miércoles, enero 04, 2017

El Puente N° 6 / 2017 - ARDE POR LA MISIÓN

ARDE POR LA MISIÓN DEL PADRE:

en camino hacia la Iglesia de las nuevas playas

“Todo para Schoenstatt, Schoenstatt para la Iglesia 
y la Iglesia para la Santísima Trinidad”

Aporte del Curso 10 
Graciela Greco
Región Metropolitana

En esta breve reflexión que queremos compartir con nuestras hermanas de la Federación, no nos referiremos al compromiso con la formación del hombre nuevo, a la que nuestro Padre dedicó su vida, dejándonos una pedagogía extraordinaria con objetivos claros y caminos concretos para su realización. 

Quisiéramos mirar más allá, hacia “la otra orilla”, y preguntarnos cuál debe ser nuestro aporte para que en la Iglesia se concrete el ideal de la “comunidad nueva” que la mirada profética del Padre veía como la Iglesia de las nuevas playas. 



“Todo para Schoenstatt, Schoenstatt para la Iglesia 
y la Iglesia para la Santísima Trinidad”

Queremos ser “alma y corazón que arden por la misión del Padre”. Pero… ¿qué significa arder? Dice el diccionario: Experimentar una pasión o un sentimiento muy intensos por algo o por alguien. Pero también sufrir, experimentar la acción de un fuego. Entonces, podemos decir que ser alma y corazón que arde por la misión del Padre significa asumir apasionadamente esa misión y, además, estar dispuesta a consumirse en su realización, siguiendo el ejemplo de nuestro Padre Fundador. 

El ideal del hombre nuevo en la comunidad nueva … Encarnar ese ideal en cada uno de quienes le fueron confiados fue desde un principio la misión que Dios le encomendó al Padre Kentenich, a través de los designios de su Divina Providencia. 

En esta breve reflexión que queremos compartir con nuestras hermanas de la Federación, no nos referiremos al compromiso con la formación del hombre nuevo, a la que nuestro Padre dedicó su vida, dejándonos una pedagogía extraordinaria con objetivos claros y caminos concretos para su realización. 

Quisiéramos mirar más allá, hacia “la otra orilla”, y preguntarnos cuál debe ser nuestro aporte para que en la Iglesia se concrete el ideal de la “comunidad nueva” que la mirada profética del Padre veía como la Iglesia de las nuevas playas. 

La iglesia es misterio

La Iglesia es una realidad que tiene su origen en Dios, pero vive en este mundo. Es un misterio que tiene su origen en el Padre que, desde el inicio del mundo, pensó en ella para que se desarrolle en el mundo y se perfeccione al fin de los siglos. Es una realidad que tiene a Dios como origen y destino. Precisamente por ser misterio no es fácil definirla, es preciso dejarse ayudar por imágenes para tener una visión más global de la naturaleza de la Iglesia. De allí que el Concilio se sirva de imágenes de la revelación bíblica, que ayudan a comprender el misterio de la Iglesia: redil, grey, campo de labranza, edificación de Dios, Jerusalén celestial, Esposa del Cordero, Cuerpo Místico de Cristo. 

Quedarse con una sola impediría la auténtica comprensión del ser de la Iglesia, tal es la profundidad de su misterio. Por eso, nuestro Padre Fundador ha representado la Iglesia de las nuevas playas con una imagen de “familia”, de “organismo de vinculaciones”.

La Iglesia y su vínculo con la Santísima Trinidad

Otra renovación importante del Concilio Vaticano II ha sido la vinculación constitutiva de la Iglesia con la Santísima Trinidad. Del Padre depende el designio salvífico; por voluntad del Padre es constituida la Iglesia:  la viña del Padre, la familia de Dios, el pueblo de Dios. 

Pero tiene también una relación constitutiva con Cristo, es suya, su Cuerpo, la prolongación de su misión en el mundo. En este sentido, se afirma el cristocentrismo de la Iglesia. En esta visión renovada, el Espíritu Santo toma mayor relevancia, Él es quien santifica continuamente a la Iglesia, Él habita en ella, la guía, la conduce a la verdad y la unifica en comunión. 

Por eso, cuando se le preguntó qué sucedería después de su muerte, ya que era imposible prever todo el futuro del desarrollo internacional de Schoenstatt, nuestro Padre dijo: “Él, el Espíritu Santo, tiene que cuidar que se conserve fielmente el espíritu original de la Obra de Schoenstatt, que es un regalo de Dios para la Iglesia y el mundo del futuro. Tiene que regalar a cada miembro de la Familia la verdadera “fidelidad creadora”, la aspiración a la santidad, el anhelo concreto por crear la cultura de la alianza en todo momento y lugar, el compromiso serio por el fortalecimiento de la Obra en todo el mundo.”

La Iglesia es comunión

Desde el Concilio Vaticano II se ha hecho mucho para que se entienda más claramente a la Iglesia como comunión y se lleve esta idea más concretamente a la vida. Desde su ser más profundo la Iglesia es comunión, así lo presenta el Concilio al describirla como «sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano». 

Ésta es una realidad que se vive en la medida que el Espíritu Santo la produce; la comunión eclesial conduce a compartir los dones y a tender a la plenitud de la unidad; la comunión respeta la diversidad de las Iglesias particulares y a la vez las integra bajo el primado de Pedro. 

El modelo supremo y el principio de este misterio es la unidad de un solo Dios en la Trinidad de personas; Padre, Hijo y Espíritu Santo. La comunión eclesial es, entonces, un don de Dios Trino que produce la unión común intelectual y afectiva, que afecta el ser y el actuar de los creyentes. 

En el Libro de los Hechos de los Apóstoles 2, 42 se ofrece un paradigma de la comunidad cristiana que experimenta la comunión eclesial. Quienes componen la Iglesia deben estar unidos por cuatro elementos esenciales: la doctrina de los apóstoles, la oración, la eucaristía y la caridad o amor fraterno del que es destinatario no sólo una persona individual sino la totalidad del Cuerpo místico de Cristo.

La noción de comunión no excluye la constitución jerárquica de la Iglesia, sino que le da un nuevo sentido y remarca su necesidad. En los inicios de Schoenstatt, antes del Concilio Vaticano II, la Iglesia era identificada plenamente con la Jerarquía. Estaba constituida, sobre todo, por el clero (el Papa, los obispos, los sacerdotes, los religiosos).  El pueblo cristiano compuesto por todos los bautizados en la fe católica, no eran más que simples “fieles”, meros cumplidores de las normas establecidas por el poder eclesiástico central.

El Concilio Vaticano II fue, como el Papa Juan XXIII la definiera con una hermosa imagen, “una ventana abierta para que entrara aire fresco en la Iglesia”, para que entrara la vida. Es a partir del mismo que los documentos pastorales de la Iglesia hablan de una manera muy positiva de los laicos y reconocen su labor evangelizadora, ahora más necesaria que nunca. 

Asimismo, reconoce de un modo especial la entrega y la colaboración de la mujer. Se afirma repetidas veces que “es la hora de los laicos” y que son ellos, hombres y mujeres, protagonistas en la nueva evangelización, con una misión específica según su propio carisma y vocación. 

La corresponsabilidad laical en la vida eclesial 

La importancia dada al rol del laicado en la Iglesia lleva a conceder a este tema todo un capítulo de la Constitución del Concilio sobre la Iglesia, además del Decreto Apostolicam actuositatem (sobre el apostolado de los laicos). Es sumamente valiosa la definición de laico que ofrece el Concilio, pues reconoce en ellos su incorporación a Cristo mediante el bautismo, su ser parte del pueblo de Dios y su participación en la función sacerdotal, profética y real de Cristo que les lleva a ejercer la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo. 

El concilio acentúa una verdad que hay que profundizar aún más en la praxis eclesial y es la secularidad como condición propia del fiel laico; en virtud de ella, «a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales». 

Desde dentro del mundo, ellos han de procurar santificarlo y mostrar a Cristo a los demás, con el testimonio que ofrezcan mediante la vivencia de las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad. 

La Constitución sobre la Iglesia afirma la necesidad de considerar la condición laical como una vocación orientada a la consagración del mundo, mediante la fuerza del testimonio del cristiano laico en su vida cotidiana. 

Aparecida es aún más explícita acerca de las responsabilidades de los laicos en la evangelización. “Para cumplir su misión con corresponsabilidad, los laicos/as necesitan una sólida formación doctrinal, pastoral, espiritual y un adecuado acompañamiento para dar testimonio de Cristo, de los valores del Reino, en el ámbito de la vida social, económica, política o cultural” (D.A. 212).

Agradezcamos nuestra vocación a Federación que no sólo posibilita esa formación, sino también nos regala la oportunidad de vivirla, de ser caso preclaro para la Iglesia de lo que significa ser una comunidad familiar, una comunidad de corazones que vive en íntima comunión y firme arraigo en Dios: una en la otra, con la otra y para la otra.

Graciela Greco
Filia Divinae Providentiae

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