jueves, mayo 31, 2018

Visitacion de la Santisima Virgen Maria


3 Hito - 31 de Mayo




Estar en la fuerza divina. 31 de mayo de 1949: el Padre Kentenich deposita sobre el altar del Santuario de Bellavista, en Chile, la primera parte de una larga carta que enviaría al obispo de Tréveris, diócesis en la que se encuentra Schoenstatt, Alemania, como respuesta al informe de la Visitación realizada en Schoenstatt y con la intención de poner a total disposición de la Iglesia la misión de su Obra.
Después de la guerra, durante la cual la Obra de Schoenstatt había sido probada hasta el extremo, el Padre Kentenich advierte que las relaciones humanas fueron elementales no sólo para subsistir, sino incluso para el crecimiento de sus hijos en la vida espiritual y en la santidad; sintió la obligación de plantearle a la Iglesia la necesidad de enraizar el amor de Dios en el alma, a través de lo humano, de todo lo creado, como medio para llegar al amor a Dios. Que la fe penetrara la vida no sería posible si no se profundizaba el organismo de vinculaciones naturales y sobrenaturales.
El Padre Kentenich advierte sobre el peligro de una manera de pensar mecanicista, es decir, que separa realidades que, según el querer de Dios, deben estar unidas. Por ejemplo, el vínculo a personas nobles y el vínculo a Dios. En la carta del 31 de mayo, él propone una forma orgánica de pensar, amar y vivir. Y llega a la osadía de afirmar que en este punto se juegan los destinos de la Iglesia y del mundo.
El hombre orgánico –a diferencia del mecanicista– capta la relación orgánica entre lo natural y lo sobrenatural. Por eso puede ver y amar a Dios en y a través de las criaturas. Las criaturas que son imagen, camino y garantía del amor a Dios, no constituyen, por lo tanto, un obstáculo o un impedimento para amarlo, sino por el contrario, son una ayuda necesaria para conocerlo y amarlo. Las criaturas son huellas, expresión, profetas o un saludo de Dios. Cuanto más santa la persona, con tanta mayor eficacia actúa como puente hacia Dios.
Todos los esfuerzos pastorales y educativos del Padre Kentenich estuvieron dirigidos a que la fe se refleje plenamente en la vida, la plasme, la eleve. Así, por ejemplo, el axioma “María une la gracia y la naturaleza” fue uno de los motores de su espiritualidad y apostolado. Basado en la doctrina tomista de que Dios, causa primera, actúa por medio de causas segundas, de todo lo creado, estaba convencido de que lo hace especialmente por medio de su creación predilecta, María, y procuró desarrollar una pedagogía y psicología para aplicar esta doctrina a la vida concreta.

domingo, mayo 27, 2018

HOMILIA P. Carlos Padilla Esteban


Santísima Trinidad
l Deuteronomio 4, 32-34. 39-40; Romanos 8, 14-17; Mateo 28, 16-20

«Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»



27 Mayo 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«No quiero controlarlo todo. No quiero amar siempre con límites. No quiero encasillarme encasillando. Quiero el amor sin desprecios. Quiero la vida plena sin límites»

Muchas veces no sé qué hacer ante el dolor ajeno. Me detengo callado sin saber qué decir. No encuentro la pregunta adecuada, la mirada correcta, el gesto oportuno. No me parezco a María que  al pie de la cruz llora en su propio dolor y abraza el dolor de Juan, de María Magdalena, del mismo Jesús muriendo. Cuando sufro me cierro y no soy capaz de sentir compasión por otros. De abrirme y sufrir con el que sufre. Dibujo torpemente mis gestos, mi postura. No sé bien cómo hacer para calmar el dolor del que sufre. A veces creo que mis palabras traerán consuelo. Pero quizás son más bien mis silencios los que ayudan. No el silencio de la indiferencia. Cuando la vida ajena no me interesa. Me refiero más bien a ese silencio respetuoso y sagrado cuando no encuentro palabras adecuadas. Un abrazo, una sonrisa, un te quiero. Sé que mi amor sana y anima. Es la mejor forma de consolar al triste. El mejor calmante del alma. Levanta al que llora. Sostiene al caído. Decía el P. Kentenich: «La llave mágica del amor. ¡Cuán pronto transforma el amor también el dolor y la tristeza en alegría! Hemos de aprender a transformar la cruz, el dolor y la tristeza en alegría, en alegría real»1. Mi amor callado y presente convierte el dolor en alegría. Mi amor fiel e incondicional. Creo que el dolor tiene algo que purifica el alma por dentro. Es como si limpiara mis entrañas más hondas. En lo más oculto, allí donde mi vista no alcanza. Es como un fuego que todo lo purga. Lo impuro, lo sucio. El dolor es una herida abierta dentro de mi alma. A veces quiero cerrarla de golpe, sin respetar el  duelo. No quiero que el dolor me envenene. No quiero seguir sufriendo. Pero he descubierto que las heridas cierran de dentro hacia fuera y no al contrario. Yo intento vanamente cerrar por fuera.
Estirando la piel. Atando los extremos. Cubriendo esa hondura que tanto me incomoda. Me da miedo que se infecte todo. La herida abierta duele en cuanto la toco. Se me olvida que la herida tiene que cerrar de dentro hacia fuera. Lentamente, sin prisas. Y no bien por qué Dios me dio tan poca paciencia. Busco en el arcón de mis dones por si acaso hubiera algo más de paciencia escondida, olvidada. Intento encontrar un alma serena en la larga espiral de mi dolor cansino. Y me veo corriendo nervioso tratando de resolver todas mis inquietudes. Como si faltara el tiempo. Como si sobrara el ímpetu. Sé que el dolor de mi alma viene de una herida honda. Sé que sin la paciencia jamás curará mi herida. Intento que no me duela. Intento que no les duela a aquellos que me confía. Intento tapar heridas, limpiando hondo, vendando fuerte. Pero no siempre me resulta porque no tengo paciencia. Quiero que no se infecte mi herida más profunda. Que no me llene de odio, y de rabia, y de rencor. Porque cuando la fiebre nubla mi entendimiento es porque no he sido paciente para curar mi herida. Y pierdo la alegría. Y la rabia manda en mí. Día tras día acuden a la puerta como mendigos mi dolor y mi tristeza. Igual yo me detengo ante la puerta del dolor ajeno. Busco silencios más que palabras. Busco dar cariño más que exigir amor. Busco actuar con delicadeza, sin prisas. A veces soy un poco precipitado. Me viene por la sangre. Y me olvido del dolor que llevo y del dolor que llevan. Y paso por encima del sufrimiento. Sin delicadeza, sin ternura. No quiero que la indiferencia haga más daño. No quiero que mi olvido produzca dolor. Quiero ser un sanador herido. Tengo compasión desde mi tristeza. Dejo que Jesús me sane a mí mismo. Y así poder yo sanar a otros. muy bien que la paz no consiste en no tener heridas, ni dolores. Es inevitable que al amar yo sufra y resulte herido. Y que al sufrir mi herida sea profunda. La pérdida, la ofensa, el




1 J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

desprecio, la soledad no querida. No me da miedo el dolor que limpia el alma. Querrá decir que he vivido. La ruptura duele. Y la distancia daña. No quiero pasar  de  puntillas  por  la  vida  de  los hombres. Ni por la mía. Cuando lloro me  siento  tan contento.  Miro fotos pasadas  derramando mi llanto. Tengo el alma sensible casi ya de niño. Las cosas me afectan más de lo que yo quisiera. Tocan quizá la  herida propia  del nacimiento. La  herida  en que  me rompo al abrirme a  la vida. Me sobran   las palabras que buscan el consuelo. Esas que a veces digo y a veces oigo: «Ahora descansa en paz. Está con quien más quiso. Ahora por fin camina. Y sabe dónde vive. No te preocupes tanto, es que Dios lo ha querido». Son las palabras hechas para consolar heridas. Las oigo y las  repito.  Las  guardo  y  las olvido. No consuelan a nadie. Ni yo mismo hallo consuelo. Sé que el dolor  tan hondo  es parte de la vida. No quiero tapar con vendas la herida que me duele. Quiero aceptar mi llanto. Y limpiar con las lágrimas. Quiero abrazar al que llora. Llenándolo de cariño. «Hacer de sus propias heridas una fuente de curación no es una llamada a compartir los dolores personales superficiales, sino un constante deseo de ver el sufrimiento de uno mismo como surgiendo del fondo de la condición humana que todos compartimos»2.
Quiero tener paciencia para curar heridas. Día tras día. A la misma hora. Limpiando en lo más profundo. Sin importarme vivir con heridas abiertas. Evitando que se infecten y me dejen lleno de amargura. Por mis heridas entra el fuego de Jesús. Puede entrar también el odio. Le pido a Jesús que me llene de esperanza. Que calme mi dolor. Pienso hoy en Jesús. En sus muchas heridas. Él me consuela herido. Y yo me abrazó a Él, en medio de mis penas. Convertirá mi llanto en una dulce alegría. Por eso confío tanto en el amor de Jesús que me sana por dentro. Sana mi herida.

Me gustaría aprender a hacer más silencio. Callar para escuchar mejor al que susurra. Hay muchos ruidos a mi alrededor. Comenta el Papa Francisco: «En el ruido interior no es posible recibir nada ni a nadie»3. Hay mucho ruido dentro de mí. Tengo el alma llena de gritos, preocupaciones, miedos y angustias. Cuesta acallar la voz profunda y dejar  que  las  aguas  revueltas  de  mis  mares  sigan  su lucha febril. Me gusta más el silencio. Y a la vez me incomoda. Es como si tuviera que hablar para   llenar el vacío de palabras. Decía S. Juan Crisóstomo: «Habla solamente cuando sea más útil hablar que guardar silencio»4. Hablar sólo cuando sea más útil.  Cuando merezca la pena decir palabras.  Cuando sea necesario alzar la voz para hacerme oír. Me gusta el silencio de mi alma. Cuando callo y pienso. Cuesta tanto aprender a callar. Las cosas verdaderamente importantes ocurren  en  el  silencio.  Allí donde no hay gritos, ni voces. Ni tambores ni fiesta. «Las grandes obras de Dios ocurren siempre en el silencio. El momento en el que el cuerpo se une al alma y el momento en que esa alma se separa de su envoltura carnal son momentos de silencio, momentos divinos. Nada de lo que es de Dios hace ruido. Nada es violento.
Todo es delicadeza, pureza y silencio»5. El silencio de un ser querido al despedirse. Su adiós sin
palabras. Cuando el aliento último deja de estar presente y expira su último suspiro. Sin decir nada más. Sobran las palabras. Las grandes decisiones de mi vida han sucedido en el silencio. Sin testigos ocultos. En la soledad de mi alma. La iglesia crece en el silencio de la entrega. Ahí se hace profunda. No son los números los que impresionan. Ni los grandes discursos y homilías. Es el silencio sagrado en el que Dios Trino habita. Hace morada en mi alma en silencio. Viene a mí para descansar en mi silencio. Y yo me empeño en llenarme de palabras, noticias, acontecimientos, me lleno de mundo.
Demasiados ruidos. Fuegos artificiales. Asusta el ruido en medio de la soledad. El ruido de la oración en la que no hay cantos ni palabras que llenen el vacío. Es verdad que ser callado no es sinónimo de hondura. Hay personas muy calladas que no son hondas. Simplemente saben callar. A veces no tienen nada que decir. Están a solas sin problemas. No siempre hay hondura en el silencio. No siempre el pozo tiene agua profunda. A veces el pozo está seco, o lleno de piedras, o roto por dentro. Pero es verdad que el silencio crea el espacio para que pueda haber profundidad en mi vida. Sin él ya es casi seguro que la profundidad de mi alma será poca. Con silencio es más fácil pensar que podrá haber una introspección mayor. La lengua calla. Pero no callan tal vez los pensamientos o las preocupaciones. Muchas de ellas pueden ser superficiales y no tocar lo más verdadero y auténtico de mi vida. Quiero más silencio para encontrarme conmigo mismo. Aunque en el silencio



2 H. Nouwen, El Sanador herido
3 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66 4 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66 5 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

me cueste aceptar el rostro oculto que veo en mi interior. Mi fealdad, mi dureza. Me veo a mí mismo con mis pasiones y contradicciones. Veo lo que de verdad sueño y deseo. Lo que espero y anhelo. Y me puedo confundir. Pero sólo en el silencio dejo que Dios ponga paz y orden en mi alma inquieta. Allí entra mi Madre, María. Entra muy queda y me abraza. Es allí, en el silencio más que en el ruido, donde me encuentro con Dios. Los dos solos. Los dos cara a cara, ya sin miedo. Sé que Dios sigue llamando hoy a muchos a seguir su camino. Pero el hombre no escucha, no sabe cómo es su voz.
Decía la Madre Teresa: «Necesitamos encontrar a Dios, pero no podemos encontrarlo ni en el ruido ni en la agitación. Cuanto más recibimos en la oración silenciosa, más somos capaces de dar en nuestra vida activa. El silencio nos proporciona una visión nueva de todas las cosas. Necesitamos el silencio para poder acercarnos a las almas. Lo importante no es aquello que decimos sino aquello que Dios nos dice»6. Me inquieta el silencio abrupto. Me asusta la soledad. Pero es allí donde quiero estar. En la paz de ese silencio. En el   encuentro callado donde Dios me habla y me habita. Allí me dice que me quiere. Y yo me siento   amado hasta lo más profundo. Pero tengo que pasar por esa ausencia de  palabras.  Tengo que atravesar el umbral del ruido y dejarme tocar por su presencia silenciosa.

Me resulta difícil a veces ver la belleza escondida detrás de la aparente pobreza. Descubrir la ganancia cuando pierdo. Y alegrarme victorioso cuando he sido derrotado. No logro pintar de colores lo que está en blanco y negro. Y no sé ver lleno un vaso casi vacío. Es la tendencia del alma. Que no me deja ver el sol escondido detrás de las nubes. En la película «Campeones» el protagonista tiene miedo a la responsabilidad de tener un hijo. Una de las personas discapacitadas le dice: «A mí tampoco me gustaría tener un hijo como nosotros. Lo que me gustaría es tener un padre como tú». Me sorprendió la fuerza de esa frase en medio de la película. Es como un rayo de luz, como un brote de esperanza. A menudo me veo haciendo cálculos sobre lo que deseo para mi vida. Planes, expectativas, sueños. Visto mi futuro del color que me gusta. Sin problemas. El color más vivo, el que más me atrae. Y en él no entra lo defectuoso, lo imperfecto, lo limitado, lo pobre, lo feo. Curioso. Me lleno de sueños perfectos en una vida imperfecta. En un afán inútil por cambiar el color de la vida. Y tejer una historia distinta. Con un final mejor. O mejores pasos en medio de la tierra. Me invento decisiones que lo cambiarán todo. Decido lo que quiero y lo que no quiero. El número de hijos. El color de su pelo. El trabajo que deseo. La persona a la que quiero amar. La forma como quiero que me amen. Sé muy bien lo que quiero y lo que no quiero. Pretendo dominar las riendas de esta vida indómita para que no me salga nada mal de lo que sueño. Diseño con mis manos el final perfecto. El escenario maravilloso. Ensayo una y otra vez los pasos correctos. No quiero fallar. El amor mejor vivido y expresado. Me da miedo asumir riesgos que tal vez no salgan como yo deseo. No quiero la discapacidad, el límite, la torpeza, la derrota, el fracaso. No quiero aceptar mis discapacidades. Y tampoco las de aquellos que me acompañan en el camino. Me conmueve la respuesta que le da una persona con discapacidad en la película al protagonista. Calma con esas palabras sus miedos. No tiene que atar todos los cabos. No tiene que asegurar la vida para que salga todo bien. Lo importante lo tiene, puede ser un buen padre. Esa mirada le da fuerzas. No tiene que temer más. Yo a veces temo. No si sobreviviré en situaciones adversas. No si sabré amar bien y ver la belleza escondida. Necesito que alguien me diga que confía en mí. Que cree en mí. Necesito tocar el amor de Dios sobre mí, un amor predilecto, que se hace un lugar debajo de mi piel, para que confíe siempre. Como le decía Moisés a su pueblo: «¿Hay algún pueblo que haya oído, como has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, como todo lo que el Señor vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?». Me ama Dios con un amor predilecto. No porque tenga muchos dones. Sino porque en mis discapacidades Dios ve  mis capacidades. El director de la película, Javier Fresser, añadía un mandamiento a los diez: «Uno de los once mandamientos de la ley de Dios, no clasificarás». Yo clasifico, selecciono, decido lo que quiero y lo que no quiero. Aparto de lo que me hace daño, lo imperfecto y elijo lo que me beneficia. Doy pasos medidos para no confundirme y temo elegir mal. Tengo miedo a no ver en la realidad a Dios escondido. En la fealdad que detesto la belleza que amo. Parece sencillo, no lo es. Sólo Dios me capacita para mirar con sus ojos. Unos ojos puros que a me faltan. Quiero una mirada como la



6 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

que comentaba el Papa Francisco: «La experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que contempla al otro como un fin en mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles»7. Quiero mirar así mi vida. Quiero una mirada pura y profunda. Capaz de amar la belleza escondida. Capaz de descubrir a Dios en el corazón que amo. A Dios vivo detrás de la piel humana, gastada y herida. No clasifico a nadie. No quiero que me clasifiquen. Soy reflejo de Dios y por lo mismo no puedo encerrarme en los límites que intentan definirme. Soy más que mis miedos y discapacidades. Soy más que mis sueños y deseos de infinito. Soy más que el amor que recibo y que doy. Tengo algo de infinito oculto tras mis límites. Soy una imagen imperfecta de un sueño perfecto de Dios sobre mi vida. Esto me consuela. Soy capaz de mirar bien al que no me mira. Y de amar con más fuerza al que me desprecia. Miro detrás de su discapacidad el amor de Dios en ciernes. Me gusta ese amor que me sostiene y me permite creer en mi propia belleza. Ese amor imposible que no pone condiciones para amarme. Me gusta saberme tan amado, tan querido dentro de mi imperfección. No quiero controlarlo todo. No quiero amar siempre con límites. No quiero encasillarme encasillando. Quiero el todo y la nada. Quiero el amor sin desprecios. Quiero la vida plena sin límites.

Hoy miro a Dios. Lo miro en su amor hacia mí, en su presencia salvadora. Escucho: «Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre». No quisiera tener más dioses. Pero los tengo. Me dejo maravillar por dioses humanos que me prometen felicidad eterna. Aquí en la tierra. Dios quiere que sea feliz para siempre. Guardando su palabra, sus mandatos. Me hace feliz su camino. Pero yo le culpo de todo lo que no me hace feliz. De las pérdidas, de los fracasos, de los vacíos de mi alma. Le echo a Él la culpa de lo que no puedo controlar. Pienso que no actúa, que no hace nada. Quiero volver la mirada hacia Él. Él quiere que yo sea feliz. Quiere que sea pleno y para siempre. No quiere que me pierda. Me protege. El amor de un padre hacia su hijo. El amor incondicional, haga lo que yo haga. Un amor sin fronteras, sin límites. Me gusta mirar así a Dios. Ver que me promete no dejarme nunca: «Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Lo que me hace más feliz es saber que el amor de quienes me aman es para siempre. Lo que me daba paz de niño era saber que mis padres me querían para siempre. Y yo retenía de niño a mi madre al pie de la cama, para que no me dejara. Esa promesa me la hicieron siendo niño. Siempre, toda su vida fue así. Pero Dios me promete más que eso. Me dice que nunca me dejará. Que estará a mi lado durante toda mi vida. Y me amará siempre. Temo a menudo defraudar a los que me aman. Desilusionarlos. Decepcionarlos. Me da miedo no estar a la altura de sus expectativas. Caer y permitir que no estén orgullosos de mí. Es casi como un mandato oculto bajo mi piel: No decepcionar, no defraudar, no fallar. Y me lo repito como un mantra para asegurarme la felicidad. Dios no es así. No le decepciono haga lo que haga. No crecen su furor, ni su desamor. Me ama de forma incondicional. ¿Es eso posible? ¿Un amor sin límites? ¿Un amor que no se fija en los fallos y caídas? ¿Un amor que no vive de la expectativa que yo creo en otros? Necesito tener la certeza de un amor que no me va a abandonar en medio de mis fracasos y huidas. Un amor fiel, pase lo que pase. Leía el otro día: «Él siempre está presente, siempre es fiel: somos nosotros los que no conseguimos verlo ni le buscamos en épocas de bonanza y comodidad; los que no conseguimos recordar que está ahí, guiándonos, cuidando de nosotros y proveyéndonos de todas las cosas con las que contamos y esperamos para subsistir cada día. Y no lo recordamos porque nos sentimos cómodos con nuestro orden establecido mientras los días van pasando»8. En épocas buenas me olvido de su presencia silenciosa. Y en épocas difíciles clamo al cielo al no percibir su presencia. Si soy yo el que me alejo dudo que siga mirándome. Si fallo y caigo temo más el castigo y el desprecio. Él siempre es fiel. Siempre está a mi lado hasta el final de mis días. Aunque yo me olvide, Él no se olvida. Aunque yo falle y falte a la cita, Él no falla. No sé bien por qué asocio la presencia de Dios sólo a ciertos lugares. Y creo que no está en otros. Lo veo presente en la pureza, en la bondad, en la verdad, en la virtud. Pero no lo veo en el pecado, en el odio, en la ira, en la rabia, en la impureza, en la infidelidad. No está en el pecado. Sí está en la virtud. Eso tiendo a pensar. Curiosamente una y otra vez soy consciente de mi



7 Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
8 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

debilidad. Peco y me alejo entonces de Dios. No está en mí. Caigo y solo a lo lejos lo veo abandonar mis pasos. Creo que me deja solo cuando más lo necesito. Me parece lógico, pero no lo es. ¿Cómo me va a abandonar cuando más falta me hace? ¿Cómo va a renegar de mí cuando estoy yo más  perdido? La promesa de hoy me da que pensar. No me pone condiciones. No me exige ser siempre fiel. Sólo me dice que estará conmigo todos los días de mi vida. Los días de sol y los días grises. Los días convulsos y los días alegres. Así es Dios. Presente en mi pecado. Le importo yo mucho más que mis negaciones. Se acerca de nuevo a preguntarme: «¿Me amas?». Y yo le digo que sí. Que aunque no lo parezca, le amo más que a mi vida. Y me alegra saber que va a estar siempre ahí, a mi lado. ¿Le he dicho yo algo parecido a alguien alguna vez? «No te preocupes, no temas, que yo voy a estar a tu lado todo el tiempo. No te voy a dejar nunca». Me parece un amor imposible. Yo pongo siempre excusas para dejar de estar ahí. Tengo mejores cosas que hacer. Y si me fallan, o me decepcionan, yo me alejo. No respondo con amor cuando recibo desprecios. No amo con más fuerza cuando soy amado poco. Es  el amor incondicional de una madre. El amor que yo quiero escuchar de alguien. Miro a mi madre  en el recuerdo. Oigo su voz diciéndomelo al oído. Es verdad. Siempre estuvo. Siempre permaneció fiel. En medio del camino. En las dudas y en las certezas. En las caídas y los éxitos. Siempre diciéndome que no temiera, que estaba a mi lado. Así es el amor limitado de mi madre que ahora lo sigue entregando desde el cielo. Mucho más grande es el amor de ese Dios que me ama de forma personal y para siempre. ¡Cuánto me cuesta creer a veces en ese amor fiel y seguro!

Me gusta mirar a Dios que son tres personas. Quiero ser hijo con el Padre. Hermano e hijo con Jesús. Y quiero ser vasija inundada por el agua del Espíritu. Me gustaría saber definir la Trinidad. Encontrar la manera para hablar de Dios Trino. Me encuentro sin palabras. Como decía J.L. Borges:
«Lo esencial es indefinible. ¿Cómo definir el color amarillo, el amor, la patria, el sabor a café? ¿Cómo definir a una persona que queremos? No se puede». Difícil explicar cómo es ese Dios que son tres Personas. Si no fuera por mi experiencia personal no sería capaz de hacerlo. Sólo sé que Dios se manifiesta como   Padre en mi vida y me muestra el verdadero sentido de mi caminar. Ser hijo. Ser niño. Una fe filial. Hoy escucho: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar:¡Abba!
¡Padre!». Una obediencia de niño que se abre en las manos de un Padre misericordioso. ¿No he sentido su abrazo de Padre? ¿No me he sentido niño desprotegido, llevado a la deriva, que  encuentra en Él su amparo? Sí, así ha sido tantas veces. El Dios que es Padre y se abaja para tomarme de la mano. En medio de mis caminos difíciles y las aguas turbulentas de mi lago. Esa experiencia de un Dios paternal es la que me hace creer en ese Padre que guía mis pasos. El hijo mayor de una familia que ha perdido a sus padres hace poco decía en el tanatorio: «Mis padres me enseñaron que a Dios no hay que comprenderlo, sino quererlo». Me conmovieron esas palabras dichas en un momento de tanto dolor. Tiendo a querer comprender a Dios. Quiero saber sus caminos de  Padre. Desentrañar sus deseos. Descifrar sus sueños. Y me agoto al encontrarme con un Dios que es Padre pero me parece injusto, arbitrario y lejano. Porque se desentiende de mi vida y me deja hundirme en medio de mis tormentas. A menudo veo a personas que tienen una imagen equivocada de cómo es Dios Padre. El P. Kentenich decía: «Tienen un concepto de padre distorsionado y un concepto de Dios distorsionado. ¿Dónde está la distorsión? En que para ellos la ley fundamental del mundo sería la justicia y no el amor»9. Un Dios Padre exigente, duro, intransigente, inflexible. Un Padre que espera sólo los buenos resultados de su hijo. Un Padre que no abraza, que no es cariñoso y no se preocupa por el camino que sigue su hijo. Un Padre que pide cuentas, que exige resultados positivos. Un Dios así no es un Dios de amor. Esa imagen distorsionada me puede venir por mi familia. Por mi experiencia más cercana de padre. ¿Cómo se puede unir un padre humano que me ha hecho daño con un Dios Padre bueno que me quiere? Difícil llegar a creer en un Dios bueno cuando mi padre en la tierra no lo ha sido. Difícil. A veces imposible. «La gente no tiene un concepto negativo de padre sino una vivencia negativa de padre. El niño es un ser tierno; si es tratado duramente por su padre, la vivencia que tendrá de él presentará el mismo tinte de dureza»10. Quiero mirar a Dios como Padre bueno. Quiero hablar de Él como ese Padre misericordioso al que le importa mi vida. Es la experiencia que yo

mismo he tenido en mi camino. La de un Dios que me quiere y no me deja nunca solo. Hablar de Él y reflejar su rostro. No sólo hablar. Ser padre, ser reflejo de una paternidad que se abaja, que ama, que busca. Un Padre Dios que no se desentiende de mi suerte. Al que quiero querer. No pretendo comprender sus planes. No los conozco, no los entiendo. Esa fue la experiencia de los discípulos al conocer a Jesús. Conocieron en Él al Padre. Su misericordia, su amor tangible, su preocupación constante, sus lágrimas de compasión, su mirada acogedora. Comenta San Francisco de Sales: «Dios es Padre, Él conoce las debilidades de su hijo y, si su hijo ha caído, el Padre celestial sonríe a su débil hijo dándole ánimos para que se levante de nuevo y se apresure hacia su corazón de Padre»11. Es el Padre del que quiero ser un reflejo. Imagen de Cristo caminando de su mano. Así quiero vivir.

Pensar en la Trinidad es pensar en Jesús hecho hombre. Ese Jesús que vivió entre los suyos. Hizo milagros. Amó hasta el extremo y no se guardó nada. Estar enamorado de Jesús es el camino para reflejar a Dios Trino con mi propia vida. El amor a Jesús crece en la fuerza del Espíritu Santo que desciende a mi corazón y me capacita para el amor y me habita. Me hace capaz de amar con un amor imposible. No soy yo, es Él en mí. Ese encuentro con Jesús es la base de mi amor a la Trinidad. Amo a Jesús en la fuerza del Espíritu. Porque con mis propias fuerzas no puedo amarlo. Lo amo y en ese amor me hago morada de Dios Trino. Es la experiencia que tengo. Sólo a través de Jesús aprendo a ser niño. Y en su corazón herido imploro la presencia en mí del Espíritu Santo. Miro a la Trinidad, me asombro ante el misterio. Me abismo en su hondura. Quiero ser reflejo del amor que se tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu. Comenta el Papa Francisco: «Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en unidad perfecta»12. Quisiera construir un mundo reflejo de la Trinidad. Un mundo unido. Una comunión perfecta reflejo de un amor imposible. De un amor que une. De un amor que es para siempre. Me gusta pensar en ese  amor trinitario que se desborda y quiere llegar al hombre: «Dios busca, Dios crea creaturas a quienes poder amar y que amen con Él lo que Él ama y como Él ama. ¿Por qué quería el Hijo de Dios ser hombre?
¿Sólo por ser hombre Él mismo? No; sino porque el Dios Trino tiene una decidida voluntad de comunicarse. Quiere que el mar de la misericordia desborde del seno de la Trinidad derramándose sobre la creación» 13. Un Dios Trino que me regala su amor. Que se abaja para convertirme en hijo, en apóstol, en santo, en mártir. Y me envía a hablar de la buena noticia, a bautizar en nombre de la Trinidad: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado». Me convierto en apóstol en la fuerza del Padre que me hace misericordioso. Guardo todo lo que recibo de Él. Como un tesoro. El Hijo me hace pastor que conduce a las ovejas. El Espíritu me hace fuego que quema con mi pasión los corazones. Me hace valiente y capaz para alentar, hablar, animar, predicar, evangelizar, bautizar, en el nombre de Dios Trino. Me acerco a Jesús como los discípulos. Algunos tienen miedo y vacilan: «En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban». En el día de la Trinidad le pido a Dios la fuerza para no flaquear, para no turbarme, para no vivir con miedo, para no vacilar. No estoy solo. Soy morada de la Trinidad. Dios toma posesión de mi vida. Hace morada en mi corazón para sostener mis pasos. Pero, para darle cabida en mí, necesito antes vaciarme. Estoy tan lleno de orgullo, de obras mías, de palabras vacías. Lleno de planes imperfectos, de miedos y angustias. Lleno de mi vanidad que me hace buscarme en todo. Lleno de mis obras, de mis pasiones desordenadas, de mis juicios y condenas. Lleno de mi mirada impura y mis gestos llenos de ira y vacíos de ternura. Tan lleno de mundo que Dios Trino no puede hacer morada en mí. Para que eso sea posible tengo que hacerme pobre. Humilde. Aceptar mi fragilidad para que en ella Dios Trino se haga fuerte y venza. Es el deseo de Dios en mí. Es el deseo que quiere realizar a través de mi vida. Soy morada de la Trinidad. Miro a María. Ella estaba vacía de sí misma y llena de gracia, llena de Dios. Llena de su presencia salvadora que la levantaba. Llena de su amor infinito. Llena de un Dios que hizo morada en su corazón para siempre. Ahora, al mirar  a María, puedo exclamar con Isabel: «Bendita que has creído». Ella ha creído. Yo dudo tantas veces de su poder en . Si me dejo hacer y me dejo invadir por su amor. Si creo en Él, todo cambia.



11 J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal