María,
modelo de nuestro amor y fidelidad a la Iglesia
Padre Nicolás Schwizer
Nº 188 - 01 de enero de
2017
Si tratamos de penetrar en el misterio de la Iglesia,
en el misterio de nuestra vocación de cristianos, podemos hacerlo mirando hacia
la imagen de María.
Dios nos ha llamado para ser alma del mundo. Lo seremos
en la medida en que anunciemos el amor de Dios a los pobres, a los pequeños, a
los que sufren. Lo seremos, en la medida en que mostremos ese amor mediante
obras, por medio de nuestro espíritu cristiano de servicio. Seremos alma del
mundo de hoy, en la medida en que sepamos ser instrumentos de unidad y signos
de esperanza para los hombres.
La Sma. Virgen fue todo eso en sumo grado: porque fue
la llena de gracia. Es modelo de la Iglesia y con Ella queremos construir la
Iglesia del futuro.
Y nos preguntamos: ¿Qué semilla la Virgen quisiera
dejar en nuestros corazones para que crezca, se desarrolle y de frutos? Me
parece que los frutos permanentes deberían ser: un amor más profundo y una
fidelidad más auténtica a la Iglesia.
El Concilio Vaticano II definió la Iglesia de nuestro
tiempo como Pueblo de Dios, como su gran Familia. Todos somos Iglesia. Todos
construimos Iglesia. ¿Y cómo vamos a construir algo que no amamos?
La Iglesia es nuestra Familia. Amarla significa
sentirse plenamente dentro de esta familia, y no al margen de ella, ni como
simple espectador mirándola desde afuera. Amarla significa sentirse
comprometido con esta familia y con cada uno de sus miembros, es decir, también
con los humildes, los molestos, los antipáticos. Amarla significa también
sentirse responsable de esta Familia y de su desarrollo.
Queremos amarla a pesar de los defectos de sus
miembros y de sus ministros. Porque amarla es también sufrir con ella. Nos
deben doler los problemas que tiene la Iglesia, las divisiones en la Iglesia,
la crisis de autoridad, la falta de obediencia y de respeto frente al Santo
Padre, frente a los Obispos y frente a los demás ministros.
La fidelidad a la Iglesia va más allá de la muerte.
Somos miembros de ella desde nuestro bautismo hasta toda la eternidad. Es la
misma fidelidad que los esposos se prometen en el sacramento del matrimonio:
serse fieles tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como
en la enfermedad hasta que la muerte los separe.
La Sma. Virgen es modelo de nuestro amor y fidelidad a
la Iglesia. Ella es el miembro más eximio de la Iglesia, la plenamente
redimida. Pero más que eso, María es también la Madre de la Iglesia. El mismo
Papa Paulo sexto, al finalizar el Concilio Vaticano II, la proclama
solemnemente bajo este título.
Con ello no hace sino repetir el testamento de Cristo
en la Cruz; cuando Él nos entrega a su Madre diciendo al apóstol Juan: “He ahí
a tu Madre”, y a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Como antes se ha dado
enteramente a su Hijo Jesucristo, del mismo modo entrega desde aquel momento todo
su amor y su fidelidad a sus hijos en la gran familia de la Iglesia. En seguida
empieza a actuar como Madre de los apóstoles, reuniéndolos en el Cenáculo y
esperando con ellos el Espíritu Santo.
Su misión de Madre de la Iglesia, se hace más actual
aún después de su muerte. Ahora puede cumplirla en toda su universalidad y
profundidad. Ya no está limitada por el tiempo y por el espacio: puede ser
plenamente Madre para todos los suyos, y darles a cada uno el amor, la ayuda,
la protección que necesitan.
Durante toda
su historia, la Iglesia ha experimentado este amor y esta fidelidad de María y
por eso le tiene tanta confianza, respeto y cariño a su Madre.
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