domingo, mayo 13, 2018

La Ascensión del Señor


Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Efesios 1, 17-23; Conclusión del santo evangelio según san Mateo

«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse»



13 Mayo 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«Lo que le da sentido a mi sufrimiento es la meta que persigo. El horizonte amplio de un cielo lleno de estrellas. En el que mi vida tiene sentido y vale la pena. Con mis capacidades y discapacidades»

Me gusta la mirada de María. Me gusta cómo me mira. Me mira siempre cuando entro al santuario. Da igual dónde me siente. Ella me mira. Y yo la miro a Ella. Nos miramos. En eso creo que consiste la oración. En eso consiste el amor. Al principio, en toda relación, son necesarias las palabras. Pero luego, con el paso del tiempo, las miradas tienen más importancia, más peso. Cuando conozco a alguien  basta con mirarlo para saber en qué está pensando. O qué le preocupa. O qué quiere. El amor hace que la mirada capte las más leves insinuaciones del alma. Sobran las palabras. Leía el otro día: «Al principio la reina es la palabra. Hay mucho que descubrir del otro. Con el tiempo va ganando terreno la presencia silenciosa. Basta con estar juntos, porque la mirada expresa más que las palabras. En la relación con Dios hallamos ese mismo movimiento. Como toda relación, posee su historia, su desarrollo»1. El silencio suple la verborrea. No pasa nada por estar en silencio. El uno frente al otro callados. Una mirada llena de sentido basta. Llena el espacio infinito entre dos almas. Con María también sucede. Una historia de amor con Ella. Ella me mira. Yo la miro. Nos miramos. Y en ese intercambio de miradas sucede el milagro de su presencia transformadora. Su abrazo eterno. Todo lo va llenando con su amor infinito. Creo que cuando amo veo más de lo que veo cuando soy indiferente. El amor no es ciego. Ve debajo del agua. Ve lo que nadie ve. Comenta Ortega y Gasset: «El amor, a quien pintan ciego, es vidente y perspicaz porque el amante ve cosas que el indiferente no ve, y por eso ama»2. El amor hace que mi mirada sea más honda. Miro a María y veo en Ella más de lo que vería si no la quisiera. Y Ella ve todo lo que hay en mi corazón herido. Intento taparme y Ella mira más hondo. Me gustaría aprender a mirar así. Es un arte que no siempre domino. Camino rápido por la vida sin detenerme a mirar. El alma se me llena de indiferencia al pasar de largo por delante de tantas cosas y personas. No miro, simplemente mis ojos captan presencias, pero no se detienen ante ellas. Mi mirada es poco profunda. Me quedo en lo que me molesta, en lo que quisiera cambiar de los otros. Veo más sus miserias que sus riquezas. Lo que no está bien, lo que me inquieta. Y paso por alto lo que funciona. No veo a Dios escondido bajo la piel.
No veo el rostro de Jesús en su rostro humano. No miro bien, para ser sincero. María me puede enseñar a mirar como mira Ella. Ella observa. Se detiene con calma. Ve que no tienen vino en Caná. Ve que los apóstoles necesitan una Madre. Ve que su hijo necesitaba su presencia silenciosa en el calvario. María sabe mirar. Así mira Dios. Así quiero mirar yo. Detenerme ante cada persona y mirar en lo más hondo. Hay personas que te miran y sus ojos parece que llegan a lo más profundo del alma. Es como  si vieran lo que hay en mí sin necesidad de dar explicaciones. Me miran y saben lo que siento, lo que me duele, lo que me entristece. Dice la canción «Color esperanza» de Diego Torres: «Sé qué hay en tus ojos con solo mirar. Que estas cansado de andar y de andar. Y caminar girando siempre en un lugar». Esa mirada es la de Dios. Por más que intente ocultar mi estado, María lo descubre. Así quiero aprender a mirar yo. Quiero acoger con los ojos. Sonreír cuando miro. Detenerme con mis ojos al mirar, y evitar que mis pasos sigan su rumbo. El tiempo no siempre es tan importante. Si aprendo a mirar me relajo. Dejo de darle tanta importancia a mi agenda. A lo que me toca. El imprevisto manda. Me detengo ante el que sufre, ante el que me necesita. No importa lo que está por venir. Vivo en presente. Quiero aprender a mirar con el corazón: «Debes dejar de mirar el mundo con la mente. Tienes que mirarlo con el



1 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
2 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

corazón. Así llegarás a conocer a Dios»3. Hay tantas personas que necesitan ser miradas así. Quiero tener una mirada comprensiva que sepa acoger y ver a Dios en el alma de aquel a quien miro. Necesito una mirada enaltecedora. A veces miro mal. Con desprecio, con odio, con rabia. Esa mirada hace daño. Me gustaría mirar con paz, con alegría, con bondad. Una mirada bondadosa que levanta al caído, al que  se siente herido, al que ha tocado el desprecio de muchos. Una mirada que mira al que nadie mira. Al que no es digno de ser mirado. Al culpable, al indigente, al que no tiene hogar, ni amigos, ni recibe amor cada mañana. Esa mirada que sana el corazón herido es la que yo quiero. Una mirada que brota de un amor verdadero. María me mira así. Y yo la miro a Ella. Quiero aprender a mirar como Ella me mira. Quiero también aprender a mirarme a mí mismo con paz. Con misericordia. Me recuerda la psicóloga Mirta Medici: «Te deseo que te animes a mirarte, y que te ames como eres». Una mirada como la de Dios sobre mismo. Una mirada llena de comprensión y misericordia.

Cuando yo era pequeño, no sé, tendría tres o cuatro años, me gustaba cargar con piedras por el camino. Las cogía en un punto. Las llevaba a otro. Piedras pesadas. Las cargaba con mucho esfuerzo. Porque yo era pequeño y la piedra grande para mi tamaño. Hoy al ver las fotos de entonces no entiendo muy bien el sentido de tanto esfuerzo. Seguro que en mi corazón de niño sentía valor, estaba orgulloso de mi fuerza. No lo sé bien. Tal vez competía conmigo mismo por ser capaz de lograrlo. Me fijaba una meta. Un lugar lejano. Y me decía a mí mismo que lo iba a lograr. Y lo hacía. Veo a mi madre detrás en una foto, sonriendo. ¿Qué pensaría mi madre? Allá yo con mis locuras. Y me dejaba cargar con la piedra. No tenía sentido para un adulto. Ningún sentido ese esfuerzo vano sin recompensa, sin premio. Pero ahí estaba yo sudando, cargando una piedra inútil, demasiado pesada para mi altura. Ese esfuerzo, quizás, fue formando mi alma. No lo sé. El otro día vi una película que me conmovió: «Campeones». Cuenta la historia de unos chicos con discapacidad intelectual que sueñan con ganar un título de baloncesto. Un sueño imposible. Una meta lejana. La vida misma. La realidad. Ellos tienen una discapacidad. Una piedra demasiado pesada aparentemente. Pero no por ello ven obstáculo alguno en luchar por lo que quieren. Yo a veces corro el peligro de encasillar a las personas. Las clasifico y decido lo que pueden y lo que no pueden lograr en la vida. Las encasillo en sus discapacidades. Y de acuerdo a ellas les pongo sus límites, sus topes. No tiene sentido que se esfuercen por una meta ilusoria. No lo van a conseguir. Las desanimo. No van a llegar a la meta. Es verdad que hay un falso mito que a veces me atrae: «Sueña, esfuérzate, lucha y lograrás lo que quieres».
Hay algo de falso y algo de verdadero en este mito que me venden para darme fuerzas. Lo verdadero es que los sueños hay que cultivarlos. Es bueno soñar más allá de la pobreza de mi propia vida. Más allá de mis discapacidades. Para no deprimirme y no perder la esperanza. Para no vivir con desesperanza. Decía el psiquiatra Viktor Frankl: «En el momento en que ves un sentido en tu sufrimiento, puedes moldearlo en un logro; puedes convertir la tragedia en un triunfo personal, pero debes saber para qué. Si las personas no pueden encontrar ningún sentido en absoluto a sus vidas, tal vez tengan algo con lo que vivir, pero no tendrán nada por lo que vivir». Soñar me llena de esperanza. Le da sentido a mi vida. Y justifica que cargue muchos metros con una piedra pesada entre mis brazos. Tiene un sentido para mí. Se justifica en mi corazón. Persigo un sueño. Tal vez soy yo sólo el que lo veo. No importa. No me desanimo. La lucha, el camino, el esfuerzo, el sudor, ya tienen sentido y eso me llena de esperanza. Lo que no es cierto de esa primera afirmación es que no siempre lograré la meta. No siempre seré campeón. No triunfaré en todas mis batallas. Tal vez mi sueño inicial cambia con el paso del tiempo. Y el esfuerzo abre otros horizontes que me iluminan el camino. No dejo de soñar. Pero no siempre obtendré aquello con lo que sueño. Entonces lo importante es el sueño y la lucha. Es estar ahí entregando la vida, en medio del camino. No tanto ser campeón. Me gusta cuando esos chicos con discapacidad afirman que «ellos tienen capacidades diferentes». Diferentes a las que el mundo valora. Es verdad. Tienen capacidades quizás que yo no tengo. Y yo tengo discapacidades que ellos no tienen. Y tal vez el mundo valora ciertas capacidades, sólo algunas, unas más que otras. Y clasifica en un lugar aparte a los que no cumplen con esas capacidades tan valoradas. Ellos, dentro de sus capacidades, luchan por lo que quieren. Y necesitan, igual que yo también lo necesito, que alguien crea en ellos, confíe en ellos. Y los anime a luchar por lo que pueden hacer con sus vidas. Me gusta esa mirada positiva sobre la vida. Soñar siempre está en mis manos. Esperar y luchar por lo que quiero también.



3 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama

Ser campeón o sólo subcampeón ya no depende sólo de mí. Depende de otras circunstancias. Y entonces al final del camino tengo que alegrarme como ellos en la película. Que disfrutan con el éxito de los que han vencido. Y comentan con sencillez: «¿Qué es mejor, un marino o un submarino?». Está claro. La felicidad no se encuentra en ser campeón siempre. En vencer en todas las batallas. El prefijo
«sub» puede ser una oportunidad, una ventana, una forma de sacar lo mejor de mí. Depende de mis ojos. Tal vez la mirada de los niños me haga disfrutar más la vida de mi camino. El sufrir llevando una piedra pesada en mis manos con la mirada puesta en una meta imposible. Lo que le da sentido a mi sufrimiento es la meta que persigo. El horizonte amplio de un cielo lleno de estrellas. En el que mi vida tiene sentido y vale la pena. Con mis capacidades y discapacidades. No importa. Yo no dejo de creer en las estrellas que marcan mi camino.

Miro mi vida y quisiera ser más santo, más hondo, más generoso, más puro. Es el deseo de infinito del corazón. Subir más alto. Soñar con cosas más grandes. Mi corazón es inconformista. Por eso desea un hombre nuevo, una comunidad nueva, un nuevo orden social. Como decía el P. Kentenich:
«Luchamos por una misión santa, luchamos por imprimirles los rasgos de Cristo a los tiempos nuevos, al mundo nuevo que sin duda está despuntando»4. Es verdad. Es mi lucha. Quiero renovarme desde lo profundo y renovar así todo lo que toco. Quiero ser nuevo sin despreciar lo antiguo, lo de siempre. Nuevo sin amargarme cuando no todo cambia a mi alrededor, en mi interior. Anhelo una santidad que me renueve desde mis cimientos. Una santidad alegre y llena de vida. Una santidad que me dé esperanza. Pero una y otra vez compruebo la debilidad de mi carne. Me topo con la flaqueza de mi ánimo, con la torpeza de mis gestos. Me desanimo ante la superficialidad de mi vida. Me abruman las tonterías que me preocupan contantemente. Me asombran las nimiedades que me entristecen. Y las niñerías que me quiten el sueño. Sin desearlo vuelvo encontrarme con esa carne herida que yo mismo cargo como una losa sobre mis espaldas, entre mis manos rotas. Veo la desnudez de mi historia y lo lejos que estoy de lo que sueño. Lo viejo vuelve a surgir entre lo nuevo. Casi con más fuerza que antes. Toco mis pecados de siempre. Anhelando yo un estado de cielo que tal vez veré un día. Y pese a todo, con el dolor de mi culpa, compruebo que Dios me ha elegido a mí precisamente por un motivo muy concreto, por la grieta que surca mi alma. Curiosa elección la suya. Aun así me tranquiliza saber que me quiere y me elige no porque lo haga todo bien. Y frágil como soy me abismo día tras día sobre la debilidad de mis pasos. Y tiendo las manos en un escorzo humano por intentar ver el rostro de Jesús dibujado entre las nubes que cubren mi camino. Sé muy bien que si no confío en su poder acabo perdiendo toda esperanza. Y mi alegría no llegará nunca a ser plena. Ojalá lo fuera. Tengo en mi alma herida un anhelo inmenso de infinito, algo así como un fuego que brota una y otra vez desde mis entrañas.
Nunca se apaga. Corro por los caminos de la vida queriendo encontrar sentido a todo lo que entrego,   a todo lo que sueño y hago, a todo lo que sufro y vivo. Quiero tener paz cada mañana y abrazar el amanecer con un rostro alegre y despejado. Sin temer continuamente los fracasos posibles en todas mis empresas. ¿Por qué me da tanto miedo que no me salgan bien las cosas? No lo sé muy bien pero  es como si cada día tuviera que demostrarle al mundo cuánto valgo, o quizás a mí mismo. Ya no lo sé. Lo que de verdad sé que es que la vanidad me atormenta y nubla mi mirada. Tal vez necesito escuchar cada mañana que Dios me quiere de forma incondicional. Es verdad que a veces lo siento. Pero otras veces se me turba el ánimo al pensar que sólo desea que le presente buenas notas al final del día. Y llego así yo esperando como un niño el premio prometido. Siento que no lo logro y me deprime la mirada torva que imagino. Recriminado mi negligencia, mi dejadez y mi pecado. Y yo que me esfuerzo por hacer todas las cosas nuevas. Miro mi historia agradecido. Dios me da luz. Leía el otro día: «Releer la propia vida ayuda a reconocer los deseos profundos que anidan en ella, así como nuevas formas para vivir de manera diferente los propios fracasos. Como observaba el filósofo Santayana: - El hombre que no conoce su pasado está condenado a repetirlo»5. No quiero caer en los mismos errores antiguos. En las mismas caídas torpes de siempre. Vuelvo a levantarme y comienzo de nuevo. ¿Hará por fin Dios en  mí todas las cosas nuevas? Le pido milagro tras milagro. Volver a empezar. Volver a confiar. Sueño con un mar sin fronteras. Con una tierra sin guerras. Con una fraternidad en la que no haya barreras. Levanto la mirada más allá de los límites. Y creo que puedo cambiar las cosas. No con grandes ideas.



4 Kentenich Reader Tomo 1, Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
5 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

Más bien con pequeños gestos. Son los que marcan la diferencia. La forma de vivir las mismas cosas. El fracaso y la pérdida. La enfermedad y la muerte. La altura de una persona se mide en el abismo que no controla. Cuando afloran todos los miedos y límites. Cuando me confronto con lo que tanto temo. En ese momento se ve la altura de mi espíritu y la hondura de mi alma. La verdad de lo que soy. La bondad de lo que vivo. En ese momento decisivo comprendo cómo lo nuevo ha tomado cuerpo en mí haciendo que mi vida sea diferente. Es lo importante, lo que cuenta, lo que queda como herencia para los que he amado. La huella más profunda de una vida en la que el amor a los demás, a la naturaleza, al hombre, es lo importante. Lo demás es más inconsistente y pasajero. Lo que queda es lo verdadero. La bondad. La generosidad que no se ensaya. Quiero vivir así, haciéndolo todo nuevo.

Han transcurrido ya cuarenta días del tiempo de Pascua. Cuarenta días desde la resurrección. Y Jesús asciende ante los ojos atónitos de aquellos a los que ama: «Ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios». Han sido cuarenta días de apariciones, de palabras, de encuentros. La Pascua es el paso de Dios por mi vida. Viene a mí estando vivo. Viene a cambiar mi corazón y a llenarme de esperanza. La Pascua es un tiempo de renovación, de alegría, de paz. Un tiempo de luz y esperanza en medio de mis luchas y sinsabores. Pero Jesús no puede quedarse en cuerpo y alma conmigo. Llega el momento de la ascensión: «Lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: - Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse». Jesús volverá. Pero ahora los deja solos. Ahora me deja solo. Tiene mucho de tristeza este día de la ascensión. No sé apreciar las pequeñas ganancias en las grandes derrotas. No valoro su presencia en el Espíritu cuando he podido tocar su carne. No veo más valiosa una presencia invisible que un abrazo de carne. No me convence. ¿Por qué tiene que marcharse? Su ausencia me duele en lo más profundo. Me gusta el abrazo de Jesús hecho carne, más que su caricia espiritual en medio de su ausencia. Los apóstoles habían tocado a Jesús vivo, resucitado. Habían comido con Él. ¡Como no quedarse plantados mirando al cielo! El dolor por la ausencia. El dolor al verlo partir en medio de sus dudas. ¿Qué sería ahora de sus vidas? ¿Cómo enfrentarían los peligros del camino? ¿De dónde sacarían las fuerzas para comenzar de nuevo? Hasta ahora habían recorrido juntos el camino. ¿Cómo lo harían ahora? Imposible. No podrían sobrevivir. El miedo al fracaso, a la soledad, a la muerte. La incertidumbre de la vida que me espera. No sé todos los pasos que tengo que dar. Antes era más fácil, con Jesús vivo. Pero, ¿ahora? ¡Cuánto miedo a lo desconocido! Vieron a Jesús antes de la ascensión.
«Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron». Las dudas forman parte de la vida. Dudo con tanta
frecuencia. La duda, la desconfianza, el miedo, la desilusión. Jesús se va y me quedo solo. Tengo dudas. Siento la ausencia. Me cuesta no tocar su carne, no verle. Es el dolor que trae consigo
la separación. Surgen los miedos y las dudas. El dolor de la ausencia, de la soledad. Necesito estar cerca de Jesús para vencer los miedos. La duda a menudo está precedida de un fuerte amor. Pero las olas del mar arrecian. Y surge el miedo. Como le pasa a Pedro en el lago: «Pedro empieza a dudar y entonces empieza a hundirse. Para lo principal es mostrarles que en el corazón de Pedro quemaba, ardía un indecible amor al Señor y maestro»6. Pedro se lanza a andar sobre las aguas, pero duda. Los discípulos llegan a Galilea y ven a Jesús pero tienen miedo. Surgen las dudas y la desconfianza. Jesús me invita a no temer, a no dudar. No importa lo grandes que sean las dificultades. No importa el peligro que se cierna sobre mi vida. Dios me invita a ser santo. A estar con Él en medio de mis miedos. Me pide que confíe. Comenta el Papa Francisco: «No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría.
Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser. Depender de Él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a reconocer nuestra propia dignidad»7. Es necesario que Jesús ascienda para iniciar mi camino de santidad. De su mano. Confiado. Libre en su presencia. Con incertidumbres,  peligros y amenazas.  Pero  seguro de  su  mano.  Dios reserva las mejores batallas para  los mejores guerreros. Eso me consuela. No rehúyo la  entrega  ni  el  sacrificio. No  quiero dejar de lado mi generosidad. En medio de mis dudas le vuelvo a decir que a Jesús que asciende ante mis ojos. No

me quedo plantado mirando al cielo. Me pongo en camino. No permanezco quieto lleno de miedos y dudas. Me lleno de su amor. Busco su bendición para comenzar de nuevo el camino.

Los discípulos se quedan solos. Jesús desaparece entre las nubes. Se aleja: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas». Desaparece de su vista. Experimentan entonces la soledad. La soledad duele. Me cuesta aceptar la soledad en mi vida. ¡Cuántas personas viven  frustradas  en distintos estados de vida por no saber lidiar con su soledad! La soledad de los discípulos es la soledad    del que se ha sentido protegido, apoyado y cuidado y súbitamente deja de  tener  ese  apoyo.  Es  la soledad del que ya no cuenta con protección. Ya no hay red abajo cuando salta al vacío. Cuesta esa soledad hiriente. La soledad que surge al no sentirme comprendido,  querido,  tomado  en  cuenta, valorado, buscado, consultado. Esa soledad que siento en el alma  cuando  parecen no valorarme. Me siento abandonado. Traicionado. Es la soledad provocada por el aislamiento: «No queremos ser islas. La palabra aislado casi siempre trae resonancias negativas. Se aísla a los indeseables, a los impuros, a los que padecen alguna enfermedad contagiosa. Se aísla a los débiles en un mundo de alianzas y prestigio. Se aísla a los parias, a los culpables, a los que merecen el castigo»8. Esa soledad del aislamiento, la soledad no deseada, me duele en el alma que me aíslen. Siento que me marginan, me ignoran, no me toman en cuenta.
¿Cómo puedo llegar a besar esa soledad no querida? Me asusta la soledad del fracaso. Porque el éxito tiene que ver con ser tomado en cuenta. Y el fracaso me habla de olvido y desprecio. En los momentos en los que me siento aislado, dejado de lado, ninguneado, aprendo a besar la cruz de Jesús. Él lo vivió antes que yo y me enseña el camino. En esos momentos de aislamiento tampoco estoy solo. Jesús está conmigo en su cruz besando la mía. Es verdad que no deseo la soledad. Tampoco quiero que nadie se sienta aislado por mi culpa. A veces yo aíslo a otros. Los aparto de mi mundo, de mi mirada, de mi interés. No los veo y los aíslo. Experimentan por mi culpa la soledad que yo mismo quiero evitar.
Aíslo con gestos, con silencios, con palabras. Hago que otros se sientan solos, sin mi apoyo, sin mi cercanía y respeto. Me gustaría ser como Jesús que siempre acogía, nunca aislaba a nadie. Así quiero ser yo. Sé cuánto cuesta la soledad al sentir que no puedo compartir la vida con nadie. Duele en el alma el aislamiento. Muchas veces esa soledad sucede por mi incapacidad para crear lazos, para unir. Dice el Papa Francisco que hoy hay «una soledad con miedo al compromiso». Porque crear lazos implica comprometer la vida. Y hay hoy un miedo terrible al compromiso, a dar el sí para siempre, a emprender un camino incierto, inseguro. Hay mucho egoísmo. El miedo es muy fuerte en el alma. El corazón tiembla y se aísla. La soledad me oprime y me impide arriesgar. Esa soledad del miedo es la que muchos padecen hoy. Cuesta comprometerse. Tal vez es el miedo al fracaso, a que no resulte la apuesta. Y entonces prefiero estar solo antes que correr el riesgo de equivocarme. Esa soledad me vuelve egoísta, me vuelvo agrio, amargo. Es una soledad buscada y deseada. Vivo con amargura. Y con falta de paz añorando una vida mejor, más plena. Me quedo solo porque no quiero abrir la puerta de mi alma a nadie. Esa soledad hiere, duele por dentro. Yo mismo la he buscado sin quererlo.
Procede del miedo. Es la soledad de una vida que  se niega a  ser  fecunda,  a  abrirse,  a darse,  a morir para dar fruto, a amar hasta que duela. Además, hay otra soledad en la que Dios me salva. Es la  experiencia del que ha aprendido a vivir alegre con una soledad serena.  Duele también  esa  soledad. Todos estamos solos de alguna manera. En esa soledad toco el amor de Dios que no me abandona y comprendo mejor mi camino. Es la soledad besada, acogida, abrazada, aceptada. Leía el otro día: «La palabra soledad sea la que mejor expresa nuestra experiencia más inmediata y la que mejor nos capacite para entender nuestra condición de seres rotos. Cuanto más recapacito sobre la soledad, más pienso que su herida es una profunda incisión en la superficie de nuestra existencia, que se ha convertido en una fuente inagotable de belleza y de autocomprensión»9. Necesito aceptar mi soledad para empezar a caminar con paz por el camino de mi vida. Necesito comprender que estoy solo,  que  soy  un  luchador  solo  en medio  de  la vida, para poder amar entregándolo todo. En esa aceptación de  mi  camino  en  soledad  puedo encontrarme con Jesús que viene a mi encuentro. Y con los hombres que se acercan a mi vida. Mi    soledad aceptada trae paz, da paz. Es fecunda. Está llena de vida. Los discípulos me hablan hoy de esa soledad. Duele pero en ella está Dios. No se han quedado solos totalmente: «Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos». La presencia de Jesús en mi soledad me salva, me da

paz, me sostiene. Él no se va para siempre. Me envía su Espíritu para que no me sienta solo. Es la soledad bendecida por Dios. Camino con Jesús. Jesús se va conmigo, se queda. Me gusta pensar en Jesús a mi lado en mi vida. Él me devuelve la dignidad perdida. Me hace sentir amado y me da las fuerzas de las que a veces carezco.

Hoy Jesús me muestra el sentido de mi misión: «Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado». En el Evangelio de Marcos 16, 15-20 se detalla con más cuidado la misión: «A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». Jesús va con ellos confirmando sus obras. Haciendo milagros con sus manos.
Cambiando sus corazones con sus palabras. La fuerza del Espíritu hace de los apóstoles temerosos unos misioneros infatigables. No rehúyen la muerte con tal de proclamar el mensaje de Jesús. No tienen miedo ya a la soledad, al aislamiento, al fracaso, al rechazo. Me parece imposible. Tantas veces creo que mi misión es tener éxito. Un éxito tras otro. Un logro tras otro. Que los creyentes crezcan.
Que haya más santos a mi paso. Que se conviertan todos. Que Jesús acompañe mis señales. Que los enfermos sanen. Que los incrédulos crean. Que los que los que se sienten abandonados experimenten        la misericordia. Cargo sobre mis espaldas misiones imposibles. Tal vez demasiado pesadas. Coger serpientes con las manos. No morir siendo envenenado. Tocar el mal y no volverme malo. Curar enfermedades hondas y no enfermar yo mismo. Me da miedo  ser  misionero.  Me  dice  el  Papa Francisco: «Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión. En el fondo la santidad es vivir en unión con Él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con Él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor»10. Mi misión concreta pasa por reflejar los rasgos de Cristo con mi vida. Él me hace de nuevo para que pueda ser Cristo. Alter Christus. La misión más concreta es esa. Él asciende al cielo y yo me quedo abajo a continuar su misión. Él abre las puertas del cielo para que no me desespere en los fracasos humanos y sepa que la victoria final es de Dios. Y que       el mal nunca vence. Me deja solo no para que pierda la confianza sino para que confíe todavía más  en     su poder. En medio de las vicisitudes  de esta vida. En  medio del  mal  que me  rodea. Porque el mal existe. Y la injusticia. Y el odio. Y el deseo de venganza. Y el rencor. Conozco el hedor del mal en  muchos corazones. Y he probado la rabia en mi propia piel herida. El mal tiene rostro humano, manos      y pies. Tiene voz fuerte y hace ruido. El mal existe. Pero no es tan poderoso como el bien. Aunque en medio de esta vida mía  tal vez  no llegue a  saborear los  triunfos  que sueño.  Puede  que mi vida sea pobre en éxitos y  logros. Y  no sienta que mi misión la  he realizado  con éxito. ¿Seré  capaz de  hacer todo lo que creo que Dios me pide? La fidelidad sin tregua. El amor abnegado y sincero. El perdón continuo. El abrazo que calma la soledad del alma. La sonrisa constante, la esperanza inamovible.
Tengo claro que la misión que Jesús me confía supera mis capacidades. Y por eso Jesús me alienta:
«Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo». Su Espíritu me dará la fuerza para ser testigo. El P. Kentenich me recuerda mi misión: «Y nuestra misión consiste en preparar los caminos a la Madre de Dios, para que pueda dar a luz a Cristo de nuevo». Mi misión consiste en preparar el camino para que María engendre a Jesús en mi mundo, en mi alma, en mi entorno. Una misión que es más preparar que lograr. Más estar que hacer. Más darme que recibir. Y más luchar que vencer. Esa forma de pensar tiene que ver conmigo. No quiero ganar siempre. No quiero vencer en todas las batallas. No necesito el éxito. Como decía antes: «¿Qué es mejor, un marino o un submarino?». Sin duda dar la vida. Entregarlo todo por vencer. Luchar sin descanso. Y luego, alegrarme porque he luchado, porque no he sido cobarde, porque no he sido egoísta. La victoria ya es de Jesús que asciende entre aclamaciones. Él ya ha vencido y para siempre. Yo sólo lucho en medio del barro. Y confío. Y espero la victoria del bien sobre el mal. Eso me sostiene.





No hay comentarios.: