domingo, mayo 20, 2018

Homilia Padre Padilla


Pentecostés
Hechos de los apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23
«Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma»
20 Mayo 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«La ternura amansa el fin del mundo. Amansa mi alma cuando la doy y amansa el alma de aquel que la recibe. Quiero aprender a amar más. Quiero ser más niño y disfrutar la vida»
No es fácil alegrarse y sonreír en cada circunstancia de mi vida. Me angustio con los contratiempos. Tengo miedo y no disfruto todo lo que me ocurre. Ante las críticas pierdo la paz. Cuando no logro el éxito, me pongo triste. No hago fiesta con todo lo que me pasa. Me impresiona ver cómo los protagonistas de la película «Campeones» viven la vida. El director de la misma, Javier Fresser, decía: «Tienen una capacidad para convertir en aventura cualquier cosa que pase». En su discapacidad intelectual saben disfrutar de cada momento. Se alegran con todo lo que les ocurre. Saben reír y llorar. Saben hacer fiesta de cualquier contratiempo. Se alegran como niños con las cosas más cotidianas. Con los despistes, con los tropiezos, con las pérdidas. Son auténticos, no tienen máscaras. Añade el director: «Me han enseñado a entender y aceptar mis discapacidades, que son muchas. La sociedad nos ha enseñado a disimular nuestras discapacidades y a engañar para aparentar lo que no somos. Para paliar lo que no nos gusta de nosotros. Cuando descubres personas que hacen de su condición una ventaja de la que incluso hasta presumen, es la lección más enorme. Ellos carecen de ego. Nosotros somos todos muy complicados». Viven la vida como niños enamorados del presente. Esa forma alegre y despreocupada de vivir la vida es la que yo deseo para mí. Quiero una capacidad sencilla para aprender a llevar mis discapacidades, que también son muchas. Creo que tengo mucho que aprender para ser niño. Me refugio en mis máscaras y no soy auténtico, no soy yo mismo. Oculto mis discapacidades, mi ego es muy grande. Miro bien lo que digo y lo que hago, no vaya a cometer errores. Me gusta demasiado ser valorado. No quiero quedar nunca mal. Si me critican en algo, intentando que mejore, no me lo tomo bien. Me cuesta aceptar la verdad que me muestran. ¡Qué frágil soy en mi discapacidad! Soy un analfabeto emocional que va mendigando cariño y reconocimiento por la vida. Y al mismo tiempo no sé expresar mis afectos. Los escondo detrás de una muralla. Para no ser herido, para que no me hagan daño. Me guardo mis abrazos y mis «te quiero». No quiero que me rechacen. No sé por qué no sé expresar la ternura. Leía el otro día: «La ternura de una mirada es capaz de llevar el consuelo y el sostén de Dios»[1]. La ternura amansa el fin del mundo. Amansa mi alma cuando la doy y amansa el alma de aquel que la recibe. Quiero aprender a amar más. Quiero ser más niño y disfrutar la vida con todo lo que tengo. Me cuesta a veces alegrarme con lo que me sucede. Las exigencias del día a día. Las responsabilidades que asumo. Me da miedo esa tarea que me toca hacer. No deseo el fracaso. Me dan miedo los encargos porque veo en ellos una carga pesada. Si tuviera corazón de niño estallaría lleno de alegría recibiendo una nueva tarea. Gritaría con entusiasmo: «Sí, yo lo hago». Pero me veo rehuyendo las tareas y los quehaceres. Evito asumir yo lo que otros pueden hacer. Espero a que alguien levante la mano y se ofrezca. ¿Por qué siempre yo? Me vencen el cansancio, la pereza, la desgana. Me gusta el entusiasmo de los niños ante un nuevo desafío que se presenta. Me gustaría ser así. Quiero un corazón de niño. Quiero alegrarme con las cosas pequeñas de cada día. Con lo cotidiano, sin exigir grandes cosas. Quiero asumir la nueva tarea con una sonrisa. Ser yo mismo siempre, sin maquillaje ni máscara ninguna. Dejar mi ego a un lado. Es tan pesado. ¡Qué difícil vivir así la vida! Un corazón alegre que vive lo viejo como nuevo, lo de siempre como novedad. Y sonríe y se alegra siempre. Esa mirada confiada de los niños me enseña tanto. Es como la fuerza del Espíritu de Dios que todo lo cambia en mi interior y me rejuvenece. Me hace nacer de nuevo y ser más niño. Hace que lo duro se vuelva blando en mi interior. Hoy escucho: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero». Creo en la conversión del corazón. Creo en los milagros que puede obrar en mí el Espíritu Santo. Su paso por mi alma tiene que ver con hacerme más niño. Una fuente de vida. Necesito volver a nacer para crecer y madurar en mi camino de santidad. Quiero hacerme más puro, más tierno, más de carne, más humano, más de Dios. Un corazón confiado e inocente es lo que el mundo necesita. Quiero vivir la vida de forma apasionada. Venciendo las rigideces que me limitan. Acabando con la sequía que llevo dentro. Quiero el calor que venza mi hielo profundo. Tengo el alma llena de discapacidades. No sé amar como los niños. Quiero aprender a aceptar y besar mis discapacidades. Son parte de mi camino. Necesito aprender a abrazar y expresar mi ternura. Mis palabras pueden dejar de ser formales y medidas. Si tuviera esa inocencia para abrazar la vida todo sería distinto. Con eso sueño. Con ser más niño.
La desesperanza es la oscuridad que llena el alma de pesadumbre. La esperanza es el don que vuelve joven el corazón envejecido. A menudo me veo desesperanzado y triste. Como si todo estuviera perdido. Temo por un futuro que no conozco. Y me asustan los probables fracasos que me esperan. ¿Tengo fe? ¿Creo que puedo vencer y seguir adelante en mi camino más allá de lo que parece posible? No lo sé. Dudo. Me vuelvo viejo. Mi fe se tambalea. ¿Creo que puedo llegar más lejos, más hondo, más alto? En medio del mar. En medio de la tormenta. Perdido a merced de las olas y los vientos. Cuando todo parece demasiado frágil. ¿De dónde saco la fe? ¿Cómo esperar cuando todo parece imposible? Tal vez tiño de gris la esperanza. Y nublo con mi desánimo un sol que parece despuntar al alba. Quiero la luz, quiero la esperanza, quiero ser joven. Dice la canción Color Esperanza: «Sé que las ventanas se pueden abrir. Cambiar el aire depende de ti. Te ayudará. Vale la pena una vez más saber que se puede, querer que se pueda. Quitarse los miedos, sacarlos afuera. Pintarse la cara color esperanza. Tentar al futuro con el corazón. Es mejor perderse que nunca embarcar. Mejor tentarse a dejar de intentar. Aunque ya ves que no es tan fácil empezar. Sé que lo imposible se puede lograr. Que la tristeza algún día se irá. Y así será. La vida cambia y cambiará. Sentirás que el alma vuela». Puedo cambiar lo que viene por delante. Puedo mirar con una amplia sonrisa el nuevo amanecer. Puedo convertir la oscuridad en luz. Puedo hacer posible lo imposible. Puedo, si Dios me cambia por dentro. Puedo, si mi fe resiste las tormentas. Puedo, si le doy un sí a mi vida y acepto el reto. Es la esperanza que me levanta cada mañana. Estoy cansado de tantos rostros tristes sin esperanza. Harto de esas miradas que no creen en el mañana. No quiero oír que no lo puedo hacer. Yo confío en todo lo que Dios puede hacer en mí. La fuerza de su Espíritu: «Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento». Quiero cuidar el deseo y la esperanza. Quiero mirar con una sonrisa el mañana. Me gusta lo que está por venir. Aunque sienta que no puedo, que no voy a ser capaz de superarlo. Un nuevo reto. Una nueva exigencia. Una pérdida. Un desafío. San Agustín comenta: «El deseo es como el recipiente del espíritu; cuanto más espera y lucha el hombre, tanto más crecen el deseo y el amor, y Dios puede otorgarle con más generosidad sus dones»[2]. La medida del anhelo es la medida de la gracia. Cuanto más desee, más espacio habrá para que crezca en mí la esperanza. La capacidad de soñar. El don de creer en lo que nadie ve, en lo que nadie espera. El triunfo de los débiles, la victoria de los humildes. Sé que no será todo como sueño. Elijo bien mis expectativas para no desanimarme. Pongo mi confianza en Dios, como rezaba San Claudio de la Colombiere: «Que otros esperen su felicidad de su riqueza o de sus talentos; que se apoyen sobre la inocencia de su vida, o sobre el rigor de su penitencia, o sobre el número de sus buenas obras. En cuanto a mí, Señor, toda mi confianza es mi confianza misma. Tú, Señor, has asegurado mi esperanza. Estoy seguro de que seré eternamente feliz. Firmemente espero serlo y porque de ti es de quien lo espero. Espero que me sostendréis en las más resbaladizas pendientes. Espero que me amaréis siempre y que yo os amaré sin interrupción». La confianza en Dios es la que me sostiene. La confianza en el poder de Dios que no veo. E irrumpe como lenguas de fuego en mi alma. No para que me resulten los planes como deseo. Sino para encontrar la paz en medio de las adversidades. No importa cuántos sean mis agobios y problemas. Alzo la mirada y confío. Alzo la mirada y espero. Y creo que Dios no me va a dejar en medio de mis miedos. No va a abandonar mi barca a la deriva cuando me sienta solo. La fe viva es la que me sostiene. No transo en mi camino. No cedo en mis valores. No me vendo para tratar de asegurar una felicidad efímera. No renuncio a mi historia sagrada para labrar un presente inestable. No me importa perder los seguros. Mi anclaje está en Dios. La paz no me viene de mis logros y victorias. De mi fortaleza. De mis posesiones. Es fugaz todo lo que toco. Todo lo que hoy admiro. En medio del cenáculo de mi vida quiero esperar y creer. Tengo miedo. Son miedos humanos, propios de mi carne herida, de mi necesidad de vivir eternamente en paz. A veces no lo logro y tiemblo. Me abruma el presente inestable. Espero y creo porque Dios me promete que no me dejará nunca solo.
¡Qué difícil es despedirse de quien amas! Se desgarra algo muy hondo. Como los discípulos de Jesús en la Ascensión. Como yo, cuando no toco ya con mis manos su cara. Sé que el dolor de ahora forma parte de la alegría de entonces. Y la alegría de entonces da fuerzas y luz ahora en los momentos más duros. Cuando el corazón llora es porque ha amado, ha querido retener y ha soñado. Y yo he querido. Y recuerdo. He intentado retener la vida. Porque he amado. No un año, muchos más. Y me duele ahora la ausencia con un dolor seco, hondo y rasgado. El corazón algo roto, desgarrado. La vasija de barro de mi alma hecha añicos. Me siento lleno y vacío. Triste y alegre al mismo tiempo. En una mezcla imposible con la que camino. Hay una canción de Paco Bello que me habla de la ausencia, «No sabes cuánto te he querido»: «No sabes cuánto te he querido, olvidarte es saber que no hay forma, ahora tengo que aprender a desnombrarte con los ojos más que con la boca. Has cambiado mi forma de mirar, has cambiado el sentido de las calles, caminar sin ti no es del todo andar. No me moriré pero ya verás como no sabré esquivar los vientos que te nombran. No me cansaré de pensar que estás a mi lado pero no como una sombra. Y no sabes que aún cocino para ti. Y no sabes que dibujo tu perfil con las frases que hace tiempo te escribí, con las frases que ahora estallan junto a mí». Las palabras están dirigidas a un amor que ya no existe. Hablan de la ausencia de la persona amada. Me conmueven sus palabras. En la ausencia, ante la muerte, no sé desnombrar a quien he querido. El viento me repite su nombre. No sé acallar mi llanto, ni silenciar mi voz. No sé apagar mi grito, ni olvidar mi dolor. Y no sé esquivar los vientos que la nombran. Está a mi lado, no como una sombra. Su presencia es más real todavía llenando todos mis vacíos. Todos los huecos de mi olvido. Haciéndome recordar cada momento que está conmigo. Cada abrazo y cada beso. Cada palabra y cada silencio. Cada sonrisa y cada mirada. Cada recuerdo sagrado. Quiero conservar grabado en la piel, dentro del alma, en lo más profundo, todo lo que ahora lloro y añoro. Y conservo escondido en los pliegues de mi corazón cada mirada cómplice, cada abrazo furtivo, cada palabra dicha que contenía mil palabras. Dicen que una madre te engendra tres veces. La primera dolorosa y alegre, a una vida fugaz, a unos años de camino, a un madurar y envejecer tejiendo historias. La segunda vez es cuando logra que de las entrañas propias surja un amor cálido y profundo de hijo. Cuando rompo un cordón invisible para hacerme hombre y seguir amando como niño. Un amor sincero y hondo. Un respeto cálido y valiente. Una libertad casi divina. La tercera, eso dicen, cuando parte a preparar un lugar en el cielo para su hijo. Tal vez las más honda. La que más duele. La más cruel. Es verdad que no le duele tanto a la madre. Le duele más al hijo. Pero ese nacimiento ya sí que es para siempre, es eterno. Me duele ahora la ausencia de este tercer parto. La ruptura total de un cordón que cruza el cielo y que creí un día ya roto. Y ahora veo que es para siempre. No la separación, sino lo que me une. Es más hondo todavía. Es más presente. No hace falta la voz. Ya sobran mis palabras. La carta que quise escribirle. Lo que no le dije. O se lo dije cuando no me entendía. Ahora sí me entiende. Ahora se lo digo. Es un amor para siempre. Y tengo el alma triste, al tiempo que contenta. Y Jesús me repite que no esté triste, que mi alegría llegará a plenitud: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud» (Jn 15,11). Que su alegría quiere acabar con mi tristeza, con mi dolor, con mi vacío, con mi silencio, con mi pena. Quiero nombrar mil veces su nombre. Y llamarla en cada esquina para que conteste. Veo sillas de ruedas por todas partes. Y ojos de cielo detrás de cada esquina mirándome siempre. Oigo su voz de nuevo y su risa cálida. Y atrapo fugaces besos que aún guardo muy dentro. Grabados en el alma, para siempre. Todavía húmedos. Deshojo cansado los días del camino. Seguro de una cosa, de cuánto me ha amado. Y más aún, de mi amor profundo. Sé que un día podré, cuando llegue el día, verla cara a cara. De nuevo ver su rostro que ahora sí que entiende. Me dirá mil palabras y todas con sentido. Escuchará mi voz, pronunciará mi nombre. Hace ya tanto tiempo que no lo oigo. Surco esos mares del alma donde hay tanta nostalgia. Tristezas del pasado. Alegrías de entonces. Es fácil abrazar, tan duro despedirse. Es como si mi alma se rompiera en mil pedazos. No lo comprendo tanto. La alegría será plena, me dicen. No lo sé. Cuesta tanto el olvido. Y no lo quiero. Porque olvidar es dejar que algo muera. Es soltar para siempre las manos amadas. Eso no lo quiero. No la olvido. Sólo quiero despejar el cielo con sus nubes. Apagar los incendios del alma que me inundan de lleno. Caminar sobre las aguas revueltas de mi alma turbada. No sé cómo se hace para correr de nuevo sin peso en el alma. Para sonreír alegre cuando el sol se apaga, de repente. Quiero despertar los sueños ya dormidos. Levantar el polvo de la tierra para que llegue al cielo. Sonrío. Y Jesús me dice que no tema. Que no quiera desnombrarla. Porque no es posible. Tan dentro lo tengo grabado. Su nombre de hoy lleno de nostalgia, es el mismo que pronuncié tantas veces lleno de cariño. Siendo tan niño. El mismo nombre que me abre la puerta del cielo. La puerta del alma. Me gusta pensar que no hay un adiós para siempre cuando el corazón ama. Tal vez el para siempre lo construyo sólo cuando hiero, cuando odio, cuando soy indiferente. Cuando en la tierra me alejo de los que desprecio y no amo en lo más hondo a los que me aman. Entonces sí separo, y alejo. Pero mi amor es verdadero y para siempre. Sé que lo tejo desde mi pecado y mi pobreza, desde mis límites. Amo de verdad, desde las raíces más hondas, desde mi pobreza. Creo en este amor que tiene semilla eterna. Y no hay un adiós que dure demasiado. El tiempo siempre pasa. Y llega el cielo. Mi alma se calma un poco. Y agradece. ¡Cómo no agradecer tantos pasos que he dado! Y su mirada confiada y alegre mirándome por la espalda mientras camino. Lo recuerdo, su mirada tranquila cuando era pequeño y cargaba piedras. Esa mirada suya me sostiene hoy. Me sigue mirando. Y yo cargo piedras. Entonces no la veía. No sabía que miraba. Ahora no lo dudo. Me está mirando, seguro. Cargo con las piedras pesadas del camino. Con las mías, con las de los otros. Las sostengo temblando entre mis dedos. Abrazado por la espalda. Ya no temo. No sé si será mi tristeza un día alegría plena. En algún momento seguro. Tenía tanta paz su mirada al irse. Se quedó pegada en mi pecho. No creo que sea posible morir de mejor manera. La ausencia duele. Y el vacío. El recuerdo sagrado de haber sido amado. La nostalgia de unos ojos azules que me miran. Su sonrisa franca llena de recuerdos. Doy gracias a Dios, por haber tenido, por haber amado, por haber sufrido.
Me gusta la mirada de los discípulos en el cenáculo. Miran a María: «Todos ellos perseveraban juntos en la oración en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos». En la misma habitación: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar». Reunidos allí con miedo: «Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Tenían miedo de perder la vida. Ya no estaba Jesús a su lado. No sentían su abrazo. Estaban con miedo. Jesús había ascendido ante ellos y no se imaginaban la vida sin Él. El miedo a la soledad. El miedo al fracaso. Y buscan el refugio de aquel cenáculo que tan bien conocían. Con las puertas cerradas. Pero ahora en oración. Algo ha cambiado. Las apariciones. La presencia constante de Jesús en esos cuarenta días. Las palabras que sostenían sus pasos. Ya no pueden dudar. Perseveran en oración. Me gusta esa imagen. No están solos. Están unidos. Los unos con los otros. Ninguno se ha ido a su aldea. Todos forman parte de una comunidad. La comunión del cenáculo me conmueve. Comparten todo. Alegrías y penas. Dolores y esperanzas. Todo forma parte de su camino. No se separan. No buscan cada uno su lugar. Están en el mismo sitio. En ese lugar en el que el eco de las palabras de Jesús permanece vivo. La última cena. Este es mi cuerpo. Y mi sangre. Y poco después el dolor de Getsemaní, la persecución y la muerte. ¡Cómo olvidar tanto dolor! ahora sólo tienen que perseverar en oración. ¿Qué esperan? No lo saben. Pero la palabra perseverancia está unida a la esperanza. Persevero porque espero. Porque quiero que mi vida valga la pena. Quiero que ocurra algo que cambie mi tristeza en alegría plena. Busco un sentido. Leía el otro día: «Ser hombre implica dirigirse hacia algo o alguien distinto de uno mismo, bien sea realizar un valor, alcanzar un sentido o encontrar a otro ser humano. La preocupación primordial del hombre no es gozar del placer, o evitar el dolor, sino buscarle un sentido a la vida»[3]. Lo primero en la vida es encontrar un sentido a lo que hago. Un rumbo. Una meta por la que luchar. Algo que despierte todas las fuerzas de mi corazón. El amor es el que da sentido a mi sufrimiento y a mi entrega. Juan Pablo II comenta: «El hombre no puede vivir sin amor. Su vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente»[4]. Los discípulos ese día se unen para buscar un sentido a sus pasos. Para entender por dónde tienen que ir. No se aíslan con dolor y angustia. Se animan continuamente. Se aman. Se sostienen los unos a los otros. María los sostiene. Los mira por la espalda mientras cargan con el peso de sus miedos. Ellos se apoyan los unos en los otros. Miran a María. Es conmovedor ver su fragilidad y su necesidad de compañía. Se buscan. Se necesitan. María los anima a rezar. Buscan el sentido de tanta lucha. Esperan y confían. Cuando pierdo la esperanza dejan de tener sentido muchas cosas en mi camino. Mis dolores ya no se justifican. Me aíslo. Necesito buscar siempre un sentido. Encontrar una razón por la que luchar, por la que sufrir, por la que vivir y morir. El sentido verdadero me lo da Dios. ¿Para qué me ha dado la vida? Para amar. Yo busco en mi corazón las razones más verdaderas. Las primeras de todas. Busco dentro de mí el amor recibido. El amor que he dado día tras día. Busco el sentido de mis pasos desde que me levanto. ¿Para qué sigo viviendo? Cada día me despierto con la necesidad de cuidar como un tesoro la esperanza que aviva el fuego de mi alma. Dios me necesita alegre y confiado. Muchos me necesitan con esperanza. Todavía no he realizado la misión de mi vida. Quiero vivir siempre con un sentido. Cada mañana renuevo el sentido de mis pasos. Dar amor a los que no tienen. Cargar las piedras que otros cargan, con ellos, perseverante. Sostener los pasos del que está herido. Abrazar los sueños del que comienza a soñar. Luchar. Pienso en mis prioridades, en mis sueños, en mis esperanzas: «Pero tú, ¿qué estás viviendo dentro de ti? ¿Cuáles son tus prioridades personales, las que tú quieres vivir realmente o que quieres darle un especial énfasis? Lo que quiero ofrecerte es vivir con un sentido personal todo lo que tengas que hacer en un día típico de tu vida a partir de hoy»[5]. Ojalá viviera cada día con un sentido. Para esto he venido al mundo. Para esto me da Dios la vida. Cada día. Cada hora. Sueño con ser fiel. Con perseverar en oración junto a María.
Me impresiona mucho la fiesta del Espíritu Santo. El cenáculo se convierte en lugar de encuentro con Dios. El fuego del Espíritu todo lo transforma: «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma». Me gusta pensar que el Espíritu Santo me hace comprender todos los idiomas. Y hace que todos me comprendan en su idioma. Es el Espíritu ese fuego que todo lo une. Todo lo transforma. Y me da el don de hablar la lengua de todos los hombres. Creo que es el mayor problema. Digo algo y no me entienden. Hablo en mi idioma, de acuerdo a mi experiencia, y no comprenden mi forma de hablar, lo que digo. Trato de decir lo que pienso, y no piensan como yo. El idioma divide y separa. Las palabras hieren. Crean muros. No es sólo el idioma de cada lugar. Es más bien el idioma del corazón. Cuesta entender otros idiomas, otros corazones. Cuesta hablar en el idioma de los otros. Me cierro en mi carne, en mi tierra, en mi lengua. Y me niego a aprender otros idiomas. Yo pienso así, me digo. Y mi postura se hace inamovible. No quiero transar, no quiero pensar de forma diferente. ¡Cuánto cuesta hablar en un solo idioma! Me sorprenden esos debates políticos, o programas de televisión en los que muchos hablan de temas complejos. Gritan, no se escuchan, nadie se entiende. Nadie se abre a lo que otros dicen. Nadie se abaja para hablar en el idioma de los demás. Cada uno cerrado en su postura. Tengo miedo de hablar un solo idioma, el mío. Me da miedo volverme egoísta. Cerrado en mi piel. Incapaz de aceptar posturas diferentes a la mía. Me vuelvo esquivo. Tengo la razón. Y no entiendo otras explicaciones. ¡Cuánta pobreza! Hay idiomas que unen e idiomas que separan. Hay posturas intransigentes que rompen vínculos profundos. Hay palabras mal dichas, que sobran, y rompen el alma. Heridas hondas. Y esa separación que provoca el idioma rompe la unidad que anhelo. La que describe el P. Kentenich: «Siempre se trata de lo mismo, del estar espiritualmente el uno en el otro, para el otro, con el otro y así el no darse por satisfecho con estar simplemente el uno al lado del otro. Y esto sea que se trate del amor filial, fraternal, esponsal, maternal o de amistad. Dependiendo de las formas de unión espiritual, las formas pueden cambiar pero el núcleo es siempre la misma conciencia misteriosa de identificación de dos personalidades autónomas»[6]. Una unidad profunda. Un solo idioma, el del corazón. Un idioma de paz que una, que arraigue mi corazón en otros corazones. Una comunión en la que no me conforme con ir al lado del otro, sino en el otro. Una comunión más honda. De corazón a corazón. Silencios que expresan pertenencia. Lágrimas de comprensión cuando sobran las palabras. No comprendo los idiomas de los otros cuando los odio, cuando los desprecio. No comprendo sus silencios cuando intentan herirme con sus gestos. Es tan difícil aprender a amar bien desde la comunión. Quiero hablar en el mismo idioma de los que tengo cerca. Pero también de los que tengo lejos. Hablar el idioma de los jóvenes, de los ancianos, de los niños, de los extranjeros, de los ricos, de los pobres. Hablar ese mismo idioma sólo es posible en el Espíritu, viviendo en su presencia. Separado de Él hablo un solo idioma, el mío. Dejo de comprender posturas diferentes. Me niego a aceptar posibles soluciones que yo no he pensado. Me gustaría tener un lenguaje que todos comprendieran. Decir algo y que todos entiendan lo mismo. No siempre es así. Hablo y no me entienden. Digo algo y lo malinterpretan. Me acusan de ser cerrado. Me dicen que hablo sólo en mi idioma y de lo que a mí me interesa. Me juzgan por pensar que me cierro a aceptar otros posibles caminos. ¡Cuántas familias divididas por no hablar en un mismo idioma! ¡Cuántas amistades rotas por no saber dialogar! El diálogo es un arte que no sé practicar. Hay que escuchar mucho. No hablar tanto. Tengo que abrirme a lo nuevo que me proponen y aceptar que no tengo yo la última palabra. Que no siempre tengo la razón y puedo estar equivocado. Dialogar exige mucha humildad. Y mucha escucha. El Papa Francisco les decía a los jóvenes en Cracovia: «Nosotros, los adultos, necesitamos que nos enseñen a convivir en la diversidad, en el diálogo, en compartir la multiculturalidad, no como una amenaza sino, como una oportunidad. Tengan el coraje de enseñarnos que es más fácil construir puentes que levantar muros. Es el puente fraterno. Que este puente humano sea semilla de tantos otros; será una huella». Con palabras puedo construir puentes o muros. De mí depende. Puedo acercarme o alejarme. Puedo tender una mano o alejar con un frío gesto. Es tan sencillo. Tan difícil al mismo tiempo. Un arte de comprender, de hablar, de compartir. El arte de escuchar y hablar. Una unidad que es obra del Espíritu en mí.
En Pentecostés el Espíritu me cambia por dentro. Hoy le pido que venga: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra». Quiero llenarme de su alegría y de su paz. Quiero que me cambie por dentro y me consuele. Hoy escucho cómo los discípulos se llenan de alegría al ver a Jesús: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo». Ellos se llenaron de paz. Les cambió el corazón por dentro. Fueron enviados en la fuerza del Espíritu. Enviados con la noticia en el alma de un amor que lo cambia todo. Imploro el Espíritu Santo para mí. Y me envía a anunciar la noticia de su presencia. De su amor inmenso. Me cuesta creer en la fuerza que tiene el Espíritu Santo. Cuando me dejo hacer, cuando me hago niño. Me cuesta creer de verdad en su amor que todo lo cambia. «El Espíritu es una fuerza silenciosa. Libre como el viento. Sopla de forma imprevisible. Si no lo ahuyentamos su fuerza abrasa el mundo»[7]. Una fuerza que abrasa, que abraza, que arrastra. No acabo de creer en su poder silencioso. Creo más en lo que veo y toco. No en esa presencia silenciosa y amiga. Necesito un Pentecostés en mi alma. Una fuerza callada que todo lo transforme. Necesito su sabiduría para hablar el idioma de los hombres. Su ánimo para creer en el poder de mis gestos. Su fuego para amar con un amor más maduro. Necesito que el Espíritu venga sobre mí. Y todo lo cambie. A menudo no veo su mano salvadora. Quiero el don de la sabiduría, para distinguir lo que Dios quiere que haga a cada paso. Quiero el don del consuelo, para sentirme consolado y saber yo consolar. Quiero el don de la alegría, para que ninguna tristeza turbe nunca mi ánimo. Me gustan las personas que saben reírse de sí mismas, de la vida, de los contratiempos del camino. Las personas de mirada transparente y firme. Aquellas que saben lo que quieren. Y están abiertas a la vida. Y no temen. El Espíritu sopla donde quiere. Y necesita que yo tenga un corazón dócil y maleable. No quiero volverme rígido. No deseo vivir atado a mis moldes. Encadenado en mis formas. La libertad del Espíritu rompe mis manías y torpezas. Disipa la pobreza de mi vida y me hace más de Dios. Más suyo en su silencio. Más niño para obedecer sus más leves deseos. Quiero la fuerza del Espíritu que me hace cantar por las mañanas. Y reír cuando no tengo motivos. Quiero ese Espíritu que acaba con mi frialdad y me hace mirar con un fuego que me viene de dentro, de lo más hondo de mi alma. Donde vive Dios y me habita.




[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[3] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[5] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón
[6] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[7] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

No hay comentarios.: