II
Domingo Tiempo ordinario
Isaías 49, 3. 5-6; 1 Corintios 1,1-3; Juan 1, 29-34
«Este
es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Y yo lo he visto, y he
dado testimonio de que este es el Hijo de Dios»
15 Enero 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Me dice que lo
siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe en que siempre, caído
o levantado, va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me
da paz»
El otro día escuchaba que vivimos en la cultura del «yo» y del «ya». Todo lo hago yo solo. Todo lo
quiero ahora mismo. Vivo en primera persona. Me han educado para buscar mi
interés, mi futuro, mi lugar. Y me he acostumbrado a hacerlo. Desde pequeño he
aprendido a hacer mi camino. Me educaron para pensar en mí, en mis intereses,
en mi porvenir. Y además me enseñaron el valor de mi tiempo. El tiempo siempre
es oro. Y cuanto antes logre lo que quiero seré más feliz. No puedo esperar. No
puedo sacrificar mi tiempo. No puedo sacrificarme por nadie. No puedo
sacrificar nada porque quiero ser feliz. Me vuelvo egoísta. El otro día leí que
la teoría sueca del amor dice: «Toda
relación humana debe basarse en el principio de la independencia entre las
personas». La consecuencia de la independencia vista así es que me despoja
de la habilidad para socializarme. Para amar de verdad. Para ser generoso. Me
dice que mi felicidad será plena cuando sea independiente. Es esa carrera de la
vida en la que si ayudo a alguien es porque me beneficia ayudarlo. Y si no saco
nada positivo, no ayudo. Ayudar a otros y perder así mi lugar de preferencia no
parece recomendable. Perder mi posición, mi cargo, mi prestigio. Pienso más en
mí mismo que en los otros. Son valores que flotan en el aire. Que se extienden
y se convierten en credos que fundamentan muchas vidas. Me dicen que no es
bueno para mi salud negarme a mí mismo. Que necesito ser más asertivo y decir
lo que es bueno para mí y hacerlo.
Defender mi
espacio, mi libertad, mis gustos, mis derechos. Incluso aunque el mundo se
enfade con mi conducta. Me recuerdan que yo voy primero, por encima del resto.
Me dicen que es cuestión de salud. Entonces renunciar no merece tanto la pena.
Incluso es innecesario hacerlo. Perder la vida, dejar de ser,
¿qué sentido tiene? Esperar a otros.
Sacrificar lo que yo deseo por amor a otros. Sacrificar mi libertad, mis
sueños, siendo generoso con otros. Por amor, por respeto a la vida de los
otros. Estos términos suenan extraños en esta cultura del «yo» y del «ya». Están
fuera de lugar. Imaginar a alguien que está dispuesto a renunciar a lo que
tiene por amistad, por amor, parece impensable. Imaginar a Jesús que vino a dar
su vida por mí. Y se arrodilló delante de mí. Dispuesto a darme a mí todo su
amor sirviéndome. Me parece tan grande ser capaz de renunciar incluso a la
propia vida tal como yo mismo la había soñado. Renunciar a mis deseos, a mis
proyectos. Por amor a otros. Pensando en el bien de los otros. Parece
imposible. Y sólo es posible desde Jesús. Viviendo en Él, con Él. Quiero
educarme y educar a los que van conmigo en la libertad. En la entrega. En la
generosidad. Para que amen sin pensar sólo en ellos. Que sean generosos y no
egoístas. No quiero protegerlos en exceso para que no sufran. A veces quiero evitar
el dolor a los que más quiero. A quienes educo. No quiero que se equivoquen y
protejo sus pasos. Que no se hagan daño. Decía el P. Kentenich: « ¡No ahorremos nunca las luchas a nuestros
hijos! Si empezamos a hacerlo, los educaremos a todos a la inmadurez. Y les
garantizo que, si ahorran las luchas a los que les han sido confiados –sea que
les solucionen rápidamente las dificultades o que, aun sin quererlo, hagan
incidir en la balanza el mayor peso de su personalidad–la consecuencia será la
siguiente: un hombre sincero agradecerá a Dios de rodillas cuando ustedes se
hayan muerto»1. Significa
acompañar en sus luchas a los que Dios me ha confiado. Enseñarles el valor de
la libertad. Hacerles madurar en el amor a los otros. Enseñarles el valor de
perder la propia vida, el propio puesto, por amor. No quiero educar en una
cultura del «yo» y del «ya». No quiero proteger en exceso: «Quiero saberlo todo. Pero ¿intervenir? Ni
1 J.
Kentenich, Textos pedagógicos
se
me ocurre. Yo no intervengo. Que den tranquilos sus volteretas. Basta que no
caigan muy bajo. De otro modo, no educaremos para la vida»2. Educar en la libertad. Aunque caigan al tomar
decisiones aquellos que Dios me ha confiado. Así lo hace Jesús conmigo. Me deja
tropezar. Y levantarme de nuevo. Como Pedro que niega hasta tres veces a su
Maestro. Quiero educarme en esta libertad. Quiero educar en esta libertad. Sin
guardar la propia vida. Sin protegerme tanto. Sin cuidar tanto mi salud, mi
fama, mi vida, mis aficiones, mis posesiones. Sin temer perder. Con libertad.
Dando con amor. No quiero tenerlo todo claro. No todo es blanco o negro. Hay matices.
Educar en la libertad de la conciencia. De las decisiones tomadas en lo hondo
del corazón. Poniendo a Dios en el centro, al otro en el centro. Y no pensar sólo en mí mismo. No siempre yo
primero.
Dios siempre está a mi lado aunque tantas veces no
logre entender lo que quiere para mí. A veces Dios
calla. A veces Dios habla. Hace unos días pude ver una película controvertida: «Silencio». Una película conmovedora que
no deja indiferente. Voces a favor. Voces en contra. Una película basada en una
novela histórica que relata la vida en Japón de los cristianos perseguidos en
el siglo XVII. Comunidades de cristianos que vivían en secreto, ocultos,
anhelando la presencia de un sacerdote, la vida de los sacramentos. Con el
miedo grabado en el alma, el miedo a ser descubiertos. Con el miedo de ser
débiles y caer en apostasía, por temor a la muerte. Y a veces parece que Dios
guarda silencio en medio de las cargas pesadas que soportan esos cristianos
valientes. Narra la película la vida de tres sacerdotes jesuitas portugueses.
Los fuerzan a apostatar para salvar así la vida de los cristianos que iban a
ser ejecutados si no lo hacían. ¡Qué decisión tan difícil cuando mi corazón me
dice que la fidelidad del martirio es la única salida! Y tantas veces me
emociono recordando la vida de los mártires. ¡Qué fácil juzgar a otros cuando
caen y no son fuertes! Cuánto dolor. En medio de esta lucha interna en la
conciencia de cada hombre Dios habla, Dios calla, Dios está presente. Rezaba
así un sacerdote: «Señor, no me dejes más
tiempo abandonado. No me dejes seguir en esta situación imposible. ¿Te resignas
a ser un héroe anónimo, Sebastián? ¿No será que buscas la muerte, no como un
verdadero martirio oculto, sino con el único fin de satisfacer tu vanidad?
¿Para que los cristianos te alaben, para que vengan a rezarte, para que digan:
- Aquel padre era un santo?»3. La gloria del martirio. La infamia de la caída. Y en medio de las
dudas toma el sacerdote esa decisión tan difícil de vivir esclavo en Japón con
la carga de haber negado a Jesús. Sin dejar de amarlo en silencio. Habiéndolo
negado en el exterior. Sufriendo la culpa. Y con fe amándolo en silencio. En lo
oculto del alma. ¡Qué fácil juzgar el pecado del otro! ¡Qué fácil condenar al
débil por su debilidad! No creo que pretenda la película justificar la
apostasía. No la defiende. No la recomienda para evitar el martirio. Quiero
mirar con respeto infinito la conciencia de cualquier hombre. Sin ensalzarlo.
Sin condenarlo. La apostasía es lo que es. Negar a Cristo en voz alta. Después
de haber caído, el sacerdote protagonista, se encuentra con un pecador que ya
había caído antes que él. Siente la culpa y le pide confesión. Y en ese
encuentro en la debilidad, el sacerdote oye la voz de Dios en su alma. Vuelve a
ser fuente de misericordia. Qué indigno se siente. Y comprende que Dios siempre
ha estado a su lado. Nunca le abandonó. Me conmueve la debilidad de los
hombres, mi propia debilidad. Al sentirme débil comprendo la necesidad que
tengo de buscar la fuerza de Dios, su mirada. No soy fuerte. No quiero pensar
que todo depende de mis fuerzas. No creo en una santidad lograda a base de
lucha, de voluntad heroica. Vivo en una cultura que acentúa mi búsqueda egoísta
de la felicidad. Cada uno a lo suyo. Cada uno siendo fuerte. Sin errores, sin
debilidades. Como queriendo salvar la propia vida. Pero Jesús vino a dar su
vida por mí. Cargó con mi culpa, con mi pecado, con mi debilidad, con mis
negaciones. Se subió a lo alto del madero por mí. Para que yo dé mi vida con
Él, en su poder. Para que no me busque tanto a mí de forma egoísta. Yo primero.
Yo ahora mismo. En el silencio de Dios encuentra eco mi silencio tantas veces.
Mi silencio cobarde cuando me callo por miedo a apoyar a otros, a defender a
otros. Por miedo a ser condenado como otros. Mi silencio culpable a veces. Mi
silencio inocente otras veces como el de Jesús llevado como cordero inocente a
la cruz. Un silencio impuesto a la fuerza. Ese silencio que puede confundir a
los hombres, pero no a Dios. Ese silencio que parece lo contrario de lo que es.
El silencio de Jesús es expresión de un amor hondo por mí. La afirmación más
fuerte de la vida de los hombres. Su servicio último, callado, sin palabras. Su
entrega más generosa. En este mundo que me anima a buscar sólo mi felicidad, mi
independencia, mi
2 J. Kentenich, Textos pedagógicos
3 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José
Fernández, Silencio (Narrativas
Históricas)
libertad, brilla
la entrega de Jesús. Pero yo quiero ser independiente y entonces me aíslo.
Quiero ser libre y huyo lejos de todo compromiso. No quiero ataduras. Y
entonces sufro menos, porque no amo, porque no me comprometo. Pero mi corazón
quiere amar. Quiere amar hasta dar la vida. Aunque mi forma de dar la vida no
sea tan gloriosa como la de los mártires. Aunque mi vida no sea reconocida
digna de admiración. Sólo a los ojos de Dios valgo más. Y el silencio de mi
entrega no gloriosa vale la pena. Esa vida que parece cobarde y débil. Esa vida
que Dios me pide es donde se manifiesta su amor. Donde se juega mi generosidad.
En esa vida en la que amo a Dios y a los hombres torpemente. Yo no quiero vivir
sin dar la vida. No quiero tampoco el elogio y el reconocimiento de una vida
gloriosa. Me basta con que Dios me mire y se conmueva en silencio ante mí, al
ver mi sí pobre y débil. Eso es lo importante. Por eso no quiero buscarme a mí
mismo. No quiero buscar mi felicidad, mi paz, mi santidad, en una carrera egoísta.
Quiero amar, comprometerme, vincularme. Quiero
aprender a renunciar por amor a otros.
A veces me cuesta
decidir, optar, dejar algo que hago bien y empezar a hacer algo nuevo que no
controlo. Me da miedo el riesgo y confundirme. Perder lo que ya tengo, lo que
ya gano, lo que hago bien. Me asusta apuesta que parece imposible por lograr
algo mejor. Tal vez me falta paciencia. Y me quedo en el esfuerzo. Quiero
cambiar, mejorar. Dice Carlos Moyá sobre Rafael Nadal: «Es demasiado exigente consigo mismo y no se perdona el fallo. Tiene
que intentar cambiar un poco esto. Aunque no se trata de cambiar, es
evolucionar y atreverte». Tengo algo de perfeccionista. Quiero hacer las
cosas bien, perfectas. Me cuesta perdonarme el fallo. Quiero hacerlo bien todo,
siempre. Y busco a Dios para que se alegre con mi vida. Para que me afirme.
Dios guarda silencio en mi intento por mejorar, por hacerlo todo mejor. Tal vez
tengo que aprender a desprenderme de mis pretensiones, de mis deseos tan del
mundo. No quiero cambiar por cambiar. Pero quiero crecer y ser mejor. En el
fondo sé que a veces no busco la aprobación de Dios, busco la de los hombres.
El otro día leía cómo la presencia de Dios en nuestra vida no nos convierte en
otras personas, seguimos siendo los mismos: «Esta
experiencia no hizo de mí un santo. No perdí mis debilidades ni mis defectos,
ni dejé de significar una carga para otros ni de herirlos. Seguí siendo egoísta
y hubo épocas en que incluso esta vivencia de la presencia de Dios parecía
totalmente olvidada. Más de una vez quise instalarme definitivamente en esta
tierra. Pero, pese a mis pecados, algo subsistía, pues en la profundad de mi
alma siempre supe que este mundo es relativo, que la tierra no es nuestro hogar
definitivo y que sólo a través del muerte logramos la resurrección»4. Cuando me ato más a Dios me hago más libre de los
hombres. Pero me cuesta mucho. Cuando aprendo a estar con Dios en el silencio
de mi alma, en su silencio. Atento. Aguardando. Algo escucho. Pero se me
olvida. Quiero dejar de ser tan duro conmigo mismo. Quiero aceptar la debilidad
de mi carne. Decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia:
«Nos hará bien decir todas las mañanas en la oración:
- Señor, te doy gracias porque me amas; haz que me enamore de mi vida. Es el
tiempo para amar y ser amado. No os avergoncéis de llevarle todo, especialmente
las debilidades, las dificultades y los pecados, en la confesión. Él sabrá
sorprenderos con su perdón y su paz». Me gusta esa
mirada sobre mi debilidad. Esa miseria reconocida que abre el corazón del
Padre. Lo miro conmovido. Quiero cambiar, es verdad. Quiero ser mejor, menos
egoísta, menos exigente conmigo y con los demás. Más paciente y compasivo. En
la película «Silencio», uno de los
protagonistas se pregunta: « ¿Hay lugar
en este mundo para los débiles?». En el corazón de Dios es donde caben los
más débiles. Dios no puede hacer nada con los que creen en sus propias fuerzas
que los hacen capaces de todo. Pero sí con aquellos que han caído, se han
vuelto a levantar, han pedido perdón de rodillas, han vuelto a comenzar
creyendo en la misericordia de Dios. En el corazón de Dios caben los que no
caben en el mío. Cuando no acepto el error que se vuelve a cometer una y otra
vez. La caída que se reitera. La miseria que se convierte en estilo de vida. Y
me vuelvo exigente. Con los que tropiezan siempre de nuevo y luego piden
perdón. Y no veo cambios. Y los exijo. Pero Dios no es así conmigo. Sabe que
los cambios son lentos. No llegan con rapidez. A veces no llegan. ¡Cuánto me
cuesta cambiar! Se me llena la boca con el cambio. Pero luego no quiero perder,
dejar de hacer lo que hago bien. Arriesgarme a perderlo todo. Nunca fui un
jugador de póker. No apuesto sin cartas. Quiero tenerlo todo seguro. No me
arriesgo a dar la vida sin antes tener algo bien asegurado. Por si acaso. No
quiero perderlo todo. Y me vuelvo conformista. Me acostumbro a lo de siempre.
Soy el mejor en lo mío. En lo que hago con los ojos cerrados. Pero no quiero
arriesgar nada. Me asustan los cambios reales. Tengo tomada la medida a
4 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
mi vida y me da
miedo dejar de ser lo que he soñado. Lo que otros esperan. El cambio tiene algo
de dolor. Da miedo el dolor. El cambio me pide dejar y tomar cosas nuevas. Y
cuesta hacerlo. Pero me da miedo no crecer si no dejo cosas. Si no las hago de
forma diferente. No dejaré de ser débil nunca. No lograré hacerlo todo bien
siempre. Eso me alivia. Jesús no lo espera de mí. En su silencio me aguarda
siempre. Va conmigo y me sostiene. Su mano en mi mano. Su pisada en mi pisada.
Estoy de paso por aquí. Sólo quiero sembrar esperanza con mi vida. Sólo quiero
ser fiel a Dios en mi alma. En lo más hondo. Es el misterio al que Dios me
llama. Me dice que lo siga siempre. Que siga sus pasos torpemente. Y que confíe
en que siempre. Caído o levantado. Va a estar conmigo sosteniendo mi vida. Es el mayor consuelo. Me da paz.
Creo
que lo más difícil en mi camino es hacer y decir lo que Dios quiere. Hemos repetido en
el salmo: «Aquí estoy, Señor, para hacer
tu voluntad». Y es verdad. Aquí estoy. Pero a veces confundo su voluntad. O
pienso que lo que yo quiero tiene que ser necesariamente lo que Dios quiere.
Juzgo rápidamente las acciones de los demás. Y creo ver en ellas la ausencia de
Dios o su presencia.
Resuenan en mí las palabras de Juan Climaco: «No juzgues demasiado severamente a los que
enseñan grandes cosas con palabras, si los ves menos apresurados a ponerlas en
práctica; porque a menudo la utilidad de las palabras compensa la penuria de
las obras. Porque no todos poseemos igualmente todos los bienes: en algunos la
palabra sobrepasa la obra; en otros, por el contrario, la obra sobrepasa la
palabra». Juzgo más las obras que las palabras. Aunque a veces las palabras
las juzgo cuando no se refuerzan con las obras. Pero juzgo. Me creo mejor que
otros. Y pienso que en mi juicio está el querer de Dios. Y me da miedo caer en
el relativismo. O en pensar que todo vale. O en hablar de los fines que todo lo
justifican. Corro el riesgo de apresurarme en mis condenas. En mis filias y en
mis fobias. «En la vida diaria colocamos
nombre al otro por lo que hace, lo cual constituye un juicio negativo, un
juicio a toda la persona del otro»5. Me encadeno a mis prejuicios y condeno. Y decido en
mi corazón lo que está bien y lo que está mal. Generalmente miro más a los
demás que a mí mismo. Quiero hacer la voluntad de Dios. Quiero ser su
instrumento. Es el anhelo del alma. Siempre lo es. Quiero la gloria de una vida
meritoria. La defensa hasta el extremo de mis principios y mis ideales. El amor
que se da por entero. La vida que merece la pena ser vivida. Y vivo expuesto al
juicio de los que me rodean. ¡Qué rápido caigo yo en el juicio! ¡Con qué
rapidez soy yo juzgado! Esto está mal. Esto está bien. Y me quedo tranquilo.
Pero mi juicio no me salva. Quiero hacer la voluntad de Dios. Y no que Dios
haga realidad la mía. Me da miedo el riesgo de ser egoísta:
«El egoísta
devoto se hace una idea demasiado clara acerca de la voluntad de Dios. Dios
quiere la justicia, la paz, la armonía y el amor. Con este conocimiento se
aproxima a Dios y pide que Él también realice su voluntad. No se da cuenta de
que esos ruegos sólo expresan su propia voluntad. Mientras Dios los cumple él
es un siervo leal de la voluntad de Dios. Pero si Dios no los cumple o no los
cumple de inmediato surge en él la desilusión, la insatisfacción y a menudo la
indignación frente a Dios. Cuanto más se rebela contra Dios, tanto más claro
está qué voluntad pretende imponer, la propia»6. Busco mi voluntad detrás de muchos ruegos. Y luego,
cuando Dios calla aparentemente, me rebelo. Cuando no se realiza lo que es
justo y bueno. Cuando no se hace realidad el sueño que yo tenía guardado en mi
alma. Estoy aquí para hacer la voluntad de Dios. Me duele cuando no la hago y
me alejo. Pero sé que la voluntad de Dios inquieta. Me mueve por dentro, me
desinstala. No corrobora todos mis actos. No asiente ante todos mis juicios.
Quiero ser más libre.
Más niño para abrazar su voluntad en todo lo
que me toca hacer cada día. Buscar sus manos actuando en mi barro. Su deseo
abriéndose paso en mis sueños. Su voz despertando en mis labios. Quiero oír
siempre lo que hoy escucho: «El Señor me
dijo: - Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso». Quiero escucharlo no
sólo cuando cumplo y hago fielmente todo lo bueno. No cuando soy perfecto. No
sólo si muero en santo martirio admirado por todos. No. Quiero escucharlo
siempre. Saber que siempre Dios está orgulloso de mi vida, de mi entrega, de mi
deseo de seguir sus pasos. Sea como sea. Quisiera repetir en mi alma esta
verdad honda: «Mi Dios fue mi fuerza». Es
mi fuerza verdadera en medio de muchos silencios. Mi Dios. Mi fuerza. Mi roca. «No se trata de acentuar nuestro propio
hacer, ni realizar sabe Dios cuántos actos apoyándonos sólo en nuestras propias
fuerzas. Poco a poco iremos abandonándonos al Espíritu y pidiendo su venida
junto a María: ¡Ven Espíritu Santo y colma los corazones de tus fieles!»7. No busco sólo mi fuerza. Más bien deseo la fuerza de
Dios en mí. Sólo no puedo avanzar. Por eso hoy
pido
5 Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
6 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
7 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
que su Espíritu Santo descienda a mi vida.
Quiero que me calme y colme mis deseos y mis ansias más verdaderos. Quiero que me cambie por dentro y haga en
mi corazón todo nuevo.
Hoy me conmueven las palabras de Juan Bautista: «Este es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo. Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y
posarse sobre Él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he
visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios». Se lo cuenta a todos. Lo ha encontrado. Lo señala para que otros lo
sigan. Para que se vayan detrás de Él. Señala a Jesús para apartarse él. Pone a
Jesús en primer lugar para desaparecer él. Juan lo ha visto y ha creído. Me
impresionan mucho sus palabras: «Yo lo he
visto». ¡Cuánta fe y cuánto amor! ¡Qué hombre más fiel! Su última misión es
hablar a los suyos de Jesús. Jesús es el único que tiene palabras de vida
eterna. Por eso ya no puede dejar de anunciar a Jesús vivo entre los hombres.
Juan había recibido en su corazón la voz de Dios que le había dicho que el
Mesías sería señalado por el Espíritu Santo. Es un anuncio misterioso. ¿Cómo lo vería? ¿Cómo sabría que
era Él? Juan creyó, lo vio y luego anunció toda su vida ese momento. Fue tal
como le habían dicho. Su fe de niño se hizo realidad. Pero Jesús supera el
anuncio. Siempre es más de lo que espero. Siempre me desborda. A Juan también
le pasó. Juan lo llama el cordero de
Dios que quita el pecado del mundo. El cordero de Dios. Jesús es manso. Es el
cordero inocente que carga con mis pecados. El cordero que morirá indefenso. Es
el cordero de Dios que ama, que no expulsa a los pecadores sino que convive con
ellos, que los ama, los acoge. No se va del mundo, para vivir en soledad o con
algunos hombres más puros. Él camina y vive como un más, sanando corazones y
cuerpos heridos. Ese cordero puro y fiel que se entregará por mí. Me impresiona
mucho su promesa. Es el cordero que quitará del mundo mi propio pecado que me
escandaliza. Lo hará todo de nuevo. Viene a amar y a quitar el pecado con su
vida. Juan hasta ahora hablaba de conversión. Como el paso necesario para que
llegase el Señor. Había que eliminar todo pecado, limpiarse, lavarse. Ahora
llega Jesús y es Él quien quita el pecado del mundo, de todos, de cualquiera. Lo
hace amando, lo hará muriendo en la cruz. No pide condiciones. No pide
conversión previa, ni habla de un bautismo para seguirlo. Sólo me pide tomar mi
vida y mi cruz e ir detrás de Él. Es la gratuidad de Dios. No hace falta ser
perfecto, sólo abrir el corazón y creer que es posible. En cada misa repito en
alto estas mismas palabras de Juan: «Este
es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Lo hago mostrando a Jesús roto entre mis manos. Se acaba de
partir Jesús por mí, por todos. Así es como quita el pecado del mundo,
rompiéndose, entregándose del todo. Es un momento de adoración, de
reconocimiento. Me gusta repetir esas palabras en cada misa. Y mirarlo a Él
roto entre mis manos. Y adorarlo. Manso, callado, partido. Por ese cordero de
Dios merece la pena dejarlo todo atrás y seguir sus pasos. Yo me fío porque lo
he visto y he creído. Me he fiado. Los discípulos de Juan también se fiaron de
Juan y se fueron con Jesús. Sólo por su palabra. Merecía la pena hacerlo. Lo
sigo. Pero luego lo pienso y me queda grande la misión de ese cordero. Es un
hombre que no grita, que ama, que vive como uno más, entre todos. Que sana, que
camina y sueña. Es un hombre que habla de un amor desconocido. Es Dios que me
ama sin castigar. Que me perdona sin medida. Ese Dios se ha hecho hombre y está
conmigo. Pero yo veo que el pecado sigue existiendo a mi alrededor, en mí. Sé
que Jesús es el cordero de la paz, pero sigue habiendo guerras. Y yo no logro
sembrar la paz. Sé que es el cordero fiel y fuerte. Pero sigue habiendo debilidad
e infidelidad a mi alrededor, en mi vida. Y yo me siento incapaz de cambiar
tantas cosas. Es el cordero inocente que no grita, que calla. Y me conmueve esa
inocencia y esa indefensión como camino para mí. Dice Mahatma Gandhi: «La no-violencia no es para los débiles,
sino para los fuertes. Hay que tener mucha fe y mucha fuerza para dejarse
matar». Me atrae más la fuerza. No tanto la debilidad. Me siento débil. Me
siento pecador. Me siento incapaz de esa no- violencia ante la injusticia. De
dejarme matar es un acto heroico. Es todo demasiado grande para un corazón tan
débil. Juan es un hombre fuerte que anuncia al hombre inocente. Juan tampoco se
defiende. Como el Cordero de Dios. Él tampoco huye de la cárcel que le acaba
quitando la vida. Él anuncia la verdad de forma tan libre. Y luego sigue
anunciando la vida desde la cárcel. Sigue siendo fiel. Sigue siendo testigo. Es
verdad que la fidelidad brilla más que la caída. Es verdad que el fuego del
martirio me anima a mí a ser fiel en medio de mis propias pruebas. Eso no lo
dudo. Pero creo que soy incapaz de juzgar el corazón de los hombres. Me toca
arrodillarme cada día ante el misterio del que viene buscando el perdón. A
veces en mi vanidad juzgo y me siento algo. Pero hoy quiero aprender de Juan.
De su humildad. De su vocación de camino. Quiero mirar con respeto ese marco
sagrado de la conciencia en el que se debate la lucha por hacer carne el más
leve deseo de Dios en cada hombre.
¡Quién soy yo
para juzgar a nadie! No quiero saberlo todo ni creerme en posesión de la verdad
más absoluta. Dando juicios que nadie pueda rebatir. Erigiéndome en el
paradigma ante el que cualquier opinión contraria claudica. No lo pretendo.
Pero a veces mis afirmaciones pueden ser demasiado duras y categóricas. Miro a
Juan en el río Jordán. Miro su fe señalando a un hombre entre los hombres. Dios
oculto en la apariencia de hombre. Dios impotente en medio de una fila de
hombres pecadores. Y Juan siendo testigo. ¿Soy yo testigo de un amor más
grande? Me gustaría siempre vivir en referencia a Jesús. Me gustaría señalar a
Jesús y ponerlo en el centro de mi vida. Pero tantas veces me predico a mí, me
pongo delante, no desaparezco. Me coloco yo en el centro. Me agarro a ese
orgullo de querer ser otro Cristo. Le pido a Dios ese don de Juan de señalar a
las personas hacia Él, no hacia mí. Ser puente y camino, nada más. Quiero
despojarme de mis deseos, de mis orgullos. Y
simplemente estar con Jesús. Y tratar de descubrir su voluntad. Aunque me
caiga.
Jesús viene hoy hacia Juan.
«Al ver Juan a Jesús que venía hacia él».
Me impresiona mucho este momento en la vida de Juan. Es muy importante para
los dos. Es un encuentro personal. El evangelio dice que Jesús viene hacia
Juan. No hacia una multitud. Hacia él. Jesús irrumpe en la vida de Juan. En el
Jordán. En medio de lo que él hacía, de lo que él era, en su lugar. Juan no
tuvo que ir a buscarlo fuera. Se quedó cumpliendo la voluntad de Dios en su
vida. Bautizando. Invitando a la conversión. Y Jesús llegó hasta él. Es el encuentro
que marca su corazón para siempre, el que toda su vida había esperado.
¡Cuántos anhelos
se cumplen en el corazón de Juan en ese momento! Había deseado tanto ese
encuentro. Les había hablado tanto de Jesús a los suyos. Del Cordero, del que
había de venir. Y ahora, delante de Él, ¿qué sentiría? ¿Cuánto tiempo estarían
juntos? No lo sabemos. Sí queda claro que no fue tanto tiempo. Y que después
Juan fue encarcelado. Y Jesús comenzó su misión. En la cárcel Juan se
preguntaría sobre el sentido de su vida. ¿Habría merecido la pena tanta
búsqueda, tanta lucha? Y ahora, ¿qué querría Dios de él? Ya estaba ahí Jesús
iniciando el reino. Había terminado su misión de preparar el camino. No podía
ser discípulo de Jesús. Todo estaba terminado. Dudas. Preguntas. Y la paz de
haber hecho lo que tenía que hacer. Y la paz de ese encuentro pleno con Jesús.
Siempre le pido a Jesús que venga Él a mí porque yo no sé ir hasta Él. Quiero
que irrumpa en mi vida. Que se haga el encontradizo. Jesús siempre viene
primero. Eso lo he aprendido en mi vida. Y mi misión es intentar cumplir, allí
donde me toca, la voluntad de Dios. Quiero cumplir mi misión pequeña o grande
con amor. Allí llegará el Señor y cambiará mi corazón una y otra vez. Siempre
me preguntó si sabré reconocerlo, como Juan. Pero pienso, que como le pasó a
él, habrá algo en mi corazón que me dirá que es Él. Me hará saltar y reconocer
su rostro. Le doy gracias a Dios por todos los encuentros con Él en mi vida que
me han dado tanta fuerza. Siempre anhelo volver a encontrármelo de frente.
Acepto sus silencios tantas veces. Pero sé que me habla muchas otras. Lo
espero. Lo busco. Lo deseo. Intento estar en mi lugar cumpliendo y tanteando lo
que Dios quiere. Y allí viene Jesús, eso seguro. Viene a mí. Me encantaría
poder decir, cada día, que Jesús vino a mí y que yo lo supe ver. Es verdad que
lo puedo decir de momentos guardados dentro de mi alma. Son momentos que me dan
luz. Pero también tengo silencios y ausencias. Y anhelo volver a estar con Él.
A veces me pasa lo que describe el P. Kentenich: «
¡Qué
fríos podemos ser en nuestro trato con Dios! ¡Cuán poca ternura y apertura!
¿Por qué somos así? Porque es, ante todo en nosotros mismos, en quien
confiamos. Porque en nuestros esfuerzos por perseverar en el camino a la
santidad y vivir la santidad, hemos acentuado demasiado el ‘yo’. Por supuesto,
siempre hemos hablado del auxilio de la gracia y de amar a Dios como nuestro
sumo bien. Pero ahora sabemos que sólo por la senda de la fe, de las virtudes,
no llegaremos muy lejos»8. Acentúo el yo.
Pienso que yo puedo. No espero que venga a mi vida. No cuento con Él sino con
mis fuerzas. Como si todo dependiera de mí. Necesito que su Espíritu venga a mí
una y otra vez. Necesito ese encuentro repetido en mi vida. No quiero vivir
centrado en mí mismo. Quiero ser testigo de alguien mayor que yo. Ser testigo
con mi amor, con mi entrega. Testigo de alguien que le da sentido a todo lo que
hago. No soy yo. Es Él en mí. Y no quiero que los halagos me hagan olvidar a quién pertenezco. De quién
soy por entero. Quiero, como Juan, descubrir a Jesús en mi vida, ser capaz de
hablar de Él. Anunciar al mundo cómo me ha cambiado la mirada y la vida. Él
siempre rompe mis esquemas. Siempre me
desborda. Siempre viene a mí, en medio de mi
vida.
8 José
Kentenich, Envía tu Espíritu
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