Queridos hermanos,
Hubo
un antes y un después. Les cambio la vida a aquellos hombres rudos, temerosos y
desconcertados, encerrados en su incredulidad por lo que había sucedido.
Después del aquel día, se tornaron audaces, firmes, seguros, jugados. ¡El
fuego de Dios los había transformado!
El día de Pentecostés nació la Iglesia,
como también el Jueves Santo, cuando Jesús antes de morir ungió a los suyos
lavándoles los pies y ofreciéndoles su cuerpo y su sangre. La Iglesia nace de
la Cruz de Jesucristo, pero sobre todo de la presencia viva del Espíritu.
Celebramos
este día de Alianza en las vísperas de esta fiesta. No es
un hecho del pasado; no es un lindo recuerdo, una página simpática de la Biblia.
Pentecostés no ha terminado. No terminará jamás: Jesús sigue entregando su
Espíritu para que recibamos el bautismo: "Conviértanse y que cada uno de
ustedes se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de sus
pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo" (Hechos 2,38).
Es el Espíritu el que hace posible que
el sacerdote consagre el pan y el vino: “Te pedimos que santifiques estos dones
con la efusión del Espíritu Santo para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre
de tu hijo Jesucristo” (Canon romano de la Misa). Nos regala el perdón: el día
de la Pascua Jesús sopló sobre los discípulos y les infundió el Espíritu Santo
para que puedan perdonarse los pecados.
Hay una estrecha relación entre María,
nuestra Aliada, el Cenáculo y el Espíritu Santo: “Allí para
la Iglesia imploraste al Espíritu Santo, quien la liberó de las miserias de la
mediocridad, la inició en la doctrina de Cristo y avivó en ella el espíritu de apóstoles
y de mártires”, rezaba el Fundador.
Schoenstatt precisa hoy más que nunca
la fuerza del Espíritu. Y la Mater lo implora para vos, para mí, para nuestras
comunidades. Sólo en él gemimos llamándolo a Dios, “querido Padre”. Tampoco es
posible vivir en la verdad, sin su luz y claridad. ¡Y es tan triste, por otro
lado, vivir en la mentira!
Los schoenstattianos necesitamos del
Espíritu para recibir y regalar sus frutos: la alegría y la paz, la paciencia y
la fe, la mansedumbre y la templanza. Por sobre, para construir puentes entre nuestras filas y más allá,
en las familias, el barrio, nuestra patria. Precisamos superar
“Babel” y como en la mañana de Pentecostés, entendernos y amarnos, aunque
hablemos lenguajes diferentes.
En la oración al Espíritu Santo pedimos
que Él nos ilumine, fortifique, guíe y consuele. Y que, en cuanto corresponde
al plan del eterno Padre Dios, nos revele sus deseos. Cada día precisamos discernir
lo que es de Dios y lo que es solo “del mundo”.
Según el Padre
Kentenich, el Espíritu Santo purifica las realidades contaminadas y sucias de
nuestro interior. Esos territorios oscuros -hechos el ayer, culpas, pecados,
infidelidades…- que se han anidado en los recónditos pliegues de nuestra alma.
Sólo si logramos liberarlos, podemos vivir en la alegría y en la confianza
despreocupada del niño con su Padre. El psicoanálisis procura muchas veces llegar
a esas profundidades con éxito diverso. No basta escarbar el interior para
limpiarlo. Es allí, dice el Padre Fundador, donde interviene el Espíritu, en
primer lugar, regalando una luz potente que impide reprimirlo; luego,
regalándonos una sugerente actitud: invitándonos a aceptarlo y a poner todo en
la misericordia de Dios. Sólo el abrazo del Padre aquieta las aguas turbulentas
y coloca un bálsamo de amor a las heridas.
Queridos
hermanos, este 25 de mayo, asumirá como Director Nacional del Movimiento el P.
Pablo Pérez. Después de muchos años dejaré esta tarea. Los invito a que cada
uno rece por él al Espíritu Santo. Parafraseando las palabras del Padre
Fundador, pidamos que le dé a conocer lo que silencioso, con modestia y
oración, debe aceptar, cargar y soportar… Que le dé a conocer su voluntad y la
voluntad del Padre, para que su vida sea un continuado y perpetuo sí a los
deseos y al querer del eterno Padre Dios (cfr. HP. 639).
Me despido de
ustedes deseándoles la alegría que María tuvo en el Cenáculo, cuando sintió que
el Espíritu Santo, que la había cubierto con su sombra en la Anunciación, la cubría
nuevamente. Lenguas de fuego y ráfagas de viento. Es “aire en movimiento”, es Espíritu
divino. La Paloma y María, siempre unen.
P. Guillermo Carmona.
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