viernes, noviembre 30, 2018

Mes de María

Día 23 - 30 de noviembre



"Junto a la cruz de Jesús"
Texto: Jn 19, 25-27; Col 1, 24-29; Gal 6, 14-17

Meditación P. Rafael Fernández
No todas las personas comprendemos el verdadero valor de la cruz. La presencia de una imagen de la cruz, muchas veces nos causa temor o molestia. O tal vez, nos servimos de ella para adornar una muralla o llevarla como adorno personal. ¿Valoramos y amamos la cruz como expresión cúlmine del amor redentor de Cristo por cada uno de nosotros? Quizás podría explicarse este natural temor a la cruz de Cristo, dado que ella nos trae a la mente más que una expresión de amor, un oculto y profundo sufrimiento. Y, sin embargo, por otra parte sabemos que nadie puede evitar el dolor.
Cuando nos toca vivir el dolor reaccionamos de diversas maneras. Hay quienes toman el sufrimiento como una bestia de carga: es cuestión de aguantar y esperar qué pasa!
Hay quienes dice: ¡es el destino...! ¡Qué se le va a hacer...! ¡Nunca he tenido suerte...! Es una posición fatalista.
Hay quienes piensan que en esta vida se está para sufrir y que no vale la pena perder el tiempo deteniéndose a pensar en ello; es la posición del resignado.
Otros, en cambio, procuran divertirse para olvidar el sufrimiento, cualquiera sea el medio, con tal de no sufrir.
Algunos, que se encuentran en una situación peor, no se contenta sólo con aliviar su sufrimiento procurándose algún goce como escape, sino que entran en un estado de rebeldía y, a veces, de odio contra Dios mismo a quien se le considera responsable de tal sufrimiento.
Por último, podemos considerar también a quienes, al enfrentarse con el sufrimiento, sienten amargura y desesperación, no encuentran salida a su problema y, en medio de la desesperación, se desean la muerte para terminar todo.
¿Cuál debiera ser nuestra actitud como cristianos ante el dolor? Padre nosotros el sufrimiento tiene sentido cuando se lo enfrenta y se lo vive, unido a la cruz de Cristo. La cruz es la manifestación viviente del infinito amor misericordioso de Dios Padre que quiere redimir, a través de la pasión de su Hijo, al hombre sumido en la esclavitud del pecado. Es la revelación cúlmine del amor de Cristo que nos ama hasta dar su propia vida por nosotros: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a la muerte por mí". (Gal 2,20)
Y en esta consumación del amor de Cristo, en la cruz, vemos a alguien que está junto a él, inseparablemente unida a su dolor: su Madre. María está a su lado, al pie de la cruz. Ella se ofrece con Cristo al Padre por nuestros pecados.
Así como Eva estuvo junto a Adán para nuestra perdición, la Nueva Eva está junto al Nuevo Adán para nuestra salvación. María estaba al pie de la cruz. No se trataba de un simple estar ahí. Su presencia significaba una honda comunidad de amor y de dolor con Cristo. Con él repite: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46)
San Pablo, refiriéndose a su participación en el sufrimiento de Cristo nos dice: "Yo, al presente, me gozo de los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en pro de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 2,24). Esa fue la misma actitud de María.
¿No estamos también nosotros llamados a contribuir a lo que falta a la pasión de Cristo? "Porque a vosotros os ha sido concedido, no sólo el creer en Cristo sino el sufrir por él..." (Filp 1,29)
Jesús está solicitando diariamente nuestra colaboración, tal vez en situaciones difíciles o dolorosas que se nos presentan en el día. Puede ser en el estudio, en el trabajo, en el sentimiento de soledad e incomprensión, de reconocimiento de nuestra debilidad, de incapacidad, de tentaciones, de ese esfuerzo que implica el salir del egoísmo, de mi mundo materializado, para ir al encuentro de Dios que en el otro me espera para recibir comprensión, una palabra de aliento, una ayuda concreta.
Con María y como ella ofrezcamos cada día al Señor nuestras pequeñas cruces asumiendo así nuestra parte en la pasión de Cristo. Como ella, al pie de la cruz, estaremos entonces edificando nuestra Iglesia, con su misma actitud de amor, fortaleza y esperanza.
¡Que así sea!

jueves, noviembre 29, 2018

Mes de María

Día 22 - 29 de noviembre



"Los que escuchan la palabra de Dios y practican"
Texto: Mateo 13, 1-9 y 18-23
Meditación P. Rafael Fernández
En cierta ocasión, María y los parientes de Jesús deseaban verlo. Alguien le avisó y él respondió: "Mi Madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 8,19 21). En otra ocasión, mientras Jesús hablaba, una mujer de entre la multitud alzó la voz y dijo "¡Feliz la que te dio a luz y te amamantó". Pero él, nos relata el evangelista, contestó: "¡Felices, sobre todo, los que escuchan la palabra de Dios y la practican!" (Lc. 11, 27 28).
MADITACIÓN
A algunos les ha parecido ver en estas palabras del Señor un rechazo a María. Sin embargo, sólo una visión muy superficial permitiría sacar tal conclusión.
En ambas ocasiones lo que él ha querido hacer es corregir una visión demasiado humana de María; quiso hacernos ver su verdadera grandeza.
A quienes reparaban primariamente en los lazos de la sangre, quiere él remontarlos a un plano superior. La maternidad física y el parentesco no tienen mayor valor desligados del cumplimiento de la voluntad de Dios. Por otra parte, Jesús declara que escuchar la palabra de Dios y cumplir su voluntad crea un verdadero parentesco con él: "Aquí están mi madre y mis hermanos. Porque todo el que ha¬ce la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana, mi madre". (Mc 3, 34-35)
Jesús quiere que volvamos nuestra mirada hacia lo más grande en María: su fe. Ella, nos dice san Agustín, "antes de concebir en su vientre, concibió en su alma". María estuvo atenta a la palabra del Señor, la puso en práctica. Por eso, Isabel, su prima, la alaba a voz en grito cuando María la visita: " Feliz tú, la que has creído que se cumplirán las cosas que te fueron dichas de parte del Señor" (Lc 1,45).
A ella está dirigida la primera bienaventuranza que escuchamos en el Evangelio. María, como Abraham, tuvo la audacia y la humildad de creer; pero no con una fe meramente intelectual: su fe estuvo seguida de la acción. Y esa fe, a semejanza de la de Abraham que fue el punto de partida del Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, fue el inicio del Pueblo de Dios de la Nueva Alianza. ¡Feliz María que escuchó la palabra de Dios y la puso en práctica! ¡Feliz nosotros por María!
Tierra apta para acoger la palabra, María, la pequeña sierva del Señor, como ella se autodenominaba, nos muestra dónde reside nuestra verdadera grandeza. ¿Escuchamos la Palabra? ¿Nos dejamos tiempo para oír? ¿Hacemos alguna vez calma en el corazón? Y,, sobre todo, ¿llevamos nuestra fe a la práctica en la vida cotidiana?
Hoy día estamos viviendo una aguda crisis de la palabra. El "verbalismo" es un bacilo que hace estragos. No sólo nos falta la capacidad para hacer un alto en el camino y detenernos a escuchar, sino que también ya nos resulta difícil creer en promesas. La civilización del activismo y del consumo desconoce la contemplación. Se dice mucho, se habla mucho, se promete mucho, pero se cumple poco. Y esto no sólo en general, en el plano de la amistad y de la convivencia, en el mundo de la política y de los negocios, sino que también allí donde esperaríamos que la fidelidad fuese firme como roca: en el mundo del amor y del matrimonio. ¿Cuántos de los que se prometen fidelidad "por toda la vida", "para siempre", creen que esa promesa verdaderamente mantendrá su fuerza y lozanía a través del tiempo?
Algo semejante nos sucede en nuestro trato con el Señor. Lo que somos en el plano humano refleja y se continúa en el plano sobrenatural: no tenemos dos personalidades.
María nos quiere hacer tomar en serio las palabras de Cristo Jesús: "No basta con que me digan: Señor, Señor, para entrar en el reino de los cielos, sino que hay que hacer la voluntad de mi Padre que está en el cielo... El que escucha mis palabras y las pone en práctica es como un hombre inteligente, que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia y los torrentes, sopló el viento huracanado contra la casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre la roca" (Mt 7,21 ss.). María es un testimonio vivo: ella no se derrumbó cuando vino la prueba. Se mantuvo de pie junto a la cruz.
¿Ponemos en práctica la palabra del Señor? ¿Es el Evangelio nuestra medida para juzgar y para decidir? ¿Cuáles son, en concreto, los criterios que están actuando en mí? ¿Son mis instintos, mis pasiones, lo que decide? ¿Son las conveniencias, los intereses, las ganancias que puedo obtener? ¿Es mi prestigio lo que me mueve a actuar? ¿Qué es lo que determina mi praxis? Desgraciadamente, tenemos que confesarlo, con frecuencia nos dejamos mover más por criterios meramente humanos, terrenos, y poco lugar dejamos para los criterios divinos.
Nos hacemos acreedores muchas veces de la sentencia del apóstol Santiago cuando afirma: "Hagan lo que dice la palabra, pues al ser solamente oyentes se engañarían a sí mismos. Porque el que escucha la palabra y no la practica, es como un hombre que se mira al espejo y que apenas deja de mirarse, se olvida de cómo era". Y luego agrega: "Todo lo contrario, el que se fija atentamente en la ley perfecta que nos ahce libres, y persevera en ella, no como oyente olvidadizo sino para ponerla por obra, será feliz al practicarla". (1, 22-25)
Porque María escucha la Palabra y al puso por obra pudo decir: "Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones" (Lc 1,48)
¡Que así sea!

miércoles, noviembre 28, 2018

Mes de María

Día 21 - 28 de noviembre


"Ocurrió en Caná de Galilea"
(Las bodas de Caná) Texto: San Juan 2, 1-11
Meditación P. Rafael Fernández
Nos vamos a detener a reflexionar en tres pensamientos que nos sugiere este trozo del Evangelio.
1. María quiere nuestra felicidad y cuida por ella.
Todos hemos experimentado alguna vez la alegría de una fiesta. Sentirnos entre amigos, reír despreocupados del peso del estudio o del trabajo, gozar de una estrecha amistad y una sana diversión. Es que en el fondo del corazón humano hay una búsqueda incesante de la felicidad. Es el anhelo de la dicha eterna. Es una de las notas más profundas de nuestro propio ser.
En este trozo del Evangelio que reflexionamos vemos cómo María comprende vivamente el sentido de la fiesta. Está preocupada porque resulte todo bien. Va a faltar el vino y quiere remediar esta dificultad. Con ello nos dice también que comprende nuestro íntimo anhelo de felicidad, que solidariza con él y que cuida como madre para que, de alguna manera se realice.
Se nos revela así una faceta importante de la personalidad de María. Su "humanidad", su cercanía tan personal. Ella no es un ser etéreo, desencarnado, preocupado sólo de lo religioso. Más aún, es lo religioso lo que la lleva a cuidar de todo el hombre. Es realmente una madre que comprende los sentimientos más íntimos de sus hijos. Pero ella no se queda en la mera comprensión. No, ella va a la acción y ayuda a los novios en Caná para que tengan, con sus parientes y amigos, días de fiesta, de alegría verdadera.
¿No nos pasa también a nosotros que quisiéramos tener nuestros momentos de "fiestas"? ¡No quisiéramos tantas veces vaciarnos de tristezas o desilusiones que se arrinconan en nuestro interior? ¿Tiene algo que decirnos nuestro cristianismo en esos momentos? ¿Qué papel desempeñaría María, entonces?
María comprende nuestros sentimientos humanos y quiere nuestra felicidad también aquí en la tierra.
2. María conoce el corazón de su Hijo.
Del dialogo de María con Jesús se desprende una gran intimidad de amor. En efecto, ella conoce bien a su Hijo. Hay una necesidad, y sin más demora se dirige a él. En sus palabras "no tienen vino" está solicitándole su intervención milagrosa. ¡Habían vivido tanto tiempo juntos! Conversaron de todo lo que se puede conversar entre un hijo y una madre tan querida. Conocían sus sentimientos mutuos, se tenían confianza amorosa. Por ello, ante la aparente objeción de Cristo: "¿que tengo yo contigo, mujer?", ella pareciera que no hiciera caso y pide a los sirvientes con total seguridad: "haced lo que él os diga". Ella como nadie, conocía las intenciones de su Hijo. De esta manera, este trozo del Evangelio, en lugar de mostrarnos una cierta distancia entre Cristo y María, nos manifiesta una profunda intimidad entre ambos. Todo supone el conocimiento del corazón del otro y el amor mutuo; amor que sabe mirar, ver y descubrir al otro detrás de las palabras.
El secreto de esa capacidad de decisión que tiene María, o de esa confianza en su actuar, radica en la estrecha unión que tiene con su Hijo.
También nosotros a veces recibimos palabras que no sabemos cómo interpretar. 0 nos suceden hechos que nos parecen tan injustos; y entonces se nos nubla nuestra vida e incluso también llegamos a rebelarnos contra Dios. No sabemos descifrar el lenguaje de Dios. Nos falta la unión de corazón que ha tenido María, por la cual se trasparentan las intenciones de Dios.
3. María, poderosa intercesora ante Dios.
Nos llama también la atención, en tercer lugar, el poder que ejerció María. Dice san Juan que "éste fue el primer milagro que realizó Jesús y sus discípulos creyeron en él. Se trata de un milagro debido a la intervención de ella. "Aún no ha llegado mi hora", dice Cristo, y, sin embargo, el pedido de María es capaz de apurar la "hora de Dios". Debemos entenderlo como el "poder de amor" que tiene como madre del Señor. Dios la eligió por madre, él le dio un lugar importante en el plan y "derechos" de madre.
Debe ser claro para nosotros, entonces, que Dios ha puesto a María muy cerca nuestro, para velar por nuestras necesidades, por muy humanas que sean, y para interceder por nosotros ante el Señor en nuestros momentos de necesidad. Ella tiene un gran poder por sus "pedidos de amor" ante su Hijo.
A nosotros nos dirá las palabras que dirigió a los criados: "hagan lo que él les diga". Es decir, Ella nos lleva a Cristo, encamina nuestra vida, nuestros actos hacia el Señor. Por ello, unirse a María es encauzar nuestra vida hacia Cristo.
Nosotros muchas veces sentimos la importancia, las limitaciones y los defectos personales. Somos como esas vasijas del relato de Caná que sólo poseen el agua. Si nos acercamos al Señor con la sencillez de hijos, entonces también en nosotros se operará la acción fuerte y transformadora de Cristo. El, que cambió el agua en vino, será capaz de transformar, por la fuerza de su Espíritu, nuestro corazón de piedra en un corazón de carne.
¡Que así sea!

martes, noviembre 27, 2018

Mes de María

Día 20 - 27 de noviembre


"Vida Oculta en Nazareth"
Texto: Lucas 2, 39-40; 51-52
Maditación P. Rafael Fernández
A un alma juvenil le encantan los llamados a vivir heroicamente y a protagonizar grandes gestas. No importa que las exigencias sean duras; al contrario, mientras más duras, mejor. Pero siempre que se trate de una cosa realmente grande y, ojalá, espectacular. Sobre todo eso: espectacular. Capaz de generar espectáculo. Algo que los hombres puedan ver con asombro y aplaudir con admiración.
Es lícito suponer que a María le fascinó la perspectiva cierta de ser Madre del Redentor. Ella no pudo ignorar que en su persona y por su indispensable cooperación, iba a hacerse carne la milenaria esperanza de Israel y de la humanidad. Tan consciente estaba de ello, que se atrevió a declarar que todas las generaciones la llamarían dichosa. Se daba cuenta perfectamente de que su nombre quedaría ligado al de la mayor epopeya del mundo, al acontecimiento más regocijante de la historia. Y esto, lejos de abrumarla, era para ella una fuente de indisimulada alegría: “maravillas hizo en mí el Poderoso", y daba gracias al Altísimo por fijarse en ella y escogerla en su pobreza para una misión que la convertía en Reina.
María se enteró de esto cuando tenía, aproximadamente, 16 años. Justo la edad para soñar lindos sueños: los más generosos y puros, por cierto. Nueve meses más tarde nació Jesús, sin que prácticamente nadie, nadie importante, influyente, se percatara; sin que la vida normal de Israel se alterase para nada. Cuarenta días después un profeta le confirmó su misión, acentuando el aspecto doloroso: Ella tendría que sufrir la suerte de su hijo, signo de contradicción. Una espada atravesaría su propia alma. Pero en fin; seguía siendo una de esas misiones por las que vale la pena vivir, y aun morir. De esas grandiosas, que exigen tanto, todo.
Pasaron 12 años, algunos de ellos en exilio. Un paréntesis fuera de lo común, cuando el niño de esa edad se quedó en el Templo y maravilló a los intelectuales de la época con su sabiduría. Pero luego, retornó a Nazaret. Uno, dos, tres, diez,15, casi 20 años allí: en una de las más insignificantes aldeas del ya poco significante Israel, perdido en la inmensidad del imperio romano.
¿Qué pasó durante esos años, que representan, cuantitativamente, la casi totalidad de la vida de Cristo, y prácticamente toda la juventud de María? Nada. Nada espectacular, por lo menos. Nada que no pareciera una exasperante monotonía, una rutina doméstica y profesional, comprensible y tolerante en un "hijo de vecino", pero irritante y hasta escandalosa en una familia llamada a protagonizar la gesta más importante de la historia.
Levantada antes de las 6; hay que hacer pan, “el pan nuestro de cada día”. Hay que preparar y encender el horno, con ramas y malezas cuyas frecuentes espinas lastiman la mano. Hay que afanarse con el amasijo, hay que vigilar la cocción. Hay que ir a buscar agua. Hay que preparar el desayuno: el pan, la leche, los dátiles, los higos, que tanto lo gustan a Jesús. Hay que barrer la casa... ¡se junta tanta tierra!. Hay que dar de comer a las gallinas y llevar las ovejas a pastar. Hay que tejer, coser y remendar. Hay que echar una mirada al taller do José, recibir los pedidos y los reclamos de los clientes, animar al carpintero fatigado de tanta monotonía y pobreza. Hay que vigilar al niño, que como todo niño juega y travesea haciendo trabajar sobre-tiempo a los ángeles de la guarda.
Hay que intercambiar con las vecinas: pan levadura, aceite de lámparas, hilo y agujas, experiencias, noticias, la alegría de haber encontrado una moneda o una oveja perdida, la zozobra de una enfermedad, el pesar de una muerte.
Así transcurren todos los día: desesperadamente iguales. Só1o los sábados una excepción: ir a la sinagoga, escuchar la lectura de la ley y los profetas. Y tres veces al año, la peregrinación al Templo de Jerusalén, aprovechando de visitar a Zacarías o Isabel y comprobar cómo crecía Juan.
Treinta años, casi la vida entera de Jesús, la juventud de María, transcurrieron en esa monotonía insignificancia. Tiempo suficiente para matar cualquier entusiasmo, para enfriar todo el ardor de un alma fascinada con la espera de una monumental epopeya. Tiempo suficiente para dudar de que realmente Jesús era el que salvaría a Israel y ocuparía el trono de David. Tiempo en que Jesús hizo lo que todos los niños de su aldea y de su tiempo: vivir con sus padres, obedeciéndoles y crecer... Sólo que el crecimiento de Jesús no se limitaba a la estatura: él crecía "en sabiduría y en gracia”. ¡Que manera tan delicada de decirnos que la sabiduría y la gracia en ninguna parte se dan y fructifican mejor que en el rutinario silencio de cada día!
¡Qué sencilla y hermosa manera de enseñarnos, que las grandes gestas o imponentes heroísmos sólo son posibles, preparados y respaldados por un largo y silencioso heroísmo del trabajo cotidiano! Los grandes hombres, las personalidades decisivas de la historia no se forman en el estrépito o el brillo; no se improvisan; no son resultado de un carisma que los hace avasalladores y espectaculares, sin esfuerzo, sin fatiga. Jesús dijo que el grano de trigo, para ser fecundo, debe primero sepultarse y morir. Toda semilla debe conocer largos días de sepultura: desconocida o ignorada, muerta a los ojos de los que no saben, perdida, al parecer, para este mundo de la luz y de la vida.
Pero cuando ha cumplido el plazo, y sólo cuando lo ha cumplido, entonces, de su misma aparente muerte, de su oscuridad y silencio, surge vigorosa la vida que traspasa de nuevo la tierra y extiende sus brazos hacia el sol.
¡Virgen del Silencio fecundo, Maestra del valor divino del instante, enséñanos a gustar, junto con el pan, ese austero y repetido amor nuestro de cada día!
¡Que así sea!

lunes, noviembre 26, 2018

Mes de María

Día  19 - 26 de noviembre




"Después de tres días lo encontraron en el templo"
Texto: Lucas 2, 41-50
Ciertamente hay pocas palabras más amadas por el hombre que la ¬palabra "libertad". Es una estrella que flamea en todas las banderas. Una consigna presente en todas las ideologías. Una esperanza en todas las canciones. Una promesa voceada por todos los caudillos. Sin embargo, los que la cantan y la buscan no se unen en torno a ella. Por el contrario, en su nombre luchan, se matan, se encarcelan y torturan unos a otros. Marx, por ejemplo, sostenía estar por la libertad religiosa. Pero en nombre de su doctrina, la fe ha sido sometida, en muchos países, a una esclavitud como tal vez nunca se conoció antes. Porque Marx precisó muy claramente (al Partido obrero de Gotha), que el no entendía la "libertad religiosa" en el sentido tolerante de los burgueses, es decir, como libertad "para" practicar la religión. Libertad religiosa" significa para él libertad "de" la religión, ateísmo. He aquí la clave de los desacuerdos: mientras no se precisó "de qué" y "para qué" deseamos ser libres, la palabra "libertad" será absolutamente equívoca y vacía de contenido.
En general, todos los hombres anhelan ser libres "para" ser felices. En consecuencia, desean liberarse "de" las cadenas que les impiden alcanzar la felicidad. Pero no todos poseen igual concepción de la felicidad. El marxista, quiere ser libre "para" vivir en el paraíso de un estado socialista. Por eso la liberación que anhela es liberación "de" la propiedad privada. El capitalista, por el contrario, desea estar libre "de" todas las trabas sociales, "para" poder enriquecerse a su gusto. Un periodista honrado, lucha por liberarse "de" todo subjetivismo "para" poder entregar la información más veraz. Otros, tratan de liberarse "de" todo escrúpulo y normas morales para poder manipular las noticias según sus conveniencias. Así se puede estar libre del error o de la verdad, del odio o del amor, del vicio o de la pureza. Hasta se puede hablar de liberarse, como lo prometía Hitler, del terrible peso de la libertad personal.
Para el cristiano, la cosa no ofrece ambigüedades, nuestra felicidad esta en cumplir la voluntad del Padre Dios, que nos ama infinitamente. Por eso queremos estar libres "de" todo lo que nos separe de él, "para" poder decirle siempre sí. Es lo que san Pablo llama "la libertad de los hijos do Dios": liberados de las cadenas del pecado, para poder atarnos a Dios con todas las fuerzas de nuestro amor. Porque ése es el secreto de la libertad: saber cortar, tanto interior como exteriormente, todas las ataduras que son "cadenas", que nos oprimen y aplastan. Pero para atarnos a nuestro verdadero bien con lazos que sean "raíces, que nutran nuestra auténtica felicidad.
Cuando el Niño Jesús se perdió en el Templo, no estaba cometiendo una travesura infantil, una simple escapada de sus padres. Por el contrario, estaba educándolos. Especialmente, quería educar a su Madre, para que llegara a ser el perfecto modelo de la personalidad cristiana. María era profundamente libre. Desde su misma concepción, jamás conoció la atadura del pecado. Só1o había sabido ser "esclava" de Dios, con ese tipo de esclavitud que se confunde con la suprema libertad. Pero, en esa misma línea, debía crecer más todavía. Sobre todo, debía ir afirmando progresivamente su voluntad de pertenencia total a Dios, por encima de sus espontáneos sentimientos de madre. Porque un día tendría que aceptar que Jesús abandonara su hogar para anunciar el reino de su Padre. Porque en el Calvario sobre todo, tendría que aceptar el despojo total de su corazón maternal, en aras de la voluntad del Padre. Por eso su Hijo la prepara, la entrena. Para que se le grabe en lo más hondo del alma que él no está en primer lugar para ella. María no responde nada cuando el Niño la reprocha: "¿Por que me buscaban? ¿No sabían que tengo que estar en las cosas de mi Padre?". San Lucas nos dice que ella guardó estas palabras en su corazón para meditarlas. Y María fue aprendiendo. Ella tenía que aprender a ser cada día más libre para Dios, también pasando por encima de sus instintos y sentimientos mas nobles.
Queremos ser libres: para ser felices. Pero, normalmente, nos fijamos en lo que entraba exteriormente nuestra libertad. Es cierto que Cristo también nos quiere liberar un día de todas esas cadenas, incluidos el dolor y la muerte. Pero la libertad tiene que germinar desde adentro. Primero tenemos que cortar las cadenas interiores: las de nuestros sentimientos negativos: el orgullo, el ansia desmedida de poder o de placer, la envidia, el egotismo, la mentira, sentimientos que, a la larga, generan las cadenas exteriores. Y para cortar estos lazos no tenemos más camino que atarnos con otros, enraizándonos profundamente en el corazón de Dios, atándonos a su voluntad.
La libertad absoluta, sin amarra alguna, es un engaño. Si nos entregamos como una hoja al viento de nuestros sentimientos, de nuestros caprichos, de nuestras ganas, no llegaremos a ninguna parte. Seremos estériles. Lo que Dios quiere para nosotros es la libertad de la semilla: que corta su atadura de origen, pero no para quedarse en el viento, sino para enraizarse en la tierra que lo permitirá dar fruto. Miremos hacia nuestro corazón: busquémoslas y revisemos sus raíces. Luego pidamos a María que nos ayude a ser libres desde dentro. Y tan libres como ella: que podamos decirle siempre que sí a Dios, al amor a la pureza, a la verdad, a la solidaridad, aunque todos los sentimientos, los instintos y las ganas nos griten lo contrario. Porque habremos cortado las cadenas. Porque estaremos tan enraízados en la voluntad del Padre que, como a Cristo, ni la muerte podrá quebrar nuestra libertad.
¡Que así sea!

domingo, noviembre 25, 2018

Mes de María

Día 18 - 25 de noviembre

"En el exilio"
Texto: Mateo 2, 13 15 y 19 21
Meditación P. Rafael Fernández
Abandonar su propia tierra y buscar refugio en otra tierra extraña es una de las experiencias más duras reservadas al hombre.
Estos seres de carne y hueso que somos los humanos no vivimos fuera del tiempo y del espacio. Los ángeles no ocupan lugar; nosotros sí. Y el lugar que ocupamos no es simplemente el marco o escenario indispensable para vivir: se hace, él mismo, parte de nuestra vida. De tanto contemplar nuestras luchas, debilidades y grandezas, emociones y afectos, se va impregnando de nosotros. El lugar que habitamos llega a ser prolongación de nuestras personas. Cuando estamos en él y mientras estamos en él, nos sentimos a nuestras anchas, libres; somos nosotros mismos. Ausentes de él, nuestra identidad se atenúa, se disuelve; surge la sensación de inseguridad y desvalimiento; es como estar a la intemperie. Y pocas cosas se desean tan vehemente como retornar al lugar que es de uno.
"Mi casa, mi tierra, mi pueblo, mi patria", decimos las personas. Con un posesivo que, a diferencia de otros, "mi dinero" , por ejemplo, no sugiere exclusión ni ambición febril. Al contrario: casa y tierra, pueblo y patria son el lugares donde, al sentirse uno una persona, conocida y reconocida, amada, familiar, se abre fácilmente a la solidaridad. Se trata, más bien, de un posesivo al revés: nosotros pertenecemos a nuestra casa y pueblo. Somos parte de él y por eso él nos sigue dondequiera que vayamos, nos marca. con su sello, se transparenta en nuestras facciones, en nuestro lenguaje, en nuestras habilidades y defectos característicos, nos protege también en la defensa de nuestros derechos.
En la vida de Jesús se manifiesta claramente el amor por su tierra y su pueblo. Sabemos que lloró sobre Jerusalén, presintiendo su destrucción por no haber querido aceptar el mensaje de paz que él les traía. Sus instrucciones a los Apóstoles precisaban que debían dirigirse "a las ovejas perdidas de la Casa de Israel". Nación oprimida y humillada, Jesús compartió su suerte; no la abandonó; en ella quiso vivir y morir. Y quien lee detenidamente el Magnificat podrá percibir también cómo el alma de María, su Madre, vibraba de amor solidario por su pueblo.
La experiencia del exilio, de esta emigración forzada por una amenaza de muerte, tiene que haber sido muy dura para la Sagrada Familia. Por lo que es una emigración en sí, y por las circunstancias peculiarmente trágicas de ella. Pensemos lo que es improvisar un viaje al extranjero, levantándose en mitad de la noche, huyendo a marcha forzada a través del desierto, rumbo a una tierra desconocida y no pocas veces hostil a Israel. Y sin saber hasta cuándo. "Hasta cuando yo te diga", fue lo único que precisó el ángel. Eso es vivir dependiendo de arriba; vivir de la fe.
No sabemos dónde ni con quienes se avecindaron Jesús, María y José en el Egipto. Probablemente en medio de la colonia judía. Aún así la nostalgia del terruño propio se hace sentir. No es posible estrechar lazos, echar raíces, construir, proyectar: todo es provisorio precario, todo depende de un "yo te diré cuando", que no se sabe cuándo sobrevendrá. Y mientras tanto la indiferencia, o la desconfianza de un pueblo que no mira con buenos ojos al extranjero, que lo discrimina y fácilmente lo hace responsable de cualquier calamidad emergente.
Quiso Dios que la Sagrada Familia bebiera el cáliz amargo del exilio. Jesucristo, nuestro hermano, debía asemejarse a nosotros y ser probado en todo, menos en el pecado. Israel había conocido tantas veces la prueba del destierro. Llegaría a ser casi su constante, o su fatalidad histórica. Jesús no quiso dispensarse de esa prueba. Aprendió así, por experiencia, hasta qué punto el exiliado pertenece a la categoría de los pobres. Lo habla ya por la Ley, que mandaba tener especial consideración por las viudas, los huérfanos y los extranjeros. "Ten misericordia de éstos decía : acuérdate que tú también fuiste extranjero en la tierra de Egipto". Emigrados, huérfanos y viudas pasaban a ser esas especies de personas destituidas de auxilios y seguridades humanas, y cuya sola esperanza se cifraba en Dios. Dios tenía que cuidar particularmente de ellos, y lo hacia a través de su pueblo, instrumento de su justicia y de su misericordia.
Hasta esa forma de pobreza quiso llegar el Señor. Cuando decía que no tenía ni siquiera una piedra para reposar su cabeza, no era solamente una metáfora. Su vida entera estuvo surcada por la inseguridad humana. Radicarse, echar raíces, apoyarse, reposar, estar por fin permanentemente, sin zozobras, en posesión de lo que es de uno, todo eso, no lo conoció el Señor.
Así lo quiso: sin duda, para testimoniar gráficamente que su comida y su apoyo, su descanso, su certeza estaban en el Padre. Allí, en el corazón de su Padre; allí, en el corazón de Dios, estaba su hogar y su patria.
No tenemos aquí morada permanente, enseña San Pablo. Somos pueblo, Iglesia que peregrina. Toda nuestra existencia terrena es, en cierto modo, un exilio: una existencia de vivir con alma de pobre, con la vista y las manos vueltas, suplicantes, hacia el cielo. Allí retornaremos un día: como Jesús, María y José volvieron un día de Egipto a Nazaret. Fueron sólo dos años de exilio, apenas un instante. También nuestro paso por aquí es fugaz.
Sigamos caminando. Con la mirada puesta en la Jerusalén celestial. Donde están Jesús, José y María; donde está el Hogar; donde está la patria en que uno permanece, siempre.
¡Que así sea!

Domingo de Cristo Rey

Daniel 7, 13-14; Apocalipsis 1, 5-8; Juan 18, 33-37
«Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado»
25 noviembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Así es como crece el reino de Jesús en el corazón. Desde dentro, desde lo oculto, crece en signos de esperanza. Y logra que me calme cuando hay violencia. Logra que me calle cuando sólo oigo gritos»
El agua sacia la sed, hace crecer la vida, despierta la esperanza. El agua que se recibe, el agua que se da, el agua que se retiene. Dice S. Alberto Magno que existen tres géneros de plenitudes: «La plenitud del vaso, que retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da». La fuente, el canal, el simple vaso. Comenta José Luis Martín Descalzo: «¡Qué difícil encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo cuanto han recreado! Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser así. Él era la fuente que brota inextinguible, el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros - ¡ah! - tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando desde lo alto de la gran montaña de la vida». Pienso que muchas veces pasa por mi alma el agua del Espíritu. Pienso en el vaso, en la fuente, en el canal, también en el pozo. El agua me viene de dentro. Surge de un lugar escondido dentro de mí. Un lugar oculto en mi alma que se abre a lo eterno. Como una rotura que me comunica con Dios casi sin darme cuenta. Pienso que tengo un agua que no es mía. Que no me pertenece. Brota de una fuente escondida. A veces me veo simplemente como un vaso vacío, veo mis límites. Retengo para mí porque tengo ansias, una sed inmensa. Tengo ganas de más agua. Me siento roto. Como si mi agua se escapara por rendijas inesperadas. Quiero recibir más. Nunca es bastante. Busco formación. Quiero aprender y saber. Ser más sabio y culto. Por eso retengo todo. Como un vaso. Me lleno hasta el borde. Estoy satisfecho conmigo mismo, con mi vida, con mi saber. No sé por qué guardo toda el agua sólo para mí en un afán egoísta por conservarlo todo. Mi egoísmo se hace fuerte. Sé mucho de muchas cosas. He leído todos los libros posibles. Lo tengo todo bien archivado dentro del alma. Por si me hace falta. No lo comparto con nadie. No me rompo por amor. No me abro. Me da miedo dar en exceso y luego no tener para mí. Conservo en mi interior todo lo recibido. Sí. Soy un vaso que no se rompe, que no se da. Quizás por eso me gusta más la imagen del canal. En ese momento no retengo para mí. No me guardo todo. Dejo que el agua pase dentro de mí para que llegue a otros. El agua al pasar deja algo de humedad en las paredes. Siento que hago algo útil por los demás. Llevo el agua a tanta gente que no tiene y necesita. Todas mis acciones tienen un único objetivo: dar de beber. Porque he visto la sed que tiene el hombre. Y me he conmovido. Quiero que el agua que recibo llegue a muchos corazones. Pero a veces experimento tanto dolor cuando me quedó vacío. He corrido con ansia queriendo llegar a todos. Contentar a todos. Queriendo responder a todos sus deseos. He querido saciar la sed de amor de todo el mundo. Y me he quedado seco en el intento. Mi canal seco sin agua. No tengo nada para retener el agua. Estoy solo. Tengo miedo. Tengo sed. El canal tiene una misión. Pero es duro ser canal. Temo convertirme en hacedor de obras. Pero sin fondo. Sin reposo en el alma. Pienso entonces en la imagen de la fuente. Un surtidor de agua que no se agota. Brota de mi interior. Llega al cielo. Me gusta más ser fuente. Dar y guardar. Entregar y conservar. Salir y entrar. Correr y quedarme quieto. Lanzar el agua a lo alto y conservarla en mi interior. Muchas veces necesito hacer y ser. Casi al mismo tiempo. Actuar y simplemente estar. Hablar y callar. Hacer y escuchar. Moverme y aguardar. Gritar y guardar silencio. Quiero ser surtidor y contener el agua. Los dos extremos contenidos en el fondo de mi alma. Yo saliendo de mí y quedándome dentro. Creo que tengo algo de pozo como parte de mi camino. Contengo tanta agua dentro de mí que puede llegar a muchos. La conservo para poder darla. La guardo y dejo que salga. Me doy y me retengo. Me voy y vuelvo. Vivo la tensión que existe entre ser activo y contemplativo. Entre hacer y orar. Entre dar la vida y acoger la vida. Pienso en todo lo que puedo hacer con el agua que recibo. Puedo cambiar mi entorno, a las personas que están cerca. Es normal que cuando alguien me grita yo grito. Cuando alguien me trata de forma injusta yo me altero. Cuando alguien intenta obligarme a hacer algo que no quiero hacer, me rebelo. Es muy común que pierda la paciencia con el que me hace daño o me presiona. Lo habitual es que no guarde silencio cuando me increpan. Lo tengo claro, no tengo esa paz interior que tanto deseo. Tal vez mi pozo no está tan lleno de agua y no tengo tanto que ofrecer. Me gustaría no perder nunca mi misión. Aquel que me habla es sagrado. Me decía una persona: «Trátale amablemente porque no sabes las luchas que está viviendo». Es verdad. Normalmente no sé lo que vive aquel que me grita. No sé lo que pasa en su alma. Desconozco los motivos de su guerra. Simplemente recibo la piedra, el grito, la furia. Desconozco su origen. Pero sé que la causa es sagrada. El alma del otro es sagrada. Quiero tratarla con respeto infinito. Arrodillarme delante de la puerta cerrada. Callar cuando oigo gritos. No hacer nada cuando quieren que estalle. El agua de mi pozo me calma. Mi alma llena de la presencia de Dios. Quisiera estar siempre calmado y no lo consigo. Quisiera reposar en el corazón de Dios. Sé que tengo el alma herida. Y tal vez por eso respondo con violencia. Estoy seco. Por las grietas de mis heridas se me escapa el agua. Por eso no tolero nada cuando siento que es una agresión a mi vida. Estallo. Grito. Pierdo la paz. Me gustaría ser capaz de crear atmósferas de cielo aquí en la tierra. Así es como crece el reino de Jesús en el corazón del hombre. Desde dentro, desde lo oculto, crece en signos de esperanza. Y logra que me calme cuando enfrente hay violencia. Y logra que me calle cuando sólo oigo gritos. Y entonces pacifico al violento y calmo al que está en guerra.
No sé qué tiene la luna que parece mágica. Se oculta bajo el sol sin desaparecer. Y en la noche brilla en distinta medida. O refleja la luz del sol. Ya no lo sé. Me desconcierta la luna nueva, apenas la veo. Me alegra la luna creciente que comienza a darme esperanza. Me entusiasma la luna llena que brilla casi como el sol mismo, y logra que la noche desaparezca. Me turba la luna decreciente que deja que aumente la oscuridad paso a paso. Con el sol puedo contar siempre en la misma medida. Salvo cuando las nubes se interponen. Pero aún entonces su brillo traspasa las nubes e ilumina mi día. Pero la luna. ¡Es tan respetuosa! No siempre está en la misma medida. Y aún brillando en su máxima expresión, respeta las normas de la noche. Y deja que a su lado brillen las estrellas, mucho menores, con mucha menos luz. Pero no las esconde bajo su brillo. Tiene la luna algo maternal, porque vela mis sueños. Reposa en mi descanso. Y acuna mis miedos cuando me turba no ver el sol. Cuando crece aumenta mi esperanza. Cuando decrece me anima a no desesperar. A menudo la presencia de Dios en mi vida es más como la luna. Su presencia oculta y silenciosa. Al sol no puedo dejar de verlo. Pero a la luna no siempre es fácil descubrirla entre tanta estrella. Creo que hay dos formas de brillar, la de la luna y la del sol. El sol brilla sin menguar nunca. La luna refleja una luz que no es suya. Y no siempre en la misma medida, cambia. La luna me habla de la vida misma, de mis sueños y padecimientos. Siempre está ahí, aunque yo no la vea. No se va de mi lado. Permanece en mis miedos, brillando incompleta. Y sostiene mis debilidades. Me gusta el amor de los que me aman como la luna. Están en mi vida sin verlos, siempre presentes. Callados tantas veces esperando a que dé mis pasos. Y yo los doy, sin miedo. Porque no me siento solo. Quisiera alcanzar la luna muchas veces y luego regalarla. Para el que ha perdido la esperanza. La persigo como ese sueño inalcanzable velado por las estrellas. Quiero lo imposible, regalar la luna, o que me la regalen. Alcanzar las estrellas y caminar por ellas. Tocarlas con mis manos, o que Dios me las alcance. Creo que el amor es lo que cambia mi forma de mirar la vida. Cambia mi humor, hace que la tristeza se torne alegría. Recuerdo un diálogo del Principito hablando de las estrellas: «Las gentes tienen estrellas diferentes, no son las mismas para todos. Para algunos, los que viajan, las estrellas son sus guías. Para otros, no son otra cosa que pequeñas lucecitas. Para otros, los sabios en astronomía, entrañan problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero ninguna de esas estrellas habla. Tú, sin embargo, tendrás estrellas diferentes, como nadie las ha tenido. - ¿Qué me quieres decir? -Cuando por la noche mires el cielo, estaré en una de esas estrellas; y como yo reiré te parecerá que todas las estrellas ríen para ti. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír!». Creo que mirar la luna y las estrellas me enseña a vivir, a reír, a amar. Dejo de mirar los problemas de cada día que tanto me turban. Y en la oscuridad de mi alma entra una luz tenue que todo lo ilumina. Miro las estrellas y la luna para aprender a mirar dentro de mí. Sin violencia, sin ruidos, sin prisas. Miro a ese Dios que está conmigo, en mi interior. Oculto y callado. Decía S. Agustín: «Las personas viajan para maravillarse ante las alturas de las montañas, las enormes olas del mar, la inmensa vastedad del océano, el movimiento circular de las estrellas, y, sin embargo, se contemplan a sí mismos sin mostrar el menor asombro. Oh, Señor, siento que Tú estabas delante de mí, pero como yo había huido de mí mismo, no me encontraba, ¿cómo iba a encontrarte a ti?»[1]. Busco a Dios fuera de mí, y necesito aprender a verlo en mi interior. Las estrellas de mi alma iluminan mi camino. Su reino crece muy quedo, muy dentro de mí. Casi no lo percibo. No está Dios en las estrellas, tampoco en la luna. Crece dentro de mí y me habla en medio de la oscuridad de mi camino. Y es a veces menguante. A veces creciente. A veces luna llena en mi alma. Y otras veces, siendo luna nueva, me desconcierta. Pero está. No por tener menos luz es más pequeño. No porque yo no lo vea es que no existe. Está siempre velando mis sueños y sosteniendo mi risa. Para que ría desde la estrella de mi vida con ganas. E ilumine otros paisajes y llene de música otras vidas. Quiero sostener la vida cuando esté creciendo o decreciendo. O cuando yo mismo sea luna llena que da luz en la noche. Incluso cuando me sienta vacío, o sin luz, aún entonces seguiré estando presente. En medio de la vida y de los días.
Me gustaría educar mi alma en la confianza. Creer de verdad que todo va a ir bien aunque no lo parezca. Y que incluso yendo mal voy a tener paz mirando al cielo. Hay momentos en los que pierdo la paz y tiembla mi alma. Como si todo fuera a depender de una decisión, de un paso en falso, de una mirada, de una palabra. O como si de repente Dios estuviera dispuesto a quitarme lo que más quiero. En esos momentos coincido con las palabras del P. Kentenich: «Sentimos que a veces nuestra alma está muy fatigada, que no tenemos fuerzas para seguir adelante. Entonces tiene que pronunciarse la palabra que obra el milagro, la transformación: - ¡Fiat!»[2]. En realidad, no puedo sostener el timón de mi barca continuamente y pensar que todos mis pasos están medidos y seguros. La confianza es un don que Dios me regala, un don que pido. Porque mi tendencia natural es la de desconfiar. De las personas, de las propuestas, de las ofertas que me hacen, de los planes que me proponen. No sé por qué, pero me da miedo que me hagan daño. Me esquiven, me olviden, me ofendan. Y pienso que, si doy la confianza a alguien y me falla, nunca más volveré a darla. Hay personas a las que pruebo continuamente. Si me fallan, me alejo. Si actúan como yo espero, permanezco cerca. Pero sigo expectante. Siempre me pueden fallar. Siempre las pongo a prueba, para ver si son de fiar. Me falta la confianza de los niños que se abandonan. Si así me porto con los hombres, más lo haré con Dios. Le digo que lo seguiré a donde vaya. Pero luego no quiero soltar lo que amo, lo que deseo, lo que sueño. Así es mi alma pequeña y esclava. Deseo el infinito y me conformo con retratos vagos de una realidad eterna. Jesús me pide que lo siga y confíe. Me pide que no mida lo que doy. Que no me compare. Quiere que lo dé todo sin reservas. Esa petición me desborda. Me siento como ese niño pequeño que teme perder sus juguetes. Miro a Jesús contrariado y le digo: «Es mío». Y Jesús sonríe. No sé por qué se me olvida que me quiere con locura. No sé por qué dudo tanto de su amor, de su promesa de plenitud. Me lo dará todo, me lo ha dicho de mil maneras. Ha venido a mi vida a sembrar esperanzas. Pero yo dudo. Tal vez porque no me conozco como decía Nietzsche: «¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente observar? Y entre ellos, ¿cuántos son capaces de observarse a sí mismos? Todos cuantos sondean el alma saben, muy a su pesar, que cada cual es para sí mismo lo más lejano». Me gustaría observar mi alma y saber cuáles son mis miedos. Lo que me inquieta, lo que me quita la paz. Quiero aprender a confiar más. En lo que hay en mi interior. En la verdad de mi vida. Decía Ortega y Gasset: «No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa». ¿Quién soy yo? Me pregunto. ¿Quién eres Tú? Le pregunto a Jesús. Quiero acercarme a Él con pasos torpes, inseguros. Quiero pedirle que me abra las puertas del reino de su alma. Quiero que venga a Él a reinar en mi interior. Dentro de mis muros. Los que he construido por miedo a ser herido. No sé bien quién soy yo y lo que Dios espera. He puesto en sus labios palabras que no me ha exigido. Y lo he acusado de ser severo cuando Él no lo ha sido nunca conmigo. He temido sus deseos pensando que me harían daño, sin conocerlo de verdad. Aún no lo amaba. Y pensaba que no me conocía. Pero yo tampoco me conozco. Y no conociéndome, tampoco conozco cómo es Dios. Como ahora cuando pretendo que acabe con el mal de mi vida. Y del mundo que me rodea, tan lleno de dolor. Necesito aprender a mirar con sus ojos para no tener miedo. Para no dudar en medio de la noche cuando las estrellas se apaguen. Para no pensar que su reino ha de ser de este mundo. Y confiar mucho más en Él. Decía el P. Kentenich: «Un maravilloso caminar con Dios que no nos divide internamente porque no es fruto de nuestro empeño personal sino del Espíritu Santo. De ahí la importancia de pedir a Dios en oración que nos conceda ese don, que nos envíe el Espíritu para que colme y transforme nuestra alma»[3]. Quizás necesito que transforme mi alma para hacerla más confiada, más dócil. Un alma de niño que se abra al cielo. Confiar es creer en la bondad del otro. Creer que quiere siempre lo mejor para mí y nunca me va a dejar solo. Con esa esperanza quiero avanzar por la vida. Paso a paso. ¡Soy tan desconfiado! De los demás. De mis fuerzas. Y por supuesto de Dios y su poder infinito. No acabo de creer en su misericordia. Me falta fe, me lo digo tantas veces.
Hoy miro a Jesús que es Rey y lo adoro, y me conmueve ese poder que viene a salvarme: «El Señor reina, vestido de majestad». Jesús reina, pero no como quiere el mundo, no como quiero yo: «¿Qué has hecho? Respondió Jesús: - Mi Reino no es de este mundo». ¿Qué has hecho? Le pregunta Pilatos. Se pregunta quizás lo que ha podido hacer para que lo quieran matar. O quiere ver señales inequívocas de su poder: «Aquel día Pilato y Herodes se hicieron amigos». Lc 23, 12. Los dos quieren saber cómo es el reino de Jesús. Por un lado, temen perder su poder. Por otro, se sienten seguros. Ante Jesús indefenso se sienten superiores. Jesús está en sus manos. No puede defenderse. No tiene ejército. ¿Hará algún milagro? ¿Qué ha hecho realmente Jesús para que deseen su muerte? Parece que su reino no es de este mundo. ¿Hay otro mundo? Si el reino que sueño no es de este mundo, ¿qué me queda? El mundo es atractivo. Tengo la tentación de buscar a Jesús en el reino de este mundo. En lo visible. En lo que es digno de alabanza. En lo que se manifiesta como victorioso. Un reino poderoso y visible. El reino de Jesús crece en lo oculto, como la semilla que muere bajo la tierra para dar fruto. No puedo ver cómo crece. No soy capaz de distinguir su fuerza. Un reino que no es de este mundo no sirve para este mundo. Y yo quiero reinar aquí y ahora. La eternidad está lejos, en otro mundo que no conozco. Y el mundo que conozco y amo es el de aquí. El reino de Jesús no me parece como el reino que yo espero. Yo, tal vez como Pilatos y Herodes, espero un reino de este mundo. Quizás también como los apóstoles que querían sentarse en los primeros puestos. Jesús me viene a decir que nace en mi corazón. En lo oculto de mi vida. No en aquellos actos míos grandilocuentes, llenos de belleza. No allí donde los demás aplauden a rabiar al ver mis éxitos. No, ahí no reina Jesús. Más bien reina en el silencio de mis gestos de amor. En mis actos ocultos de renuncia que nadie valora, porque no los conoce. En medio del dolor de mis fracasos. Allí reina. Cuando consigo que reine en mí dejo de lado a los reyes de este mundo. Dejo de buscar el reconocimiento y el poder. Es el suyo un reino del amor que crece en la noche. En la paz de la oscuridad. Oculto a los ojos curiosos. A veces tiendo a pensar que en lo oculto sólo sucede el pecado y la infidelidad. Creo que la mentira busca lugares oscuros para crecer. Pero no me fijo en el poder invisible y oculto del bien. Que no es noticia. El director de la película «Francisco: el padre Jorge», el argentino Beda Docampo Feijóo, comentaba: «Yo no encontré lados oscuros en Bergoglio y eso fue lo que me sorprendió». Corro el peligro de pensar que todos tienen un lado oscuro. Una sombra. Un pecado inconfesable. Una vida oculta digna de repudio. Se me olvida mirar más hondo. Hay personas que tienen un lado oculto, pero no oscuro, más bien lleno de luz. Sigo creyendo que los actos que cambian el mundo son los que no se ven. No se publican en Instagram. No salen en las noticias. Son renuncias realizadas por amor. Actos ocultos, silenciosos, callados, que cambian la realidad. Jesús reina en esos corazones capaces de un amor más grande, más sublime, más puro. No todo lo oculto es malo. No siempre el bien se expone. ¿Qué has hecho? Pregunta Pilatos porque no ve nada malo en Él. ¿Dónde estará su pecado, su lado oscuro? No parece vanidoso. No tiene rabia en el corazón. No arde en Él un rencor lleno de odio. ¿Qué ha hecho entonces? Dirán después que pasó haciendo el bien. Y recogieron algunos de esos actos que fueron visibles. ¡Cuántos actos ocultos haría Jesús! ¡Cuánta luz sembraría con sus actos silenciosos! Me gusta su lado oculto. Me gustaría a mí ser así. Proclamo siempre el bien que hago. Dejo que se vea, que se sepa. Me gusta que los demás lleven cuenta del bien que obro. Decía el Papa Francisco: «Para ser de Jesús, no basta con no hacer nada malo, hay que hacer el bien». Muchas personas al confesarse afirman que no hacen nada malo. Y seguramente es cierto. No matan, no roban, no hieren. Pero tampoco hacen el bien. Me pregunto si yo caigo en lo mismo. No hago el mal. O al menos no tanto mal como podría. Pero dejo de hacer el bien. No renuncio, no me sacrifico, no amo desde mi pobreza. Quiero aprender a pasar haciendo el bien. Eso es lo que quiero hacer. Para eso tengo que encontrarme con Jesús en lo oculto de mi corazón y dejar que Él reine en mí. Los pastorcillos de Fátima se encontraron con «Jesús oculto en el Sagrario». Un Jesús silencioso que cambió sus vidas. Así quiero yo que Jesús reine oculto en mi alma. Que mi corazón sea su sagrario desde el que vaya cambiándome. El reino comienza en mí cuando digo que sí y me abro a su poder. Cuando renuncio a mi ego y dejo que Jesús esté en el centro. Él es el que ha de tener poder sobre mí. Él es el sol, yo reflejo su luz. Y me ayuda a optar por el bien. A hacer de mí un instrumento de su amor, de su misericordia. El poder de lo oculto me impresiona. El poder del silencio se impone a los gritos de odio. El poder de una vida derramada sin que nadie aprecie su valor. El poder de la oración oculta tantas veces despreciada. El poder de los fracasos que me educan más que los éxitos. El poder del sí que pronuncio como María en el sagrario de mi corazón. Y vuelvo a empezar a dar la vida.
El reino de Jesús es un reino de paz y no de guerra. Así lo expresa Jesús: «Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí». La fiesta de hoy es una fiesta de unidad. Jesús une amando. No une a la fuerza. No une por presión. No impone la unidad. A veces quiero unir por medio de la fuerza. Con la presión de mis palabras. Pretendo que los demás piensen como yo, acepten mis puntos de vista, se callen ante mis decisiones. Pretendo unir exigiendo uniformidad. Jesús no es así. Él siempre suma, nunca resta. No necesita que yo desaparezca, me integra. No polariza, une. No somete mi criterio al suyo, respeta mi punto de vista. Hoy me vuelvo a convencer de que no estoy en guerra con nadie. No hay malos ni buenos. Simplemente hay personas que no piensan como yo. En las que el bien y el mal en su interior están en guerra. Eso se cierto. Y a veces vence en ellos el mal. No tienen escrúpulos o buscan su propio interés. Pero esos tampoco son mis enemigos. Jesús murió abrazando desde la cruz a los que lo mataban. Murió perdonando a los que lo insultaban. Esa forma de vivir y morir es la que a mí me desconcierta. Yo en seguida hago grupos, distinciones. Clasifico a las personas. Buenas y malas. Agradables e insoportables. Los que son como yo y los que son totalmente distintos. Los que no hacen lo que yo quiero y los que me ofenden u odian. Pienso que los demás están mal y yo bien. No hacen lo correcto y yo sí. Me defiendo, me protejo, me escondo. Me da miedo que me hagan daño. Leía el otro día: «La llamada al amor siempre es seductora. Seguramente muchos acogían con agrado su mensaje. Pero lo que menos se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos. Amar al enemigo es, más bien, pensar en su bien, hacer lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna»[4]. En el reino de Jesús no hay enemigos. Se construye la paz. Sé que en la fuerza de su amor soy capaz de amar a los que no son como yo, a los distintos. Pensar en su bien. Alegrarme con su alegría. Me parece imposible. Sobre todo, si he sufrido el mal en mi carne y el rencor me duele. Las categorías del reino de Jesús son otras. No son las mías. Comenta el Papa Francisco: «Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que debes decidir no hacerlo». Una forma de construir perdonando. El perdón es signo del amor de Jesús. Un amor que parece imposible llevado a ese extremo. ¿Cómo puede perdonar alguien mientras muere? Mi corazón se rebela contra la injusticia. Me duele tanto el mal, el odio, el dolor de los hombres, el dolor que me causan. El desprecio y la difamación. Me cuesta aceptar el sufrimiento no merecido. Me parece intolerable. ¿Cómo puedo cambiar el corazón para perdonar al que me hace daño? Me gustaría tener el reino de Jesús en mi interior. Ser capaz de acoger al que no piensa con mis criterios. Al que no comparte mis puntos de vista. Al que no me ama como a mí me gustaría. La Iglesia no tiene enemigos. Tampoco los tuvo Jesús. Los que odian la Iglesia, los que persiguen a los cristianos, los que no aman a Jesús, no son mis enemigos. No vivo en guerra con ellos. Entender esta forma de ser cristiano no es tan sencillo. No es una guerra. Vengo a sembrar la paz, a unir los corazones. Especialmente pienso en aquellos que están más alejados. Como Saulo antes de llegar a ser Pablo. Jesús lo abrazó en el desierto. Así quisiera abrazar yo al distinto, al que tiene odio en su alma, al que sufre por su propia herida y por eso hiere y ataca. Esa paz es la que necesita mi alma. Quiero ser un pacificador y no un hacedor de guerras.
El reino de Jesús es un reino de pobreza y no de riqueza, un reino de servicio y no de poder: «Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás». La corona de Jesús no es de oro, es de espinas. El trono sobre el que se sienta Jesús no es de oro, ni de hierro. Es el madero desde el que entrega su vida. El poder es siempre tentador. Es curioso cómo corrompe el alma. Antes de que me dé cuenta estoy cayendo en esa misma corrupción que tanto me duele cuando la veo en otros. Me asusta la debilidad del poderoso. Ese afán enfermizo por retener la posición de dominio. Mi cuota de poder es el campo en el que se juega mi santidad. En ese lugar en el que mando. En el que soy rey. Allí donde otros me siguen y obedecen. ¿Abuso de mi poder? Es tentador. Busco que hagan lo que deseo. No me doy cuenta de lo frágil que es mi voluntad. Quiero hacer el bien y hago el mal. Busco respetar a todos en su originalidad y acabo imponiendo mi punto de vista como el único válido. Digo que he venido a servir y me encuentro sirviéndome de mi puesto. Se me olvida mi deseo de dar la vida. Retengo lo que creo que me hace bien. Me acostumbro a lo bueno. ¡Qué difícil dejar de lado la riqueza tentadora! Un reino pobre, un reino de servicio. Una corona de espinas. Un trono de madera. He construido altares de oro y me he sentado en tronos de plata. En honor de Dios, me digo, para convencerme de mi posición. Ahí puedo hacer mucho bien. Pero también puedo herir y despreciar al débil. Se me olvida que soy débil. Acabo ignorando mi fragilidad. No veo mis torpezas y caídas. Pienso que estoy bien. Que lo hago todo bien. Me hace bien reconocer mi pequeñez. Mirar mis heridas y dolores. Y entregarle a Dios mi impotencia. Comenta el P. Kentenich: «Una sana humildad ve en la debilidad personal una irresistible invitación a entregarse filialmente a los brazos de Dios. Sólo aquel que con san Pablo pueda declarar triunfante: - Me glorío en mis debilidades, porque de ese modo se pone de manifiesto en mí el poder de Cristo, estará protegido contra una cantidad de psicopatías modernas y será capaz de sanar y recorrer seguro el empinado camino que lleva a Dios»[5]. Sólo la humildad me hace entrar en el reino. Cuando soy humilde es cuando puedo miro la corona de otra forma. Es otra corona la que le entrego a María para que sea mi Reina, para que gobierne en mí. Le entrego la corona desde mi impotencia, desde mi pobreza, desde mi pecado, desde mi debilidad. Corono a María como reina de mi vida para que Ella lleve el cetro y gobierne donde yo solo no sé caminar. Decía el P. Kentenich: «Al coronar a María, hagámoslo en primer lugar como reina de nuestro corazón»[6]. Su reino no es de este mundo. Porque no tiene las categorías del mundo. Porque su reino es servicio, pobreza y libertad. Al entregarle a María el poder renuncio yo a mi poder. Pongo mi vida en sus manos sin pretensiones. Empiezo a confiar como un niño. Me gusta más esa imagen de corona en las manos de María. Ella abraza mi pequeñez y se abaja a mi indigencia. Y tira de mí, y usa su poder para sacarme del barro y llevarme a las alturas.
Por último, el reino de Jesús es un reino de la verdad y no de la mentira: «Luego, ¿Tú eres Rey? Respondió Jesús: - Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». La verdad me hace libre. La verdad de Jesús en mi vida. Él me ama como soy y ha dado su vida por mí sabiendo que soy pequeño. Conoce mi alma. Ha visto mi pobreza y no se escandaliza. Me mira mejor de lo que yo me miro. Yo me avergüenzo de mi debilidad. Me escandalizo con mi pecado. Jesús se conmueve y me abraza. Ha visto mi verdad y se alegra. Yo a veces veo sólo mi pecado y pierdo la paz y la alegría. Él no es así. Ve mi bajeza y me hace mirar a las alturas. Ve lo que hay en mí y se alegra de ver cómo soy. Ve mi pureza donde yo sólo veo impureza. Ve mi virtud donde sólo veo pecado. Ve mi luz de ángel donde yo sólo veo oscuridad. El P. Kentenich, siendo niño, ve todo lo que hay en su alma y mira a las alturas: «¡Cielo estrellado, maravilloso espectáculo! El anhelo me impulsa hacia lo alto. Abandonando la noche de esta vida. Estrellas, estrellas, ¡cómo me gustaría elevarme con vosotras a las lejanías!»[7]. Sueña con la belleza eterna. El reino de Jesús es un reino de luz, de verdad. Vence la oscuridad del alma. La tristeza que me hunde. Despierta una alegría que me lleva a mirar las estrellas. La verdad me hace libre. Jesús me ayuda a mirarme en mi verdad. A reconocer mi fragilidad. A aceptar con humildad lo que me duele y cuesta. Me miro en mi verdad. Dejo de lado las mentiras que me hacen daño. Me encadenan. Me atan. La verdad saca lo mejor de mí. En el reino de Jesús sólo puedo permanecer si soy yo mismo. Si no me escondo detrás de máscaras. Si no pretendo ser quien no soy.



[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[2] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[5] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[7] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann