Daniel 12, 1-3; Hebreos 10, 11-14. 18; Marcos 13, 24-32
«Sabed que El está cerca, a las puertas. El
cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»
18 noviembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Tal vez en mis decisiones erradas es donde
más he acariciado un amor imposible de Dios, un amor misericordioso que me
salva de todos mis miedos»
Me da miedo creer que la generosidad tenga que ser el
criterio decisivo en la toma de decisiones. Como si para saber lo que Dios quiere de mí fuera este el único principio
básico. Tengo metidos en el alma juicios sobre mis actos. Me duele cuando no
soy generoso. Y pienso que es más generoso el que lo da todo. El que se niega a
sí mismo. El que no se guarda nada. El que renuncia a todos sus deseos e
intuiciones por amor a Dios, a los hombres. Es más generoso el que lo deja todo
para seguir a Jesús allí a donde vaya. La prudencia me hace pensar: ¿Seré capaz
de hacer lo que aparentemente Dios me pide? ¿Tendré fuerzas suficientes para
llegar al final? No lo sé. Pero no me parece la generosidad un criterio único y
absoluto. A veces Dios me pide cosas que no me exigen tanta generosidad. ¿Me
equivoco cuando digo que no a una petición de los hombres cuando aparentemente
es más generosa y me exige más? ¿Es de Dios? Me piden que haga algo que es bueno.
Pero no me siento capaz. ¿Estaré pecando de egoísmo? He visto a gente rota por
decir siempre que sí a todas las peticiones. No calculan sus fuerzas. No piensan
que no van a ser capaces de llegar a la meta. Sobrevaloran lo que Dios va a
hacer con sus vidas. La naturaleza es más frágil de lo que piensan. Lo tengo
claro. La generosidad no es un criterio absoluto. Pero a veces escucho en mi
alma: ¿Cómo vas a decirle que no a Dios? Y me respondo: ¿Es siempre Dios el que
me habla en esa petición? No siempre. No me quedo sólo en lo que es más
generoso para decidir. Intento buscar en lo más profundo de mi alma el querer
de Dios. Quiero interpretar las voces que llegan a mi corazón. No todo lo que
me piden es de Dios. No siempre mi no es del demonio o consecuencia de mi
fragilidad. A veces mi no es un sí a otro camino, a otra opción posible, a otra
elección que me da más vida y me hace más fecundo. Miro en mi alma y escucho.
No es más generoso el que opta por el camino más difícil. Ni más egoísta el que
recorre un camino aparentemente llano y sencillo. Todo depende. Quiero ser
generoso en el sí que doy, eso sí. En la elección que he tomado. Leía el otro
día: «Solo nuestra alegría más profunda
permite un discernimiento verdadero de nuestros deseos. Sólo ella puede
autentificar la renuncia»[1]. La alegría acompaña mis decisiones como reflejo del amor de Dios en mí. Escucho:
«La brújula de mi vida es la alegría de
mi corazón». La alegría de saber que estoy donde Dios me quiere. ¿Y si me
equivoco? No sé bien dónde seré más pleno, más feliz, más fecundo. Pero sí sé
que la alegría ha de estar en mi alma. La alegría del amor de Dios que me
recuerda que soy siempre amado, decida lo que decida. No sé bien cómo caminar
por esta vida. Me gustaría darme siempre por entero. Elegir lo correcto sin
equivocarme. Y cuando me equivoco, ¿se baja Dios de mi barca? Muy al contrario.
En muchos de mis errores he tocado un amor más cálido de Jesús. Como el que
experimentaron los discípulos de Emaús cuando se equivocaron volviendo a casa.
Porque desconfiaban y estaban tristes. Y en su error, en su decisión
equivocada, Jesús les mostró un amor predilecto. Eso siempre me conmueve. Fue a
buscarlos. No los juzgó desde lejos como infieles. Lo mismo que a Tomás, cuando
se apareció en su vida después de haber dudado de su amor. Entonces pudo tocar
un amor más grande. Se equivocó y Jesús lo rescató. Como a Pedro que dudó en el
mar agitado, tuvo miedo, eligió mal, se hundió y dejó de confiar. Y Jesús lo
sacó del agua con mano firme. Y tocó una misericordia más grande. Más incluso
que si nunca se hubiera equivocado. ¿Me amas más que estos? Tal vez en mis
decisiones erradas es donde más he acariciado un amor imposible de Dios, un
amor misericordioso que me salva de todos mis miedos. ¿Por qué tengo tanto
miedo al error, a la caída, al fracaso, a la equivocación? Soy tan frágil. Me
asusta tanto la vida. Las decisiones posibles y las imposibles. Los errores y
los aciertos. Dudo ante los innumerables caminos que se abren ante mí. Muchos
buenos. Algunos más generosos que otros. Tengo claro que quiero darlo todo. Quiero
ser generoso y seguir a Jesús a donde vaya. Pero sé también que puedo decidir
libremente. Buscando en mi corazón. Y también sé que, si me equivoco, Él no me
va a dejar solo por los caminos de la vida. Va a seguirme allí a donde vaya. Va
a sacarme de mi dolor. Va a rescatarme en mi pecado. Esa forma de ver la vida
me da paz. Busco con más calma dentro de mi alma lo que me pide. Aprendo a
discernir. Sé que es una labor para toda la vida. Decía el Papa Francisco: «Cada uno de nosotros, por tanto, está
llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las
mentiras de estos falsos profetas». No me fío de los falsos profetas que me
llevan donde Dios no quiere que vaya. Escucho
bien. Busco en mi corazón. Quiero estar siempre cerca de Él.
Pienso que soy templo de Dios. La morada en la que Dios viene a habitar en medio de los hombres. Templo
en el que ha de brillar su luz. Dios deja correr en mi interior su agua que
todo lo purifica. Con frecuencia veo que mi casa, mi alma, es casa de ladrones
y no templo de su Espíritu. Me asusta ver mi fragilidad. Pienso en María de la
Almudena. Esta imagen fue encontrada en el interior de un muro en la ciudad de
Madrid. Protegida para no ser profanada durante siglos. Cuando ya no había
peligro cayó el muro y en su interior permanecían encendidas dos velas que una
mujer piadosa encendió al esconderla. La fidelidad de las velas me conmueve, la
fidelidad de María, la fidelidad del hombre. Dos velas en el interior vencen la
oscuridad. Al caer el muro puedo encontrarme con María. Creo que también tiene
que caer el muro que pongo en mi vida para poder ver a María. Ojalá ardieran
dos velas en mi alma para sembrar algo de luz en mi oscuridad. Necesito abrir
la puerta para que vean a María. Para ver yo a María. Han roto la puerta de un Santuario.
La han forzado para entrar. Un acto vandálico. Me conmueve la vulnerabilidad de
lo sagrado. La puerta totalmente partida. Usaron la violencia para entrar.
¡Cuánta indefensión! Dentro estaba María. La vieron. Huyeron. Violencia para
entrar. Una puerta caída que quiere proteger del mal. Una puerta que se abre
hacia fuera para dejar salir el bien, la luz, la esperanza. Dejo de lado el
miedo. No me escondo. Me duele la puerta rota. Como tantas puertas rotas de
tantos inocentes. Su alma sagrada rota. Niños de alma blanca heridos. Hombres y
mujeres. La herida del odio, de la violencia. Un muro caído que deja ver a
María. Una puerta forzada que permite el encuentro con Ella. Duele la
violencia. María quiere salir al exterior, al mundo, para abrazar al hombre.
Para llegar al dolor. El hombre está solo y necesita el abrazo de María. Para
superar las barreras interiores que no le dejan ser feliz. María trae la paz.
Dice S. Pablo: «Él es nuestra paz: el que
de los pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba». Quiero
destruir las murallas que dividen los corazones. Respetar las puertas que
guardan jardines sagrados del alma. No quiero que haya violencia. Ni puertas
rotas, ni muros caídos. Es cierto que a veces el muro caído me habla de
esperanza, de libertad. Hace años cayó el muro de Berlín el día en el que se
celebra la fiesta de la Almudena. Un muro que dividía. Caen los muros, las
barreras, las puertas. Para dejar entrar la esperanza. Para dejar salir el amor.
Sé que sin muros y sin puertas el encuentro es más fácil. Así puedo descansar
en María. Y Ella en mí. Pienso en mi corazón que es templo. Con la puerta
cerrada por seguridad, por miedo, para no ser herido. Y en mi interior ni
siquiera dos velas iluminan mi alma. Hay oscuridad y angustia a veces. Hay tanto
miedo. Quiero que entre Jesús y ponga orden, que entre María y traiga su luz.
Hay en mi alma un muro bueno que me permite encontrarme con Dios: «El silencio es el muro exterior que hemos
de construir para proteger un edificio interior. En realidad, es Dios quien
construye la barrera que nos protege del tumulto, de lo ataques exteriores y de
las tempestades de este mundo. Al abrigo de esa muralla vivimos en el silencio
y en el corazón de Dios. Y nuestra mirada está constantemente vuelta hacia Él,
porque queremos verle»[2]. Los ruidos penetran cuando no guardo esa intimidad con Jesús, cuando no
permito que mi casa sea casa de oración, de paz, de descanso. La puerta que lo
cierra es sagrada. Cuando no mantengo la puerta cerrada para aislarme del ruido
todo cae. Quiero ser un templo en el que Jesús brille en mí y me custodie. Dos
velas encendidas. Me olvido de lo que soy tan a menudo. Soy templo de Dios. Soy
un lugar sagrado. Soy la morada del Dios en la que Él viene a estar conmigo. El
Dios con nosotros, el Dios conmigo. Yo descuido ese espacio interior en el que
el agua no lo limpia todo. Dejo que en mi corazón aniden el egoísmo, la
soberbia, la ira, la envidia. Tiene más fuerza la oscuridad que la luz. Me da
miedo que se rompan los muros y violen mi paz sagrada. Pero me da miedo también
que los muros no me dejen tocar el corazón del hombre que necesita ver a Dios. Escondido
en mis miedos me seco, me enfrío. Mi vocación es transparentar a Dios. Hacerlo
presente no sólo entre mis manos, sino en todos los gestos de mi vida. Tal vez
necesito la violencia exterior que derribe el muro que me he impuesto por miedo
a perder la vida. Vivo guardado, hermético, cerrado en mi comodidad. No quiero
que perturben la paz que me he labrado. En mi casa soy feliz, sin que nadie fuerce
la puerta o derribe los muros. Nadie me conoce. A nadie le hablo de lo que
siento. Y vivo centrado en mí, en lo que a mí me hace falta. Quiero salir.
Estoy tan solo. Quiero derribar mis muros, vencer mis miedos, acabar con la
noche. Quiero ser hogar para muchos. Leía el otro día: «La hospitalidad es la virtud que nos permite romper la estrechez de
nuestros miedos y abrir nuestras casas al extraño, con la intuición de que la
salvación nos llega en forma de un viajero cansado»[3]. Quiero ser una casa abierta. Parece incómodo, es verdad. Puede resultar demasiado
arriesgado. Puedo accidentarme, incluso perder la vida, la intimidad, la
soledad sagrada. Da menos miedo proteger mi interior. Quiero dejar que entren.
Y que entre Dios en mí. De nada me sirve guardar el agua estancada. Se pudre y
ya no sirve para nada. No me ayuda a vivir el agua que no corre, las velas que
no iluminan el mundo. María dentro de sus murallas no puede salir. Su luz ahí
no ilumina a nadie. Cuando permanece aislada no logra llegar al mundo que
quiere escuchar su voz. Igual que mis palabras se ahogan dentro de los muros de
mi alma. Me expongo saliendo de mí mismo y dejando entrar a Dios y a los
hombres. Salgo para que otros vean el rostro de Dios. Escuchen su voz llena de
fuego. Dejo entrar para que descansen entre mis muros. Una grieta abierta. Tal
vez la grieta de mi herida, de mi dolor, de mi fragilidad. Una puerta rota. Por
ella puede Dios romper mis defensas para hacer morada en mí. Y salvar mi vida. Una casa en la que Dios no reina no es un
hogar con paz. Eso lo tengo claro.
Me gusta saber las cosas que suceden a mi alrededor, en
el mundo, lejos de mí y cerca. Quiero estar al tanto de
todo y no perderme nada importante. Tal vez padezco esa enfermedad de la que me
hablaban el otro día, una enfermedad muy actual. La denominan «Fomo», con siglas en inglés. Es el
miedo a quedar fuera de algo importante. El miedo a no saber, el miedo a no ser
tomado en cuenta, el miedo a perderme las cosas que merecen la pena, el miedo a
no ser invitado al lugar en el que sucede lo más relevante. El miedo a pasar
desapercibido, a ser invisible. No hay nada peor que me digan: «Justo cuando te fuiste empezó lo bueno».
¿Será verdad o lo dicen para hacerme daño? ¡Cuánta gente acude a una fiesta, a
un encuentro, con la única intención de no quedarse fuera! Aunque se aburran,
aunque no quieran ir. El miedo a no estar de moda, activo en la última
corriente. El miedo a no haber visto la última película, la última serie o
leído el último libro. Ese miedo a que la corriente del río pase con fuerza a
mi lado y yo no me entere de nada. El miedo a quedar fuera, al borde del camino
y que todos sigan felices el suyo. Como si tuviera que estar siempre al tanto
de todo y necesitara saberlo todo. El miedo tal vez a quedarme solo, sin que
nadie me tome en cuenta. Ese miedo inconsciente a permanecer fuera del mundo
social que me exige estar activo cada día, cada hora. Tal vez me pesa el deseo
del postureo. Estar parece lo importante. Figurar. Ser visto. Como si fuera lo
decisivo para tener una vida plena. La apariencia casi cuenta más que lo que no
se ve. Lo que los demás ven y valoran es lo que existe. El juicio que tienen
sobre mí. La opinión de los otros. La palabra acaba creando la realidad. ¿Es
eso lo que más me inquieta? ¿Me influye tanto lo que los demás puedan decir de
mí? Me siento obligado a estar a la altura de los mejores, de lo que los demás
esperan. Puede que me pese demasiado el afán por ser responsable. Creo que soy
responsable de tantas cosas, de tantas misiones, de tantas personas. No puedo
fallar. Necesito estar a la altura. La responsabilidad, lo que tengo que hacer,
lo que los otros esperan de mí. ¿Acaso no me pesa demasiado? Es como un fardo
que cargo cada día. Soy responsable. No fallo, no me detengo. Pero a veces
tengo miedo de no saber bien lo que tengo que hacer. ¿Cómo puedo saberlo? Leía
el otro día: «Ahora solo quedo yo, y por
lo visto no sé nada, ni siquiera cuál es mi deber. ¿Cómo puedo cumplir con mi
deber si no sé en qué consiste?». Me obsesiona que me aprueben, me
reconozcan y aplaudan. Necesito el sí de los que me rodean para poder seguir
luchando. ¿No me basta el sí de Dios en medio de mis luchas? ¿No es suficiente
su mirada misericordiosa sobre mi vida cuando me encuentro débil y me tambaleo?
Jesús me ve siempre. Él sabe que estoy en el mejor lugar. Aunque no esté al
tanto de todo. Aunque no lo sepa todo. Tomo mis opciones y Jesús me mira y
sostiene. Y como hombre que soy, mis opciones suponen siempre renuncias. El
camino que sigo deja de lado otros caminos posibles, otras vidas, otras
elecciones. El lugar en el que vivo me ausenta del otro lugar en el que suceden
otras cosas, en el que también podía estar. Puede que me pierda muchas cosas
haciendo otras. Eso no es lo decisivo. No tengo el don de la bilocación. Estoy
en un solo lugar y lo vuelvo a elegir. Con algunas personas a las que elijo de
nuevo. No quiero saber más de lo que sé. Ni estar al tanto de todo lo que
sucede. Sólo quiero saber cuál es mi responsabilidad ahora, en este momento
presente. Lo que Dios quiere de mí. Y quiero estar feliz haciéndolo sin miedo,
aunque nadie me vea y aunque no lo sepa todo de todos. Sólo necesito el abrazo
de Dios para seguir en mi lucha. Hoy las lecturas me animan a la confianza. «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti».
Sé lo que tengo que hacer. Me refugio en Dios y confío en ese amor que me
sostiene. Quiero saber vivir y enseñar a vivir a los demás. Es mi única
responsabilidad: «Los doctos brillarán
como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia,
como las estrellas, por toda la eternidad». Quiero ser docto. Quiero ser
justo. Quiero enseñar la justicia a los que están en mi camino. Mi vida puede
cambiar la realidad que me rodea. No me estoy perdiendo nada importante porque
yo construyo mi vida de la mano de Dios. Eso es lo único que sé y con eso me
basta para ser feliz. Estoy en el mejor lugar. Con las mejores personas. Haciendo lo que mejor sé hacer. ¿Para qué
necesito más?
Hoy las lecturas son textos apocalípticos que pretenden
darme esperanza en medio de la tribulación. Es verdad que describen oscuridades en medio de la vida: «Mas por esos días, después de aquella
tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas
irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas.
Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y
gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus
elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo». Las
estrellas se caen. Reina la oscuridad. Pero brilla la llegada de Dios con todo
su poder. La batalla no está perdida. La muerte no es el último escalón. El
final no es la muerte sino la vida. No es la oscuridad sino la luz eterna. Dios
brilla en medio de las tinieblas. Me llena de esperanza saber que estoy hecho
para la vida eterna. Los pasos en esta vida son pocos. No sé si mañana seguiré
aquí. Por eso quiero vivir el presente con esperanza. Me consuela saber que
Jesús no me va a dejar nunca y vendrá a buscarme el último día. Yo confío en su
poder. El deseo de mi corazón es muy fuerte. El deseo de una vida para siempre
junto a Él. Leía el otro día: «Un fuerte
nexo con la esperanza, con la dimensión futura de la vida, con la apertura a
las posibilidades que pueden realizarse: en el deseo ya está presente un
elemento de posible éxito, de propensión a verse convertido en realidad, y en
este campo la esperanza constituye un estímulo en orden a actuar y a tomar la
iniciativa»[4]. El deseo de vivir para Dios. A menudo me confronto con mi fragilidad y
pierdo la esperanza. O veo la caducidad del tiempo y temo no llegar nunca a esa
vida eterna que tanto deseo. Una felicidad para siempre. Un cielo en el que no
haya oscuridad, ni desaliento. Me gusta la palabra siempre. Sobre todo, cuando
tiene que ver con los deseos de mi alma. Quiero ser yo mismo siempre. No quiero
perder mi originalidad. Quiero amar a los que amo siempre. No me gusta pensar
que me pueda cansar de amar. Quiero luchar por lo que me atrae siempre. Y no
tirar la toalla ante las primeras dificultades en la vida. Como decía el Papa
Francisco hablando del matrimonio: «Quien
está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo;
quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo
pasajero»[5]. El amor lleva en su seno una semilla de eternidad. El sí que se dan los que
se aman quiere ser un sí para siempre. Es cierto que el siempre entra en
confrontación con el punto final que me hace presente la vida caduca que vivo.
El amor se desgasta, y el cuerpo, y el espíritu. ¿Dónde se esconde entonces esa
eternidad que sueño? Los días caen uno tras otro sin que pueda retenerlos.
Pierdo a los que más amo sin poder conservarlos a mi lado para siempre. La vida
que vivo da muchas vueltas y los compromisos de fidelidad se diluyen entre los
dedos cuando creía que todo era tan seguro y firme. Miro las estrellas fijas en
el cielo buscando esperanza. La verdad es que no quiero cansarme de alzar la
mirada al cielo y correr hacia delante. Dios me ha hecho de tal forma que lo
presente no me llena totalmente. Sigue existiendo en mi interior un vacío que
me duele. ¿Eres feliz? Me preguntan. Yo sonrío. ¿Tienes una vida plena? Me
lanzan a bocajarro. ¿Amas y eres amado? Y yo me quedo en silencio. Sí. Soy
amado. Amo. Tengo una vida plena. Al menos la quiero tener, la deseo, la sueño.
Quiero abrazar el hoy y vestirlo de siempre para que no me canse nunca de la
vida que vivo. ¿Es esto lo que soñabas para tu vida? De nuevo sonrío. No sé
bien lo que soñaba cuando era más joven. Sólo sé que quería ser libre y amar
sin cansarme. Y no llevar una vida burguesa lejos de Dios. Por eso me gusta lo
que vivo. Y además quiero que mi sí de ahora no deje nunca de ser un sí firme,
alegre y convencido. Deseo un sí grabado en roca, un sí para siempre. Un sí
impreso a fuego dentro de mi alma. En el fondo de mi corazón vive la esperanza
de tocar a Dios, de sentir su abrazo. Repito con fuerza ese sí que a veces pronunciaré
con menos entusiasmo. El sí fiel del hombre en el camino de la vida es el mismo
que yo pronuncio con voz de ángel. Es un sí en el que hay oscuridades que no me
dejan ver la eternidad. Y el tiempo no logra hacerlo todo posible, eso lo
compruebo. No quiero vivir con miedo al sentir que el futuro no lo controlo. No
lo domino. Desconozco todos los posibles contratiempos que me esperan. Son
muchos. Pero no pierdo la alegría. Cargo la misma cruz de Jesús. En Él quiero
vivir alegre, como me dice el P. Kentenich. En las pérdidas, en las ausencias. «¿No podríamos, deberíamos y sería nuestra
obligación, hacer que todas esas fuentes de dolor manen en nosotros como
fuentes de alegría? ¡Cuánto dolor, cuánta cruz y sufrimiento nos estará
esperando y habremos de soportar! Pero ¿qué es todo eso frente al sufrimiento
que debió soportar Cristo a través de la persecución exterior, el asesinato, el
homicidio y la muerte? Si quiero tener en plenitud en mí las alegrías de
Cristo, debo saborear también las alegrías de la cruz y del sufrimiento»[6]. Recorro su camino. Su misma cruz, su muerte. La oscuridad de días que me
turbarán y querrán quitarme la esperanza. Pero ahí mismo. En la cuna del dolor
más hondo. Con el corazón desgarrado por la pérdida. Quiero pedirle a Dios el
don de sonreír. Siempre hay esperanza. Es lo último que puedo perder en las
batallas de la vida. Alzo la mirada y miro al cielo, las estrellas en medio de
la noche. ¿Cómo voy a dejar de soñar con
lo que aún no poseo plenamente?
Jesús me hace mirar mi vida y su futuro con sus ojos: «De la higuera
aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan hojas,
sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede
esto, sabed que El está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta
generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles
en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre». Jesús me habla de la vida, de la novedad de su venida. Él ha llegado para
quedarse. No pasarán sus palabras, no pasará su verdad. Hoy vivo esta cultura
del descarte. Todo es caduco. Todo cambia, dura poco tiempo. Un móvil, un
ordenador, la ropa, las modas. Todo es pasajero. Jesús me dice que Él no
pasará. Jesús no dejará de estar de moda. No se quedará obsoleto. Me gusta
mirar así su mensaje, sus palabras que hoy me siguen removiendo y cuestionando.
Porque yo también me adapto a lo temporal. Cambio las cosas que no me sirven.
Valoro a los que más valen, a los más útiles y capaces. Y descarto a aquellos
con los que no puedo contar. Me sucede lo que decía el Papa Francisco: «Las víctimas de la cultura del descarte son
precisamente las personas más débiles, más frágiles; esto es una crueldad».
Los que no son tan útiles, ni tan capaces, me parecen innecesarios. Los
ancianos, los enfermos, son poco importante. Los vulnerables acaban perdiendo
su lugar. Jesús me hace mirar las ramas que brotan y pensar en la vida que está
junto a mí. La vida que crece débilmente, demasiado frágil. No me fijo en el
tronco del árbol centenario. Jesús quiere que me fije en la hierba que hoy es y
mañana se seca. En las hojas que están a punto de amarillear y perder la vida.
Quiere que me detenga en los pequeños signos de vida que son siempre una
esperanza. En los brotes verdes. Quiere que valore lo que ahora es, aunque
mañana ya no exista. No importa. Me detengo hoy. Creo que a veces voy demasiado
deprisa por la vida y no me fijo. Voy de un lado a otro y ya el día de hoy es
caduco. Miro al mañana, lo que aún no ha llegado, lo que no ha nacido. No
quiero ser así. Me asusto de mí mismo. Me acostumbro a que la vida temporal es
corta y poco útil. No quiero descartar las cosas. Quiero aprovechar lo que hoy
es. No importa que mañana no sea. No descarto nada. Me fijo en el vulnerable,
en el débil, en el frágil. Me comprometo con ellos. Quiero cuidar con esperanza
la vida que se me confía. La vida que crece muy lentamente ante mis ojos y me
desconcierta. Me gustaría que las cosas crecieran a otro ritmo. Pero todo es
muy lento. El crecimiento exige paciencia. El otro día leía una frase de un
entrenador: «Si miras lejos, no ves el
paso inmediato y tropiezas. Hay que ir despacio, que no lento». Jesús hoy
me pide que mire lejos, pero sin dejar de mirar el siguiente paso. Me pide que
no corra, que camine despacio, con calma. Pero sin perder el tiempo. Esa
actitud ante la vida es la que quiero. Miro los brotes verdes y los cuido, los
protejo. No quiero que muera la vida que crece débil. Quiero que todo crezca a
fuego lento. Esa expresión me ha dado qué pensar en estos días. Las decisiones
importantes se cocinan a fuego lento. El corazón crece y madura a fuego lento.
El amor verdadero se hace maduro a fuego lento. Las prisas no son buenas, me
decían de pequeño. Y yo aprendí poco de la lentitud de los sabios. Hoy Jesús
quiere que mire lo positivo de todo y que valore los brotes verdes. Me pide que
tenga paciencia con la vida que me confía. Que no acelere el crecimiento. Esa
actitud me alegra. Quiero pedirle a Dios un corazón así. Un corazón calmado,
sin prisas, sin exigencias. La vida es
muy larga. Y si Él quiere me dará todo el tiempo del mundo para vivir en
plenitud.
Tengo con frecuencia la tentación de querer saber con
exactitud todo mi futuro. Como si pudiera
controlarlo todo. Deseo saber lo que va a pasar mañana, pasado mañana. No
suelto las riendas de mi vida, lo asumo. Digo que sí. Que Dios puede hacer
conmigo lo que quiera. Pero temo tanto el dolor. Tengo tanto miedo a la
oscuridad, a la noche, a no ver nada, a no ver a Dios. Que no me relajo. No
cedo. No me abandono. Una canción dice así: «Recorriendo
tus huellas he querido encontrar el sentido a las preguntas que hay en mí.
Esperando en la noche he buscado respuestas en mi soledad. Tus silencios, Señor,
me duelen muy dentro. Tú sabes muy bien cómo soy. Háblame, Señor, grita en mi
interior. Llámame, Señor, mándame ir a ti. Si pudiera obedecer cada
insinuación. Si supiera comprender tu voz». Quiero saber el sentido de mis
pasos. Quiero tener respuesta a todas mis preguntas. Dios calla. Hoy escucho: «Sabed que Él está cerca, a las puertas». Siento
que hay oscuridad y que no lo sé todo. Tengo miedo a que la luna no me muestre
el camino, ni tampoco las estrellas. ¿Cómo puedo hacer para asegurar mis pasos?
Jesús sólo me pide que confíe. Por eso me gustan esas palabras que hoy escucho:
«Jesús está cerca». Está más cerca de
mí de lo que yo mismo creo. Está a las puertas de mi vida, esas puertas que
guardo cerradas. Vivo como si estuviera tan lejos de mí. Quizás porque he
apartado de Él lo que creo que a Él no le interesa. Lo he encadenado a mis
oraciones y momentos de oración. Apartándolo de esta manera de mis momentos
lúdicos, de diversión. He separado a Dios de mi rutina. No lo tomo en cuenta en
mis decisiones, como si ahí no tuviera nada que decir. Lo he alejado de mi
trabajo, de mis cuentas, de mis planes. Lo he dejado quieto para que no me
moleste en mis días de paz y sosiego. Cuando estoy tranquilo y no quiero que
altere mis planes. Como si Dios no tuviera nada que decir de tantas cosas. Pero
Él se empeña en decirme que está cerca. No quiero saber cuándo va a venir. No
quiero conocer el futuro exacto de mis días presentes. Me afano tantas veces
por controlar ese futuro tan desconocido. ¡Cuánto miedo a vivir mi presente! Es
cierto que no quiero que nada me salga mal en un futuro que desconozco. Quiero
confiar. Hoy me dice Jesús: «Entonces
enviará a los ángeles, y reunirá a sus escogidos de los cuatro vientos». Me
impresiona esa afirmación. Enviará a los ángeles a buscar a los que ha elegido.
¿Me ha elegido a mí? ¿Estoy entre los que Él busca? Siempre me gusta estar
entre los elegidos. Pensar que Dios ha inscrito mi nombre en el libro de la
vida. Sé que me ha llamado. Me ha mirado. Me ha querido. Pero, ¿tanto como
necesito? ¿Es tan grande su amor? Quiero creer en su amor de predilección. Me
ha rescatado en medio de mis debilidades para que sonría y tenga una vida
verdadera, plena. Ha venido como una luz para disipar las sombras en mis noches.
Me gusta pensar en esa luz de estrella, de luna, de sol, que viene a acabar con
mis tinieblas. No para saberlo todo. No para controlar cada uno de mis pasos.
No para inventarme mi vida cada noche de nuevo. Una vida nueva cada día cuando
la del día pasado no me ha convencido. No soy yo el dueño absoluto de mis
pasos. Confío más en Él. Viene a buscarme. Viene a darme la vida. Quiero que
desaparezcan las sombras de mi alma. Que la oscuridad deje paso a la luz de su
Palabra. ¿Cómo lo hago? No lo sé. Tal vez dándome por vencido. Dejando la
puerta abierta. No puedo caminar solo. Quiero que esté conmigo, que entre en mi
vida. Que no se quede a las puertas. Que entre dentro y traiga una luz que yo
no tengo. Que ilumine mis pasos. Que dé paz a mis miedos. Está cerca y viene
hasta mí para calmarme, para hacerme suyo. Y quiere que yo también salga de mí
para llevar luz a otros. ¿Doy luz, siembro esperanza? Quisiera ser siempre un
milagro de confianza en medio de los hombres. A veces es tan difícil. Jesús
está a las puertas de mi vida. Yo vivo encerrado. No está rota mi puerta, no la
rompe Él. He cerrado mi puerta para que no entren. Quizás también por miedo a
salir. Pero Jesús respeta tanto mi libertad que no me presiona. No me fuerza.
No insiste. Respeta mis tiempos y permanece impotente esperando a que yo abra,
a que rompa mi puerta. «Estoy a la puerta
y llamo. Si me llamas entraré». Escucho su voz. Quiere quedarse conmigo, compartir mi pan, encender la luz en mi alma.
[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que
nace de la debilidad
[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que
nace de la debilidad
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