"Derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes"
Texto: Lucas 1, 46-55; Deuteronomio 7,7 10
Maditación P. Rafael Fernández
En
el mundo de hoy todos quieren ser grandes, quieren brillar, quieren
tener poder, quieren dominar. Los ídolos del mundo actual tienen que ser
bien conocidos, tienen que ser superhombres, titanes que tengan la
tierra a sus pies. Hoy los hombres admiran a los poderosos y anhelan, no
importa los medios, acumular también el máximo poder.
Frente
a esto, María, en el Magnificat nos dice cuáles son los criterios y los
modos de actuar de Dios: "Derribó a los poderosos de sus de sus tronos y
elevó a los humildes". Dios no se deja deslum¬brar por el poder. Al
contrario, nos sigue diciendo María, Dios "dispersó a los hombres de
soberbios corazón1l (Lc. 1,51).
María
conoce por propia experiencia este modo de actuar de Dios. En un
momento de la historia en que todas las mujeres de Is¬rael sabían que
estaba por nacer el Salvador y todas anhelaban ser su madre, cuando
todas ellas se creían dignas de ese título de glo¬ría, María se
consideraba a sí misma totalmente desprovista de méritos como para
recibir tal honor. Y, precisamente por eso, Dios la escoge para ser la
Madre de su Hijo, para que sea ella quien dé una naturaleza humana al
Hijo Eterno del Padre. Es la misma Santísima Virgen la que señala el
motivo por el cual Dios la escogió: "porque ha puesto los ojos en la
humildad de su esclava." (Lc 1,48)
Pero
la palabra "humildad" hay que entenderla bien. Ser humilde no es andar
con la cabeza baja y decir que uno no vale nada. Dios no quiero
caricaturas humanas, sino hombres erguidos y de pié, plenos de dignidad y
valor. ¿Qué es, entonces, esta humildad que tanto agrada a Dios?
Alguien dijo que la humildad verdadera es verdad y es justicia. Es
verdad, es decir, el humilde sabe llamar a las cosas por su nombre y
así, sabe reconocer lo bueno y lo malo que hay en él. No niega las
cualidades que pueda tener, ni tampoco tiene empacho en reconocer sus
defectos y limitaciones. Pero, al mismo tiempo, la verdadera humildad es
justicia, es decir, que sabe atribuir el mérito a quien corresponde.
Esto significa que el humilde sabe que las cualidades que pueda tener no
son méritos propios, pues todo lo ha recibido de Dios, sea el brillo en
la inteligencia, la elocuencia de la palabra, la sensibilidad artística
o el vigor corporal El humilde es justo también al reconocer que sus
defectos y limitaciones son, en buena parte, fruto de su propio pecado.
Con
las personas humildes, Dios puede trabajar, pero no así con los
inflados por su soberbia y vanidad. Por eso, es una constante en el
actuar de Dios que él escoge a los humildes, a los pequeños, para
realizar sus más grandes obras. Esto os lo que les recordaba san Pablo a
los cristianos de Corinto: "Hermanos, fíjense a quienes nos llam6 Dios.
Entre ustedes. hay pocos hombres cultos según la manera de pensar:
pocos hombres poderosos o que vienen de familias famosas. Bien se puede
decir que Dios ha elegido lo que el mundo tiene por débil, para
avergonzar a los fuertes. Dios ha elegido a la gente común y
despreciada; ha elegido lo que no es nada para rebajar a lo que es, y
así nadie ya se podrá alabar a sí mismo delante de Dios". ( 1Cor, 26-29)
En
la práctica de la humildad, lo más difícil es reconocer los propios
defectos, fallas, limitaciones y pecados. El humilde, el verdaderamente
humilde es un hombre que llama a las cosas por su nombre y que tiene el
valor de decir la verdad, aunque eso lo haga quedar mal puesto. Los
cobardes, los hipócritas, los orgullosos, porque muchas veces estas
cosas van juntas, quieren, a toda costa, aparecer siempre "impecables",
es decir siempre perfectos. Son los que siempre se disculpan, los que
nunca tienen el valor de reconocer sus yerros y culpabilidad. Con esa
gente Jesús no puede trabajar. El sólo puede salvar a los que como María
son profundamente humildes.
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