domingo, enero 29, 2017

P. Carlos Padilla

IV Domingo Tiempo ordinario
Sofonías 2, 3; 3, 12-13; 1 Corintios 1, 26-31; Mateo 5, 1-12a

«Dichosos cuando os insulten y os persigan y os calumnien por mi causa.

Estad alegres y contentos vuestra recompensa será grande en el cielo»

29 Enero 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta»

Muchas veces me he preguntado por el sentido del aparente silencio de Dios. ¿Calla Dios ante mis súplicas, ante mis gritos de auxilio? A veces pienso que Dios calla, cuando no entiendo lo que quiere de mí. Me gustaría oír siempre su voz y no lo logro. Entender sus caminos. Comprender que es Él el que me habla en lo sagrado de mi corazón. Puede que a veces calle en ese momento. Puede ser que simplemente yo no sea capaz de escuchar su voz en mi alma. Sus susurros en el corazón. Decía la Madre Teresa: «Escucha en silencio, porque si tu corazón está lleno de otras cosas, no podrás oír la voz de Dios». Quiero guardar silencio para oír su voz, para entender sus silencios. Vivo volcado en el mundo. Disperso. Hacia fuera. No navego en las aguas hondas de mi corazón. Para poder hacerlo tengo que aprender a callar, a meditar, a contemplar. No puedo vivir siempre agitado y lleno de ruidos que nublan mi mirada. Esos ruidos del mundo que atrofian mi oído. Quiero gritar con fuerza:
«Ábrete». Le grito así al oído de mi alma. Como hizo Jesús con aquel sordo al curar su limitación. No tengo la certeza de entender siempre lo que Dios me pide. Dudo porque no sé si es mi voluntad la que me lleva a interpretar su voz. O es de verdad Él en mi interior quien susurra. Interpreto sus voces en mi alma, sus voces en lo que me sucede, sus voces en la fidelidad de Él a mi historia personal. Allí, al pie de mi cruz, callado. Porque sí es cierto que tengo una certeza: Él está conmigo siempre aunque no siempre oiga su voz. Me ha acompañado desde el comienzo. En los momentos buenos y en los difíciles. En las dudas. En las batallas ganadas. En las luchas perdidas. Estaba ahí.
Hablando o en silencio. A veces no lo sé. Pero sí sé que no dejaba de abrazarme. Decía Mahatma Gandhi: «Cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo». Esa certeza ha sido un apoyo toda mi vida. Y me ha hecho comprender que sus silencios forman parte más bien de mi incapacidad para entenderle. Él me habla de verdad con su presencia. Pero en ocasiones puede que no me baste con saber que está a mi lado. Quiero oír su voz como oigo la de los hombres. Oír su voz explicándome el sentido de mi vida. Que me grite. Tal vez es ese el silencio que más me duele. Cuando quiero que me explique la razón de todo lo ocurrido y no la oigo. Muchas veces es el silencio de Dios cuando no me libra de un plumazo de mi sufrimiento y no me abre un horizonte nuevo. Cuando parece permanecer impasible ante mi dolor. En la película «Silencio» un sacerdote misionero, conmovido ante el dolor de tantas personas en Japón, se pregunta: «Dios mío, ¿todavía sigues en silencio? Ves una vida así y sigues obstinado en tu silencio»1. Entonces no es una voz lo que espero. Una voz que me indique lo que tengo que hacer. Pretendo algo más. Una voz que calme el dolor. Un gesto liberador de Dios. Un Dios que acabe con la carga que arrastro cada día y me libere por fin de mi angustia. Entonces su silencio es ausencia de acción. Es como si Dios no estuviera conmigo. Ausente. Brotan las dudas. Y puede ser que incluso, ante tanto dolor, surja la desesperación: «El pecado mayor contra Dios era la desesperación, lo sabía muy bien; pero no me explicaba por qué Dios permanecía en silencio»2. El silencio de Dios en medio de las desgracias, de las pérdidas, de las angustias, es más sobrecogedor. Es como si me dejara solo de repente sin darme más explicaciones. Es el silencio del mar rompiendo contra las olas. Es el silencio de una noche negra sin estrellas. Es un silencio lleno de ausencia. En momentos de dolor casi


deseo que desaparezca de un plumazo la causa de mis sufrimientos. Se lo suplico a Dios. Y si no sucede, al menos quiero entender el porqué, el sentido de tanta miseria. Saber cómo he llegado a ese punto. Comprender si de verdad tanto dolor vale de algo en ese plan de Dios que se me escapa. A mí mismo me gustaría cambiar el mundo tantas veces. Evitar esas desgracias que laceran el alma de tantos hombres. ¿Cómo se puede consolar al que sufre sin consuelo? Muchas veces comprendo la desesperación ante tanto silencio. Entiendo que una persona se aleje de Dios al no entender sus silencios. Incluso aunque antes del dolor que ahora padece, sintiera un amor profundo hacia Dios.
Un amor tan verdadero como esa angustia que ahora sufre. Entiendo su angustia y su turbación. Me pongo en sus zapatos y no juzgo. No condeno.

Por eso entiendo las preguntas que muchos llevan grabadas en su alma. ¿Será que Dios calla y se aleja de mi dolor? ¿O más bien permanece a mi lado en silencio sosteniendo mi vida? ¿Es que Dios no me habla o es que yo no lo oigo cuando me grita? No son preguntas teóricas. Brotan como un grito del corazón. Son las mismas preguntas que el hombre tiene siempre. Las mismas preguntas llenas de sed que me acompañan a mí mismo toda mi vida. Seguramente la vida no consiste en ir cargado de respuestas por los caminos, certezas absolutas. Tal vez somos sólo peregrinos cargados de preguntas abiertas. De anhelos y deseos verdaderos. En medio del dolor y del sufrimiento de esta vida. No creo que Dios quiera que yo sufra. Me cuesta creerlo. Pero es verdad que en su silencio parece permitir mi sufrimiento. No lo evita. Lo tolera. No me salva. Y si pudiendo yo eludir el sufrimiento, lo hago. ¿Hago mal huyendo del sufrimiento? ¿Soy más santo cuando llevo heroicamente mi cruz que cuando la evito? ¿Tengo vocación de mártir? ¿A quién salva mi sufrimiento? No lo sé. Del alma brota siempre un pensamiento como este: «Para vosotros ya no habrá más agonía. El Señor no nos va a dejar siempre solos. Él no hace eso. Habrá unas manos que laven nuestras heridas, que limpien nuestra sangre. El Señor no puede quedar siempre en silencio»3. Es lo que deseo en lo más profundo de mi alma. Que acabe todo el sufrimiento del mundo, todo el dolor, todas las guerras. Toda la angustia que siento, la pena que me sobrecoge, la desazón que me amarga. Es lo que le pido a Dios en mi oración cada mañana. Ser feliz, ser bienaventurado. Sé que mi vida está en sus manos.
Eso me mantiene firme en la fe. No puedo creer en un Dios que mira impasible en silencio mi sufrimiento a veces aparentemente tan estéril. Dios no quiere que yo sufra, que el mundo sufra. Eso lo sé como una intuición verdadera. No quiere mi mal. Lo sé, estoy seguro de que me abraza en mi cruz sufriendo a mi lado. Sufre y llora conmigo. No se baja de mi cruz. No me abandona. Me sostiene aún sin yo verle. Está conmigo siempre para sostener mi cuerpo herido. Es verdad que no me saca de la angustia que sufro, tal como yo le pido. Tal vez a eso lo llamo silencio. Pero sé que me conforta cuando sufro. Porque sufrir es lo más ajeno al paraíso que ha pensado para mi vida. Lo más ajeno a mi corazón que sólo desea amar y ser amado. Vivir en paz. Dar la vida con alegría. Llevar una vida tranquila en un lugar tranquilo, sin guerras, sin dolores, sin pérdidas, sin divisiones. Sin ese pecado que me rompe por dentro. Anhelo el paraíso. Como un grito inconsciente que llevo dentro. Entiendo que en ocasiones el dolor del tipo que sea me puede hacer madurar. Eso lo he comprobado. La enfermedad, el dolor de la pérdida, me pueden hacer más maduro, más hombre, más niño. Puedo mirar mi vida con más paz. Más desde Dios y menos desde la tierra. Y también sé que no puedo vivir evitando sufrir a toda costa. Eso es lo que a veces desea el hombre hoy. Una vida entre algodones puede hacer que sea un inmaduro, incapaz de tolerar el más mínimo sufrimiento en la vida. Una vida protegida no me hace capaz para el amor. Las crisis provocadas por el sufrimiento me pueden hacer crecer. El otro día leía sobre nuestras crisis en la vida: «Ante la crisis no tenemos que protegernos con los mecanismos de defensa que tengamos a mano. No necesitamos tampoco huir porque podemos ser consolados dejando a Dios obrar en nosotros. Podemos aceptar que Dios revuelva nuestra casa y descomponga en nuestro interior el pretendido orden que teníamos»4. Sé que cuando he pasado por pruebas del dolor algo ha madurado en mí. Me he hecho más hondo. Me he liberado de caretas y protecciones. Cuando he perdido seguros, cuando he renunciado a muchas cosas para ensanchar el corazón, cuando he enterrado mis deseos en lo hondo de la tierra para que den frutos eternos. Mis renuncias brillan en el cielo como estrellas. Tienen sentido. Mi dolor tiene sentido. Mi sufrimiento me hace más libre. O más

3 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 76


fuerte. O más de Dios. O más puro, probado en el crisol de las pruebas y los cambios. Para ello tengo que aceptar mi vida con lo que tiene de dolor y de sufrimiento. Decía Miriam Subirana: «Aceptar lo que ha ocurrido. Aceptar la pérdida, aceptar que le engañaron, aceptar su error, aceptar que le hirieron o aceptar que mataron a un ser querido». Sólo cuando acepto mi vida como es logro crecer. Sólo cuando le doy mi sí libre y me entrego. El P. Kentenich sufrió mucho en su infancia y juventud. Sufrió su crisis personal: «Tuve que soportar permanentemente las luchas más tremendas. De satisfacción y felicidad interior ni la más ínfima huella. Mi director espiritual no me comprendía. Y por mi orientación intelectual tan racionalista, escéptica, insana, yo tenía muy poco sostén sobrenatural. Fueron sufrimientos interiores y exteriores tremendos, espirituales y corporales. Si mi camino no hubiese sido tan extraordinariamente anormal, no podría haber sido para con ustedes lo que en virtud de mi cargo debo ser y me esforcé por ser»5. En medio de esas luchas María lo salvó. Sacó su alma del crisol del sufrimiento. De forma extraordinaria Ella sanó sus heridas. Lo levantó del polvo y lo utilizó como su instrumento. El P. Kentenich supo acoger su cruz en el corazón. Él vivió con esperanza tanto dolor y creció. Pero sé que el sufrimiento mal aceptado me aleja de Dios, me lleva a negar su amor y a huir de Él. Me turba. Puede amargar mi alma y llenarla de oscuridad. Me vuelvo duro e insensible si sufro sin descansar en Dios. Lo veo en muchas personas que no saben manejar sus crisis en medio del dolor. No juzgo. No sé cómo yo mismo enfrentaría la tempestad en mi vida. En el naufragio de mis sueños. No lo sé. No sé si mi fidelidad se mantendría incólume en la turbación de la prueba, de la cruz, del sufrimiento. Sí sé que le pido a Dios cada mañana que me enseñe a no juzgar. Que me dé fuerzas para caminar con humildad desde mi pobreza.

El sufrimiento me da qué pensar. No creo que evitar el dolor sea menos santo que buscarlo. No creo en un Dios que me manda pruebas para probar mi amor. No lo creo. Como no entendería tampoco a un padre que mandara pruebas a su hijo pequeño para que le demostrara cuánto lo ama. O un hombre a su amada. No creo en ese Dios que me hace sufrir para ver cómo reacciono. Bien o mal.
Con altura o con quejas. Entero o roto. Creo más bien en un Dios misericordioso y bueno que quiere mi bien. Que quiere mi paz. Y que no sufra. Que quiere que sea libre y pleno. Que desea que aprenda a amar mejor, con más altura, con más madurez. Y sé que todo amor siempre conlleva sufrimiento. Y en ese sufrimiento que padezco Él me ama. Sé que aquel que ama sufre al entregar la vida. Porque dar duele. Pero no le doy más valor al heroísmo en el sufrimiento que a la entrega en tiempos de paz. Aunque reconozco que admiro tanto a los que llevan su cruz con una sonrisa dibujada en el alma. Y son capaces de sostener a otros con su alegría desde su cruz dolorosa. «Mirar a los ojos de alguien a quien el sufrimiento no separa de Dios, hace efecto»6. No se quejan, no claman a Dios por su silencio. Los admiro en su entrega generosa y pura. Admiro su generosidad. A mí me asusta el dolor. Temo la cruz. Me conmueven las lágrimas del que sufre. Se despierta en mi interior la compasión. Sufro con el que sufre. Y, por supuesto, no quiero que nadie sufra por mi causa. A veces no lo consigo y causo dolor con mis gestos, con mis omisiones, con mis palabras. Hago sufrir a otros. Y tampoco puedo evitar el dolor de tantos hombres que sufren a mi lado. Veo tanto dolor y me siento incapaz de aliviarlo. ¿De qué sirve mi vida entregada por amor a los hombres? El sacerdote en la película
«Silencio» en un momento en el que podía traer consuelo a los cristianos ocultos en una isla decía con alegría: «Sentía invadirme el pecho una emoción repentina, que era mitad gozo mitad felicidad. Era la emoción gozosa de sentirme útil. Sí, soy útil a los hombres en este rincón del mundo, en este país que usted jamás ha visto»7. Es verdad que a veces puedo ver la utilidad de mi entrega. La fecundidad de mi vida que sana las heridas. Son momentos sagrados en los que Dios me deja ver por una pequeña rendija que mi vida tiene tanto sentido. Son momentos de gozo que guardo en el alma para siempre. Porque me he sentido útil dando la vida. Pero sé que otras veces no lo veré. Me sentiré estéril. Seguirá habiendo mucho dolor a mi alrededor y mi servicio y mi amor no lograrán calmarlo. Y no veré la utilidad de mi entrega. Sé que tampoco entonces dejaré de luchar por dar mi aporte. Por entregar la vida.
Sufriendo con el que sufre. Y seguiré al pie de la cruz de los hombres sin poder bajarlos de ella. Intentaré hacer lo que hace Dios que tampoco se evade de mi dolor, ni se aleja de mi cruz, ni me baja

5 J. Kentenich, Carta al prefecto de la Congregación Mariana, 11.12.16
Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65
7 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)


de mi sufrimiento. Tal vez un día en el cielo entenderé sus silencios. Comprenderé el sentido de tantas cruces. Tal vez aprenderé a escuchar mejor sus silencios. Y comprenderé que su amor siempre ha estado a mi lado, caminando conmigo, cargando con mi cruz y la de tantos. Aunque yo no lo viera. No entiendo muchas cosas en mi camino. No comprendo las injusticias ni el sufrimiento. Pero sí creo en un amor infinito de un Dios que me quiere como soy, en medio de mi vida. Y me salva.
Quiero esa fe en su amor en silencio que sostiene mi vida cuando sufro. Cuando me entrego por los que sufren. Cuando veo sufrir a otros. Me gusta mirar así mi vida. Mi dolor. El dolor de tantos. No temo cuando confío en su amor crucificado por mí. En un amor que no me deja solo cuando gimo lleno de angustia. No sé si mi sufrimiento salva a alguien. No lo sé. No creo que Dios lo quiera. Pero yo lo sufro. Y algún sentido tendrá cuando logre ver mi vida con más luz en el cielo. Cuando todo esté más claro. Y entienda.

Hoy vemos de nuevo a Jesús en Cafarnaúm en los inicios de su vida pública: «En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar, enseñándoles». La semana pasada lo vimos junto al mar, llamando a los suyos. La gente lo sigue para que los sane por dentro y por fuera. Lo buscan. Hoy se reúne una muchedumbre. Jesús deja el mar y sube al monte para hablar. Es la primera vez que Jesús sale en el evangelio enseñando fuera de una sinagoga. En la montaña. Bajo el cielo, junto al mar. Será algo común en Jesús a partir de ahora. Jesús habla donde el hombre sale a su encuentro. Me gusta ver así a Jesús. Sin un programa. Él se adapta a lo que el Padre y los hombres le proponen en la vida. Hoy sube al monte. Mateo nos dice que se sienta y que sus discípulos se le acercan. Hombres y mujeres. Muchos niños. En la sinagoga sólo le podían oír los hombres. Me gusta ver a Jesús rodeado de todos. Hoy Jesús habla con compasión. Y les quiere contar algo que lleva en su alma grabado desde siempre. No hace milagros, pero sus palabras son agua fresca para el alma de todos los que lo escuchan. Los mira, amándolos. Cada uno se siente identificado con algo. Cada uno se lleva una promesa de amor y consuelo. No habla de obligaciones, sino del amor de Dios. De su ternura. De su compasión. Jesús habla al alma. Habla de un modo nuevo. Ve tanto dolor a su alrededor que necesita regalar esperanza: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Jesús mira la tierra. Mira el sufrimiento de los hombres. Y levanta la mirada al cielo. Seremos felices. Nuestra vida será plena.
Nos abre la ventana de la vida eterna. En medio de mi dolor me recuerda que estoy hecho para una plenitud que ahora sólo añoro. Jesús me habla al corazón. Ve mi sufrimiento interior, mi sed profunda. En ese monte, entre el cielo y el mar, Jesús me habla a mí de cómo es Dios. Él no carga fardos pesados sobre mi espalda. Me descarga, me libera. Es la gratuidad de Dios ante mi sufrimiento. Jesús encuentra eco en mí porque toca lo que vivo. La felicidad no es una promesa sólo para la vida eterna. Jesús es la promesa hecha carne y me habla de que hay un camino de felicidad que es gratuito, que es recibir, que es ser amado. Me mira, me dice que seré amado tal y como soy. Sin hacer nada especial. Sólo tengo que vivir a fondo mi pobreza. Y me anima a poner mi necesidad en Él. Me habla de mi hambre y de mi sed de justicia. Le importa. De mi tristeza honda. En ella hay un tesoro. Me promete el Reino, el consuelo, la saciedad. Al lado de Jesús, en el reino de Dios, seré saciado.

Siempre las bienaventuranzas me han dado alegría. Son un recorrido por la vida del hombre que sufre. Del hombre que llora. Del que tiene hambre y sed de justicia. Del hombre perseguido por el nombre de Cristo. Del que es insultado y calumniado de forma injusta. Todo el dolor concentrado ante sus ojos. Tanto dolor cargado en las manos, en el pecho de tantas vidas que sufren. Jesús tiene compasión de todos ellos. Se compadece del hombre débil que carga una carga imposible. Me gusta la mirada de Jesús sobre mi vida. Se conmueve. Se compadece. Me mira con una misericordia infinita. Miro mi alma, la pobreza más profunda, la del despojo de todo. Miro mi sed y mi hambre. Escucho el grito que brota en mi alma. Me detengo en mi tristeza. ¿Por qué lloro yo? ¿Qué me falta? Llega Dios, para tocarme, para consolarme. Jesús me llama dichoso, feliz, bienaventurado. Es una


paradoja. Mis lágrimas me harán feliz porque me consolarán. Y el consuelo que trae Jesús es un consuelo que sana. Lo que Jesús me dice es que le importan mi dolor, mi pequeña vida, mis intereses, mi pobreza, mi hambre. No tanto mis logros. Me muestra un Dios que no exige, que sólo da. Tiene un corazón inmenso en el que quepo. Tal como soy. Desde mi realidad. En mi pecado. No tengo que ser perfecto. Puedo estar sufriendo y Él me sostiene. Ha salido a buscarme a los caminos, a los montes. Y me dice que estoy llamado a ser feliz. Que tengo derecho a ser feliz. Pase lo que pase.
Aunque esté triste. «Nos volvemos tristes si no logramos que alguien nos quiera, o si no tenemos algo necesario para desarrollarnos, o si nos frustramos. Nos ponemos tristes porque se nos va un objeto muy preciado, o perdemos algo, un ser muy querido, o la familia que soñamos, o el trabajo, la salud, o la memoria, los recuerdos, la vida»8. Hay muchas razones que me hacen vivir una vida infeliz. Sufro. Me entristezco.
Por la pérdida, por el dolor. No quiero sufrir más. Jesús me dice hoy que quiere que sea feliz. Que no sufra por cosas poco importantes. Que ante las importantes confíe más en sus manos sosteniéndome. Y me dice cosas que me sorprenden. Su mensaje me parece una contradicción. ¿Cómo va a ser feliz el que llora, el perseguido, el calumniado? Normalmente me afecta lo que pasa a mi alrededor. No soy feliz cuando lloro, cuando experimento el odio y el rechazo. En mi angustia no soy feliz. Vivo tenso, nervioso. Escucho los juicios de los hombres y me importan. Imagino el juicio de Dios sobre mi vida, y me importa. Deseo un cielo que no llega. Las palabras de Jesús están llenas de misterio. Me las dirige a mí. Soy yo quien está llamado a ser feliz en mi sufrimiento. No sin dolor. No lo entiendo. Es verdad que me gustaría vivir esa felicidad en la tierra en medio de la tribulación. Cuando las cosas no funcionan. Cuando fracaso y no logro el éxito. Cuando pierdo y no tengo lo que deseo. Cuando no poseo las estrellas infinitas que anhelo. Tengo un instinto de felicidad que despierta en mi alma el deseo de ser feliz aquí y ahora. Pero muchas cosas atadas a mi corazón no me dejan ser feliz. Sé que si lo pido Dios eliminará en mí lo que me quita la paz. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu extirpará lo enfermo y desechará lo falso; pero preservará y potenciará lo sano. Dios nos creó y sabe lo que nos hace falta»9. Dios sabe lo que me hace falta. Aunque yo me empeñe en decidir mi camino de felicidad. ¿La felicidad que me promete es sólo para la vida eterna? No quiero que sea así. Quiero una felicidad en mitad de mi camino. No encomendarme sólo a ese paraíso que sueño y da sentido a mis pasos.
Cuando lloro quiero ser feliz. Cuando me insultan quiero tener a Jesús en el centro y descansar. Cuando me calumnian y rechazan. Cuando me atacan y descalifican. Cuando se ríen de mí y no cuentan conmigo. Quiero vivir alegre y contento. Es un don de Dios. Una gracia que me puede conceder. Mi tesoro es mi pobreza. Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que soy, en lo que vivo, en lo que me falta. Así me imagino yo en medio de esa muchedumbre en la montaña. Mirado por Jesús. Pienso en la bienaventuranza que diría mirándome a los ojos. La mía. Me gusta la bienaventuranza de ser pobre, porque la promesa es en presente. Es la única. Y yo, quiero estar con Jesús ahora, cada día, desde mi barro pobre. En mi pobreza. Cuando estoy vacío.
Cuando no tengo nada en qué sostenerme. Él me sostiene. Es el camino más humano. Dios consuela mis lágrimas, sacia mi sed. No estoy solo. Él va a mi lado. Quiero aprender a descentrarme para que Jesús esté en el centro. No deseo vivir pensando en mi yo. En lo que me hace falta a mí para tener paz. «Las preocupaciones nos vuelven como referencia a nosotros mismos. Expresan mi preocupación, mi carga que tengo que arrastrar. El cambio es el que nos lleva de la referencia al yo a la referencia a Dios. La referencia al tú. Volverse hacia Dios»10. La única forma de ser feliz en medio de mi vida es mirar más a Jesús.
¿Cuál es mi bienaventuranza? No mi tarea, sino mi regalo. En medio de mi miseria miro a Jesús. Él es el centro de mi vida. Guardo con cariño mi bienaventuranza.

Jesús mira también la belleza escondida en mi corazón. Busca lo bueno que hay en mi interior:
«Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios». Quiero ser misericordioso. Y tantas veces me asusta la misericordia. Acabo pensando que la misericordia excesiva despierta en los hombres la ambigüedad. Es como si todo valiera. Desaparece el esfuerzo y la lucha. Lo objetivo. La misericordia me parece confusa. Como si dieran igual las opciones de vida

8 Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
9 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
10  Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52


que tomo. Y no importara tanto mi fidelidad diaria en lo pequeño. Pero no es así. Un corazón misericordioso es un corazón pobre, abierto. Un corazón en el que caben todos. Un corazón que no rechaza, no juzga, no condena. Me gusta ver la misericordia como mi camino de salvación. Alcanzaré misericordia si soy yo misericordia. Si acojo a todos. Si no juzgo ni condeno. Cada vez que experimento mi fragilidad vuelvo mi mirada a Dios. Busco sus ojos. Busco su compasión. Quiero ser así. Tal como Dios es conmigo. Me queda claro: «El reino de Dios se hace presente donde las personas actúan con misericordia»11. Y como decía el Papa Francisco: «Estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia». Jesús quiere que sea misericordioso con otros. Ese es el camino de la felicidad. Recibir el amor de Dios y darlo de la misma forma, con compasión. Mirando al corazón del otro, no lo de fuera. Jesús me propone ser como Él. Pasar por la vida como Él pasó. Confía en mí, eso siempre me impresiona. Me regala un camino interior precioso. Ser amado tal como soy. Y amar así a otros. Los pobres, los despojados, los perseguidos. Ellos son el tesoro del Reino. Los primeros, los elegidos, los amados. Bienaventurados los limpios de corazón.
Quiero tener un corazón puro. Necesito una mirada limpia. Una forma inocente de enfrentar la vida. Me da miedo perder la inocencia con los años. Me da miedo no ser más un niño ingenuo y confiado en las manos de Dios y de los hombres. Seré feliz si mi mirada vuelve a ser pura. Seré feliz si en mi interior no habitan el odio y el engaño. Quiero también construir la paz. En medio de las guerras y los odios. En medio de tantas divisiones que me separan. Quiero ser pacífico. Pacificar con mis silencios y con mis palabras. Me cuesta tanto no contribuir yo a las guerras. Jesús se fija en el potencial que hay en mi alma. Estoy llamado a ser misericordia, a ser pacífico, a ser puro. Es mi misión en medio de un mundo que carece de esos tres pilares. ¿Qué hago yo por mirar con misericordia, sembrando paz, desde la pureza de mi corazón?

Hoy escucho que no soy llamado por mis talentos y virtudes: «Fijaos en vuestra asamblea, no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder». Jesús mira en el monte a estos hombres de corazón puro que no saben tanto, no cumplen tanto, son pescadores y campesinos, pero en sus ojos tienen una pureza que lo conmueve. Se fían, están abiertos. Jesús quiere alabar a esos hombres con ojos limpios. Porque ya ven a Dios. Es Jesús.
Está frente a ellos. Pisa su monte y su mar. Y sus caminos. Y los llama no siendo ellos poderosos ni sabios. Siendo pequeños. Dios también me elige a mí que soy pequeño. Me llama en mi pobreza. Soy consciente de mi pequeñez. Me llama para que dé testimonio de Él en el mundo sabiendo que soy débil. Y me hace ver que seré perseguido por seguirlo a Él: «Cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa». Seré feliz también entonces. Feliz si me persiguen por su causa. Si en mis lágrimas me vuelvo hacia Él para encontrar consuelo. En el desprecio que sufro. En el rechazo y la soledad. Cuando sufra la injusticia. Cuando me encuentre solo en medio de mi dolor. Por haber seguido sus pasos. Pero soy débil. El mismo Pedro en la última cena le dijo a Jesús que él nunca lo abandonaría. Luego lo negó tres veces mientras cantaba el gallo. Un joven decía el otro día hablando de la apostasía: «Yo nunca apostataría». Me conmovieron sus palabras. Me recordó a las de Pedro aquella noche. Antes del gallo. Antes de la persecución y el dolor. Me conmovió esa fe tan joven. Tan pura y llena de fuego. Es la misma fe que me pide hoy Jesús. No me llama porque sea fuerte. Me llama porque soy débil. Porque conoce mi miseria y mi barro. Pero no me va a dejar nunca. En un momento de la película «Silencio» se pregunta el sacerdote protagonista: ¿Qué he hecho en mi vida por Jesús? ¿Qué hago por Jesús? ¿Qué haré por Jesús?». Es la pregunta que queda prendida en el aire de aquel monte. Quiero ser feliz dando la vida por Jesús. Por amor a Jesús y a los hombres. En medio de mis luchas. Con la carga de mi propia debilidad. Me duele la injusticia y la persecución. Me duele el sufrimiento que infligen los hombres de forma injusta. Me duele sufrir sin merecerlo. Sin que sea un castigo como consecuencia de mis acciones. Me duele el dolor sin sentido. ¿Qué hago yo por Jesús? ¿Dónde en mi vida hago algo por Él? Soy débil. Esa pregunta me hace mirarle a los ojos.
Escucho sus palabras en lo alto del monte. Quiero ser fiel cuando me persigan e insulten. Ser fiel cuando no tenga fama ni reconocimiento. Ser fiel cuando toque mi debilidad con angustia y suplique a Dios.


11 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

domingo, enero 22, 2017

P.Carlos Padilla

III Domingo Tiempo ordinario
Isaías 8, 23b-9, 3; 1 Corintios 1, 10-13. 17; Mateo 4, 12-23

«Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres»

22 Enero 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Me ha llamado Jesús para estar con Él. A su lado. En su camino. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz. No pretende que yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica»

Pesan más la luz y el agua que la oscuridad y la suciedad del pecado. Pesa más la esperanza que la muerte. Pesa más el amor que el odio. La misericordia que el desprecio. Pesa más en la báscula de la vida. Donde se pesa lo que de verdad importa. Esa báscula en la que mido el peso de mi propia vida. Y veo que no pesa mucho, quizás poco. Tal vez no haya tanta luz encerrada en el alma como yo quisiera. Tal vez no haya tanta agua que limpie mi pobreza. Tal vez no pesan tanto mis obras, ni mi amor, ni mi entrega. No sé por qué me empeño en juntar peso. Obras. Logros. Intentando acabar con la oscuridad del alma. Quiero ver para poder seguir creyendo. Más luz para descifrar los caminos. Quiero una grieta que filtre suficiente luz para poder seguir esperando. Me importa que mi vida pese, valga, suene. Pretendo cumplir con Dios. Estar a su altura. Como comentaba una persona: «Pertenezco a esa generación en la que importa portarse bien, en la que pesan la culpa y la exigencia». Realizo obras. Busco portarme bien. Cumplir. No sé si soy de esa generación. Pero en mi alma cumplir pesa. Soy apóstol de Jesús. Soy su enviado. Me creo Jesús a veces. Porque un día lo vi medio oculto entre las sombras en el crepúsculo de mi vida y creí en su poder. Lo he visto. Lo he oído. Y me he empeñado en hacer lo que Él hace, decir lo que Él dice. Hago y deshago intentando seguir sus pasos sobre el agua. Curo, hablo, ando, espero. Tal vez vivo muy ocupado en ser yo el que logra y hace. Cargo yo con la responsabilidad de salvar al mundo entero, con mi luz, con mis manos. Y me pesa el dolor de no cambiar, de no ser más de Dios. De ser tan de la tierra. Y recuerdo entonces las palabras del P. Kentenich: «No somos nosotros los que obraremos el milagro, sino que es el Espíritu de Dios el que vendrá y quemará lo que haya de enfermo en nosotros. Él llevará a término una nueva creación en nosotros»1. Una nueva creación en mí. Un nuevo milagro que yo no realizo. Me cambiará por dentro y yo seré nueva creatura. Para que todo sea nuevo en mí. Todo lo que hoy me pesa. Mi barro, mi noche. Me da miedo no estar a la altura, no llegar, no pesar. No hacer todo lo que tengo que hacer para ser perfecto. Tal como creo que Dios me ha soñado. Eso que espera de mí. Prefiero pensar mejor en la gratuidad, en la acción de Dios en mi vida, en el fuego de su Espíritu: «La idea de que la voluntad humana, si está unida a la voluntad divina, puede desempeñar un papel en la obra de Cristo para redimir a la humanidad es abrumadora. La maravilla de la gracia de Dios que transforma las acciones humanas carentes de valor en medios eficaces para extender el reino de Cristo en la tierra causa un asombro y una humildad sin límites, y aporta una paz y una alegría desconocidas para quienes nunca lo han experimentado e inexplicable para los que no creen»2. Me da paz pensar que no soy yo solo. Que es Dios en mí. Que es Él quien hace que todo lo que yo hago tenga influencia. Que todo esté unido. La vida de todos los hombres. Mi propia vida a la vida de tantos. Un mismo Espíritu. Mi vida herida unida a la vida herida de otros. Mi sí débil e infiel unido al sí fiel de tantos. Mi pecado y mis logros unidos en un mismo sueño. Mis méritos y mis deméritos. Y la sensación de que la salvación se juega en mi sí. Y en el sí de tantos que como yo viven enamorados. En esa santidad que no es fruto de mi esfuerzo sino la bendición que viene como un río profundo de agua viva, como un fuego que me hace nacer de nuevo. Una santidad que es una gracia que pido a Dios cada día. Lo entiendo ahora. A veces se me olvida. Me ha llamado Jesús para estar con Él. A su lado. En su camino. Y yo me creo el salvador. El redentor. El hacedor de milagros. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz. No pretende que yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica: «Hay que armonizar la plegaria con el

1 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
2 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros


esfuerzo personal, tal como lo propone la consigna ignaciana: - Confiar en Dios como si Él debiese hacerlo todo y actuar como si no contásemos con el auxilio divino»3. Reconocer mi límite humano me hace más pobre, más humilde, más pequeño. Tengo menos peso. Pero también soy más consciente de cuánto necesito su presencia en mi vida para caminar. Mis pobres actos sin Él valen tan poco. Quiero que mi preocupación no sea tener éxito en la vida. No quiero morir de éxito. Me lo repito tantas veces. Pero a veces sigo buscando que todo me salga bien. Quiero el fruto de mi siembra. El triunfo en la batalla. Tal vez no lo miro a Él. Me olvido de Él. Lo pongo como excusa para actuar, como fundamento de todo.
Pero luego veo que no es Él el que guía mis pasos. Me da miedo esa fiebre misionera que corre por mis venas. Yo el salvador. Si no lo pongo a Él en el centro no vale de nada. Quiero que sea Él. Quiero estar con Él. Descansar en su pecho herido. Aprender a mirar la vida entre sus manos rotas. Con su mirada honda clavada en mi alma. Desde la pobreza de mis pasos en medio de la noche.

Tengo tanta alegría al recordar su llamada que pensar en ese momento llena de luz mi día. Como un fogonazo en medio de la noche. Fue Él quien vino y me llamó a seguir estrellas. Y yo alcé mi mirada como un niño perdido. Buscaba las más lejanas. Pretendía tenerlas todas grabadas en la mirada antes de emprender mi camino. Y me dijo Jesús: «No quieras ser tú el dueño de tu camino, ni el hacedor de los milagros». Y me quedé algo más tranquilo mirando las estrellas. No tenía que ser dueño de mi mañana. Ni tenía que controlar con mano firme el timón de mi barca a la deriva, en medio de las tormentas. No tenía yo que levantarme a mí mismo de mi barro, para ser alguien, cada vez que caía. Ni tenía que elevarme en el vuelo de un águila por encima de las cumbres, yo solo, a fuerza de voluntad, para tocar mis sueños. No tenía que volar hasta las estrellas más lejanas llevado por mi fuerza. Su mano me llevaría. Y no tenía que idear el camino perfecto, sin mancha, sin cumbres ni valles, todo llano y fácil ante mis ojos. No tenía que cambiar la vida de todos aquellos a los que tocara bendiciendo, con mis manos torpes. No era yo con mi poder caduco el que iba a lograr que mi vida tuviera sentido. No me llamaba yo a mí mismo. Era Él en mí, Él con su poder, quien me llamaba. Es la sombra de su Espíritu la que cubre mi debilidad. Es Jesús con el soplo de su aliento quien despierta vida en medio de mis miedos. Como una luz cegadora que arrasa con mis noches. Y vuelve claro mi camino cada mañana.
Así es posible entonces levantarme y decirle que sí a Dios cargando mis dudas. Alzar la mirada buscando estrellas y seguir confiando en la oscuridad. Reteniendo momentos sagrados como el sostén para el camino. Como la lumbre que calienta mis manos. Y confiar en sus brazos sosteniendo mis manos al trazar una cruz bendiciendo. En esa paz confío. En ese descanso inmenso que me ha prometido más allá de mis temores. Con la certeza de saber que sólo Dios ha contado los días de mi vida para que no me turbe. Estoy en sus manos. Philippe Petit cruzó ilegalmente las Torres Gemelas de Nueva York caminando sobre un cable sobre un vacío de cuatrocientos metros en 1974. Creyó. Soñó.
Hoy, hablando de su vida, comenta: «Mi vida no está hecha de desafíos sino de sueños. Soy consciente de mi vulnerabilidad. Hay muchos obstáculos, ante los que hay que reaccionar con entusiasmo y pasión, nunca abandonar». Persiguió su sueño por las alturas y logró lo que nadie había hecho. Pero solo no podía.
Necesitó la ayuda de otros para realizar su proeza. Y al final logró hacer posible lo imposible. Pienso en la llamada que Jesús me hace. Él me llama a caminar por las alturas. A cruzar distancias imposibles. Me invita a no desanimarme ante los obstáculos de la vida. A no tener vértigo ante el vacío que se abre a mis pies. Me pide que descanse en otros en medio de la lucha. Que busque aliados para mis sueños. Porque su llamada es una llamada a soñar con Él, a vivir sus sueños, siempre a su lado. Una llamada a creer que puede ser posible en mi vida todo lo que tantas veces me parece imposible. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «Jesús te invita, te llama a dejar tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia y la historia de tantos. Pretenden hacernos creer que encerrarnos es la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal». Quiero recordar hoy la llamada de Jesús en mi vida. Esa llamada que me pone en camino, me hace salir de mi comodidad. Me hace correr sobre mis miedos. Me hace soñar con las alturas y caminar sobre un cable, por encima de mis seguridades. A veces me encierro por miedo. No sueño. No camino. No confío en sus manos sujetándome sobre el cable, sobre la cuerda floja. Sin mirar nunca hacia abajo. Mirando mejor el cielo. Fijo la mirada en el otro extremo del cable. Jesús conmigo. Jesús esperándome al final de mi camino. Caminando a mi lado y dejando atrás los miedos. Me gusta mirar así mi vida de funambulista de la fe. Camino confiando en



la llamada de Dios a seguir sus pasos por encima de mis nubes. Sin miedo a las alturas. No me obsesionan los desafíos. Son los sueños los que me hacen crecer y arder por dentro. Pensar en algo más grande que yo mismo. En algo que supera todas mis ilusiones. Pensar en una paz imposible. En una unidad que supera todas las divisiones. Sé que Jesús me llama y me sostiene. Creo que mi fe me da valor: «No se concibe que la fe haga de un hombre un cobarde»4. Valor para la lucha. Valor para seguir caminando. Valor para creer que lo imposible puede ser posible. Sin renunciar a mis miedos. Pero sin que mis miedos paralicen mi deseo de seguir siempre a Jesús.

Me duele mi debilidad cuando la miro. A veces me conmueve la debilidad cuando la veo en otros, o en mí mismo. Otras veces me desprecio al verme débil. Me da vergüenza reconocerlo. Me atrae más la fortaleza del hombre fiel, del santo heroico, del que nunca dudó ni tuvo miedo. Del hombre con poderes que no se turbó en la prueba. La solidez del que no tuvo dudas. Pero sé que no es real, aunque me atraiga. Es verdad que conmigo soy más indulgente que con los otros. Me excuso con facilidad cuando caigo y soy débil. Me resulta difícil aceptar la debilidad que me molesta. Me cuesta mirar la infidelidad de otros. También la mía. Me cuestan las caídas repetidas. Las súplicas de perdón constantes. Me duele el error continuo. Como ese árbol frágil que cae una y mil veces. Sin raíces. Sin solidez. Kichijiro en la película «Silencio» representa la debilidad de Judas. La fragilidad del mismo Pedro. Mi propia debilidad. Decía de sí mismo: «Yo sólo tengo la fuerza de un arbolito recién plantado. Y si el retoño es raquítico, jamás dará un árbol por más que se le abone»5. Tal vez el débil espeja mi propia debilidad. Y me frustro. El pecado resalta mi propio pecado. En la debilidad me veo reflejado sin yo quererlo. Me duele ser débil. El jesuita misionero Sebastián reflexionaba: «No se puede exigir a todos los hombres que sean santos y héroes. Cuántos de nuestros cristianos, de no haberles tocado nacer en una época de persecución, sin la alternativa de apostatar o perder la vida, hubieran continuado fieles a su fe, sin desfallecer»6. En la persecución, en los momentos duros, ¿cómo puedo resistir? No lo sé. Ya en tiempos tranquilos es difícil una fidelidad probada. En tiempos de prueba es todavía más complicado. Y añadía pensando sobre sí mismo: «Los hombres nacen ya en dos categorías. Los fuertes y los débiles. Los santos y los mediocres. Los héroes y los cobardes. En tiempos de persecución, los fuertes se dejarán quemar a fuego lento, se dejarán tirar al mar por amor a su fe. Pero los débiles se ven obligados a vagar por los montes, como este Kichijiro. Y tú, ¿a qué categoría perteneces?»7. Creo que no es tan así. Pienso que hay una sola categoría, la humana. Yo puedo caer y levantarme siempre de nuevo. Soy débil, soy fuerte. Pero me sigue doliendo cuando soy débil, cuando otros son débiles. La debilidad huele a traición, a fracaso. Negar a Jesús una y otra vez y seguir caminando suplicando perdón. El sentimiento de culpa por no haber estado a la altura esperada, por no haber pasado la prueba difícil. Pienso en el P. Kentenich que el 20 de enero de 1942 entregó su vida en las manos de Dios. Vio claro una noche oscura que Dios le pedía no poner medios humanos y dejarle a Él actuar. Algo vio esa noche en su interior. Dio su sí a lo que pudiera venir. Confiando en esa mano de María que de forma extraordinaria podría liberarlo en el último momento de ir al campo de concentración de Dachau. Esa noche en silencio entregó su vida. Se abandonó en manos de Dios. Me parece heroico. ¿Y si hubiera aceptado el informe del médico que lo liberaba de una muerte segura?
Nadie se lo hubiera recriminado. No era un signo de debilidad. Hubiera sido ver en lo humano la voluntad de Dios. El P. Kentenich sólo quería buscar la voluntad de Dios y adherirse a ella. Acogerla en su debilidad. Ponerse en manos de Dios sin atarse a sus planes y deseos. Fue un salto de confianza audaz. El P. Kentenich no era un hombre perfecto. Era un hombre débil que se puso en manos de María. Y se dejó hacer: «La cera líquida es capaz de correr dentro del molde al que fue destinada. El alma, como cera blanda, recibe la impronta de Jesús crucificado»8. Su vida como cera líquida. El calor del Espíritu. Se hizo manso a los planes de Dios. Manso como paso para ser reflejo de Jesús: «No confundamos blandura con mansedumbre. Ser mansos significa también ser valientes y asumir responsabilidades»9. Yo no quiero ser blando, ni débil. Pero tantas veces experimento mi fragilidad. Mi blandura. Me veo ante la vida y sus desafíos y caigo roto. Todo me desborda. No me creo héroe. Tropiezo tantas veces con mi debilidad

4 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas) 5 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas) 6 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas) 7 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas) 8 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


manifiesta. Brota en mis labios el no en lugar del sí. Como un susurro. Y caigo. Me levanto de nuevo como Kichijiro pidiendo perdón. Volviendo a traicionar. Volviendo a suplicar misericordia. Así me veo en mi pecado. ¿Será mi debilidad camino de salvación? Escribe Juan Manuel de la Prada: «Sólo el hombre que se reconoce débil, que se sabe herido por las flaquezas propias de la naturaleza humana, puede aspirar a vencerlas. Pues sólo quien humildemente se reconoce hecho de barro puede aspirar a alzarse de su abyección, con ayuda de sus semejantes y con el auxilio de la gracia divina». Creo que es así. Sólo en mi debilidad. Sólo cuando soy débil y necesito la misericordia de Dios. El P. Kentenich lo vivió en su vida: «El hombre que ante Dios se reconozca pequeño y confiese su miseria, será en cierto sentido ‘omnipotente’ ante Dios y Dios omnipotente será a su vez ‘impotente’ ante él»10. Mi debilidad reconocida. Mi miseria aceptada. Quiero aceptar que solo no puedo. No creerme por encima de nadie en su pecado. Reconocer que mi culpa es mía. Porque soy débil. Porque caigo y reniego tantas veces. Porque vivo en tiempos de paz donde no soy perseguido. Y tantas veces cobarde no expongo mi visión de la vida en ambientes hostiles. Y me escondo y protejo mi fama. Y me guardo para no ser herido, ni rechazado, ni criticado. Detesto la debilidad en el hombre. En mí mismo. La escondo. Y me atrae el hombre que se sabe débil y sigue luchando y dando la vida. Me atrae el converso que lo ha dejado todo y ha vuelto a empezar. Como si pensara que siempre hay una oportunidad más para aquel que no ha sido fiel alguna vez en el camino. La traición no es para siempre. Como Pedro que negó a Jesús tres veces. Escupió en su rostro esa misma noche. Y lloró cobarde. Y yo mismo lo niego en mis silencios culpables. En mis cobardías cotidianas. En mis juicios miserables. Yo mismo soy torpe al andar y caigo tropezando torpemente con mi cuerpo herido. Y añoro una fidelidad perfecta. Una ausencia de miedo. Una lealtad a prueba de todo. Y al no tenerla me conmuevo. Y deseo una misericordia que no se detenga en mi culpa y no se recree en mi pecado.

Pienso en la unidad a la que me invitan hoy las lecturas. En ese anhelo de hablar siempre bien de los otros. Esa actitud misericordiosa de no dividir: «Poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir. ¿Está dividido Cristo?». ¡Qué fácil es dividir! Comenta el Papa Francisco:
«La vida de hoy nos dice que es mucho más fácil fijar la atención en lo que nos divide, en lo que nos separa». Creyendo en el mismo Jesús podemos vivir divididos. Seguimos a Jesús que murió por nosotros y nos dividimos en la forma de seguir sus pasos. En las actitudes ante la vida. En las opiniones. Y en lugar de acercarnos los unos a los otros en el corazón de Jesús nos dividimos. Creamos grupos que nos alejan de lo central. Tú de Pablo. Yo de Apolo. Pero todos somos de Cristo. Él es el que nos llama a todos. No quiero dividir con mis prejuicios. Separar con mis condenas anidadas en el corazón. No quiero crear grupos. Alejarme del que no piensa como yo en todos los temas. Uniformidad no es lo mismo que unidad. Uniformar es imponer un pensamiento único. Pero eso no es lo mismo que la unidad en la diversidad. Es posible estar unidos en la diversidad de opiniones. Aunque los puntos de vista no sean los mismos. Discutir con apertura de corazón sin condenar. Aceptar otras opiniones como válidas.
Reconocer otros puntos de vista. Quero ser más misericordioso en el juicio que me hago. Reconocer que el otro no es igual que yo en todo. No tiene las mismas vivencias guardadas en el alma. No ha hollado mis mismos caminos con mis mismos pies. Ha recorrido rutas diferentes. Ha visto otros rostros. Ha experimentado otro amor en su vida. Ha leído otras verdades. Y no siempre va a pensar lo mismo que yo. ¿Cómo puedo construir la unidad? Desde el respeto de corazón. Sin condena. Sin juicio. Ese respeto que acoge al diferente. Mira con admiración al que no es como yo. No condena. No enjuicia. Esa actitud es la que necesito para enfrentar la vida. Para construir la unidad desde la humildad. Sin separar, sin dividir. Sigo al mismo Cristo por los caminos. Cada uno aporta lo suyo. Yo mi carisma. Yo mis formas de vivir, de soñar, de amar, de pensar. Quiero respetar y aportar. A veces intento callar mis puntos de vista diferentes por miedo al rechazo. Hoy se habla mucho de ser tolerantes. Pero tolerar no es lo mismo que aceptar. H. Maturana decía: «La tolerancia es la negación suspendida temporalmente». Tolero muchas veces. Acepto pocas. Aceptar de verdad me lleva a no querer convencer al otro de mi punto de vista. Pero sí me permite manifestar con libertad lo que pienso.
Aceptar supone mirar al diferente sin miedo, sin verlo como una amenaza. Reconocer en su vida una verdad y mirarla de frente. Estar dispuesto a convivir con ello. Quiero tener un corazón así de libre, así de abierto. Esto no significa renunciar a mis propios puntos de vista, a mis principios, a mis creencias.

10 J. Kentenich, Niños ante Dios


No por aceptar al otro en su originalidad estoy asumiendo su postura como propia. Simplemente lo acepto en mi vida. Lo integro en mi corazón. Pero no renuncio a mi postura. Ese respeto es sagrado. Me mantengo fiel a mis principios porque son los que sustentan mis caminos. Pero para afirmarme no necesariamente tengo que anular otros puntos de vista. Convivir con el diferente es más difícil que eliminarlo. Y más difícil que cambiar yo mi postura. Como decía Groucho Marx: «Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros». Aceptar no significa renunciar a lo propio. Supone respetar opiniones diferentes sin escandalizarme continuamente. Sin rechazar con gestos y palabras a los que no comulgan con mis ideas. Descalificándolos. No simplemente tolero. Quiero aceptar al que no piensa como yo. Sin perder mi esencia. Sin renunciar a mi aporte, a mi originalidad. Sin masificarme por miedo a ser rechazado.

Hoy Jesús se marcha a Cafarnaúm para sembrar una luz de esperanza: «Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto al lago. Galilea de los gentiles». Jesús llega al mar. Nazaret ya se queda pequeño para su misión. Cafarnaúm es la ciudad cercana más grande. Ese lugar camino del mar. Empieza su vida hacia fuera después de un tiempo de forjar el alma hacia dentro. Se va a vivir junto al mar. Deja el Jordán. Deja el desierto. Deja Nazaret.
Deja sus seguridades atrás. Su clan familiar. Lo deja Él todo para que le sigan otros dejándolo también todo. Entra en el pequeño mundo de unos pescadores. Se va a vivir a Cafarnaúm. Junto al lago que será su vida y su paisaje durante mucho tiempo. Navega en el mar pequeño de Genesaret. Ese mar que marcará sus primeros años. Cuando he ido a Tierra Santa y he mirado el mar de Galilea, me he quedado pensando en todo lo que sucedió allí. ¡Cuántas veces pasearía Jesús por esa playa, navegaría por ese mar, miraría esas mismas estrellas! ¡Cuántas veces rezaría caminando por esa orilla! Jesús llega al mar y se llena de luz esa tierra sombría. Una luz grande lo inunda todo: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló». La luz es la alegría que trae su venida. Con Jesús llegó la luz. Esa luz que trae Jesús tiene que ver con su misterio, con su misión: los cojos andan, lo ciegos ven, los pecadores son perdonados, los pequeños son abrazados, los oprimidos son liberados. El reino de Dios surge. Hay esperanza. Esa es la luz que de repente inundó el mar de Galilea. Esa luz de Cristo no me ciega. Es una luz que me da esperanza. Me muestra el camino que tengo que seguir. Decía el P. Kentenich: «Cuando habitamos en la luz de Dios, vislumbramos la grandeza divina y nuestro desvalimiento humano»11. La luz de Jesús me ayuda a ver las cosas en su verdad. Mi vida abierta. Sin pliegues. En esa luz me reconozco. Veo mejor mi fuerza y mi debilidad. Mis capacidades y mis pecados. Y reconozco mejor a los que van conmigo. Distingo a quién me llama. A quien es llamado a mi lado. Y tiemblo. ¿Por qué no dudaron esos pescadores con la llamada de Jesús? Yo dudaría. La luz de Jesús da seguridad y confianza para decir que sí. Creo que fue esa luz que llegó a lo más oscuro de su mar y de su alma la que les dio valor. Es la luz en medio de la noche la que le da sentido a todo. Ya no dudo porque estoy en medio de su luz. Desaparecen las sombras. Jesús viene a mi orilla. Y se cumple entonces la profecía de Isaías: «Camino del mar». Jesús paseaba por la orilla junto al mar. Me gusta pensar en Jesús empezando su misión. buscando aliados. Mucho tiempo buscando la luz en su corazón en el desierto. Por eso ahora es capaz de entregar esa misma luz que ha recibido. El Espíritu lo empujó al desierto. Ese mismo Espíritu lo lleva ahora entre los hombres. Su vida es con los necesitados, en medio de lo humano, tocando a los heridos, acercándose a los pecadores. No puede permanecer en el desierto como Juan. Jesús tiene que ir a Galilea. Y lo hace al saber que Juan ha sido arrestado. Está solo en esa orilla. Pienso en su dolor. Pienso en su soledad sin Juan. Hasta ahora había sido su único cómplice, junto a María y a José. El único que sabía quién era de verdad. ¡Cuánta soledad sin él! Juan encarcelado por decir la verdad. Por no tener miedo. Después de señalar a Jesús lo apresan. Jesús está solo. Necesita a otros a su lado. Su corazón le dice que su misión es sanar y vivir entre los hombres.
Pero no solo. Necesita discípulos enamorados a su lado que sigan sus pasos, que entiendan sus palabras, que compartan su vida. Hoy tiene lugar ese encuentro de Jesús con los suyos. Jesús ya ha llegado y pisa la orilla de su mar. Deja su huella para que lo sigan. Viene a traer luz en medio de su noche. Su palabra es luz. Su mirada es luz. Ya no hay noche.



11 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


Siempre me impresiona la fuerza de la llamada de Jesús: «Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: -Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes. con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron». Jesús se fija en unos hombres rudos y sencillos que trabajan bajo el cielo. No son eruditos. No son intelectuales ni autoridades religiosas. Son hombres metidos de lleno en la vida. Jesús entra en su rutina y lo cambia todo para siempre. Se fija en ellos y los ama. Eso es lo que yo necesito. Que alguien pase junto a mi vida y se quede en ella. Que no pase de largo. Que me mire y me ame. Jesús hoy pasa por mi vida como pasó por la vida de esos pescadores. No se fija en mí por mi sabiduría, por mis conocimientos, por mis talentos. Simplemente me mira, se conmueve y me llama.
No me llama desde lejos. Sale a mi encuentro allí donde estoy. En mi vida cotidiana. No se queda fuera esperando. Pasea por mi historia. Llega junto a mí en el lugar en el que estoy. Me quiere como soy. No tengo que hacer nada especial. No tengo que tener vastos conocimientos. Sólo quiere que me deje tocar, que me deje hacer. Le importan mis redes, mi barca, mis sueños, mi sed escondida, mi anhelo de amplios horizontes. Necesito que me llame por mi nombre. Y me diga que quiere estar conmigo para siempre. Navegar conmigo, pescar conmigo. Se acerca a mi pesca, a mi quehacer. Se pone junto a mí. Y me llama a vivir más allá. A hacer lo mismo pero con más hondura, con más luz. Como hizo con esos cuatro pescadores. Los miró. Los llamó a hacer lo mismo que ya hacían. Ellos sabían pescar. Jesús les pide que sigan pescando. Pero ahora lo harían en medio de los hombres. Creyeron. Lo dejaron todo.
Sus redes. Su barca. A su padre. Y lo siguieron. ¿Por qué lo hicieron? Quizás porque esos ojos de Jesús miraron muy dentro de su alma. Él se había acercado a ellos y se había interesado por su vida pequeña y por su historia. ¡Qué sencillos eran estos hombres! No hay discursos para convencerlos. No hay milagros. Es la fuerza de su llamada. Por eso lo dejan todo para seguir con Jesús unidos en un solo corazón. Cada uno entregaría lo suyo en la misión que comenzaba. Aportaría su originalidad. Ya no están solos. Tampoco Jesús está solo. Son hermanos de sangre y ahora de misión. Juntos es más fácil.
Esa mañana, temprano, se encuentran. Y el corazón de los pescadores arde. Lo siguen. Se van con Él a vivir y a compartir su suerte. Ya nunca se separarán. Y siempre recordarían ese momento. Se fiaron de Él. Juan, Pedro, Santiago, Andrés. Jesús les dio un hogar y un horizonte amplio. Me impresiona este encuentro con Jesús. Es un momento sagrado. Comienza su camino llamando a los que serán suyos.

Sus hijos, sus amigos. La llamada. El seguimiento. Me conmueve el hecho de dejarlo todo y comenzar de nuevo. Son los mismos y a la vez son otros. Hacen lo de siempre y a la vez harán algo completamente diferente. La llamada es uno a uno. El amor de Jesús siempre es personal. Eso es algo tan suyo. Cura de forma personal. Llama de forma personal. Pronuncia mi nombre. En medio de mis redes y mi barca. Y me invita a una forma de vida nueva: «Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo». Me emociona cómo cuenta el evangelista en pocas líneas lo que hacía Jesús. La misión. Recorría Galilea con sus discípulos, en comunidad. Vivía con ellos. Enseñaba en las sinagogas y curaba toda dolencia y enfermedad. El cuerpo y el alma. Sabe que su vocación es pasar por esta vida sanando, amando, hablando de un Dios que perdona y ama siempre. Esos primeros días María estaba con Jesús. Es Juan el que nos dice que María bajó con Él a Cafarnaúm (Juan 2, 12). Se fue con su hijo. Me da paz pensar que María estaba allí con Jesús en sus comienzos. Rezando. Animándolo. Acompañándolo. María es para Jesús su ancla. Su refugio. Su vida. También lo es para mí. Ella baja a mi mar. A mi orilla. A mi barca. Me gusta mirar a Jesús en estos primeros tiempos. Con sus amigos, con su madre, cambiando desde dentro los corazones de los hombres. Acariciando. Tocando. Le pido hoy a Jesús que pase junto a mí. Que se detenga y me ayude a vivir con Él lo que vivo. Que me llame desde mi orilla. Me gustaría dejar mis redes y mi barca. A veces no sé bien qué es lo que me pide Jesús. Ignoro qué redes tengo que dejar. Qué barca tengo que abandonar. Me falta esa sencillez de los pescadores para escuchar su voz. Tengo mucho que aprender de ellos. Quiero que Jesús me mire y me invite a pescar en su mar. Con sus redes. En su barca. Es la promesa que me hizo un día. Quiero que me la vuelva a repetir. Jesús mira hoy mis sueños y mis miedos. Me mira y me llama para que lo siga.