domingo, enero 28, 2018


IV Domingo Tiempo ordinario
Deuteronomio 18, 15-20; 1 Corintios 79 32-35; Marcos 1,21-28
«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen»
28 enero 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Me levanto y digo que sí a Dios. Sí a mi vida como es. Sí a los miedos. Sí a la realidad sin maquillajes. Sí al perdón y a pedir perdón. Sí a agradecer por lo que la vida pone entre mis manos»
Me levanto por la mañana y puedo ver de repente que no todo tiene luz en mi vida. Hay también sombras y oscuridades. Hay vacíos y soledades. Tiembla el corazón ante la falta de claridad. No todo es luz. El Papa Francisco en su visita a Chile comentaba: «En los momentos en los que la polvareda de las persecuciones, tribulaciones, dudas, etc., es levantada por acontecimientos culturales e históricos, no es fácil atinar con el camino a seguir. Existen varias tentaciones propias de este tiempo: discutir ideas, no darle la debida atención al asunto, fijarse demasiado en los perseguidores... y creo que la peor de todas las tentaciones es quedarse rumiando la desolación. Sí, quedarse rumiando la desolación». Me da miedo que esta tentación de rumiar la desolación se apodere del alma. Rumiar, imaginar, pensar, temer, creer. Y el corazón se llena de dudas y miedos. Y si todo no es tan bonito como yo pensaba. Y si la fuerza y pasión de los primeros momentos del amor ha dejado paso a la duda y la debilidad. Y si el fuego de la primera llamada languidece con las circunstancias hostiles, negativas, duras, con los fracasos. El corazón tiembla en medio de la tormenta. Me gustaría no rumiar la desolación. No pensar demasiado en mis fracasos. No lamentarme tanto y darle muchas vueltas a las cosas. Porque los males se agrandan, igual que las ofensas y las heridas adquieren una nueva profundidad. ¿Cómo voy a poder seguir adelante después de lo ocurrido? Jesús no quiere que rumie mi desolación. No quiere que la desilusión eche por tierra todos mis sueños. No quiere que deje de soñar con cumbres altas y me quede estancado. Comentaba el Papa en Chile: «En medio de nuestros pecados, límites, miserias; en medio de nuestras múltiples caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericordia. Cada uno de nosotros podría hacer memoria, repasando todas las veces que el Señor lo vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia. No estamos aquí porque seamos mejores que otros. No somos superhéroes que, desde la altura, bajan a encontrarse con los mortales. Más bien somos enviados con la conciencia de ser hombres y mujeres perdonados. Y esa es la fuente de nuestra alegría». Yo soy tan pecador como los que me persiguen y hacen daño. Soy tan débil como aquellos a los que condeno. Soy tan frágil como los que me han decepcionado y no perdono. Me levanto lleno de confianza. Porque he experimentado la misericordia de Dios en su mirada. Necesito su perdón una y mil veces para poder yo perdonar a otros. No me jacto de no haber caído nunca. No me creo mejor que otros. Me gustaría sentirme así siempre. Pequeño y alzado. Caído y levantado. Pobre y rico. Pero no me quedo rumiando mis penas. Lamentando mis fracasos. Echando en cara a Dios que se ha olvidado de mi suerte. Por eso me hace tanto bien perdonar y volver a levantarme. Me gustan las palabras del Papa Francisco: «Quien no perdona no tiene paz en el alma ni comunión con Dios. La pena es un veneno que intoxica y mata. Guardar el dolor en el corazón es un gesto autodestructivo». No me perdono a mí mismo y por eso no me siento perdonado por Dios. No creo en su misericordia. Y también por eso no perdono a otros. No cae de mis ojos la venda de la tristeza. Dejo de tener paz. Y rumio la pena. Sueño con tener un corazón firme, valiente, alegre. Un corazón que se mantenga como el junco en medio de los vientos. Con raíces profundas. Decía el P. Kentenich: «Si queremos formarnos como personas de carácter firme, debemos aprender a decir ‘Sí’ a nuestras cruces diarias, y estar preparados también para soportar alguna vez cruces más dolorosas»[1]. Cruces pesadas que me hagan pensar que no hay salida. Y me hagan pensar que puedo romperme. Sé que sí hay sol por la mañana. Aunque ahora sea de noche. Quiero entregarle a Dios mi pena, mi desolación, mi miedo, mi angustia, mi tristeza, mi fracaso. En esos momentos dudo de todo y pienso que nada ha sido verdad. Que nada de lo vivido ha sido cierto. La tentación de la desolación. Puedo llegar a desconfiar de mí mismo. Del poder de Dios. De la verdad de todos los que me aman, a los que amo. Puedo dudar de su llamada, de esa voz que escuché un día junto a mi lago. Por eso decido hoy no quedarme rumiando mi desolación ni mi pena. Me levanto de nuevo y digo que sí a Dios. Sí a mi vida como es hoy. Sí a los miedos en medio de la oscuridad. Sí a la realidad ya sin maquillajes. Sí al perdón y a pedir perdón. Sí a agradecer por tantas cosas que la vida pone entre mis manos. Me levanto confiado. No dudo más.
Quiero aprender a vivir en positivo. En color y no en blanco y negro. Apreciando los grises y descubriendo lo bueno que la vida me regala. Escribía Oscar Wilde: «Todos vivimos en el fango, pero algunos miramos las estrellas». No siento que viva en el fango. Pero corro el peligro de dejar de mirar las estrellas. Me fijo sólo en el negro o en el blanco. Lo perfecto o lo que está mal. Y no veo las sutilezas, los matices. No acabo de comprender que en mi corazón habita el mal con el bien, la cizaña con el trigo. No todo está mal. No todo está bien. No en todo soy maduro. Ni en todo inmaduro. No todo en mí es pecado, ni todo virtud. Esa mirada positiva sobre la vida me ayuda. Acepto la realidad con sus grises. Pero siempre acogiendo la luz de Dios. Por eso quiero aprender a mirar más las estrellas. Me gusta hacerlo, es verdad. Me gusta mirar el cielo lleno de luz en medio de la noche. Y pensar que mi vida, en comparación con el firmamento, es tan pequeña, tan insignificante. Y tan valiosa al mismo tiempo. Y pienso entonces en el valor infinito de toda mi entrega invisible. Y veo que si miro las estrellas ayudo a muchos a mirar más lejos, más alto, más dentro. Me gustaría ser profeta de Dios en medio de los hombres que viven en tinieblas. O han perdido el rumbo. O están tan heridos que ya no ven la luz en medio de la noche. Y escucho hoy: «Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande». Jesús era profeta. Los santos son profetas. Todo el que recibe una palabra de Dios para entregar a los suyos es profeta. Yo soy profeta. El profeta denuncia y alerta. El profeta mira más allá del problema del momento. Tiene una mirada con más altura. Mira las estrellas. Y hace con su fuerza que muchos levanten la mirada de sus problemas. Tengo la tentación de pensar que mi vida con sus dificultades es la más dura. Y veo que lo que a mí me pasa no le pasa a nadie. Como si la mala suerte o algún destino fatal me hubiera caído a mí por desgracia. Y cuando caigo en mi debilidad, encuentro que el fango de mis pasos es el más negro. Y no confío en que todo pueda ir mejor. Me gustaría tener una mirada de profeta. Tener palabras de profeta que levanten el espíritu cuando esté muy bajo. Quiero tener palabras para los que necesitan soñar. Y tener silencios para los que buscan descansar. Quiero ser paciente con el inquieto. Y animar con pasión al que duerme la vida. Pretendo alimentar la esperanza que tengo entre mis manos. Y le pido a Dios que no deje de sembrar palabras dentro de mi alma. Deseo, sí, abrazar un amor más grande que no merezco. Y sé que el deseo es la fuerza que mueve siempre mis pasos. Me levanta cada mañana. Y me hace sonreír en medio de los truenos. Aunque haya caído una vez más. He perdido la cuenta. O me haya dolido de nuevo la herida de siempre. Y no vea la utilidad de tantas cosas que hago. En eso momentos vuelvo a mirar el cielo, miro las estrellas. Y sé que mi vida hoy es antesala del paraíso. Como me recuerda el P. Kentenich: «La inquietud de nuestro corazón y todos los sueños de nuestra vida son, por último, sueños del paraíso. El hoy y el mañana han de ser considerados sólo como transiciones»[2]. Me gusta pensar que estoy de paso por esta tierra que piso. Es tan fugaz el éxito que sueño. Es tan pasajero el fracaso que temo. Lo que me quita hoy la paz mañana es parte de mi olvido. Anhelo ser ese profeta que anuncia un mundo nuevo. O simplemente muestra las huellas de Jesús sobre la arena y las estrellas. Él es el camino, la verdad y la vida. Y todo lo demás importa poco. Aunque a mí me importe tanto todo lo humano. Pero sé también que Dios puede utilizar todo lo mío para dar vida. Y no son precisamente mis talentos y dones lo que más le sirven. Porque en ellos se oculta su poder y no se ve la gracia. Y ven más mi gloria. Mientras que en mis heridas y fracasos es su Espíritu el que ilumina todo. Eso me alegra. Esa luz me muestra un camino nuevo. Desde mis llagas abiertas. Tantas veces no comprendo cómo hará Dios que mi vida sea fecunda. No lo comprendo. No sé bien cómo ser más fecundo. Porque me empeño en dejar mi huella. No la de Jesús. Sólo la mía. En la JMJ de Cracovia les decía el Papa Francisco a los jóvenes: «Hoy Jesús, que es el camino, te llama a ti, a ti y a ti, a dejar tu huella en la historia». Mi corazón joven quiere dejar huella. Mi nombre grabado para el recuerdo. Quiero dejar una huella clara que muchos identifiquen. Vanidad, todo es vanidad. Quiero dejar mi nombre escrito junto al de Jesús. Eso me basta. Hoy me siento llamado a ser profeta. Me gustaría denunciar la falta de amor en este mundo. De paz, de interioridad, de solidaridad, de silencio. De verdad y de humildad. Me gustaría denunciar que hay tantos vínculos rotos. Y tantos hombres incapaces de tender puentes. Quiero denunciar que no hay constructores de paz. Que no hay silencio suficiente para que mi corazón escuche a Dios. Quiero denunciar que son muchos los que acusan. Y pocos los que construyen. Me gustaría denunciar que hay tantas injusticias que nadie repara. Y que el mal en el mundo comienza en mi propio corazón. Quiero anunciar que Jesús trae un mundo nuevo. Cuando digo que sí y acepto que mi vida sólo vale cuando sirvo. Cuando me entrego. Cuando amo. Y si no sirvo bien, mi vida deja de servir. Me gustaría anunciar un mundo nuevo que comienza cuando pierdo el miedo a lo que viene. Y dejo de asegurarme un futuro que no me pertenece. Y dejo de almacenar reteniendo la vida, por miedo a perderlo todo. Quiero anunciar un mundo nuevo que nace de mi sonrisa que calma las ansias. Y de la ternura de mis manos y palabras. Me gustaría proponer un cambio de perspectiva. Tomando distancia de mis miedos y agobios. Y dejándolo todo en las manos de un Dios que me quiere con locura. Eso es lo que anuncia hoy mi voz. Y proclaman mis palabras. Quiero empezar de nuevo abriendo brecha en el mundo que necesita, porque tiene sed, el agua que viene de las estrellas.
El evangelio de hoy me habla de los inicios de la vida pública de Jesús. Los domingos anteriores Marcos y Juan cuentan cómo eligió a los apóstoles. Los llamó por sus nombres. Quiso compartir la vida con ellos. Antes de comenzar formó una comunidad. Hoy Marcos me habla del lugar donde todo comienza: Cafarnaúm. La ciudad más cercana a su casa. Cruce de caminos, a orillas del lago de Tiberíades. Allí vivía Pedro. Es el lugar en el que Jesús hizo más milagros. Allí comenzó Jesús su vida de predicación. Hoy sólo quedan ruinas. No supieron escuchar sus palabras. No supieron interpretar sus signos. Hoy no queda piedra sobre piedra. Jesús, el peregrino, el caminante, el que no tenía un lugar en el reclinar su cabeza, sí tenía un lugar donde volver cada día en esos primeros tiempos de predicación. Tuvo una casa. Predicaba los sábados en la misma sinagoga: «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad». Cuando Jesús habla y enseña lo hace con una autoridad que hasta los malos espíritus le obedecen: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen». Hoy no nos cuenta Marcos lo que decía Jesús. No importa tanto. Sólo importa cómo lo decía. Su forma de hablar. Predicaba con autoridad. ¿Con qué autoridad? ¿Qué significa hablar con autoridad? Me llama la atención esa afirmación. Jesús era el hijo de un carpintero. Había vivido en Nazaret, un lugar pequeño y escondido. Humanamente no tenía títulos que le confiriesen autoridad. Me gusta esa manera de describir su predicación. Pienso que significa que lo que dice lo vive. Que sus palabras van avaladas por sus obras. Es verdad que los hechos en la vida de Jesús tienen más fuerza aun que sus palabras. La coherencia de vida. La verdad. Habla de lo que vive y vive según habla. Así predicaba Jesús. ¿Cómo son mis palabras? ¿Cómo está de unido mi actuar y mi hablar? En Jesús no había mentira, ni afán de poder. No es fácil el juego de la autoridad. Jesús habla con un poder que viene de Dios. Sus actos y sus palabras son coherentes. Tiene autoridad ante el pueblo porque ven su vida y escuchan sus palabras y creen en la verdad de lo que dice y vive. Yo tantas veces creo tener autoridad. Por mi cargo, o mi tarea. Me la han dado. La he conseguido. Pienso que los títulos me dan autoridad. Como si un nombre, o un estudio, o un reconocimiento, fueran el fundamento suficiente de mi autoridad. ¡Cuánta pobreza en mi mirada! La autoridad no me la dan los títulos. Tampoco los logros. Ni los merecimientos. La autoridad viene de la coherencia de mi vida. Pero no la tengo. Muchas veces mi autoridad no viene de Dios. Quiero imponer mi autoridad. Quiero que me obedezcan. Que piensen como yo pienso. ¡Es tan fácil caer en esta tentación de abusar de mi autoridad! Pretendo imponer mi autoridad y que me sigan y respeten. Pero al querer imponerla la pierdo. Quiero que me obedezcan por mi cargo, a la fuerza. Una autoridad de la que a menudo carezco. Y reacciono mal cuando no me siguen. Me duele que no me escuchen y respeten. A veces la autoridad se gana con dificultad y se puede perder fácilmente. Un tropiezo, un acto fallido, un descuido. La autoridad moral es la que más deseo. Y sólo tiene lugar cuando mis actos y mis palabras son coherentes. Cuando mi vida avala mis palabras. Cuando lo que vivo se corresponde con las decisiones que he tomado. Y también sé que a veces puedo usar mal mi autoridad y abusar de ella. Decía Jean Vanier: «El ejercicio de la autoridad, volverse padre, es una de las realidades más difíciles. Utilizar la autoridad para que el otro se levante. El peligro es usarla para controlar y poseer. Una madre puede querer controlar a sus hijos porque se siente vacía por dentro. Cuando ya no siente el amor afectivo y efectivo de su marido. Jesús no nos va a obligar a hacer cosas que no queremos hacer». Quiero una autoridad que sea servicio a la vida ajena que se me confía. Una autoridad que no me lleve a querer controlar a los demás e imponer mis puntos de vista. Una autoridad que dé vida a muchos. Una autoridad como la de Jesús, que es una autoridad que no se impone nunca con la fuerza.
Jesús no pretende que haga lo que yo no quiero hacer. Su autoridad surge del amor y me atrae. Pienso en la autoridad del Papa Francisco. Sus palabras se corresponden con sus obras. Hay amor en ellas. Pero a veces parece que para algunos el papa deja de tener autoridad cuando no dice exactamente lo que ellos esperan. Buscan confirmar su postura y su pensamiento para así reconocer su autoridad. Me puede pasar a mí lo mismo. Respeto la autoridad del que piensa como yo. La autoridad del que está de acuerdo con mis puntos de vista. Y rechazo al que no está de acuerdo conmigo. Jesús tiene la autoridad de un profeta. Enseña y su palabra tiene fuerza. Su palabra cambia la realidad que toca. Es una palabra creadora. Tiene una autoridad que nace del amor. ¡Qué importante saber utilizar bien la autoridad que Dios me da! Decía el P. Kentenich: «Quien domine a los hombres por el temor, ejercerá su autoridad sobre ellos sólo mientras empuñe el látigo. En la educación todo depende de la captación de ese instinto de amar que hay en el ser humano; y la manera más rápida de captarlo es cuando la persona se sabe amada. He ahí la maravillosa pedagogía de Don Bosco: - Dios me ama. El hombre debe experimentarse amado por Dios para que se despierte su instinto de amar»[3]. Es la autoridad de Dios. Así despierta Dios vida en mi corazón. Me ama y mi amor brota del alma. Es la respuesta del alma. Ejerzo bien mi autoridad cuando amo. Cuando me entrego, cuando pongo mi corazón como prenda. Es la autoridad del que lo da todo por amor. Por eso no quiero ejercer mi autoridad provocando miedo en los que me siguen. Como ese padre déspota que exige la sumisión absoluta de sus hijos. El P. Kentenich habla del miedo a la autoridad: «¿Conocen personas que temen el trato con autoridades o superiores? Por ejemplo, alguien ha tenido una relación cordial y fluida con otro; pero de pronto este último se convierte en su rector y al enfrentarlo en su nueva investidura siente que la angustia le oprime el corazón y le hace temblar las rodillas. El miedo a la autoridad es real. Existen muchos católicos que no sienten ante Dios un temor filial y respetuoso, sino un miedo de pánico del que jamás se librarán»[4]. La autoridad que se mantiene por miedo no es la autoridad que desea Dios para mí. El poder de Jesús fue el servicio y la entrega. Nunca el miedo. Como leía el otro día sobre Jesús: «Su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad de contagiar su fe en la bondad de Dios»[5]. Esos rasgos suyos hacían creíble su autoridad. Quiero parecerme a Él. Mi capacidad para acoger. Mi poder para sanar desde las raíces. Ese poder me viene de Dios. Mi fe en el amor de Dios se contagia. Es por eso que no deseo despertar miedo ni tener miedo ante la autoridad. No quiero evitar el trato con el que tiene un cargo que le da autoridad sobre mí. Y tampoco quiero tener miedo a Dios. Dios me quiere. Dios me abraza. Me sostiene en mi fragilidad. No es un Dios juez, exigente y duro, que me mantiene a raya bajo la amenaza del castigo. No quiero a ese Dios frío y lejano. Pero sé que a veces me vuelvo temeroso de Él cuando temo su juicio. Esquivo su mirada y me escondo en mi pecado. No me acerco a Él cuando he caído. Como temiendo su juicio sin misericordia. Esa no es la autoridad que Dios quiere que yo ejerza. No es la autoridad que tiene sobre mí. Dios me ama. Por eso no quiero despertar miedo en los que buscan ser amados. No deseo que otros me escondan su fragilidad pretendiendo así buscar mi aceptación. Puede ser que sea yo el que se protege y se muestra perfecto e infalible ante los demás. Un padre sin fisuras. Un modelo de paternidad. Como si no tuviera grietas ni heridas. Como si yo no fuera vulnerable. Mi perfección y mi infalibilidad asustan y alejan al que se acerca. Crean una distancia insalvable. No ejerzo mi autoridad cuando temen mi juicio, cuando no se atreven a mostrarme los fallos por miedo a mi rechazo. ¿Quién desea aparecer en su verdad desnuda ante quien aparentemente no comete errores y es tan exigente? Dios me ama y me enseña a mí cómo tengo que amar. Poniendo mi vida y mi corazón, como prenda. Mostrando mi fragilidad sin miedo al rechazo. De mi generosidad constante es de dónde surge la vida. De mi servicio desinteresado que no pide nada a cambio. La autoridad está llamada a despertar vida. Y a cuidar la vida que se le confía.
Siempre me da vueltas el tema de los milagros. Hoy escucho cómo Jesús hace uno. ¿Cuántos milagros hizo Jesús en esos tres años de vida pública? Las fuentes me dicen que son treintaiocho los milagros recogidos en los Evangelios. Habría más, seguro. Pero no me parecen muchos teniendo en cuenta cuántos enfermos pudo encontrar Jesús, cuántos heridos a su alrededor, cuántas muertes. ¡Cuánta gente necesitada de su fuerza y su poder habría en Tierra Santa en su tiempo! Fueron pocos milagros. Pudo hacer muchos más. ¿Por qué no curó a todos? Pienso en todo el dolor que hay hoy a mi alrededor. ¿Por qué no salva a todos? Pido milagros justos. Cosas que son buenas. Pienso que ser curado por Jesús es sinónimo de ser amado por Él. Elegido. Llamado. Mirado. Cuidado. Rescatado. Y pienso que no ser curado es lo contrario. No me sé amado de forma especial. Ni predilecto. Ni escogido. Pertenezco al grupo inmenso de los que no son sanados por Él. Al grupo de los invisibles. No al grupo de los elegidos. Lo reconozco. A mí también me gustaría ver milagros, ser objeto de un milagro, ser sanado en mis heridas. Rezo pidiendo milagros y los espero. Y cuando no suceden. Entonces me siento menos amado, menos elegido, menos tomado en cuenta. Como si Jesús al pasar no se hubiera fijado en mí. Me frustra ver cómo se aleja de mi vida. Mira a otros más que a mí. No a mí. Pienso en tantas personas a las que Jesús cura. Pero a mí no. A los míos no. Y he rezado tanto. Los evangelistas cuentan que la gente perseguía a Jesús para tocarlo. Llamaban su atención. Tenían fe en que sólo con tocarlo bastaría para quedar sanos. No necesitarían su palabra. Ni siquiera su atención. No tenían que ser mirados. Sólo tocarlo bastaba. Pero muchos no fueron curados. Me impresiona esa fe. No sé si la tengo. Quiero que Jesús me hable, me mire, me toque. Y quiero esos milagros extraordinarios que tanto me llaman la atención. Esos que me sorprenden y despiertan mi asombro. Igual que las conversiones espectaculares. Esas que emocionan mi alma. Lo cotidiano me parece menos atractivo, casi aburrido. María en el Santuario no realiza milagros tan espectaculares. Sus milagros son milagros de gracia. Milagros que suceden en el silencio del corazón. Ocultos a los ojos curiosos de los hombres. Dios cambia mi alma y empiezo a vivir de forma diferente. Dios cambia mi mirada y comienzo a ver lo que antes no veía. Es un milagro inmenso que a veces no valoro. No doy gracias por los milagros cotidianos. Tal vez me creo con derecho a ellos y los doy por evidentes. Mi salud. El amor que recibo. Una vida estable. Una fecundidad que me sorprende. Todo me parece lógico. Me parece poco. No doy gracias por lo cotidiano. Por todo aquello a lo que me creo con derecho. Pero no es así. A diario suceden milagros a mi alrededor. Tal vez me falta fe para verlos. Me he acostumbrado a la vida. Y me decepciona ver que Dios no hace los milagros que le pido. Había creído en un Dios hacedor de milagros sorprendentes. Y cuando me toca a mí, no sucede lo que le pido, lo que espero, lo que sueño. Me gustaría aprender a ver a Dios actuando a mi alrededor. Como esa presencia invisible que todo lo cambia sin que el mundo se dé cuenta. Decía el P. Kentenich: «Cuando la fe en la Divina Providencia ha calado hasta la médula, cuando se ha convertido en una segunda naturaleza, uno se ve rodeado en todas partes (incluso en las cosas más simples) por mensajeros y mensajes de Dios»[6]. Quiero esa fe que cree en un Dios providente que me conduce con su amor. Una mirada pura capaz de ver milagros sencillos, escondidos. Quiero descubrir a ese Dios que se abaja a lo más íntimo de mi alma. Me sostiene y me muestra el camino a seguir. Y yo debo aprender a ver milagros por todas partes. No de esos espectaculares que nadie puede refutar. Sino esos otros que pasan desapercibidos. Ocultos. Silenciosos. Me gustan esos milagros que no pido porque me creo con derecho a ellos. Pero me engaño. Son gracia. Son un don. Un regalo que recibo sin merecerlo. Quiero tener más fe para ver a Dios abrazando mi espalda, sosteniendo mis pasos, conduciendo mi vida. Le pido a Dios el milagro de verlo en mi vida, en mi lago, en mis hábitos, en mi carne. Le pido el milagro de aprender a vivir. El milagro de enfrentar los miedos con una confianza que no es mía. Le pido el milagro de saber asombrarme de los regalos que me hace cada día. El milagro de saber interpretar su voluntad y cumplirla. Y decir como me enseña S. Francisco de Sales: «Nada pedir. Nada rehusar». Pido demasiado. Quiero hacer mis planes. Y que Dios respete con su magia el curso de mi vida. Que no me cambie nada. Que no altere mis sueños. Pienso en ese Dios hacedor de milagros. Y no aprecio esos milagros ocultos y sencillos. Le pido a Dios que me cuide. Y que no llegue nunca a pensar que por no recibir exactamente lo que le pido significa que ya no me ama y ya no soy su elegido. Quiero una fe más madura, más pura. Para no alejarme de Él al sentir su impotencia. Al pensar que no me da gracia tras gracia porque ha dejado de darme su amor. Quiero agradecerle con fe sencilla por lo que tengo. Por lo que me ha dado. Sin querer más. Es un salto de fe.
Jesús, hace milagros al mismo tiempo que habla del amor de Dios. Y de esta forma plasma ese amor en sus manos sanando, abrazando, acogiendo, acariciando: «Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: - ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: - El Santo de Dios». Me imagino la escena. Jesús estaba hablando en medio de la sinagoga. Jesús hablando y un hombre se pone a gritar contra Él. En realidad, ese hombre molesta. Molesta a Jesús. Molesta a los que escuchan. Surge el deseo de echarlo y seguir aprendiendo de Jesús. En la vida hay personas que me molestan. Llegan con sus gritos. Me atacan. Ante la agresión respondo a veces con agresión. A la ira con ira. Y me alejo del que parece odiarme. No miro más allá de sus palabras de ira. No veo al que está escondido detrás de su enfado. Me quedo en las palabras. En el tono de su voz. En sus gestos de amenaza. Jesús no es así, mira el corazón: «Jesús lo increpó: - Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió». ¡Cuántas veces en mi vida la rabia, el resentimiento, la ira, me ofuscan y no me dejan ser quien soy! ¡Cuántas veces me incomodan las personas que han perdido la mirada reposada, que reclaman, que gritan! Jesús no es como yo. Él tiene la misión de sacar lo más verdadero de cada hombre. De darles su dignidad. De levantarlos. Hoy sucede esto. Jesús con su palabra libera al endemoniado de sus esclavitudes. Rompe sus cadenas. Su autoridad lo salva. Es el poder del amor que gesta en ese hombre una nueva vida. Me gusta este milagro del alma. No es un milagro físico. Jesús acoge a ese hombre que grita. No mira para otro lado. Ni se va. No lo echa. Él ve más allá de las palabras llenas de ira. Ve que está atado por dentro, que es esclavo. Que está encadenado. Ve su oscuridad, su rabia, su falta de libertad. Ve su herida más profunda y su grito del alma más allá de sus palabras hirientes. Jesús pasó por el mundo haciendo el bien, curando y sobre todo liberando a los oprimidos. Desatando esclavitudes. Quitando angustias, miedos y mentiras. Ese hombre no era él cuando grita. Jesús ve siempre el corazón, ve la profundidad, ve la necesidad. Su autoridad lo salva. Es Dios que toca a todos, que ama a todos, que perdona, que mira dentro el corazón y no juzga por apariencias. Con infinita ternura y misericordia trata a este hombre. Jesús ama como sólo puede amar Dios. Esa es su autoridad. Da la paz cuando hay angustia. Ese hombre estaba fuera de sí y de repente recuperó su centro. Los ojos de Jesús, su palabra, calmaron su tempestad y lo liberaron de las cadenas. Tantas veces le pido a Jesús milagros externos, que se cumpla mi voluntad. Me olvido de pedirle que libere mi corazón, que desate mi rabia, que calme mi herida, que me deje sacar lo mejor de mí, que me devuelva mi dignidad de hijo de Dios. Es el mayor milagro. Jesús es quien me salva, quien me libera y me enseña la vida que merece la pena. La vida de la entrega desde lo que soy. ¿Cuál es mi cadena, mi rabia, mi rencor, mi oscuridad? ¿Por qué a veces salto con ira y palabras hirientes ante la menor frustración? ¿Qué sombras de mi alma hoy quiero pedirle a Jesús que toque? Me gustaría ser más libre. Tener menos rabia, menos odio. Me gustaría tener los ojos de Jesús. Mirar más allá de los que tienen rabia. Mirar dentro del alma su verdad. Ser capaz de mirar con misericordia y admiración al hombre con el que me encuentre. Su sed. Su dignidad. Su nombre. Su herida. A veces su muro me impide ver y no soy capaz de mirar más allá de esa muralla. Jesús me enseña a tocar heridos. A eso quiero dedicar mi vida. Él me toca también a mí con infinito amor. A veces estoy atado por dentro y no me doy cuenta. No soy libre. Estoy encadenado por recuerdos, experiencias negativas, prejuicios, etiquetas que pongo o me ponen. Jesús baja hasta mi alma para tocarme justo ahí, donde más me duele. No pasa de largo buscando hombres perfectos. Le importo yo, con mi pequeña y gran vida, con mi corazón herido. Ahí, en lo más hondo de mí, es donde Él quiere soplar una vida nueva desatando lo que me ata y me impide caminar y de alguna forma ser feliz. Dios me quiere libre y feliz. Ese hombre endemoniado fue liberado. Jesús vio su necesidad. Ahora es libre. Puede elegir seguir a Jesús o no. Jesús vio su verdad, su sed. ¿Fue capaz este hombre después de ser sanado de ver la verdad de Jesús y seguirlo? Creo que sí, pero en cualquier caso, Jesús le dio la libertad para decidir qué pasos dar. Lo liberó al amarlo. Así quiero liberar yo.



[1] J. Kentenich, Lunes por la tarde nº1, p. 214
[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios
[4] J. Kentenich, Niños ante Dios
[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[6] Christian Feldmann, Rebelde de Dios

domingo, enero 21, 2018

III Domingo Tiempo ordinario
Jonás 3,1-5.10; 1 Corintios 7, 29-31; Marcos 1, 14-20

«Jesús les dijo: - Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.

Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron»
21 enero 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero tener un corazón capaz del encuentro. Quiero ser capaz de tender puentes. Estar abierto a conocer, sin prisas, a quien sale a mi encuentro. Dispuesto a perder el tiempo con cualquiera»

Me gustaría ser capaz de mirar a las personas quitándome los prejuicios. Mirar con asombro. Abierto a la sorpresa. Mirar lo que se ve en la apariencia y mirar muy dentro del corazón, lo que nadie ve, lo que tantas veces no veo. Mirar con curiosidad, sin miedo, con alegría. Mirar con admiración, sin temer involucrarme al mirar, al crear lazos. Porque el amor me involucra. Mirar sin juzgar, sin condenar, sin rechazar. Pero lo reconozco, a veces me encuentro juzgando intenciones en mi corazón. Me asusta lo que veo y juzgo. O me producen rechazo las actitudes que observo, y me alejo. O surgen los juicios lentamente en el alma, a veces con motivos, casi siempre sin ellos. Creo que al prejuzgar a las personas me pierdo algo importante. Dejo de abrirme a la verdad de cada uno. Me pierdo algo de la luz que brilla en muchos corazones. Juzgo por mis miedos, por mis prejuicios. Y a la vez que juzgo, eso creo, soy juzgado. Miro y aparto la mirada. Soy mirado y apartan la mirada de mí. Me gustaría mirar la vida, mirar a los hombres, con intensidad. No quiero quedarme en la superficie. Es verdad que los juicios me asustan. Los míos y los de los hombres. Como si quisiera impresionar al mundo con mis cualidades y talentos. Sé también que mis juicios asustan a muchos. Porque son prematuros, o quizás injustos. Me falta libertad interior frente a mis prejuicios. Y no tengo libertad interior ante el juicio de los hombres. Todo me influye. Pretendo ser aprobado siempre y en todo lo que hago. Comenta el P. Kentenich: «Los conocimientos y vivencias cosechados en los años de prisión fueron útiles para aumentar la independencia ante el favor y el juicio humanos, y acrecentar la dependencia de Dios y de la valoración que hace Dios»1. El P. Kentenich era un hombre libre. Siempre me ha impresionado su libertad interior para no temer el juicio ajeno. Esa es mi meta cuando miro su vida. Es mi sueño.
Quiero ser un hombre plenamente libre. Libre para acercarme  sin miedo  a los hombres. Libre  para darme sin  temer  el juicio. No  quiero tener miedo  de ser  yo mismo sin pretender  ser  otro,  sin ocultar mi verdad. No sé si lo conseguiré algún día.  A  menudo  construyo  mi  autoestima  sobre  las afirmaciones que recibo. Y me lleno de tristezas ante los juicios que escucho, cuando son críticas y condenas. Incluso difamaciones o calumnias. Poco importa. Quiero ser libre frente a ello. Un hombre libre, capaz de ser yo mismo en cada circunstancia. Libre para  tratar  con  la  misma libertad con  un pastor de ovejas que con reyes y grandes empresarios. Con gente sencilla igual que con personas adineradas. Con mendigos e indigentes lo mismo que con personas influyentes. Con enfermos  y con niños. Con aquellos que me importan y con esos otros  a los  que apenas conozco.  Siempre  ser  yo mismo. Sin tapar mi verdad, oculta a veces tras mis disfraces. Sin miedo a que  descubran mis  heridas. Sin máscaras  que me protejan de  las  agresiones.  Yo mismo desnudo  ante los  hombres.  Como Jesús que se detuvo siempre ante  cualquiera lleno de misericordia. Y  se mostró  en  su  verdad  a  todos  los que querían conocerlo. Creo que el tiempo que vivo es un tiempo de desencuentros. Decía el Papa Francisco en el 2014 a la familia de Schoenstatt: «Hoy día estamos sufriendo desencuentros cada vez más grandes. Desencuentros familiares, desencuentros testimoniales, desencuentros en el anuncio de la Palabra, y del mensaje, desencuentros de guerras, desencuentros de familias. La división, es el arma que el demonio tiene. El demonio existe. Por si alguno tiene dudas. Y el camino es el desencuentro que lleva a la pelea, la enemistad. Babel. Así como la Iglesia es ese templo de piedras vivas, que edifica el Espíritu Santo. El demonio edifica ese

1 Kentenich Reader Tomo I: Encuentro con el Padre Fundador, de Peter Locher, Jonathan Niehaus


otro templo de la soberbia, del orgullo, que desencuentra, porque cada cual no se entiende, porque habla cosas distintas, que es Babel. De ahí que tenemos que trabajar por una cultura del encuentro». Vivo tantos desencuentros. Palabras que separan. Gestos que hieren. Son mis prejuicios los que me alejan y dividen. Juzgo por miedo a ser juzgado. Y me alejo condenando a otros. Me da miedo vivir en Babel donde no dejo que mi hermano me toque, me hable, me ame. Donde no comprendo ni soy comprendido. Donde no amo tampoco porque me he puesto una coraza para no sufrir en exceso. Me abruma el desencuentro en el que tantas familias viven. Tantas personas que se condenan a vivir en guerra, sin paz, sin llegar nunca a conocerse. Y no se encuentran. Quiero tener un corazón capaz del encuentro. Capaz de encontrarme con mi hermano. Quiero ser capaz de tender puentes. Estar abierto a conocer, sin prisas, a quien sale a mi encuentro. Dispuesto a perder el tiempo con cualquiera. El otro día leía que la palabra árabe Alcántara significa el puente. Un puente es un vínculo que une dos lados. Dos orillas, dos mundos. Un puente une a las personas que están lejos. Une a las poblaciones enfrentadas. Une a las familias que se han distanciado. Quiero ser un puente entre el cielo y la tierra. Unir a Dios con los hombres. Ser un puente entre corazón y corazón. que la forma de aislar a los unos de los otros es destruyendo sus puentes, sus vínculos. El corazón se aísla. Deja de estar vinculado con nadie. Alguien sin puentes, sin vínculos, es alguien vulnerable al que es más fácil arrastrar y llevar donde yo quiero. Una persona vinculada, con raíces, tiene más opinión, más criterio, más fortaleza, más independencia. Me gusta pensar en ser yo puente que una dos extremos lejanos. Puente que una la tierra y el cielo. Puente entre los que están más alejados y aislados. Puente que lleve a casa a los que están lejos. Puente por el que muchos puedan pasar para llegar a la otra orilla.

Me da miedo la muerte. ¡Qué difícil es morirse y dejar todo lo que me ata, todo lo que amo, todo lo    que me queda aún por hacer! ¡Qué complicado soltar  al  que  está muriendo  y dejarle marchar libremente! Hablo tantas veces con ligereza del encuentro con los míos  en  el  cielo.  Allí  todo  será pleno, lo sé. Pero luego, cuando se acerca el momento de partir, tiemblo. Hoy escucho: «Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina». ¡Cuánto me cuesta mirar la eternidad que me espera sin miedo y pensar en la plenitud de  la  que predico  sin  temblor!  Hoy ha muerto Juan Bautista.  Injustamente. Y  Jesús sufre  la pérdida.  Se  siente solo.  Cuesta  tanto perder al que muere. Cuesta tanto la muerte. Pienso siempre que el cielo  puede  esperar.  Lo  confieso, me da miedo la muerte. Mi propia muerte. Creo en ese Dios que me espera feliz al final de mi camino.
Sonríe, me abraza y yo confío. Es verdad que me lo creo con la cabeza. Pero no si he llegado a tocar el corazón. Creo en la eternidad y en la presencia espiritual de los que se han ido en medio de mis días. Puedo hablar con ellos. A veces no los siento. Sé que amo la carne y el presente tangible en el que vivo y quiero. Amo lo que soy y lo que tengo. Lo que hago y sueño en este instante que vivo.
Temo la muerte fría que me aleja para siempre de todo lo que me ata. Temo la muerte que no controlo y aparece cuando menos la espero en medio de mi vida, de la vida de los que amo. Me da miedo la muerte y volverme viejo. Y dejar de soñar. Y dejar de tener fuerzas. Decía Bernard Shaw:
«No dejamos de jugar porque envejecemos. Envejecemos porque dejamos de jugar». Me da miedo envejecer sin un sentido. Dejar de estar presente teniendo vida en mi piel. Temo acabar mis horas sin que hayan acabado. Decidir que ya he vivido lo suficiente y no hay nada más que inventar. Me da miedo dejar de ilusionarme con los sueños, dejar de amar y trabajar por Dios. Leía el otro día una poesía:
«Tiene algo extraño el tiempo cuando parte presto. Deja huellas pesadas en mi alma que ha amado. Pues lo sé. Cuanto más quiero, más temo perder. Más me asusta el final del camino. Y más miedo me da la muerte que se acerca. Cuanto más amo, más sufro. Y he pensado a veces no amar, para no sufrir. Pero luego, cuanto más lo pienso, más miedo me da no amar. Y no por el sentimiento. Que que viene y que va. Es más por la hondura dentro de la vida que ahora vivo. Es más porque mis raíces llegan donde ya no veo. Son profundas. Y me duelen. Y temo más que mi muerte la muerte de quien más amo. Temo al final la partida. Y me duele lo que he amado». Me  da miedo  amar muy  hondo.  Porque sé  que  cuando  amo más miedo me da la  muerte. Entiendo que, a quien lo ha perdido todo, le importe poco morir. Es verdad. Es tan humano. A mí me da miedo morir. Y dejar que se vayan aquellos a quienes amo. Y  parece  que  todo importa  menos  cuando  no están los que quiero. Y a la vez me da miedo el tiempo fugaz. Y romper con todo lo que ha sido mío.


Dejar atrás mis sueños y mis deseos. Dejar de respirar los ambientes de siempre. Olvidar las caricias de la piel que se seca. El calor del sol. El frío del invierno. La humedad de la lluvia. Callar tantas palabras que me hablan de vida. Dejar de hablar guardando silencio para siempre. Dejar de caminar por caminos nuevos, yo que tanto he andado. Un punto final a la vida que he amado. No está hecho el corazón para la muerte. No la quiero. No la deseo. Quiero amar aquí en la tierra y para el cielo.
Amar en la carne sembrando semillas eternas. Amar y dejar que el amor ate a muchos a Dios. Un amor para siempre. No quiero que el temor de la muerte me quite las ganas de vivir. Aun habiendo visto partir a quien más amo. No quiero que la soledad de haber amado me llene de amargura y de tristeza. En el dolor de la pérdida levanto la mirada. Quiero reinventarme en medio de mis temores cada mañana. Empezar otra vez sujetando mis pérdidas. Amar de nuevo echando raíces. Temiendo siempre mi muerte y la de los míos. Pero sabiendo que en esta vida lo que cuenta no es el tiempo que tengo. Sino la forma cómo uso los minutos que ruedan por mis manos. No quiero pensar que todo se acaba un día en una oscuridad sin tiempo. En un vacío negro sin luz. Se llena el corazón de luz al pensar en un amor eterno que me espera a la vuelta de la esquina. No dejo de amar aunque me duela. Aunque el temor de morir me duela dentro. Empiezo de nuevo. Me reinvento. Echo hondas raíces que me atan a la vida. Me importa más la calidad del tiempo. La hondura de mis pasos. La densidad de mis palabras. La alegría de mi mirada. Me importa más el amor que siembro. Aún sin ver los frutos de mi vida entregada. Me importa más vivir aunque me asusta la muerte. Vivo en presente. No vivo angustiado por lo que ha sido y ya no es. Me da miedo la muerte. La mía. La de los que amo.
Pero no dejo de amanecer cada mañana. Con el corazón lleno de sueños. Y las mismas ganas intactas de vivir plenamente.

Ahora están de moda los «influencer». Un «influencer» es una persona que cuenta con cierta credibilidad sobre un tema concreto. Por su presencia e influencia en redes sociales puede llegar a influir generando corrientes de opinión. ¿Soy un «influencer»? Creo que lo soy porque soy de Cristo y mi vida tiene influencia. Tal vez no en las redes sociales. Tal vez no me sigan millones ni logre crear corrientes de opinión. Pero influyo por llevar a Cristo dentro. Yo entierro mi vida para que dé fruto en Dios. Yo me entrego en lo que me toca hacer y estoy cambiando el mundo sin que nadie lo vea.
Así es como influyo. Aunque aparentemente nadie sepa lo  que  hago.  Aunque nunca  sea visto  como algo importante. En  ese mundo invisible  de Dios  todo  tiene  un  valor  inmenso.  Ese  entrelazamiento de destinos entre los cristianos hasta la eternidad condiciona mi vida. No hay nunca un cristiano solo. Camino con otros. Soy parte de una corriente de vida que va hacia Dios. Soy parte de Cristo, soy un miembro suyo. Una parte amada de Jesús.  No  hago lo mismo  que otros  hacen. Ni  otros hacen lo  que yo hago. Sufro cuando me comparo con los que son más  reconocidos,  tienen  más  éxito,  o  hacen labores más vistosas. Me da miedo caer  en la  envidia.  S.  Gregorio Nacianceno habla  de  su  amistad con S. Basileo: «Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia. Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Cada uno se encontraba en el otro y junto al otro». Me impresionan sus palabras. Es tan frecuente la envidia. Vivir el uno en el otro es el ideal en Cristo. Así debería ser mi vida en la Iglesia. Camino en    el corazón del otro, con el otro, para el otro. Tengo un lugar en la tierra en el que echar raíces.
Erradico de mi corazón toda envidia. No deseo lo que no poseo. No me comparo. No quiero lo que no hacer. Cada uno conoce su lugar. Yo tengo el mío. ¿Tengo claro mi don, mi misión, mi labor en la Iglesia? Le pertenezco a Cristo. Eso lo sé. ¿Pero de qué forma vivo? Poco importa cuántas cosas haga. Lo que vale es que sea aquello a lo que he sido llamado. Que sea fiel a mi misión y al nombre que Dios me ha dado. Formo parte de Cristo. Vivo mi fe junto a muchos otros. Y lo que haga repercute en todos. Dice el P. Kentenich: «San Agustín nos lo muestra en forma gráfica. Se imagina a un viajero que camina descalzo. Se clava una espina. Entonces todos los miembros inmediatamente se disponen a alejar este mal. El ojo mira, etc. Esta es la verdadera responsabilidad del uno por el otro»2. Lo que a me pasa afecta a Cristo en su totalidad. Lo que haga o deje de hacer tiene su peso. El P. Kentenich, cuando fue al campo de concentración de Dachau en 1942, lo formuló como solidaridad de destinos:

2 J. Kentenich, Texto de la época posterior a Dachau


«Entrelazamiento de destinos es la realidad de lo sobrenatural. Esta verdad fue para mí, desde el comienzo del tiempo de la prisión, algo enteramente evidente. Tras mi decisión de sufrir por la Familia, no había ninguna visión sino el simple tomar en serio la realidad del mutuo entrelazamiento de destinos»3. Él hace tomar conciencia a la Familia de lo verdaderamente importante. En la prisión de  Coblenza  y después en Dachau estuvo unido a la Familia. Él sin libertad exterior. Ellos luchando por su  libertad  exterior. Debían ganar libertad interior. Mi lucha por la santidad me  une  a  muchos.  No  soy  santo  para salvarme yo solo. En una lucha egoísta por llegar antes al cielo. No aspiro a  cumplir  la  voluntad  de Dios para que Él esté contento conmigo. No es así. Formo  parte de  un  cuerpo mayor  que yo.  Un cuerpo en el que Cristo es la cabeza y yo sólo un miembro de su cuerpo. Añade el Padre: «Imagínense una montaña de manzanas. Ahí todo depende de cada una. Si una está mala, puede contagiar a todas las demás. La conciencia de la responsabilidad del uno por el otro es un regalo extraordinariamente grande»4. Importa mi entrega silenciosa. Mi renuncia callada que nadie ve. Mis opciones tomadas ante  Dios  en libertad.  Sé que importa mi fidelidad diaria, aunque muchos no la vean. Importa tanto mi entrega personal.
Aunque yo no vea nada. Mi vida depende de la vida de los otros: «Esta es la imagen ideal de la nueva
comunidad: ese sentimiento extraordinariamente profundo de mutua responsabilidad que, incluso, hace dependiente la vida de unos y de otros entre sí»5. La coherencia de vida ayuda a otros a vivir. No lo veo. Pero sucede. El amor entregado con la certeza de que Dios conduce mi vida y es un amor que repercute en la vida de los demás. Es invisible. Pero sucede. Yo influyo en el todo, tantas veces sin ser consciente. El todo influye en mí. Salvo a muchos. Muchos me salvan a mí. La atmósfera en la que vivo me ayuda a vivir mejor o peor. Todo depende. Las conversaciones en las que participo. Los comentarios que hago y recibo. Las cosas que pienso. Todo construye o destruye mi ser, mi alma, mi entorno. Eleva o abaja mi espíritu. Estoy aquí sosteniendo la Iglesia en el lugar en el que me toca vivir. Tal vez mi lugar no es el más valorado ni el mejor. No me importa. No quiero caer en la envidia, condenando, deseando lo que no poseo. No quiero desear lo que no sé hacer bien. Decido ser solidario. Me importa el todo. Construyo pensando en el todo. Cuando alguien sufre, yo sufro.
Cuando alguien llora, yo lloro. No soy indiferente a la vida que me rodea. Eso hace que me tome más en serio mis pasos. A veces me relajo y caigo en la pereza pensando que puedo hacer poco. Tengo poca capacidad para influir en el mundo. Mis manos no llegan lejos. Mis palabras no tienen eco. Eso creo al menos. Pero no es así. Mi vida tiene peso. El peso que Dios le da. Y Él hace fecunda mi entrega. Aunque yo no vea los frutos que Él produce en mí.

Hoy Jesús comienza la predicación cuando Juan ya se ha ido: «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios». Pienso en la soledad de Jesús sin Juan. En su dolor ante la muerte. Es su primer encuentro con la injusticia humana.  Ha  perdido  a  su  primo,  a  su precursor, al único con el que compartía la misión. Juan lo dio  todo,  dedicó  su vida  a preparar  el camino para Él. Quizás Jesús pensaba compartir  su camino. Y ahora tenía el dolor y el desgarro por        su pérdida. Se sentía solo. Se fue a anunciar el evangelio. Era su misión. Y de alguna manera  era la  forma de seguir cerca de Juan, seguir anunciando a Dios. Recurre a las mismas palabras de Juan. Pero ahora sin él: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio». Jesús habla de la buena noticia que cambia el corazón. Pide la conversión. No parecen palabras suyas.
Sigue el espíritu de Juan en él. Es necesario cambiar de vida para vivir junto a Dios. Para recibir a Jesús. Jonás también predicó para que Nínive cambiara su actitud y su forma de vida: «En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre Jonás: - Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo». Hoy las lecturas me hablan de la necesidad de cambiar de vida. La buena noticia llena el corazón. Jesús me pide que me convierta y crea. Jonás también hace lo mismo. Las palabras mueven mi corazón al cambio. El ejemplo siempre tiene más fuerza. Más que las palabras de Jesús me cambia su vida. Me enciende su entrega. Sé que de mis palabras y de mi testimonio de vida dependen muchas cosas. A veces, como Jonás, puedo alejarme de Dios porque no quiero predicar. Porque no quiero ponerme en las manos de Dios. Porque no quiero vivir como Él me pide. Pero Dios me sigue por los caminos hasta que digo que sí y hablo de lo que vive en mi corazón. Conversión. Cambio de

3 J. Kentenich, Texto de la época posterior a Dachau 4 J. Kentenich, Texto de la época posterior a Dachau 5 J. Kentenich, jornada 1950


vida. ¿Tengo necesidad de conversión? Es la pregunta que siempre vuelve al  corazón.  ¿Tengo  que volver a empezar y cambiar esos hábitos que me hacen daño? ¿Tengo que dejar lo que me pesa para  seguir más liviano a Jesús por los caminos?  ¿Necesito volverme más ligero, más de Dios? El otro día  leía: «Solo puedo describirlo como una experiencia de conversión; y solo puedo decir con total sinceridad que, en adelante, mi vida se transformó. Si mi momento de desesperación había sido de absoluta oscuridad, aquella fue una experiencia de luz cegadora. Supe inmediatamente que podía hacerlo»6. Las palabras de este sacerdote muestran cómo siempre tengo que desear que mi corazón se convierta.  No  estoy  convertido  aún, me falta mucho. Hay sombras en mi alma. Vestigios del hombre viejo que no me dejan ser de Dios. No  quiero acostumbrarme a lo que vivo. Quiero siempre más. Sueño más alto. Espero más de la vida.
Quiero que el toque del Espíritu cambie mi corazón y me haga más de Dios. Me gusta pensar hoy en  esos aspectos de mi vida que necesitan la luz de Dios. Las sombras de mi alma. Necesito una luz  cegadora que me permita seguir adelante. Una luz que me  transforme  por  dentro.  A menudo  me levanto dispuesto a cambiar. Quiero comenzar de nuevo. Quiero ser otro. Quiero luchar como nunca antes. Me lo propongo. Me invento propósitos que me animan a luchar. Descifro la voluntad de Dios. Pero, como leía el otro día: «Nos vamos acostumbrando, sin darnos cuenta, a que la mayoría de nuestras emociones y sentimientos buenos acaben siendo estériles, porque no llegan a la acción, a la vida, al otro. Hoy las emociones son protagonistas, y por eso muchos sienten mucho por lo que pasa a su alrededor, pero pocos hacen algo por cambiarlo y lo cambian»7. Las emociones no bastan para que haya una auténtica conversión.
Quiero volver a empezar. Necesito que me toque la fuerza de Dios para no desfallecer. Quiero que cambie mi corazón por dentro. Necesito convertirme en ese hombre que anhelo ser. Convertirme en Cristo. Cambiar tanto que pueda así dejarme hacer de nuevo por sus manos de Padre.

En el alma de Jesús surge el anhelo de vivir en comunidad. De tener personas a su lado con las que compartir la vida y la misión. Camina junto al lago: «Pasando junto al lago de Galilea». Quería vivir con otros y compartir su intimidad. ¡Cuánta nostalgia de Juan! Juan era el hombre firme e íntegro. El hombre solitario que dedicó su vida a hablar de la verdad. Jesús se dejó bautizar por él en el Jordán. Ahora comienza el tiempo de Jesús. Pero ya no está Juan. Una misión inmensa se va abriendo paso en su corazón. En silencio camina junto al mar de Galilea. Esta frase me habla de Jesús, de su vida. De su paisaje de juventud. ¡Cuántas veces pasearía junto al lago! Se detenía a mirar, a contemplar, a orar ante ese mar de su vida. Cuando uno viaja a Tierra santa se detiene ante el lago en silencio. Es el mar que miró Jesús. Las mismas aguas. Guardo silencio frente a ese mar. Como Jesús. Él guardó silencio allí tantas veces. Jesús pasa frente a mí. Esa es la experiencia más fuerte de mi vida. Dios camina en mi vida y pasa junto a mí. Y me mira. Se acerca a mi vida cotidiana. A mi quehacer diario. A mi lago. En medio de mi rutina. No necesito grandes momentos para que entre. Llega cuando menos lo  espero. Cuando cierro los ojos pienso en Jesús así, caminando a mi lado y mirando. No pasa de largo, corriendo, ajetreado como yo hago muchas veces. Él camina en silencio y mira. Hoy, en el silencio de su caminar, ve a unos hombres: «Vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: - Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él». Los ve. El evangelio me dice sus nombres porque para Jesús siempre fueron únicos. Juan, Simón, Andrés, Santiago. Siempre tuvieron rostro e historia. Siempre fueron amados como eran. Por lo que eran. ¿Qué vio Jesús en ellos que se enamoró? ¿Qué vieron ellos en Jesús que los movió a dejarlo todo por seguirlo a Él? ¿Dónde está la lógica en su actitud? Unos hombres pescando. Unas barcas de la familia. Un negocio que no podía desatenderse. ¿Era necesaria tanta radicalidad en la entrega? Seguro que no vieron los pros y los contras de una decisión tan  precipitada. Jesús vio unos hombres sencillos, sin pretensiones, que cumplían su tarea. El evangelista me dice primero que echaban las redes Andrés y Simón. Después, Juan y Santiago estaban repasando las redes rotas. Me gusta esa forma de hablar de lo más cotidiano. Una escena propia de un país de pescadores. Vivían del mar. Jesús los vio haciendo lo que hacían cada día. Deseó estar con ellos. Eran dos. Después otros dos. Estarían hablando, o en silencio trabajando juntos. No lo sé. Jesús los vio y

6 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
7 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163


los amó. Echar las redes era su costumbre. Echaban las redes y soñaban, confiaban en la suerte, en el buen Dios que bendeciría su trabajo. Repasaban las redes para que estuvieran en buen estado para la pesca. Para que no se escapara ningún pez. Su trabajo no era tan diferente del de Jesús. Él vio su corazón de niño y quedó cautivado. Vio la trasparencia de su mirada. Los miró por dentro. Y los amó sin apenas conocerlos. Se acercó y los llamó por su nombre. Los elige primero. Llama primero. Les promete que van a seguir haciendo lo mismo pero con más hondura. Ahora lo van a hacer con los hombres. Los llama, los invita a estar con Él. No son ellos ahora los que quieren saber dónde vive. Es Jesús el que quiere pasar el día con ellos. Está solo. Necesita una comunidad. Hermanos con los que soñar. Jesús sueña con una comunidad nueva. No es posible seguir al Señor en soledad. Necesitamos caminar con otros. Soñar con otros. Así habla el P. Kentenich de esa comunidad soñada: «En aquel entonces, la conciencia de responsabilidad y el entrelazamiento de destinos de unos con otros eran tan profundos que yo me decía: la salvación de la Familia depende de mí; pero, también, mi salvación depende de la Familia.
Esta es la imagen ideal de la nueva comunidad: ese sentimiento extraordinariamente profundo de mutua
responsabilidad que, incluso, hace dependiente la vida de unos y de otros entre sí»8. Mi salvación está unida a otros. No camino solo. No sueño solo. Jesús los llama de dos en dos para estar con Él. Para formar una comunidad que aspira a la santidad. Que vive de la buena noticia. El reino ya está entre nosotros. Jesús los llama para cambiar de vida. Y les promete al llamarlos un sueño: «Te haré pescador de hombres. Serás el mismo hombre pero con otra mirada». Siempre pienso en esa promesa que me hizo un día Jesús de cuidar hombres. Me llamó a echar las redes al mar. Me invitó a repasar las redes recogiendo heridos, acariciando corazones rotos, remendando el propio corazón. Esa es la promesa que me hizo a cuando llegó a mis redes y me pidió que siguiera sus pasos. Yo ya echaba redes y a veces las cosía. Pero Él llegó con fuerza, pasó junto a mí, por la orilla de mi lago y llegó hasta mí. Sé que yo no hubiera sabido capaz de ir hasta Él. Me vio. Me llamó por mi nombre para ser sacerdote de hombres. Esa fue mi vocación. Pero también es la vocación de cada uno. La vocación que tengo de ir hacia el hombre desde lo que yo soy. No me puedo resistir. Me habla de otro mar. Me invita a subirme a otra barca. A echar otras redes, las suyas. A su lado. Juan, Santiago, Andrés, Simón, dejaron sus redes vacías, sus redes rotas y se fueron con Jesús. Lo hacen inmediatamente porque creen en Él. No dicen una sola palabra. Sólo lo miran en silencio. Quizás se sintieron amados en lo más profundo. Tal vez ya se conocían. Ese día fue distinto. ¿Qué vieron en Jesús? Quizás se animaron mutuamente a dar el paso. Quizás se ayudaron el uno al otro. Me gusta que siempre fueron dos. Así es nuestra vida, siempre vamos con otro. Jesús también. Su soledad sin Juan le hizo más necesitado de encontrar una comunidad de amigos. Nunca ya se separaron. La semana pasada Juan y Andrés querían vivir con Jesús. Hoy Jesús quiere vivir con ellos y les muestra una misión, les abre un horizonte. Les invita a ser los mismos pero junto a Él. Ser pescadores pero pescadores de hombres.
No en el sentido de pescar, convencer o conquistar para una causa. Sino en el sentido de amar y dedicar su vida a los otros. Me pongo en el lugar de estos cuatro hombres. ¿Qué les llamó a dar el paso? ¿Se enamoraron de una misión tan poco clara? ¿O fue Jesús con su mirada y sus palabras el que encendió el fuego en su corazón? Creo que fue Jesús. Su mirada cautivadora. Seguro que no entendieron tanto lo que significaba ser pescadores de hombres. Pero el amor de Jesús los sedujo. Los convenció. «Jesús no se detiene a dar explicaciones. No les dice para qué los llama ni les presenta programa alguno. No les seduce proponiéndoles metas atractivas o ideales sublimes. Lo irán aprendiendo todo junto a Él. Ahora los llama a seguirle. La llamada de Jesús es radical. Los que le siguen han de abandonar todo lo que tienen entre manos. Los arranca de la seguridad y los lanza a una existencia imprevisible»9. Fue un salto de confianza. Jesús confío en ellos, creyó en ellos. Y ellos, que eran ignorantes, que no sabían tanto de la ley, ni de las escrituras, creyeron y confiaron en Jesús. Jesús los miró en su verdad. Confiaron en Jesús, se sintieron amados por Él. Esos ojos de Jesús se metieron muy dentro. Nadie los había mirado así, nadie los había visto por dentro. Lo dejaron todo. Merecía la pena. Esa noche Jesús ya no estuvo solo. Compartieron su vida, sus sueños. Comenzaron la aventura de llevar juntos el rostro de Dios a los hombres. A cualquier hombre. A todos. Hoy, quiero dejar algo por Jesús. La vida se juega en ese momento en el que Jesús pasa por mi vida. Me ve. Me conoce. Y suavemente, me llama a estar con Él. Dejándolo todo, pero siendo el mismo. Y yo lo sigo. Quiero estar con Él.


8 J. Kentenich, jornada 1950