domingo, enero 08, 2017

El Bautismo del Señor y la Epifanía

El bautismo del Señor y la Epifanía
Isaías 42, 1-4. 6-7; Hechos de los apóstoles 10, 34-38; Mateo 3, 13-17

«Se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él: -Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto»

8 Enero 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«No quiero callar cuando puedo decir algo bueno. Cuando puedo proteger y alimentar el amor.

Guardo las palabras de Dios en mi corazón. Las regalo. Me hago portavoz de las palabras de Dios»

El otro día pensaba que nadie me puede hacer daño con sus palabras. Lo he escuchado muchas veces. Me lo han dicho. Lo he aprendido. Lo he olvidado. Sé que sólo yo, en la interpretación que hago de lo que escucho, de lo que ocurre, me acabo haciendo daño a mí mismo. Me lo sé de memoria. Nadie me puede hacer daño. Me lo repito para no olvidarlo. Pero muchas veces compruebo que no es posible. Sigo sintiendo el dolor con las palabras hirientes, con las miradas de desprecio, con las risas de burla. Y eso que sé que yo mismo tampoco puedo hacer daño a nadie con lo que digo y con lo que hago. No tengo nada que ver con el llanto que provoco. No tengo poder para causarlo. Lo sé. Pero también ocurre. Mis palabras hieren, duelen. Interpretan mis palabras y sienten dolor. Las palabras generan dolor en el que las recibe, en la interpretación que hace de lo que escucha. Yo lo hago. Los demás lo hacen. ¡Qué importantes son mis palabras! Con ellas expreso mis convicciones. Me comprometen cuando las pronuncio con voz audible. Cuando salen de mi boca crean, generan, producen. Son semillas llenas de vida. Cuando las digo en alto, me comprometo por dentro. El mero hecho de decirlo ya me compromete. Si me lo digo a mí mismo también me compromete. Cuando me digo en mi cabeza que no valgo, acabo no valiendo. Cuando me repito con tristeza que otra vez he perdido, pierdo la esperanza. Cuando vuelvo a decirme en alto o en bajo que no valgo para nada, me hieren esas palabras en mi alma. Me paralizan. Me dejan sin vida. Pero sé que hay al mismo tiempo otras palabras que me ayudan. Decía Rafa Nadal: «La vida consiste en hacer lo que tienes que hacer y que la cabeza te deje hacerlo». Que mi cabeza no me haga pensar que no valgo y me deje luchar. Que descubra en mi corazón las fuerzas para seguir dando la vida. Necesito encontrar palabras que me ayuden a seguir luchando. Esa jaculatoria que me recuerde algo esencial, algo que me dé vida. Que me recuerde quién soy, mi verdad más honda. Y me anime a seguir porque estoy llamado a hacer algo grande. El entrenador de Carolina Marín, jugadora española de bádminton, le dijo en un momento difícil de un partido de las olimpiadas: «Recuerda a esa niña de catorce años que llegó a la academia y quería cumplir su sueño. Esa niña de catorce años me dijo lo que quería, esa niña confía en ti. Esa niña sabe cuál es el plan de juego y juega con disciplina, porque es su sueño. Y ese deseo que tú tienes es más fuerte». Esas palabras le dieron fuerza. Luchó, jugó y ganó la medalla de oro. Siempre hay un juego interior en mi mente. No importa lo que esté sucediendo en el juego exterior. Yo estoy jugando en el corazón, muy dentro de mi alma. «Nuestro mundo interior depende del modo en que nuestro ser interpreta un suceso externo. Nuestro mundo interior está en calma o convulso debido a una dinámica interior: la significación que nuestro mundo interior hace de un suceso externo»1. Dentro de mi cabeza juego contra obstáculos que yo mismo me creo. Oigo palabras y las interpreto. Juzgo lo que ocurre y me alegro o sufro. Interpreto lo que sucede en mi exterior. Juego contra mi miedo o contra la poca confianza que tengo en mí mismo. O contra esa misma poca confianza que otros alguna vez han tenido en mí. Sé que mis palabras crean vida. Las que me digo a mí mismo me hunden o me levantan. Las que les digo a los otros en medio de la vida. Las palabras que enaltecen y levantan. Las palabras que humillan y desalientan. ¡Cuánto poder tienen las palabras! Pero también sé que si mis palabras interiores son alegres, positivas, enaltecedoras, será más fácil hacer frente a esas palabras que choquen contra mi

1 Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón


vida. Nadie podrá hacerme daño si yo no lo permito. Tendría que grabarme esta verdad en mi alma para no olvidarla. Quedarían sin fuerza esas palabras que me descalifican. Que quieren hacer que desconfíe de mis fuerzas. Me lo vuelvo a repetir, en realidad, nadie tiene poder para hacerme daño. Pero sucede. Una y otra vez me hieren. Me sorprende mi vulnerabilidad. Me empeño en ponerme corazas para proteger mi ánimo, mi autoestima, mi decisión. Como si protegiendo por fuera lo lograra. Tengo que rearmarme mejor por dentro. Repetirme esas palabras que necesito oír. Las que me dicen que valgo, que mi vida es grande, importante a los ojos de Dios. Las que construyen la base de mi vida. Las que me fortalecen. Quiero decirme todo aquello que me hace mejor. Nadie puede de verdad hacerme daño si yo no quiero. Aunque a veces suceda. De mí depende. De mi alma en paz.
De la certeza de estar donde Dios quiere que esté. De ser como soy sabiendo que Dios me ama así. Eso lo sé. Pero también sé el poder que tienen en mí las palabras de las personas que me importan, a las que amo, las que me aman. Decía Ana Magdalena sobre su esposo Sebastián Bach: «Una palabra de aprobación suya valía más que todos los discursos de este mundo». La palabra de la persona amada tiene más poder en mi ánimo que ninguna otra. La palabra de aquel que tiene una autoridad sobre mí que yo mismo le doy. La palabra de mis padres, de mi profesor, de mi cónyuge, de mis hijos, de mi amigo. Esas palabras que me hunden o me levantan. Esas palabras las guardo como mi tesoro. Me construyen para siempre.

Son esas mismas palabras las que yo callo o pronuncio. Cuando les hablo a los otros. Cuando les digo lo que a veces no pienso movido por la ira. Cuando soy demasiado directo y digo lo que creo que es verdad. Cuando no cuido mi forma de decir las cosas. Y hiero. Porque soy torpe. Y hago bromas queriendo ser simpático, queriendo acercarme al otro. Cuando no soy sensible en mi trato, ni me pongo en su lugar. ¡Es tan fácil desanimar a otros en medio de la batalla! Desaconsejo que hagan lo que yo no puedo hacer. Porque creo que no podrán. Dudo de sus posibilidades. Los desanimo. Se me olvida a veces agradecer lo que hacen por mí. Y exijo actitudes y cambios en los demás sin pensar qué es lo que realmente necesitan. Dejo de cuidar a los que Dios me ha confiado. No los cuido con mis palabras y gestos. Y otras veces hablo más de la cuenta. Critico a los ausentes. Juzgo sus vidas.
Haciendo afirmaciones que dañan su fama. ¡Qué fácil es hundir la fama de alguien con palabras hirientes! Comentarios fuera de lugar. Vierto sospechas infundadas. O hago comentarios jocosos desacreditándolos. Dice el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Detenerse a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar los rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. El amor cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar incluso la buena fama de los enemigos». Hablo mal de otros para quedar yo mejor, por encima. Para destacar yo más. Para ser más importante, más capaz, a los ojos de los otros. Mis ironías. Mis palabras dichas con descuido. Quiero cuidar más mis palabras. No juzgar tanto. Hacer más silencios y pensar bien lo que voy a decir antes de decirlo. Quiero evitar las críticas destructivas. Esos comentarios que no construyen, que no edifican, que no elevan el ambiente, que no sanan. Quiero no hablar si no voy a construir con mis palabras. Quiero no hablar si voy a difamar con mis palabras. Es tan fácil herir con palabras. Quiero guardar los juicios en mi corazón.
Quiero guardar silencio como María. Quiero guardar palabras que den vida. Y sólo pronunciar palabras bellas. Llenas de luz. Olvidar las palabras que envenenan, las que desaniman, las palabras oscuras que no dan vida. Comenta el Papa Francisco sobre Jesús: «Jesús era un modelo porque, cuando alguien se acercaba a conversar con Él, detenía su mirada, miraba con amor. Nadie se sentía desatendido en su presencia, ya que sus palabras y gestos eran expresión de esta pregunta: - ¿Qué quieres que haga por ti?». La palabra se hizo carne en Jesús. Y las palabras de Jesús entre nosotros se hicieron carne. Crearon vida. Acogieron, elevaron, enaltecieron. Construyeron un reino nuevo en medio de los hombres. Con amor. Con paz. Fueron las suyas palabras firmes y llenas de vida. Fueron palabras de misericordia en hombres con sed de amor. No dejó nunca de sanar a los hombres con sus palabras. De invitar a la conversión. De animar a seguir el camino de la santidad. Fueron palabras de aliento, de esperanza, de vida. Sus palabras brotaban de un corazón enamorado. No se guardó las palabras buenas. No escatimó en su entrega. Es lo que nos pide el Papa Francisco: «No seamos mezquinos en el uso de estas palabras, seamos generosos para repetirlas día a día, porque algunos silencios pesan, a veces incluso en la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos. En cambio, las palabras adecuadas, dichas


en el momento justo, protegen y alimentan el amor día tras día». Palabras de ternura y comprensión en familia. Palabras que expresan el amor que sentimos. El perdón que damos. La admiración que sentimos por el otro. Palabras con las que acojo al hermano necesitado de mi comprensión. No quiero guardar silencio cuando puedo decir algo bueno. Cuando puedo proteger y alimentar el amor.
Guardo las palabras de Dios en mi corazón. Las medito. Las regalo. Me hago portavoz de las palabras de Dios para los hombres. Portavoz de su amor que se hace carne. Palabras que unen. Palabras que sanan. Palabras que hacen milagros en mis labios.

Me gusta el tiempo de Navidad que me habla de una noche santa que cambia mi vida. Me gusta la noche santa en la que unos reyes llegan de lejos trayendo regalos. Me gusta esa noche al raso de unos pastores llenos de esperanza. Me gusta creer como los niños, adorar como los pobres. Me gusta una noche santa que no acaba. Una Navidad que dura cada día del año. No quiero vivir de forma perfecta en Navidad. Quiero mejor que Navidad sea cada día de este año. De mí depende. De mi sí alegre y confiado. De mi mirada de niño. Me gusta esta poesía: «No sé muy bien qué tiene la noche santa. Oculta en medio del día. Aún no amanece. Tienen las sombras luz y los silencios notas. Que tocan melodías abriendo el alba. Y yo quiero saber bien lo que suena. Como un grito callado en mi alma quieta. Quiero entender la vida que se me escapa. Entre mis dedos torpes que no retienen. Quiero abrazar el sol que apenas habla. Y mecer en mi alma su canto suave. Quiero abrazar al niño, quiero tenerlo. Muy dentro de mi alma. Y no perderlo. No sé muy bien qué tiene la noche santa. Que cambia mis palabras. Cambia mi llanto. Hace que de la nada surja la vida. Y de mi polvo enfermo un sueño nuevo. Quiero vestir de luz la tristeza en que habitan. Tantos hombres cansados en esta noche. Con la luz de tu amor, mi pobre niño, dentro del pecho. Como un fuego encendido que nadie apaga. Quiero trepar alegre cumbres tan altas. Con la sonrisa abierta que tú me grabas. Quiero, Jesús, mi niño, gritar muy fuerte. Que no temo las sombras ni las ausencias. Que no temo perder lo que hoy poseo. Que ya puedo correr caminos anchos. Que no voy solo nunca y vas conmigo. Y la paz de tu abrazo sostiene fuerte. La esperanza que tengo de ser yo eterno. No sé muy bien qué tiene la noche santa. Que llena hoy de estrellas mi senda santa». Me gustan estos días llenos de luz y esperanza que no acaban aunque pasen. Porque permanecen vivos en mi alma de niño. Me gusta esta noche santa de Dios, en la que me dice cuánto valgo y yo sonrío. Me gusta ese día de magia de la Epifanía, en el que los reyes me llenan de regalos, y Dios se manifiesta en mi pobreza. Me gusta la esperanza de los que adoran sin miedo y se desnudan ante un rey nacido entre pañales. Me gustan tantos hogares que se llenan de luz esa mañana. Después del paso sigiloso de los reyes. Y tantos niños que sueñan, y esperan, y se emocionan, porque Dios da mucho más de lo que ellos piden. Me gusta la Navidad en medio de la oscuridad de mi vida. En medio de la guerra, de las injusticias, de las incertidumbres. Me gusta la palabra hecha carne en un grito de paz. Y sé que Jesús me regala una certeza que ya no olvido. No estoy solo en medio de mi vida. No estoy condenado a la soledad y al abandono. Él va conmigo siempre aunque a veces me olvide de su paso alegre a mi lado y no sepa comprender sus palabras de aliento. Él se detiene siempre en mi noche. Y veo su paso que va sobre mi paso. Y su paz se vuelve mi misma paz y mi esperanza. Ya no temo en medio de la luz de un nuevo día. En medio de una noche santa de reyes repartiendo regalos. Oro, incienso y mirra. Y mi vida se llena de esperanza. Y yo mismo me hago rey en medio de la noche. Quiero ser rey. Dar lo que tengo. Dejo de lado mis ropajes antiguos. Me abro a la vida que se me regala. Y llevo mi oro, mi incienso, mi mirra. Tengo que estar vacío para dar lo más mío, lo que sólo yo poseo. El otro día leía: «Sólo cuando nos hayamos despojado de todo lo que no es esencial, puede manifestarse lo que sí es. Sólo aquel que se ha visto confrontado con el vacío puede vivir la vida terrena en su auténtica realidad. Se hace posible dar a este mundo el valor que le corresponde y vivir en él con alegría y eficiencia sin ser de este mundo. Hacer uso de las cosas de este mundo, como si no hiciera uso de ellas. Sólo entonces puede desarrollarse la disposición a vivir por igual en la riqueza que en la pobreza, en la enfermedad que en la salud, en la longevidad que en la brevedad de la vida»2. Necesito estar vacío de mí mismo para poder regalar lo más auténtico que hay en mi alma. Vacío de mis deseos, de mis obsesiones, de mis gustos. Vacío de mis caprichos, de mis protestas, de mis quejas. Vacío de la búsqueda enfermiza de mi felicidad. Vacío de las apariencias y máscaras que me protegen. Vacío de mis títulos y mis logros. De mis posesiones, de mis pretensiones. Yo solo en mi verdad más plena.
Sólo así podré vivir con libertad, dar con libertad, amar con libertad. Sólo así, vacío de todo lo

Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52


superfluo, podré dar lo más importante. Lo único que tengo y los demás no tienen, ni pueden dar. Mi verdad única. Esa que yo sí tengo cuando me desprendo de todo lo que me ata y esclaviza. Así puedo ser rey. Así puedo regalarme al regalar. Darme al dar. Sin esperar ni exigir nada como pago de mi entrega. Así. Con la libertad de los niños. Con su alegría y paz. Quiero volver a ser niño. No dormirme en la noche de reyes. Esperando ansioso la sorpresa. Creer en ese Dios en forma de rey mago que lee mi carta oculta de deseos. Y me da lo que le pido. Más incluso. Quiero ser otra vez niño inocente, lleno de pureza. Buscar con mis ojos cerrados la sombra de Dios pasando por mis sábanas. Envolviendo regalos. Acariciando mis sueños. Quiero volver a creer en la gratuidad de un Dios que se abaja. No en el pago por el bien hecho. Ni en el fruto de mis méritos. Quiero ser niño esa noche santa para abrazar confuso lo inmerecido. Y alegrarme entre lágrimas por tantas cosas que recibo.
Quiero soñar y escribir mi carta. Llena de anhelos imposibles. Pido la paz esta noche. Y el amor más puro. Y recobrar mi inocencia. Y la luz en medio de mis noches. Pido la alegría que nadie pueda turbar con sus palabras. Pido no la ausencia de cruces en mi vida. Y sí la serenidad para caminar con ellas. Pido ser yo más generoso y no vivir esperando a que los demás me quieran. Querer yo más.
Amar hasta que duela. Pido las estrellas en mis manos. Y lograr cambiar yo el corazón de tantos hombres. Sostener a los heridos. Cargar con los que mueren. Pido dar vida con mis palabras y alegrar con mis gestos. Pido tener el alma vacía de pretensiones y no atarme a mis deseos egoístas. Pido ser como Jesús entre los hombres y pasar haciendo el bien sin esperar recompensa. Cierro los ojos esta noche mágica. Entrego mi carta a Dios. La leerá seguro.

Miro hoy a Jesús en la misma fila de tantos hombres que buscan el bautismo. Lo veo como un hombre más entre los hombres, necesitado de conversión. El que no tiene pecado en la fila de los pecadores: «Fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara». Se humilló ante Juan. Como un hombre más. Se pone a la cola de todos, se pone en medio de mi vida, con sencillez, sin llamar la atención. Se abaja. En medio de los hombres. En medio del Jordán, se deja bautizar como uno más, sin señalarse. Ese es el amor de Dios encarnado que pisa, que toca, que se deja, que acaricia, que se pregunta quién es y que mira al cielo como yo. Despojado de todos sus derechos y honores.
Vacío de pretensiones. En la misma fila que cualquier hombre. Así, como uno más, Jesús descubre quién es en el Jordán. En ese momento de profunda humanidad de Jesús en el Jordán, el cielo se abre. Se humilla y es enaltecido. Descubre su ser y el sentido de su vida. Pedro en la segunda lectura muestra cómo Jesús pasó por la vida de los hombres. Son pocas palabras pero resumen lo que hacía Jesús. Reflejo de quién era: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él». Es un resumen que me conmueve. Dios estaba con Él. Cada momento. Cada día. En las comidas, en los milagros, en los caminos, en la cruz, en un pesebre pequeño, en la carpintería de Nazaret. Cuando todos lo seguían y cuando dudaron de Él. El Padre estaba en su alma. Estaba ungido, bendecido. Y pasó por el mundo haciendo el bien. Me gusta esa expresión. Jesús cura a los oprimidos. Jesús cura esa opresión del alma y del cuerpo. El miedo, la angustia, el desamor, el vacío, la soledad, el fracaso, la sensación de inutilidad, la falta de sentido, la incapacidad para alegrarme, la envidia, el dolor, la rabia, la herida de amor que va conmigo desde siempre. Él me libera. Eso resume increíblemente lo que Jesús hizo, lo que hace hoy. Toca la herida, sana, libera, desata el nudo, me hace hijo amado. Dios siempre da la libertad, siempre regala y abre el alma. Nunca quita, nunca constriñe. Son las mismas palabras del profeta: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. No vacilará ni se quebrará. Yo, el Señor, te he llamado, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas». Dios sostiene a Jesús. El Padre sujeta al Hijo en sus brazos. Ha puesto su Espíritu sobre Él. Esas palabras se hacen carne en Jesús. Él es quien no clamará, no voceará, no gritará. Su voz será tranquila. Sus silencios contendrán tantas palabras. Sus gestos hablarán de misericordia. Será luz. Abrirá los ojos de los ciegos. Liberará los corazones apresados. Jesús pasa haciendo el bien. Sanando heridas. Curando dolores. Sosteniendo a los caídos. Ese es Jesús a quien su Padre sostiene. Y pienso en que su misión es mi misión. Yo también quiero ser Jesús. No quiero quebrar la caña cascada. No quiero herir con mis gestos. Quiero sanar. Quiero sostener como a mí Dios me sostiene. Pero antes necesito sentirme uno más. Sentirme pobre y


pequeño. Decía el P. Kentenich: «Dios se hace dependiente a propósito. Él lo hace sólo para dar y siempre dar. Él tiene en sí una inclinación: - Quererse entregar. Si yo quisiera alegrar a Dios, ¿cómo podría hacerlo?
Dándole la oportunidad de dar en la medida que yo me conozca y me reconozca delante de Él como pequeño y necesitado. Dios sólo desea hijos pequeños; Él no puede hacer nada con los adultos. Así comprendo que, si hice una tontería, puedo estar totalmente poseído por el pensamiento: - ¡Gracias a Dios!, ¡tengo ahora un derecho especial a la misericordia de Dios! ¡Misericordia! Tengo un motivo más profundo, no sólo de humildad, sino también de confianza»3. La humildad de Jesús caminando entre los hombres es mi camino. Permanecer oculto entre los pecadores. Aceptar mi pobreza. Me siento como Él cada día. Pequeño. Yo con mi pecado y mi miseria. Pequeño. Es mi único mérito, no haber crecido. Haber caído más veces. Haber vuelto a la lucha. Necesito la humildad para caminar hacia el Jordán, hacia el agua de ese río. Hacia las manos de un hombre que me bautiza. Necesito hacerme pequeño para que Dios me levante.
Sentirme nada, para poder oír su voz que me eleva. Me parece imposible la misión. Pero Dios lo hace posible desde mi herida. Me hace comprender al herido porque yo mismo he sido herido. Me hace ser misericordioso porque yo he tocado la misericordia en la mirada de Dios, de los hombres. Y he sentido su abrazo y su Espíritu. Y puedo lo que yo solo no puedo. Puedo no vocear y lograr que mi palabra, su palabra, penetre los corazones. Puedo dar luz viviendo yo a veces en la oscuridad. Puedo ser fuerte cuando experimento mi debilidad. Es la paradoja que vive cada día el cristiano. Soy paz en medio de mis luchas interiores. Y doy alegría en medio de tristezas. Es la esperanza que llego grabada en mi alma. Dios lo hace posible.

Este día pasó Dios por la vida de los que estaban en el Jordán. ¿Qué sentiría Juan en su corazón? A Juan le cuesta que Jesús se humille ante él. Pero al final se lo permite, igual que años más tarde Pedro protestaría ante el lavatorio de los pies, pero se dejó. Él que tanto había esperado este momento de luz estaba turbado ante el Mesías esperado. Se resistía a bautizar a Jesús. Se sentía pequeño: «Pero Juan intentaba disuadirlo, diciéndole: -Soy yo el que necesito que Tú me bautices, ¿y Tú acudes a mí?». ¡Cómo iba a bautizar él al cordero de Dios! Las paradojas del hombre frágil y enfermo. No hago lo que hago por mi dignidad. No sano porque yo sea un gran sanador. Es Dios en mí. Es su Espíritu en mí. Ese día el Espíritu descendió también sobre Juan. Y fue capaz de vencer sus reparos. Y le dijo sí a Dios en sus miedos. Sintiéndose pequeño e indigno dijo que sí. Aceptó esa misión imposible. Acoger al hijo de Dios en la fila de los pecadores. Él que era solo el precursor, sólo un pecador. Era él sólo aquel al que Dios había puesto delante de su hijo. Para preparar el camino. Muchas veces yo tampoco me siento capaz de hacer nada. Toco mi pecado, acaricio mi debilidad, me miro las manos vacías. Entiendo que no soy capaz de lo que Dios me pide. Y entonces hago como Juan, dudo y al final obedezco. Me resisto a veces a cumplir sus deseos. No me siento capaz. Tantas veces puedo dejar de hacer lo que Dios me pide alegando mi incapacidad. Pero no puedo decir que no. Mi sí abre la puerta de la gracia. Es un misterio. En mi impotencia logro que se manifieste el poder de Dios. Hago que se abra el cielo. Sin ese sí de Juan no se hubiera abierto el cielo aquel día en el Jordán. ¡Cuánto poder tiene la debilidad reconocida! Su impotencia abrió el corazón de Dios. Eso hace Dios en mi vida. Siempre pienso que el Santuario se abre en un manantial de gracias cada vez que alguien sella allí su alianza de amor con María. Es un misterio. El sí que doy abre el corazón de María. Y entonces brotan de los labios de María las mismas palabras de ese día en el Jordán. El amor de Dios en las alas de una paloma. ¡Cuántas veces sufro mi fragilidad y me cuesta tocar el amor de Dios! Muchas veces tropiezo, no cumplo, miento. Y no toco su amor. Me cuesta mucho reconocer mi culpa, aceptar mi pecado, reconocer mi falta. Pienso que Jesús me querría más si hiciera mejor las cosas. Si escondiera mi pecado Jesús hablaría maravillas de mí. Eso creo. Pero no es así. Jesús repite las palabras de hoy cada día cuando ve mi fragilidad. Me dice que valgo. Que mi vida merece la pena. Me levanta. Me sostiene. Pone voz a mis sueños. Me da la paz de saberme amado por Él de forma incondicional. Tal como soy. A veces quiero tapar lo que hago mal. Intento no darle importancia. Incluso no se la doy.
No me culpabilizo. Todo vale. Me excuso. Siempre tengo razones para hacer algo mal. Decía el P. Kentenich: « ¿Cómo asumimos nuestras imperfecciones? A menudo somos terriblemente indiferentes en relación con nuestras culpas. ¿Cómo vencer la indiferencia? ¿Obligándonos o presionándonos? No; ese camino no nos llevará a ninguna parte. Es el Espíritu Santo quien nos inspirará un dolor profundo y sano por nuestras

3 J. Kentenich, Vivir con alegría


faltas; nosotros no lo lograremos por nuestras propias fuerzas»4. Quiero experimentar la culpa. Pero no para atarme a ella. No para hacerme esclavo y sufrir sin sentido. Sino para reconocer que soy frágil y nada puedo sin la misericordia de Dios. Para sentirme niño en sus manos. Débil en su abrazo. Desde mi sí débil se abre el cielo sobre mí. Es un misterio. Dios sólo me pide un gesto torpe. Que acepte lo imposible. Que sintiéndome indigno acepte su abrazo y su voz reconociendo mi valía.

Jesús escuchó ese día en el Jordán esas palabras que cambiaron su alma: «Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él. Y vino una voz del cielo que decía: -Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto». Lo cuenta el evangelista. Lo contaría Jesús. Lo viviría Juan que comprendió lo incomprensible. Todo se llenó de luz. Y su alma que soñaba comprendió un poco de su vida. Lo contarían esos testigos que lo vieron. Para saber quién soy tengo que sentirme amado. El amor es como un espejo. Me devuelve mi verdadera imagen. El saberme amado me hace valorarme en lo que soy y descubrirme en mi propia originalidad. Cuando no me aman, busco reconocimiento, imitar a otros. Tiendo a compararme. Me desvalorizo, o vivo superficialmente sin preguntarme por el sentido de mi vida. El sentido único. ¿Quién soy yo? ¿Para qué me ha creado Dios? Quizás estén siempre unidos mi identidad y mi misión. Mi nombre y mi forma particular de darme. Llevo grabada esa pregunta dentro del alma. ¿Quién soy yo distinto a los demás? Sólo si me he sentido amado puedo aceptarme con paz. Mirarme al espejo. Y reconocerme.
Gustarme. Y esa identidad, mi nombre, mi originalidad, está asociada a una misión particular. A una forma de darme única. El encontrarme con Dios supone encontrarme con esa voz que me dice quién soy. Ante Dios se aquietan las aguas del alma y puedo verme. Son las palabras que enaltecen, que levantan, que reconocen. Son palabras que descubren mi verdad más honda. Son las palabras que se grabaron en mi alma el día de mi bautismo. Se marcaron con sangre y fuego para siempre. Con el tiempo las olvido. Pero están ahí grabadas. Lo mismo que oí cuando sellé mi alianza con María. Soy su predilecto. Y no lo soy por ser muy capaz. Por cumplir con nota todo lo que Dios me pide. Lo escucho y me reconozco. Veo con claridad quién soy. Jesús comienza ese día del bautismo a desvelar quién es. También Él ha crecido con esa pregunta en el alma. María y José guardarían todos estos años la misma pregunta. ¡Cuántos años sin que sucediera nada! ¡Cuánto silencio después de los ángeles, de los magos! Nada. Sólo la vida sencilla de un niño que va creciendo desde dentro en Nazaret. Jesús se pregunta quién es. Y necesita la voz del Padre para reconocerse. Es el hijo amado. El hijo profundamente amado, el elegido. Jesús debió sentir que su alma se abría como el cielo. Su Padre pronunció su nombre. Su mirada se complace en Él. Esa voz suena a ternura, a predilección, y también a orgullo. Pienso en lo importante que sería para Jesús oír el amor del Padre. Esas palabras fueron roca en su vida. Lo son en la mía. Después de años de silencio, se oye la voz de Dios. El Padre habla. No es después de un milagro. Es una escena de abajamiento. Resuenan en el alma de Jesús.
«Eres el hijo amado». Responde, seguro, a la intuición que tenía de sí mismo, a sus preguntas y anhelos. A su misterio que comienza a desvelarse ante los hombres. Sólo si me siento amado puedo saber quién soy. Sólo si oigo esa voz me sabré amado profundamente. Y podré mirarme y aceptarme.

Alegrarme de mi tesoro aunque lo lleve en frágiles manos de barro. Hoy Jesús recibe de manos de un hombre el bautismo. En esa humanidad Dios se revela y lo levanta. Es el Hijo que se ha despojado de sus privilegios para tocar el corazón de tantos heridos. Para ser como yo. Para amarme desde dentro. Para que pueda encontrarme en esta tierra con Dios. Entonces Jesús oye esa voz de amor único. Y escucha su nombre. Es el Hijo. Jesús se sintió amado como Hijo. Y ese amor fue lo que contó a los hombres. El amor del Padre. Su propio amor. Un amor incondicional. Gratuito. Tierno. Compasivo. Dios se complace y se enorgullece de lo que soy, de mi vida. Cree en mí más que yo mismo. Nunca duda. Siempre espera. Siempre abraza. Siempre tengo mi lugar a su lado. Me recuerda quién soy y para lo que estoy hecho. Doy gracias a Dios por esas personas que me han amado incondicionalmente y me recuerdan esa voz que toca mi alma en lo más hondo. Ante Dios, ante los que me quieren, mis heridas son preciosas y mis imperfecciones son amadas. Nunca estoy solo. Mi vida tiene sentido. No voy sin rumbo. Mi vida descansa en la palma de la mano de Dios. Ojalá hoy, en estos días de Navidad, pueda oír en mi corazón esas mismas palabras de Dios. Y saberme amado profundamente en lo que soy. En medio del cansancio y de la duda.

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