domingo, febrero 25, 2018

II domingo de Cuaresma


Génesis 22,1-2. 9-13.15-18; Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10
«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados»
25 febrero 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero aprender a renunciar por un amor más grande. Un sacrificio por amor. Es lo más grande que puede desear mi alma enferma»
Hay preguntas que no puedo formular con facilidad. O son preguntas que no tienen una respuesta clara. O preguntas cuya respuesta temo escuchar. ¿Voy a salir de esta situación de dolor? ¿Va a acabar algún día el sufrimiento? ¿Cuándo encontraré la felicidad que busco? ¿Me voy a curar? ¿Seré fiel siempre? ¿Me vas a dejar? ¿Podré volver a confiar y ser feliz? Son preguntas que surgen en el corazón herido en medio de las luchas. Los miedos nublan el ánimo. Y la desconfianza surge con fuerza. ¿Será posible encontrar un camino mejor en la tormenta? Surgen las dudas y los miedos. Y callo las respuestas que temo. No pregunto por ese futuro que desconozco y me abruma. A veces al caer la tarde los problemas parecen más grandes que por la mañana. Dicen que es por el efecto de la luz. Por la mañana todo está más claro. Pesa menos la vida. Hay menos nubes, o menos tormentas. Dicen que en la hondura del valle pesa más la vida que en lo alto de la cumbre. Porque desde lo alto los problemas parecen más pequeños e importan menos. No lo sé. Lo que sí sé es que en ocasiones siento que todo se torna gris, o pierde vida de pronto. Y dejo de creer en las eternas promesas. Comenta el cartujo Agustín Guillerand: «No debemos tener miedo ni de nosotros mismos ni de los demás. Hay que mirar la vida real cara a cara. Esa mirada profunda y prolongada nos dará a Dios. Porque Dios está en el fondo de todo»[1]. Quisiera mirar así la vida real. Cara a cara. Mirarme así a mí mismo, mirar así a los demás. Sin miedo a lo que pueda ocurrir. Sin temer lo que pueda pasar. Me gustaría mirar la vida como la miraba María. Desde aquel primer «No temas» del Ángel, María aprende a confiar. Comenta Benedicto XVI: «¡Cuántas veces habrá vuelto interiormente María al momento en que el ángel de Dios le había hablado! ¡Cuántas veces habrá escuchado y meditado aquel saludo: Alégrate, llena de gracia, y sobre la palabra tranquilizadora: No temas! El ángel se va, la misión permanece, y junto con ella madura la cercanía interior a Dios, el íntimo ver y tocar su proximidad»[2]. María guarda todo meditándolo en su corazón. Miro a María. Siempre me da paz ver su mirada, ver su paz. Me consuela. Tengo yo otra mirada y otros miedos que me turban. Me escapo de mi mundo interior dejándome llevar por las olas de mi alma. Abrumado en la superficie de las cosas. En temblores sostenidos. Desde mi dolor miro a María. Me gustan las palabras del P. Kentenich que me motivan al recorrer estos cuarenta días de desierto, de búsqueda, de miedos y de esperanzas: «De ahora en adelante daremos en todas partes el siguiente testimonio: - Somos de María. Quien dice María dice gracia: - Alégrate, llena de gracia, escuchamos que el ángel dice a la Madre del Señor. Quien dice María dice interioridad: - María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Quien dice María dice disposición al sacrificio: -Estaba María al pie de la cruz»[3]. Miro a María y pienso en su actitud interior. Llena de gracia. Sin temor. Confiada. Dispuesta al sacrificio. María se sabe arropada por Dios en lo más hondo de su corazón de hija. Allí todo lo medita en silencio. Lo guarda con celo. Así sí es posible mirar la cruz con paz, con el corazón en calma. En medio de la tormenta. Las preguntas imposibles siguen sin respuesta. Pero al menos ahora no quiero saberlas. Porque confío. Dejan de asustar mi corazón de hijo. Y guardo en el alma la respuesta que siempre me conforta: Dios no me deja. No se baja de mi barca. No se aleja de mi camino. Me sostiene cargando mi madero, mi cruz, como mi cireneo. ¿Por qué voy a tener yo miedo si Jesús va conmigo? Miro a María y confío. ¿Qué misión puede haber más grande que la suya? Me da paz mirarla a Ella en medio de mis olas, en medio de sus olas. «No temas» escucho muy dentro de mi alma. ¡Cómo no voy a confiar en Ella que me ha dado la vida! La miro recogida en su interior. Guardando todas las palabras. Allí me recojo también yo buscando consuelo, paz y descanso. Escucho muy quedo la voz de Dios hecha en mí palabra. No quiero buscar respuestas a preguntas que dejan de tener sentido. No quiero sujetar yo el timón marcando una ruta que desconozco. Espero en Dios. Espero en María. Es la actitud de la cuaresma. Confío. La esperanza, la confianza, el abandono. Camino por los caminos del desierto. Asciendo por las montañas más altas en las que encuentro a Dios y veo más claro mis problemas. Confío. Frente a mis miedos. Confío.
Tengo que reconocerlo, no me gusta renunciar a lo que deseo. Porque justamente el deseo es lo que mueve mi corazón y me hace sediento y hambriento. Mueve todas las fibras de mi ser. Me pone en camino. El deseo es el motor de mi alma. El deseo más hondo es el ansia de infinito que tengo muy dentro. Un ansia de ser eterno. De amar para siempre. De ser amado para siempre y sin límites. Sin condiciones. Sabiendo que yo mismo tengo límites y condiciones. Escribe R. M. Rilke: «Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo». Es el deseo que arrasa mi corazón. Amar de forma infinita. Ser amado de forma infinita. Choco con los límites. La frágil capacidad de amar se enfrenta con sus límites. Pero es Dios el que sostiene mi deseo. Por eso no quiero abandonar mis deseos. Y pensar que por mi torpeza son sólo quimeras. Como observa al respecto Brugués: «No se trata de renunciar al deseo en sí mismo - lo que sería inhumano-, sino a su violencia. Se trata de morir a la violencia del placer, a su omnipotencia»[4]. No renuncio a lo que deseo. Pero sí a su dictadura sobre mi voluntad. No quiero ser esclavo de mis deseos. Pero quiero caminar mirando ese amor más grande, infinito, que me sostiene y levanta. No quiero la violencia que a veces siento al no lograr lo que anhelo. Leía el otro día: «Somos personas pasionales, por lo que matar las pasiones sería como impedir el crecimiento de nuestra humanidad, secarla. Nos haría predicadores de muerte. Tenemos, en cambio, que ser libres para cultivar deseos más profundos, dirigidos a la bondad infinita de Dios»[5]. Cuido los deseos más hondos y verdaderos que brotan en medio de la maraña de deseos pequeños que me confunden. Quiero ser fiel al deseo más verdadero, al más pleno, al más infinito. Dejo pasar ante mis ojos sin violencia los deseos que me sacan de mi paz, los que me impiden pensar en el bien de los otros. Los que no me dejan sino buscar obsesivamente lo que es objeto de mis sueños egocéntricos. Quiero saber bien qué hacer con lo que arde en mi alma. Encontrar un sentido a mi vida y darle cauce al río que corre por mis venas. Y descubrir que la renuncia es parte de mi camino. Y no es tan duro renunciar a muchas de las cosas que deseo. Esa renuncia es un bien que me da alas. Es un valor y no una carencia. Aunque duela. Pienso hoy en el acto de Abraham en Moria: «Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que yo te indicaré». Escucha la voz de Dios. Dios le había prometido antes las estrellas. Y ahora parece que quiere que le ofrezca el hijo que más desea. Parece su único camino para hacer realidad la promesa de plenitud que Dios le hizo cuando dejó su tierra. El acto de Moria es la renuncia más grande que puedo sufrir. Renunciar al único camino de plenitud y de esperanza que yo veo. Es entregarle a Dios lo que más quiero. Entregarle lo que creía que era también su deseo. Es poner en sus manos mi vida, para que no me aten mis miedos. Para no apegarme a mis sueños de forma enfermiza y apasionada. Supone renunciar al deseo más grande de mi corazón. Y surge la pregunta. ¿Cómo va a querer Dios que renuncie a lo que me hace feliz? El acto de Moria es un acto supremo de libertad interior. Abraham lo hace, obedece y entrega a su hijo. Si este es el camino trazado para él, lo besa, besa en él la cruz. Se libera. Se abandona. No cede a la esclavitud de su deseo. ¿No es cierto que a veces me apego enfermizamente a lo que más deseo? Mi pasión gobierna mi vida. Me apego a mi sueño de grandeza, de plenitud. Me dejo llevar por ese anhelo de hacer realidad todos mis sueños. ¿Qué sentido tiene esta renuncia? Abraham se libera. Entrega lo que más quiere y confía. Tal vez en la confianza está la llave para entenderlo todo. A menudo desconfío. No tengo claro que el camino que deseo no sea el que me hará pleno, feliz y libre. Y entonces me apego a lo que amo. ¿Para qué voy a renunciar a lo que me hace feliz? ¿Para qué entregar lo que me llena el alma? Aunque de primeras no lo parezca, esta renuncia me hace libre. Apaga los miedos. Doblega mis ansias. Cuando soy capaz de renunciar por amor. De colocar en Moria lo que amo por un amor más grande. Me hago más libre. Y entonces sucede lo imposible. Abraham recupera a su hijo. Es un milagro. La renuncia llena el cielo de estrellas: «Por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Porque me has obedecido». Muchas más estrellas que el dolor de la renuncia. Así es en mi vida cuando renuncio. El cielo se llena de estrellas. Dios siempre da más. No quita, sólo da. Tengo más paz. Soy más libre para ver el dolor a mi lado. Más libre para amar al que lo necesita. Más libre para ponerme en camino y recorrer los pasos de mi vida. Y Tal vez por eso tiene sentido el ayuno de este tiempo. Me prepara para poder realizar con paz cualquier renuncia. Dice el papa Francisco: «El ayuno debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre». El ayuno me capacita para la renuncia. Y mi renuncia me hace más hijo. Me hace más fuerte. Porque, ¿no es verdad que el temor a perder lo que amo me debilita? Es cierto. Cuando amo y me apego a lo que amo, me hago más débil. Más vulnerable. El amor es mi punto débil. El que me ata a la tierra y a mis sueños. El acto de Moria ensancha mi alma. Pone en su correcto sitio todo lo que amo. El hijo entregado en las manos de Dios Padre. Con la confianza plena puesta en Él. Dios sabrá cómo hará plena su alianza. La renuncia acaba con mis pasiones desordenadas. Le da paz a mi violencia. Calma mis gestos airados. Me hace más libre porque he entregado lo que más amo. Todos mis sueños. Y a cambio, recibo las estrellas del cielo. ¿Qué es aquello que más me cuesta entregarle hoy a Dios? Quiero educar mis deseos. Los pongo en sus manos. Me hago libre. Por eso me hace bien el ayuno. Educa mi ánimo de entrega. Me hace más generoso. Más abierto a la generosidad de Dios que siempre da más. Miles de estrellas, la vida fecunda. Pongo en primer lugar al otro. Paso yo a un segundo plano. ¿Es eso posible? A veces lo dudo. Mi vanidad, mi orgullo, mi egoísmo, mis ataduras. Pesan tanto mis cadenas de esclavo. Quiero aprender a renunciar por un amor más grande. Un sacrificio por amor. Es lo más grande que puede desear mi alma enferma.
Me gusta poder subir del desierto a la montaña: «En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús». Sube Jesús con sus elegidos. Con sus amigos más cercanos. Con aquellos con los que quiere compartir lo más sagrado. Allí muestra su gloria. Allí se hace presente su luz. Se transfigura dejándoles ver un poco del cielo. El alma encuentra la paz. Hay esperanza. Me gusta la montaña. La cumbre me permite tocar el cielo. Me siento más cerca de Dios. Y más fuerte. Los problemas se vuelven más pequeños desde la montaña. Casi desaparecen. Parece magia. Me gustaría pensar que ya no están. Como si hubieran desaparecido de golpe. Es la magia de la montaña. Comenta el P. Kentenich: «Al menos en innumerables pueblos se encuentra un respeto muy fuerte ante los montes. El escalar la altura de las montañas despierta simultáneamente la tendencia hacia lo alto, y cómo la tendencia hacia lo alto inspira también la escalada. Cuando anhelamos las montañas ¿qué significa? En este contexto pensamos en una conocida expresión de Santa Teresa la Grande: subir una topera no despierta fuerzas, pero al contemplar ante sí montes infinitamente altos, ¡cuántas fuerzas se despiertan!»[6]. Escalar a lo más alto del monte despierta lo mejor que hay en mí. Saca un fuego escondido que me anima a seguir caminando. Lo doy todo por llegar a la cima. Me hace aspirar a las alturas. Me gusta la montaña en la que sueño con lo más grande. No temo nada cuando miro la vida desde la cumbre. Me siento feliz. Me sé amado. En lo alto de la montaña casi toco a Dios, me siento más fuerte. Añade el P. Kentenich: «A los Montes se los percibe como símbolo de firmeza. Abajo en el llano: ¡cuánta fragilidad! Arriba sobre los montes, especialmente cuando era un macizo del monte: símbolo de lo constante, de lo permanente. Monte, un símbolo de poder y fuerza. Tan fácil no se puede arrancar un monte»[7]. El monte representa lo estable, lo duradero. Allí tengo paz. La firmeza del monte me sobrecoge. Brota la alegría y la esperanza. En el monte no temo, me siento fuerte y seguro. Pero en el valle toco la debilidad de mis pasos. La fragilidad de mi voluntad. Y me siento vulnerable. Los problemas me aturden y no soy capaz de salir de ellos. Por eso anhelo la seguridad del monte. Su estabilidad. Su firmeza. Me gustan los montes. Me da alegría subir a un monte. Añade el P. Kentenich: «Si no ascendemos más a la altura de los montes, tarde o temprano nos amargamos. Debemos entendernos ante todo y sobre todo cuando ascendemos, arriba en las cumbres más altas. Si nos llamó para ello, entonces nos regala también la virtud de la esperanza en forma de una confianza enorme y profunda»[8]. Escalar las cumbres me hace confiar. Tocar el cielo con mis pobres manos. Me gusta la audacia del que escala y llega a lo más alto. Así, de golpe, sin temer nada. Pienso en mi vida como un ascenso al monte de la vida. El monte de Dios en el que Jesús me espera. Me gusta ir con Él. Superar los obstáculos de la ascensión. Me faltan las fuerzas cuando comienzo a subir. Pero no temo. Sigo con mi paso firme. Es cierto que los altos ideales sacan lo mejor de mí. Las grandes metas. Los caminos más complejos. Una ruta sencilla no despierta mi alegría. Recuerdo la subida a un monte en el camino de Santiago. Esa etapa del camino despertaba temor, esperanza y alegría. Era el gran desafío en medio de un camino no tan exigente. Una subida a lo más alto exigía todas las fuerzas. Así es en mi camino. Lo de siempre, lo que controlo, lo que no es exigente, no despierta todas mis fuerzas. Siento que puedo con ello y no temo. Pero cuando el camino parece complicado y exigente, se despiertan las fuerzas de mi corazón. Subir a lo más alto, alcanzar las grandes cumbres. Hoy la exigencia del monte Tabor no parece excesiva. Jesús busca a Dios. Acaba de anunciar su pronta muerte. Sus discípulos tienen miedo. El monte Moria me habla de la exigencia de entregar al propio hijo como sacrificio. Parece imposible, un sinsentido. En ambos casos se despiertan fuerzas interiores. Es necesario mirar el corazón y buscar a Dios. Pedirle fuerzas para seguir ascendiendo. Una lucha constante. Un caminar hacia las cumbres. En ese ascenso quiero dejar de lado lo que me pesa. Voy más ligero de equipaje. Con el corazón apasionado. Con el alma sin peso. Me pongo en camino. Pienso en las cumbres que me desafían. Miro desde mi pequeñez lo que me turba. ¿Qué subidas me asustan e imponen? ¿En qué momentos de la ascensión siento que me faltan las fuerzas? Pienso en esta cuaresma como una subida a los montes más altos para superar mis miedos.
Pedro siempre dice con pasión lo que piensa. Hoy exclama con alegría: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro siente que está en casa. Está feliz. Se siente lleno de paz. Está alegre. Es como si los temores que tuvo en el valle, antes de comenzar el camino a la cumbre, hubieran desaparecido. Ya no teme. Quisiera estar siempre ahí, en el monte, con Jesús, con Elías, con Moisés. La ley y los profetas. La seguridad de saber que estoy en el lugar correcto. Es esa siempre la gran pregunta del alma. En el Santuario el P. Kentenich utilizó en el acta de fundación esta misma expresión de Pedro: «¡Qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas! Una y otra vez vienen a mi mente estas palabras y me he preguntado ya muy a menudo: ¿acaso no sería posible que la capilla de nuestra congregación al mismo tiempo llegue a ser nuestro tabor, donde se manifiesten las glorias de María?». En el santuario a menudo experimento lo mismo que Pedro. ¡Qué bien estoy, cuánta paz! Exclamo conmovido. Siento que tengo toda la seguridad del mundo recogida en mi alma. En María experimento la paz y el sosiego. Se calman mis miedos. Desaparecen las dudas. Es el monte más alto. No el más difícil de escalar. Porque es una gracia que Dios hace posible en mi alma. La gracia del arraigo. El descanso en Dios. «Podemos esperar la consecución de la paz perfecta y el sosiego y cobijamiento en Dios en la medida en que nos entreguemos sin reservas al Espíritu Santo»[9]. El verdadero cobijamiento es una gracia. No es simplemente una experiencia de cielo. Que ya es mucho. Es un permanente descanso en Dios. Allí se rompen mis miedos y angustias. Desaparecen las prisas. Me calmo en el Santuario. En mi monte. Allí echo raíces. Me siento seguro. El temor al futuro, a lo que no controlo, se calma. Súbitamente comienzo a ver que mi vida tiene sentido. Decía el Papa Francisco: «¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para reposarme en sus exigencias – que son suaves y ligeras –, en sus complacencias – a ellos les agrada estar en mi compañía –, en sus intereses y referencias? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor?». Pedro ve la gloria de Dios. Se relaja al ver la luz, la paz, la felicidad plena. No hay duda. El final no es la muerte. Jesús ya ha vencido y me muestra su victoria. Esa paz en Dios es lo que le lleva a Pedro a proclamar arrebatado su alegría. No quiere que pase lo que está viviendo. ¿No es verdad que hay momentos en los que deseo que lo que estoy viviendo dure eternamente? Sí, así es. Hay experiencias de paz en mi vida que me gustaría que no acabaran nunca. Hay personas que son Tabor, y con ellas tengo la misma experiencia. No quiero que se alejen. Porque su lejanía es ausencia, carencia, soledad. Y su presencia es la misma cercanía de Dios en mi vida. ¿Cuáles son esos momentos de Tabor que quisiera fueran eternos? ¿Y esas personas que son monte en mi vida, lugar de estabilidad y de encuentro con Dios? Hago memoria. Y pienso que yo también quisiera ser un monte Tabor para muchos. Ser monte, ser roca. Lugar de descanso y cobijo. Lugar estable y firme en medio de una vida que fluye. Decía el P. Kentenich: «Nosotros mismos debemos representar un Monte. O dicho con otra imagen, que se usa más a menudo, debemos representar un árbol, de cuyos frutos puedan alimentarse y saciarse siempre de nuevo todos los que lo rodean. ¡Fuerte como un Monte!»[10]. No sé si lo soy para algunos. Pero sí sé que otros lo son para mí. Le pido a Dios que me enseñe a descansar en Él para que mi corazón se llene y calme. En el santuario me lleno, descanso, para ser yo un santuario vivo entre los hombres. Es la paz que necesito para dar yo paz. Es el descanso que busco para ser yo descanso para otros. Es la fortaleza que necesito para sostener al más débil. No tengo la firmeza del monte, lo he comprobado. He visto tantas veces mi fragilidad que dudo permanecer estable. Pero sí sé que en mi corazón hay creencias tan arraigadas que me recuerdan las raíces de un monte. Nadie podrá nunca sacarlas de mi alma. Están allí acendradas y pase lo que pase no dudaré. Han sido purificadas en la prueba, han sido probadas en el crisol. Y permanecen allí inmaculadas. No se pierden. Busco en mi corazón la roca en la que me asiento. Busco mi Tabor personal donde toco a Dios. Esa experiencia es la que me salva. ¿Dónde he tocado a Dios en mi vida? ¿Dónde he exclamado como Pedro que no quiero que Dios pase de largo? Quiero que esta cuaresma sea un nuevo Tabor. Un lugar en el que se manifieste la gloria de Dios  y de María. Me detengo ante Dios, en su silencio. Busco el Tabor en el que mi alma es ella misma. Me siento arrebatado por la paz que encuentro. Me gustan los montes. Me gusta ese monte al que asciendo para acariciar la cima. Me gustan las personas que son monte, porque están más elevadas y cerca de Dios. Me gustan los lugares de Dios, elegidos por Él, bendecidos por su mano. En esos lugares está Dios presente y calma mis ansias, hace palidecer mis miedos. Allí me siento más seguro, más fuerte, más roca.
Me gusta escuchar a Dios hablando bien de Jesús, su hijo: «Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: - Éste es mi Hijo amado; escuchadlo». Es su hijo amado. Su predilecto. Es Jesús el hijo. Isaac era el hijo amado de Abraham y amado de Dios. Son hijos amados entregados en el amor. Pero, ¡cuántos hijos hay que no se sienten amados por sus padres! Un hijo que no sabe si su padre lo quiere. Que no lo ha escuchado nunca de sus labios. La carencia de un abrazo. El silencio que ahoga un «Te quiero». Un padre ausente. Una madre que no contiene y no abraza. Y el dolor del hijo como una punzada en el alma. La soledad que hiere. El amor ausente. Cuando mi corazón desea ser amado, ser predilecto, ser elegido, ser bendecido. Mi corazón está hecho para ser amado siempre. Y tantas veces soy herido. Por la vida, por los silencios, por los vacíos. Y noto la ausencia de ese padre que no me afirma, no me levanta sobre la tierra. No me hace creer que valgo. ¡Qué importante es que la familia sea el espacio donde me sé amado y encuentro la paz! Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «No hay familia perfecta. No tenemos padres perfectos, no somos perfectos, no nos casamos con una persona perfecta ni tenemos hijos perfectos. Tenemos quejas de los demás. Decepcionamos unos a otros. El perdón es vital para nuestra salud emocional y la supervivencia espiritual. Sin perdón la familia se convierte en una arena de conflictos y un reducto de penas. El que no perdona se enferma física, emocional y espiritualmente. Y por eso la familia necesita ser territorio de cura y no de enfermedad. El perdón trae alegría donde la pena produjo tristeza». Tantas heridas por no haber escuchado nunca un «Te quiero». O por haber experimentado el rechazo o la indiferencia. Necesito saberme amado. Necesito perdonar. Quiero tener ciertas certezas para poder levantarme cada mañana. ¡Cómo creer en el amor de Dios Padre cuando mi padre en la tierra no me ha mostrado cuánto me quiere! El otro día leía: «Es momento para la honestidad, para la verdad. ¿No crees que el Padre ama mucho a sus hijos, verdad? En realidad no crees que Dios sea bueno»[11]. ¡Cómo creer en ese amor intangible, cuando no he tocado el amor tangible! Cuesta creer en ese Dios bondadoso que no acaba con el mal. Que no me demuestra con hechos tangibles que me ama y elige. El corazón se rebela ante la injusticia. No tolera el desprecio. Necesito saberme amado para poder darme, para poder amar bien, sin mendigar, sin retener, sin herir. ¡Qué difícil! Tengo una idea equivocada de Dios. Porque quizás el amor humano de mi padre no me ha sanado en mi imagen. El P. Kentenich no tuvo un padre humano que lo amara en la tierra. Pero María sanó su corazón y llegó a tener una imagen de Dios infinitamente misericordioso. Toda su vida se centró en el deseo de entregar a sus hijos esa imagen de Dios: «La ley fundamental del mundo es el amor. Y no la justicia, como opinan muchos cristianos que tienen un temor servil ante Dios, y consideran que vivir es cumplir reglas todo el día. ¡Qué imagen de Dios tan equivocada y digna de lástima! Allá arriba está el Dios Justo; me ha vuelto a sorprender en una falta y me castigará a su antojo»[12]. Necesito que la imagen del Dios misericordioso esté viva en mi corazón. Un Dios que se alegra con mi vida en medio de mis caídas. Cuando no estoy a la altura que yo mismo me exijo. Cuando no cumplo todo lo que me propongo. Cuando no soy perfecto y sólo puedo pedir perdón. Necesito sentir el abrazo de mi Padre Dios que me perdona siempre. Me sostiene cada día en medio de mi vida. Y me recuerda que me quiere. Me ama como soy, donde estoy. Me mira como lo más precioso. Sana mis heridas para que no me duelan. Y me dice que soy su predilecto, su hijo elegido, su amor más grande. Aunque a veces, sin apenas darme cuenta, me veo mirando a Dios como ese juez implacable dispuesto a imponer justicia y acabar con la mediocridad de mi vida. Me veo juzgado y condenado. Me entristece ver cómo esa imagen de Dios juez se ha metido en mi corazón de hijo herido. Y no sé muy bien cómo. Tal vez en algún rincón de mis recuerdos familiares guardo heridas que no conozco. Hay palabras presentes en el aire de mis recuerdos que permanecen quietas esperando a que de nuevo las escuche. Palabras de reproche, de condena. Y, es curioso, las palabras de aceptación, de reconocimiento, tienen menos fuerza después de haber sido herido. Mil veces tengo que escuchar ese «Te quiero» para empezar a creer que es posible cambiar la imagen de Dios en mi alma. Necesito ver esos ojos conmovidos, con lágrimas, mirando mi tristeza. Y tocar con mis manos el perdón. Y acariciar una misericordia imposible cuando soy yo el que no perdona ninguna de mis faltas. Quisiera tener un corazón nuevo. Un corazón de niño. Es lo que me salva. Levantarme de nuevo en medio de mi barro y sentir que una mirada alegre sostiene mis pasos torpes. Quiero ser más niño. Más puro. Más ingenuo. Para asombrarme ante la vida y sonreír siempre. Decía el P. Kentenich: «No hay mayor felicidad para el hombre de hoy que la recuperación del sentir de niño frente a Dios»[13]. Necesito volver a sentirme como niño. Como Pedro que se alegra en ese monte al ver el amor de Dios. Ese Pedro niño que olvida por un momento los peligros y vive apasionado ese momento sagrado. Un corazón de niño que se sabe amado por Dios y confía y no teme. Quiero hablar de ese Dios que es padre bueno y misericordioso. Quiero tocar a Dios que me enseña a ser hijo para luego poder ser padre. Que me dice cuánto valgo a sus ojos. Y rescata mis victorias y mis logros. Ese Padre que me mira con beneplácito, conmovido. Haga lo que haga. Esté donde esté. No importa. El amor de Dios no cambia. Permanece. Hacen falta tantos hombres capaces de amar de forma incondicional. Haga lo que haga. ¡Qué difícil! Está tan condicionado mi amor. El amor saca lo mejor que hay en mí. Me hace capaz de lograr cosas grandes. Me hace confiado como los niños que descansan en la paz de su padre. Leía el otro día: «No se puede producir confianza, así como no se puede hacer humildad. Es o no es. La confianza es fruto de una relación en la que sabes que eres amado. Pero como no sabes que te amo, no puedes confiar en mí»[14]. Cuando no me sé amado. Cuando no escucho esa voz que me rescata de mi abandono. Cuando no me siento abrazado. En mi soledad y ausencia de amor, desconfío. La confianza sólo crece en medio del amor, en medio de un abrazo. Un niño amado confía y se abandona. No cuestiona el amor del Padre que lo ama. Me gustaría ser siempre así. Un niño confiado. No quiero dudar nunca del amor de Dios. Ni tampoco del amor de los hombres.


[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 77
[2] La infancia de Jesús, Benedicto XVI, J. Fernando del OSA Río
[3] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[5] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[6] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[7] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[8] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[9] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[10] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[11] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra Con la Eternidad
[12] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[13] J. Kentenich, Niños ante Dios
[14] Young, Wm. Paul. La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra Con la Eternidad

domingo, febrero 18, 2018

I Domingo Cuaresma



Génesis 9, 8-15; 1 Pedro 3, 18-22; Comienzo del santo evangelio según San Marcos
«En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás»
18 febrero 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Me recuerda que soy sólo ceniza, barro, tierra. Me bendice con su cruz para que no confíe en mis capacidades. Quiere que ponga mi corazón en el suyo. Que me inscriba en la herida de su costado»
Pienso que necesito adherirme a la verdad de mi vida dejando de lado las mentiras que me pesan. Muchas veces vuelve a mi corazón esa afirmación de S. Juan, cuando dice que la verdad me hará libre. La verdad sobre mí. La verdad en mi vida. La verdad que deseo y anhelo. La verdad en la que me reconozco y encuentro mi camino. No hay nada que me haga más daño que la mentira. El engaño envenena mi alma. Enturbia la luz que ilumina mis pasos. Tengo la opción de vivir en la verdad o vivir en la mentira. Engañar y ser engañado. Pero en ocasiones no me siento capaz de aceptar toda la verdad. No tengo fuerzas para enfrentar los hechos como son. Tengo miedo. No soy capaz de hacer frente a toda la verdad sobre mi vida. Mi historia, mi presente. No soy capaz de cargar con todo y aceptar sin dudar todo lo que Dios quiere de mí. El otro día leía: «Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana. Que sepa reír de sus errores. Que no se envanezca con sus triunfos. Que no se considere electa antes de la hora. Que no huya de sus responsabilidades. Que defienda la dignidad humana. Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez». Me gustan las personas así. Humanas, verdaderas, sinceras. Que aceptan su vida y la viven sin miedo. Quiero besar la verdad de mi vida y dejar de lado las mentiras que se me han pegado en la piel con el paso de los años. La verdad me hará libre, lo sé. Si la tomo entre mis manos y se la ofrezco a Dios. La verdad sobre lo que Él quiere que haga con mi vida. La verdad oculta en sus planes. Muchas veces no conoceré toda la verdad. No sabré todo lo que me va a pasar en el camino. No es lo más importante. Lo que vale es aceptar mi vida en toda tal como es, sin tapujos. Sin temer tanto lo que puede suceder mañana, pasado mañana. Cuentan una anécdota del tiempo del P. Kentenich en Dachau: «El sacerdote alsaciano Haumesser que estuvo en el campo de concentración de Dachau con el P. Kentenich se acercó a él y le dijo: - Padre, disculpe, yo quiero hacerle sólo una pregunta que para mí es muy importante. Lo único que le pido es que no me engañe, que me diga la verdad, ¿cree usted que vamos a salir con vida de este infierno de Dachau? El Padre se sonrió y le dijo: - Yo no creo que esa sea la pregunta más importante en este momento. La pregunta más importante en este momento es si aquí, en este infierno de Dachau, hacemos o no la voluntad de Dios»[1]. No necesito conocer toda la verdad. No preciso saber lo que va a suceder al final del camino o mañana. No es relevante. No hace falta que conozca todo sobre todos. Tampoco sobre mí mismo. A lo mejor no puedo soportar tanta verdad. Pero sí necesito saber qué es lo que tengo que hacer. El P. Kentenich fue un enamorado de la verdad. Pero cuando esa verdad era especulativa y estaba separada de la vida, sufrió con amargura. A veces me puede pasar. Veo una verdad objetiva. Y una realidad que no encaja. Me frustro, me desespero, me amargo. Amar la verdad es necesario. Pero amando al hombre, amando la vida concreta que vivo, amando a las personas sin querer que encajen en mi verdad. Aspiro a vivir en la verdad, para que mi vida responda al sueño de Dios conmigo. No conozco la verdad de todo lo que hago. En ocasiones sentiré mentiras que me duelen. Desearé liberarme de lo que me ata. Quiero reconocer el sueño verdadero que tiene que ver conmigo. Quiero conocerme de verdad, a fondo, liberado de cadenas que me engañan. Liberando a otros. Aceptar la verdad es lo que me hace libre. El engaño es lo que me llena de ansiedad y tristeza. Le pido a Dios que me enseñe a descubrirme en mis pequeñas mentiras. Esas que justifico y me hacen pensar que soy bueno. Quiero fiel al sueño de Dios conmigo. La verdad me hará libre y me hará feliz. Cuando descubro que lo importante es lo que el P. Kentenich señala como camino: «El mejor medio para la felicidad personal me parece que es el empeño por brindar alegrías a los demás»[2]. Dar alegrías a los demás. Darles paz. En lugar de vivir obsesionado con ser yo feliz en todo lo que hago. Tal vez puedo aprender a darme cuenta de mis justificaciones. Adorno las cosas para que parezcan lo que no son. Escondo mis verdaderas razones sin reconocer mi auténtica motivación. Tengo que mirar con sinceridad mi vida, con honestidad. Tal vez por eso admiro tanto a las personas honestas. No se creen nada especial. Son lo que son, sin máscaras. Se enfrentan a la vida con humildad. Me gustan las personas sinceras. Y a mí me hace bien ser honesto en todo lo que hago y pienso. Lo demás poco importa. Lo sé muy bien, pero de repente me encuentro justificando todo lo que hago.
A veces tengo claro lo que tengo que hacer y me pongo manos a la obra. Actúo, decido, pienso. Y soy coherente con lo que emprendo. Mis pensamientos y mis acciones parecen ir al unísono por un tiempo. Hay armonía. Pero no dura demasiado. Súbitamente surge algo que me distrae. Me aleja de lo importante. O de lo que yo creo que es lo más importante. Y me encuentro pensando en cosas diferentes a las que de verdad deseo. Me veo navegando por mares que no he soñado. O alcanzando cimas jamás pensadas. Puede ser mi apego a mis riquezas lo que me hace débil. Esas riquezas del mundo que tientan mi alma. Son los síntomas que me muestran que no estoy en paz conmigo mismo o con la vida que Dios me regala. ¿Cuáles son mis riquezas? ¿Qué me entristece y tienta en este mundo que llama a la puerta de mi corazón? Voy con prisas. Surgen los miedos. No soy tan libre como deseo y me pesan las cadenas. Estoy atado a mi vida. Me da miedo no ser fiel a lo emprendido. O dejar de soñar con lo más grande para mi vida. O pensar que ya está bien de malgastar mis días sirviendo sin que nadie lo valore. Y tiemblo. La vida es muy corta. O puede que demasiado larga. Según se mire. Y quiero poseer todo lo que me tienta. El cielo y la tierra. La eternidad y el presente. El amor y el poder. La juventud y todos los sueños. Me veo desordenado por dentro. Lleno de deseos. El otro día leía: «El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre - la relación con Dios - entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esta prioridad se trata en el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado»[3]. Miro mi mal. Mi pecado. Mi tentación más grande. Me detengo en mi orgullo y en mi vanidad. Me veo tan lejos de Dios. Me consume por dentro el deseo de vencer siempre. De salirme siempre con la mía. De conseguir todo lo que quiero. Sin tener en cuenta a quién dejo derrotado en el camino. La obsesión por controlar las horas. La pasión por ser admirado y querido por todos y siempre. El desorden de mi corazón herido que busca afecto. No he aprendido a perdonar del todo las heridas de antaño. Y me alejo lentamente del Dios de mi vida al que juzgo y condeno. El que camina conmigo y me hace ver una y otra vez que si me distraigo y alejo de Él todo empieza a dejar de tener sentido. Vuelvo hoy la mirada a ese Dios impotente ante mi miseria. Me dice el P. Kentenich: ¿Cómo nos ayuda Dios a resistir las tentaciones? No podemos hacerles frente nosotros solos. Es Dios quien nos dará las fuerzas necesarias. Nos convenceremos de ello en la medida en que nos convenzamos del desorden de nuestra naturaleza y de los efectos del pecado original»[4]. Las tentaciones de un mundo en estampida. Que corre por los caminos de la vida sin un sentido claro. Y me tienta. Y yo me adhiero a las propagandas que me invitan a guardar mi vida, a enriquecer mi vida. A soñar con lo que no poseo. En una película le preguntaban al protagonista: «¿Y eres feliz? ¿Qué te falta, qué deseas que aún no posees, para ser feliz?». Me despierto con esta misma pregunta prendida en la piel. ¿Soy feliz? ¿Qué me falta? Miro mi desorden. Miro mi camino. Y sonrío. ¿Qué más deseo? En realidad lo tengo todo para ser pleno. Si me miro bien sólo puedo dar gracias a Dios por lo vivido. El protagonista respondió: «Paz. Sólo quiero paz». Tal vez me falta esa paz para ser feliz. Para vivir sin prisas, sin stress. No me importan tanto las distracciones. Son parte del camino. Y Dios me habla en ellas. Me susurra. Porque al caminar veo lo que me rodea y me distraigo. Y en esas voces del camino me encuentro con Dios hablando. Y me dice tantas cosas. Me recuerda mi misión última. La de dar la vida. Y me dice que mire dentro de mi corazón. Que no me equivoque buscando fuera. Que ahí me habla aunque a veces me tiente lo que no me da paz. Y me cueste entender sus silencios. ¿Por qué me obsesiono con poseer lo que al final tal vez no me haga tan feliz? Ese puesto de trabajo soñado, esa persona con la que compartir la vida para siempre, ese hijo que no llega, esa casa que deseo, ese coche, ese viaje, ese proyecto, esa tranquilidad económica, ese perdón que no logro, esa respuesta a mi pregunta que no escucho, esa persona que no regresa y me perdona. Hay tantas cosas todavía por arreglar. Tantos sueños que no se hacen realidad en mi camino. Me da miedo no ser feliz deseando lo que no me hace feliz. Y no quiero desaprovechar el presente que Dios me regala para encontrar sentido a todo lo que hago. Hoy, al comenzar la cuaresma, miro mi corazón. Me desnudo ante Dios que se acerca a mi vida. Despacio. Y pongo en sus manos mis sueños y mis miedos. Lo que no me hace feliz, lo que me alegra. Voy de su mano. Que Él venga a mí es lo único que me salva allí donde me encuentro.   
Comienza el tiempo de cuaresma y miro en lo profundo de mi corazón. Los árboles ya sin hojas, desnudos contra el cielo. El frío seco, o húmedo. El cielo cubierto. Parece un tiempo triste. No lo es. Es tal vez un tiempo para meditar más. Para callar y escuchar el silencio del alma. Para renunciar a todo lo que me saca de mi mundo interior con Dios. Me falta interioridad. Quiero hundirme allí donde descanso y soy yo mismo. Donde soy verdad. Me han sacado con tanta fuerza fuera de mí mismo. Me han arrastrado a la vida diciéndome que lo que me hará feliz no está en mi interior, sino fuera. Me lo han dicho de tantas maneras que me lo he acabado creyendo. ¡Cuántas cosas me ofrecen que son mentiras! Me hacen creer verdades que no tienen que ver con mi felicidad. Me embarcan en caminos que no responden a mi sed más profunda. El papa Francisco escribe en este tiempo de cuaresma sobre los falsos profetas: «Falsos profetas son esos charlatanesque ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de usar y tirar, de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar». El mundo me ofrece a veces medias verdades. Soluciones fáciles a problemas imposibles. Caminos cortos para llegar a cumbres demasiado lejanas. Me convence de lo pleno que seré si me embarco en sus sueños y dejo de lado el esfuerzo, una vida verdadera y unos principios firmes. Al comenzar la cuaresma miro la verdad escondida detrás de tantas pretensiones. Miro dentro de mi alma, en profundidad. Me gusta pensar que Dios me regala cuarenta días de luz, no oscuros, de vida, no de muerte, de alegría, no de tristeza. Me gusta ver la cuaresma como una oportunidad para dar un salto de fe. Y correr por el camino de santidad al que Dios me invita. Decía el P. Kentenich: «Lo que le hace falta a nuestra época son santos nuevos. Santos que sean grandes, que convenzan, que arrastren. Y si no santos, al menos hombres nuevos, hombres cabales, cristianos nuevos, cristianos verdaderos, espirituales, íntegros»[5]. Santos nuevos, grandes, íntegros. Personas enamoradas de Dios, del hombre, de la vida. No santos perfectos e inmaculados. Sino hombres enamorados, apasionados, llenos de luz. Con pecados, pero libres. La cuaresma es un taller en el corazón de Jesús y de María. Allí encuentro esperanza a mi desesperanza. Y paz en medio de mis guerras. Quiero dejarme tocar por Dios en estos días. Una oportunidad. Un camino de luz. Eso es la cuaresma. Me gusta prepararme para la vida cuidando el tiempo que Dios me da. Se lo entrego. Cuarenta días para Él. No es mucho tiempo el que invierto para recibir a cambio su presencia que me salva y me devuelve la alegría perdida.
La cuaresma me regala tres pilares para vivir el camino de conversión al que se me llama. Es una oportunidad de vida que me da Dios para que se convierta mi corazón de una vez por todas: «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: - Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio». Necesito convertirme para ser más de Dios, para estar más lleno de su gracia. Para escuchar más su voz y seguir siempre sus pasos. Es el camino que deseo emprender. Cuesta cambiar mi corazón y mi forma de mirar la vida. Deseo ser más libre del mundo para vivir más apegado a su corazón de Padre. El ayuno me pide que renuncie. Y la renuncia duele. Siempre cuesta. Pero renuncio por amor. No me quiero dejar llevar por mis sentidos. Quiero ser más dueño de lo que quiero hacer y de lo que no quiero. Ser fiel a aquello que me propongo. ¿De qué quiero ayunar en este tiempo? ¿A qué estoy dispuesto a renunciar por amor a Dios? El ayuno que no se ve. Que no se nota. Mi renuncia abre la puerta del cielo. Se derraman las gracias. Digo que sí. Renuncio con alegría, sin cara triste. El segundo pilar es la oración. Es una oportunidad que se me da para crecer en mi mundo interior. ¿Por qué no practico una nueva forma de oración? ¿Por qué no busco más el silencio y el descanso en Dios? ¿Por qué no me dejo interpelar por la palabra de Dios meditando el Evangelio? Tiempos para Dios. Tiempos de calidad en los que quiero escuchar sus más leves deseos. Tiempo para ahondar y no dejar que la vida pase sin crecer. Necesito más silencio, más profundidad. El otro día leía: «Cuando estamos enamorados percibimos hasta el más mínimo gesto del ser amado. Lo mismo ocurre con la oración. Si tenemos la costumbre de orar con frecuencia, podremos captar el significado de los silencios de Dios. Hay señales que sólo los novios son capaces de comprender. También el hombre en oración es el único que capta las señales silenciosas del afecto que recibe de Dios»[6]. Cuando tengo costumbre de rezar es más fácil percibir la presencia de Dios. Es lo que busco, vivir enamorado. Necesito más momentos a los pies de Dios. Este tiempo es un tiempo de gracias. Se abre el cielo para mí. Me dejo tiempo para estar a su lado. El tercer pilar es la limosna que me ayuda a ser más generoso con mi vida, con mis bienes. El corazón tiende a retener todo en su egoísmo. Busca la comodidad. El lujo. Las cosas buenas y valiosas. ¿No es verdad que quiero poseer todo lo que deseo? Una tendencia del alma. Por eso la limosna me ayuda y me hace mirar al que no tiene. Despierta la misericordia en mi corazón. Miro con amor al que no posee lo que desea. Y entrego lo que yo sí poseo. Necesito ser más generoso. Quiero ser más pobre. Más necesitado. Más menesteroso. ¡Cuántas cosas tengo que no necesito! ¡Cuántas cosas deseo que no me hacen falta! Miro al que busca y necesita a mi alrededor. Me fijo en el indigente. No paso de largo ante el que me pide, ante el que no tiene. Me detengo a su lado. Quiero ser más generoso. No quiero dar sólo de lo que me sobra. Porque eso no es auténtica generosidad. Quiero dar lo que me hace falta a mí. Quiero entregar lo que yo mismo necesito y uso. Puedo dar mi tiempo, mi cariño, mi vida. Puedo dar cosas materiales. Puedo ayudar al que necesita ayuda, al que busca compañía. ¿Cómo voy a ejercer mi generosidad estos días? Son tres pilares para vivir la cuaresma. Tres ayudas concretas para centrarme en lo que de verdad importa. Porque la vida es breve. Y las cuaresmas pasan. Y los años. Y sigo tan lejos de ser totalmente de Cristo, de parecerme a Él. Dios me da una nueva oportunidad para crecer. Me recuerda que soy sólo ceniza, barro, tierra. Me dice que mis años están contados. Me bendice al comenzar los cuarenta días con su cruz de ceniza para que no confíe sólo en mis fuerzas humanas, en mis capacidades. Quiere que ponga mi corazón en el suyo. Que me inscriba en la herida de su costado. Que descanse en sus manos llagadas y abiertas. Y camine sobre sus pies descalzos confiando. Quiere que me desprenda del peso que hoy me abruma. Una persona decía el otro día: «Salgo del retiro con mucho menos peso en el alma». Me conmovió. Yo también tengo un peso en el alma. Mis deseos, mis planes, mis miedos, mis cadenas, mis esclavitudes, mis dependencias, mis afectos desordenados. Mis pocas horas de oración, mi apego a tantas cosas. Por eso me da miedo la cuaresma que me dice que la renuncia me hace bien, que me hará más libre y ligero. Que si digo que no a lo que deseo puedo crecer y ser más de Dios. Que si soy generoso nunca me va a faltar de nada. Que si entrego la vida no voy a tener que preocuparme tanto de conservarla. Pero me da miedo sufrir. Y cargar la cruz junto a su madero cuando sé bien dónde acaba el viacrucis. Y me da miedo que me quiten mis seguridades, mis tesoros, en los que me refugio como un niño consentido. Y me asusta perder todo lo que creo me hace feliz. Aunque no sea cierto. A lo mejor no es así. Y puedo ser mucho más feliz si soy libre y camino más ligero por los caminos de Dios siguiendo sus huellas. No lo sé. Miro la cuaresma con una mezcla de sentimientos. Miedo. Pereza. Tristeza. Esperanza. Alegría. Nostalgia. Cuarenta días más para cambiar de vida. Para ser más de Dios. Más humano. Más santo. Me pongo manos a la obra. O mejor. Pongo mis manos en sus manos y mi corazón en el suyo. Soy de Dios. En eso consiste la cuaresma. Al menos eso creo.
La cuaresma comienza con una promesa de amor de Dios. Justo el miércoles de ceniza este año ha caído en el día de los enamorados. Es curioso que este día en que se ensalza el amor sea bendecido por la cruz de la ceniza. Una canción francesa me lleva a reflexionar sobre el sentido del amor: «À quoi ça sert l’amour» (¿Para qué sirve el amor?). El auténtico amor es siempre donación. Y al darme en él inevitablemente sé que voy a sufrir. Pero como dice la canción es un sufrimiento que tiene «gusto a miel», que es «triste y maravilloso», que al final se transforma en un «recuerdo de felicidad». Y es para siempre. Un amor eterno. Dios bendice mi corazón, mi vida y me recuerda que estoy hecho para un amor que no tiene final. Me dice que cuando ame lo haga con toda el alma, con toda mi vida, sin escatimar nada, porque los días pasan rápido. Y la ceniza que recibo me habla de una temporalidad que me inquieta. Me hace pensar en esa fugacidad de mis días. No deseo que se me escapen las horas. La ceniza me recuerda que los días son gotas en el océano. Y que tengo que amar con un amor imposible, el amor de Dios en mí. Y me dice que mi fuerza de hoy es sólo un suspiro en los labios de Dios. Y un día de mi vida son mil años en su presencia. Es tan pasajero todo lo que toco. Como las hojas caídas en otoño. Sueño con un amor eterno recogido en mi vientre, sostenido en mis manos, abrazado en mis silencios. Deseo amar y ser amado siempre. Quizás es el deseo más evidente de mi alma. La cuaresma comienza con una invitación a amar de verdad, a amar sin límites. Porque el amor es donación, entrega, sacrificio y renuncia. Son lágrimas y sonrisas. Penas y alegrías. El amor en la vida lo es todo y cuando no amo y no me siento amado, se seca mi alma como en un desierto gris. Por todo ello, al comenzar la cuaresma, me pregunto sobre la hondura de mis amores. Miro los amores de mi vida. Miro su profundidad. Una persona me comentaba que no hablaba con su esposo de cosas profundas. Que no había hondura en sus encuentros. Eso pasa con frecuencia. También en las relaciones entre padres e hijos, entre hermanos, entre amigos. Es más fácil quedarse en la superficie de las cosas. La hondura exige esfuerzo. La cuaresma me invita a profundizar. Y a frecuentar esos lugares en los que soy amado como soy. Allí donde amo siendo yo mismo. Allí donde me entrego. Donde toco a Dios en el amor humano. Son momentos de gracia en los que lo veo escondido detrás de la carne que toco. ¿Cómo no voy a temer que pase todo y se acabe lo que más amo? Es verdad. El miedo a perder lo que amo siempre acaricia con sus garras mi corazón. Tengo miedo a perder cuando amo. Y temo perder la vida sin llegar a amar. Temo la ausencia de amor en mi vida que me deja vacío, mustio y seco. ¿Qué puedo hacer cuando en mi vida no hay amor? ¿Cómo crecer y madurar para aprender a amar bien? ¿Qué puedo hacer cuando no me siento amado por los que me rodean? No es tan fácil vivir sin ser amado. Lo deseo y lo busco. Lo fuerzo y no lo logro. Me entrego queriendo dar plenitud a lo que Dios ha puesto en mí. Quiero aprender a darme sin esperar nada. Amar sin exigir. Dios ha sembrado en mi alma una capacidad muy grande para amar. Hoy vuelvo la mirada hacia Aquel que me ama con un amor incondicional y me recuerda: «El amor es eterno». Y me dice que ha hecho un pacto conmigo y que Él siempre será mi amado: «Esta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra». Su amor es para siempre. Me ama para siempre. Estará conmigo siempre. Incluso cuando no lo merezca. Porque el amor no se merece. Es gracia. Por eso la ceniza me muestra la fragilidad de mis días. Y me viene a decir que sólo merece la pena mi vida si amo a fondo. Si me entrego sin reservas. Si no me guardo egoístamente. Me dice que los días son vacíos si no los lleno de algo más grande. Y que al final del camino lo importante será lo que habré amado. La pasión que habré puesto al enterrar en la tierra las semillas. Y la fidelidad al pacto sellado entre Dios y yo para siempre. Quiero ser fiel a ese amor que he recibido. Hoy escucho: «Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza». Miro mi vida y veo tanto amor. Pero a veces me turbo. Y me tientan los amores falsos y vacíos. Los tesoros que me promete el mundo y son cenizas. La plenitud representada en logros que son promesas fútiles. Y quiero más. Siempre mi corazón quiere más y no se conforma. No le bastan las cenizas como última respuesta. Quiere una vida plena. Un bosque verde que no se marchite. Unas aguas profundas que nunca se sequen. Una flor que florezca de nuevo cada primavera. Amo el vergel, no tanto el desierto. Aunque sé que es pasajero todo lo que toco. Y espero de la vida mucho más de lo que obtengo. Pero no importa. No por eso dejo de sembrar esperanza a manos llenas. He decidido seguir amando siempre. Quiero ser fiel a mi alianza. Aunque no reciba lo mismo a cambio. Aunque otros no sean fieles al amor que yo entrego. Quiero sembrar aún sin ver las primeras hojas verdes, ni los frutos de cuanto hago. No me quiero convertir en un mercenario del amor. Dispuesto a dar sólo cuando reciba lo mismo. Y dispuesto a seguir amando siempre que siga recibiendo lo suficiente. Mi vida no es así. No lo quiero. Pretendo amar cada día. No siempre recibiré lo mismo. Pero habrá tenido color mi entrega. No lo verán muchos. Es verdad. Quedará oculto. Mi amor sembrado no está a la vista. Gestos en la noche, silenciosos y callados. Gestos que no esperan recompensa. Gestos que parecen no tener sentido pero cambian el mundo. El amor siempre me lleva a hacer locuras. Gestos que no reciben amor como pago. Pero aun así, habrá merecido la pena seguir amando. Escribe Pedro Casaldáliga: «Al final del camino me preguntarán: - ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres»[7]. Quiero que mi corazón esté lleno de nombres como lo está el corazón de Jesús. Así fue cómo murió Él en esa cruz un día. Amado por algunos. Olvidado por tantos. Llorado por los más cercanos. Ignorado por aquellos a los que Él amaba. Traicionado por un beso. Negado tantas veces. Murió en el silencio de un madero. Sólo. Sin gritos. Sin violencia. Sin voces. Sin dejar ver grandes gestos que todos pudieran apreciar y valorar. Perdonando en silencio. Murió con mi nombre escrito en su piel. Con mi nombre y con muchos otros nombres escritos en su corazón. Me gusta el valor del pacto oculto. Entre Dios y yo. Él me lo da todo. Y yo le doy mi sí.
Comienza la primera semana de cuaresma con la fuerza del desierto: «En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás. Vivía entre alimañas, y los ángeles le servían». Jesús es conducido al desierto por el Espíritu. Me impresionan estas palabras. Yo también soy llevado por el Espíritu en la cuaresma. Lo tengo claro: «Cuanto más cerca estamos del Espíritu Santo, más silenciosos somos. Y cuanto más lejos, más charlatanes»[8]. Jesús se adentra en el silencio del desierto. Es lo mismo que yo quiero. Porque allí puedo encontrarme con Dios. Pero también hay tentaciones cuando callo: «El silencio conduce a Dios siempre que uno deje de mirarse a sí mismo»[9]. Las tentaciones surgen cuando empiezo a mirarme a mí mismo. Cuando sólo me preocupa cómo me encuentro. Vivo pensando en todo lo que necesito. Ensimismado. Y me quejo por lo que me falta. Jesús es tentado en el desierto. Como yo. Él podría poseer todo lo que quisiera, si no renunciara al poder de ser Dios. Si no se hiciera hijo desvalido, impotente, demasiado humano. Vence la tentación porque mira fuera de su corazón. Comienza a mirar cara a cara a su Padre. Entonces todo cambia. Las tentaciones desaparecen. Comenta el Papa Francisco respecto al gran tentador: «No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es mentiroso y padre de la mentira (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre». El demonio me hace confundir lo falso con lo verdadero. No soy capaz de distinguir lo que me hace bien, lo que me hace más hombre, más pleno. Y me confundo. En el desierto, en su soledad y en su silencio, las tentaciones gritan con más fuerza. Me da miedo caer y confundirme, lo confieso. No me creo tan fuerte. Más bien me veo débil. Me seducen las mentiras del demonio. La tentación es una fuerza que supera mis capacidades. Lo he comprobado tantas veces. El otro día leía: «San Ignacio llama el bien aparente, algo que es afectivamente agradable y atrayente, pero que aleja de los valores que se querrían elegir. La lógica de la tentación comienza de modo cautivador para acabar llevando a la persona adonde no quería. La tentación estimula los puntos a los que uno es más sensible y que a menudo son desconocidos por la propia persona»[10]. Los bienes aparentes se muestran con fuerza ante mis ojos. Y me dejo tentar. Es bueno lo que se me ofrece. ¿Por qué dejarlo de lado? Lo busco con ansias. Creo que seré feliz si lo consigo, si lo toco, si lo alcanzo. Pero luego me quedo vacío. La apariencia de verdad me engaña. La apariencia de bien. Me tienta el demonio con todo aquello que me socava por dentro y me hace frágil, endeble. Toca mis puntos más débiles. ¿Cuáles son mis tentaciones más habituales? Sé perfectamente cómo soy tentado. Muchas veces es el atractivo del poder como servicio. Soy un servidor y me tienta el poder. Todo para el bien de los otros, por supuesto. Pero es la vanidad la que me vence. Comenta el Papa Francisco: «Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos, haciéndonos caer en el ridículo». La vanidad. El orgullo. El deseo de valer, de aparentar, de poseer. El ansia de ser reconocido y admirado. Me falta mirarme con misericordia. Y por eso espero que los demás me miren como yo no me miro. La tentación de creer que soy muy bueno. Hago el bien. Me tienta el demonio. Me creo mejor que muchos al hacer el bien. Me siento útil, necesario, valioso. Mis intenciones ocultas. El deseo de destacar, de ser reconocido y querido. ¡Qué fragil soy! Me dejo tentar.


[1] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[2] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann
[3] Benedicto XVI, La infancia de Jesús
[4] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[5] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75
[7] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[8] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 88
[9] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 77
[10] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad