Deuteronomio 6,2-6; Hebreos
7,23-28; Marcos 12,28b-34
«Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: - ¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
4 noviembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Quiero amar a Dios con mis límites sabiendo que sólo Él puede romper mis barreras humanas.
Amarlo en todo lo que hago. Nada de lo humano le es ajeno. Dios me
redime en mi carne»
Me doy cuenta con frecuencia de lo fácil que es
caer en la masificación. Dejo de tener opinión propia y me uno a lo que todos
piensan. Y sucede en todos los ámbitos de mi vida. Decía el P. Kentenich: «También en el ámbito
religioso existe la masificación. Procuremos por lo tanto
que las grandes ideas sean captadas siempre
a nivel individual, a fin de formar personas
de carácter firme»1. Incluso cuando intento vivir mi fe de
forma original puedo caer en la imitación. Me dejo llevar por la corriente, por
el ambiente que impera. Necesito tener el corazón arraigado en Dios y tomar una
opción personal. Necesito raíces, un nido propio, una forma original de vivir
mi fe. Sé que la vida fluye a demasiada velocidad. Me hablan de un tiempo
líquido en el que nada es sólido a mi alrededor. No encuentro lugares seguros y
firmes que permanezcan en el tiempo. No descubro cómo construir mi propia casa
para que no se la lleve la tormenta. Me
da miedo que todo fluya con demasiada fuerza. Lo que ayer estaba claro, hoy
parece haber cambiado. Lo que un día era seguro, ahora ya no lo es. Y mis
principios de entonces, esos que parecían tan sólidos, de repente es como si ya
no tuvieran vigencia. El mundo cambia demasiado rápido. Las personas cambian.
Yo mismo cambio. Un joven de ahora no es igual que ese joven de mi tiempo. Eso
importa. Porque corro el peligro de aplicar ahora los criterios de entonces. Y
juzgar el pasado con los criterios de ahora. Me asusta vivir masificado. Y
comportarme como todos se comportan para no romper con la norma, con lo
exigible. Las tendencias pesan demasiado. Es como si no supiera hacer las cosas
a mi manera. Imito, copio, me dejo llevar. Estar masificado es dejar de tener
metas propias, ideales únicos que encienden mi
alma.
¿Qué es lo original que hay en mí y que nadie más tiene? ¿Cuál
es mi forma propia, inimitable de vivir mi fe?
Quiero descubrir mi manera de hacer las
cosas. Me impresiona encontrar a personas
que no se conocen.
Y no saben decir cuál
es su aporte concreto, su forma original
de amar y ser amados. Tal vez han encerrado su corazón para no mirarse
demasiado. Quizás temen
lo que pueda salir de su
interior. Una persona
me decía que en su educación religiosa le repetían estas
palabras: «Mira que
el corazón es un traidor.
Tenlo cerrado con siete cerrojos». Esa mirada
negativa sobre el corazón me hace
temer
todo lo que de él salga. Si me lo creo, pongo
el acento entonces
en la fuerza de voluntad, en la razón que me dice lo que está bien y lo que está mal. O sólo en las normas,
iguales para todos.
Me atengo a lo que corresponde hacer en cada caso. Pero me olvido
del corazón. Olvido
mis afectos, mis apegos, mis pasiones. Dejo de lado
lo que de verdad mueve mi mundo interior. He puesto siete candados y no miro mi alma.
Me da miedo. Incluso puedo
llegar a pensar
que soy egoísta
si lo hago.
¡Qué curioso! Me decía esa persona: «No podía
mirar mi dolor,
pero tampoco vivir
de corazón mi alegría».
Si no miro en mi interior
no logro ver lo que sufro. Y tampoco veo lo que de verdad me alegra.
Tapo el corazón porque no quiero ser débil. Ni dejarme llevar por
sentimentalismos. Y me da miedo que la alegría desmedida me haga superficial.
No quiero ser superficial. No quiero ser mundano. Cierro con siete candados el corazón. Y me masifico
pensando y sintiendo
como lo hacen los demás.
Dejando de lado
mi libertad que
me parece tan herida. Y creo que sólo siguiendo lo que otros
hacen actúo bien. Me masifico siguiendo a Dios por rutas que
tal vez nunca
hubiera elegido de ser libre.
O dejando de lado
aquello que hay en mi interior. Lo más mío. Pero que creo demasiado alejado del deber
ser. De lo que corresponde a un buen cristiano. ¿Acaso no soy cristiano? ¿Por
qué peco entonces en lo que todos pecan? Todo es vanidad.
Es vanidad pensar
que por ser cristiano no
1 Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
debería pecar nunca. No dejo de ver que la
fragilidad es parte de mi equipaje. En el cielo veremos cuánto nos parecemos
todos los hombres. No quiero tener mi corazón sellado con siete sellos para que
no salga de él nada malo. Tampoco saldría lo bueno. No quiero cerrar ese huerto
sellado en el que Dios habita. Tampoco quiero dejarme llevar por la masa. En
ningún sentido. Quiero ser yo mismo, con mi originalidad, con mi riqueza, con
mi historia sagrada en la que hay tristezas y alegrías, con mi corazón abierto.
¡Cuánto necesito mirar mi corazón con los ojos de Dios! Él rompe todos los candados y lo deja libre. Me deja volar. Él entra acabando con mis miedos
y me hace ver la pureza que tengo guardada. Mi belleza
escondida. Él me mira como yo no me miro. Me mira con bondad y se alegra
con mis alegrías.
Y sufre con mis penas.
A ese Dios es al que amo, al que sigo. En Él quiero echar raíces y descubrir el cuño original
con el que soy cristiano.
Siempre
de nuevo me sorprende la fuerza de la llamada de Dios en el alma. Despierta en el corazón un deseo de entrega, de dar la vida, de seguirlo con pasión. No me acostumbro a su grito ahogado en mi alma que mueve
fuerzas interiores que antes desconocía. Me conmueve esa voz suya tan sutil que rompe los moldes y los
prejuicios que me encadenan. Me gustan sus gritos que son susurros, y ese
abrazo suyo que es silencio. Jesús un día llamó a unos hombres a dar la vida
siguiendo sus pasos
al borde del
abismo. Ellos lo siguieron sin tener dónde
reclinar la cabeza.
No sé cómo pudieron creer en
lo imposible. Me impresiona su amor de niños ante ese hombre que acabaría muriendo en la cruz rechazado como un leproso.
Despreciado y odiado.
Y ellos eran
los seguidores fieles de alguien al que mataban
como asesino. Después
de ellos fueron
viniendo muchos hombres también
dispuestos a dar la vida
por un Jesús
leproso, condenado a muerte. Y entre ellos, los sacerdotes, los religiosos, los que consagran su vida a Dios por entero rompiendo con el camino que seguían hasta conocer
su llamada. Renuncian a otras vidas,
a otros caminos, a otros amores.
Son entresacados de los
hombres y colocados junto a Jesús
en soledad. Rompen
la lógica que seguían sus pasos hasta ese momento. Lo dejan todo
para estar más libres y corren tras
Él. Sorprendentemente
permanecen fieles en medio del
desierto. Aferrados al fuego de un amor
que tienen que cuidar cada mañana, cada noche, para que no se
extinga. ¿Cómo es posible una vocación tan extraña en este mundo que
me marca las tendencias a seguir y los únicos
caminos posibles? ¿Qué
sentido tiene la consagración en un mundo
que vive de espaldas a Dios consagrado a lo más humano? ¿Es posible el celibato en este mundo
tan de piel? Sigue siendo
la llamada al sacerdocio una nota disonante en el concierto de la vida.
Un extraño grito
que el ruido del mundo
ahoga. Sigue siendo
difícil creer en una
vocación para siempre. En un sí fiel en medio de las noches
cuando se ven tantas infidelidades y caídas. La carne humana es tal vez demasiado débil para
pretender acariciar lo eterno. ¿Para qué sirve un sacerdote en este mundo que
no lo necesita? Me impresionan las palabras de José Luis Martín Descalzo
cuando le preguntaron, con cinco años de sacerdocio, cómo veía él al sacerdote. Y afirma que si le hubieran
preguntado recién ordenado
hubiera respondido de manera más tópica:
«Quizá te hubiera respondido que me gustaban
los curas amables,
modernos, abiertos, cultos.
Quizá que me gustaba que supieran de cine y les gustara
la poesía de Lorca. A lo mejor
que los veía
como un hombre
de mundo que era hombre de Dios sin dejar de ser hombre.
Ya ves, hubiera
hecho hasta juegos
de palabras». Pero con el
paso de los años ha visto que el sacerdocio es otra cosa: «¿Qué pienso de los curas? ¿Que espero de ellos? No sé. Habría que hablar mucho
o quizá llorar
mucho. Comprenderás que no voy
a decirte si me
gustan alegres o cultísimos»2. Ve que la vida del sacerdote no es exactamente como la gente piensa o
desea. A veces uno se queda en la superficie de las cosas. En la pobre
apariencia. Se centra en su forma de
predicar, en sus talentos humanos. En lo
moderno o anticuado que es el cura en su forma de actuar. En si le gusta el mundo
poco, nada o tal vez demasiado. En si es muy espiritual o muy de la tierra, muy elevado o muy del mundo.
Y elige como en un mercado el cura más carismático para saciar su sed religiosa. El que mejor habla, el que siempre
escucha o el que es amable y se comporta como un caballero, como un padre. El
que no peca ostensiblemente, el que no claudica. Y lo somete a un juicio riguroso, cada día. Y si le defrauda
se aleja buscando a otro,
el mercado sigue
siendo amplio. Y mete en un mismo saco a todos los que Dios ha llamado.
Y les exige la perfección que sólo Dios tiene. O la profundidad que él mismo
anhela. O la divinidad que añora su
alma con sed de infinito. Y espera del sacerdote que nunca le falle. Que sea padre, hermano, amigo, Dios mismo
2 ¿Cómo ve usted al sacerdote? ¿Qué espera de él?, José Luis Martín Descalzo,
1957
hecho carne humana.
Y cuando le falla y peca lo condena con su silencio,
o con su juicio expreso.
Al leer a José Luis Martín Descalzo siempre me conmuevo. Habla del
sacerdote como de ese hombre que besó a Jesús y se hizo como Él, un perseguido,
un leproso. Y yo que a veces pretendo estar en lo alto del escenario. Busco ser
admirado y seguido por muchos por mi carisma. Tener éxito en todas mis empresas
como si el éxito fuera hacerlo todo perfecto. Y miro con dolor, para no
olvidarme, el crucifijo de madera en el que Jesús me mira. Sonriendo, o tal vez
serio. Amándome sin que yo lo ame tanto. Ese Cristo herido, llagado,
abandonado. Ese Cristo que yo he besado besando así su llamada. Y le he dicho
que mi vida sin Él carece de sentido. Le he susurrado al oído que necesito su
amor para seguir amando. Cuando era más joven, aún seminarista, me imaginaba
sueños de una vida plagada de frutos.
Como si cosechara en campos repletos de vida. Y pensaba que mi sacerdocio sería
exitoso si ponía todo de mi parte y lograba cambiar la parte del mundo que a mí
me tocaba.
Con esfuerzo, con alegría. Y tal vez en esos
momentos me olvidaba de Jesús, y de su cruz. Y del dolor en sus clavos. Y
olvidaba el sufrimiento de la soledad en el abandono. Y pensaba sólo en mí, en
mis capacidades y talentos. Olvidaba incluso mis heridas y debilidades. Más
hondas quizás por haber besado a Jesús rechazado, a Jesús el leproso del que
tantos huyen. Hoy vuelvo a mirar a Jesús conmovido. Y escucho su voz que sigue
llamando. Y quiero repetir las palabras del salmo: «Yo te amo, Señor; Tú eres mi fortaleza». Sé
que sin Él mi sacerdocio está vacío. El mío. El de tantos
otros que siguen sus pasos.
¿Para qué sirve hoy un sacerdote? Me lo preguntan. Me lo pregunto. Y respondo
humillado. Tal vez, para dejar ver entre mis heridas, muchas, profundas. Y en
la humildad de mis llagas, algo de una luz que no es mía. Tal vez, para que el
mundo vea en mi pobreza con pecado el brillo de un amor que no me pertenece.
Tal vez, para mostrar una bondad que es de Dios en mi carne tan torpe. Una luz en medio de la
tormenta. Un lugar de descanso para el hombre cansado. No lo sé. Me sigue impresionando. La voz de Jesús en mi alma, en otras almas, pidiendo
lo imposible.
La respuesta confiada del hombre hecho niño,
abrazado a Dios. La sonrisa amiga de Jesús y su abrazo hondo. Y sus pies en los
míos recorriendo desiertos. Me calma la sed con su agua. Sigo creyendo en su
voz que me pide lo imposible. Y me hace
capaz de un amor que no es mío.
Las personas
con discapacidad reconocida se muestran así ante los demás. Conocen sus límites
y aceptan que los traten de acuerdo con ellos. Pero yo, en la
discapacidad oculta de mi corazón, me quiero mostrar perfecto ante los demás.
No quiero que se vean ni mi herida, ni mi pecado, ni mi debilidad. Los oculto,
para que nadie los vea. Como si ya estuviera todo bien y hubieran pasado el
peligro y la tentación para siempre. No quiero que mi debilidad me dé más
problemas. Paso página. Quiero que cierre todo, que encaje todo en mi alma.
Para no sufrir más. Es como si pudiera seguir adelante ya sin trabas.
Pero no es tan sencillo
aceptar mis debilidades. Mirarlas con paciencia.
Entender que soy un discapacitado en el corazón para siempre. Y tendré
que aceptarme como soy sabiendo que por la herida de mi alma puede entrar Dios. Y
el amor humano. Miro mi vida
con alegría y sonrío. Dios puede hacerlo todo nuevo en mí. Pero respeta
mi naturaleza. Respeta mi imperfección. ¿Por qué me gustan tanto las cosas perfectas? No tiene sentido. Yo
no soy perfecto. Aún así me indigno al ver
debilidades en los demás. Decía el P. Kentenich: «Contemos con las debilidades humanas. Ellas
son una tarea
para mí. Al enfrentarlas me diré: - ¿Qué puedo
cambiar? ¿Tiene sentido hablar
mucho? Si lo tiene, lo haré, y si no lo tiene,
pues bien, apretaré los dientes»3.
Aceptar al otro como es sólo es posible si antes he
visto mi pobreza y he sonreído. Soy frágil. Y en mi fragilidad no puedo dejar
de alabar a Dios y darle gracias por todo lo que me concede. Por el mundo y la
vida que pone en mis manos. En mi
discapacidad encuentro personas que me
ayudan a aceptarme como
soy y a vivir feliz y
agradecido. Quiero aprender a entregar lo que me cuesta tanto
aceptar. Se lo entrego a Dios:
«Hay que aprender a rendir la fragilidad de la existencia ante el poder
de Dios. El ser humano
es una creatura endeble, pero su creador
vela por él en los momentos más difíciles. ¿Por
qué el hombre no logra comprender que Dios nunca quiere el
mal?»4. Dios no quiere
mi mal. Todo lo contrario. Quiere que, en mi fragilidad, en mi incapacidad para
amar bien, sea feliz y ame a los que pone en mi camino. No lo haré
de forma perfecta. No importa. Pero le entregaré a Dios lo que me limita. Lo
que me hace frágil. Para que Él use
mis escasos talentos y mis limitaciones como un camino hacia el cielo. En la película
3 J. Kentenich, Niños
ante Dios
4 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
«Campeones», uno de los protagonistas con discapacidad,
hablaba así del entrenador: «Me gusta, lo
está haciendo bien.
Está aprendiendo. O sea, la discapacidad la va a tener siempre, pero nosotros le estamos
enseñando a manejarla». Asumo que la discapacidad la voy a tener siempre.
No niego la evidencia, no la escondo, no me engaño. Voy a tener
siempre el vacío y la carencia. La torpeza para amar y dar la vida. La
tendencia a olvidarme de lo aprendido y repetir los mismos errores. Lo que
quiero es encontrar a personas que me ayuden a llevar mi discapacidad, que me
enseñen a manejarla. Es lo que deseo. Es verdad que yo mismo puedo ayudar a
otros a caminar con su discapacidad. A luchar por ser mejores personas. Desde
su verdad, no desde lo que creen que deberían ser. Así es en la vida siempre.
Quiero estar dispuesto a que me traten de acuerdo con lo que yo soy, con mi
verdad. No quiero engañarme. En mis límites Dios aspira a que ame como Él me
ama. Pero en mis límites. No de forma ilimitada porque esa forma no la poseo. Tengo
la piel que pone fin a mi pretensión de eternidad aquí en la tierra y me enseña
a confiar en el poder del amor de Dios en mi vida. En mi carne frágil se hace
tangible el cielo que añoro. La eternidad que sueño. En mi piel herida brota un
cielo que es paraíso perdido y anhelado. En mi forma de amar imperfecta desde
la fragilidad de mi vida. Entrego mis límites a Dios. Dejo que los demás me
traten teniendo en cuenta cómo soy. Me río de mí mismo y de mi verdad más
lamentable, cuando palpo el pecado bajo las sombras que me quitan la luz. Y
sigo soñando con una vida plena que sólo dibujo torpemente con mis dedos. Es lo
que sueño. En mi discapacidad. Aprender a manejarlo todo mejor de lo que lo hago.
Dios me ha creado
por amor y para el amor. Ha sembrado en mi alma una semilla
de eternidad. Ha despertado deseos de infinito que no
controlo. Me ha regalado un alma grande y profunda que puede volverse mustia y
desierta si no dejo que Dios la cuide. Mis deseos grandes pueden tornarse
pequeños si no dejo que Dios riegue lo que ha sembrado. Lo sé, sin la presencia
de Dios en mi interior nada florece.
Entonces, ¿por qué me resulta
tan difícil cuidar
la intimidad con Jesús?
Siempre me impresionan las palabras de Moisés: «Teme al Señor, tu Dios, guardando
todos sus mandatos y preceptos que te manda, tú,
tus hijos y tus nietos,
mientras viváis; así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para
que te vaya
bien y crezcas
en número. Escucha, Israel: - El Señor, nuestro
Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en
tu memoria». Cumplir los mandamientos es consecuencia del amor. Un corazón
que ama está dispuesto a todo por hacer feliz a la persona amada. Si amo a
Dios sólo querré vivir como Él
me pide
que viva. Pero pretender
amarlo con todo mi corazón,
con toda mi alma, con todo mi ser
me parece imposible. Hoy Jesús lo confirma: «Respondió
Jesús: - El primero es: - Escucha,
Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: - Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente, con todo tu ser». Tengo mi corazón roto por el pecado. En él
surgen miedos e inseguridades, deseos y pasiones que no controlo. Quiero hacer
el bien y acabo cayendo en el mal. Busco mirar con
pureza de corazón y la rabia y la impureza se imponen en mi interior. De mi interior salen tantos
pecados. Tanta ira y tanta rabia. Tanto desorden y tanta desgana. No puedo controlar ciertas pulsiones. Y
no acabo de ser el rey de mi alma. ¿Cómo amar a Dios con todo mi corazón cuando tantas partes de
este están atadas? Comenta el P. Kentenich: «Contemplen
su vida personal y pregúntense si Dios y el amor
a Dios es realmente la motivación central
de todas sus acciones.
Aun cuando digan que sí, les digo
que no creo que conozcan muchas personas esforzadas que puedan decir
con seguridad: - En mi vida el amor es la motivación central»5. Mis esclavitudes me pesan demasiado.
Tengo miedo de darme, de amar. De entregarle a Dios todo lo que soy y
tengo. Me asusta la gratuidad.
No me importa amar a ese Dios cuando Él me ama. Pero me resulta mucho
más difícil, casi imposible, amarlo cuando permite el mal en mi vida. O simplemente cuando no noto
sus caricias y abrazos. Y creo
que estoy solo en medio de mi camino. Cuando
no oigo su voz.
¿Cómo amarlo entonces con todo lo que yo soy? Me siento
pequeño e incapaz. Comenta el P. Kentenich: «El
amor filial purificado y perfecto ama a Dios por Dios mismo.
El yo retrocede y Dios
es quien ocupa
el primer plano»6.
Pero ¿cómo
amar filialmente de forma perfecta? El corazón tiembla. Quisiera amar siempre
a Dios
así, como un niño inocente y
sencillo. Pero no sé hacerlo. No sé confiar con inocencia en ese Dios que me
llama, que me ama, que sólo quiere estar conmigo.
Tengo tantas otras prioridades en mi vida. ¿Qué me
5 Kentenich Reader Tomo 2:
Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
6 J. Kentenich, Un
paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
quita la paz? ¿Dónde descanso de verdad? Muchas
veces no es en la oración, ni en la eucaristía, ni tampoco en el silencio de mi
alma. Busco el ruido, me distraigo, necesito diversión, conversaciones,
aficiones. Y resuena en mi interior su deseo: Amarlo con todo mi corazón, con
toda mi alma. Pero si estoy dividido por dentro. ¿Cómo puedo llegar a confiar
en ese Dios al que no toco, al que no veo? Me ama. Pero no lo siento como el
abrazo de los hombres que sí calma algo mis ansiedades. Decía el
P. Kentenich: «El amor
de benevolencia ama a Dios
por sí mismo. Aquí en la tierra
no es posible vivir el amor
de benevolencia en su grado
máximo. En nuestro
amor terreno, aún cuando sea sobrenatural e inspirado por Dios, siempre se mezcla
una gota de amor de concupiscencia. Hay que saberlo
y repetirlo para
no inquietarse inútilmente»7. Mi amor a Dios no es tan pleno como deseo. No logro amar de esa forma plena que Dios
me pide. Me busco a mí mismo cuando amo. Me apego a la
tierra y no logro amar a
Dios en todo lo que hago. Me
gustaría ser más libre. Estar más vacío. Que su amor mismo penetrara en mi
interior y me hiciera tender a las
alturas. Me gustaría emocionarme cada día
al partir el pan. Vibrar con su
amor al hacer silencio. Encontrarme dentro
de su corazón de
Padre al meditar su Palabra. Orar
intensamente sin descanso. ¡Qué lejos estoy! Trato de guardar
silencio para que se
calme el alma. No lo logro. Muchos
ruidos interiores me quitan la paz. Hoy Jesús me repite que lo más importante es amar a Dios sobre todas las
cosas. Amarlo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi ser. Amarlo rompiendo las fronteras que me aíslan en mi
interior. Amarlo con mis límites sabiendo que sólo Dios es capaz de romper mis
barreras humanas. Amarlo en todo lo que hago, no dejándolo fuera de nada.
Porque nada de lo humano le
es ajeno a Dios.
Porque Dios me redime en mi carne, en mi miseria. Y nada queda
fuera. Nada guardo lejos de su mirada. Porque todo lo mío le interesa. Porque me ama en mi verdad más escondida. Lo que no es redimido, no es salvado.
Y el segundo mandamiento tiene que
ver con mi amor humano: «El segundo es éste: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos.
El escriba replicó:
- Maestro, tienes
razón cuando dices que el Señor
es uno solo y no hay otro
fuera de Él;
y que amarlo con todo el corazón,
con todo el entendimiento y con todo
el ser, y amar al prójimo como
a uno mismo vale más que todos
los holocaustos y sacrificios». Los dos mandamientos orientan mi vida. Amar a Dios y amar al prójimo.
Amar al que
está en mi camino, al más cercano.
Pero hoy el mundo vive en confusión. Dice el P. Kentenich:
«¡Cuánta confusión! ¡Cuánta fractura se observa en la naturaleza humana! Se comprende entonces por qué tanta gente ama más
a los perros que a su prójimo,
pone más cuidado
y amor en su perro
que en la crianza de un ser humano. ¡Cuánto se ha degradado el ideal de hombre!»8. El orden de las prioridades. El amor a las
cosas, a los propios sueños, a los caprichos, a los animales, a los hobbies,
antes que el amor a mi prójimo. ¿Está tan roto el hombre por dentro? ¿Cuáles
son sus valores? Yo mismo estoy roto. Digo amar y me busco a mí mismo. Quiero
entregar la vida por alguien, pero en cuanto el dolor es demasiado fuerte, opto
por mí. Me elijo a mí. Y dejo de lado mis promesas. Amar al prójimo como a mí
mismo. Me protejo, me cuido, me importa todo lo que me pueda pasar. Tal vez me
quiera mal y no me cuide de verdad. Pero me importa todo lo mío mucho más que
lo que veo a mi alrededor. Así de sencillo. No quiero sufrir y evito el dolor.
Y el amor implica sacrificio. Supone renunciar a mí mismo tantas veces para
cuidar a aquel que se me ha confiado. Como el amor de una madre por su hijo.
Está dispuesto a darlo todo por amor. El amor de concupiscencia busca poseer el
bien amado. Es el amor que siento por el que me ama. Un amor que quiere poseer
y tiende hacia mi bien. No es donación, es búsqueda que quiere satisfacer el
deseo. Este amor al prójimo que me ama tendrá que
madurar y hacerse oblación. Un amor que busque la felicidad de la
persona amada. No es suficiente con amar para satisfacer mi propia sed. Mi amor
ha de madurar y crecer. Estoy llamado a amar a los que me aman con libertad,
sin crear dependencias. Amarlos buscando su bien, la satisfacción de sus
deseos. A menudo me veo girando en torno a mi ego. Mi orgullo,
mi egoísmo, mi autocomplacencia.
Digo que amo con la boca, pero mis gestos me contradicen. No soy fiel a mis
palabras. Me guardo siempre esperando que el otro me dé más de lo que yo
entrego. Mido. Llevo cuentas del bien y del mal. No funciona. El equilibrio
nunca se da en el amor. Normalmente el amor es asimétrico. Eso me agrada.
Quiero aprender a amar al otro más de lo que me ama. Con más ternura, de forma
más incondicional, sin medir,
sin llevar cuentas
ni del bien ni del mal. Un amor así no es sencillo.
7 J. Kentenich, Envía
tu Espíritu
8 Kentenich Reader Tomo 3:
Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
¡Cuántos vínculos rotos!
¡Cuántas personas fracasan
en sus relaciones personales! No logran
ser buenos esposos, buenos padres y madres, buenos hijos. Sus relaciones
fundamentales fracasan porque no han madurado en su vida afectiva. Siguen
conjugando todos los verbos en primera persona. Quieren ser felices
ellos. Si es posible con
las personas a las que aman. Y si no es posible, sin ellos. No importa.
Saben que el amor es lo más
importante en sus vidas, pero
ponen otras cosas por delante. Su fama, sus
proyectos, sus trabajos, sus hobbies, sus deseos. Ponen por delante el cuidado de sus intereses y la persona
amada pasa a un segundo
plano. No importa
su vida. La que
importa es la mía. Esa forma de amar me acaba hiriendo
y enfermando. Y en medio
de mis heridas ya soy incapaz
de amar bien.
Porque temo que me hagan
daño de nuevo.
No quiero sentirme
otra vez despreciado. Y entonces amo menos, me comprometo menos,
me doy menos.
Construyo muros en lugar de puentes.
La herida de amor pesa en el alma. Es la herida
que me incapacita para crear vínculos sanos, profundos y maduros. A menudo no cuido las relaciones que creo tan importantes.
Digo que sí, que me importan, pero luego mi vida con sus intereses ocupa el primer
lugar de todos mis esfuerzos. Me sorprende la
pobreza del amor humano en tantas personas. Sin la renuncia es imposible que el amor crezca. Tengo que ser capaz de amar a mi prójimo
más que a mí mismo.
Ponerlo en el centro mientras yo y mis intereses
pasamos a un segundo plano. No es tan fácil, pero es el verdadero camino de la
felicidad. Un amor que se alegra con el bien de mi prójimo. Un amor que supera
todas mis incapacidades. Un amor así es el que quiero, capaz de sacrificarse,
capaz de entregarse sin medida, capaz de
buscar siempre el bien del otro.
El amor llamado Caritas es un amor que desciende. Ama
abajándose, donándose. El amor que deseo es el de
caridad para mirar así al que Dios pone en mi camino. Va más allá de la
búsqueda de mi propio bien. Es un amor que casi me parece imposible. ¿Cómo
puedo amar a aquel por el que no siento simpatía? ¿Cómo puedo amar a mis
enemigos? ¿Cómo amar al que no me gusta, al que me critica y juzga, al que
simplemente aparece en mi vida exigiendo mi amor? Para el hombre es imposible. Pero no para Dios. Me conmueve la conversión de S. Francisco: «Viví durante
veinte años como si Cristo no existiese. Por
entonces, me repugnaba y amargaba ver leprosos. Pero Dios mismo
me condujo a ellos,
y en el encuentro con ellos despertó mi amor. Se transformó en la felicidad (dulzura) más íntima para el cuerpo
y el alma lo que
hasta entonces me parecía amargura. Poco después, abandoné el mundo burgués»9. Francisco no era capaz de amar a los leprosos.
Y veía que Dios los ponía en su camino.
Él se alejaba y huía con miedo. Su presencia le producía repugnancia. Su
encuentro con Jesús lo hace capaz de un amor que es caridad. Un amor que
desciende para abrazar a aquel al que me cuesta
tanto amar. Es ese el amor que Dios quiere despertar en mí. Un amor sin
límites. Un amor que se abaja. La gran barrera del amor es el orgullo. Cuando
renuncio a mi amor propio puedo llegar a
amar con más libertad. Querer al que me hace mal. Amar al que no me
gusta ni me agrada. ¿Es posible? ¿No estaré fingiendo? Santa Teresita es
conocida por su esfuerzo por amar a aquellas hermanas de comunidad que le resultaban difíciles: «Trataba
de prestarle todos
los servicios que
podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas»10. Una monja que le costaba
de forma especial, le preguntó un día: «Podría decirme, Sor Teresa del Niño Jesús,
¿qué es lo que tanto
le atrae en mí? Cada vez que me mira la veo sonreír»11. Lo que le atraía era Jesús en su corazón. Me impresiona esa forma de amar, de
mirar, de tratar al prójimo viendo a Jesús en su alma. Quisiera mirar yo así a
los que tengo a mi lado. Tratarlos con delicadeza
y ternura. Volcarme en ellos hasta el punto de que ellos puedan percibir el
amor de Dios en mí. Esa actitud de santa Teresita lograba producir en ella, que
lo que antes era desprecio, se acabara convirtiendo en amor. No era
fingimiento. Era amor verdadero. Dios lo puede todo. La verdad de sus obras, de sus sonrisas, de sus gestos de
amor, acababa cambiando su propio corazón. Como Francisco al besar al leproso.
Es lo que yo deseo. Amar con obras, con gestos, con actos concretos que me
cambian a mí por dentro y a aquel que Dios pone en mi camino. Si llegara a amar
así, escucharía que Jesús
me diría: «No estás lejos del reino de Dios». El
reino de Dios nace en mí cuando amo. Cuando le pido a Dios ser capaz de amar con su amor. Es ese amor el que yo más deseo.
9 Niklaus Kuster, Francisco
de Asis: el más humano de todos los santos
10 De Lisieux, Teresa. Historia de un alma
11 De Lisieux, Teresa. Historia de un alma
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