Hechos de los apóstoles 1, 1-11; Efesios 1, 17-23; Conclusión del santo
evangelio según san Mateo
«Galileos, ¿qué hacéis ahí
plantados mirando al cielo? El mismo Jesús
que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse»
13 Mayo 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Lo que le da sentido a mi sufrimiento es la meta que persigo.
El horizonte amplio
de un cielo lleno de estrellas. En el que mi vida tiene sentido
y vale la pena. Con mis capacidades y discapacidades»
Me gusta la mirada de María. Me gusta cómo
me mira. Me mira siempre cuando entro al santuario. Da igual dónde me siente.
Ella me mira. Y yo la miro a Ella. Nos miramos. En eso creo que consiste la
oración. En eso consiste el amor. Al principio, en toda relación, son necesarias las palabras. Pero luego,
con el paso del tiempo, las miradas tienen más importancia, más peso. Cuando
conozco a alguien basta con mirarlo para
saber en qué está pensando. O qué le preocupa. O qué quiere. El amor hace que
la mirada capte las más leves insinuaciones del alma. Sobran
las palabras. Leía el otro día: «Al principio la reina es la palabra. Hay
mucho que descubrir del otro. Con
el tiempo va ganando terreno
la presencia silenciosa. Basta con estar juntos,
porque la mirada
expresa más que
las palabras. En la relación
con Dios hallamos ese mismo
movimiento. Como toda relación, posee
su historia, su desarrollo»1. El silencio suple
la verborrea. No pasa nada por
estar en silencio. El uno frente al otro callados. Una mirada llena de sentido
basta. Llena el espacio infinito entre dos almas. Con María también sucede. Una
historia de amor con Ella. Ella me mira. Yo la miro. Nos miramos. Y en ese
intercambio de miradas sucede el milagro de su presencia transformadora. Su
abrazo eterno. Todo lo va llenando con su amor infinito. Creo que cuando amo
veo más de lo que veo cuando soy indiferente. El amor no es ciego. Ve debajo
del agua. Ve lo que nadie ve. Comenta Ortega y Gasset: «El amor, a quien pintan ciego, es vidente y perspicaz porque
el amante ve cosas que el indiferente no ve, y por eso ama»2. El amor hace que mi mirada sea más honda. Miro a María y veo en Ella
más de lo que vería si no la
quisiera. Y Ella ve todo lo que hay en mi corazón herido. Intento taparme y
Ella mira más hondo. Me gustaría aprender a mirar así. Es un arte que no
siempre domino. Camino rápido por la vida sin detenerme a mirar. El alma se me
llena de indiferencia al pasar de largo por delante de tantas cosas y personas.
No miro, simplemente mis ojos captan presencias, pero no se detienen ante
ellas. Mi mirada es poco profunda. Me quedo en lo que me molesta, en lo que
quisiera cambiar de los otros. Veo más sus miserias que sus riquezas. Lo que no
está bien, lo que me inquieta. Y paso por alto lo que funciona. No veo a Dios escondido bajo la piel.
No veo el rostro de Jesús en su rostro humano. No
miro bien, para ser sincero. María me puede enseñar a mirar como mira Ella. Ella observa.
Se detiene con calma. Ve que no tienen vino en Caná. Ve
que los apóstoles necesitan una Madre. Ve que su hijo necesitaba su presencia silenciosa en el calvario. María sabe mirar. Así mira Dios.
Así quiero mirar yo. Detenerme ante cada persona y mirar en lo más hondo. Hay
personas que te miran y sus ojos parece que llegan a lo más profundo del alma.
Es como si vieran lo que hay en mí sin
necesidad de dar explicaciones. Me miran y saben lo que siento, lo que me duele,
lo que me entristece. Dice la canción
«Color esperanza» de Diego
Torres: «Sé qué hay en tus ojos
con solo mirar.
Que estas cansado
de andar y de andar.
Y caminar girando
siempre en un lugar». Esa mirada es la de Dios. Por más que
intente ocultar mi estado, María lo descubre. Así quiero aprender a mirar yo.
Quiero acoger con los ojos. Sonreír cuando miro. Detenerme con mis ojos al
mirar, y evitar que mis pasos sigan su rumbo. El tiempo no siempre es tan
importante. Si aprendo a mirar me relajo. Dejo de darle tanta importancia a mi
agenda. A lo que me toca. El imprevisto manda. Me detengo ante el que sufre,
ante el que me necesita. No importa lo que está por venir. Vivo en presente.
Quiero aprender a mirar
con el corazón: «Debes dejar de mirar el mundo con la mente.
Tienes que mirarlo
con el
1 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
2 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
corazón. Así llegarás a conocer a Dios»3. Hay tantas personas
que necesitan ser
miradas así. Quiero
tener una mirada comprensiva que sepa acoger y ver a Dios en el alma de
aquel a quien miro. Necesito una mirada enaltecedora. A veces miro mal. Con desprecio, con odio, con rabia. Esa mirada hace daño. Me gustaría mirar con paz, con alegría,
con bondad. Una mirada bondadosa que levanta al caído, al que se siente herido, al que ha tocado el
desprecio de muchos. Una mirada que mira al que nadie mira. Al que no es digno
de ser mirado. Al culpable, al indigente, al que no tiene hogar, ni amigos, ni
recibe amor cada mañana. Esa mirada que sana el corazón herido es la que yo
quiero. Una mirada que brota de un amor verdadero. María me mira así. Y yo la
miro a Ella. Quiero aprender a mirar como Ella me mira. Quiero también aprender
a mirarme a mí mismo con paz. Con misericordia. Me recuerda la psicóloga Mirta
Medici: «Te deseo que te animes
a mirarte, y que te ames como eres». Una mirada
como la de Dios sobre mí mismo. Una mirada llena de comprensión y misericordia.
Cuando yo
era pequeño, no sé, tendría tres o cuatro años, me gustaba cargar con piedras
por el camino. Las cogía en un
punto. Las llevaba a otro. Piedras pesadas. Las cargaba con mucho esfuerzo.
Porque yo era pequeño y la piedra grande para mi tamaño. Hoy al ver las fotos
de entonces no entiendo muy bien el sentido de tanto esfuerzo. Seguro que en mi
corazón de niño sentía valor, estaba orgulloso de mi fuerza. No lo sé bien. Tal
vez competía conmigo mismo por ser capaz de lograrlo. Me fijaba una meta. Un
lugar lejano. Y me decía a mí mismo que lo iba a lograr. Y lo hacía. Veo a mi
madre detrás en una foto, sonriendo. ¿Qué pensaría mi madre? Allá yo con mis
locuras. Y me dejaba cargar con la piedra. No tenía sentido para un adulto.
Ningún sentido ese esfuerzo vano sin recompensa, sin premio. Pero ahí estaba yo
sudando, cargando una piedra inútil, demasiado pesada para mi altura. Ese
esfuerzo, quizás, fue formando mi alma. No lo sé. El otro día vi una película
que me conmovió: «Campeones». Cuenta
la historia de unos chicos
con discapacidad intelectual que sueñan con ganar
un título de baloncesto. Un sueño imposible. Una meta lejana. La vida misma. La
realidad. Ellos tienen una discapacidad. Una piedra demasiado pesada
aparentemente. Pero no por ello ven obstáculo alguno en luchar por lo que
quieren. Yo a veces corro el peligro de encasillar a las personas. Las
clasifico y decido lo que pueden y lo que no pueden lograr en la vida. Las
encasillo en sus discapacidades. Y de acuerdo a ellas les pongo sus límites,
sus topes. No tiene sentido que se esfuercen por una meta ilusoria. No lo van a
conseguir. Las desanimo. No van a llegar a la meta. Es verdad que hay un falso mito
que a veces me atrae:
«Sueña, esfuérzate, lucha y lograrás lo que quieres».
Hay algo de falso y algo de verdadero en este mito
que me venden para darme fuerzas. Lo verdadero es que los sueños hay que
cultivarlos. Es bueno soñar más allá de la pobreza de mi propia vida. Más allá
de mis discapacidades. Para no deprimirme y no perder la esperanza. Para no
vivir con desesperanza. Decía el psiquiatra Viktor
Frankl: «En el momento
en que ves un sentido
en tu sufrimiento, puedes moldearlo en un logro;
puedes convertir la tragedia en un triunfo
personal, pero debes
saber para qué.
Si las personas no pueden encontrar ningún sentido en absoluto a sus vidas,
tal vez tengan
algo con lo que vivir, pero no tendrán nada por lo que vivir». Soñar me llena de esperanza. Le da sentido
a mi vida. Y justifica que cargue muchos metros con
una piedra pesada entre mis brazos. Tiene un sentido para mí. Se justifica en
mi corazón. Persigo un sueño. Tal vez soy yo sólo el que lo veo. No importa. No
me desanimo. La lucha, el camino, el esfuerzo, el sudor, ya tienen sentido y
eso me llena de esperanza. Lo que no es cierto de esa primera afirmación es que
no siempre lograré la meta. No siempre seré campeón. No triunfaré en todas mis batallas. Tal vez mi sueño inicial
cambia con el paso del tiempo. Y el esfuerzo abre otros horizontes que me
iluminan el camino. No dejo de soñar. Pero no siempre obtendré aquello con lo
que sueño. Entonces lo importante es el sueño y la lucha. Es estar ahí
entregando la vida, en medio del camino. No tanto ser campeón. Me gusta cuando
esos chicos con discapacidad afirman que «ellos tienen capacidades diferentes». Diferentes a las que el mundo
valora. Es verdad. Tienen
capacidades quizás que yo no tengo. Y yo tengo discapacidades que ellos no
tienen. Y tal vez el mundo valora ciertas capacidades, sólo algunas, unas más
que otras. Y clasifica en un lugar aparte a los que no cumplen con esas
capacidades tan valoradas. Ellos, dentro de sus capacidades, luchan por lo que
quieren. Y necesitan, igual que yo también lo necesito, que alguien crea en
ellos, confíe en ellos. Y los anime a luchar por lo que pueden hacer con sus
vidas. Me gusta esa mirada positiva sobre la vida. Soñar siempre está en mis
manos. Esperar y luchar por lo que quiero también.
3 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
Ser campeón o sólo subcampeón ya no depende sólo de
mí. Depende de otras circunstancias. Y entonces al final del camino tengo que alegrarme como ellos en la película. Que disfrutan con el éxito de
los que han
vencido. Y comentan
con sencillez: «¿Qué es mejor, un marino o un submarino?». Está claro. La felicidad
no se encuentra en ser campeón siempre.
En vencer en todas las batallas. El prefijo
«sub» puede ser una oportunidad, una ventana, una forma
de sacar lo mejor de mí. Depende de mis ojos. Tal vez la mirada de los niños me
haga disfrutar más la vida de mi camino. El sufrir llevando una piedra pesada en
mis manos con la mirada puesta en una meta imposible. Lo que le da sentido a mi
sufrimiento es la meta que persigo. El horizonte amplio de un cielo lleno de
estrellas. En el que mi vida tiene sentido y vale la pena. Con mis capacidades
y discapacidades. No importa. Yo no dejo
de creer en las estrellas que marcan mi camino.
Miro mi vida y quisiera ser más santo,
más hondo, más generoso, más puro. Es el deseo de infinito
del corazón. Subir más alto. Soñar con cosas más grandes. Mi corazón es inconformista. Por eso desea un hombre nuevo, una comunidad
nueva, un nuevo orden social. Como decía el P.
Kentenich:
«Luchamos por
una misión santa,
luchamos por imprimirles los rasgos de Cristo a los tiempos
nuevos, al mundo nuevo que sin duda está despuntando»4. Es verdad. Es mi lucha. Quiero renovarme desde lo profundo
y renovar así todo lo que toco. Quiero ser nuevo sin despreciar lo
antiguo, lo de siempre. Nuevo sin amargarme cuando no todo cambia a mi
alrededor, en mi interior. Anhelo una santidad que me renueve desde mis
cimientos. Una santidad alegre y llena de vida. Una santidad que me dé
esperanza. Pero una y otra vez compruebo la debilidad de mi carne. Me topo con
la flaqueza de mi ánimo, con la torpeza de mis gestos. Me desanimo ante la
superficialidad de mi vida. Me abruman las tonterías que me preocupan
contantemente. Me asombran las nimiedades que me entristecen. Y las niñerías
que me quiten el sueño. Sin desearlo vuelvo encontrarme con esa carne herida
que yo mismo cargo como una losa sobre mis espaldas, entre mis manos rotas. Veo
la desnudez de mi historia y lo lejos que estoy de lo que sueño. Lo viejo vuelve
a surgir entre lo nuevo. Casi con más fuerza
que antes. Toco mis pecados de siempre. Anhelando yo un
estado de cielo que tal vez veré un día. Y pese a todo, con el dolor de mi
culpa, compruebo que Dios me ha elegido a mí precisamente por un motivo muy
concreto, por la grieta que surca mi alma. Curiosa elección la suya. Aun así me
tranquiliza saber que me quiere y me elige no porque lo haga todo bien. Y
frágil como soy me abismo día tras día sobre la debilidad de mis pasos. Y
tiendo las manos en un escorzo humano por
intentar ver el rostro de Jesús dibujado entre las nubes que cubren mi camino.
Sé muy bien que si no confío en su poder acabo perdiendo toda esperanza. Y mi
alegría no llegará nunca a ser plena. Ojalá lo fuera. Tengo en mi alma herida
un anhelo inmenso de infinito, algo así como un fuego que brota una y otra vez
desde mis entrañas.
Nunca se apaga. Corro por los caminos de la vida
queriendo encontrar sentido a todo lo que entrego, a todo lo que sueño y hago, a todo lo que
sufro y vivo. Quiero tener paz cada mañana y abrazar el amanecer con un rostro
alegre y despejado. Sin temer continuamente los fracasos posibles en todas mis
empresas. ¿Por qué me da tanto miedo que no me salgan bien las cosas? No lo sé
muy bien pero es como si cada día
tuviera que demostrarle al mundo cuánto valgo, o quizás a mí mismo. Ya no lo
sé. Lo que de verdad sé que es que la vanidad me atormenta y nubla mi mirada.
Tal vez necesito escuchar cada mañana que Dios me quiere de forma
incondicional. Es verdad que a veces lo siento. Pero otras veces se me turba el
ánimo al pensar que sólo desea que le presente buenas notas al final del día. Y
llego así yo esperando como un niño el premio prometido. Siento que no lo logro
y me deprime la mirada torva que imagino. Recriminado mi negligencia, mi
dejadez y mi pecado. Y yo que me esfuerzo por hacer todas las cosas nuevas.
Miro mi historia agradecido. Dios me da luz. Leía el otro día: «Releer la propia
vida ayuda a reconocer los deseos profundos que anidan en ella, así como nuevas
formas para vivir de manera diferente los propios fracasos. Como observaba el filósofo Santayana: - El hombre
que no conoce su
pasado está condenado a repetirlo»5. No
quiero caer en los mismos errores antiguos. En las mismas caídas torpes de
siempre. Vuelvo a levantarme y comienzo de nuevo. ¿Hará por fin Dios en mí todas las cosas nuevas? Le pido milagro
tras milagro. Volver a empezar. Volver a confiar. Sueño con un mar sin
fronteras. Con una tierra sin guerras. Con una fraternidad en la que no haya
barreras. Levanto la mirada
más allá de los límites.
Y creo que puedo cambiar
las cosas. No con grandes
ideas.
4 Kentenich Reader Tomo 1, Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
5 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
Más bien con pequeños gestos. Son los que marcan la
diferencia. La forma de vivir las mismas cosas. El fracaso y la pérdida. La
enfermedad y la muerte. La altura de una persona se mide en el abismo que no
controla. Cuando afloran todos los miedos y límites. Cuando me confronto con lo
que tanto temo. En ese momento se ve la altura de mi espíritu y la hondura de
mi alma. La verdad de lo que soy. La bondad de lo que vivo. En ese momento
decisivo comprendo cómo lo nuevo ha tomado cuerpo en mí haciendo que mi vida
sea diferente. Es lo importante, lo que cuenta, lo que queda como herencia para
los que he amado. La huella más profunda de una vida en la que el amor a los
demás, a la naturaleza, al hombre, es lo importante. Lo demás es más
inconsistente y pasajero. Lo que queda es lo verdadero. La bondad.
La generosidad que no se ensaya.
Quiero vivir así, haciéndolo todo nuevo.
Han transcurrido ya cuarenta días del tiempo
de Pascua. Cuarenta días desde la resurrección. Y Jesús
asciende ante los ojos atónitos de aquellos a los que ama: «Ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas
pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del
reino de Dios».
Han sido cuarenta
días de apariciones, de palabras, de encuentros. La Pascua es el paso de Dios por mi vida. Viene a mí
estando vivo. Viene a cambiar mi corazón y a llenarme de esperanza. La Pascua
es un tiempo de renovación, de alegría, de paz. Un tiempo de luz y esperanza en
medio de mis luchas y sinsabores. Pero Jesús no puede quedarse en cuerpo y alma
conmigo. Llega el momento de la ascensión: «Lo vieron
levantarse, hasta que
una nube se lo quitó
de la vista. Mientras miraban
fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos
de blanco, que les dijeron:
- Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando
al cielo? El mismo Jesús
que os ha dejado para subir al cielo volverá
como le habéis
visto marcharse». Jesús volverá.
Pero ahora los deja solos. Ahora me deja solo. Tiene mucho de tristeza
este día de la ascensión. No sé apreciar las pequeñas ganancias en las
grandes derrotas. No valoro su presencia en el Espíritu cuando he podido tocar
su carne. No veo más valiosa una presencia invisible que un abrazo de carne. No
me convence. ¿Por qué tiene que marcharse? Su ausencia me duele en lo más
profundo. Me gusta el abrazo de Jesús hecho carne, más que su caricia
espiritual en medio de su ausencia. Los apóstoles habían tocado a Jesús vivo,
resucitado. Habían comido con Él. ¡Como no quedarse plantados mirando al cielo!
El dolor por la ausencia. El dolor al verlo partir en medio de sus dudas. ¿Qué
sería ahora de sus vidas? ¿Cómo enfrentarían los peligros del camino? ¿De dónde
sacarían las fuerzas para comenzar de nuevo? Hasta ahora habían recorrido
juntos el camino. ¿Cómo lo harían ahora? Imposible. No podrían sobrevivir. El
miedo al fracaso, a la soledad, a la muerte. La incertidumbre de la vida que me
espera. No sé todos los pasos que tengo que dar. Antes era más fácil, con Jesús vivo. Pero, ¿ahora? ¡Cuánto
miedo a lo desconocido! Vieron a Jesús antes de la ascensión.
«Al verlo, ellos se postraron,
pero algunos dudaron». Las dudas forman parte de la vida. Dudo con tanta
frecuencia. La duda, la desconfianza, el miedo, la
desilusión. Jesús se va y me quedo solo. Tengo dudas. Siento la ausencia. Me
cuesta no tocar su carne, no verle. Es el dolor que trae consigo
la separación. Surgen los miedos y las dudas. El dolor de la ausencia, de
la soledad. Necesito estar cerca de Jesús para vencer los miedos. La duda a
menudo está precedida de un fuerte amor. Pero las olas del mar arrecian. Y
surge el miedo. Como le pasa a Pedro en el lago: «Pedro empieza a dudar y entonces empieza a hundirse. Para
mí lo principal es mostrarles que en el corazón de Pedro quemaba, ardía un indecible amor al Señor y maestro»6. Pedro se lanza a andar sobre las aguas,
pero duda. Los discípulos
llegan a Galilea y ven a Jesús pero tienen miedo.
Surgen las dudas
y la desconfianza. Jesús me invita a no temer, a no dudar. No importa lo
grandes que sean las dificultades. No importa el peligro que se cierna sobre mi
vida. Dios me invita a ser santo. A estar con Él en medio de mis miedos. Me
pide que confíe. Comenta el Papa Francisco: «No tengas
miedo de la santidad. No te quitará
fuerzas, vida o alegría.
Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó
cuando te creó y serás
fiel a tu propio ser.
Depender de Él nos libera de las esclavitudes y nos lleva
a reconocer nuestra
propia dignidad»7. Es necesario que
Jesús ascienda para iniciar mi camino de santidad. De su mano. Confiado.
Libre en su presencia. Con incertidumbres,
peligros y amenazas. Pero seguro de
su mano. Dios reserva las mejores batallas para los mejores guerreros. Eso me consuela. No
rehúyo la entrega ni
el sacrificio. No quiero dejar de lado mi generosidad. En medio de mis dudas le vuelvo a decir que sí a Jesús que asciende
ante mis ojos. No
me quedo plantado mirando al cielo. Me pongo en camino. No permanezco
quieto lleno de miedos y dudas. Me lleno
de su amor. Busco su bendición para comenzar de nuevo el camino.
Los discípulos se quedan solos. Jesús desaparece entre las nubes. Se aleja: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas». Desaparece
de su vista. Experimentan entonces la soledad. La soledad duele. Me cuesta
aceptar la soledad en mi vida. ¡Cuántas personas viven frustradas
en distintos estados de vida por no saber lidiar con su soledad! La
soledad de los discípulos es la soledad
del que se ha sentido protegido,
apoyado y cuidado y súbitamente deja de
tener ese apoyo.
Es la soledad del que ya no
cuenta con protección. Ya no hay red abajo cuando salta al vacío. Cuesta esa
soledad hiriente. La soledad que surge al no sentirme comprendido, querido,
tomado en cuenta, valorado, buscado, consultado. Esa
soledad que siento en el alma cuando parecen no valorarme. Me siento abandonado.
Traicionado. Es la soledad provocada por el aislamiento: «No queremos ser islas. La palabra aislado casi
siempre trae resonancias negativas. Se aísla
a los indeseables, a los impuros, a los que padecen alguna enfermedad contagiosa. Se aísla a los débiles
en un mundo de alianzas y prestigio. Se aísla a los
parias, a los culpables, a los que merecen el castigo»8. Esa soledad del aislamiento, la soledad
no deseada, me duele en el alma que me aíslen. Siento que me marginan, me ignoran, no me toman en cuenta.
¿Cómo puedo llegar a besar esa soledad no querida?
Me asusta la soledad del fracaso. Porque el éxito tiene que ver con ser tomado en cuenta.
Y el fracaso me habla de olvido
y desprecio. En los momentos en los que me siento aislado,
dejado de lado, ninguneado, aprendo a besar la cruz de Jesús. Él lo vivió antes
que yo y me enseña el camino. En esos momentos de aislamiento tampoco estoy
solo. Jesús está conmigo en su cruz besando la mía. Es verdad que no deseo la
soledad. Tampoco quiero que nadie se sienta aislado por mi culpa. A veces yo
aíslo a otros. Los aparto de mi mundo, de mi mirada, de mi interés. No los veo y los aíslo. Experimentan por mi culpa la soledad
que yo mismo quiero evitar.
Aíslo con gestos, con silencios, con palabras. Hago
que otros se sientan solos, sin mi apoyo, sin mi cercanía y respeto. Me
gustaría ser como Jesús que siempre acogía, nunca aislaba a nadie. Así quiero
ser yo. Sé cuánto cuesta la soledad al sentir que no puedo compartir la vida
con nadie. Duele en el alma el aislamiento. Muchas veces esa soledad sucede por
mi incapacidad para crear lazos, para unir. Dice el Papa Francisco que hoy hay «una soledad
con miedo al compromiso». Porque crear lazos implica comprometer la vida. Y hay hoy
un miedo terrible al compromiso, a dar el sí para siempre, a emprender un
camino incierto, inseguro. Hay mucho egoísmo. El miedo es muy fuerte en el
alma. El corazón tiembla y se aísla. La soledad me oprime y me impide
arriesgar. Esa soledad del miedo es la que muchos padecen hoy. Cuesta
comprometerse. Tal vez es el miedo al fracaso, a que no resulte la apuesta. Y
entonces prefiero estar solo antes que correr el riesgo de equivocarme. Esa
soledad me vuelve egoísta, me vuelvo agrio, amargo. Es una soledad buscada y
deseada. Vivo con amargura. Y con falta de paz añorando una vida mejor, más
plena. Me quedo solo porque no quiero abrir la puerta de mi alma a nadie. Esa soledad hiere, duele por dentro. Yo mismo la he buscado
sin quererlo.
Procede del miedo. Es la soledad de una vida que se niega a
ser fecunda, a
abrirse, a darse, a morir para dar fruto, a amar hasta que
duela. Además, hay otra soledad en la que Dios me salva. Es la experiencia del que ha aprendido a vivir
alegre con una soledad serena. Duele
también esa soledad. Todos estamos solos de alguna
manera. En esa soledad toco el amor de Dios que no me abandona y comprendo
mejor mi camino. Es la soledad besada, acogida, abrazada, aceptada. Leía el
otro día: «La palabra soledad
sea la que mejor expresa
nuestra experiencia más inmediata y la que mejor nos capacite para entender nuestra condición de seres rotos.
Cuanto más recapacito sobre la soledad,
más pienso que
su herida es una
profunda incisión en la superficie de nuestra existencia, que se ha convertido en una fuente
inagotable de belleza y de
autocomprensión»9. Necesito aceptar mi soledad para empezar a caminar con paz por el camino
de mi vida. Necesito comprender que estoy solo,
que soy un
luchador solo en medio
de la vida, para poder amar
entregándolo todo. En esa aceptación de
mi camino en
soledad puedo encontrarme con
Jesús que viene a mi encuentro. Y con los hombres que se acercan a mi vida. Mi soledad aceptada trae paz, da paz. Es
fecunda. Está llena de vida. Los discípulos me hablan hoy de esa soledad. Duele
pero en ella está Dios. No se han quedado solos totalmente: «Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
La presencia de Jesús en mi soledad
me salva, me da
paz, me sostiene. Él no se va para siempre. Me envía su Espíritu para que
no me sienta solo. Es la soledad bendecida por Dios. Camino con Jesús. Jesús se
va conmigo, se queda. Me gusta pensar en Jesús a mi lado en mi vida. Él me
devuelve la dignidad perdida. Me hace
sentir amado y me da las fuerzas de las que a veces carezco.
Hoy Jesús me muestra
el sentido de mi misión:
«Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo; enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado». En el Evangelio de Marcos 16, 15-20 se detalla con más cuidado la misión: «A
los que crean, les acompañarán estos signos: echarán
demonios en mi nombre, hablarán
lenguas nuevas, cogerán
serpientes en sus manos y, si
beben un veneno mortal, no les hará
daño. Impondrán las
manos a los enfermos, y quedarán sanos.
Ellos se fueron a pregonar
el Evangelio por todas partes,
y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales
que los acompañaban». Jesús va con ellos confirmando sus obras. Haciendo milagros con sus manos.
Cambiando sus corazones con sus palabras. La fuerza
del Espíritu hace de los apóstoles temerosos unos misioneros infatigables. No
rehúyen la muerte con tal de proclamar el mensaje de Jesús. No tienen miedo ya
a la soledad, al aislamiento, al fracaso, al rechazo. Me parece imposible.
Tantas veces creo que mi misión es tener éxito. Un éxito tras otro. Un logro
tras otro. Que los creyentes crezcan.
Que haya más santos a mi paso. Que se conviertan todos. Que Jesús
acompañe mis señales. Que los enfermos sanen. Que los incrédulos crean. Que los
que los que se sienten abandonados experimenten la misericordia. Cargo sobre mis
espaldas misiones imposibles. Tal vez demasiado pesadas. Coger serpientes con
las manos. No morir siendo envenenado. Tocar el mal y no volverme malo. Curar
enfermedades hondas y no enfermar yo mismo. Me da miedo ser
misionero. Me dice
el Papa Francisco: «Somos llamados a vivir la contemplación también
en medio de la acción,
y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la
propia misión. En el fondo la santidad es vivir en unión con Él los misterios de su vida.
Consiste en asociarse a la muerte
y resurrección del Señor de una manera
única y personal, en morir y resucitar constantemente con Él.
Pero también puede
implicar reproducir en la propia
existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta,
su vida comunitaria, su cercanía a los últimos,
su pobreza y otras manifestaciones de su entrega
por amor»10. Mi misión concreta
pasa por reflejar
los rasgos de Cristo con mi
vida. Él me hace de nuevo para que pueda ser Cristo. Alter Christus. La misión
más concreta es esa. Él asciende al
cielo y yo me quedo abajo a continuar su misión. Él abre las puertas del cielo
para que no me desespere en los fracasos humanos y sepa que la victoria final
es de Dios. Y que el mal nunca vence. Me deja solo
no para que pierda la confianza sino para que confíe todavía más en
su poder. En medio de las vicisitudes
de esta vida. En medio del mal
que me rodea. Porque el mal
existe. Y la injusticia. Y el odio. Y el deseo de venganza. Y el rencor.
Conozco el hedor del mal en muchos
corazones. Y he probado la rabia en mi propia piel herida. El mal tiene rostro
humano, manos y pies. Tiene voz fuerte
y hace ruido. El mal existe. Pero no es tan poderoso como el bien. Aunque en
medio de esta vida mía tal vez no llegue a
saborear los triunfos que sueño.
Puede que mi vida sea pobre en
éxitos y logros. Y no sienta que mi misión la he realizado
con éxito. ¿Seré capaz de hacer todo lo que creo que Dios me pide? La
fidelidad sin tregua. El amor abnegado y sincero. El perdón continuo. El abrazo que calma la soledad del alma. La sonrisa constante, la esperanza inamovible.
Tengo claro que la misión que Jesús
me confía supera mis capacidades. Y por eso Jesús me alienta:
«Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea,
en Samaria y hasta los
confines del mundo». Su Espíritu me dará la fuerza para ser testigo. El P. Kentenich me
recuerda mi misión: «Y nuestra misión consiste en preparar
los caminos a la Madre
de Dios, para
que pueda dar
a luz a Cristo de nuevo». Mi misión consiste en preparar el camino para que María engendre a Jesús en
mi mundo, en mi alma, en mi entorno. Una misión que es más preparar que lograr.
Más estar que hacer. Más darme que recibir. Y más luchar que vencer. Esa forma
de pensar tiene que ver conmigo. No quiero ganar siempre. No quiero vencer
en todas las batallas. No necesito el éxito. Como decía antes:
«¿Qué es mejor, un marino o un submarino?». Sin duda dar la
vida. Entregarlo todo por vencer. Luchar sin descanso. Y luego, alegrarme
porque he luchado, porque no he sido cobarde, porque no he sido egoísta. La
victoria ya es de Jesús que asciende entre aclamaciones. Él ya ha vencido y
para siempre. Yo sólo lucho en medio del barro. Y confío.
Y espero la victoria del bien sobre
el mal. Eso me sostiene.
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