domingo, julio 29, 2018

Domingo XVII Tiempo ordinario - 29 de Julio

Domingo XVII Tiempo ordinario
2 Reyes. 4, 42-44; Efesios. 4, 1-6; Juan. 6, 1-15

«Al levantar Jesús los ojos y ver que venía mucha gente, dice a Felipe: - ¿Dónde vamos a comprar panes para que coman estos?»



29 julio 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero ser inmune a la tristeza. Y para eso sólo tengo que buscar la mano que me sostiene oculta en medio de los espinos. Sólo tengo que disfrutar pequeñas alegrías de mi vida, busco sus fuentes»

Hay preguntas que pueden marcarme para siempre. Depende todo de la respuesta que doy. Hay momentos que me definen como persona. Hay situaciones en las que veo de qué madera estoy hecho. Son ocasiones en las que se decide mi vida. En las que compruebo cómo es mi sangre y veo de dónde vengo. Me da miedo fallar en esos momentos y no estar a la altura esperada. Por miedo, por torpeza, por debilidad. Me da miedo ser cobarde, ser blando, ser voluble, ser frágil. Temo que salga de mí lo peor que tengo en situaciones de mucha tensión en las que se decide todo. Me asusta no poder dar lo mejor que sé que he guardado. Temo ser de una madera poco noble, poco fiable. Me asusta mi fragilidad escrita en la sangre. En una película se le plantea al protagonista una situación difícil en un tren. Tiene que elegir, decidir. Y de su decisión dependen otras vidas. Escucha entonces una de esas preguntas decisivas: «Quiero saber qué tipo de persona eres». ¿Qué tipo de persona soy de verdad? Lo veré en esos momentos en los que mis seguros ya no valgan. Sabré el temple de mi alma. La altura de mis sueños. La pureza de mi intención. La hondura de mi amor. Tengo muy claro qué tipo de  personas son aquellas a las que admiro. Aquellas que en momentos decisivos sacan lo mejor que hay en su interior. Se visten de una nobleza que me sorprende. Tienen una mirada pura cuando sufren la injusticia. Deciden lo correcto. No claudican, no engañan. No sale odio de sus entrañas cuando son odiadas. Son capaces de dar más de lo que se les pide. Perdonan cuando han sido ofendidas aunque  no sea lo más justo. Este tipo de personas es el que me gusta. No se llenan de orgullo ante el trabajo bien hecho. Hablan siempre con humildad y mansedumbre. No se irritan, no se crispan, no se llenan de ira. En los momentos decisivos eligen siempre lo más adecuado. ¿Cómo lo consiguen? Miran en el fondo de su alma y sacan el agua más pura. Me parece increíble. En momentos de máxima tensión optan por el bien. No se dejan llevar por la tentación de tener más, de ser más. No mienten, no se corrompen, no tienen nada que ocultar. El pecado que hoy más escandaliza es la corrupción. La de aquel que se queda con lo que no le pertenece. La del que miente por sistema. La del que lleva una vida engañosa buscando beneficio. El hombre corrupto que ante una propuesta poco limpia elige el lado oscuro. Le tientan y miente. Comenta Isabel Serrano-Rosa: « ¿Por qué mentimos? Es la mentira preferida de los hombres para parecer más poderosos o inteligentes. Los seres humanos somos capaces de engañarnos a nosotros mismos, narrarnos la realidad de manera que se ajuste a nuestro esquema. Elegimos el mundo que queremos ver». Quiero ser distinto a lo que soy. Tener más de lo que tengo. Ser más admirado de lo que soy. Por eso miento. Me engaño. Me corrompo dejándome llevar por la vida donde los más altos ideales desaparecen. Me da miedo caer en el momento decisivo. Ante la pregunta más acuciante, acabar eligiendo el camino equivocado. ¿Qué tipo de persona soy? No lo sé muy bien. Creo que soy de una manera. Pero me da miedo dejar de ser quien soy. Renunciar a lo más sagrado que hay en mi alma. Negarme a mí mismo en mi esencia. Me atrae lo verdadero. Lo que me da paz y me hace libre. Leía al otro día: «Abrir los ojos es lo único necesario. El corazón miente y la mente engaña, pero los ojos ven. Mira con los ojos. Escucha con los oídos. Saborea con la boca. Huele con la nariz. Siente con la piel. Y no pienses hasta después, y así sabrás la verdad». No me quiero apartar de la verdad. Necesito saber qué es lo que Dios me pide. Cuál es la decisión correcta, la mejor, la más noble. Quiero optar por lo más grande aunque pierda algo. Siempre perderé algo. No importa. Optar por lo bueno, por lo noble, por lo verdadero, me definirá como persona. Perderé algo de prestigio, de fama, de nombre. Perderé algo de mi vida, de mi poder, de mis riquezas. No importa. Me tomo en serio mi vida. Me preparo

para ese momento en el que tenga que decidir lo correcto. A lo mejor es una decisión pequeña la que me define como persona. A lo mejor son mis formas, mis palabras, las que hablan de cómo soy.
¿Quién soy yo en realidad? Quiero aprender a ser verdadero. Fiel a mí mismo, a mi verdad. Dios me ha dado tanto. Y yo me vuelvo egoísta. Retengo, juzgo intenciones, quiero ver la verdad oculta tras la mentira. ¿Qué tipo de persona soy? Quiero ser honesto, verdadero, noble, puro, generoso, sencillo, humilde. Apasionado por la vida. Entregado sin fisuras. La verdad de mi vida se ve en esas decisiones que me marcan para siempre. Confío y espero que Dios prepare mi alma para la entrega desde lo más auténtico que hay en mí.

Me gusta agradecer. Mirar mi vida con gratitud. Me hace bien no pensar sólo en lo que me va mal. Me quiero olvidar de la mala suerte. No me detengo en mis  derrotas.  Mi  convicción  está  firme,  puedo volver a vencer, puedo seguir luchando, llegar más lejos. Por eso tengo que ser más  agradecido.  Siento que en ocasiones me fijo sólo en lo malo de mi vida. Y  veo en las caídas y en las pérdidas un motivo   claro para ponerme triste. No me hace bien la tristeza.  Envenena mi  alma.  Me lleno de  nostalgias infinitas y de rencores hacia un mundo que no me ha dado todo  lo  que  merezco.  Sufro  con  y  sin sentido. Lloro. Y entonces soy incapaz de ver en esos momentos la luz oculta en las sombras del dolor.   En la oscuridad del odio. En medio de  la ira que despierta mi orgullo. Y dejo de agradecer por todo lo    que tengo. ¿Qué sentido tiene dar gracias cuando he  perdido  lo  más  valioso?  Es  una  pregunta  que surge a veces. ¿Cómo se puede agradecer llorando? Asocio la gratitud con las risas, con la felicidad momentánea o eterna, con la plenitud de una vida confiada y sencilla, con el éxito y la buena suerte. El otro día leía: «Narcisistas serían en la práctica todos los que no saben integrar su pasado ni leerlo con gratitud y que, de hecho, nunca han sentido la necesidad de dar las gracias a nadie, siempre encuentran algo que recriminar con respecto a su vivencia y a las personas que han tenido al lado, han perdido la capacidad de asombrarse de lo gratuito y de darse cuenta de que tal es su existir; y al actuar y exigir de este modo, entran en la lógica masoquista de la necesidad»1. Narcisista es el que no agradece. Porque siente que tiene derecho a todo lo que disfruta. Y siempre encuentra alguna queja dibujada en su ánimo. Algo falta. Algo no es todavía pleno. Ha perdido la capacidad del asombro.  Es  un don de los niños. La  capacidad para mirar  con ojos grandes la vida. Y descubrir  tesoros  escondidos  en medio de las flores,  de las rocas, de  la noche. El asombro ante un paisaje, ante una  visita  inesperada,  ante  una  sorpresa  con  la  que  no contaba. El asombro que me lleva a agradecer y logra que deje de mirar mi vida con egoísmo. Cuando agradezco vivo más volcado hacia el que está fuera. Hacia el hermano, hacia el que sufre. Quiero    aprender a agradecer al final de este curso. Como cada año. Como cada vez que acaricio el verano. Y descubrir fuentes de alegría en los meses pasados. Comenta el P. Kentenich: « ¿Acaso no debemos decir, haciendo una consideración serena, que son innumerables las fuentes de alegría, los cálices de flores en nuestro camino de vida? Son en su mayoría alegrías pequeñas las que nos salen aquí al encuentro. Podrán ser alegrías de la naturaleza, alegrías que residen en la gratitud. ¡Qué importante es que, como artistas de la alegría, aprendamos y enseñemos el arte de descubrir esas pequeñas fuentes de alegría y de disfrutar de ellas! En un tiempo tan pobre en alegrías, esta debería ser nuestra tarea esencial: disfrutar de las gotas de miel de la alegría en todas las ocasiones en que Dios quiera ofrecérnoslas. Ese es el arte de alegrarse, el arte de educar a otros a la alegría. El arte de hacerse inmune a la tristeza tiene que ser por cierto un arte sumamente difícil»2. Quiero ser inmune a la tristeza. Y para eso sólo tengo que buscar la mano que me sostiene oculta en medio de los espinos. Sólo tengo que disfrutar pequeñas alegrías de mi vida, busco sus fuentes. Me detengo a  contemplar las sutiles alegrías que a veces no percibo. Una mano amiga. Una  sonrisa.  Una  palabra amable dicha al pasar. Una mirada que ríe. Un atardecer que lo llena todo. Una canción profunda que    toca el alma. Una lectura que me sana. Un rato de silencio que pasa rápido dejándome la paz. Una    película que me lleva a soñar con lugares desconocidos. Un rato de descanso mirando el agua de  una fuente y escuchando su voz. El ruido de las aguas del río. La paz del bosque. La inmensidad del mar volcado en el infinito. Una llamada inesperada. Unas palabras  de  agradecimiento.  Un  te  quiero.  Un hasta siempre. Son gotas de miel que endulzan las tristezas que soporta el alma. Quiero ser más  agradecido. Percibir en mi día esa mirada de Dios sobre mí,  conmovida.  Quiero  aprender  a  agradecer por todo. No tengo derecho a que resulten bien todos mis planes. No me debe nada nadie. Tampoco




1  Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
2  J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

Dios me lo debe. En lugar de rencores guardo sonrisas. Agradezco como un niño. Entre lágrimas caídas en el camino. Con dolor sonrío. Con la pena de haber perdido. Me asombro de nuevo al ver flores que antes no conocía. No son las que esperaba encontrar cuando sembré semillas. Son esas flores que sembró, eso seguro, una mano amiga. Miro hacia atrás los días que son pasado. Pasa tan rápido el tiempo por mi vida. Me detengo asombrado. Sobrecogido como un niño. Espero encontrar a Dios siempre en mi camino. Descubrir su sonrisa, su paz en el alma. Estoy seguro de que la paz es suya. Y la luz que tengo cuando me dejo habitar. La paz y el consuelo. La esperanza que brota en mi pecho. Cojo un papel y un lápiz. Me quedo callado pensando. Comienzo a escribir todas las gratitudes que encuentro, todas las luces que veo. La miel que me salva. Veo a Dios oculto. Acariciando mi alma herida, cansada y triste. Sosteniendo mi sonrisa ancha y mis ojos grandes. Asombrados.

No quiero que pierda fuerza en la palabra dignidad. Tiene que ver con reconocimiento del propio valor. Me habla de una coherencia de vida. Quiero mantener la dignidad en todas las circunstancias   de mi vida. No todas serán dignas, pero en ellas mantendré yo la dignidad. Tiene que ver con mi conciencia de hijo de Dios. Soy amado por Él. Me quiere con locura y me da una dignidad que no tengo yo de nacimiento. Una persona puede perder la dignidad de muchas maneras. Puede perderla cuando se rebaja para conseguir algo. Cuando pierde su honor y su nombre por dejarse llevar por los demás, por lo que la gente espera de él. Hoy me dice S. Pablo que lleve una vida digna: «Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad de Espíritu con el vínculo de la paz». He sido llamado por Dios. Soy su hijo. Soy hijo de Rey. Y entonces me dice que mi dignidad está unida a la humildad, a la mansedumbre y a la paciencia. Y solo así podré soportar a otros con amor, mantener la paz y construir la unidad. La verdad es que mi vida quiere ser digna. Pero en ocasiones veo a otros más dignos que yo. Yo me siento indigno. Me veo pequeño y pecador a los pies de un Dios todopoderoso que me mira con cierta impaciencia. Dios me devuelve siempre la dignidad perdida. Me hace sentir que valgo, que mi vida merece la pena. He sido llamado a una vocación muy especial. Dios me quiere como soy. Ama mi pobreza y se alegra al verme llegar hasta él. Él me hace digno cuando yo no me siento digno. Y entonces, en esa dignidad, estoy llamado a vivir con humildad, paciencia y mansedumbre. Siempre me admiro al pensar en esas actitudes de vida. Me impresionan las personas mansas que nunca estallan en arranques de ira. Saben contener sus emociones. Reaccionan con mansedumbre ante peticiones exageradas. No se violentan.
Mantienen la paz. Son pacientes y humildes. Miro esas actitudes como un ideal que no tengo. Me gustan las personas que son así. Pero yo mismo me veo tan lejos. Mi orgullo me puede en muchas ocasiones y no mantengo la paz. Mi rabia, mis celos, mis envidias, mis odios, son caldo de cultivo para mis reacciones airadas. ¿Cómo podría mantener la paz? Miro esas actitudes y veo que no son las que hoy predica el mundo. Para triunfar en la vida no basta con ser manso y humilde. Hace falta quizás orgullo, fuerza, pasión por la vida. El mundo me vende otros valores distintos a los que hoy me pide
S. Pablo. Me gusta más lo de S. Pablo. Sé que con esos valores seré más feliz. Arthur Ashe, el legendario Jugador de Wimbledon, se estaba muriendo de Sida. Comentaba: «Si la riqueza es el secreto de la felicidad, los ricos deberían estar bailando por las calles. Pero sólo los niños pobres hacen eso. Si el poder garantiza la seguridad, los VIPs deberían caminar sin guardaespaldas. Pero sólo aquellos que viven humildemente, sueñan tranquilos. Si la belleza y la fama atraen las relaciones ideales, las celebridades deberían tener los mejores matrimonios». No soy más pleno siendo rico y poderoso. Tendré miedo a perder mis seguridades y posesiones. Hoy me pide S. Pablo que renuncie a todo lo que me pueda quitar la paz. Para ser yo un constructor de paz. Así de sencillo. Podré unir desde la mansedumbre y la humildad. Con un corazón sencillo sin pretensiones. No sé bien cómo educarme en el mansedumbre. La violencia es algo que brota en mí con rapidez. Estalla en un segundo y no controlo su furia. Súbitamente toma posesión de mi voluntad. Y dejo de ser dueño de mí mismo. Pensar en ser manso me parece como un deseo elevado que requiere volver a nacer. Cuando me ofenden. O soy víctima de una injusticia. Cuando hablan mal de mí, con o sin razón. O me exigen más de lo que puedo dar. Cuando se burlan de mí y me ofenden. ¿Cómo puedo parar la violencia que brota dentro de mí como la lava de un volcán? No lo sé. Quisiera ser manso de corazón y así evitar reacciones que no deseo. Luego tendré que pedir perdón. Sanar la herida causada. Recomponer los eslabones rotos. Volver a empezar. Y todo porque no se detuvo antes de salir esa rabia contenida. ¿De dónde nace la rabia que

tengo? Yo mismo no me reconozco cuando estallo y pierdo la paz. Acabo diciendo cosas que no quiero decir. Hiero con mis palabras y mis gestos. Puedo llegar a herir hasta con mis manos. ¡Qué fácil traspasar fronteras que rompen vínculos profundos! Es tan fácil herir y tan difícil sanar. La violencia anida en mi interior y se alimenta de sentimientos de frustración y de rabia. He experimentado el rechazo, me han ofendido quitándome la dignidad. Han socavado los cimientos de mi autoestima. He guardado muchos rencores que no logro perdonar. Y súbitamente estalla la ira en mi interior. A veces sin una razón justificada. Una ira que rompe la paz, la unidad, el amor. Una ira apegada a mi orgullo que no quiere perder siempre. ¡Qué difícil ser manso, humilde y pacífico! Se lo pido a Dios. Que limpie mi corazón de rencores y odios. Que acabe con mi rabia. Que me su paz. Yo solo no puedo ser todo eso que me pide. Él me da la dignidad y me hace manso y humilde.

Hay cuentos y frases que cuando las digo yo tienen poca fuerza. Tal vez porque esas frases tienen que ver con una realidad que no estoy viviendo. Es verdad que comunican una enseñanza, me hablan de un valor, de una forma de entender la vida. Pero cuando esa misma frase o ese cuento lo relata alguien que lo está viviendo, de golpe su enseñanza tiene la fuerza de la carne y de la vida. La fuerza de lo auténtico, de lo verdadero. El otro día leía la historia de una persona enferma de cáncer. En su etapa terminal, para animar a su esposa y darle esperanza, le cuenta un cuento que tiene mucho más peso por las circunstancias que están viviendo: «Imagínate que hay un incendio y estás con tu hijo pequeño, Marcos. ¿Acaso crees que él es el que tiene que decidir cuál es el mejor camino para salir de la casa? No puedes dejar que él decida, porque aunque se empeñe, sabrás mejor que él cómo escapar y salvarlo. Comparados con Dios nosotros somos mucho más pequeños. Él sabe cuál es el mejor camino para sacarnos del incendio»3. Me quedo pensando en la fuerza de ese cuento contado por aquel que no sabe cómo va a salir del incendio. Pienso en ese dolor ante una muerte próxima. En ese momento sus palabras tienen una fuerza que las mías no tienen. Ante la angustia de la muerte brota de sus palabras la esperanza de una vida verdadera, para siempre. Una ventana abierta en medio de la noche y la oscuridad. La confianza ciega en un Padre que me quiere más allá de lo que creo. A menudo descubro que me cuesta confiar. Creo saber tantas veces la mejor forma de hacer las cosas. Creo conocer el mejor camino para salir del incendio. lo que me conviene, lo que deseo. Y me empeño en descifrar los mejores senderos que me lleven a los mejores prados. Creo que lo tengo claro, más que Dios, lo que a mí me conviene: «Yo no podía aceptar que lo mejor para nosotros era que él se fuera de mi lado. Aunque Javi siempre me repite que Dios es tan padre tuyo como mío y de nuestros hijos y por tanto sólo quiere lo mejor para todos nosotros. Dios me va a ir dando las fuerzas necesarias para afrontar cada etapa de la vida»4. Me impresiona esa confianza en Dios cuando todas las fuerzas flaquean y los miedos pesan tanto en el alma. Esa confianza a prueba de fuego es la que me falta a mí tan a menudo. Quiero hacer mis planes sin hacer caso a las insinuaciones de Dios. Quiero seguir mi rumbo y marcar yo la dirección de mi vida. Me rebelo ante las contrariedades y dificultades que se me imponen. Cuento sólo con mis fuerzas, aunque compruebe una y otra vez que no son suficientes. Por eso surge la pregunta que hoy se plantea Andrés ante Jesús:
«Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es eso para tantos?». Veo lo
poco que tengo en mis manos y me rebelo. Veo mi agua sucia, mi pobre carne herida, mis pocos panes y peces. No puedo hacer frente a la vida que me reclama la entrega total. No puedo superar todas las dificultades que se me plantean. Hay demasiados hombres en mi vida a los que alimentar. Tantos como aquel día escuchando las palabras de Jesús. Me parece imposible el milagro que se me exige.
Desconfío entonces de ese Dios que es mi Padre y yo su hijo para el que quiere lo mejor. Dudo de sus fuerzas comprobando mis pocas fuerzas. Tengo miedo de aceptar una voluntad que no es la mía y me da miedo que fracasen mis intentos por lograr la victoria. Cinco panes y dos peces nunca son suficientes para alimentar a miles. No cuadra todo según mis mezquinos cálculos humanos. Quisiera aprender a confiar más en ese Dios que entra en mi casa en llamas para sacarme de allí. Yo le sugiero el camino. Le entrego mis pocos panes y peces. Le digo que un camino seguro para llegar lejos. Pero no escucho su voz que me pide que no tema, que confíe, que me abandone. Es necesario que me fíe más de Dios. Pero también tengo que entregar mis fuerzas, mis panes, mis peces. Lo que soy y tengo. Lo que hago y deshago. Todo lo pongo en sus manos para que haga milagros. Comenta el P.



3  Idoya Tato, El mejor camino para salir del incendio, 75
4  Idoya Tato, El mejor camino para salir del incendio, 75

Kentenich: «Pero, por otra, tampoco nos subestimemos: - Lo que hagamos no deja de carecer de importancia. La historia de la salvación del mundo depende también de la historia de mi propio acontecer salvífico. […] San Ignacio decía: - Confiar como si no existiese una voluntad propia, pero también querer con tanta fuerza como si no existiese un Dios que nos ayude»5. No dejo de luchar por salvar la vida. Lo hago sin angustias ni  miedos porque mi vida está en las manos de Dios. Quiere mi bien. Sabe el mejor camino. La mejor solución para saciar mi hambre, mi sed, mi ansiedad. Y me toma de las manos como un niño. Para que crea y confíe. Para que no deje de luchar hasta el  final  del  camino. Esa actitud de  niño es  la que quiero mantener toda mi vida.

Jesús hoy en el Evangelio está con los suyos. «Después de esto, se fue a Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos». Parece que ya pueden descansar. Los siguen por todas partes. Pero Jesús quiere estar con los suyos.  Compartir  el  trabajo y el  descanso. La  noche y el día. Me gusta esa imagen del descanso  con Jesús. Me gustaría descansar  siempre  a  su lado. Estar junto a Él y disfrutar la vida en su presencia. Creo que todo es más llevadero si vivo con Jesús. Si     pienso que mi vida está en sus manos. Me gusta tocar la vida a su lado. Porque en esos momentos me siento más lleno y vivo con más sentido. Me enamora ese Jesús que quiere pasar el día conmigo.
Sentado a mi lado. Soñando con mi vida. Jesús amplía mi mirada. Tiendo a ser algo estrecho en mi forma de mirar. Veo lo que tengo delante. Me falta esa mirada más amplia que abarca a más gente, más problemas, más vidas. Mi mirada es estrecha. Me hace pensar sólo en lo que a me incumbe y preocupa. Nada más. Lo que brilla ante mis ojos. Lo que tengo dentro es lo que veo. Lo que amo es lo que miro. No abarco más. Por eso me gusta vivir con Jesús porque Él hace más grande mi corazón. Me hace levantar los ojos. Él mira de esa forma: «Al levantar Jesús los ojos y ver que venía mucha gente, dice a Felipe: - ¿Dónde vamos a comprar panes para que coman estos?». Jesús está descansando con sus discípulos pero no deja de mirar más allá de lo inmediato. Mira al frente, a lo lejos, y ve una masa inmensa de personas que buscan milagros, quieren ser saciados, esperan oír palabras de vida eterna de sus labios. Jesús es capaz de abarcar más que yo, más que sus discípulos. Quiere dar de comer a todos los que ve. Su mirada incluye siempre, no excluye. Y yo tengo un problema con eso de la exclusión. Sí, a veces excluyo a los que me molestan, a los que yo llamo tóxicos porque me hacen daño, a los que me cansan con sus peticiones y exigencias, a los que no me importan. Hago un vacío a mi alrededor que me protege. Construyo un muro que excluye a los que no incluyo. Y surge en mi alma la duda de si todo el bien que se puede hacer tengo que hacerlo o no. La beata portuguesa María Clara decía siempre:
«Donde haya un bien que se pueda hacer, que se haga». Me parece a veces una exigencia excesiva. ¿Es necesario hacer todo el bien que pueda? Hay demasiados momentos en los que puedo hacer el bien. Demasiados bienes posibles. ¿Todos los quiere Dios? No lo  sé. Sí tengo claro cuáles son los bienes que   yo puedo hacer. Sé que el bien siempre me hace mejor persona. Saca lo mejor de mí. Me hace más de  Dios. Aunque a veces dejo de hacer el bien que puedo. Leí el otro día: «Los cristianos pensamos que el  bien no puede ser excluido. No sabemos si Dios se enfada o no cuando alguien deja de hacer un bien, pero tenemos razones para pensar que su desprecio del bien acarrea consecuencias para su ser persona entre las demás personas. En este nivel sin duda algo se deteriora en mayor o menor medida. Y por desgracias ese algo no sólo me afecta a mí, sino que puede terminar repercutiendo en los demás. Y algo se deteriora también en la relación con Dios»6. El bien que yo hago es difusivo. Llega a muchos. Hace bien a los que lo necesitan. Y el bien que  no hago deja un vacío. Esa falta de bien hace que sea peor persona. Es curioso. Necesito pedirle a Jesús  que me ayude a levantar la mirada para ver a  muchos  hambrientos.  Es  verdad  que  tengo  baja  la mirada. Veo mi problema, mi preocupación, mi sed, mi hambre. Pienso sólo  en mí.  No  miro  a lo  alto. No miro a lo lejos. Jesús me muestra el bien que puedo hacer y me pregunta como a Felipe cómo alimentarlos. Y yo respondo como lo hace él, con evasivas: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco». Veo el problema, la desproporción y trato de ser cuerdo, sensato. No puedo ayudar. Deseo que Jesús entre en razón. No es posible ayudar, le digo. No es posible dar de  comer  a tantos. No tengo todos los medios para cambiar el mundo. No puedo  hacer el  bien  a tanta  gente. No tengo fuerzas. No llego tan lejos. Mejor no hacer nada. Estos discursos me los repito yo tantas veces.

No puedo, no tengo bastante, no valgo lo suficiente. Y Jesús me mira conmovido. Como mira hoy a Felipe y luego a Andrés. Ellos ven la incapacidad humana. Los límites de la carne. Como hago yo siempre. Pongo los peros. Explico las dificultades. Le hago ver a Dios que si no resulta bien no será por mi culpa. Sino por la incapacidad para llegar más lejos. No logro saciar el hambre de todo el mundo. Es imposible. Veo todo el bien que se puede hacer. Pero yo no logro hacerlo. Me parece que no llego a la meta marcada. Y mi humanidad resulta un obstáculo para la gracia de Dios. No soy capaz de llegar tan lejos. No soy capaz de abarcar todo lo que es posible realizar. Poco dinero. Pocos panes y peces. Poco poder. No basta. Nada de lo mío basta para salvar el mundo.

Creo que es la desproporción lo que me acaba salvando. Mi humanidad abandonada en las manos de Dios da frutos que desconozco. Pongo en sus manos mis pocos panes y peces y veo de repente la sobreabundancia: «Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: - Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda. Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido». Esa desproporción entre la gracia y la naturaleza me asombra siempre. Entre mi pequeñez y lo que Dios hace en mí. Entre mi egoísmo y la generosidad de Dios. Me asombran los milagros de los que soy testigo. El pan que llega para todos cuando parecía tan escaso y la mies era tan amplia. Veo que muchos quedan saciados y sobra. Leía el otro día: «El hombre unido a Dios es la potencia más fuerte, es el partido más poderoso. Desde el punto de vista de la instrumentalidad comprendemos también las palabras del Señor: - El que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada»7. Me sorprende ese Dios que actúa en porque nunca me deja solo. Y hace milagros. Me uno al asombro de los que quieren coronar rey a Jesús: «Al ver la gente la señal que había realizado, decía: - Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo». Yo muchas veces creo más con los signos extraordinarios de su amor. Cuando veo milagros en mi vida mi fe aumenta. Lo extraordinario llena  mi corazón y quizás por eso voy buscando siempre lo que sorprende, lo milagroso, lo extraordinario. La desproporción me ayuda a valorar mi pequeño aporte y saber que Dios hace milagros con mi vida pequeña. Pero no quiero quedarme en esa búsqueda obsesiva de lo extraordinario. Porque realmente Dios es cotidiano. Tan cotidiano como el pan que llega para todos sin que yo pueda entenderlo. Me siento pequeño y me siento instrumento en las manos de Dios, de María. Pero a menudo no soy tan libre como comenta el P. Kentenich: «En virtud de su carácter de instrumento ha de luchar seriamente por un desasimiento total de mismo, sobre todo de su enferma voluntad propia. Porque donde hay una voluntad caprichosa, el instrumento cesa de estar unido a Dios y ya no se deja guiar por Él hacia todas las tareas y metas para la cual Dios lo ha previsto y lo quiere usar»8. Necesito desasirme de mi ego, de mis caprichos egoístas y así ser más libre en las manos de Dios. No quiero ser caprichoso porque mi capricho con frecuencia me hace infecundo. A veces me siento caprichoso. Quiero hacer mis planes, seguir mis deseos, luchar por lo que me parece bueno. Pero no escucho y no veo a Dios en todas mis decisiones. La voluntad del instrumento es la voluntad de quien dispone de él. Así quiero ser yo. Un instrumento apto. Un instrumento libre. Me pongo en manos de Jesús para que me use a su antojo. No me veo tan dócil. No me veo tan dispuesto. Creo que tengo que romperme un poco más para que Dios pueda usarme. Y pueda multiplicar mis panes y mis peces. Pueda disponer de mi voluntad esquiva. Pueda hacerme de nuevo para sembrar su palabra entre los hombres. Me sigue costando creer en el efecto multiplicador de mi vida. Puedo ser fecundo si dejo que Dios actúe a través de mi vida. A veces veo la desproporción. Pero otras veces no veo nada, simplemente mi entrega, y no veo frutos. Tal vez he perdido el asombro. No quiero perder la capacidad de los niños para asombrarse ante la vida. Quiero mirar mi vida y sentir que es muy pequeña. Quiero descubrir la mano de Dios oculta guiando mis pasos. Descubrir su voz alentando mi ánimo. Y ver frutos que no son proporcionados teniendo en cuenta la poca generosidad de mi entrega. Dios siempre da más de lo que yo entrego. Siempre logra más en mí de lo que yo creo que puedo lograr explotando mis talentos. Hace grandes milagros con mi debilidad. Logra grandes metas sirviéndose de mi flaqueza. Soy así de pequeño.