domingo, diciembre 24, 2017

Saludo Navidad

Queridos hermanos:
Nos dice la Sagrada Escritura que tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna (Juan 3, 16) Ante los múltiples dolores y angustias personales y sociales Dios siempre sale misericordiosamente al encuentro del hombre, “para que tengamos Vida, y Vida en abundancia” (Juan 10,10).

En esta Navidad demos más espacio a Dios en nuestras vidas, demos más espacio a la Paz, a la Verdad y al Amor en nuestro pensar, hablar y actuar. Pidamos a María, Madre de Dios y Madre nuestra, esta gracia de renovación para nuestra Patria y para todas las naciones.

“Madre, tal como muestras al Niño a pastores y reyes y te inclinas ante Él adorándolo y sirviéndolo,así queremos con amor ser siempre sus instrumentos y llevarlo a la profundidad del corazón humano”.

P. J. Kentenich

Queridos hermanos, en el Santuario imploro para ustedes y sus familias la bendición del Señor y el cuidado tierno de María en esta Navidad y para todo el año 2018. En nombre de los Padres de Schoenstatt,
¡Feliz Navidad y bendecido año 2018!

P. José Javier Arteaga
Superior Regional

IV Domingo Adviento y Navidad



Samuel 7,1-5. 8b-12. 14a.16; Romanos 16,25-27; Lucas 1,26-38; Lucas 2, 8-20
«Encontraréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño»
24-25 diciembre 2017     P. Carlos Padilla Esteban
«Llego a Navidad con el corazón crispado. Quiero dormirme con el corazón en paz. Sin obsesiones. Sin agobios. Lo sueño. Lo deseo. Lo espero. Quiero dejar a mi paso un reguero de esperanza»
Tiene algo el amor que suele ser asimétrico. Hace tiempo una persona me lo dijo. Y me quedé pensando. Lo entiendo, es cierto, es asimétrico. Pero tantas veces me empeño en que sea simétrico. Me gusta recibir lo mismo que entrego. Quiero que me amen tanto como yo amo. Y amar sólo en la misma medida en la que soy amado. Nunca más. Nunca demasiado. No me gustan las asimetrías. Sobre todo cuando no me benefician. Pero luego me detengo y miro el amor de Dios y me gusta que me ame más de lo que yo lo amo. Debo reconocerlo. Esa asimetría sí me interesa. Además, veo que hay personas que me quieren más que yo a ellas. Tampoco protesto. Siempre que la asimetría me beneficie, me callo. A veces el excesivo amor de algunos me turba. Pero un poco de exceso de amor no le hace mal a nadie. Eso sí, cuando sucede lo contrario y siento que soy yo el que da más, el que sirve más, el que se entrega más, el que ama más. Y veo que recibo menos, me aman menos, me buscan menos. Entonces me indigno. No tolero esas asimetrías que me perjudican. Calculo. Cuento. Busco beneficios. Y exijo de acuerdo a lo que yo he dado. Mido la vida de los demás a partir de lo que yo hago o vivo. De repente lo veo todo más claro. No sé si me interesa el amor simétrico. Sé que cuando quiero que sea simétrico, cuando pretendo dar mirando antes lo que recibo, o amar esperando a ver cuánto me aman, mi amor es cada vez más mezquino y mi vida más triste. Doy menos al recibir menos. Cada vez menos. Y me acostumbro en algunos casos a que me amen, aunque yo no dé nada a cambio. No me gusta ser así. No quiero vivir controlando. El amor de Jesús no tuvo límites. No esperó nunca ser tan amado como Él amaba. No esperaba su hondura en el amor. Él se dio siempre por entero. Asumió mi misma carne susceptible de muerte. Se sometió a mi tiempo letal que avanza. Aceptó mi impotencia como su forma de vida. Y quiso amarme con mis mismos gestos torpes y limitados, en esta piel que habito. Aceptó las mismas reglas de esta vida en la que hay engaño y verdad, bondad y odio, recuerdo y olvido. Se hizo uno como yo para enseñarme que no tengo que vivir calculando, si quiero ser feliz de verdad. Porque si vivo midiendo mis pasos para no equivocarme acabaré estancado en un barro miserable. Jesús se hizo como yo para hacerme ver que puedo hacer cosas más grandes. Porque como decía el P. Kentenich: «Grande es aquel que consagra su vida a algo grande». Porque si vivo con límites, mi vida será mediocre. Jesús pasó rompiendo los límites que mi cordura me impone. Y me hizo ver con mis mismos labios que mi voz puede crear el paraíso en la tierra, aunque también puede hacer realidad el infierno. Miro su carne limitada que me habla de un amor asimétrico, desproporcionado. Veo un niño que en mis brazos es la indefensión hecha carne. Pero su mirada me desarma. Está llena de paz y de una verdad muy honda. Quiero tocar el cielo tocando su alma sostenida en el tiempo. Sujeta entre mis manos. Me gusta pensar entonces que la Navidad es una puerta abierta que rompe mis límites y me saca de mi pobreza. Y me hace poner paz en mis batallas. Sufro cuando espero más de lo que me han dado. Cuando busco simetrías que me enferman. Cuando me hieren al actuar de una forma diferente a la mía. Y comprendo las heridas que otros cargan. Porque yo estoy herido. Y sé ya muy bien que reaccionan así porque esperaron más de lo que recibieron. Y por eso sus voces son de rabia. Y me duele el alma. Y sé que mi amor también es asimétrico. A veces por exceso. La mayoría por defecto. No tengo que decir todo lo que me duele. Tampoco puedo callármelo todo. No sé dónde se encuentra el punto equidistante entre el cielo y la tierra. Sólo espero que la carne de este Dios Niño venza en mi carne enferma. Que su voz me saque de mis silencios. Y sus manos abracen mi cuerpo helado. No lo sé. Creo que Navidad tiene que ver con ese hogar en el que no hay medidas. Porque el alma está en casa y descansa. El otro día leía: «Decir lo que siento y lo que pienso, es como estar en nuestro hogar ¿verdad? No hay un lugar más querido por la autenticidad que el propio hogar»[1]. En el hogar puedo ser yo mismo. Ya sin miedo al rechazo. Sin miedo a ser juzgado. Es el lugar en el que me aman mucho más de lo que yo amo. Mi amor pequeño es acogido sin ser juzgado. Hay lugares así, los conozco. Hay personas que son así, las he visto. Allí hay un amor parecido al de Jesús al pasar entre los hombres. Un amor roto, imposible, eterno, inabarcable, desmedido. Un amor sin medida en un cuerpo medido como el mío. Con tantos límites. Tan calculado. Pero he visto en mi misma carne humana una forma de amar que yo no tengo. Y he sabido que el cielo es posible al escuchar palabras que sólo en Dios son plenas. Y he visto que la asimetría me hace mucho bien. Lo acepto. Porque descuadra mis pretensiones y me abre a lo gratuito. Porque que Dios se haga carne es lo más absurdo que conozco, pero le da sentido a mis pasos inconstantes. Y es esa grieta abierta a la gratuidad la que me hace distinto por dentro. Dejo de medir al instante y sueño con un mar inmenso en el que mi alma descanse ya sin miedo. No soy medido por nadie. Yo tampoco mido.
Siempre me han conmovido las palabras de Dios al rey David contadas por el profeta Natán: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?». Tal vez David buscaba la gloria de un templo. El recuerdo del que le dio una morada al Señor. El valor del que puso la primera piedra de un palacio. Quiso ser recodado como el hombre genial que cambió la historia del pueblo de Israel. Me miro a mí mismo queriendo construirle yo también una casa a Dios que nace. Una casa en mi alma, en mi vida, en mi familia, en mi trabajo. Una morada digna, no cualquier morada. Quiero construirle una casa al Señor. Lo quiero, lo deseo. Anhelo levantar una casa magnífica. Pero no es mi camino. No era la misión de David. Sufre. Y eso que Dios le muestra todo lo que le dará. Le abre los ojos para que esté agradecido: «Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre». ¿Acaso no estaba David contento con eso? ¿No le bastaba? A veces en la vida justo deseo lo que no tengo. Tengo de todo y me falta algo. Suspiro por ese algo. Aspiro a poseer precisamente lo que no poseo. Anhelo lo que otros tienen. Y me obsesiono por lograr lo que no es mío. Las obsesiones me traen loco. Me paso el día pensando en lo que quiero adquirir. Busco por internet las mejores ofertas. Por la noche me despierto pensando en varias posibilidades. Quiero. Deseo. Sueño. Anhelo. Espero. Y la obsesión va tomando fuerza en mi alma. Conjugo en primera persona porque soy yo el que quiero. Y el que está dispuesto a darlo todo por conseguirlo. Pero, ¿no será que me olvido de todo lo que sí tengo? Sufro trastornos obsesivos que me quitan la paz. No me dejan vivir con alegría mi presente. La posesión feliz de los bienes que sí tengo. Dios me lo ha dado todo pero no lo valoro. ¡Qué mirada tan pobre! Hoy me detengo delante del Belén. Llego con mi alma vacía, obsesiva, anhelante. Siento que me falta mucho para ser pleno y feliz. No sé qué puedo darle al Niño Dios. No lo sé. No valoro los regalos que tengo en mi vida y doy por supuesto todo lo que me han dado. Pero pienso siempre que me falta algo. Algo importante, necesario, fundamental para ser feliz. Tal vez como David quiero la gloria de construirle una casa a Dios. Es mi gloria, mi nombre, mi honor. ¡Cuánto cuesta vivir con pureza de intenciones! Digo que lo hago todo por Él. Enumero mis renuncias y valoro mi generosidad. Todo por Dios. Pero luego me busco a mí mismo. Decía Jean Vanier: «Cada uno está obsesionado con sus proyectos de vida. Dios quiere liberarme de eso. Para convertirme en una persona no estresada por el éxito. La única cosa importante es transmitir un mensaje cuando morimos. La única cuestión es si he comunicado una esperanza para las generaciones que siguen». Dios viene para liberarme de mis obsesiones. De mis sueños de grandeza. Quiere que me centre en lo que tengo, en lo que Él me ha dado. Su amor asimétrico. En lo que hay en mi vida como don de Dios. Quiero tener otra actitud ante la vida. No me obsesiono por lo que no poseo. No vivo deseando lo que no es mío. Miro alegre mi vida hoy y la abrazo. Y confío en el Dios que me lo da todo cuando yo me abro y le dejo entrar en mi alma. Y dejo que haga su morada en mí. Comenta el P. Kentenich cuál es la actitud del santo: «Con su pequeñez se arroja lleno de confianza a los brazos del Padre, y de ese modo asume todas sus preocupaciones. Mientras que el pagano moderno se reconcentra crispadamente en sí mismo y tarde o temprano acaba quebrándose en la vida»[2]. Quiero vivir confiado, abandonado en las manos de Dios. Sé que si no lo hago me convertiré en un pagano moderno crispado y roto. Incapaz de controlar su vida y la de nadie. Incapaz de construir un palacio para ningún Dios. Incapaz de llegar donde no tiene fuerzas. Crispado. Siempre me gustó ese calificativo. A veces me crispo con la vida. Me crispan ciertas personas. Y vivo crispado, nervioso y tenso porque no consigo descentrarme ni un solo momento. Yo, yo, yo. Quizás es que yo quiero hacerlo todo bien. Llegar a todo. Y no puedo. Y me crispo. O quizás he puesto demasiado alto el ideal. Como si Dios me pidiera a mí lo imposible. El sueño de Dios para mi vida no puede quitarme la paz. Es verdad que lo quiero todo y no valoro a veces lo ya conseguido. Es poco y quiero más. Veo a otros más inteligentes que yo. O mejor formados. Valoro más sus éxitos y sus logros. Veo que otros aportan más al mundo y dan más esperanza que yo con mi vida. Miro a esos otros que son más queridos y valorados que yo. Y me da pena. Y me tenso. Y me crispo. Yo no logro ser mejor que otros. De nuevo lo veo claro. Abandono en Dios mis obsesiones, mis preocupaciones, mis angustias. Mis deseos de grandeza, mi vanidad. Dejo todo lo que me pesa en la cueva de animales en la que Jesús nace. Me dice Dios que ahora es un palacio. María debe haberlo hecho posible con toda su ternura. Miro a Jesús y dejo de vivir crispado. No lo sé, pero la gente crispada me crispa. La gente enfadada me enfada. La gente tensa me tensiona. Lo he comprobado en mi carne. Sé también que los que tienen paz, curiosamente, me pacifican. Así que me bajo de mis pretensiones. Ya está bien de querer construir una casa yo al Señor. Le pido mejor que lo haga Él. Su amor es asimétrico. El mío es defectuoso. Dios puede hacerlo posible. Convierte mi cueva de ladrones en su palacio más querido. Mi vida rota en su vida, porque mi grieta Él la conoce muy bien. Y ve mi pobreza como su gran riqueza. Esa forma de mirar mi vida es la que deseo. Llego a Navidad con el corazón crispado y quiero esta noche dormirme con el corazón en paz. Sin obsesiones. Sin agobios ni preocupaciones. Parece todo tan sencillo. Lo sueño. Lo deseo. Lo espero. Quiero dejar a mi paso un reguero de esperanza. Es lo que espero.
María escuchó hablar en su corazón de niña a ese Dios al que tanto amaba. Lo escuchó en lo cotidiano de su vida diaria: «En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: - Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú eres entre las mujeres». En el último domingo del adviento miro el primer momento de la historia de mi salvación. El encuentro cotidiano con Dios en el silencio. María sabía cómo era la voz de Dios. Lo amaba y se sabía amada. El encuentro con Dios en silencio deja huella en su alma. Leía el otro día: «El silencio de Dios es una marca de fuego candente en el hombre que se acerca a Él. A través del silencio divino el hombre se vuelve hasta cierto punto un extranjero en este mundo. Se aleja de la tierra y de sí mismo. El silencio nos empuja hacia esa tierra desconocida que es Dios. Y esa tierra se convierte en nuestra verdadera patria. Por medio del silencio regresamos a nuestro origen celestial, donde únicamente reinan la calma, la paz, el reposo, la contemplación y la adoración silente del rostro de Dios»[3]. En el silencio de Dios me vuelvo un poco extranjero en este mundo. Dejo de ser tan del mundo para ser más de Dios. Pero sé que no es así muchas veces. Me importa todo demasiado. Todo lo que dicen de mí, todo lo que sucede, todo lo que podría hacer. Tal vez tengo raíces demasiado hondas en la tierra. Quisiera estar más apegado al silencio de Dios. Miro hoy a María. Me gusta verla conmovida al escuchar a Dios en la voz del ángel. Me gusta imaginarme su sorpresa: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios». María es amada por Dios, pero se asusta, teme. Escucha en labios del ángel cuánto la ama Dios. Quiere que no tema. Me gusta escuchar estas palabras en mi vida cuando vivo inquieto y turbado en medio de las cosas del mundo. Llega la Navidad con su necesaria quietud y yo vivo inquieto buscando calmar la sed de tantas almas. Vivo de un lado a otro y Dios me habla de la paz que da contemplar el rostro de Dios. Yo tengo miedos. Los podría escribir con su nombre. Algunos no tienen nombre. Hay miedos sin rostro en mi alma. Tengo miedo a la vida misma. Miedo al futuro. Me falta la paz de Dios. Quiero aprender a vivir anclado en lo profundo del cielo. Quiero ser capaz de sembrar el cielo en lo cotidiano de la vida. No busco nada extraordinario. Aunque ya de por sí la vida es muy extraordinaria. Pero no quiero vivir del ejemplo de grandes conversiones. No necesito milagros asombrosos para conmoverme al ver a Dios caminando a mi lado en mi rutina. Quiero aprender a pronunciar mi Fiat. Mi sí. Mi hágase. Porque a veces me olvido y me sale la queja y el reproche. Y dejo de agradecer todo lo que tengo queriendo construirle un templo a Dios. Me niego a decir que sí a la cruz, al dolor, a la enfermedad, a la ausencia: «María contestó: - Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y el ángel la dejó». Quiero vivir este domingo de Adviento y Navidad, extraña coincidencia, con el corazón dispuesto a decir que sí. Quiero abrir la puerta de mi Belén para que entren José y María. Recorrer los últimos pasos hasta la posada que ha quedado libre para ellos. Veo al niño que llevan dentro. Quiero decir que sí a mi vida tal y como es. Quiero que se haga la voluntad de Dios en ella. Que sea todo así como está siendo ahora. Sin miedo a vivir equivocado. No quiero vivir con miedo. El sí me da valor. Me libera de ataduras. Me esponja el alma. Me preparo a la noche santa repitiendo varias veces mi sí. No quiero tener miedo a la vida, a lo que venga. El sí me hace más dueño de mi vida. Me salva. Me levanta. Estoy listo. Adsum, aquí estoy. Quiero amar más de lo que amo. Sin medida. Pero sé que no es fácil decir que sí a todo lo que vivo. A veces el mal, la tentación, parecen demasiado fuertes. O el bien aparente oculto en medio de mis dudas. Decía el P. Kentenich: «En la vida espiritual es ley que haya muchas tentaciones, y más aún cuando Dios quiere atraernos hacia sí y nosotros queremos ir hacia Él. Las tentaciones pueden ser a veces tan fuertes que uno llega a creer que ha consentido en ellas con todo su corazón»[4]. La tentación quiere apartarme del sí, de Dios, de sus deseos. Quiere alejarme del hogar del Padre, del Belén. Me hace sentirme indigno, no querido, sucio, indecoroso. Me hace pensar que otros son más queridos que yo, más dignos. Se me olvida que yo también, como María, he hallado gracia ante Dios. Se me olvida que Dios me ama desde que me soñó en su corazón. Y yo vivo inquieto y con miedo buscando la aprobación de un mundo que todo lo cuestiona. Una aprobación que es pasajera, frágil. La tentación del mundo es fuerte y me seduce. Me abre a la posibilidad de seguir caminos diferentes. Me lleva a pensar que en otros lugares seré más feliz y me querrán más. Y viviré mejor de lo que vivo ahora. Es tentador. Pero no quiero vivir lejos del silencio de Belén. Lejos de la casa de María en Nazaret. El bien es más fuerte. Sé que la tentación de dejar de hacer el bien es también fuerte. Y surgen preguntas llenas de dudas. ¿Por qué soy yo siempre quien tengo que ceder en el amor? ¿Por qué yo tengo que abrir la puerta a todos? ¿Por qué me toca a mí pedir perdón y perdonar? ¿Por qué tengo yo que dar mi brazo a torcer y dejar de tener razón? Duele el orgullo. Hay cosas más importantes que tener razón. Me pesa el deseo de valer y ser reconocido. Me cuesta decir que sí a todo lo que pasa en mi vida. Veo que no es justo. Me niego a decirle a Dios: Hágase, cuando me duele el alma. No quiero que se haga siempre lo que Él quiere. Prefiero que se haga mejor lo que yo quiero. Tal vez es la tentación más antigua. La tentación de querer ser como Dios. Quiero tener tanto poder como Él. Quiero decidir cuándo hay vida y cuándo muerte. Yo, como Dios, todopoderoso. Omnisciente. Quiero una vida sin muerte y sin dolor. Juego a ser Dios. ¡Cuánta vanidad hay en mi alma! Veo que decir que sí muchas veces en la vida es humillante. Va contra mi amor propio. Quiero ser valorado y si cedo siempre, no lo seré. Quiero ser respetado por todos y siempre. ¿Cómo voy a serlo si siempre digo que sí y cedo, y claudico? No me gusta ser débil. Pero me equivoco. Es más difícil decir que sí que decir no. El camino de la humildad de Belén es el que hoy se me presenta como un gran bien. Decir que sí me hace sentirme más pobre, más ingenuo, más inútil. Es el camino de la esclava del Señor. Así resuena el sí de María en mi alma. Ella rompe todos sus planes. Sus perspectivas. Sus sueños. Y Dios la sostiene en sus manos de Padre: «Para Dios nada hay imposible». No acabo de comprender la fuerza de mi sí. Sueño con un sí sostenido en un tiempo que tiende a la eternidad. Un sí que se renueve cada noche, cada mañana. Tiene la Navidad mucho de ese Fiat. Lo repito en mi alma. Hay mucho de un sí que vuelve a pronunciarse en una noche santa. En la oscuridad rota por algunas estrellas. Me conmueve. Tiemblo mirando a Jesús en Belén.
Tengo un gran anhelo de paz en mi alma cuando llego al portal. Me siento como José, preocupado, angustiado pensando en un lugar en el que pasar la noche. María a punto de dar a luz. No hay posada. Siempre me impresiona esta respuesta. No hay lugar. ¡Cuántas veces yo la digo! No tengo lugar para otros en mi vida, en mi agenda, en mi tiempo, en mi alma. Me siento como esos habitantes de Belén tan ocupados, tan agitados. Y José buscando posada. Preocupado por María, por Jesús. No hay lugar para Jesús. José lo suplica. Toca las puertas. Ninguna se abre. El día avanza. María calla y confía. ¿Cómo puede confiar si no hay sitio? Pero su sitio es junto a José y su niño. No importa tanto el lugar físico como el lugar en el corazón de alguien. María descansa en el corazón de José. Luego lo hará en el de Jesús. No importa tanto que no haya posada. Pero José se agobia. Se conmueve porque se acerca el momento. Han llegado a Belén. Sale la estrella. José mira a María. Ella, cansada, cree en él. Confía en José. Nunca antes nadie había confiado tanto en él. ¡Cómo se preocupa y agobia buscando posada! ¡Qué bonito ha sido el camino mientras los dos esperaban juntos! Se han imaginado ya con su hijo. ¡Cuántas cosas planearon en ese camino de Nazaret a Belén! Aunque saben que Dios les cambiará los planes. No importa. Se sienten tan elegidos, tan pobres, tan felices. María reza en Belén. Se recoge en lo profundo del alma. En silencio. Toca con temor su tripa. Espera. Aguarda. Acaricia a Jesús acariciando su vientre. Ya llega. ¿Cómo será? Da gracias por este momento. No hay lugar para ellos. No importa. Ellos serán siempre el lugar de Jesús. No le faltará nada a ese niño indefenso. Todo su amor será para Él. María mira a José. Él los cuidará. Y ella le cuidará a él y a Jesús. Toca con sus manos su tripa. Le duele. Ya llega. No quiere quejarse para no preocupar a José. Hace frío. Le da la mano a José. Seguro que todo va a ir bien. Ella confía en él. Él en ella. Y los dos peregrinos de Nazaret, pobres, sencillos. El carpintero y su mujer. Los dos, cansados, se arrodillan y rezan. Se ponen en manos de su Padre como dos niños. Y Dios se conmueve con esa fe de niños. El cielo entero se abaja. Aparece un lugar en una cueva de animales. Ahí caben. Es posible que Jesús nazca. Es de noche. Se acerca el momento santo. No quiero que Jesús pase de largo por delante de mi puerta cerrada. He colgado en ella un letrero: «No hay posada». Me parece que no me cabe Dios en mi vida. No tengo hueco para Él. No hay sitio en mi agenda. Si lo hubiera le dejaría entrar, pero no hay hueco. No abro. No le dejo pasar. En mi vida no cabe. En mis números no cuadra. No soy capaz de mirar a los ojos a ese hombre fiel que toca la puerta. A esa mujer de mirada honda, misericordiosa y comprensiva. No los miro, porque si los miro ya no puedo seguir con mi vida. Una persona rezaba en Navidad: «Ven, Jesús, pasa. Ven, rompe mis muros y mis cálculos. Ven, mi lugar es para ti. Tú pides, tocas, pides permiso. Aguardas fuera. En el frío. Siempre cabes. Y si hay muro, rómpelo». No tengo hueco en mí para Dios. Quiero tener sitio en mi alma para que entre Dios. Pero no sólo Dios, también los hombres. Me duele pensar que no hago lugar para otros en mi vida. No los acojo. Los juzgo. Los rechazo. Quiero tener un corazón más abierto, más grande, más libre. A veces soy yo el que no encuentra un lugar. Me siento como José. Busco inquieto. No tengo posada en otros. No logro descansar en nadie. Vivo en tensión. Quiero paz. Una paz honda que me permita nacer de nuevo. Ansío un lugar en el que descansar sin miedo. No hay lugar para mí con mi originalidad, con mi forma de ser, con mis manías, con mis pecados. Intento entonces parecerme a otros, tapar mis heridas y debilidades, para ser aceptado, para no desentonar. Y pierdo lo mío, lo propio, lo escondo con miedo. Tengo tanto miedo al rechazo: «No hay posada». No hay nada peor que no tener un lugar en el que estar tranquilo, una familia, un hogar. Un espacio abierto y ancho en el que poder estar con todo lo que tengo en mi alma. Tal como soy. Sin miedo. Es Navidad.
Miro esta noche a los pastores que adoran el misterio de un niño envuelto en pañales. Me siento como esos pastores que velaban la noche cuidando sus rebaños: «Cerca de Belén había unos pastores que pasaban la noche en el campo cuidando sus ovejas. De pronto se les apareció un ángel del Señor, la gloria del Señor brilló alrededor de ellos y tuvieron mucho miedo. Pero el ángel les dijo: - No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos: - Hoy os ha nacido en el pueblo de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontraréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Los pastores comenzaron a decirse unos a otros: –Vamos, pues, a Belén, a ver lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre». Me gusta imaginarme en esa noche cuidando mis ovejas, mi vida. Preocupado, agobiado por sacar adelante lo cotidiano. Y de repente Dios irrumpe en mi presente. Me habla de lo cotidiano, de un niño como gran señal. Es algo tan normal que no tiene valor. ¿Qué hay de extraordinario en un nacimiento? Cada vida es un milagro, es cierto. Pero, ¿un niño indefenso va a cambiar el mundo? Cuesta creerlo. Pero lo ha hecho. Yo prefiero las estrategias. Cuento mis fuerzas. Deseo el poder de los poderosos para cambiar mi entorno. Dios sigue caminos que me desconciertan. Es el poder de lo débil. La fuerza de lo frágil. La grandeza de lo más pequeño. No me convence. Pienso que en la vida son los poderosos los que vencen. Los ricos los que logran lo que quieren. Los listos los que ganan. Los que tienen influencias los que consiguen grandes metas. Digo que sí, con voz baja. Digo que creo en su indefensión. Pero no lo acabo de creer. Me cuesta creer que la impotencia de mis manos logren lo que sueño. Y mi torpeza abra caminos nuevos. No lo veo claro. No entiendo que mi pobreza pueda ser la llave que abra la puerta del cielo. Un niño pobre en una cueva de animales. La paradoja del cristianismo. En Belén, en Nazaret. ¿Desde ahí puede cambiar el mundo? ¿Cómo puedo cumplir la gran misión de cambiar al hombre? Decía el P. Kentenich: «La meta que tenemos es de extraordinaria magnitud: Contribuir a formar un hombre nuevo. Un hombre nuevo que la Iglesia necesita para superar de raíz las graves conmociones que padece. Una Familia original, una comunidad santa. Nuestra obra ha de formar hombres santos. ¡Ay de nosotros si caemos en la superficialidad! ¡Ay de nosotros si nos convertimos en charlatanes de Dios y no en portadores de Dios! Luchemos por una santidad real»[5]. Leo estas palabras y me siento tan pequeño, tan poco santo. Como esos pastores que son los primeros testigos de Jesús. Los primeros que se arrodillan adorando. Los primeros llamados. ¿Qué pueden hacer ellos? Son tan pequeños. María y José son tan pequeños. Soy tan pequeño yo mismo ante la vida.
Me detengo ante el portal de Belén. Y me dicen que el Niño nace de nuevo en mí. Que viene. Que lo espere. Que vele. Que me convierta. Pero no puedo. Sigo teniendo mi misma carne gastada. Mis viejos hábitos de siempre. Mi nostalgia y mi tristeza. Mi abrigo de dejadez. Mi pereza, mi egoísmo. Me arrodillo vacío queriendo adorar. En mis manos el niño. No el de verdad. Una copia de un bebé. Me dicen que es Jesús y yo lo beso. Porque quiero que venga a mí y nazca de nuevo, otra Navidad. Porque llevo mucho esperando que cambie mi vida y sea mejor. Porque sé que es posible. Quiero ser santo. Un poema expresa ese momento de intimidad con Jesús: «En mis manos tan cansadas. Vestidas de soledad. Vierte la noche la estrella. Que vence mi oscuridad. Y siento dentro del alma. Que algo comienza a cambiar. No sé si eres Tú, mi Niño, que acabas de despertar. Temo que pase esta noche. Y el día me diga que no. Que pasaste como estrella. Y ya no eres más mi luz. Temo, Jesús, que esta noche. Dejes de vivir en mí. Me lo has prometido tanto. Y sé que no sabes mentir. Por eso Jesús te pido, ven, quédate en mi soledad. Cambia mi tristeza en risa. Viste de luz mi sayal. Vierte en mi alma cansada un mar de estrellas de paz. Y deja que como un niño, mire la vida pasar. Asombrado, conmovido, quiero acariciar tu faz». Quiero hacerme niño delante del Belén. Acariciar en mis manos a Jesús. Sé que no es tan sencillo. Me da miedo pensar que cuando pasen las fiestas seguiré siendo igual. La misma piel. Quiero cambiar. Convertirme en el que sueño. En lo que Jesús desea. ¡Tengo tanta nostalgia de cielo mirando el portal! Me conmueve volver a esa noche. Unos pastores. Unos reyes. Belén llena de peregrinos. Ciudad amurallada. Vivir en paz no es sencillo. Belén, ciudad de Jesús. Escondido en un establo. Oculto a los ojos de los poderosos. Accesible sólo para los que tienen una mirada pura. No sé si yo la tengo. No miro con pureza tantas veces. Peca mi alma impura. Me gustaría amar con la mirada. Dice Gustavo Adolfo Bécquer: «El que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada». Así quiero hablarle a Jesús. Así quiero besarlo. Con mi mirada. Con mis ojos cansados que quieren ver mejor. Que quieren encontrarse con Él cada día. Me detengo vacío ante el Belén. Pobre. Niño. A veces me lleno de orgullos y ansias de grandeza. Me gustaría sentir que soy pobre y que no tengo nada. Me gustaría mirar a Jesús y pedirle que llene mi vacío, mi pobreza. Comenta el P. Kentenich: «Tengo aquí una carta que recibí hace mucho. La persona que me la escribió revela en ella un estado espiritual que yo quisiera que alcanzásemos como fruto de estos ejercicios: En estos días me están ocurriendo muchas cosas a nivel espiritual. No alcanzo a comprender todo lo que me pasa. Por primera vez en mi vida siento que soy una pobre creatura. Soy una nada, una pura nada… ¿En qué ha progresado esta persona? En sinceridad. Lo que escribe no son meras palabras, sino que constituyen una vivencia»[6]. Me quiero experimentar así de pequeño, pobre, necesitado, nada. Me arrodillo ante un niño que es Dios. Es necesitado. Necesita mi amor. Mi pecado. Mi indigencia. Quiero que tome todo lo mío. Y me cambie por dentro. Cambie mi forma de mirar y de amar.


[1] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 61
[4] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[5] Locher, Peter; Niehaus, Jonathan. Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador
[6] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

lunes, diciembre 18, 2017

CARTA DE ALIANZA DICIEMBRE 2017

Queridos hermanos,

En los días previos a la Navidad nos dejamos exhortar por el Apóstol Pablo: “Ya es hora que despertemos del sueño, pues la salud está ahora más cerca que cuando abrazamos la fe. La noche está pasando, el día está encima: desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz” (Rom 13,11b-12). María quiere que Cristo nazca en cada uno: “De nada valdría que Él nazca mil veces en Belén, si no lo hace en tu corazón”, dice un antiguo proverbio. 
Él quiere nacer también en tu hogar, en la Familia de Schoenstatt, y en la Argentina. Lo estamos precisando: ¿a quién no le ha dolido ver en la televisión los sucesos violentos de los últimos días?
Para que Jesús nazca en nuestra patria es necesario un cambio interior: dejar de lado las ambiciones políticas, las peleas sociales, las mezquindades de querer imponer, dividir, lastimar y romper, agrandando aún más la grieta.
Podemos llevar al pesebre un gran anhelo y la gran petición, que se haga más realidad la proclama de los ángeles en la Noche Santa: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!” (Luc 2, 14). Sin esa paz los regalos que nos haremos, los deseos de felicidad y prosperidad que nos digamos, serán fuegos artificiales, palabras sin mayor contenido.
El tiempo navideño es tiempo de la luz, de encender la llama de la paz y no las fogatas de la discordia. Esto será realidad si nos dejamos abrazar por el Niño de Belén, sin distinción de credos ni banderías políticas.
Lo podemos practicar en primer lugar entre nosotros, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestros amigos, en nuestros hogares. Todo clima enrarecido por el odio y por el rencor, podría sanarse paso a paso, si vamos construyendo la ansiada “cultura de la alianza”.
No alcanza con repudiar las balas, las piedras de los violentos, los insultos y destrozos. La crítica no alcanza: hay que cambiar el corazón y permitir que la Alianza que transforma haga posible la profecía de Isaías: El será juez entre las naciones y árbitro de pueblos numerosos. Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra.” (Is 2,4). Cuando los pacíficos abandonen las filas del odio y los líderes asuman la humildad de los pastores de Belén, comenzará la Navidad para la patria.
Celebrar la Navidad es un acontecimiento de amor: se trata de descubrir lo bueno de aquellos que invitaremos -o nos inviten- en la Nochebuena, valorando al niño desvalido que gime en nuestro interior, buscando apoyo, ternura y algo de amor.
¿Qué te detiene a luchar por esa Paz? ¿Qué te motiva a luchar por la paz? ¿Qué puedes hacer para poner más paz en tu familia y en tus ambientes?
Por otro lado, los invito a testimoniar una vez más que es Jesucristo quien nos visita en Navidad. El domingo, en un artículo de un diario leía los siguiente: “La Navidad llega antes a las calles porteñas: mañana se celebrará la segunda edición del Desfile Navideño, que pondrá en escena a más de 350 artistas, seis carrozas gigantes y al más esperado: Papá Noel en su trineo. Cada carroza representará un concepto distinto: la música, la magia, los deseos, los regalos, el arbolito y Papá Noel.” ¡Qué mentira!
Desde aquella primera Nochebuena hasta la de este año, hay un solo misterio que conmemoramos y actualizamos: el regalo del Padre, el Hijo de Dios y de María que quiere unirnos como hermanos. Como aliados de María encendamos la vela de la alianza para que Ella nos transforme en personas de la Navidad: de paz, alegría y esperanza.
Les deseo un tiempo muy feliz y un buen comienzo de Año Nuevo. Desde el Santuario, nuestro Belén, los bendigo y acompaño,


P. Guillermo Carmona 

domingo, diciembre 17, 2017

III Domingo Adviento. Domingo Alegría




Isaías 61, 1-2a. 10-11; 1 Tesalonicenses 5,16-24; Juan 1, 6-8.19-28

«Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz»



17 diciembre 2017   P. Carlos Padilla Esteban

«Hay personas que llevan el cielo dibujado en el alma. Cuando hablan. Cuando callan. Cuando sirven y aman. Quiero cambiar mi mirada y mis palabras para ser sembrador de hogares»

Sé que es posible cambiar algunas cosas. No muchas, la verdad, pero sí algunas. Sé que puedo crear algo distinto con mi actitud, con mis palabras, con mi ejemplo. Puedo hacerlo bien o mal. Puedo crear a mi alrededor una atmósfera que eleva y sana. O ser responsable de una atmósfera de pantano que hiere y hunde. Parece sencillo hacerlo bien. Pero no siempre es tan fácil. Lo intento y fallo. Lo hago mal. Una palabra mal dicha. O tal vez el orgullo. O casi sin darme cuenta sangro por mi herida. La ira me sale por la boca. No me entiendo. Lo quería hacer todo bien y lo estropeo. Sé que las personas heridas hieren. Yo estoy herido, yo hiero. Me gustaría contribuir con mis palabras a traer el cielo en la tierra. Abrazar en lugar de alejar. Ser hogar en lugar de desierto. Quiero crear un pedazo de paraíso entorno a mí. ¡Cuánto me cuesta hacerlo! Es seguro que necesito tener a Dios más dentro de mí para que se haga realidad lo que deseo. Al fin y al cabo uno da lo que tiene dentro. Y si tengo dentro el amor de Dios daré amor. La Madre Teresa de Calcuta le decía a un joven sacerdote: «¿Cree usted que yo podría vivir la caridad si no le pidiera cada día a Jesús que llene mi corazón de su amor? Sin Dios somos demasiado pobres para ayudar a los pobres»1. Necesito tener a Dios dentro para dar amor. Necesito pasar más horas ante Dios en silencio para traer el paraíso a la tierra. Quiero ver a María actuando en mi alma. Quiero que su presencia maternal cambie mis pensamientos y palabras, venza mi orgullo y me haga más manso y humilde de corazón. Dice el P. Kentenich que María «tiene el carisma de difundir a su alrededor una atmósfera sobrenatural purificada, ideal, a fin de mantenernos eternamente jóvenes y frescos, maleables y abiertos, para darnos un fino olfato para todo lo auténtico, para todo lo grande según la visión de Dios, para conservar ideales, para fortalecerlos y hacerlos actuar en nosotros»2. Ella lo puede hacer en mí.
Puede hacerlo en mi familia, en mi trabajo, en mi entorno. Si me dejo hacer. Sé que hay lugares en los que me siento triste. Las críticas, la falta de esperanza, la forma de ver la vida, los comentarios sobre los ausentes, la desvalorización de las personas, los chismes, los escándalos. No hay temas de conversación que eleven. No hay una atmósfera de cielo. Y me dejo llevar por el hedor del pantano. Todo eso no me ayuda a elevar el ánimo. No saca lo mejor de mí. Esas atmósferas de pantano no dejan que crezca la vida. Hay también otros lugares, lo sé, lugares en los que la atmósfera es más cercana al cielo. En ellos María hace posible un trozo de paraíso. Hay personas que llevan el cielo dibujado en el alma y lo contagian. Cuando hablan y cuando callan. Cuando sirven y cuando aman. Yo quisiera cambiar mi mirada y mis palabras para ser un sembrador de hogares en los que haya más luz.
Espacios de familia en los que uno quiera darse y crecer. En los que los comentarios enaltezcan. Y las risas eleven el alma. Me gusta pensar que yo puedo hacerlo posible. Es Navidad. Soy Navidad. Puedo acercar el cielo a la tierra. O hacer más presente el infierno. Cuando el P. Kentenich llegó al campo de concentración de Dachau un guardia le dijo que no había visto a Dios ahí. El Padre le contestó: «Seguro que sí que ha visto al demonio». Puedo hacer visible a Dios, o al demonio. Por eso decido mirar a María en Adviento. Le pido que me llene de paz, para poder dar paz. Me sorprende que una cueva de animales pueda llegar a ser un palacio en presencia de María, de José, de Jesús. Un pesebre sucio, el último lugar donde sería bueno que naciera un niño, la única posada libre, acerca el cielo a los hombres. Comenta el Papa Francisco en Evangelium Gaudium: «María es la que sabe transformar una



1 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 53
2 Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos

1


cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura». Me gustaría tener esa varita mágica en mis manos para cambiar los ambientes. Quisiera ser capaz de transformar los lugares que piso, donde habito. Convertir una cueva en un lugar santo. Hacer de un lugar lleno de tinieblas un lugar lleno de luz. Decía el P. Kentenich que hay que «acabar con ese pesimismo, con la idea de que no se puede construir una sociedad humana plenamente redimida. Tenemos que generar un oasis, y todos podemos hacerlo. Oasis, islas pequeñas, células vivas a modo de anticipación del mundo nuevo»3. Puedo generar oasis. Islas en las que nazca Jesús y traiga una luz de esperanza. Lo puedo hacer allí por donde piso. Puedo cambiar las conversaciones. Hacer que sean más profundas, más elevadas. Quiero creer que es posible. Puedo cambiar la atmósfera de mi familia, de mi trabajo, de mis amigos. Con gestos de amor generosos. Dando sin esperar recibir nada. Sirviendo, aunque no me lo pidan ni me corresponda. Puedo hacerlo todo con mis palabras y mi forma de actuar. Lo que queda al final del camino son sólo las obras de amor. Lo que permanece es mi entrega generosa y llena de silencios. Se entierra la semilla para que muera y dé fruto. Brota a mi alrededor una nueva planta llena de vida, cuando muero a mi orgullo. A veces llego a lugares que no tienen paz. Llego con el corazón herido.
Lleno de rencores y rabias. Salgo más herido, más triste. Llego inquieto y sin luz. Me voy lleno de nostalgia. No tengo alegría. Intento cambiarlo todo, pero no puedo cambiar la atmósfera a mi alrededor. Mis comentarios no ayudan. Juzgo lo que otros dicen. Me dejo tocar por el desánimo. Me contagio con los juicios. No aporto ni mi ternura, ni mi alegría, ni mi esperanza. Callo, y mi silencio no ayuda. No contribuyo a mejorar lo que reina a mi alrededor, y me justifico diciendo que es imposible cambiarlo. La cueva sigue siendo una cueva de animales. Y la atmósfera es más de pantano que de cielo. Y no soy yo el que aporta algo de esperanza o de luz. Y no es mi mano la que regala misericordia. Ni mis palabras traen paz. Me duele no ser causa de alegría. Quiero cambiar. Creo que tengo vocación de fuego, de hogar, de luz. Tengo en mis manos una llamada a hacer cosas grandes, a sembrar paz. Y sé que Dios nace en mi alma para hacerse presente entre los hombres. Así de fácil.
Se lo pido.

Me gusta mirar a José en este Adviento. Mirar la confianza de este hombre enamorado de Dios y de María. Me gusta verlos abrazados caminando a Belén. Miro a José. Ese hijo dócil a los más leves deseos de Dios. Miro a este hombre fuerte y frágil al mismo tiempo. Firme y tierno. Decidido y flexible. Me parecen combinaciones imposibles. En él se dan. Es el hombre fiel y honesto. Un niño auténtico y verdadero. Un apasionado de la vida que va lleno de luz. Un hombre alegre y paciente. Enérgico y respetuoso. Es José el hombre que se puso en camino con alegría junto a María y creyó más allá de lo prudente. Le miro a él caminando en medio de la noche y me conmueve ver su paso firme, su mirada alegre y confiada. Lo veo escuchando a Dios en sueños, guardando silencio al ritmo de los pasos de María. Lo miro abrazando con pudor a su esposa, a la Madre de Dios. Sujetando con mimo el don más grande de Dios. Lo veo tranquilo en la espera de ese niño venido de Dios que ahora tenía entre sus manos. Lo miro acogiendo la voluntad de Dios con un sí alegre. Lo miro turbado cuando los miedos llenan su alma antes de escuchar en sueños. Y lo miro descifrando en la noche las voces que confirman su camino. Me gusta mirar a José en el Adviento abrazado a María. Es como mirar la roca, el pilar, la montaña firme, sobre la que se asienta mi propia fe. Creo en su fe de niño y creo en su sí de hombre. Un sí que es para siempre. Yo creo porque él creyó. José creyó contra toda esperanza. Había decidido repudiar en secreto a María. ¡La quería tanto! Había decidido renunciar a sus planes preciosos. Pero el ángel calmó sus sueños y tocó sus miedos. Me gusta detenerme a mirar a José en el Adviento. Me fijo en sus ojos que miran un amplio horizonte. Tienen miedo, tienen paz. Pienso en su fe firme en medio de la oscuridad de los caminos. Cuando todo parece imposible. Cuando todo lo posible ya no lo es. Cuando su proyecto deja de ser una realidad. José abraza esa noche un proyecto imposible. Se agarra fuerte de la mano de Dios. Acariciando la mano frágil de María que coge la suya más firme. José se pone en camino en medio de las dudas. Acompaña seguramente a María a Ein Karem para que no vaya sola. Va después a Belén, cuando esa obligación de ir a inscribirse parece tan absurda. María está muy avanzada en su embarazo. Surgen los miedos y las dudas. ¿Por qué no podían permanecer mejor tranquilos en Nazaret esperando el momento? ¿Por qué Dios no lo hacía todo más fácil? Grita la prudencia del corazón. Un deseo hondo de permanecer en paz. Y surge el



3 Christian Feldmann, Rebelde de Dios

2


miedo ante las sorpresas de Dios, que conduce la vida. José temblaría al tomar de la mano a María por los caminos a Belén. Solos. Sigue a Dios en sus planes imposibles. Da un salto de fe y confía en un amor que no lo abandona en sus dudas. Decía el P. Kentenich: «Humanamente hablando, tenemos que contar, por último, con que nuestro intento fracase por completo. Y, sin embargo, no podemos sentirnos dispensados de correr este riesgo. ¡Quien tiene una misión ha de cumplirla, aunque nos conduzca al abismo más oscuro y profundo, aunque exija dar un salto mortal tras otro! La misión de profeta trae siempre consigo suerte de profeta»4. José tiene una misión de profeta. Tiene una misión pesada sobre sus hombros. No importa. José se fía de Dios y lo hace con alegría. Es verdad que hay dudas. Siempre hay dudas. ¿Y si fracasa? Hoy miro a José y pienso en mi propia vida. ¡Cuántas veces el miedo al fracaso detiene mis pasos ante la puerta de la decisión! Miro a José con su fe tan sencilla, tan de niño, tan de hombre.
Quiero ser tan valiente como él. Quiero vivir de una fe sencilla. No sé si me falta fe o me falta valor. Me cuesta creer en la misión imposible que se me confía. Prefiero que otros actúen y decidan. Yo tengo miedo. Es verdad que quiero creer que Dios lo puede hacer todo bien aunque yo no pueda solo. Me asustan esos planes absurdos que a veces toco con mis manos. Me da miedo no ser fiel como lo fue José en medio de las dudas. Me cuesta dar un salto mortal. Me falta esa audacia tan grande. Mi fe se ha vuelto débil con el paso del tiempo. Tal vez tan débil como la del hombre de hoy. A lo mejor se ha enfermado al enfrentarse con las tragedias de la vida, con las oscuridades del camino. Mi fe parece no sostener mis pasos. Dudo. Me da miedo la aventura de la vida. Miro a José con esa fe tan firme y valiente. Me parece que su corazón es el corazón que deseo tener yo. Comenta el P. Kentenich: «Sin que nos hayamos dado cuenta cabal de ello, nuestra fe se ha debilitado, ha enfermado. No pocos cristianos se mantienen fieles a todas las doctrinas de la Iglesia, a la presencia del Señor en la eucaristía, al misterio de la encarnación. Su problema, el problema por excelencia es el Dios de la vida, el Dios de la vida de hoy: - Es el  Señor que parece dormitar plácidamente en medio de la tempestad del tiempo actual»5. Mi fe enferma no me deja creer en lo que no veo. No me deja atisbar las cimas ocultas en medio de la niebla. No me deja acariciar la hondura del mar de mis miedos. Me falta fe para confiar siempre. Para creer que Dios de verdad me ama aunque a veces me parezca tan dura la soledad. Y tiemblo. Me da miedo pensar que el fracaso, la enfermedad y la muerte forman parte de mi vida, de mi camino. Y hay tantas cosas que no puedo cambiar ni controlar. Quisiera ser una roca sólida como José. Una roca en la que otros puedan descansar. Y creer. Y esperar. Pero es frágil mi mirada. Y se me acaban las fuerzas cuando lo posible se torna imposible. Y lo imposible en apariencia se convierte en el único camino posible hasta Belén.
Tengo miedo a esa vida incierta y llena de dudas, de persecuciones y desafíos. Y sé que la certeza que me mueve, como a José, es la de saberme amado por Dios. Mi única certeza. Me alegro en Dios que me ama. He visto su amor. Es el Dios de mi vida que no me deja nunca y sujeta mis pasos. Me gusta pensar en ese amor tan hondo que me saca de mi fragilidad y me envía al mundo. Me sostiene en mi pecado. Y me pide que luche por cambiar todo camino a Belén. En medio de mi Adviento. Ese Dios que cree en mí más de lo que yo mismo creo. Y espera mi sí sencillo y débil para construir sobre él todo un mundo nuevo. Y por eso le pido a Jesús que aumente mi fe. Que me haga más valiente para que la duda no retenga mis pasos. Me abrazo a José. Para seguir los pasos de María.

Hoy es el domingo de la alegría. Hoy el apóstol me manda que esté alegre: «Gaudete». Escucho la palabra de Dios: «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios». El domingo de la alegría viene como un rayo de luz y esperanza en medio del adviento. Viene como un torrente de vida para llenar mi alma. Quiero estar siempre alegre. Pero no siempre lo estoy. ¿Cuál es la causa principal de mi alegría? ¿Estoy de verdad siempre alegre? ¿Es eso posible? Muchas veces me turbo. No suceden las cosas como esperaba y me lleno de ira. Siento que soy débil y caigo en mi deseo por cumplir tantos propósitos, y me lleno de pena. Siento que no avanzo y me desanimo. O llega la cruz a mi vida en forma de ausencia, de enfermedad, de pérdida. Y el corazón no está alegre. La tristeza es muy honda. ¿Cómo puedo estar alegre en medio de la cruz? ¿Cómo puedo sonreír cuando vivo una desgracia? Me cuesta ese imperativo de la alegría. Esa alegría impuesta. Esa gratitud que se espera de mí. ¿Tengo que estar siempre agradecido? ¡Me cuesta tanto sonreír en medio de la noche! Me comparo con aquellos a los



4 J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
5 Christian Feldmann, Rebelde de Dios

3


que le va mejor que a mí. No sufren, no tienen pérdidas, no están enfermos. Yo sí. Y me duele. En otras ocasiones surge en mí la tristeza sin motivo aparente. Los pensamientos me turban. O los comentarios que otros me hacen y me dañan. Tocan mi herida en lo más hondo. Una broma, una crítica, una ofensa. Pierdo la alegría, dejo de sonreír. Me lleno de rabia y rencor. ¿Cómo puedo cambiar mi alma? ¡Qué lejos estoy del ideal que hoy anhelo! Estar siempre alegre en el Señor. Pienso en el Cristo sonriente que me mira en el castillo de Javier. Es un Jesús que sonríe desde la cruz. ¿Cómo es posible sonreír muriendo? ¿No será sólo un rictus de dolor, o un gesto involuntario? El artista quiso dibujar a un Cristo afable, sonriente, amable, enamorado. Jesús me mira así en mi propia cruz, desde su cruz. Quiero mirar siempre a Jesús que me sonríe. Me mira. Me da su paz. Desde abajo veo su sonrisa que me sostiene. Tienen algo especial las personas alegres. Las de carcajadas anchas. Las de sonrisas afables. Las de palabras alegres. Las de silencios tiernos. Las que hacen bromas y se ríen con las bromas. Las que no se dejan llevar por el desánimo y ven el vaso medio lleno estando medio vacío. Me gusta su manera de enfrentar los problemas. No dicen que no existen. Los asumen. Porque sí que existen. Y sí que duelen. Pero no se hunden. Caminan confiados. Tal vez su alegría esté de verdad en el Señor y no en la fugacidad de los deseos que quieren ser satisfechos. El otro día leía unas palabras de Jesús Mora López-Almodóvar en su blog: «Tengo esclerosis múltiple. Soy un hombre afortunado. La asociación de estos dos términos puede parecer un disparate y así, sin más, efectivamente lo es. Tener esclerosis múltiple no es ninguna bendición, tampoco una maldición, es un suceso, sin más, de la propia naturaleza humana. Nadie hace nada para merecérselo, ni tampoco para no merecérselo, también hay que decirlo. (…) Yo no sería quien hoy soy sin la esclerosis múltiple No puedo entenderme sin ella. Ella y yo somos uno. Quizás sería más adecuado decir ‘ella soy yo’. Recuerdo en este momento la frase de Ortega y Gasset: ‘Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo’, la esclerosis múltiple es una parte esencial de mi circunstancia, esa otra mitad de mi persona que para Ortega representa la realidad circundante. Este yo está formado por lo físico y por lo espiritual, y también por las personas que me rodean, me hacen y por el mapa de relaciones que establezco con ellas. Todo eso, no solo el yo que es llamado Jesús Mora, se encuentra afectado por la esclerosis, y es todo eso lo que debo salvar para salvarme yo». No puedo cambiar las circunstancias casi nunca. No puedo cerrar los ojos, ni rebelarme contra un mundo injusto. No quiero amargarme cuando las cosas no son como deseo. Quiero salvar mis circunstancias para salvarme. Quiero mirar a Dios en mi camino. Y pedirle la bendición de su alegría. Tal vez por eso hoy vuelvo a desear estar alegre siempre. En la turbación y en el éxito. En la soledad y en el amor que recibo. En los fracasos y en los momentos de descanso.

Me gusta pensar que la alegría es un medio esencial para ser santo. Decía el P. Kentenich meditando sobre el imperativo de este domingo: «La alegría, la perfecta alegría de vivir, debe comprenderse como un elemento central de nuestra vida religiosa; pero también como un medio esencial para alcanzar la santidad»6.
Dios necesita santos alegres. Que con su alegría testimonien el amor de Dios. Una alegría contagiosa. Una alegría que cambie mi forma de vivir, de hacer las cosas. Una alegría que es un don de Dios. El otro día una persona trataba de recordar: «La verdad, no consigo recordar cuándo fue la última vez que me enfadé por algo o con alguien». Me conmovió. Me gustaría tener esa falta de memoria. O mejor dicho, me gustaría estar siempre alegre y no enfadarme por las tonterías de la vida. Y vivir siempre con paz agradeciendo por todo lo que Dios me regala. Dos no se enfadan si uno de los dos no quiere. A veces no valoro todo lo que tengo. ¿Cómo puedo estar triste cuando Dios viene a verme, baja a mi vida, me sostiene y me recuerda que me quiere? Lo olvido. Sé que estoy alegre cuando me sé querido por personas concretas. Su amor me eleva, me sana por dentro, le da sentido a mi vida. Y en ese amor imperfecto y pobre se esconde el amor inmenso de Dios. Es verdad, el amor me da alegría. El rechazo de los hombres me quita la paz. Su odio, su indiferencia, su rabia, sus críticas y juicios. Todo eso me entristece. Saberme amado me permite descansar en Dios. Verme despreciado me hunde. El amor humano siempre es el camino más rápido y seguro para llegar al cielo, para hacer bajar el cielo a la tierra. Quiero aprender a descansar en Dios. Quiero cumplir ese imperativo, pero no lo consigo. Me piden que me alegre siempre, pero, ¿cómo puedo hacerlo cuando no estoy feliz? Es un imperativo imposible, de esos que tiene Jesús. Como cuando me dice que sea manso y humilde y aprenda de Él. O me pide que ame como Él me ama, cuando su amor es infinito. Me parecen imperativos imposibles.



6 J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría

4


Los escucho con ansia de crecer. Los repito con mis labios para convencerme de que son posibles. Los escribo una y otra vez deseando así vivirlos. Pero no logro hacer realidad lo que Jesús me pide hoy.
¡Qué lejos estoy de estar siempre alegre! Quiero una felicidad permanente que nadie pueda turbar. Para mí no es posible. Pero sé que para Dios lo es si dejo que actúe en mí en medio de mis noches. Si dejo de desear lo que me hace infeliz. Si dejo de empeñarme en controlarlo todo. Hoy busco en mi corazón las raíces más hondas. Me adentro en lo profundo de mi herida. Quiero descubrir mis razones para no estar alegre. A menudo pongo mi felicidad en el sentimiento. Y cuando falla, sufro. Lo que siento es tan cambiante. Leía el otro día: «Sentir sólo es sentir. Sentir no es amar. Los que no aman también sienten. Aunque no basta sentir para ser feliz. Quien no ama no puede ser feliz. No basta por ello sentir»7. No me basta con sentir para ser feliz. No soy feliz sólo cuando siento. Quiero alejar de mí esos pensamientos negativos que me hacen daño. Esas frases falsas que aprendí de pequeño. Que me dicen que no valgo, que no sirvo, que no soy amado. Como juicios grabados a fuego en mi alma herida.
¿Cuál es hoy la causa de mi falta de alegría? Se la entrego a Dios. Él sabe mejor que yo lo que necesito para ser feliz. Conoce mi fragilidad y entiende que necesito descansar en Él para tener paz. Si no amo no puedo ser feliz. Si no me sé amado, es difícil. Hoy le pido a Jesús que me quite todo lo que me pesa. Que aparte de mí las amarguras, lo que me entristece. Pongo a sus pies en el Belén mis tristezas más hondas. Le pido que se las quede y a cambio me entregue su amor, su paz, su alegría. Quiero estar alegre siempre en el Señor. Agradecerle por todo. Descansar en Él. Y buscar la paz en su regazo.

Hoy Juan Bautista vuelve a estar en el centro: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz». ¿Cómo se puede definir a sí mismo el que sólo es testigo de la luz? Me gusta mirar a Juan que se siente tan pequeño. Le preguntan: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?». Juan contesta: «Yo no soy el Mesías». Es sólo un hombre que es testigo de la luz. Es enviado por Dios a los hombres para preparar a Jesús. No es algo que se haya inventado. Es algo querido por Dios. Se siente amado en su misión. Descubrió quién era. Su nombre, aquel que Dios pronunció al crearlo. Su misión no es la de Jesús, el Mesías, ni la de Elías, ni la del profeta. No es la luz misma. Sólo es el testigo de la verdad. Pero no es la verdad misma. Es la voz, pero no es la palabra. Es precursor de Jesús, su profeta, su mensajero, pero no es su discípulo. Es el hombre solitario, pero no es del grupo de Jesús. Me conmueve. Juan tenía un corazón grande. Cuando uno tiene el alma grande sabe quién es y quién no es. Juan no se pone medallas, no está en el centro.
Sabe estar en su lugar. Y su lugar es sólo suyo. Sabe que ahí, en su lugar, haciendo lo que tiene que hacer, cumple la voluntad de Dios para su vida. Su plan de amor. A veces me agobio queriendo saber lo que tengo que hacer. Saber si el lugar en el que estoy es el adecuado o tengo que esperar. Me comparo. Busco. Y no soy feliz viendo a otros en lugares mejores. Quiero tener, hacer, ser, para ser feliz. Y si no lo logro vivo insatisfecho, buscando. Juan sabe cuál es su lugar y su misión. Surge la pregunta en mi alma: «¿Y tú quién eres?». Me lo pregunto tantas veces. Sé que en la vida los demás no van a decirme quién soy. Yo mismo tengo que descubrirlo. Buscarlo en Dios. En lo más profundo de mi alma. Oculto en las arenas de mi playa. Traído por las olas hasta mí. El otro día leí una poesía que expresa ese anhelo de conocer mi lugar, mi verdad: «¿Quién soy? Me pregunto cada día. Le pregunto al mar. Las olas evocan algo en mí. Pero aún no sé mi nombre. ¿Quién soy? Pregunto al bosque, ríos y montañas. Algo se ensancha en el alma. Pero aún no sé mi palabra. ¿Quién soy? Le pregunto al cielo en noches oscuras.
Cuando es azul y ancho. Cuando es gris como mi recuerdo ingrato. Pero aún no sé mi melodía. ¿Es que todos lo saben menos yo? ¿Es qué pueden saber quiénes son el mar, los montes, el cielo, y yo no? ¿Cuál es la música con la que bailo? Y un día. Llegaste. Y al decirlo supe que en ti estaba yo. Tu voz me descubrió. Porque te quise. Y al quererte lo supe. Era yo. Tocaste mi música. Bailé». Veo la respuesta prendida del aire en el corazón de aquél a quien se ama. Hay personas en las que el corazón se ensancha y sabe que ha llegado a puerto. Hay lugares que son hogar desde el primer momento. Hay momentos en los que sé que existo sólo para vivir lo que estoy viviendo. Y comprendo de golpe quién soy. Cuando amo, cuando soy amado. Me voy haciendo en el acto libre y gratuito de entregar la vida. Sin buscar títulos que justifiquen mi presencia. O que faciliten mi entrega. Sin pretender lugares en los que no sería yo mismo, sino alguien distinto. Sin detenerme en amores que no me llenan el alma y me dejan vacío e insatisfecho. Me



7 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163

5


pregunto a mí mismo: «¿Quién soy?». Y busco encontrarme con Jesús para que calme mi sed. Soy el que Dios ha pensado. Su voz calma mi anhelo. Sé que soy una sombra de Dios. O el reflejo tenue de su luz más honda. ¿Qué digo yo de mí mismo? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi misión en la vida? ¿Cómo me llama Dios? ¿Quién soy yo de forma única y particular? Es una pregunta tan humana. Hay algo mío, que permanece sea cual sea la circunstancia que viva. Es lo que soy en lo más hondo. La propia vida, las circunstancias, me van modelando. Y yo, según vaya respondiendo a ellas, voy creciendo. La circunstancia de Juan fue estar antes que Jesús. No lo siguió, no vivió con Él, no pudo morir a su lado ni caminar junto a Él. No pudo salvarlo. Juan se define por lo que no es y también por lo que es. Es testigo, es voz, es el que bautiza. Es de corazón grande y ama su misión de ser camino. Sabe que sólo ha de abrir puertas. Y renunciar para que otros puedan amar a Jesús. Su misión es única. Su santidad, su felicidad, su forma particular de ser hijo de Dios, tienen que ver con ser testigo de la luz, pero no la luz. Tienen que ver con ser voz pero no la palabra. Con ser allanador de caminos pero no el camino. A mí se me llenan la boca y el corazón de obras, de logros, de palabras. Como se llena la Navidad de luces y regalos. Risas y fiestas. Pero hay vacío en el alma del hombre. Soy sólo reflejo de la luz. Testigo de la verdad. Hoy escucho: «Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor». Es una misión bella: sanar corazones, vendar heridas, sujetar caídos. Es una misión pobre y sencilla. La abrazo y me alegro por el camino único por el que Dios me llama.

Juan es el hombre de una pieza que se sabe profundamente amado y elegido en lo que es. No necesita más, lo tiene todo. Se sabe pequeño frente a Jesús. Se retira cuando llega Aquel por el que lo ha dejado todo. Pienso en cuánto lo quería Jesús. Por su fidelidad, su honestidad, su humildad. Juan lo anunció antes de haber visto sus milagros. Creyó en Él cuando estaba oculto en Nazaret. Esa fe conmovió a Jesús. Después, muchos hombres lo seguirán al conocer sus milagros, sus palabras, su fuerza, su vida. Juan creyó antes de tocar y antes de ver. Juan y Jesús se bendicen mutuamente. ¡Qué poco bendigo yo con palaras! Bendecir es hablar bien de los demás. ¡Qué poco alabo a los otros! Parece que cuando alabo a alguien yo menguo. Me falta humildad. Parece que al criticar a otro brillo yo más. Miro a Jesús y a Juan. Se quieren y hablan a sus discípulos el uno del otro y de su misión con cariño.
Se bendicen. Me gustaría hablar siempre bien de los demás, alegrarme por lo que son, por lo que dan, por lo que soy cuando estoy con ellos. María entona su magníficat en Ein karem. Ese canto me habla de la alegría y gratitud por la vida. En el seno de Isabel Juan de niño saltó de alegría. La vida de Juan es un canto de alegría y esperanza. Juan se alegra en su pequeñez. Entona su magníficat. Quisiera yo también alegrarme con mi pequeñez. «Porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo». Una persona rezaba: «Estoy muy dispuesta a aceptar y reconocer mi pequeñez y mi pecado, sobre todo mi pecado de orgullo. Te pido perdón, aunque me parezca que pedirte perdón no sea suficiente. Te suplico con todas mis fuerzas que cambies aquello que en mi alma no está bien y lo transformes. Espero que ese nacer desde la humildad impregne de verdad todo mi ser». Sé que Dios se posa sobre mi vida y me bendice. Habla bien de mí, me cambia por dentro: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Me unge. Me hace ver su amor. Sólo así puedo alegrarme y gloriarme en mi debilidad. Sólo así puedo ser agradecido. ¡Cuánto me cuesta! Miro a Juan, el más pequeño de los hombres, el más grande en el cielo. Quiero reconocer y alegrarme con mi vida como es. Dios me ha dado la misión de anunciar a muchos al que está dentro de mí. Al que está oculto entre los hombres: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí». Jesús está oculto. Muchos no lo conocen. Y yo quiero anunciarlo. Es mi misión de vida. A veces tampoco lo veo ni lo reconozco. Jesús está en medio y yo lo busco fuera.
Está en mi historia, en mi rutina. Está dentro y no lo veo. Busco algo extraordinario. Pero no está en lo alto separado de mí. Está en mí. No lo conozco. No lo veo. Tal vez espero otra cosa y no dejo que penetre en mi corazón. Sólo tengo que abrir los ojos, mirar con ojos puros. No quiero que Jesús pase de largo. Él es mi alegría y mi esperanza. Llega hasta mi pequeñez para que yo me alegre y dé gracias. Ya está tocando mi tierra. Jesús llega para pisar a mi lado mis caminos. Me gustaría no dejar nunca de asombrarme de ese milagro. Quiero mirarlo, alegrarme de su presencia, alegrarme con mi vida como es. Es pequeña mi misión, pero es la mía. ¿Cómo es el magníficat que entono? Me gustaría repetir cada día este canto de alegría y alabanza. Me gustaría alegrarme siempre con mi misión oculta. Sencilla y pobre.



6