Padres de Schoenstatt: cuiden a las familias y sean testigos
de la misericordia, pide el Papa
Maria Fischer sep 03, 2015
VATICANO, VIS/M. Fischer •
Contemplación, servicio, fraternidad. Tres aptitudes de la
vida sacerdotal que el Papa ha propuesto a los participantes en el Capítulo
General de los Padres de Schoenstatt. El nuevo Superior General, el P. Juan
Pablo Catoggio – a quien el Santo Padre conoce personalmente y muy bien desde
Buenos Aires – junto a los participantes del Capitulo General fueron recibidos
hoy, 3 de septiembre, por el Santo Padre Francisco.
El Papa encomendó tres cosas a los Padres. ”En primer lugar,
acompañar y cuidar a las familias… para que vivan santamente su alianza de amor
y de vida, especialmente a aquellas que atraviesan por momentos de crisis o
dificultad. En segundo lugar, y pensando en el próximo Jubileo de la
Misericordia, que dediquen mucho tiempo al Sacramento de la Reconciliación.
Sean grandes perdonadores… Que en sus comunidades sean testigos de la
misericordia y la ternura de Dios. Y en tercer lugar, les pido que recen por
mí, porque lo necesito”, concluyó.
Publicamos aquí el texto completo:
Queridos hermanos sacerdotes,
Estoy contento de estar con ustedes en este encuentro. Y
agradezco a Juan Pablo (Catoggio, Superior General del Instituto Padres de
Schoenstatt) estas palabras, así como el testimonio de afecto en nombre de los
miembros del Movimiento. Todavía yo también tengo vivo en mi memoria el
encuentro del año pasado.
El V Capítulo General que acaban ustedes de celebrar tiene
lugar en el 50° aniversario de la fundación del Instituto por parte del P. José
Kentenich. Y tras estos años de recorrido les preocupa mantener vivo el carisma
fundacional y la capacidad de saber transmitirlo a los más jóvenes. A mí
también me preocupa, ¡eh!, que lo mantengan el carisma y lo transmitan, de tal
manera que siga inspirando y sosteniendo sus vidas y su misión. Ustedes saben
que un carisma no es una pieza de museo, que permanece intacta en una vitrina,
para ser contemplada y nada más. La fidelidad, el mantener puro el carisma, no
significa de ningún modo encerrarlo en una botella sellada, como si fuera agua
destilada, para que no se contamine con el exterior. No, el carisma no se
conserva teniéndolo guardado; hay que abrirlo y dejar que salga, para que entre
en contacto con la realidad, con las personas, con sus inquietudes y sus
problemas. Y así, en ese este encuentro fecundo con la realidad, el carisma
crece, se renueva y también la realidad se transforma, se transfigura por la
fuerza espiritual que ese carisma lleva consigo.
El P. Kentenich lo expresaba muy bien cuando decía que había
que estar «con el oído en el corazón de Dios y la mano en el pulso del tiempo».
Aquí están los dos pilares de una auténtica vida espiritual.
Por una parte, el contacto con Dios. Él tiene la primacía,
nos ha amado primero; antes de que a nosotros se nos ocurra algo, Él ya nos ha
precedido con su amor inmenso. Y San Pablo nos advierte que no nos atribuyamos
cosa alguna, como si fuera nuestra, sino que la capacidad nos viene de Dios
(cf. 2 Co 3,4-6). Hoy, en el Oficio divino, la lectura de san Gregorio Magno
nos hablaba del sacerdote que está puesto como atalaya en medio del pueblo,
para ver desde lejos todo lo que se acerca (cf. Homilía sobre Ezequiel,
Lib.1,11,4). Así es el sacerdote. Me refiero al sacerdote despierto porque el
dormido, por más arriba que esté, no ve nada, ¿no? Así es el sacerdote. Como el
resto de sus hermanos, también él está en la llanura de su debilidad, de sus
pocas fuerzas. Pero el Señor lo llama para que se eleve, para que suba al
atalaya de la oración, a la altura de Dios; lo llama a entrar en diálogo con
él: diálogo de amor, de padre a hijo, de hermano a hermano, diálogo en el que
se siente el latir del corazón de Dios y se aprende a ver más lejos, más en
profundidad. Y siempre me impresionó la figura de Moisés, ¿no?, que estaba en
medio del pueblo, en medio de los líos, de las peleas con el faraón, problemas
por resolver graves, como cuando estaba a la orilla del mar y vio venir el
ejército del faraón: “¿qué hago ahora?”. Un hombre a quien Dios llamaba a ser
atalaya. Los llevó arriba y hablaba cara a cara. ¡Qué tipazo!, hubiéramos dicho
nosotros. Y qué dice la Biblia: era el hombre más humilde que había sobre la
tierra. No hubo hombre tan humilde como Moisés. Cuando nos dejamos elevar al
atalaya de la oración, a la intimidad con Dios para servir a los hermanos, el
signo es la humildad. No sé, mídanse con eso. En cambio, cuando son medio
“gallitos”, medio suficientes, es porque estamos a mitad de camino o creemos
que nosotros nos valemos.
El Señor nos espera en la oración –por favor, no la dejen-,
en la contemplación de su Palabra, en el rezo de la Liturgia de las Horas. No
es buen camino descuidar la oración o, peor aún, abandonarla con la excusa de
un ministerio absorbente, porque «si el Señor no edifica construye la casa, en
vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1). Sería un grave error pensar que el
carisma se mantiene vivo concentrándose en las estructuras externas, en los
esquemas, en los métodos, en la forma. Dios nos libre del espíritu del de
funcionalismo, eh! La vitalidad del carisma radica en el «primer amor» (cf. Ap
2,4). Del segundo capítulo de Jeremías, ¿no?, “yo me acuerdo de los años de tu
juventud, cuando me seguías contenta por el desierto. El primer amor, volver al
primer amor. Ese primer amor renovado día a día, en la disposición a escuchar y
responder con generosidad enamorada. En la contemplación, al abrimos a la
novedad del Espíritu, a las sorpresas, como vos dijiste, dejamos que el Señor
nos sorprenda y abra caminos de gracia en nuestra vida. Y se opera en nosotros
ese sano y necesario descentramiento, en el que nosotros nos apartamos para que
Cristo ocupe el centro de nuestra vida. Por favor, sean descentrados. Nunca en
el centro.
El segundo pilar está constituido por la expresión: «tomar
el pulso del tiempo», de la realidad, de las personas. No hay que tenerle miedo
a la realidad. Y la realidad hay que tomarla como viene, como el arquero cuando
patean la pelota y de allí, de allí, de donde viene, trata de atajarla. Allí
nos espera el Señor, allí se nos comunica y se nos revela. El diálogo con Dios
en la oración nos lleva también a escuchar su voz en las personas y en las
situaciones que nos rodean. No son dos oídos distintos, uno para Dios y otro
para la realidad. Cuando nos encontramos con nuestros hermanos, especialmente
con aquellos que a los ojos nuestros o del mundo son menos agradables, ¿qué
vemos? ¿Nos damos cuenta de que Dios los ama, de que tienen la misma carne que
Cristo asumió o me quedo indiferente ante sus problemas? ¿Qué me pide el Señor
en esa situación? Tomar el pulso a la realidad requiere la contemplación, el
trato familiar con Dios, la oración constante y tantas veces aburrida, pero que
desemboca en el servicio. En la oración aprendemos a no pasar de largo ante
Cristo que sufre en sus hermanos. En la oración, aprendemos a servir.
¡El servicio, esa nota dominante en la vida de un sacerdote!
No en vano el nuestro es un sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio
bautismal. Ustedes son, prácticamente, la última realidad del Movimiento
fundada por el Padre Kentenich; y esto encierra una gran lección, es algo
hermoso. Este ser los «últimos» refleja de modo claro el puesto que ocupan los
sacerdotes en relación a sus hermanos: El sacerdote no está más arriba, ni por
delante de los demás, sino que camina con ellos, amándolos con el mismo amor de
Cristo, que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por
muchos (cf. Mt 20,28). Creo que aquí está en esencia lo que el fundador de
ustedes quiso para los sacerdotes: servir desinteresadamente a la Iglesia, a
todas las comunidades, el Movimiento, para mantener su unidad y su misión. El
sacerdote, por una parte, ha de subir al atalaya de la contemplación para
entrar en el corazón de Dios y, por otra parte, ha de abajarse –progresar es
abajarse, ¡eh!, en la vida cristiana-, ha de abajarse continuamente en el
servicio, y lavar, curar y vendar las heridas de sus hermanos. Tantas heridas
morales y espirituales, que los tienen postrados fuera del camino de la vida.
Pidamos al Señor que nos dé unas espaldas como las suyas, fuertes para cargar
en ellas a los que no tienen esperanza, a los que parecen estar perdidos, a
aquellos que nadie dedica ni siquiera una mirada… y, por favor, que nos libre
del «escalafonismo» en nuestra vida sacerdotal.
Ciertamente es una tarea exigente, que se hace llevadera y
hasta hermosa con la fraternidad sacerdotal. Por favor, solos nunca. El
ministerio presbiteral no se puede concebir de una manera individual o, peor
aún, individualista. La fraternidad es gran escuela de discipulado. Supone
mucha entrega de sí a Dios y a los hermanos, nos ayuda a crecer en la caridad y
en la unidad, y hace que nuestro testimonio de vida sea más fecundo. No somos
nosotros los que elegimos a nuestros hermanos, pero sí somos nosotros quienes
podemos hacer la opción consciente y fecunda de amarlos así como son, con
defectos y virtudes, con límites y potencialidades. Por favor, que en sus
comunidades nunca haya indiferencia. Compórtense como hombres; si surgen
discusiones o diferencias de pareceres, no se preocupen, mejor el calor de la
discusión que la frialdad de la indiferencia, verdadero sepulcro de la caridad
fraterna. Al final, con el amor, la comprensión, el diálogo, el afecto sincero,
la oración y la penitencia, todo se supera, y la fraternidad cobra nueva
fuerza, nuevo empuje, llenando de gozo su sacerdocio. Aprendan a aguantarse, a
pelearse y a perdonarse. Sobre todo, aprendan a quererse.
Contemplación, servicio, fraternidad. Quería compartir con
ustedes estas tres aptitudes que pueden ser de ayuda en la vida sacerdotal.
Al final de nuestro encuentro, permítanme que les encomiende
humildemente tres cosas. En primer lugar, acompañar y cuidar a las familias,
necesitan ser acompañadas, para que vivan santamente su alianza de amor y de
vida, especialmente a aquellas que atraviesan por momentos de crisis o
dificultad. En segundo lugar, y pensando en el próximo jubileo de la
misericordia, que dediquen mucho tiempo al sacramento de la reconciliación.
Sean grandes perdonadores, por favor. A mí me hace bien recordar a un fraile de
Buenos Aires, que es un gran perdonador. Tiene casi mi edad y, a veces le
agarran escrúpulos, de haber perdonado demasiado. Y un día le pregunté: “¿Y vos
qué hacés cuando te agarran los escrúpulos?” – “Voy a la capilla, miro el
sagrario, y le digo: Señor, perdoname, hoy perdoné demasiado, pero que quede
claro que el mal ejemplo me lo diste vos”. Que sean en sus comunidades sean
testigos de la misericordia y la ternura de Dios. Y en tercer lugar, les pido
que recen por mí, porque lo necesito. Los encomiendo con afecto al cuidado de
nuestra Madre Tres Veces Admirable. Y que Dios los bendiga. Gracias.
Saludo del P. Juan Pablo Catoggio al Santo Padre:
Querido Santo Padre,
Muchas gracias por recibirnos! Fue un deseo de todo el
Capítulo poder tener un encuentro con Usted. Aun recordamos vivamente el
encuentro que tuvimos como Movimiento de Schoenstatt con Usted con motivo del
centenario del movimiento el 24 de octubre del año pasado. Es muy fuerte lo que
Usted significa para nosotros, el impacto de su persona, de su vida, de su
palabra, sus gestos, y ciertamente de sus propuestas pastorales. Nos sentimos
muy identificados con su visión y su mensaje, y nos sentimos muy interpelados
por su testimonio de vida. Por eso, Santo Padre, muchas gracias de corazón. Le
agradecemos muchas iniciativas como el Sínodo de la Familia, el año de la vida
consagrada y el año de la misericordia que ha convocado y que encontraron mucha
acogida en nosotros.
Somos una comunidad muy joven y aun pequeña, aunque tenemos
casas en 15 países y atendemos el movimiento de Schoenstatt en 30 países, en
cuatro continentes.
Celebramos 50 años de nuestra fundación, en la fase final
del concilio. Y acabamos recién el 5 Capítulo General.
Un tema central del Capítulo y de su documento final es
“Schoenstatt en salida”, tomando esta expresión tan suya y de su programa
misionero. Estuvo muy presente en nuestras deliberaciones. Queremos esforzarnos
por ser también nosotros un “Schoenstatt en salida”, abierto, que sale al
encuentro de todos los hombres, también ciertamente de los más marginados y
excluidos. Queremos aportar a todos desde la riqueza de nuestro carisma, unido
inseparablemente al Santuario de la Virgen de Schoenstatt y a la Alianza de
Amor que sellamos con Ella. Sentimos que debemos ser de modo especial
“Sacerdotes del Santuario” y “Sacerdotes de la Alianza”, y desde una fuerte
pastoral de Santuarios queremos comprometernos en la construcción de una
cultura del encuentro, como Usted insiste tantas veces. Esa cultura del
encuentro significa para nosotros una cultura de la alianza y de los vínculos.
Y en ese sentido quisiéramos servir a la Iglesia ayudando para que todos
experimenten más a María como Madre, que nos acoge, que nos transforma y educa
en su amor, que hace más hermanos, que nos invita a ser sus instrumentos al
servicio de los demás. Con su corazón maternal María hace que la Iglesia sea
hogar y madre para todos. Por eso simbólicamente queremos regalarle el
Santuario, en esta pequeña réplica y le entregamos la “llave” del Santuario. Y
queremos invitarlo con mucho gusto a que visite “su” Santuario si es posible en
alguna visita a Alemania.
Una y otra vez sentimos que no estamos a la altura de
nuestra vocación y misión – si acaso es posible estar a la altura! – y por eso
anhelamos e imploramos que el Espíritu de Dios nos renueve, nos regale un
corazón contemplativo, una profunda intimidad con Jesús, el don siempre
gratuito de la santidad sacerdotal. Anhelamos participar más hondamente del
carisma de nuestro Fundador, siendo más instrumentos de María, más sacerdotes
según el corazón del Buen Pastor, más padres espirituales al servicio de
nuestros hermanos, más maestros del encuentro y de la alianza. Ese esfuerzo de
nuestra parte se lo ofrecemos como nuestro regalo espiritual y lo ofrecemos por
Usted y por su servicio como Pastor de todos, así como nos pide siempre que
recemos.
Fuente: Schoenstatt.org