¿Quien soy yo para que
me visite la madre de mi Señor?" Texto: Lucas 1, 39-45
Meditación P.
Rafael Fernández
¡Qué extraordinario es recibir la
visita de alguien a quien amamos! Al ver a quien esperamos pareciera que todo
nuestro ser no pudiera contenerse en sí mismo, y nuestro corazón se desbordara
de alegría. ¡Qué humano y qué real resulta entonces, para quien ha tenido esta
experiencia, el hecho que Isabel a voz en grito, llena del Espíritu Santo, le
diga a María: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?". Isabel
se sentía inmensamente regalada con la visita de María. Hay en sus palabras una
humildad y admiración que nos conmueven. La sola presencia de María, portadora
de Cristo, ha desencadenado un torrente de gracias que ella ha sentido penetrar
hasta lo más hondo de sus entrañas, donde cobija al pequeño ser que Dios le ha
regalado. "En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño
en su seno".
Muchas veces nosotros no sabemos
aquilatar la riqueza de la presencia de quienes nos saludan o vienen a
visitarnos; estamos, quizás, demasiado llenos de nosotros mismos; no poseemos
la humildad necesaria para abrirnos a la realidad del otro. Michel Quoist, en
su libro "Triunfo", dice en un párrafo:
"Por el simple hecho de
estrechar la mano a muchos, darles unos golpes en la espalda, tomar con ellos
una copa, hablar, discutir con ellos, hay quien piensa: 'Yo estoy enormemente
relacionado, conozco a muchísimas personas. Se equivocan; el hombre está solo
entre una multitud de ésas que llama relaciones, a menos que tenga los ojos de
par en par abiertos y el corazón dispuesto a ver y acoger a sus semejantes.
Llevas ya largo tiempo esperando
el autobús Pasa...completo. Impaciencia, desánimo: 'Siempre ocurre lo mismo en
esta línea. Lo mismo sucede a algunos: no hay sitio nunca en ellos. No respetan
paradas y circulan con rapidez por entre quienes los esperan. ¡Están repletos
de bote en bote". (Triunfo, pág. 127-128)
María se ha acercado a nosotros;
quiere visitarnos. ¿Nos dejaremos tiempo para acogerla? ¿Nos dejaremos
encontrar por ella? ¿0 nos pasará con ella también lo que nos sucede con
aquellos que tantas veces han tratado de visitarnos, de llegar hasta nosotros,
pero que no encontraron lugar, porque nuestra constante actividad y el bullicio
simplemente nos impidió darnos cuenta de su presencia?.
En verdad, tendríamos que decir
con Isabel: "¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor?".
¿Nos damos cuenta del regalo que significa que ella se acerque y nos tienda la
mano? Ojalá nos encuentre con los ojos y el corazón abiertos.
Cuando María visitó a su prima
sucedió algo extraordinario. Ese encuentro tan humano, tan normal, de una prima
que viene a ayudar a su prima en los quehaceres de su casa pues ésta espera
familia y necesita ayuda, ese encuentro está, al mismo tiempo, traspasado por
la presencia de Dios. María, que lleva a Cristo en su seno, es el sacramento de
la presencia salvadora del Señor. Está tan llena de él, tan plena del Espíritu
Santo, "llena de gracia", la había llamado el ángel, que el simple
contacto con su persona significa un profundo encuentro con el Señor, un
recibir con fuerza la acción del Espíritu. Pero, para que esto suceda, tenemos
que dejarnos encontrar. Ella, como el Señor, "está a la puerta y
golpea". Si le abrimos, entrará en nuestra casa y cenará con nosotros.
"Si me domesticas, decía el
zorro al Principito, mi vida se llenará de sol". Si esto nos sucede con un
ser humano semejante a nosotros, podemos imaginarnos qué intensidad y fuerza
tendrá el brillo de ese sol en el corazón de aquel que se ha dejado
"domesticar" por María. Ella siempre ha ejercido una atracción
extraordinaria sobre el corazón humano.
¡Nos hace tanta falta su
presencia en medio de este mundo, de este planeta, al decir del mismo
Principito, raro, seco, puntiagudo y salado, donde los hombres no tienen
imaginación y repiten lo que se los dice. Sí, nos hace falta María. Si la
recibimos, entonces, brillará el sol en nuestra vida. Ella es "la Madre
del amor hermoso" (Ecl 24,24). "Vida y esperanza nuestra", la
llama una antigua oración de la Iglesia. Abramos, entonces, las ventanas de
nuestra alma para que penetre en ella la luz de María. Que ella, "la Mujer
vestida de sol" ilumine nuestra oscuridad, para que ya no seamos más hijos
de las tinieblas, sino los "hijos de la luz".
¡Que así sea!
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