Hechos de los apóstoles 9,26-31; 1 Juan 3, 18-24; Juan 15,1-8
«Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se
realizará»
29 Abril 2018 P. Carlos
Padilla Esteban
«Empiezo
un nuevo camino con el corazón alegre. Prodigando sonrisas. Sin agobiarme por
lo que ha de venir. Sin temer los contratiempos que a veces tanto me asustan»
Reconozco en mi corazón muchas resistencias. Apegos que me impiden abrazar con alegría la suerte que me trae cada día.
Veo el camino trazado y me quedo en los espinos, en los contratiempos. Y mis
quejas llenan mi corazón de amargura. ¿De qué hablas? Me pregunto. De lo que
abunda en mi corazón. Me respondo. Y es así. Llevo mi discurso grabado a fuego.
Afloran con prontitud mi rabia y mi ira. Como si la vida fuera injusta con mi
suerte. ¿Cómo puedo saber si lo que me sucede es de verdad lo que Dios ha
pensado para mí? El Dios de mi vida, que camina conmigo y va tejiendo mis días,
me habla, me ama. Decía el P. Kentenich: «¿Cuál
es la fuente de conocimiento? Es el Dios de la vida, que a través de su guía y
conducción siempre nos ha dado a conocer su deseo de manera sumamente luminosa
(clara). La ley de la puerta abierta o el gran mundo de la fe en la divina providencia»[1]. A través de Dios voy viendo lo que me conviene. Lo que me hace bien. ¿Pero
todo me hace bien? Hay cosas que me hacen daño. ¡Cómo me va a hacer bien la
muerte de un ser querido! No tengo respuestas para todo. Aunque crea firmemente
en el amor que Dios me tiene. No todo me encaja a la perfección. Y temo que las
piezas de mi puzle no armonicen perfectamente. Si me quiere bien, ¿de dónde
viene tanto mal? No quiero ser sabio en respuestas de libro. Prefiero caminar
con pausa, en medio de la incertidumbre. Descubrir la luz oculta dentro del
pozo. Acompañar dolores y sinsabores. Sin tener todas las respuestas posibles.
Besar las cruces que tengo y las que otros cargan. Veo las resistencias que hay
en mi alma para besar la cruz. Me resisto a sufrir, a perder la vida, a que me
toquen lo que con tanta pasión defiendo como propio. Me resisto a la crítica, a
la difamación, a la humillación, a perder el control de mi vida. ¡Cuánto
orgullo corre por mis venas! Me siento ofendido enseguida. ¿Será que soy
demasiado susceptible? ¿Y si tengo razón y todos se equivocan? ¿Están ellos mal
y yo bien? Es como si el mundo hiciera las cosas de forma equivocada. Y me
hiciera daño. Me siento ultrajado, herido, ofendido. Casi de forma inmediata.
Mi piel es muy sensible. La ofensa querida o no querida hace mella. Me importa.
Me duele. Me quejo. Sufro. Me altero. Hablo de los que me han hecho daño. Me
recreo en su culpa. Guardo rencor y los condeno. Para que no hagan daño a nadie
más, me digo. Soy el juez. Un buen juez que sabe lo que está bien y lo que no
procede. Soy como Dios. Leía el otro día: «Entonces
eres tú quien determina el bien y el mal. Te conviertes en juez. Y para
complicar aún más las cosas, lo que determinas que es bueno cambiará con el
tiempo y las circunstancias. Y luego, peor todavía, hay miles de millones de
seres humanos, cada uno de los cuales determina lo que es bueno y lo que es
malo. Así que cuando tu bien y tu mal chocan con los de tu vecino, surgen
peleas y discusiones, y hasta estallan guerras»[2]. El odio genera deseo de venganza. Mi bien y mi mal chocan con otras
miradas. El daño recibido hace surgir el deseo de hacer daño. Mis quejas me
llenan de una rabia que me hace perder el control y la paz. Mi resistencia a
sufrir es muy grande. Mi resistencia a aceptar la realidad tal y como es, no
como yo me la figuro, no como quisiera. Me cuesta mucho besar el mal que me
oprime. Perdonar al que me hace daño. Bendecir a Dios por lo que veo una
tragedia, un daño sin sentido. No quiero ni la enfermedad ni la muerte. Ni la
humillación ni el desprecio. Cuido mi buen nombre. Mi fama. Mi imagen. Mis
planes trazados a fuego para que nadie los cambie. Y si parece que Dios
pretende alterar mi ruta, me bloqueo. Me ciego. No quiero perder lo que poseo. Tal
vez me tomo demasiado en serio. Y al mismo tiempo no le doy importancia a mis
propias faltas. Las minimizo. Y agrando, no sé bien cómo, todas las faltas de
los que me rodean. Ellos sí que son culpables por el mal que hacen, pienso. Me
hacen daño con sus actitudes. Y yo no quiero sufrir. Creo que siempre tengo
razón. Pocas veces me equivoco. Mi resistencia a no tener razón. A estar
equivocado. A haberme confundido y haber hecho daño a otros. ¿Me cuesta pedir
perdón? Sí. Mi resistencia a mostrarme débil, frágil, pobre. Soy un hombre sin
un rumbo claro. Con fragilidades inconfesables. Tiemblo al ver mi carne herida.
Me cuesta aceptarme así ante Dios y ante los hombres. Beso la cruz de mis resistencias. Quiero ser más de Dios.
Me gusta abrazar cada mañana la vida que poseo. Levantarme con la esperanza dibujada en el alma. Esperándolo todo sin temer
nada. ¿Por qué a veces tengo tantos miedos que me quitan la paz? Empiezo un
nuevo camino con el corazón alegre. Prodigando sonrisas. Sin agobiarme por lo
que ha de venir. Sin temer los contratiempos que a veces tanto me asustan. Me
cuesta mucho que me cambien los planes trazados. No confío tanto en mi Dios
como a veces digo. A la hora de la verdad me vuelvo cobarde, sujeto yo las
riendas de mi vida. Como dice el P. Kentenich: «Son sólo muy pocos los que pueden rezar con el Señor, desde el fondo
de su corazón, las palabras del Señor: - Hágase tu voluntad en la tierra como
en el cielo. Son sólo muy pocos los que, en cada situación de la vida, pueden
repetir: - Dios lo quiere: así sea. Nada sucede por casualidad, todo viene de
su bondad. Dios es Padre, Dios es bueno; bueno es todo lo que Él hace. Son sólo
muy pocos los que pueden rezar con Nicolás de Flüe: - ¡Señor mío y Dios mío!
¡Aparta de mí todo lo que me separe de ti! ¡Dame todo lo que me lleve a ti!»[3]. Quizás no esté yo entre esos pocos con corazón confiado. Tal vez no tenga
yo esa mirada de los niños. Y me den miedo las circunstancias adversas, la
muerte prematura, el abandono inesperado, el futuro incierto. Me gusta empezar
un nuevo día sin miedo en mis pasos, sin temer sobresaltos. Me gustan las
personas que sonríen desde que amanece hasta que el día muere. Me alegran el
alma las miradas puras que saben ver el sol escondido detrás de las nubes
luchando por dar la cara. Me conmueven los que lloran ante la belleza que sus
ojos contemplan. Y los que se ríen al pasear por caminos infinitos pensando en
el don de sus vidas. Me gustan los que ven esperanza cuando parece que está
todo perdido. Y los que mantienen sus certezas intactas habiendo sufrido
grandes pérdidas. El otro día leía: «Es
importante que el joven demuestre que puede adquirir dos certezas que hacen a
la persona libre afectivamente, a saber, la certeza que proviene de la
experiencia de haber sido ya amado y la certeza, igualmente experimentada, de
saber amar»[4]. Dos certezas son necesarias para aprender a vivir. ¿Las tengo? La certeza
de saber que Dios me ama. Saber que me ha creado por amor. Que me ha elegido
para ser su instrumento y me necesita por lo que soy, más que por lo que hago. Dios
sabe cómo soy en lo más profundo, mientras que yo intento torpemente tapar mis
maldades. Me quiere haga lo que haga. Cuando me alejo contrariado. Cuando me
quedo a su lado molesto por mis límites. Cuando le digo que lo amo y luego me
olvido. Cuando prometo lo imposible, y luego temo y cambio de idea. Cuando me
enfado con Él por lo que ha permitido en mi vida. Siempre de nuevo quiero
mantener la misma certeza. Dios no se aleja de mí. A Dios sólo le pido eso, que
esté a mi lado. Que no se vaya. Basta con su presencia silenciosa aunque no me
dé respuestas. Basta con su sonrisa oculta que yo descubro en otros rostros. Me
basta su silencio: «Dios habla con su
silencio. El silencio de Dios es una palabra. Su Verbo es soledad. La soledad
en Dios no es una ausencia. Es su propio ser, su silenciosa trascendencia»[5]. El silencio de Dios me habla de su compañía callada. De su amor abnegado que
siempre pronuncia un sí sobre mi vida. No hay rechazo en su silencio, ni en su
mirada. No hay olvido, ni desprecio. Su silencio es la acogida de un Padre que
sabe lo que necesita su hijo cuando regresa a casa dolorido. Yo necesito que me
comprenda. Que me acepte como soy. Que me mire con alegría. Que me agradezca
por mis esfuerzos. Que no se asuste al ver mis pecados y traiciones. Mi ropa
sucia. Mis faltas. Necesito que se conmueva ante mi debilidad. Y me mire con
misericordia infinita. Esa mirada de Dios sobre mí es mi certeza primera.
Saberme amado de forma incondicional. Y la segunda certeza es la de saber yo amar.
¿He aprendido a hacerlo? Deseo tener un amor en algo parecido al suyo. Es
verdad que a veces me siento tan lejos. Quiero aprender a amar con un corazón
paciente, alegre, humilde y callado. Amar sin muchas palabras. Con muchas
sonrisas. Con la vida entregada a cada paso. Quiero aprender a amar. Es la
certeza de saber que amo. A algunas personas más. A otras tal vez menos. Pero
un amor sincero y hondo, verdadero. Quiero amar como Dios me ama a mí.
Aceptando las caídas de los que me aman. Mirando con misericordia la debilidad
de aquel a quien amo y a veces tanto le exijo. Porque sé que amo exigiendo que
aquel a quien amo cambie. Pido que sea diferente, mejor, para poder aceptarlo.
Lo miro y le pido lo que no puede darme. Lo quiero si es distinto. Lo acepto si
se comporta de otra forma. Pido lo imposible y me quedo tranquilo creyendo que
estoy en lo cierto, que soy justo. ¡Qué lejos estoy de amar con madurez! Un
amor que no lleva cuentas del mal y tampoco del bien. Un amor que ama sin pedir
nada a cambio, aceptando la asimetría de la entrega. Reconociendo que lo
importante es todo lo que doy. No lo que a cambio recibo. Como dice el Papa
Francisco: «Si aceptamos que el amor de
Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar,
entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan
sido injustos con nosotros»[6]. Ese amor imposible es el que siempre deseo. Es la otra certeza sobre la que construyo mi vida. Mi capacidad de amar
como Dios me ama.
Siempre me conmueve la historia de Saulo que se convierte
en Pablo. El Saulo apasionado que persigue a los cristianos. El
Saulo que cree hacer lo que Dios le pide. Matando a los enemigos de Dios, a los
traidores. Y luego el Saulo que descubre la verdad y su verdadero nombre. Será
Pablo a partir de Damasco. Pero no todos creen con facilidad al que había sido
un perseguidor de cristianos. Desconfían:
«En aquellos días, llegado Pablo a
Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo,
porque no se fiaban de que fuera realmente discípulo. Entonces Bernabé se lo
presentó a los apóstoles. Saulo les contó cómo había visto al Señor en el
camino lo que le había dicho y cómo en Damasco había predicado públicamente el
nombre de Jesús». Los discípulos habían conocido a Jesús en su vida mortal.
Lo habían amado. Se habían sabido amados por Él. Pero Pablo sólo lo conoció en
esa aparición en el camino a Damasco. Era un apóstol de segunda categoría. Un
asesino convertido en apóstol. Parece imposible el cambio. Miro mi propio corazón
cuando me comparo despreciando a otros. Pienso que soy mejor que ellos. Tal vez
me siento más digno y juzgo. O desconfío de los que no son como yo. De los
conversos que acaban de llegar a la Iglesia. Yo también miraría a Pablo con
desconfianza. No era de pura raza. No venía de ese grupo inicial de amigos
íntimos de Jesús. No había vivido lo mismo que ellos. La alegría, la pasión, el
amor, los sueños, los peces, la barca, la montaña. Y luego el dolor, el miedo,
la traición, la pérdida, la sangre, la cruz. Ellos llevaban marcada en la piel
la huella de un amor imposible. Habían sufrido, habían amado. Pero aquel Pablo
con pretensión de apóstol acababa de conocer a Jesús. Era sólo un extraño, un
advenedizo. Había matado cristianos. ¿Cómo se podía aceptar como apóstol a
alguien con ese pasado? ¿Cómo confiar en él? El pasado siempre pesa. Dicen que
hoy gracias a internet nuestro pasado nos sigue siempre. Nuestras historias.
Nuestras caídas. Nuestros robos. Todo se sabe y es conocido. Si quiero
encontrar un trabajo antes buscarán rastros de mi pasado por la red. ¿Se puede
volver a empezar? ¿Es posible cambiar de vida y ser perdonado? ¿O estoy
condenado a cargar con mi historia como un peso que me impide hacer las cosas
bien a partir de ahora? Recuerdo la historia de un joven temeroso que siempre
decía: «Soy un cobarde. Mi padre me lo
dice siempre. Yo no elegí ser como soy. No lo haré mejor. Nunca lo hago mejor».
Esa actitud tenía algo positivo. Porque, como sé muy bien: «Casi todos los hombres prefieren negar la verdad antes que
enfrentarse a ella». Este joven aceptaba su realidad. Su cobardía. Sus
miedos. Sus límites. Ese es siempre el comienzo para cambiar. Es difícil
encontrarme con personas que reconozcan sus límites en público y estén
dispuestos a ser tratados de acuerdo a su debilidad. Es un milagro encontrar un
corazón así. Pero el peligro es cuando dejo de creer que puedo ser mejor. Dejo
de pensar que en mi oscuridad hay algo de luz. Y el peso de mi pasado es
demasiado grande. No quiero que sea así. Sé
que en mis debilidades hay algo de fortaleza. El camino es saber apreciar mis
debilidades. Mirarlas con libertad. No angustiarme al verlas en mí una y otra
vez. Y luego ser capaz de apreciar mis fortalezas y saber qué es lo que Dios
quiere que entregue. No todo en mí son debilidades. Necesito fortaleza y valor
para ponerme en marcha. Para actuar de acuerdo a lo que creo. Para confiar en
todo lo que puedo llegar a hacer. Es la fe en mí mismo y en lo que Dios puede
hacer conmigo. Pablo era consciente de sus debilidades. Se gloriaba en ellas.
Conocía a la perfección su historia y la contaba no con orgullo, pero sí con
cierta paz. Y sabía que muchos podrían condenarlo en su corazón y tratarlo con
desprecio. Yo no quiero que me traten con desprecio. Tal vez por eso me escondo
bajo apariencias. Oculto mi pasado. O pretendo mostrar una imagen distinta a lo
que soy. Para que me acepten y quieran. El problema es que yo mismo dudo de mis
capacidades. Porque tal vez alguien, quizás un día mi padre, me dijo que no
podía. Que no era tan bueno como otros. Que no llegaría a la meta. Y entonces
me creí que si no tenía talento para algunas cosas, no lo tendría para nada en
absoluto. Me engañaba. Dios me ha dado muchos talentos que veces se esconden
debajo de mis flaquezas. Y por eso creo que Jesús puede hacer milagros con mi
vida. Con mi historia tal y como es. Con mis heridas perdonadas. Con mis
debilidades aceptadas. Puede sacar luz de mi oscuridad, libertad de mis
dependencias. Puede sacar valor de mis cobardías. Virtud de mis pecados. Paz de
mis heridas. Puede hacer que mi vida brille desde la debilidad, no desde la
grandeza de mi elocuencia o desde el poder de mi fuerza innata. Una luz que no
es mía que brilla en medio de mis sombras. Y saca lo mejor que hay en mí para
hacerlo fecundo. Paso de ser un Saulo perseguidor a ser un Pablo enamorado. Un
salto de fe. De confianza. Quiero creer en todo lo que hay en mí para poder
creer en la bondad y en la fuerza que hay en los que Dios pone en mi camino. No
desconfío. Ni de mí mismo. Ni de aquellos que Dios envía como instrumentos.
Como dice el P. Kentenich: «Santo es
quien vive santamente. Por lo tanto no es santo quien sabe mucho sobre la
santidad, sino quien santamente duerme, come, escucha confesiones, juega, etc.,
esto es, quien realiza santamente todas las acciones de su rutina diaria. Quien
realiza de modo extraordinario las cosas ordinarias»[7]. Santo desde mi debilidad. Desde mi historia como es, no como quisiera que
fuera conocida. Desde mi rostro humillado. Desde mi voz quebrada. Desde mis
manos rotas. Así brilla Dios en mí cada
mañana.
Sé que mis obras marcan mi camino. Son lo más importante que tengo. Más que mis palabras y promesas. Dice el
apóstol S. Juan: «Hijos míos, no amemos
de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos
de la verdad». No quiero amar de palabra. Quiero amar con obras. Es lo que
queda al final de mi camino. La forma cómo trato a los que me rodean. En la
película «Wonder» el protagonista es
un niño que nace con una deformidad en el rostro. Llama la atención y no es
aceptado. Lo ven diferente y se apartan de él sin conocerlo. El director del
colegio le dice a un alumno: «Él no puede
cambiar cómo se ve. Pero tú sí puedes cambiar cómo lo ves». Este niño acaba
cambiando a sus compañeros. Saca lo mejor de ellos. Lo verdadero que tienen. Su
bondad escondida. Mis obras es lo que queda detrás de mis palabras. Mi forma de
amar a los demás en verdad y con obras. No sólo de palabra. Las palabras se las
lleva el viento. Quiero vivir en la verdad. Pero para eso tengo que profundizar
y no quedarme en la superficie de las cosas y personas. No me quedo en lo que
yo soy por fuera. En lo que los demás muestran en apariencia. Como dice S.
Ignacio de Loyola: «El amor se debe poner más en las obras que en
las palabras». Las obras quedan. La forma cómo reacciono ante una
contrariedad. La manera de acompañar al que me necesita. Mi actitud ante las
dificultades del camino. Mi forma de enfrentar la vida con sus problemas y
grandezas. Me gusta pensar que mis obras son mis mayores monumentos. Son el
legado que dejo. Por eso me duele tanto cuando mis obras no se corresponden con
lo que yo deseo. Porque tienen mentira. Porque no hay bondad en ellas. Y me
duele no ser como quiero ser. Y me entristece tropezar con la misma piedra y no
estar a la altura. ¿Cómo son mis obras? ¿Cómo es mi mirada? Conozco una persona
que tiene un sensor innato para lo que es verdadero. Sabe cuándo algo es
mentira, falso, pose o fingimiento. Y se conmueve ante lo verdadero que hay en
una persona. Creo que esa mirada pura es la que yo necesito. Para mirar detrás
de la apariencia. Para profundizar y tocar lo verdadero de cada uno. Lo
verdadero en mí. Lo verdadero en los que me rodean. Jesús me dice hoy: «Yo soy la verdadera vid». Es el que
tiene palabras llenas de verdad. Es el que sabe cómo soy y me sigue amando. Es
el que conoce mis anhelos más profundos y los ama. Sé que las personas
verdaderas sacan mi verdad. Y las que viven en la mentira me hacen mentiroso.
Todo se contagia. Leía el otro día: «Allí
donde no hay belleza y verdad, el individuo pierde a la vez la misma libertad natural
de dejarse atraer por la belleza de las cosas, de los ideales y de la esperanza
de construir dicha libertad a la medida, por pequeña y limitada que sea, de la
propia historia»[8]. Cuando vivo en la mentira. Cuando no soy veraz. Construyo ambientes en los
que dejo de desear la verdad. La atmósfera que crean mis obras determina mi
ánimo, mi actitud interior. En una atmósfera que hace soñar con altos ideales,
saco lo mejor que hay en mí. Pero en un ambiente de pantano, sucio y
envenenado, me conformo con sobrevivir. La verdad de las personas me hace más
verdadero. La mentira me hace más mentiroso. Lo he comprobado. Hay personas a
las que les gusta sacar siempre temas de conversación escabrosos. Pecados
públicos, escándalos, o suciedades que sólo ellos conocen. Creen tal vez que al
hacerlo ellos brillan más en medio de la podredumbre. Pero no es así. El que
crea ambientes de pantano con sus palabras acaba bajando el nivel de los ideales.
Se ensucia, se envilece. Ante tanta miseria deja de abundar la esperanza. En
medio de la oscuridad casi no brilla la luz de los santos. Por eso me gusta la
verdad de las personas verdaderas. Que tienen luz y hablan de esperanza. Que
siembran obras de misericordia y no se quedan prendidos en la miseria. Cuando
hablo mucho de lo que está mal a mi alrededor a lo mejor es que lo necesito
porque mi alma no está en paz, está envenenada, está oscura. ¿De qué hablo yo
con frecuencia? ¿Qué temas me gusta sacar en las conversaciones? Hablar de las
caídas de los otros. De su fealdad. De sus errores. No me hace mejor a mí. Más
bien me envenena. La maledicencia siempre envenena. El hablar de lo que está mal
ensucia lo que sí está bien. Oculta la belleza. Es como si tuviera más fuerza
el pecado que se ve que la virtud que permanece oculta. Por eso prefiero callar
a crear esas atmósferas que tanto mal hacen. Quiero tener una mirada pura para
ver la belleza y el bien. Quiero tener una mirada honda que aprenda a no
quedarse en la superficie de las cosas.
Sólo si conozco lo que hay dentro sabré amar lo verdadero y bueno que hay en
cada persona.
Hoy Jesús me pide que permanezca unido a Él como el
sarmiento permanece unido a la vid: «A todo sarmiento mío que no da fruto lo
arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Permaneced en
mí, Yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no
permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la
vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y Yo en él, ese da fruto
abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo
tiran fuera, como el sarmiento, y se seca». Me queda claro. Si no
permanezco en Cristo no doy fruto. Si no estoy unido a Él en lo importante, no
tengo vida en abundancia. Me quedo pensando. ¡Cuántas veces comienzo el día sin
Él! Enfrento dificultades y tensiones de la vida sin contar con Él. Decido sin
preguntarle. Y cuando no está Él en lo cotidiano, me acabo secando. El
sarmiento de mi vida tiene que estar unido a la vid. A menudo no descanso en
Dios. No permanezco en Él. El P. Kentenich habla de «la virtud moral que hace al ser humano capaz de apreciarse a sí mismo
como de escasa valía si está separado de Dios, pero muy valioso si está unido a
Él»[9]. Valgo más unido a Dios. Valgo menos si estoy separado. Pienso en el poder
de mis manos. En la fuerza sanadora de mis palabras. En el poder de una motivación
que enciende el alma. Todo eso unido a Dios tiene más fuerza, más poder, hace
milagros. Pero cuando hago lo mismo separado de Él, no doy fruto. No hay
hondura en mi vida. Falta Dios. Es cierto que estoy apegado al mundo y me fijo
más en los talentos humanos. Los mismos que aprecia el mundo en mí. La forma de
comunicar, de contagiar, de encender. Las palabras, los gestos. Todo muy
humano. Separado de Dios no doy fruto. A veces corro el riesgo de verlo todo
con ojos demasiado humanos. Me gusta leer lo que en hechos de los apóstoles
dice S. Pablo contando la historia del pueblo de Israel y hablando de David: «Les dio por rey a David, de quien dijo
estas hermosas palabras: - He encontrado en David, hijo de Jesé, un hombre
según mi corazón. Él cumplirá en todo mi voluntad». Me dio luz esa
expresión. Un hombre según el corazón de Dios. Un hombre a la medida de Dios.
¿Cómo es mi corazón? ¿Es como el corazón de Dios? ¿Estoy hecho a su imagen? A
veces creo que mi corazón está hecho a imagen del mundo. De acuerdo a las
necesidades del mundo. Y por eso valoro los mismos talentos que el mundo
valora. Busco estar conectado con la voz del mundo. Lo que pasa en el mundo. Es
verdad que ahí me habla Dios también. Eso lo tengo claro. Me habla a través de
las circunstancias de mi vida. Está escondido bajo la apariencia humana. Pero
los criterios de Dios son otros. Aunque yo quiera aplicar criterios humanos a
todo lo que hago y sueño. Quiero tener un alma enamorada de Dios. Porque el
amor asemeja. Y si amo a Dios Él me irá asemejando a su corazón. El otro día
leía: «El alma contemplativa que ha
aprendido el lenguaje del Esposo se parece a una mujer enamorada que se sabe
intensamente amada y que espera reunirse de nuevo con su amado por la noche. A
lo largo del día, aun sin encontrarlo a él, ve por todas partes señales de su
presencia. Le siente en todas partes, ve signos no sólo de su presencia, sino
de la atención que él le presta y le parece que él no deja de hablarla, aunque
no le vea. Va preparándola en silencio para el encuentro de esa noche, cuando
por fin puedan hablar. Está ahí como un perfume, presente en todas partes,
aunque no se pueda saber de dónde viene»[10]. Así quisiera vivir cada día. Buscando el perfume de la presencia de Dios.
Buscando ese amor que me busca y acompaña en silencio aunque yo no lo vea como
veo a los hombres. Lo siento presente en ellos, en lo que me sucede, en todo.
Sé que vivir atado a la vida de Dios supone beber de una fuente que no se
agota. Aunque mi alma me siga diciendo que no basta, que no es suficiente. Que
necesita más para calmar la sed más honda. Hay un dicho en latín que expresa
esa sed que sufro: «Nunquam satis». Nunca
es bastante. El anhelo que tengo de Dios es infinito. La sed de un agua que no
me deje insatisfecho como me pasa cuando bebo de las cosas que me ofrece el
mundo. Quiero vivir unido a Dios, a Cristo, a María. Sólo sucede cuando
invierto tiempo para estar con Él. A su lado, en su presencia. Cuando aprendo a
beber de su corazón. A respirar en su atmósfera. A pensar como piensa Dios. A amar
como Él me ama. No sé si estoy siempre unido a su vida. Más bien creo que no
siempre. Pero tengo claro que cuando empiezo a pensar sólo en mis planes, en
mis formas, en mis métodos, me seco. Y me olvido de su amor que me desborda. De
su poder en mí. Ese poder que supera todas mis capacidades. Que hace que tenga
luz todo lo que tiene oscuridad. Dios multiplica mis panes y mis peces. Hace
fecunda mi vida cuando yo sólo me dedico a sembrar semillas. El sarmiento lejos
de la vid se muere. Como yo lejos de Dios. La oración no es obligación. Nunca
lo puede ser. Es más bien una necesidad. Un diálogo de amor que me llena. Cuando
no rezo me seco. Cuando no rezo pierdo la paciencia con facilidad. Cuando no
rezo estoy inquieto y tenso. Pierdo la paz. Cuando no rezo creo que soy yo solo el que mueve el mundo con mis
manos.
Dios necesita mis fuerzas humanas para entregar su amor a
los hombres. Me dice hoy que si me mantengo unido a Él y pido lo que
deseo se realizará: «Si permanecéis en mí,
y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis
discípulos míos». Si guardo las palabras de Dios daré fruto, tendré vida y paz. Si soy dócil
a su voz Dios hará milagros conmigo. Porque Dios construye sobre mi naturaleza
débil y caída. No desprecia nada de lo humano que hay en mí. Decía el P.
Kentenich: «La santidad no pretende
eliminar las pasiones naturales, sino mejorarlas y ennoblecerlas. Dado que no
hay hombre sin pasiones, que no hay grandes hombres sin grandes pasiones, el
hombre santo conecta sus pasiones con la verdadera santidad y con las obras de
apostolado. De ese modo domestica los instintos salvajes y animales que haya en
el alma, orientándose así hacia las virtudes heroicas»[11]. Tengo grandes pasiones en mi alma. Sé que no son ni buenas ni malas. Son sólo
sentimientos que brotan en lo más hondo. Decía el Papa Francisco en la
Exhortación Amoris Laetitia: «Experimentar
una emoción no es algo moralmente bueno ni malo en sí mismo. Comenzar a sentir deseo
o rechazo no es pecaminoso ni reprochable. Lo que es bueno o malo es el acto
que uno realice movido o acompañado por una pasión. Sentir gusto por alguien no
significa de por sí que sea un bien. Si con ese gusto yo busco que esa persona
se convierta en mi esclava, el sentimiento estará al servicio de mi egoísmo.
Creer que somos buenos sólo porque sentimos cosas es un tremendo engaño». Lo importante es lo que
hago con lo que siento. Las consecuencias de mis deseos en mis actos. Las obras
que construyen mi vida. ¿De dónde nace todo lo que hago? ¿De dónde brotan todos
mis sentimientos? Dudo a veces. No lo sé. ¿Es bueno todo lo que siento? Mis
pasiones, mis deseos, mis inclinaciones, mis pulsiones. A veces me turbo ante
lo que hay en mi interior. Quisiera tener un corazón más puro. Para así sentir
lo que Dios quiere que sienta. Pero no siempre sucede y me lleno de miedos y
agobios. Me turban mis emociones confusas en mi alma inquieta. Hoy sé que si
estoy unido a Jesús y rezo, se realizará lo que pido. Recuerdo la frase de S.
Agustín: «Ama y haz lo que quieras». En medio de mis conflictos y dudas.
Si actúo movido por el amor, haré lo correcto. Le pido a Dios movido por el
amor. Le pido anclado en lo profundo de su corazón. Le pido y se realizará lo
que pido. Porque permanezco en Él. Con los criterios de su amor. A vece no sé
pedir lo que me conviene. No es magia. Es una invitación a vivir en Dios. Mi
vida será fecunda en Él. Él hará los milagros. Quiero ser discípulo de Jesús. Quiero
seguir sus pasos siempre y sentir como Él siente.