Texto: Lc 2, 19; 2,
51
Meditación P.
Rafael Fernández
"María conservaba
todas estas cosas y las meditaba en su corazón"
Con singular insistencia dos veces nos dice el evangelista Lucas
de la Santísima Virgen: "María guardaba todas esas cosas y las meditaba en
su corazón" (2,19), "Su madre conservaba cuidadosamente todas las
cosas en su corazón" (2,51). Con ello quiero poner en relieve una actitud
típica de María –y, quizás en un sentido más amplio, una actitud típica de la
mujer. Es propio de ella, por su maternidad, concebir vida y gestarla,
cuidadosamente, en el silencio de su interioridad. En María esta realidad
traspasa toda su existencia; ella no sólo recibe y gesta físicamente al Verbo
Encarnado, sino que acoge toda palabra que sale de su boca, su palabra que es
vida, todo gesto suyo, todo el acontecer en torno a su persona, y,
cuidadosamente, lo guarda en el santuario de su corazón.
¡Cómo nos ha despojado nuestra cultura superficial y activista
de esta actitud mariana! El hombre actual es un hombre despersonalizado,
masificado, sin interioridad, un tornillo de una máquina; es el hombre de la
televisión, el hombre-cine que traga y traga impresiones, pero que no guarda
nada en su corazón. Y ese hombre somos nosotros.
Michel Quoist observa en forma aguda: "Gracias a sus
extraordinarios logros, el mundo moderno es prodigiosamente bello y grande. El
hombre, orgulloso de sus conquistas y de su poder sobre la materia y la vida,
parece dominarlo cada día más. Pero a medida que con la ciencia y la técnica
domina el universo, pierde el hombre el dominio de su universo íntimo. Penetra
en los misterios de los mundos, en el de los infinitamente pequeños y en el de
los infinitamente grandes, y se pierde en su propio misterio. Quiero regir el
universo y no sabe regir su propia persona. Domina la materia, pero cuando
debería, libre de su tiranía, vivir más del espíritu, la materia perfeccionada
se vuelve contra él, lo esclaviza y el espíritu muere... Realmente nuestra
civilización está en peligro, pero no tanto en las fronteras geográficas como
en las del mismo corazón humano". (Triunfo, pág.7¬8)
Si hay un gran vacío en nuestro interior. Cada día más se está
dando entre nosotros, esa enfermedad que es más grave que el cáncer: estamos
perdiendo pavorosamente nuestra interioridad, la conciencia de nosotros mismos,
estamos dejando de ser personas, y por esto mismo, cada día somos menos capaces
de amar, de dar y recibir amor. Porque es imposible que alguien ame si no
tiene interioridad. Podrá tener una relación física, epidérmica, con el tú pero
nunca una relación personal, verdaderamente humana. Este vacío o incapacidad
delata una enorme pobreza interior. Trabajamos, estudiamos, nos divertimos,
hacemos infinidad de cosas, pero ¿somos nosotros mismos? ¿Somos capaces de
establecer una comunidad? ¿Tenemos algo que comunicar que nazca de nuestra
propia alma? ¿0 sólo somos capaces de repetir lo que otros dicen, lo que hemos
visto en la televisión o el cine, lo que anuncian los periódicos con grandes
titulares? ¿Somos seres humanos todavía?
María, en medio de esta atmósfera, nos trae una brisa
refrescante. En ella hay alma, hay interioridad, hay una riqueza que nunca nos
cansamos de admirar. Ella guardaba todo en su corazón, lo meditaba, cuidadosamente.
Su tierra era una tierra apta, preparada para la palabra. La semilla no caía en
las piedras, no se dejaba atrapar por la zarza, no quedaba en la superficie del
camino. No, en ella la semilla podía echar raíces para, luego, dar un fruto abundante.
"Toda la belleza de la Reina está en su interior". Hay
una belleza que vale más, infinitamente más que la belleza exterior. Es la
belleza del espíritu, la riqueza de la personalidad, que es capaz a veces de
transfigurar y embellecer una figura que exteriormente no ha sido especialmente
agraciada. Cuando alguien posee interioridad, ésta se trasluce en todo el ser y
el actuar de la persona; la persona transmite, por así decirlo, su propia
interioridad y riqueza a la obra que realiza. Porque es humana es capaz de
humanizar, porque es interiormente rica, es capaz de enriquecer. Porque tiene
interioridad es capaz de recibir, enriqueciéndose con la riqueza de los demás.
Pero no nos basta con mirar a María y leer en ella una violenta
protesta contra el tipo de civilización que estamos gestando. Queremos ir más
profundo todavía. Necesitamos empaparnos con su propia interioridad, respirar
su atmósfera. Acercándonos a ella, amándola, quisiéramos hacer nuestro su
mundo. Porque el amor une, asemeja y transforma. Ella nos enseñará el camino
hacia nuestra auténtica humanizacíón. Teniéndola a ella no correremos peligro
de ir ávidamente en pos de la riqueza material y de perder, al mismo tiempo, la
riqueza esencial, sin la cual ninguna otra riqueza tiene consistencia y
sentido.
Con su actitud ella nos enseña a escuchar al Señor, a meditar su
palabra, que tantas veces también a nosotros, como a ella, nos resulta difícil
entender.
¿Gustamos la Palabra de Dios? ¿Nos damos el trabajo de
desentrañar su riqueza y de buscar su significación para nosotros? ¿Somos
tierra apta? ¿Puede arraigar la semilla en nuestra alma?
Con María quisiéramos
devolver a nuestro mundo la interioridad que ha perdido, quisiéramos, con ella,
aprender la contemplación. Con ella, sobre todo, queremos mantener el corazón
abierto para llenarlo de la presencia y de la palabra del Señor.
¡Que así sea!
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