"Vida Oculta en Nazareth"
Texto:
Lucas 2, 39-40; 51-52
A un alma juvenil le encantan los llamados a vivir heroicamente
y a protagonizar grandes gestas. No importa que las exigencias sean duras; al
contrario, mientras más duras, mejor. Pero siempre que se trate de una cosa
realmente grande y, ojalá, espectacular. Sobre todo eso: espectacular. Capaz de
generar espectáculo. Algo que los hombres puedan ver con asombro y aplaudir con
admiración.
Es lícito suponer que a María le fascinó la perspectiva cierta
de ser Madre del Redentor. Ella no pudo ignorar que en su persona y por su
indispensable cooperación, iba a hacerse carne la milenaria esperanza de Israel
y de la humanidad. Tan consciente estaba de ello, que se atrevió a declarar que
todas las generaciones la llamarían dichosa. Se daba cuenta perfectamente de
que su nombre quedaría ligado al de la mayor epopeya del mundo, al
acontecimiento más regocijante de la historia. Y esto, lejos de abrumarla, era
para ella una fuente de indisimulada alegría: “maravillas hizo en mí el
Poderoso", y daba gracias al Altísimo por fijarse en ella y escogerla en
su pobreza para una misión que la convertía en Reina.
María se enteró de esto cuando tenía, aproximadamente, 16 años.
Justo la edad para soñar lindos sueños: los más generosos y puros, por cierto.
Nueve meses más tarde nació Jesús, sin que prácticamente nadie, nadie
importante, influyente, se percatara; sin que la vida normal de Israel se
alterase para nada. Cuarenta días después un profeta le confirmó su misión, acentuando
el aspecto doloroso: Ella tendría que sufrir la suerte de su hijo, signo de
contradicción. Una espada atravesaría su propia alma. Pero en fin; seguía
siendo una de esas misiones por las que vale la pena vivir, y aun morir. De
esas grandiosas, que exigen tanto, todo.
Pasaron 12 años, algunos de ellos en exilio. Un paréntesis fuera
de lo común, cuando el niño de esa edad se quedó en el Templo y maravilló a los
intelectuales de la época con su sabiduría. Pero luego, retornó a Nazaret. Uno,
dos, tres, diez,15, casi 20 años allí: en una de las más insignificantes aldeas
del ya poco significante Israel, perdido en la inmensidad del imperio romano.
¿Qué pasó durante esos años, que representan, cuantitativamente,
la casi totalidad de la vida de Cristo, y prácticamente toda la juventud de
María? Nada. Nada espectacular, por lo menos. Nada que no pareciera una
exasperante monotonía, una rutina doméstica y profesional, comprensible y
tolerante en un "hijo de vecino", pero irritante y hasta escandalosa
en una familia llamada a protagonizar la gesta más importante de la historia.
Levantada antes de las 6; hay que hacer pan, “el pan nuestro de
cada día”. Hay que preparar y encender el horno, con ramas y malezas cuyas
frecuentes espinas lastiman la mano. Hay que afanarse con el amasijo, hay que
vigilar la cocción. Hay que ir a buscar agua. Hay que preparar el desayuno: el
pan, la leche, los dátiles, los higos, que tanto lo gustan a Jesús. Hay que
barrer la casa... ¡se junta tanta tierra!. Hay que dar de comer a las gallinas
y llevar las ovejas a pastar. Hay que tejer, coser y remendar. Hay que echar
una mirada al taller do José, recibir los pedidos y los reclamos de los
clientes, animar al carpintero fatigado de tanta monotonía y pobreza. Hay que
vigilar al niño, que como todo niño juega y travesea haciendo trabajar
sobre-tiempo a los ángeles de la guarda.
Hay que intercambiar con las vecinas: pan levadura, aceite de
lámparas, hilo y agujas, experiencias, noticias, la alegría de haber encontrado
una moneda o una oveja perdida, la zozobra de una enfermedad, el pesar de una
muerte.
Así transcurren todos los día: desesperadamente iguales. Só1o
los sábados una excepción: ir a la sinagoga, escuchar la lectura de la ley y
los profetas. Y tres veces al año, la peregrinación al Templo de Jerusalén,
aprovechando de visitar a Zacarías o Isabel y comprobar cómo crecía Juan.
Treinta años, casi la vida entera de Jesús, la juventud de
María, transcurrieron en esa monotonía insignificancia. Tiempo suficiente para
matar cualquier entusiasmo, para enfriar todo el ardor de un alma fascinada con
la espera de una monumental epopeya. Tiempo suficiente para dudar de que
realmente Jesús era el que salvaría a Israel y ocuparía el trono de David.
Tiempo en que Jesús hizo lo que todos los niños de su aldea y de su tiempo:
vivir con sus padres, obedeciéndoles y crecer... Sólo que el crecimiento de
Jesús no se limitaba a la estatura: él crecía "en sabiduría y en gracia”.
¡Que manera tan delicada de decirnos que la sabiduría y la gracia en ninguna
parte se dan y fructifican mejor que en el rutinario silencio de cada día!
¡Qué sencilla y hermosa manera de enseñarnos, que las grandes
gestas o imponentes heroísmos sólo son posibles, preparados y respaldados por
un largo y silencioso heroísmo del trabajo cotidiano! Los grandes hombres, las
personalidades decisivas de la historia no se forman en el estrépito o el
brillo; no se improvisan; no son resultado de un carisma que los hace
avasalladores y espectaculares, sin esfuerzo, sin fatiga. Jesús dijo que el grano
de trigo, para ser fecundo, debe primero sepultarse y morir. Toda semilla debe
conocer largos días de sepultura: desconocida o ignorada, muerta a los ojos de
los que no saben, perdida, al parecer, para este mundo de la luz y de la vida.
Pero cuando ha cumplido el plazo, y sólo cuando lo ha cumplido,
entonces, de su misma aparente muerte, de su oscuridad y silencio, surge
vigorosa la vida que traspasa de nuevo la tierra y extiende sus brazos hacia el
sol.
¡Virgen del Silencio fecundo, Maestra del valor divino del
instante, enséñanos a gustar, junto con el pan, ese austero y repetido amor
nuestro de cada día!
¡Que así sea!
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