lunes, julio 31, 2017

Homilia 30 de Julio



Domingo XVII Tiempo Ordinario
Reyes 3, 5. 7-12; Romanos 8, 28-30; Mateo 13, 44-52

«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra va a vender todo lo que tiene y compra el campo»



30 Julio 2017   P. Carlos Padilla Esteban

«Es una gracia que le pido a Dios siempre. Saber elegir el bien, dejar de lado el mal. Optar por lo correcto, tomar decisiones sabias. Necesito pedir ese don»

A veces tengo opiniones ya formadas sobre una realidad que aún desconozco. Me creo lo que otros dicen. O lo he leído en los libros y creo que por eso es más verdadero que lo que no aparece escrito en ningún sitio. En la película «Captain Fantastic» uno de los hijos interpela a su padre: «Sé todo lo que he leído en los libros. Pero no sé nada de la vida. No me has enseñado a vivir». Él le había enseñado a leer, pero no le había preparado para la vida. A veces lo que leo me pesa demasiado. Casi más que lo vivido. Lo que yo creo sobre la vida se ha ido formando en mi corazón con el paso de los años. Las lecturas me ayudan a formarme, a crear imágenes sobre la realidad. Pero la vida es mucho más que lo que leo. No es sólo lo que leo. Lo que veo alimenta mis ideas. La vida es más fuerte, más honda. La realidad es más dura que la misma ficción, aunque parezca imposible.
¡Cuántas imágenes recibidas condicionan mi forma de pensar más que lo que yo mismo he leído! Mi experiencia, lo vivido. No sólo que he visto. Creo que mi vida consiste en transmitir a los hombres mi propia experiencia de vida. Es la misión de todos en este camino que Dios nos confía. Leía el otro día: «Jesús no sabe hablar sino desde la vida. Para sintonizar con Él y captar su experiencia de Dios es necesario amar la vida y sumergirse en ella, abrirse al mundo y escuchar la creación»1. Quiero hablar desde mis experiencias vitales, no sólo desde mis teorías. Hay personas que tienen teorías para todo.
Tienen una experiencia y elaboran una teoría. Lo hacen desde la vida, desde su experiencia. Una vez firmes sus teorías se convierten en principios innegociables. Tampoco quiero caer en eso. No quiero vivir con dogmas. Quiero que lo que yo vivo se convierta en experiencia fundante de mi vocación.
Pero no quiero algo rígido. Quiero que mi experiencia sea un tesoro fantástico que puedo compartir en el camino de la vida. Pero sin imponérselo a nadie. No me quiero guardar mis experiencias por miedo al rechazo, al olvido. Otros pueden aprender de lo que yo vivo. El P. Kentenich aprendió mucho leyendo en otras vidas, en el misterio escondido en cada corazón que se le confiaba:
«Anteriormente se me preguntó de dónde provenía esta riqueza de corazón y de espíritu, debo decirles: Sin ustedes yo no sería hoy lo que soy. Si quieren saber cuál es la fuente de esa riqueza de espíritu y corazón, aquí la tienen»2. Aprendo de otras vidas, de mi propia vida. Más que de los libros. Me gusta pensar que mi vida, mi experiencia, pueda hacerse historia contada, parábola, cuento, del que otros aprendan. Mi vida como una forma, una más, de entender el amor a Jesús y el seguimiento de su camino. Mi método, un método posible, no el único. El método que cada uno descubre en medio de los tropiezos y de los logros. ¿Cuál es el método que sigo cuando vivo y amo? ¿Cuál es mi camino para seguir los pasos de Dios? Quiero detenerme a pensar en todo lo que vivo. Que no pasen las cosas de largo. Que pueda aprender de mis vivencias. De mis amores y desamores. De mis éxitos y fracasos. De mis luces y mis sombras. Hay juicios que constituyen mi camino. Pero luego tengo tendencia a hacer juicios con facilidad. El otro día vi un anuncio en el que se hablaba del prejuicio y del posjuicio. Se definía el primero como un juicio previo por lo general desfavorable sobre la realidad. Y el posjuicio como juicio posterior por lo general favorable después de haber vivido. Y resaltaba la importancia de probar ante la duda. Resaltaba así algo cierto: «Los posjuiciosos saben que para conocer




1 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
2 J. Kentenich, Kentenich Reader I


una cosa de verdad hay que vivirla. Vivir nos llena de posjuicios». Normalmente juzgo la realidad por mis vivencias anteriores y me lleno de prejuicios. Eso hace que en ocasiones me dé miedo enfrentar realidades nuevas. Mis prejuicios me limitan y no aprendo nada nuevo. No me dejo interpelar por la vida, por miedo a perder mi seguridad. Tengo una idea hecha, preconcebida, sobre lo que me conviene y sobre lo que no me gusta. Quiero pensar que soy capaz de pasar de un prejuicio a un posjuicio con facilidad. Que no soy tan rígido. Una madre me contaba feliz cómo veía que su hijo era flexible y sabía cambiar sus juicios sobre las personas. Las conocía mejor y ya no pensaba lo mismo que antes sobre ellas. Esa mirada abierta es positiva. En realidad, cambiar es de sabios. Tal vez Dios me ha dado un alma algo flexible. Y por eso no me encierro en mi juicio creyendo que es el único válido. Sobre todo cuando ese prejuicio mío puede aislarme o limitarme. Miro a las personas y las juzgo con frecuencia, antes de conocerlas. Interpreto lo que hacen y juzgo. Las miro por fuera y emito mi juicio. Veo cómo visten, cómo hablan, cómo se comportan. Y condeno o acepto. Mi prejuicio me aleja de algunas personas a las que podría llegar a querer y valorar si venciera mis ideas preconcebidas. Los prejuicios levantan barreras infranqueables. Quiero aprender a vivir más mis posjuicios. Vivir más y no dejar de vivir por miedo. No quiero rechazar lo que prejuzgo. Quiero experimentar que sé cambiar de opinión. Reconocer mis errores iniciales. Mis prejuicios infundados que me limitan. Creo que los prejuicios evitan que viva con pasión la vida. Son creencias limitantes que me impiden acercarme a lo nuevo, a lo desconocido, a las personas. Me impiden vivir con alegría, con naturalidad, como un niño. Me quedo en mi opinión formada y rígida y condeno, aparto de mí con facilidad. ¿Qué abundan más en mí, los prejuicios rígidos o los posjuicios que surgen de mi experiencia de vida? Quiero tener un corazón flexible en el que los prejuicios no sean definitivos. Quiero aprender a cambiar con la experiencia del camino sin miedo a reconocer que antes no estaba en lo cierto. Eso se llama conversión. Aceptar con humildad mis juicios erróneos. Cambiar porque he visto que no estaba en lo cierto, así de simple. Ser así me alegra. Me hace humilde. Quiero aprender a vivir da de esta manera. Sin juicios rígidos sobre la realidad. Sin tantas teorías.

Tengo algunas verdades muy claras en mi vida. Algunas que son principios inamovibles, firmes, sobre los que me levanto cada día. Son verdades que constituyen un baluarte sobre el que construyo. Me sostienen. Son experiencias centrales en mi camino que tengo que renovar cada día para no olvidarlas. Para no sentir que han cambiado y que son diferentes ahora. Son experiencias claves de las que vivo. Momentos que me hicieron mejor persona. Me llenan de esperanza. Hacen más amplio mi horizonte. El otro día en la película «Íñigo de Loyola» escuchaba lo que Jesús le dice a Íñigo en su camino de conversión, cuando estaba perdido y atormentado por sus escrúpulos: «¿Crees que tu pecado puede hacerme daño? Yo lo permito, pero no me hace daño». Esa propia experiencia en mi vida me da luz. Jesús me quiere en mi fragilidad. No lo dudo. Me ama en mi caída. A veces necesito recordarlo para no sentirme indigno y rechazado. El pecado me ensucia y me aleja de Dios. Me siento indigno. Saber que no es así me salva. Quiero volver a tocar con el corazón dolorido esta verdad tan honda de su amor. No es juicio aprendido de los libros. Es una experiencia que he sufrido en el camino, cuando me he sentido lejos de Dios y he vuelto. Como esa otra vivencia que me dice que no tengo que pedir lo que no me conviene y que lo único que vale la pena es pedir la santa indiferencia. Hoy Dios le dice a Salomón: «En aquellos días, el Señor se apareció en sueños a Salomón y le dijo: -Pídeme lo que quieras». En la misma película de Íñigo de Loyola un hombre le decía a Íñigo: «Yo le pido a Dios prosperidad y una larga vida». E Íñigo le respondía: «¿Eso te hace feliz? Pide mejor indiferencia para que sea lo que sea lo que vivas, lo puedas vivir con paz». Es otra experiencia que sostiene mis pasos. Quiero pedir siempre esa santa indiferencia que me permita vivir con paz los años que Dios me regala, la cruz que Dios permita en mi vida. Muchos años o pocos. Muchos éxitos o muchos fracasos. Sé que es verdad lo que escuchaba hace tiempo: «Siempre hay alguien que sufre más que tú. Y sólo hay dos opciones, o pudrirte por dentro o bailar al ritmo de la vida». Quiero aprender a bailar con paz al ritmo de mi vida. Sé que a veces me olvido y le pido a Dios lo que no me conviene, o le pido una prosperidad que no logro, o le suplico una salud que no retengo, o un éxito que se me escapa esquivo. Le pido ser amado por todos y siempre, por algunos algunas veces. Y si no sucede sufro. Por eso pido hoy la santa indiferencia para enfrentar la vida. Otros sufren más que yo, eso seguro. Y el sentido de mi vida es permanecer atado a Dios pase lo que pase. Es este un pilar que me sostiene, otra verdad grabada en el alma con el paso de los años. Es un método para enfrentar el


futuro que no conozco. Una forma de conformarme con lo que tengo y vivir alegre en medio de las tribulaciones. Un acto por el que quiero vivir inscrito en el corazón de Jesús para siempre. Allí donde descanso y Él descansa. En su herida me sé amado. Es una gracia que pido para que me llegue cada mañana. Porque mi alma se resiste a ser indiferente ante las cosas que pasan. Amo más la bondad que la maldad, la paz que la guerra, el amor que el odio. Detesto la cruz y no la quiero. Me apego a todo lo que poseo. No vivo la santa indiferencia. No me da igual vivir en la abundancia que en la escasez. No me dan igual las cruces. Por eso quiero vivir lo que leía: «El sentido de la vida es de carácter incondicional, pues incluye también hasta el sentido potencial de un sufrimiento ineludible»3. El sentido de mi vida es vivir con un sentido también el sufrimiento. Aceptar todo lo que venga, todo lo que tengo por delante. Un sentido que a veces desconozco. Un sentido que tal vez está inscrito para siempre en el corazón de Dios. Un sentido que se me hace misterioso. Pero lo abrazo. No quiero una gloria efímera que pasa. No busco yo mismo marcar mi propio destino. Deseo estar abierto a lo nuevo. Dejándome tocar por la mano de Dios que me sostiene. Quiero saber lo que Dios desea de mí. Decía Alberto Hurtado: «¿Qué sentido tiene la vida? ¿Para qué está el hombre en este mundo? El hombre está en el mundo, ¡Porque alguien lo amó!: Dios. El hombre está en el mundo para amar y para ser amado». Me gusta pensar que mi vida pasa por amar y ser amado. Dios me amó primero. Y me capacita para amar con su mismo amor. Muchas veces no es tan sencillo. A veces amo mal. A veces no soy amado. Y sufro. No me ama quien espero que me ame. No amo a quien espera que lo ame.
Tan sencillo. Tan complejo. Pero es verdad que es el sentido de mi vida. Amar de verdad. ¿Por qué fracasamos tanto en lo que tanto nos importa? Por egoísmo. Por orgullo. Porque somos cambiantes y nos olvidamos de nuestras promesas. Soy capaz de amar si me dejo amar por Dios. Eso es lo que quiero. Sobre esta verdad también asiento mi camino. Es parte del tesoro que guardo en el alma.
Porque he sido amado. Porque he amado y amo. Sé que es el único sentido de mi vida. Porque así vivió Jesús dejándose el corazón por los caminos. Así entregó sus días. Amando y siendo amado.

Hoy Salomón responde a Dios algo muy sabio: «Señor, Dios mío, Tú has hecho que tu siervo suceda a David, mi padre, en el trono, aunque yo soy un muchacho y no sé desenvolverme. Tu siervo se encuentra en medio de tu pueblo, un pueblo inmenso, incontable, innumerable. Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso?». Y Dios se alegra con la petición y le responde: «Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti». Un corazón sabio e inteligente. El don de saber discernir entre el mal y el bien. Así fue Jesús: «No es solo un profeta que anuncia la irrupción del reino de Dios. Es un sabio que enseña a vivir respondiendo a Dios»4. Jesús fue un hombre sabio, que sabía vivir. Que sabía discernir el mal del bien. Es lo que le pido yo a Dios cada día. A veces parece sencillo saber lo que está mal y lo que está bien. Lo que me hace crecer y lo que me hace daño. Pero otras veces la línea que divide el mal del bien es difusa. No sé apreciar bien los contornos. No sé medir bien lo que está bien. No logro distinguir hasta cuándo está bien mi vida. No sé bien cómo de bien está lo que yo hago. No necesito que alguien de fuera me diga que está mal lo que hago. Aunque a veces no sé bien cómo distinguirlo. Es verdad que yo mismo en mi corazón algo intuyo. Es una gracia que le pido a Dios siempre. Saber elegir el bien, dejar de lado el mal. Optar por lo correcto, tomar decisiones sabias. Necesito pedir ese don: «El don de sabiduría regala una luz extraordinariamente brillante y un amor extraordinariamente grande que operan una trasformación profunda y abarcadora»5. Es un don que me cambia por dentro. Me regala una mirada nueva capaz de discernir lo que Dios quiere para mí, lo que me conviene de verdad. Me ayuda a distinguir lo que es un mal en mi vida aunque pueda tener apariencia de bien tantas veces. Quiero esa mirada pura que todo lo ennoblece. Me dan miedo los escrúpulos que encuentran maldad e impureza en todos los actos. Y también me da miedo la conciencia laxa en la que nada me hace daño y todo parece correcto. Entre dos cosas buenas, quiero escoger la que Dios quiere para mí. No quiero elegir el bien que me empobrece, aunque sea un bien. Ni optar por esas ataduras que me




3 Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
4 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
5 J. Kentenich, Hacia la cima


esclavizan, sabiendo que ser esclavo nunca puede hacerme bien a la larga. Quiero la sabiduría que me lleva al camino de mi plenitud. Pisando las huellas holladas por Dios. Puede que caiga muchas veces errando los caminos. Pero sé que el sabio siempre se levanta y vuelve a empezar, aprendiendo de los errores. Sueño con el paraíso aquí en la tierra, en medio de mis fragilidades. Y sé que mi alma añora esa pertenencia completa a Dios que sólo en el cielo será posible. Sólo quiero que Dios me ayude a crecer en mi camino. A vivir pedazos de cielo en la tierra. Decía el P. Kentenich: «Paraíso aquí en la tierra sólo es posible desde el punto de vista del esfuerzo por el paraíso, pero nunca desde el punto de vista del lograrlo o de lo logrado. Lo que la gracia de Dios regaló a la naturaleza y a la comunidad en el estado anterior al pecado original, es ahora una permanente tarea en la nueva redención a través de Cristo, que nos devuelve la vida divina y la posibilidad de entrar en contacto con Dios»6. Quiero que ese contacto con Dios que me da vida me haga más sabio y más de Dios. Aspiro a los grandes ideales que iluminan mis ojos. Sueño con ser más puro y más niño de lo que me ha hecho el paso de los años. Esa es la sabiduría que sueño. Puedo hacer presente el paraíso aquí en la tierra cambiando mi mirada. Decía Jorge Luis Borges: «Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso». Cada día toco con mis manos el paraíso, a veces no lo veo. Sé que puedo hacerlo presente con mis gestos. Lo materializo en mis palabras. Me impresiona el poder de mi vida, de mi amor cuando se encarna. Puedo ver el paraíso en medio del mal que abunda. Es más fuerte la presencia de Dios que todo lo calma. Está en mis manos ese poder que hace posible lo imposible. Convierte la tierra en cielo, lo pasajero en eterno. Decía el P. Kentenich: «Girar siempre en torno a Dios. Dios como punto central de nuestra vida. Llegar a ser hombres que viven en el mundo sobrenatural, hombres del paraíso»7. Para eso necesito un corazón sabio y dócil.
Eso me parece tan difícil. Quiero tener más docilidad para seguir los pasos de Dios. A menudo me veo retenido en mis deseos, atrapado en mis gustos. Incapaz de atarme con docilidad a los planes de Dios. Me hace falta más libertad interior para abrazar sus sueños sobre mi vida, desprendiéndome de mis propiedades. Quiero ser capaz de renunciar a mi punto de vista cuando encuentro otros más acertados. Aceptar la opinión de los demás como verdadera, aunque no sea mi forma de ver las cosas. Callarme en lugar de hablar. Ceder en lugar de imponer mi querer. Aceptar que las cosas se hagan de otra forma, aunque yo siga pensando que no es la forma correcta. Esa docilidad me parece un milagro. A veces pienso que yo cedo siempre. Y me canso de ser dócil. Porque la vida me exige demasiado. Y no quiero volver a ceder yo de nuevo, como siempre. Quiero que ahora sean otros los que cedan. Y me parece que ser dócil es ser débil, incapaz, ignorante, necio. Y no lo quiero. Quiero que mi orgullo no salga herido de nuevo. Esto es lo que pienso y no quiero moverme de mi postura sólida y firme. Me siento en posesión de la verdad. Me da miedo ceder otra vez. Volver a aceptar que los otros tienen razón y que yo no la tengo. Es difícil ser dócil frente a Dios si no lo soy frente a los hombres. Por lo humano camino hacia el mundo de Dios. Lo que vivo en la carne es lo que me hace capaz de vivir más tarde en el espíritu. Una docilidad frente a los sutiles planes de Dios. Esos que tantas veces no percibo. Dócil para renunciar a mi posición que me aleja de lo que Dios me pide. Dócil para ceder y tomar un nuevo camino, aunque me rompa por dentro. Y aceptar los posibles errores de mi vida. Los «bonitos» errores ya pasados, cuando me levanto y veo que las cosas no han salido como yo pensaba. Que no son como yo esperaba. Dócil para reinventarme sin miedo cada día, dispuesto a perderme por los caminos. Me gustaría ser más dócil. Me cuesta tanto cuando me llevan la contraria y no aceptan mi juicio como verdadero y único. Me molesta cuando quieren que siga un camino diferente al que yo había pensado antes. Me irrita cuando me critican y juzgan mis decisiones y posturas como si estuvieran erradas. Tal vez mi orgullo es más fuerte de lo que yo pensaba. Y no me deja ser dócil al querer de Dios. Me veo tan limitado en mis juicios. Pido un corazón sabio y dócil para recorrer los caminos de la vida abrazando el querer de Dios.

Hoy Jesús me dice que su reino es un tesoro que puedo comprar si vendo antes todo lo que tengo:
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra».




6 J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
7 J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963


Un tesoro escondido. ¿Qué vale tanto como para vender todo lo que poseo? Me parece imposible. Una perla fina de gran valor. ¿Merece la pena vender todo lo que tengo por tenerla? Me conmueve que Jesús me hable en mi lenguaje. Que me hable de tesoros y de bienes. A mí me gustan los tesoros. Encontrar algo valioso y adquirirlo. Me da miedo perder lo que me hace feliz. No quiero dejar pasar oportunidades. No quiero que el tesoro escondido siga escondido. ¿Cuáles son los tesoros que poseo? A veces doy valor a cosas poco importantes. Y creo que ahí está mi tesoro. Y no es cierto. Me engaño. Dejo de valorar otras cosas que también tengo. Cuando las pierdo me doy cuenta de lo que de verdad merece la pena. Sé que de lo que habla la boca está lleno el corazón. Tal vez es que no sé poner mi corazón en las cosas que de verdad importan. Decía Victoria Braquehais, misionera en el Congo, donde vive despojada de sus tesoros antiguos: «En África lo que me sorprende es su deseo de vivir, su lucha por la vida, su amor a la vida, a salir adelante. El tesoro más grande que me ha dado África es a Jesús. La vida se vive al desnudo, sin tapujos y sin distracciones. Y eso te pone frente a lo más profundo».
Cuando uno vive despojado de todo es cuando puede encontrarse con lo más valioso. Muchas veces creo que guardo tesoros en mi vida. Pienso que sin ellos no puedo vivir. Me obsesiono por retenerlos. Luego me desprenden de ellos y sufro. Y como por arte de magia aprendo a vivir sin ellos. Me doy cuenta de algo importante, eran tesoros prescindibles. Había puesto mi corazón en cosas que no eran tan vitales. Quizás si aprendo a vivir despojado de todo pueda comprender de verdad dónde se encuentra mi verdadero tesoro. Jesús me habla hoy de ese tesoro que a veces no toco. Su presencia en mí, la presencia invisible de su reino. Yo busco lo que mis ojos ven y mis manos tocan. Y por eso me apego a las cosas del mundo. Pero sé que sólo en Dios se encuentra mi tesoro más hondo. Lo sé con la cabeza. Tengo que dejar que cale mi corazón. Decía el P. Kentenich:
«El alma no está en paz hasta hallar su punto de reposo en lo más íntimo del corazón del amado. Así entendemos lo que dijera San Agustín: - Nuestro corazón fue creado para ti y no descansará hasta que repose en ti. El corazón quiere descansar en Dios»8. Quiero encontrar mi verdadero tesoro. Lo que de verdad me da paz. Hacer mi propio camino y lograr así descansar en Dios. Sé que a veces he puesto mi vida en otros lugares deseando una paz que nunca llega. Me he llenado de tesoros materiales que me han dejado vacío con el paso del tiempo. Me he empeñado en atar bien mis posesiones. En esperar herencias maravillosas. Dinero fácil. O más dinero del que hoy poseo, para vivir más tranquilo.
¡Cuántas veces sufro por la inseguridad ante el futuro! Miedo a perder el trabajo, a no poder pagar las cuentas. Miedo a la inseguridad de esta vida en la que nada está asegurado. Tengo muchos tesoros en los que descansa mi corazón. Pero son caducos. Me da miedo vivir y no tener suficiente para cuidar a los míos. Temo no escalar a la posición que deseo. Lograr ese espacio en el mundo laboral donde pueda ser reconocido. Busco tesoros que me den paz. El aplauso y el reconocimiento del mundo. Producir lo que esperan que produzca. Esa lucha enfermiza por acumular tesoros me quita la paz. Temo perder lo que poseo. Mi tesoro escondido y bien guardado. Cuanto más tengo menos quiero dar. No estoy dispuesto a pagar tanto por el tesoro del reino. Me duele el alma sólo de pensar en quedarme vacío. Me falta fe y confianza en ese Jesús que camina con las manos vacías a mi lado. Yo las tengo llenas. Y sé que lo más importante lo aprendo cuando me despojo de todo.
Cuando aprendo a vivir desnudo, sin tapujos, sin distracciones. Vivir en la verdad de mi vida donde tantas cosas son accesorias y superfluas. No tienen peso. Liberarme de todo lo caduco me da paz.
Pensar que puedo perderlo todo y aun así no perder a Dios, y mantener la alegría. Nadie podrá nunca arrebatarme su tesoro escondido en lo hondo de mi alma. Por eso hoy lo decido. No quiero buscar fuera lo que llevo dentro de mí. Tengo todo en mí para ser feliz.

Pero sé que con frecuencia vivo desparramado en la vida tratando de encontrar un sentido a todo lo que vivo. Que el mundo me apruebe. Que las personas que me interesan me acepten. El tesoro de mi honra, de mi fama, de mi prestigio. No quiero dar un mal paso y perderlo todo. Errar el camino y quedarme sin mi tesoro. Siempre me marcó en la película «El Señor de los anillos» ese personaje siniestro llamado Gollum. Vivía en torno a un anillo de poder. Había perdido todo, sus amigos, su familia, su forma de vida. Todo para mantener en su poder ese anillo que era su gran tesoro. Y vivía y moría sólo por tenerlo. Mataba por conservarlo. Se volvió loco por el extraño poder de ese anillo. A veces en la vida me comporto como esa creatura siniestra. Pierdo todo lo que tengo por conservar




8 J. Kentenich, Niños ante Dios


cosas que me quitan poco a poco la vida. Son tesoros que no me dan alegría. Ni me hacen mejor persona. ¿Qué tesoros que poseo me quitan la paz? Es extraño. No quiero perder lo que sé que me hace daño y mina mi alma. Son tesoros de la tierra donde no encuentro a Dios y no descanso. Sé que hay otros tesoros más valiosos. Por esos sí que merece la pena dar la vida. Un buen amigo. Mi cónyuge. Mis hijos. Mis padres. Mi familia. Son el tesoro más valioso que Dios ha puesto en mi vida. Este tesoro a veces lo descuido. Es como si diera por evidente su existencia y su permanencia a mi lado. Su fidelidad a prueba de todo. Pero me olvido de que cuando no cuido algo valioso puede que lo pierda. Cuando no riego una planta se seca. Así sucede con el amor. Con todo lo que es gratuito. Todo lo que es gratis en mi vida es el mayor tesoro que poseo. No se puede comprar. Es un don inmerecido. ¿Cómo lo cuido? El tesoro de mi salud. De la vida que Dios me ha confiado. Dentro de mi alma tengo también un gran tesoro. ¿Cuál es mi tesoro escondido? Miro en mi interior. ¿Cuáles son las perlas finas que guardo y no quiero perder? Tesoros que no me pueden robar. Tesoros que me dan una felicidad verdadera y duradera. Tengo que cavar hondo en mi alma para descubrir el oro que Dios dejó un día en mí al nacer. El otro día leía: «El yo debe volverse a su origen y ganar desde él nuevas fuerzas vitales. El hombre comprende lo consciente y lo inconsciente. El hombre debe desarrollarse y esto sucede en la medida en que cada vez más lo inconsciente se haga consciente y se integre»9. Quiero sacar la belleza enterrada en mi interior. Esa belleza que muchos no conocen. Quiero desenterrar el tesoro mejor guardado. Mis dones, mis talentos, mi forma de ser. En mi soledad aprendo a encontrarme conmigo mismo y aprendo a quererme. ¡Cuánta gente conozco que no se quiere ni se acepta como es! Sufren por esa falta de amor. No aman su tesoro escondido. No lo valoran. Miran otros tesoros y los desean con más fuerza. Quiero aprender a amar mi tesoro. Lo que soy de verdad. Lo que de verdad valgo. Lo que de verdad importa. Ese tesoro escondido del que no soy consciente. Lo tengo y vivo volcado hacia fuera buscando mi felicidad. Como ese personaje siniestro, Gollum. Mi mayor tesoro está guardado dentro de mí. Y sé que llevo un tesoro en vasija de barro. Porque soy de barro. Pero soy mucho mejor que como los demás me ven. Mucho mejor de lo que yo mismo veo en mí.
Tengo un tesoro que no valoro porque vivo comparándome con el mundo. Deseando otros tesoros aparentemente más brillantes que el mío. Otros dones más vistosos. Otros talentos más apreciados. No me miro bien. No me miro como Dios me mira. No valoro mis perlas finas, ni mis joyas escondidas. El tesoro está en mí y yo vivo buscándolo fuera de mí. Y como no me gusta lo que veo, trato de tapar mi aspecto sucio y pobre con títulos, con logros, con nombres superpuestos, que merezcan la pena. Trato de hacerle ver al mundo cuánto valgo de verdad mencionando prestigios adquiridos y obras realizadas. Como un loco. Dejando que mi tesoro siga oculto en mí. Porque no lo miro. Y por lo mismo no lo entrego. Nadie sabe que lo tengo. Lo guardo muy hondo. Una persona me comentaba: «Creo que no hago nada especialmente bien. No canto bien. No escribo bien. Mis oraciones cuando rezo en alto son pobres. No sé mucho de ningún tema. No me admiran por un don mío concreto. Soy más bien mediocre en líneas generales. Me dicen que sí, que aporto paz y alegría. Que tengo buen carácter y soy sencilla. Pero eso no basta en este mundo. No es algo que los demás valoren. Tampoco yo lo valoro. No siento que Dios me haya dado un don concreto para los demás. Eso me entristece. No valoro mi vida tal como es». Esa mirada sobre la vida es más común de lo que uno piensa. Hay muchas personas que miran su vida así y viven tristes, pierden la alegría y la fuerza para vivir. No se valoran. No ven el tesoro escondido en lo hondo de su alma. Otros brillan más, son más visibles por sus dones. Ellos tienen claro que sirven para algo muy concreto. No quiero caer en la misma tentación de despreciar mi tesoro. Quiero aprender a valorar esos dones ocultos en mi alma que Dios quiere que sean fecundos. Para eso tengo que vivir feliz con mi vida como es. Necesito entonces descubrir el mayor de los tesoros. Ese amor de Dios que nadie me puede quitar. Decía el P. Kentenich: «El hombre que encarna perfectamente la esencia del ser humano experimenta dentro de sí un poderoso impulso que lo lleva hacia el corazón de Dios. Desea hallar el reposo del péndulo. Otro tipo de descanso no es adecuado para él»10. Quiero ese descanso en Dios. Mi tesoro es Él. En Él descanso de verdad. Otros tesoros no son tan adecuados. ¡Cuánto me cuesta venderlo todo para comprar el tesoro de vivir a su lado! En mi mundo, en mi realidad, con mis tesoros humanos, pero descansando en el corazón de Dios. Es ese el mayor de los tesoros. En Dios ya nada temo.




9 Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 86
10 J. Kentenich, Niños ante Dios

domingo, julio 23, 2017

Domingo XVI Tiempo Ordinario
Sabiduría 12, 13. 16-19; Romanos 8, 26-27; Mateo 13, 24-43

«Aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; y vienen los pájaros a anidar en sus ramas»

23 Julio 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Sólo Dios puede salvarme y sacarme de mi abismo. Necesito verme débil y necesitado y suplicar su salvación. Mirarlo a Él desde mi debilidad para que venga a mí. Mi miseria es mi cizaña»

Me gusta mi vida cuando la controlo absolutamente. Cuando abarco sus aristas y sus vértices. Cuando conozco todas sus subidas y bajadas. Sus horarios exactos. Sus rutinas sagradas. Su perfecta cadencia. Su armonía. Sus sinsabores y sus alegrías. Sus luces y sus sombras. Su música tranquila.
Sus risas y sus lágrimas. Me gusta la vida cuando abarco todo, o al menos es lo que creo. Cuando me levanto tranquilo y pienso que controlo mis horas, mis movimientos, mis palabras, mi agenda, mi paz. Cuando me acuesto cansado y feliz por el trabajo realizado. Cuando amo despacio. Cuando me duelen las ofensas y digiero a penas los tragos difíciles. Cuando me alegran los éxitos y me entristecen las críticas. Esa vida que a veces sostengo entre mis manos pensando que soy yo quien la dirige. Pero otras veces veo cómo fluye como un río en caída entre mis dedos. Sin querer retener el tiempo. Sin pretender controlarlo todo. Porque no lo controlo. Esa es la verdad. La vida no es controlable. Pierdo el orden. Y me dan miedo los días que se llevan mis planes por delante, sin poder evitarlo. Tiemblo al no poder medir todos los tiempos, al no poder dominar las fuerzas de las aguas. Al sentir que los días pasan rápidos o lentos, sin que yo me dé cuenta. No sé bien lo que quiero. Sólo sé que no quiero que mis sueños se apaguen. Y no deseo nunca que mis lágrimas duren. Que pase la amargura. Que muera la tristeza. Y si algún día pierdo ese suelo que habito, en el que echo raíces. Sólo quiero en su lugar otro suelo más firme. Y si me asusta el viento, ese que no controlo, ni sé de dónde viene. Ese viento que a veces turba mis pensamientos y se anida en mi alma despertando nostalgias, acumulando dudas. Ese viento que surge de palabras, de juicios, de desprecios. Ese viento del mal que me hiere por dentro cuando yo no lo quiero. Sólo quiero que cese y venga la calma pronto. Y regrese yo a mi centro para encontrar a Dios, tranquilo, en un abrazo eterno. Beso las emociones que desfilan por mi alma. Sin querer hoy cambiarlas. Sin retener sus fuerzas. Es ese mar revuelto en el que a ratos vivo. No temo lo que hay debajo de mi aparente calma. De mi piel que protege mi corazón lleno de vida. Porque lo sé. Lo vivo: «Nadie es feliz si no siente emociones. La felicidad de verdad se hace imposible si eliminamos nuestras emociones. Si las reprimimos. Para ser feliz lo que hay que hacer es simplemente aprovecharlas, conducirlas, sacarles rendimiento, para que nos lleven hasta la felicidad que tenemos mucho más al alcance de lo que sabemos. Las emociones nos abren las puertas de la felicidad, si las hemos sabido educar, como un perro lazarillo, para que nos guíen hasta las puertas acertadas»1. No quiero controlar la vida en todas sus aristas. No quiero acallar el llanto, ni calmar la risa. No quiero no sentir para vivir tranquilo y no sufrir demasiado. Para no vivir con amargura. Me gustan las emociones que cambian y se quedan en el fondo del alma. Me llevan de la mano, cuando no me hago esclavo de lo que ahora siento. Y me dan la felicidad que sueño, que anhelo, cuando me hacen mirar más arriba, más alto. Es verdad que no sé qué tiene el alma que anhela el infinito. No le basta el presente. Tampoco el pasado. No se contenta con soñar un futuro cercano. Mi alma quiere lo eterno. Se cae, cede, se eleva. Me sorprendo a mí mismo tocando el cielo a veces, y cayendo en la tristeza cuando menos lo espero. Quiero contener en mil palabras tanto aliento. Sostener con mis manos, por un solo momento, el infinito pleno que guardo yo en el alma.

1 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163


El que sueño y espero. El deseo más hondo de una vida plena y verdadera. La que aún no poseo. No sé bien cómo se hace para decir su nombre. El de mi alma eterna. El de Dios en mi alma. No sé cómo hacer para sentir su risa muy dentro de mí mismo. Para abrazar ese espacio a su lado donde logro salvarme. Sin herir la hermosura que anhelo al contemplarlo. Sin manchar la belleza que yo mismo deseo. Sigo cauto el camino marcado por sus huellas. Las de Dios en mi sangre. Y elevo en un suspiro mis pies sobre la tierra. Deseo ya el reposo, cansado del camino. La paz del descanso que anhelan hoy mis manos. Ese abrazo eterno en un mar de consuelos. No sé cómo las lágrimas logran calmar mi llanto. Y retengo asustado tanta vida en mis manos. La que me han confiado. A veces torpemente. Sin hacer todo lo que puedo. Sin lograr lo que persigo. Esas vidas confiadas. Esas que me desbordan. Y mi propia vida, la que yo mismo vivo. Esa vida tan frágil como un leve suspiro.
Débil como el aliento que Dios mismo me entrega. Callo cuando lo miro. Espero y tiemblo. Y tomo agradecido la vida entre mis manos. Esa vida que fluye y que ya no controlo. No quiero controlarlo todo. Quiero ser como un niño sin nombre al que Dios nombra siempre. Una y otra vez. Cada noche. Cada mañana. Acepto conmovido la vida inmerecida que descansa en mis brazos. El nombre que recibo como un beso en la frente. Y sigo mar adentro, donde ya no hay seguros. Ese mar sin orillas en el que tengo miedo. Dejada atrás la playa. Camino, me hundo. No sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito. Que corre por las olas donde ya no me hundo. Cuando Él, entre vientos que me asustan muy dentro, logra imponer la paz y me alza entre sus manos. Ya no tiemblo.

A veces no sé bien qué es lo que más me conviene. Hoy me lo vuelven a decir: «Porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene». La vida pasa rápido y pido tantas cosas que no siempre son buenas. Me interesan por un rato. Quiero que sucedan como yo espero. Me duele que no me salgan bien todos mis proyectos. Elijo. Decido. Hago. Sueño. No sé si todo lo que quiero me conviene. No sé bien si es lo que me va a hacer más pleno, más feliz. Pido la vida, la felicidad, la luz, el amor. Creo que me convienen. Porque es mejor la vida que la muerte, la luz que la noche, el amor que el odio. El corazón está hecho para el bien. Para hacer el bien. Para recibirlo. Estoy hecho para el amor verdadero. Para amar y ser amado. Eso me conviene. Lo sé. Pero a lo mejor no todo amor me conviene, no todo bien me hace bien. Es tan sutil la diferencia. Una persona rezaba: «Te pido perdón de corazón porque siento que podría haberte amado más. Podría haber solucionado por fin mis batallas interiores para que no me distrajeran del amor al prójimo, y no lo he hecho. A veces me siento en camino, pero otras veces no. Quiero entregarme más y mejor. Reconozco tantas veces al Espíritu luchando en mí, levantándome en confianza y entrega. Quiero seguir luchando. Te pido descubrir esa escuela de amor en mi familia, enseñar a mis hijas a educar el corazón, cada día y en lo pequeño. Te pido la paz que necesito». Pido perdón por tantas cosas que no hago bien, o que no hago, simplemente. Puedo pecar por omisión.
Desaparecer y no socorrer al herido al borde del camino. Le pido a Dios una mirada más atenta. Y más valor para actuar haciendo el bien. Eso sí me conviene. No quiero dejar de hacer lo que puedo hacer. No quiero dejar de amar, cuando puedo amar más. Le pido a Dios un corazón nuevo. Me gusta el mío, pero necesito ser renovado desde dentro. Corro el peligro de aburguesarme y dejarme llevar por la corriente de la vida. Le pido a Dios más fuerza para seguir luchando, para seguir soñando. No sé si me conviene pero le pido a Jesús que me haga más fiel, que salve a los que pone en mi camino, que me dé paz en medio de mis luchas, que me dé vida para amar más y más tiempo. Creo que me conviene tener un corazón más grande y no tan estrecho. Tener más tiempo para aprovecharlo en dar la vida. Tener más alegría para sembrar más esperanza. Le pido salud para poder amar sin sentirme incapaz de hacerlo. Tampoco sé si me conviene, pero lo pido. Porque Jesús no me dice que no pida lo que no me conviene. Simplemente me invita a dejar que el Espíritu Santo pida en mí: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios». El Espíritu me ayuda a descifrar lo que me hace bien de verdad. Pero no siempre lo logro. No acierto. Y tampoco entiendo en ocasiones por qué un bien no me conviene. Por qué la vida de los que amo no me conviene. Por qué una vida feliz no me conviene. No lo entiendo. Y a lo mejor nunca estará claro en qué sentido me conviene. En el cielo Dios me revelará tantos misterios. Hoy sigo implorando el Espíritu Santo que me dé claridad. «Se trata, nuevamente, de abrir el alma, de implorar, llenos de anhelo el Espíritu Santo para que lleguemos a ser hombres de vida sobrenatural y,


de tal modo, hombres de fe, héroes de la fe»2. Cuanto más cerca esté de Dios, cuanto más lleno esté del Espíritu Santo, será más fácil vivir en Dios y saber lo que me conviene. ¿Qué me conviene de verdad? ¿Este camino o el otro? ¿Esta elección o una distinta? ¿Perder la vida que llevo o conservarla hasta el final? ¿Retener o dejar ir? ¿Un nuevo trabajo o el que tengo? ¿Salud siempre o una enfermedad que me haga más fuerte y humilde? ¿Tener cerca a los que quiero o dejar que se alejen?
¿Amar sin esperar nada a cambio o esperar recibir siempre algo por mi entrega? No lo sé. A lo mejor puedo confundirme cuando pido. No sé bien lo que Dios cree que me conviene. Necesito el Espíritu Santo en mi alma, más dentro. Para que no me confundan mis emociones. Para que no me deje llevar por mis apegos, por mis necesidades momentáneas. Vivo anclado en Dios para poder vivir anclado en la tierra. Me hace falta implorar más el Espíritu Santo. Para que me muestre bien lo que me conviene. Lo que tengo que hacer para ser más santo, más de Dios, sin confundirme. Pero es difícil discernir bien los pasos. El otro día leía: «La voluntad de Dios no siempre es fácil de discernir, tenemos que pesar todas sus distintas indicaciones y luego decidir. Sin embargo, en la lucha por esa certeza reconoceremos con más claridad cuáles son los obstáculos dentro de nosotros mismos para acatar su voluntad»3. Ese discernimiento es el que quiero hacer cada día. Saber tomar las decisiones correctas y pedir lo que me conviene. Para poder caminar de su mano y no lejos de sus deseos.

Hoy Jesús me dice que deje crecer el trigo junto con la cizaña: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: - Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña? Él les dijo: - Un enemigo lo ha hecho. Los criados le preguntaron: - ¿Quieres que vayamos a recogerla? Pero él les respondió: - No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: - Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero». Yo quiero quitar la cizaña siempre que la veo. Y dejar que se vea sólo la pureza del reino. No me acostumbro a verla crecer con el trigo. Lo malo con lo bueno. El pecado con la gracia. Lo luminoso con lo oscuro. No lo sé. Me asusta pensar que la cizaña pueda ser más fuerte que el trigo. Me da miedo que venza y al final quede sólo la cizaña. Jesús habla del mal. Pero me dice que vence el bien. Habla del enemigo que siembra por la noche. El enemigo al que Él derrota. Habla del pecado y de las malas intenciones. Y de la misericordia de Dios que todo lo sana. Habla del odio, de la ira, del engaño, de la traición, de la codicia, del egoísmo. Habla de tantas cosas que a veces hay en mi propio corazón. Y al final siempre vence su reino. En mi corazón crece la cizaña con el trigo. Yo quiero arrancar de mi vida lo que me hace pecar y alejarme de Dios. Quiero sacar de mi alma el mal y los malos pensamientos. Esas ideas negativas que me quitan la vida y no me dejan ser feliz. Quiero extirpar mi pecado. Y a veces deseo nunca más tener que confesarme de lo mismo. Otra vez mi cizaña ha crecido. Me da miedo que su poder ahogue la buena semilla que Dios siembra en mi alma. La cizaña llega como por arte de magia. Me rebelo contra mí mismo. Quiero vencer a fuerza de voluntad. Yo venzo el mal en mí. Pero no lo logro. No me gusto con cizaña. Echa a perder el paisaje perfecto de la virtud. Me niego a aceptar esas debilidades que una y otra vez me traicionan. Y Jesús me dice que la deje. Que no quiera que desaparezca del todo. ¿Por qué? Quizás para que no me crea mejor que nadie. Yo tengo mi cuota de cizaña. No soy trigo limpio. En mi interior hay esa mezcla de traiciones y pasiones. Esa raíz podrida que no me deja ser blanco y puro. Me asusto de mí mismo. Cuando me sumerjo en las aguas profundas de mi alma me da miedo lo que encuentro a mi paso. No todo es perfecto, no todo es bueno, no todo es de Dios. Quiero arrancar la cizaña. Pero Jesús me dice que si lo hago así puedo arrancar también el trigo bueno. Porque casi se confunden. Tendría que tener tanto cuidado que no merece la pena. Y me dice algo sorprendente. La cizaña no contamina el trigo. Eso es curioso. No lo ahoga, no lo mata. El trigo puede crecer junto a la cizaña sin convertirse en ella, sin perder su esencia. Eso me da tanta paz. Mi trigo sigue siendo trigo. No dejo de ser bueno aunque haya sentimientos malos en mi corazón. Pueden anidar en mí y no por eso dejo de ser bueno. Puede haber mentiras en mi corazón, pero no por ello me convierto en mentiroso. Puede haber ira y no por ello

2 J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
3 Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto


dejo de ser pacífico. Hay cizaña, lo reconozco. La mano del maligno la pone en mi interior. A veces me desconozco. Estallo con ira. O me muestro desproporcionado en mis reacciones y juicios. La cizaña está venciendo. Pero sigue creciendo el trigo. No quiero matar la cizaña. Pero tampoco quiero que crezca más que mi trigo. Soy mucho más que mi cizaña. Soy mejor que mi pecado, aunque crea a veces que no voy a ser capaz de dejar atrás mis debilidades. Nunca seré capaz de vivir sin debilidades. Mi cizaña, mi pecado, me recuerdan a quién pertenezco. Soy de Dios y sólo Él puede salvarme y sacarme de mi abismo. Sólo Dios puede levantarme cuando caigo. Pero necesito verme débil y necesitado para suplicar su salvación. Necesito mirarlo a Él desde mi debilidad para que Él venga a mí. Mi miseria es mi cizaña. Decía el P. Kentenich: «Tenemos solamente que cumplir una condición: que lo reconozcamos ante Dios. ¿Reconocer qué? No hice tu voluntad, por eso no soy digno de tu complacencia, de tu amor. Entonces este acto de autoconocimiento, de autoacusación, unido a mi debilidad y miseria, llega a ser el gran título que atrae en forma especialísima la complacencia de Dios hacia mí. Puedo, por eso, nadar siempre en la corriente de vida y de amor de Dios. Dos títulos, por tanto: por una parte la misericordia de Dios, por otra parte, mi miseria personal. Aceptación de la propia debilidad ante el Padre ¿Qué significa esto? La omnipotencia del niño y la impotencia del padre. Amor misericordioso que es despertado por el alegre reconocimiento de mis debilidades. Me glorío de mi debilidad, de la carencia de ciertos talentos. Me glorío de imperfecciones, pecados graves y gravísimos. Tras ellos hay generalmente una especial debilidad»4.
Mi miseria, mi fragilidad, mi cizaña. Precisamente lo que me hace sufrir, lo que me lleva a creer que soy peor persona de lo que soy, es la puerta de entrada al corazón de Dios. La puerta abierta para su misericordia. Que como un río se derrama en mi alma. Cuando soy débil soy fuerte. Porque llega a mí la fortaleza de Dios para hacer más fuerte la raíz de mi trigo. No mato la cizaña. Porque si la mato corro el riesgo de caer en la vanidad, en el orgullo, en creerme mejor que nadie. Mi cizaña hace que mi trigo no parezca tan limpio. Y así puedo estar siempre en camino. Siempre creciendo.
Siempre necesitando.

Tengo una gran capacidad para ver la cizaña en el corazón de los otros. Veo la viga en el ojo ajeno. Veo el pecado en la aparente virtud de los hombres. Y me decepcionan. Tantas veces me decepcionan los que creía que eran perfectos. Su pecado me escandaliza. Su actitud pasiva porque la cizaña se viste de omisión en sus vidas. Pasan delante del hombre herido con prisa. No se detienen. No sanan a los heridos. Veo la cizaña en aquellos en los que creía. Confiaba en su virtud a toda prueba y me fallan. Quiero extirpar su cizaña. Tal vez porque deseo que haya personas inmaculadas que reflejen a Dios de forma perfecta. Tal vez porque me sigue asustando la cizaña. El pecado. El mal. Y me gustaría que alguien fuera capaz de estar por encima de todo mal. Puro, inmaculado. Se me olvida que es imposible. Los hombres siempre me van a decepcionar. Porque yo mismo decepciono a otros. No quiero vivir escandalizándome del pecado de los demás. Como si sólo tuviera que haber trigo sin impurezas. Me gusta hoy escuchar: «Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento». En el pecado me arrepiento y soy salvado. Es la esperanza que me permite no juzgar el pecado de los otros con dureza. Quiero ser más misericordioso al mirar la cizaña en medio del trigo de los hombres. Eso me da más paz. No juzgo. Es la debilidad del corazón humano. A veces soy tan duro en mis juicios. No tolero ciertos pecados. Soy inmisericorde ante ciertas cizañas. Cuando debería ser puerta de misericordia para los heridos. Decía el P. Kentenich: «Hemos de ser los primeros en ser capaces de sanar a las personas o, al menos hacerlos independientes de su enfermedad»5. En la debilidad ajena veo la cizaña que yo no deseo. Quiero mirar con ternura. Como mira Jesús al que peca. Así me mira a mí, así mira el trigo y la cizaña en tantos corazones. Eso me da paz. Quiero una mirada nueva sobre la vida, sobre las personas. No quiero cambiar a nadie. Jesús es paciente, no juzga, espera.
Sabe que al final sacará el trigo, al final del camino, con la cosecha. Yo quiero cambiar a las personas ya, inmediatamente. Las quiero puras, sin impurezas. Y me aparto de la cizaña que veo en algunos corazones por miedo a contaminarme. No es así. No quiero alejarme. Quiero aprender a convivir con la cizaña sin asustarme, sin juzgarla, sin querer que todo cambie de forma inmediata. Quiero amar al que peca en medio de su pecado. El amor es lo que logra sacar lo mejor de mi alma. Esa

4 J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
5 J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963


misericordia infinita de Dios que me salva en mi enfermedad. Ese amor mío por el que puedo sanar a otros. No quiero juzgar, ni condenar. No quiero apartarme de los que no son como yo. De los que no actúan como yo creo que deberían actuar. Callo y no juzgo. Quiero aprender a ver el trigo de los demás. Alegrarme con su trigo puro y fuerte. Mirar al que hace algo mal destacando lo que hace bien. Hace tiempo me hablaban de una tribu en África que tiene una hermosa costumbre. Cuando alguien hace algo que consideran incorrecto, ellos llevan a la persona al centro de la aldea y toda la tribu viene y lo rodea. Durante dos días, ellos le dicen todas las cosas buenas que él ya ha hecho.
Todos cometemos errores. La comunidad ve aquellos errores como un grito de ayuda. No se quedan en su error, en su miseria, en su cizaña. Se centran en la bondad que hay en su corazón. Miran el trigo y se alegran de su vida. Dan gloria a Dios por lo bueno que hay en su alma. Esa mirada tan pura sobre los demás me impresiona. Quiero aprender a mirar así al que me hace daño. Al que me decepciona. Ver lo bueno que hace. Destacarlo y dar gracias. No quiero quedarme sólo en lo malo.
Quiero ver su bondad y su pureza. No lamentarme por su cizaña. Alegrarme por lo que Dios me regala con su vida y ser capaz de decírselo. No quedarme sólo en su pecado lamentando su caída.

Hoy Jesús pone otra parábola y compara el reino con una semilla: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas». La semilla más pequeña llega a convertirse en un árbol inmenso. Me gusta pensar que el reino de Dios comienza con cosas tan pequeñas. Comienza con una palabra en el seno de María.
Comienza con un sí humilde y sencillo. Comienza con mi vida que es pequeña. Porque es corta. Porque puedo hacer tan poco por facilitar que surja el reino. Pero hoy Jesús me da ánimos. Y me dice que mi vida puede ser esa semilla. Casi no se ve. Muere bajo la tierra. Y da vida a un árbol inmenso en el que los pájaros pueden anidar. Me gusta esa imagen de las ramas y los pájaros.
Pueden descansar en mí. En mi alma. Si dejo que muera la semilla en mí. Puede ser fecundo el reino a partir de una vulgar semilla. La más pequeña de las semillas. Tiene que morir y desaparecer primero antes de dar vida. Así es el reino. Necesita Dios que yo desaparezca para dar fruto. Cuando me pongo yo en el centro. Cuando la vanidad ocupa el mejor lugar de mi corazón. Entonces creo que los frutos son míos. Me creo que las cosas resultan cuando yo las hago. Y vivo pensando que todo es posible gracias a mi poder. Al poder de mi influencia. Al poder de mi capacidad. El otro día leía sobre S. Ignacio de Loyola: «¿Arrogante o simple hijo de su época? ¿Bravo o pendenciero? ¿Digno o vanidoso? ¿Orgulloso o insensato? Tal vez todas esas semillas están puestas en el hombre, esperando a ver qué germina y qué se lleva el viento»6. Estaban en su corazón esas semillas. Como están en el mío. Puedo ser un ruin, un miserable. Puedo ser un santo, un héroe en las manos de Dios. De mí depende. Me conmueve. La semilla más pequeña que da vida. O la semilla que se lleva el viento y queda infecunda. Bravo o pendenciero. Digno o vanidoso. Orgulloso o insensato. Egoísta o generoso.
Pacífico o iracundo. Alegre o amargado. Está en mi mano. Yo elijo cómo siembro. Yo elijo descuidar mis semillas. Y leía el otro día: «Un roble lo crean dos fuerzas simultáneas. Evidentemente, la primera es la bellota, la semilla que contiene la promesa y el potencial, que al crecer se convierte en el árbol. Eso está clarísimo. Pero son pocos los que reconocen otra fuerza importante, la del árbol futuro, cuya ansia de existir es tan enorme que hace eclosionar y brotar la bellota, llenándola de vigor, guiando la evolución desde la nada hasta la madurez»7. El árbol ya está dentro de la bellota. El alto arbusto dentro de la semilla de mostaza tira de ella hasta el cielo. Lo que puedo llegar a ser tira con fuerza dentro de la propia semilla que hay en mi alma. Tiene que morir la semilla para llegar a ser lo que puede ser. Muchas veces no valoro lo que hay en mi corazón. Ignoro esa fuerza de futuro que hay en mí. Bien porque me comparo y pienso que no valgo. Bien porque no veo más allá de lo que ahora toco. Y toco a veces mi debilidad y mi pecado. Y me desanimo pensando que es imposible que de algo tan pobre y menesteroso pueda surgir algo noble y santo. Me parece impensable. Un árbol poderoso, resistente al viento. Sólido y protector. Es lo que yo deseo en mi vida. Vivir con personas que sean ese árbol sano y robusto en el que poder descansar. No me gustan los árboles frágiles de cortas raíces. Me gustan más esos árboles de profundas raíces y ramaje fuerte en el que pueda dejar mi alma en

6 José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
7 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama


reposo. Quiero ser yo así. Vivir junto a la acequia de Dios de la cual pueda tomar agua. El roble ya está prefigurado en la semilla que hay en mi alma. Ya soy quien puedo llegar a ser. Y lo que seré algún día ya está en germen en mi interior aunque yo no sea capaz de verlo. Soy lo que puedo llegar a ser. No me desanimo. No quiero ser copia de nadie. Quiero ser fiel a la semilla que hay en mi interior. Esa conciencia de pequeñez y grandeza habita en mi alma. El orgullo por lo que aún no soy pero sí seré. Me falta paciencia, lo reconozco. Quiero ver ya el arbusto más alto. Quiero descansar ya en ramas seguras. Porque desde la altura de las ramas se ve un vasto horizonte y todo es más fácil. Cuando uno coge altura la vida tiene otra perspectiva. Necesito ser más paciente hasta que crezca el árbol. La semilla tiene que caer en buen terreno. Tiene que morir siendo tan pequeña para dar vida. Y desde su interior surgirá un arbusto grande que dará protección a tantos. Es lo que yo quiero. No me preocupan entonces tanto los talentos que no veo todavía, ni las ramas que aún no nacen. No quiero pensar que no podré ser fiel a mi misión. Hay una fuerza escondida que no percibo aún. Algo escondido en la semilla que supera todas mis expectativas. El reino surge sin que nadie se dé cuenta. Porque surge de lo más pequeño. De lo más escondido. No le temo a la vida. Porque sé que siempre puede ser mejor si me dejo hacer por Dios. Puedo dar más si dejo que Él lime mis asperezas y acabe con mi orgullo y mi vanidad. Acepto la semilla pequeña que será un gran árbol. La tomo en mis manos y la entierro en la tierra fecunda de mi alma.


Jesús compara al reino con la levadura que hace fermentar la masa: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente». Una medida de levadura. La masa adquiere un tamaño inesperado. La levadura desaparece en la masa. Siempre me impresiona la invisibilidad. Desaparecer para que sólo se vea la obra. O a Dios en ella. No me gusta ser invisible. Sé bien que los grandes constructores de catedrales permanecieron anónimos. No importaban ellos. Importaba la obra que daba gloria a Dios. No su pobre nombre. Sino el nombre de Dios. Dejar que mi nombre desaparezca en el olvido para que brille Dios. Que recuerden sólo la obra de Dios. Hoy todos quieren que su nombre no se olvide. Que no desaparezca. Nadie quiere dejar de importar. Duele el olvido. Que nadie me recuerde. Eso es lo que más duele. Desaparecer. No ser tomado en cuenta. Ser ignorado, invisible a los ojos de los hombres. La pintora Cristina Rueda escribe sobre su obra y habla de lo que no se ve: «Dibujo sobre lo que no se ve, lo que es invisible a los ojos pero no al corazón, quisiera hacer presente, dar visibilidad, a algo tan inmaterial como es el mundo del espíritu. Algo vital e inmanente al ser humano, pero que desgraciadamente ha caído en desuso. Vivimos tiempos convulsos, paganos y nos sentimos desorientados». El reino de Dios permanece invisible a los ojos de los hombres. Tengo que mirar con el corazón para ver lo que no se ve. Lo invisible hace posible las obras visibles de Dios. Lo que el mundo no aprecia es lo invisible. Me gustó la mirada de esta mujer tratando de pintar lo invisible. Como queriendo rescatar lo oculto en medio de las sombras. Salvar lo que no aparece. Hay tanta vida escondida, oculta a los ojos de los hombres. Tanto amor que es como la levadura en la masa. Está escondido. Da vida desde la invisibilidad. El poder de lo invisible me sorprende siempre de nuevo. En el mundo de hoy lo que se ve es lo que existe. Sólo lo que se muestra. Lo que es real. Y lo que no se ve parece que no tiene valor. Me gusta pensar en el poder de lo invisible. No hay nada invisible para Dios. Él lo sabe todo. Todo está en sus manos. Nada pasa desapercibido. Mi vida tiene sentido en su plan de salvación. La semilla de mi entrega. La levadura de mi amor. Lo invisible. Ni yo mismo lo valoro tanto. No aparece en la foto que retrata la realidad. Y juzgo a partir de lo que veo, sólo eso existe. Lo oculto, parece no tener ningún valor. Quiero ser un pintor de lo invisible. De la verdad escondida. Del amor que se entrega hasta dar la vida sin que nadie sepa. Un pintor que hable de la semilla muerta que da vida a un árbol. Del amor entregado que se vuelve fecundo. De la levadura que hace que la masa crezca de forma insospechada. Soy más de lo que otros ven. Soy como ese iceberg del cual el mundo ve sólo una parte. Hay una gran masa de hielo bajo el agua. Invisible a los ojos de los hombres. Así es mi vida. Sólo una pequeña parte de lo que soy es visible. La gran parte de mi vida, de mi alma, permanece escondida a los ojos humanos. Así es el reino de Jesús. Así es la vida de los santos y la acción del Espíritu en los hombres. El Espíritu se mueve en el silencio. Actúa en medio de la vida sin ser visto. No lo vemos y es fecundo. Como el amor que se entrega de forma silenciosa. Y da vida eterna en el alma. Me vuelvo un defensor de lo invisible. Lo que queda es la obra de Dios. Mi vida muere siendo invisible. Sin ser recordada tal vez. Pero para Dios importa. Para Él mi semilla nunca es invisible.