Daniel 7, 13-14; Apocalipsis 1, 5-8; Juan 18, 33-37
«Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino
fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado»
25 noviembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Así es
como crece el reino de Jesús en el corazón. Desde dentro, desde lo oculto,
crece en signos de esperanza. Y logra que me calme cuando hay violencia. Logra
que me calle cuando sólo oigo gritos»
El agua sacia la sed, hace crecer la vida, despierta la esperanza.
El agua que se recibe, el agua que se da, el agua que se
retiene. Dice S. Alberto Magno que existen tres géneros de plenitudes: «La plenitud del vaso, que retiene y no da;
la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da».
La fuente, el canal, el simple vaso. Comenta José Luis Martín Descalzo: «¡Qué
difícil encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho
sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino
sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo
cuanto han recreado! Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin
quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser así. Él era la fuente que brota
inextinguible, el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros - ¡ah! -
tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando
desde lo alto de la gran montaña de la vida». Pienso que muchas veces pasa por mi alma el agua del Espíritu. Pienso en el
vaso, en la fuente, en el canal, también en el pozo. El agua me viene de
dentro. Surge de un lugar escondido dentro de mí. Un lugar oculto en mi alma
que se abre a lo eterno. Como una rotura que me comunica con Dios casi sin
darme cuenta. Pienso que tengo un agua que no es mía. Que no me pertenece. Brota
de una fuente escondida. A veces me veo simplemente como un vaso vacío, veo mis
límites. Retengo para mí porque tengo ansias, una sed inmensa. Tengo ganas de
más agua. Me siento roto. Como si mi agua se escapara por rendijas inesperadas.
Quiero recibir más. Nunca es bastante. Busco formación. Quiero aprender y
saber. Ser más sabio y culto. Por eso retengo todo. Como un vaso. Me lleno
hasta el borde. Estoy satisfecho conmigo mismo, con mi vida, con mi saber. No
sé por qué guardo toda el agua sólo para mí en un afán egoísta por conservarlo
todo. Mi egoísmo se hace fuerte. Sé mucho de muchas cosas. He leído todos los
libros posibles. Lo tengo todo bien archivado dentro del alma. Por si me hace
falta. No lo comparto con nadie. No me rompo por amor. No me abro. Me da miedo
dar en exceso y luego no tener para mí. Conservo en mi interior todo lo
recibido. Sí. Soy un vaso que no se rompe, que no se da. Quizás por eso me
gusta más la imagen del canal. En ese momento no retengo para mí. No me guardo
todo. Dejo que el agua pase dentro de mí para que llegue a otros. El agua al
pasar deja algo de humedad en las paredes. Siento que hago algo útil por los
demás. Llevo el agua a tanta gente que no tiene y necesita. Todas mis acciones
tienen un único objetivo: dar de beber. Porque he visto la sed que tiene el
hombre. Y me he conmovido. Quiero que el agua que recibo llegue a muchos
corazones. Pero a veces experimento tanto dolor cuando me quedó vacío. He
corrido con ansia queriendo llegar a todos. Contentar a todos. Queriendo responder
a todos sus deseos. He querido saciar la sed de amor de todo el mundo. Y me he
quedado seco en el intento. Mi canal seco sin agua. No tengo nada para retener
el agua. Estoy solo. Tengo miedo. Tengo sed. El canal tiene una misión. Pero es
duro ser canal. Temo convertirme en hacedor de obras. Pero sin fondo. Sin
reposo en el alma. Pienso entonces en la imagen de la fuente. Un surtidor de
agua que no se agota. Brota de mi interior. Llega al cielo. Me gusta más ser
fuente. Dar y guardar. Entregar y conservar. Salir y entrar. Correr y quedarme
quieto. Lanzar el agua a lo alto y conservarla en mi interior. Muchas veces
necesito hacer y ser. Casi al mismo tiempo. Actuar y simplemente estar. Hablar
y callar. Hacer y escuchar. Moverme y aguardar. Gritar y guardar silencio. Quiero
ser surtidor y contener el agua. Los dos extremos contenidos en el fondo de mi
alma. Yo saliendo de mí y quedándome dentro. Creo que tengo algo de pozo como
parte de mi camino. Contengo tanta agua dentro de mí que puede llegar a muchos.
La conservo para poder darla. La guardo y dejo que salga. Me doy y me retengo.
Me voy y vuelvo. Vivo la tensión que existe entre ser activo y contemplativo.
Entre hacer y orar. Entre dar la vida y acoger la vida. Pienso en todo lo que
puedo hacer con el agua que recibo. Puedo cambiar mi entorno, a las personas
que están cerca. Es normal que cuando alguien me grita yo grito. Cuando alguien
me trata de forma injusta yo me altero. Cuando alguien intenta obligarme a
hacer algo que no quiero hacer, me rebelo. Es muy común que pierda la paciencia
con el que me hace daño o me presiona. Lo habitual es que no guarde silencio
cuando me increpan. Lo tengo claro, no tengo esa paz interior que tanto deseo. Tal
vez mi pozo no está tan lleno de agua y no tengo tanto que ofrecer. Me gustaría
no perder nunca mi misión. Aquel que me habla es sagrado. Me decía una persona:
«Trátale amablemente porque no sabes las
luchas que está viviendo». Es verdad. Normalmente no sé lo que vive aquel
que me grita. No sé lo que pasa en su alma. Desconozco los motivos de su guerra.
Simplemente recibo la piedra, el grito, la furia. Desconozco su origen. Pero sé
que la causa es sagrada. El alma del otro es sagrada. Quiero tratarla con
respeto infinito. Arrodillarme delante de la puerta cerrada. Callar cuando oigo
gritos. No hacer nada cuando quieren que estalle. El agua de mi pozo me calma.
Mi alma llena de la presencia de Dios. Quisiera estar siempre calmado y no lo
consigo. Quisiera reposar en el corazón de Dios. Sé que tengo el alma herida. Y
tal vez por eso respondo con violencia. Estoy seco. Por las grietas de mis
heridas se me escapa el agua. Por eso no tolero nada cuando siento que es una
agresión a mi vida. Estallo. Grito. Pierdo la paz. Me gustaría ser capaz de
crear atmósferas de cielo aquí en la tierra. Así es como crece el reino de
Jesús en el corazón del hombre. Desde dentro, desde lo oculto, crece en signos
de esperanza. Y logra que me calme cuando enfrente hay violencia. Y logra que
me calle cuando sólo oigo gritos. Y
entonces pacifico al violento y calmo al que está en guerra.
No sé qué tiene la luna que parece mágica. Se oculta bajo el sol sin desaparecer. Y en la noche brilla en distinta
medida. O refleja la luz del sol. Ya no lo sé. Me desconcierta la luna nueva,
apenas la veo. Me alegra la luna creciente que comienza a darme esperanza. Me
entusiasma la luna llena que brilla casi como el sol mismo, y logra que la
noche desaparezca. Me turba la luna decreciente que deja que aumente la
oscuridad paso a paso. Con el sol puedo contar siempre en la misma medida.
Salvo cuando las nubes se interponen. Pero aún entonces su brillo traspasa las
nubes e ilumina mi día. Pero la luna. ¡Es tan respetuosa! No siempre está en la
misma medida. Y aún brillando en su máxima expresión, respeta las normas de la
noche. Y deja que a su lado brillen las estrellas, mucho menores, con mucha menos
luz. Pero no las esconde bajo su brillo. Tiene la luna algo maternal, porque
vela mis sueños. Reposa en mi descanso. Y acuna mis miedos cuando me turba no
ver el sol. Cuando crece aumenta mi esperanza. Cuando decrece me anima a no
desesperar. A menudo la presencia de Dios en mi vida es más como la luna. Su
presencia oculta y silenciosa. Al sol no puedo dejar de verlo. Pero a la luna
no siempre es fácil descubrirla entre tanta estrella. Creo que hay dos formas
de brillar, la de la luna y la del sol. El sol brilla sin menguar nunca. La
luna refleja una luz que no es suya. Y no siempre en la misma medida, cambia.
La luna me habla de la vida misma, de mis sueños y padecimientos. Siempre está
ahí, aunque yo no la vea. No se va de mi lado. Permanece en mis miedos,
brillando incompleta. Y sostiene mis debilidades. Me gusta el amor de los que
me aman como la luna. Están en mi vida sin verlos, siempre presentes. Callados
tantas veces esperando a que dé mis pasos. Y yo los doy, sin miedo. Porque no
me siento solo. Quisiera alcanzar la luna muchas veces y luego regalarla. Para
el que ha perdido la esperanza. La persigo como ese sueño inalcanzable velado
por las estrellas. Quiero lo imposible, regalar la luna, o que me la regalen.
Alcanzar las estrellas y caminar por ellas. Tocarlas con mis manos, o que Dios
me las alcance. Creo que el amor es lo que cambia mi forma de mirar la vida.
Cambia mi humor, hace que la tristeza se torne alegría. Recuerdo un diálogo del
Principito hablando de las estrellas: «Las
gentes tienen estrellas diferentes, no son las mismas para todos. Para algunos,
los que viajan, las estrellas son sus guías. Para otros, no son otra cosa que
pequeñas lucecitas. Para otros, los sabios en astronomía, entrañan problemas.
Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero ninguna de esas estrellas habla. Tú,
sin embargo, tendrás estrellas diferentes, como nadie las ha tenido. - ¿Qué me
quieres decir? -Cuando por la noche mires el cielo, estaré en una de esas
estrellas; y como yo reiré te parecerá que todas las estrellas ríen para ti.
¡Tú tendrás estrellas que saben reír!». Creo que mirar la luna y las
estrellas me enseña a vivir, a reír, a amar. Dejo de mirar los problemas de
cada día que tanto me turban. Y en la oscuridad de mi alma entra una luz tenue
que todo lo ilumina. Miro las estrellas y la luna para aprender a mirar dentro
de mí. Sin violencia, sin ruidos, sin prisas. Miro a ese Dios que está conmigo,
en mi interior. Oculto y callado. Decía S. Agustín: «Las personas viajan para maravillarse ante las alturas de las
montañas, las enormes olas del mar, la inmensa vastedad del océano, el
movimiento circular de las estrellas, y, sin embargo, se contemplan a sí mismos
sin mostrar el menor asombro. Oh, Señor, siento que Tú estabas delante de mí,
pero como yo había huido de mí mismo, no me encontraba, ¿cómo iba a encontrarte
a ti?»[1]. Busco a Dios fuera de mí, y necesito aprender a verlo en mi interior. Las
estrellas de mi alma iluminan mi camino. Su reino crece muy quedo, muy dentro
de mí. Casi no lo percibo. No está Dios en las estrellas, tampoco en la luna.
Crece dentro de mí y me habla en medio de la oscuridad de mi camino. Y es a
veces menguante. A veces creciente. A veces luna llena en mi alma. Y otras
veces, siendo luna nueva, me desconcierta. Pero está. No por tener menos luz es
más pequeño. No porque yo no lo vea es que no existe. Está siempre velando mis
sueños y sosteniendo mi risa. Para que ría desde la estrella de mi vida con
ganas. E ilumine otros paisajes y llene de música otras vidas. Quiero sostener
la vida cuando esté creciendo o decreciendo. O cuando yo mismo sea luna llena
que da luz en la noche. Incluso cuando me sienta vacío, o sin luz, aún entonces
seguiré estando presente. En medio de la
vida y de los días.
Me gustaría educar mi alma en la confianza. Creer de verdad que todo va a ir bien aunque no lo parezca. Y que incluso
yendo mal voy a tener paz mirando al cielo. Hay momentos en los que pierdo la
paz y tiembla mi alma. Como si todo fuera a depender de una decisión, de un
paso en falso, de una mirada, de una palabra. O como si de repente Dios
estuviera dispuesto a quitarme lo que más quiero. En esos momentos coincido con
las palabras del P. Kentenich: «Sentimos
que a veces nuestra alma está muy fatigada, que no tenemos fuerzas para seguir
adelante. Entonces tiene que pronunciarse la palabra que obra el milagro, la
transformación: - ¡Fiat!»[2]. En realidad, no puedo sostener el timón de mi barca continuamente y pensar
que todos mis pasos están medidos y seguros. La confianza es un don que Dios me
regala, un don que pido. Porque mi tendencia natural es la de desconfiar. De
las personas, de las propuestas, de las ofertas que me hacen, de los planes que
me proponen. No sé por qué, pero me da miedo que me hagan daño. Me esquiven, me
olviden, me ofendan. Y pienso que, si doy la confianza a alguien y me falla,
nunca más volveré a darla. Hay personas a las que pruebo continuamente. Si me
fallan, me alejo. Si actúan como yo espero, permanezco cerca. Pero sigo
expectante. Siempre me pueden fallar. Siempre las pongo a prueba, para ver si
son de fiar. Me falta la confianza de los niños que se abandonan. Si así me
porto con los hombres, más lo haré con Dios. Le digo que lo seguiré a donde
vaya. Pero luego no quiero soltar lo que amo, lo que deseo, lo que sueño. Así
es mi alma pequeña y esclava. Deseo el infinito y me conformo con retratos
vagos de una realidad eterna. Jesús me pide que lo siga y confíe. Me pide que
no mida lo que doy. Que no me compare. Quiere que lo dé todo sin reservas. Esa
petición me desborda. Me siento como ese niño pequeño que teme perder sus
juguetes. Miro a Jesús contrariado y le digo: «Es mío». Y Jesús sonríe. No sé por qué se me olvida que me quiere
con locura. No sé por qué dudo tanto de su amor, de su promesa de plenitud. Me
lo dará todo, me lo ha dicho de mil maneras. Ha venido a mi vida a sembrar
esperanzas. Pero yo dudo. Tal vez porque no me conozco como decía Nietzsche: «¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente
observar? Y entre ellos, ¿cuántos son capaces de observarse a sí mismos? Todos
cuantos sondean el alma saben, muy a su pesar, que cada cual es para sí mismo
lo más lejano». Me gustaría observar mi alma y saber cuáles son mis miedos.
Lo que me inquieta, lo que me quita la paz. Quiero aprender a confiar más. En
lo que hay en mi interior. En la verdad de mi vida. Decía Ortega y Gasset: «No sabemos lo que nos pasa, y eso es
precisamente lo que nos pasa». ¿Quién soy yo? Me pregunto. ¿Quién eres Tú?
Le pregunto a Jesús. Quiero acercarme a Él con pasos torpes, inseguros. Quiero
pedirle que me abra las puertas del reino de su alma. Quiero que venga a Él a
reinar en mi interior. Dentro de mis muros. Los que he construido por miedo a
ser herido. No sé bien quién soy yo y lo que Dios espera. He puesto en sus
labios palabras que no me ha exigido. Y lo he acusado de ser severo cuando Él
no lo ha sido nunca conmigo. He temido sus deseos pensando que me harían daño,
sin conocerlo de verdad. Aún no lo amaba. Y pensaba que no me conocía. Pero yo
tampoco me conozco. Y no conociéndome, tampoco conozco cómo es Dios. Como ahora
cuando pretendo que acabe con el mal de mi vida. Y del mundo que me rodea, tan
lleno de dolor. Necesito aprender a mirar con sus ojos para no tener miedo.
Para no dudar en medio de la noche cuando las estrellas se apaguen. Para no
pensar que su reino ha de ser de este mundo. Y confiar mucho más en Él. Decía
el P. Kentenich: «Un maravilloso caminar
con Dios que no nos divide internamente porque no es fruto de nuestro empeño
personal sino del Espíritu Santo. De ahí la importancia de pedir a Dios en
oración que nos conceda ese don, que nos envíe el Espíritu para que colme y
transforme nuestra alma»[3]. Quizás necesito que transforme mi alma para hacerla más confiada, más
dócil. Un alma de niño que se abra al cielo. Confiar es creer en la bondad del
otro. Creer que quiere siempre lo mejor para mí y nunca me va a dejar solo. Con
esa esperanza quiero avanzar por la vida. Paso a paso. ¡Soy tan desconfiado! De
los demás. De mis fuerzas. Y por supuesto de Dios y su poder infinito. No acabo
de creer en su misericordia. Me falta
fe, me lo digo tantas veces.
Hoy miro a Jesús que es Rey y lo adoro, y me conmueve ese
poder que viene a salvarme: «El Señor reina, vestido de majestad». Jesús reina, pero no como quiere el mundo, no como quiero yo: «¿Qué has hecho? Respondió Jesús: - Mi Reino
no es de este mundo». ¿Qué has hecho? Le pregunta Pilatos. Se pregunta
quizás lo que ha podido hacer para que lo quieran matar. O quiere ver señales
inequívocas de su poder: «Aquel día
Pilato y Herodes se hicieron amigos». Lc 23, 12. Los dos quieren saber cómo es el reino de Jesús. Por un lado, temen
perder su poder. Por otro, se sienten seguros. Ante Jesús indefenso se sienten
superiores. Jesús está en sus manos. No puede defenderse. No tiene ejército.
¿Hará algún milagro? ¿Qué ha hecho realmente Jesús para que deseen su muerte?
Parece que su reino no es de este mundo. ¿Hay otro mundo? Si el reino que sueño
no es de este mundo, ¿qué me queda? El mundo es atractivo. Tengo la tentación
de buscar a Jesús en el reino de este mundo. En lo visible. En lo que es digno
de alabanza. En lo que se manifiesta como victorioso. Un reino poderoso y visible.
El reino de Jesús crece en lo oculto, como la semilla que muere bajo la tierra
para dar fruto. No puedo ver cómo crece. No soy capaz de distinguir su fuerza.
Un reino que no es de este mundo no sirve para este mundo. Y yo quiero reinar
aquí y ahora. La eternidad está lejos, en otro mundo que no conozco. Y el mundo
que conozco y amo es el de aquí. El reino de Jesús no me parece como el reino que yo espero. Yo, tal vez como Pilatos
y Herodes, espero un reino de este mundo. Quizás también como los apóstoles que
querían sentarse en los primeros puestos. Jesús me viene a decir que nace en mi
corazón. En lo oculto de mi vida. No en aquellos actos míos grandilocuentes,
llenos de belleza. No allí donde los demás aplauden a rabiar al ver mis éxitos.
No, ahí no reina Jesús. Más bien reina en el silencio de mis gestos de amor. En
mis actos ocultos de renuncia que nadie valora, porque no los conoce. En medio
del dolor de mis fracasos. Allí reina. Cuando consigo que reine en mí dejo de
lado a los reyes de este mundo. Dejo de buscar el reconocimiento y el poder. Es
el suyo un reino del amor que crece en la noche. En la paz de la oscuridad.
Oculto a los ojos curiosos. A veces tiendo a pensar que en lo oculto sólo
sucede el pecado y la infidelidad. Creo que la mentira busca lugares oscuros
para crecer. Pero no me fijo en el poder invisible y oculto del bien. Que no es
noticia. El director de la película «Francisco:
el padre Jorge», el argentino Beda Docampo Feijóo, comentaba: «Yo no encontré lados oscuros en Bergoglio y
eso fue lo que me sorprendió». Corro el peligro de pensar que todos tienen
un lado oscuro. Una sombra. Un pecado inconfesable. Una vida oculta digna de
repudio. Se me olvida mirar más hondo. Hay personas que tienen un lado oculto,
pero no oscuro, más bien lleno de luz. Sigo creyendo que los actos que cambian
el mundo son los que no se ven. No se publican en Instagram. No salen en las
noticias. Son renuncias realizadas por amor. Actos ocultos, silenciosos,
callados, que cambian la realidad. Jesús reina en esos corazones capaces de un
amor más grande, más sublime, más puro. No todo lo oculto es malo. No siempre
el bien se expone. ¿Qué has hecho? Pregunta Pilatos porque no ve nada malo en Él.
¿Dónde estará su pecado, su lado oscuro? No parece vanidoso. No tiene rabia en
el corazón. No arde en Él un rencor lleno de odio. ¿Qué ha hecho entonces?
Dirán después que pasó haciendo el bien. Y recogieron algunos de esos actos que
fueron visibles. ¡Cuántos actos ocultos haría Jesús! ¡Cuánta luz sembraría con
sus actos silenciosos! Me gusta su lado oculto. Me gustaría a mí ser así.
Proclamo siempre el bien que hago. Dejo que se vea, que se sepa. Me gusta que
los demás lleven cuenta del bien que obro. Decía el Papa Francisco: «Para ser de Jesús, no basta con no hacer
nada malo, hay que hacer el bien». Muchas personas al confesarse afirman
que no hacen nada malo. Y seguramente es cierto. No matan, no roban, no hieren.
Pero tampoco hacen el bien. Me pregunto si yo caigo en lo mismo. No hago el
mal. O al menos no tanto mal como podría. Pero dejo de hacer el bien. No
renuncio, no me sacrifico, no amo desde mi pobreza. Quiero aprender a pasar
haciendo el bien. Eso es lo que quiero hacer. Para eso tengo que encontrarme
con Jesús en lo oculto de mi corazón y dejar que Él reine en mí. Los
pastorcillos de Fátima se encontraron con «Jesús oculto en el Sagrario». Un Jesús silencioso que
cambió sus vidas. Así quiero yo que Jesús reine oculto en mi alma. Que mi
corazón sea su sagrario desde el que vaya cambiándome. El reino comienza en mí
cuando digo que sí y me abro a su poder. Cuando renuncio a mi ego y dejo que
Jesús esté en el centro. Él es el que ha de tener poder sobre mí. Él es el sol,
yo reflejo su luz. Y me ayuda a optar por el bien. A hacer de mí un instrumento
de su amor, de su misericordia. El poder de lo oculto me impresiona. El poder
del silencio se impone a los gritos de odio. El poder de una vida derramada sin
que nadie aprecie su valor. El poder de la oración oculta tantas veces
despreciada. El poder de los fracasos que me educan más que los éxitos. El
poder del sí que pronuncio como María en el sagrario de mi corazón. Y vuelvo
a empezar a dar la vida.
El reino de Jesús es un reino de paz y no de guerra. Así lo expresa Jesús: «Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente
habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es
de aquí». La fiesta de hoy es una fiesta de unidad. Jesús une amando. No
une a la fuerza. No une por presión. No impone la unidad. A veces quiero unir
por medio de la fuerza. Con la presión de mis palabras. Pretendo que los demás
piensen como yo, acepten mis puntos de vista, se callen ante mis decisiones. Pretendo
unir exigiendo uniformidad. Jesús no es así. Él siempre suma, nunca resta. No
necesita que yo desaparezca, me integra. No polariza, une. No somete mi
criterio al suyo, respeta mi punto de vista. Hoy me vuelvo a convencer de que
no estoy en guerra con nadie. No hay malos ni buenos. Simplemente hay personas
que no piensan como yo. En las que el bien y el mal en su interior están en
guerra. Eso se cierto. Y a veces vence en ellos el mal. No tienen escrúpulos o
buscan su propio interés. Pero esos tampoco son mis enemigos. Jesús murió
abrazando desde la cruz a los que lo mataban. Murió perdonando a los que lo
insultaban. Esa forma de vivir y morir es la que a mí me desconcierta. Yo en
seguida hago grupos, distinciones. Clasifico a las personas. Buenas y malas.
Agradables e insoportables. Los que son como yo y los que son totalmente
distintos. Los que no hacen lo que yo quiero y los que me ofenden u odian.
Pienso que los demás están mal y yo bien. No hacen lo correcto y yo sí. Me
defiendo, me protejo, me escondo. Me da miedo que me hagan daño. Leía el otro
día: «La llamada al amor siempre es
seductora. Seguramente muchos acogían con agrado su mensaje. Pero lo que menos
se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos. Amar al enemigo es,
más bien, pensar en su bien, ‘hacer’ lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que
viva mejor y de manera más digna»[4]. En el reino de Jesús no hay enemigos. Se construye la paz. Sé que en la
fuerza de su amor soy capaz de amar a los que no son como yo, a los distintos.
Pensar en su bien. Alegrarme con su alegría. Me parece imposible. Sobre todo,
si he sufrido el mal en mi carne y el rencor me duele. Las categorías del reino
de Jesús son otras. No son las mías. Comenta el Papa Francisco: «Otra manera para amar a tu enemigo es esta:
cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el
momento en que debes decidir no hacerlo». Una forma de construir
perdonando. El perdón es signo del amor de Jesús. Un amor que parece imposible
llevado a ese extremo. ¿Cómo puede perdonar alguien mientras muere? Mi corazón
se rebela contra la injusticia. Me duele tanto el mal, el odio, el dolor de los
hombres, el dolor que me causan. El desprecio y la difamación. Me cuesta aceptar
el sufrimiento no merecido. Me parece intolerable. ¿Cómo puedo cambiar el
corazón para perdonar al que me hace daño? Me gustaría tener el reino de Jesús en
mi interior. Ser capaz de acoger al que no piensa con mis criterios. Al que no
comparte mis puntos de vista. Al que no me ama como a mí me gustaría. La
Iglesia no tiene enemigos. Tampoco los tuvo Jesús. Los que odian la Iglesia,
los que persiguen a los cristianos, los que no aman a Jesús, no son mis
enemigos. No vivo en guerra con ellos. Entender esta forma de ser cristiano no
es tan sencillo. No es una guerra. Vengo a sembrar la paz, a unir los
corazones. Especialmente pienso en aquellos que están más alejados. Como Saulo
antes de llegar a ser Pablo. Jesús lo abrazó en el desierto. Así quisiera
abrazar yo al distinto, al que tiene odio en su alma, al que sufre por su
propia herida y por eso hiere y ataca.
Esa paz es la que necesita mi alma. Quiero ser un pacificador y no un hacedor
de guerras.
El reino de Jesús es un reino de pobreza y no de riqueza,
un reino de servicio y no de poder: «Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su
reino no será destruido jamás». La corona de Jesús no
es de oro, es de espinas. El trono sobre el que se sienta Jesús no es de oro,
ni de hierro. Es el madero desde el que entrega su vida. El poder es siempre
tentador. Es curioso cómo corrompe el alma. Antes de que me dé cuenta estoy cayendo
en esa misma corrupción que tanto me duele cuando la veo en otros. Me asusta la
debilidad del poderoso. Ese afán enfermizo por retener la posición de dominio.
Mi cuota de poder es el campo en el que se juega mi santidad. En ese lugar en
el que mando. En el que soy rey. Allí donde otros me siguen y obedecen. ¿Abuso
de mi poder? Es tentador. Busco que hagan lo que deseo. No me doy cuenta de lo
frágil que es mi voluntad. Quiero hacer el bien y hago el mal. Busco respetar a
todos en su originalidad y acabo imponiendo mi punto de vista como el único
válido. Digo que he venido a servir y me encuentro sirviéndome de mi puesto. Se
me olvida mi deseo de dar la vida. Retengo lo que creo que me hace bien. Me
acostumbro a lo bueno. ¡Qué difícil dejar de lado la riqueza tentadora! Un
reino pobre, un reino de servicio. Una corona de espinas. Un trono de madera.
He construido altares de oro y me he sentado en tronos de plata. En honor de
Dios, me digo, para convencerme de mi posición. Ahí puedo hacer mucho bien.
Pero también puedo herir y despreciar al débil. Se me olvida que soy débil.
Acabo ignorando mi fragilidad. No veo mis torpezas y caídas. Pienso que estoy
bien. Que lo hago todo bien. Me hace bien reconocer mi pequeñez. Mirar mis
heridas y dolores. Y entregarle a Dios mi impotencia. Comenta el P. Kentenich: «Una sana humildad ve en la debilidad
personal una irresistible invitación a entregarse filialmente a los brazos de
Dios. Sólo aquel que con san Pablo pueda declarar triunfante: - Me glorío en
mis debilidades, porque de ese modo se pone de manifiesto en mí el poder de
Cristo, estará protegido contra una cantidad de psicopatías modernas y será
capaz de sanar y recorrer seguro el empinado camino que lleva a Dios»[5]. Sólo la humildad me hace entrar en el reino. Cuando soy humilde es cuando
puedo miro la corona de otra forma. Es otra corona la que le entrego a María
para que sea mi Reina, para que gobierne en mí. Le entrego la corona desde mi
impotencia, desde mi pobreza, desde mi pecado, desde mi debilidad. Corono a
María como reina de mi vida para que Ella lleve el cetro y gobierne donde yo
solo no sé caminar. Decía el P.
Kentenich: «Al coronar a María, hagámoslo en primer lugar como reina de nuestro
corazón»[6]. Su reino no es de este mundo. Porque no tiene las categorías del mundo.
Porque su reino es servicio, pobreza y libertad. Al entregarle a María el poder
renuncio yo a mi poder. Pongo mi vida en sus manos sin pretensiones. Empiezo a
confiar como un niño. Me gusta más esa imagen de corona en las manos de María.
Ella abraza mi pequeñez y se abaja a mi indigencia. Y tira de mí, y usa su poder para sacarme del barro y llevarme a las
alturas.
Por último, el reino de Jesús es un reino de la verdad y
no de la mentira: «Luego, ¿Tú eres Rey? Respondió Jesús: - Sí, como dices, soy Rey. Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la
verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». La verdad me hace
libre. La verdad de Jesús en mi vida. Él me ama como soy y ha dado su vida por
mí sabiendo que soy pequeño. Conoce
mi alma. Ha visto mi pobreza y no se escandaliza. Me mira mejor de lo que yo me
miro. Yo me avergüenzo de mi debilidad. Me escandalizo con mi pecado. Jesús se
conmueve y me abraza. Ha visto mi verdad y se alegra. Yo a veces veo sólo mi
pecado y pierdo la paz y la alegría. Él no es así. Ve mi bajeza y me hace mirar
a las alturas. Ve lo que hay en mí y se alegra de ver cómo soy. Ve mi pureza
donde yo sólo veo impureza. Ve mi virtud donde sólo veo pecado. Ve mi luz de
ángel donde yo sólo veo oscuridad. El P. Kentenich,
siendo niño, ve todo lo que hay en su alma y mira a las alturas: «¡Cielo estrellado, maravilloso espectáculo!
El anhelo me impulsa hacia lo alto. Abandonando la noche de esta vida.
Estrellas, estrellas, ¡cómo me gustaría elevarme con vosotras a las lejanías!»[7]. Sueña con la belleza eterna. El reino de Jesús es un reino de luz, de
verdad. Vence la oscuridad del alma. La tristeza que me hunde. Despierta una
alegría que me lleva a mirar las estrellas. La verdad me hace libre. Jesús me
ayuda a mirarme en mi verdad. A reconocer mi fragilidad. A aceptar con humildad
lo que me duele y cuesta. Me miro en mi verdad. Dejo de lado las mentiras que
me hacen daño. Me encadenan. Me atan. La verdad saca lo mejor de mí. En el
reino de Jesús sólo puedo permanecer si soy yo mismo. Si no me escondo detrás de máscaras. Si no pretendo ser quien no soy.
[5] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir
al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[7] J. Kentenich, Los años ocultos,
Dorothea M. Schlickmann
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