembla al tomarla entre mis manos. Quiero que confíen en mí y no hago nada por ser roca firme. No educo mi voluntad ni mis afectos. No sé muy bien lo que está bien y lo que está mal. Todo depende del rumbo que tomen los acontecimientos. ¿En quién confío? Miro mi corazón y veo que confía en algunas personas. Sé lo que piensan y sienten. Sé lo que dicen de mí, estando yo presente o ausente. Son de una pieza. No se dejan seducir por palabras vanas. Me dan confianza. Pero luego desconfío de algunas personas que recorren mi camino. Quiero confiar. Pero me fallan. Una y otra vez hablan mal de mí a mis espaldas. No me dicen todo lo que piensan. Quieren ser veraces, pero ocultan su verdad. No sé lo que piensan porque cambian de idea cada día, cada hora. Son como las aguas de un río que cambian continuamente en el curso de la vida. Se ocultan entre las nubes. Y su palabra no siempre es fiable. Miro los dos extremos. ¿A quién me parezco yo? No sé si soy digno de confianza. Me parece una afirmación tan llena de valor. Una persona en la que se puede confiar pase lo que pase. Cuando cambien las circunstancias. Cuando surjan los problemas de la vida. Necesito tener personas en las que confiar, porque con su solidez me hablan de un Dios misericordioso que ha puesto su mirada en mí. Su forma de acoger mi fragilidad refleja el abrazo de Jesús en medio de mi camino. Me sostienen brazos humanos que prolongan la luz de Dios. El rasgo que define a Jesús es la misericordia. Comenta el Papa Francisco: «Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales». Jesús es misericordia. Confío y creo en quien es para mí reflejo de esa misma misericordia. Y yo estoy llamado a ser misericordioso. Sólo entonces seré digno de confianza. Podrán llegar a mí y descansar porque antes que cualquier juicio hallarán en mí una mirada misericordiosa. Encontrarán acogida y respeto. Sabrán que los quiero por lo que son, pasando por alto sus caídas y errores. Pero a veces me pesa mi lenguaje no verbal. Hablo con gestos, con miradas, con expresiones que no controlo. Es como si dentro de mí habitara un juez iracundo que no cree en la misericordia y salta lleno de rabia al ver cualquier acto incorrecto. Entonces mi corazón tiembla. Al descubrir en los demás gestos que no comparto y actitudes que no veo bien. Dejo de lado mi misericordia. ¿No pueden entonces confiar en mí? Antepongo la justicia a la misericordia. Condeno sin abrazar. Como si mi abrazo significara connivencia con el pecado, aceptación de todos los errores. Quiero ser digno de confianza. Quiero ser hogar para el que necesita tierra donde echar raíces. Ser aceptado antes que escuchar el juicio. Quiero confiar en las personas que me muestran el rostro de Dios. Que me miran con sus ojos. Un lugar seguro en el que dejar el alma. Necesito confiar más en Dios en medio de mi vida. Que mis raíces se hundan en su corazón de Padre. Sólo así podré caminar seguro. ¿En quién tengo puesta mi confianza? Sólo en Dios descanso tranquilo. Él me mira con ojos de misericordia. Me acoge, me abraza. A veces puedo ser más duro yo que Dios. Más severo. Más estricto. No conozco su amor. Es como si sólo amara sus normas. No reflejo su rostro, sólo su deseo de cumplir sus normas. Esas normas que me darán la felicidad. Quiero creer en un Dios que conoce mi debilidad y me abraza en mis caídas.
El otro día me quedé mirando mi viejo reloj de cuco. Siempre da las medias y las en punto. Con una fidelidad impresionante. Abre la puerta y canta. Y observa su entorno guardando muy dentro los segundos pasados, los minutos y las horas. Con esa cadencia eterna del que vive observando la vida que pasa ante sus ojos. Sin querer cambiarla. Abro la puerta del cuco buscando recuerdos guardados. ¿Cuántos momentos habrá retenido que yo ya he olvidado? Tantos años pasados. Quiero sumergirme en su memoria eterna y navegar por ella. Me adentro en las imágenes que fluyen de un lado para otro evocando un pasado lejano, cuando yo era niño. Mi viejo reloj de cuco ya casi olvidado. Me trae a la memoria tantas historias que marcaron mi vida. Mis risas y mis llantos. Abrazos y palabras. En un mar hondo e inmenso que no quiero que se pierda en un olvido lento. Mi viejo reloj de cuco. Guarda en su interior palabras que había olvidado. Escenas llenas de sueños. Y cantos que me dan vida. Sin pretender ser nostálgico asumo que soy un montón de recuerdos prendidos en mi alma. Vivo en ellos y a partir de ellos. No me entiendo sólo en un presente sin raíces. O en un futuro lleno de promesas. Soy esa historia sagrada tejida en manos amigas. No quiero olvidarla. Una historia de corazones que se abrieron y rompieron para darme la vida. No me deshago de ellos, no los olvido. Porque son míos. Algunos duelen. Otros alegran el alma. Como dice el P. Kentenich, quiero «nadar en las misericordias de Dios, repasar gota a gota todo ese mar de misericordias divinas. Mi ocupación favorita será exclamar siempre: - ¡Cuánto me amas, Dios mío! ¡Me amas como a las niñas de tus ojos!»[2]. Miro mi historia oculta en mi reloj de cuco. Y me admira ver tanto amor de Dios guardado dentro. Ha tenido Él misericordia. Me ha querido. Me ha buscado. No quiero dejar de agradecer tantos recuerdos. Tocarlos con algo de nostalgia. Dejarlos ir de vez en cuando para centrarme en el presente y soñar con el futuro. Quizás por eso aprendo a dejar fuera de mí cosas y objetos viejos que ya no siguen conmigo. Me desprendo de todo lo que me pesa. Pero me quedo feliz con la patina que los años dejaron en ellos. Las historias guardadas en sus entrañas y que mi viejo reloj de cuco desgrana con su tono monocorde. Soy hombre con memoria. No me olvido de mi historia. La pongo ante Dios conmovido. Voy pisando en tierra firme dejando huellas que no se desvanecen. A veces me duele descorrer el velo que cubre mis heridas, mis caídas, mis errores. Pero lo hago con respeto infinito. Acariciando el alma rota que sangra y llora. Y dejo que Dios con su mano calme mis angustias. Otras veces me detengo conmovido al ver la vida, la alegría, la paz, el descanso. Momentos que quisieron ser eternos. El mismo paraíso perdido aquí en la tierra. Todo forma parte de mí. Lo que me duele y lo que me alegra. El viejo reloj de cuco lo canta todo. Los segundos de paz. Los segundos de guerra. En su ritmo cadencioso, regular, siempre el mismo. Sin prisa. Sin pausa. Recorre la piel de mi tiempo desgranando los días. Y yo quiero vivir con cada cuco. Con cada sonar de horas en punto o y media. Y sonrío recordando rostros. Miradas profundas en lugares grabados en mi alma, muy dentro. Y sé que desde ahí parto siempre de nuevo. No me dejo retener por lo que me pesa. Más bien me tomo en serio la vida que tengo por delante. Puedo recorrer caminos nuevos. Andar nuevas rutas. Construir catedrales cargando piedras. Puedo decir las palabras no dichas. Y callar con cariño ante el dolor ajeno. Puedo inventarme horas nuevas llenas de vida. Con la alegría del niño que comienza a latir cada mañana de nuevo. Desalojo mi casa para albergar más vida. Nuevos sueños. Y me siento muy niño. Naciendo desde dentro. Con la esperanza dibujada en mis ojos puros. Un día lo fueron. Hoy vuelven a serlo. Y no temo el mañana que aún no canta mi cuco. Lo miro con pasión, sin miedos, sin perezas. Lo miro y lo descubro caminando muy quedo. De dentro hacia fuera, como todo en la vida. Porque lo que de verdad importa surge dentro del alma. Y se hace carne en mis manos. Amor, sonrisa, abrazo, canto. Y continúo escribiendo a la luz de la luna. Repasando callado las horas ya cantadas. Los minutos ya idos. Y voy hacia delante, porque volver no puedo. Sólo quiero comenzar mi vida otra vez. Siempre de nuevo. Con la alegría de los niños que lo han entregado todo. Sin miedo a nada. Con valor, con audacia. Nada temo.

Mi vida mira a Jesús resucitado. Mira hacia delante pensando en la vida eterna. No como consuelo para los males de este mundo. Sino como el paraíso perdido que anhela mi corazón insatisfecho. Anhelo la plenitud que no poseo. Hoy escucho: «Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos». Mi felicidad de ahora tiene su descanso en una felicidad plena en el cielo. Aquí sonrío con los pequeños regalos de la misericordia de Dios. En el cielo sonreiré sin miedo, sin descanso, sin vacíos ni nubes. Allí sólo el sol brillará por encima de tantas sombras que carga hoy mi alma. Me gusta ver mi vida así. Como la antesala de un cielo que sueño, anhelo y deseo. Miro hacia delante sin temor a la muerte. Soy bienaventurado ya aquí en la tierra porque poseo las primicias de lo que será la vida para siempre. Sin sombras, sin temores. Es verdad que no puedo abarcar la eternidad en la que no rige el tiempo. Un paraíso en el que no hay comienzo ni final. No lo entiendo. Porque estoy acostumbrado a medir las horas. A calcular los días. Y una felicidad eterna se escapa de mis manos. Acostumbrado como estoy a dar sólo pequeños sorbos de una alegría pasajera. No concibo un sí eterno, un amor eterno, un abrazo eterno. Sé que el cielo que deseo es un don, pero Dios cuenta conmigo, con mi sí torpe y lánguido. Dice S. Agustín: «Aquel que nos creó y nos redimió sin nosotros, no nos lleva a la eterna bienaventuranza sin nosotros». Necesita que le diga que lo amo. Que deseo estar con Él. El cielo no se gana. Aunque diga a veces esa tradicional expresión: «Te estás ganando el cielo». Como si el cielo fuera un pago por mi esfuerzo constante, por mi entrega generosa. Desaparece así de mi alma la gratuidad. Y eso es lo que no quiero. Quiero, más que nada, que el cielo sea un don. Que Jesús mire mi miseria y mi pobreza y se conmueva. Y me abra los brazos para recibirme a la puerta de un amor eterno con el que me sostiene. Leía hace poco: «La muerte no es una calamidad para el que muere, lo es sólo para quienes quedan atrás; porque la muerte es la liberación, el gozo, la paz eterna y la tranquilidad. Los días del hombre son cortos y están llenos de pesadumbre. ¿Qué hay en el mundo que pueda ofrecerse como un consuelo?»[3]. Esa mirada sobre la tierra no es la mía. No miro así mi vida ni la vida de tantos que sufren. No la juzgo como un duro valle de lágrimas. La miro como un paso que lleva a la vida verdadera dejando atrás el camino recorrido. Pienso en la vida que llevo y me alegra vivir el presente. No anhelo llegar ya al cielo. Quizás puede esperar. No conozco a tantos que deseen su pronta muerte. Quiero aprender a vivir el hoy sin miedo. Sabiendo que son sólo piedras que cargo construyendo un castillo en el cielo. Recuerdo a la Madre Teresa: «No se trata tanto de hacer muchas cosas o de hacer grandes cosas sino más bien del amor que ponemos en todo lo que hacemos». Amar en todo lo que hago. Tal vez sea el camino más corto de la felicidad. Y no creerme nadie especial por hacerlo. Cuentan que un joven sacerdote le preguntó a la Madre Teresa qué tenía que hacer para llegar a ser santo. Y ella le contestó: «Lavar muchos baños». Me conmueven sus palabras. No le pidió que predicara muchos retiros. Le pidió sólo que lavara los pies como hizo Jesús un jueves santo. ¿Como camino al cielo? Seguramente. El cielo está lleno de personas humildes. O casi mejor, la tierra tiene más cielo cuando abundas las personas humildes que lavan baños. Que se arrodillan para servir. Que entregan su vida lavando los pies sucios de sus hermanos. Hace falta mucha humildad para vivir así la propia vida. S. Felipe Neri, al ofrecerle cargos muy dignos en la tierra, dijo: «Prefiero el paraíso». Huyó de las dignidades humanas. Yo necesito ser más humilde. Mi orgullo me lleva a levantarme. Se rebela ante las injusticias. No quiere que mi amor propio sea herido. No se conforma con recibir un poco, quiere siempre más. Y si se siente digno por algún motivo, detesta las humillaciones y los servicios en apariencia poco dignos y reconocidos. Prefiere los primeros lugares y desea el reconocimiento de los hombres. Sin importarle tanto el de Dios. Mi corazón no se humilla para besar la tierra. Es altivo y busca besar el cielo. Se eleva a la altura de las estrellas. Y siente que todos deberían alabar su belleza. ¡Cuánta pobreza tengo dentro de mi alma! ¡Cuánta vanidad hace que mi corazón sea engreído! No tengo la humildad para servir a los hombres. No me abajo para lavar los baños. ¿Mi camino de santidad? Busco ser reconocido y dejar huella en este mundo. Acaricio la tierra de mi presente como si fuera la última estación de mi viaje. Miro a las estrellas. No me conformo. Camino hacia el cielo con paso quedo. Puedo dar siempre más. Puedo amar con un corazón más grande, más roto, más de niño, más humilde. Yo también prefiero el paraíso.
Hoy Jesús habla a una multitud sedienta de sus palabras. «En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón». Son las conocidas bienaventuranzas que tanto me inquietan: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Jesús ve sus rostros llenos de angustia y preocupación. Se conmueve al ver su dolor. Y sabe, como dice el P. Kentenich, que anhelan vivir alegres: «¡Hambre de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aun: puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada alegría»[4]. Tengo en mi corazón un deseo inmenso de ser feliz. Y tantas veces no lo soy. Me da miedo vivir amargado o deseando una felicidad inalcanzable: «Ese club de la mayoría de adultos que se confiesan soportablemente infelices, y que están muy cerca de ser ellos mismos los insoportables»[5]. No quiero vivir infeliz. Muchas veces lo soy cuando no soy capaz de llevar con paz y buen ánimo las contrariedades de la vida, los imponderables, todo lo inevitable. Una felicidad a prueba de oscuridades. No es tan sencillo. Estoy tan lejos. Me muevo en estados de ánimo cambiantes que no me dejan saborear esa plenitud que mi alma anhela. Deseo el cielo en la tierra. Ser feliz aquí y ahora. Con lo que tengo, no con lo que quisiera poseer. Tal vez Jesús me habla hoy de esa bienaventuranza. Me dice que son bienaventurados y felices los que ahora tienen hambre, lloran, son odiados, excluidos, insultados, proscritos. Me impresiona. ¿Cómo puedo ser feliz en medio de las tribulaciones de la vida? Me parece imposible. Cuando lloro, lloro, estoy triste y no veo la esperanza. Cuando me persiguen, o excluyen, u odian, no puedo ser feliz. ¿De qué me habla Jesús? Tengo hambre de alegría y de cosas buenas. De abrazos, de sonrisas, de éxitos, de paz cotidiana. ¿Cómo voy a estar alegre cuando todo se tuerce a mi alrededor? La alegría del alma se torna tristeza. Y Jesús me habla de la paradoja de la felicidad en Él. Cuando vivo en Él todo lo demás deja de tener peso. Pierde importancia. No me quita la paz. La felicidad no la encuentro en el mundo inquieto que me turba. Sino sólo cuando descanso en Jesús. Cuando lloro sé que reiré. Cuando soy perseguido por su causa, triunfaré con Él. La felicidad verdadera me la da Él. En Él descanso. Mi llanto. El rechazo. La persecución. El odio. La injusticia. La marginación. Todo pasará. A veces mi felicidad la centro en esta vida caduca. En objetivos muchas veces inalcanzables. Quiero ser bienaventurado, feliz, pleno. Con las bienaventuranzas del mundo. Feliz si logro lo que quiero. Feliz si me aplauden y reconocen. Feliz si no me juzgan ni condenan. Feliz si no pierdo a ningún ser querido. Feliz si la vida me sonríe. Feliz siempre y cuando todo vaya como yo deseo. Esa felicidad tan condicionada es imposible. Es pasajera, caduca, inalcanzable. Me gustan más las bienaventuranzas de Jesús. Quiero que sean ya en la tierra y no en el cielo, cuando deje de soñar. Quiero ser feliz aquí y ahora, en medio de las contrariedades de la vida. Me ayuda la bienaventuranza de la Madre Teresa: «Bienaventurados los que dan sin recordar, y los que reciben sin olvidar». Me gustaría dar sin exigir aplausos. Así sería más feliz. Y no quiero olvidar nada de lo que recibo. Agradeciéndole a la vida todo lo que tengo. Mi felicidad en medio de la tribulación. Todo es un don de Dios. Una gracia que me viene del cielo. ¿Cómo voy a ser feliz de otra forma? Imposible. La felicidad me la da Dios cuando dejo de atarme a la tierra y a los sueños caducos de este mundo. Dejo de pensar en mí egoístamente. Centrado exclusivamente en todo lo que deseo. El otro día leía: «No creo que él lo sepa, pero Dawsey tiene un raro don de persuasión: nunca pide nada para sí mismo, así que todos están ansiosos por hacer lo que él pide por los demás»[6]. Hay personas que sólo piden para los demás. No para ellos. Piensan en los otros antes que en sus propios intereses. Esa forma de mirar y actuar me conmueve. Su felicidad está en que los otros sean felices. No tanto ellos mismos con sus deseos y anhelos. Que los otros encuentren su camino y tengan tiempo para ellos. Quisiera ser así. De esa forma sería más feliz. Eso seguro. Porque la mayoría de las veces mi infelicidad procede de mi incapacidad para realizar mis planes, para lograr lo que deseo. Bienaventurado si sigo a Jesús en medio de mis cruces. Bienaventurado si doy la vida por Él sin buscar tanto mi interés y mi deseo. Bienaventurado si dejo de poner el objetivo de mi vida en realizar todos mis planes. Pido hoy de rodillas esa bienaventuranza que deseo.
Jesús les muestra a los que le escuchan el camino de la infelicidad: «Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas». Infeliz si soy rico. Cuando precisamente me obsesiona el dinero, la comodidad, la seguridad, el bienestar. Necesito el dinero para vivir tranquilo. La falta de dinero me quita la paz. Tensa mis vínculos. Me vuelve desconfiado. Me llena de amargura. ¿Por qué no seré feliz si soy rico? Porque ya tendré mi consuelo. Porque estaré saciado. Porque esa dependencia de mi dinero no colmará mis ansias de infinito. Eso lo sé. Rico de bienes en la tierra. Vacío de bienes en el cielo. No quiero vivir saciado. Además, nunca estaré saciado del todo. Siempre surgirá en mi alma una nueva necesidad. Un clamor dentro de mí. Un deseo incontrolable. Brotará de mi corazón un ansia que no puedo calmar. Y necesitaré seguir buscando. Siempre más. Me volveré ambicioso. La ambición me hace perder otros valores por el camino. ¿Qué estoy dispuesto a hacer por lograr estabilidad económica, o más bienes, o más dinero? ¿Qué principios puedo llegar a dejar de lado por tener más? Entro en la rueda del dinero. Me acostumbro a conseguir más y mi nivel de vida me pide más. Llega un momento en el que ya vivo por encima de mis posibilidades. Me endeudo. Entro en la rueda. Busco estar saciado, vivir colmado, lleno. ¿Soy feliz? En esa rueda, rodeado de los que como yo tienen dinero y están saciados, me siento insatisfecho. Algo en mi alma me dice que ese no es el camino. Y yo accedo. Acepto la realidad. No puedo vivir saciando todo deseo que brota en mi alma. Cuando llego a una meta anhelada, a un éxito deseado, vuelve la tristeza. Leía el otro día: «En psicología, esto se conoce como depresión por éxito, como si la persona, una vez concluida la empresa y alcanzada la meta, hubiera perdido con ello el caudal de energías y motivaciones que hasta entonces había invertido en ello»[7]. No quiero ese éxito que cuando lo toco me deja triste y deprimido. No quiero una alegría tan pasajera que con prontitud me deja marchito. Me dice Jesús que tenga cuidado si ahora sólo río y disfruto de la vida que toco cada día. Y vivo encerrado en mis asuntos ajeno al mundo que sufre junto a mí. No miro al que sufre y llora a mi lado. Infeliz yo si sólo busco mi bienestar y no me inquieta el dolor y el llanto de mi prójimo. Puedo hacer algo y no lo hago. Infeliz cuando sólo pienso en mí y en mis intereses, olvidando los de mi hermano. Infeliz si pongo mi felicidad en el mundo que me rodea, en las fuerzas que lo mueven. Infeliz si me alegra ver que miles de seguidores me aplauden y reconocen, más que a nadie. Pretendo ser yo el primero, el mejor, el más buscado. Me da miedo la felicidad de saber que todos hablan bien de mí sin que nadie me critique. Me preocupo. Ese reconocimiento unánime de los hombres no me da la felicidad. Me aclaman y alaban, no me conocen. No me basta. No soy feliz. Aunque me sienta alegre a veces al tocar ese reconocimiento y admiración del mundo. No es la felicidad que sueño. Tengo demasiada tierra pegada en mi alma. Demasiado apego al qué dirán, al qué pensarán de mí. No me hace feliz estar tan volcado en el mundo. No quiero depender de ese reconocimiento y admiración. Porque todo es pasajero y sólo el cielo me habla de una felicidad eterna que es la que de verdad añoro. Decía el Papa Francisco: «La tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. ¡Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al evangelio!». No quiero que hablen bien de mí. Sólo deseo que Dios me mire bien. Eso me basta. No me tiene que importar tanto mi fama. ¿Por qué me afecta tanto cuando la pierdo, cuando me calumnian, cuando me difaman? Si yo me quisiera más a mí mismo tendría más paz en el alma. Sería más feliz si mi corazón estuviera anclado en el de Jesús.




[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta Peter Locher, Jonathan Niehaus
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] Caldwell, Taylor, Médico de cuerpos y almas
[4] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[5] Mary Ann Shaffer, Annie Barrows, La sociedad literaria de Guermsey y el pastel de piel de patata
[6] Fernando Alberca, Todo lo que sucede importa
[7] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad