domingo, octubre 29, 2017

Domingo XXX Tiempo Ordinario
Éxodo 22, 20-26; 1 Tesalonicenses 1, 5c-10; Mateo 22, 34-40

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

29 Octubre 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Un amor que no quiere poseer sino liberar. Un amor que no ama por obligación, sino con libertad.

Porque no puedo amar por necesidad. No quiero amores que me quiten la paz y la libertad»

A veces me parece que no formulo bien las preguntas y por eso no me entienden. No saben lo que pretendo decir y me contestan lo que no quiero oír. O su repuesta va por un lado distinto al que yo había imaginado. El otro día un niño respondió mal a un problema planteado por el profesor. La pregunta rezaba: «Escribe con dígitos los números siguientes». Aparecía una lista de números escritos con letra. El niño al contestar colocó al lado de cada número el número siguiente: Treinta (31). El profesor lo que quería es que pusiera en dígitos el número que aparecía escrito en letras. Por eso entendió que estaba mal la respuesta y le dio cero puntos. En realidad el niño había interpretado mal la pregunta. El número siguiente significaba para él lo que él escribió. La falta de entendimiento supuso un suspenso y la frustración del niño. Todo por haber formulado la pregunta de tal manera que puede ser interpretada de formas diferentes. A veces me pasa a mí lo mismo. Hago una pregunta y creo que todos deben entenderme. Digo algo y pienso que sólo hay una interpretación posible de mis palabras. Pero me equivoco. No siempre mis palabras son bien entendidas. Leen entre líneas. Interpretan mis afirmaciones. No siempre está tan claro lo que digo. En una ocasión un marido me contó algo que le pasó en su matrimonio. Estando con su mujer en los primeros años de casados ella le confesó conmovida: «Nunca he querido a nadie más que a ti». El marido guardó silencio un momento largo pensando. No quería equivocarse en la respuesta. No sabía bien a qué se refería ella. Estaba claro que antes de su mujer había tenido otras novias. Podía decirle que la quería  mucho, pero no que no hubiera amado a nadie más en su vida antes que a ella. Pero antes de responder preguntó. A lo mejor la estaba entendiendo mal. Buscó aclararlo. Efectivamente, su mujer no quería decir que nunca antes hubiera habido otra persona en su vida. El «más» de su afirmación se refería a la intensidad de su amor hacia él. Nunca antes había amado con tanta intensidad. Nunca había querido con esa hondura, de esa forma tan pura y verdadera. Ella esperaba de él la misma respuesta. Por eso sintió pena al percibir las dudas de su marido. Menos mal que pudieron aclararlo y no lo dejaron pasar. Él respondió lo mismo. Nunca había amado de esa forma. Se rieron. Los  malos entendidos son muy frecuentes en nuestra vida. Nos alejan de personas. Crean conflictos innecesarios. Por culpa de las confusiones nos sentimos heridos. Nos duele el desamor y la ofensa.
Tengo que reconocer que no siempre formulo bien las preguntas que hago. Y no siempre digo con claridad lo que pienso, lo que quiero, lo que espero. A veces callo y creo que los demás saben por dónde voy. Pero tengo que aceptar que mis silencios se pueden interpretar de muchas formas. A veces me enfado y no dejo ver claro el motivo de mi rabia. Los malos entendidos me alejan de las personas a las que más quiero. Juzgo mal sus gestos, sus silencios, sus palabras, sus acciones y sus omisiones. Pongo en el corazón del otro deseos que no existen. Creo que piensa de una manera cuando no es así. Creo ver lo que no hay en sus motivaciones. Veo intenciones ocultas que nunca han existido en su alma. A veces es necesario aclarar las cosas para evitar un daño mayor. Me detengo, aclaro, pregunto. Guardo silencio. Escucho mejor. ¡Qué sano preguntar antes de hablar de más, antes de sentirme ofendido! Las palabras no son unívocas. ¡Cuánto tengo que cuidar las palabras que digo y las que callo! No tiene un único significado todo lo que hago. Una frase no siempre significa lo mismo, depende de lugar de la coma, de la forma como la expreso, de los gestos corporales que la acompañan, depende de quien lo escucha. En ocasiones no sé interpretar bien lo


que me quieren decir. Y no siempre logro decir lo que de verdad siento y pienso. Creo que la confianza es la piedra angular de toda relación. La confianza en el otro es la base del amor. Confianza en lo que piensa, en lo que siente. Confianza en su verdad. En su sinceridad. En su amor. Comenta Ernest Hemingway: «La mejor forma de saber si puedes confiar en alguien es ofreciendo primero tu confianza». Ser confiado es un don, una gracia que tengo que pedirle a Dios cada mañana. Puede que haya perdido la confianza en alguna persona. Puede que alguien me haya defraudado. Sé que la desconfianza es el caldo de cultivo para la ira, la rabia, el rechazo, los malos entendidos y los juicios de valor. Si creo en la bondad y en el amor que hay en el otro no voy a interpretar nunca mal sus intenciones. Y si me han herido a mí, tendré que aprender a confiar de nuevo en aquel que me hirió pero sé que me ama. Necesito hacerlo por mi bien, por mi libertad interior. Quiero volver a pensar que esa persona a la que amo me quiere y que tal vez se ha confundido en sus palabras. O ha dado por supuestas ciertas cosas. O ha dicho lo que no quería decir. O quizás he malinterpretado yo sus palabras. Tengo que saber perdonar y volver a confiar. Creer en el otro. Es un camino largo. Quiero aprender a mirar con amor a los demás, sin prejuicios, sin juicios. Y cuando realmente confío sucede lo que leía el otro día: «Confiar no es saber todo sobre alguien, sino no necesitar saberlo». Si confío dejaré de mirar con lupa todo lo que el otro hace. No lo controlaré. No intentaré saber todo lo que piensa y hace. No dudaré de él, ni de sus palabras. Creeré en su bondad, en sus buenas intenciones. Y me bastará para vivir con paz y no inquieto. Puedo confiar en muchas personas. Prefiero ser ingenuo e inocente. Prefiero pecar de confiado antes que ser desconfiado en esta vida.

Creo que tengo poca tolerancia a la frustración. Hago planes y persigo objetivos. Pero súbitamente todo se viene abajo. Un imprevisto, un imponderable. Algo frustra mis planes. Me rebelo, me lleno de ira y rabia. Me desaliento y pierdo la esperanza. Me pongo negativo y triste. Definitivamente tengo un problema. Mi poca tolerancia a la frustración me hace infeliz. Tal vez es que desde niño me acostumbré a lograr todo lo que quería. O la vida me lo puso fácil. O fueron mis padres con su afán de protección. Por eso quizás no desarrollé la fuerza interior necesaria para vencer los obstáculos, sin darme por vencido. Veo a tantas personas que se hunden ante la más pequeña contrariedad en sus vidas. Como esos niños caprichosos que se creen con derecho a poseer todo lo que desean. Sin esfuerzo. Sin sacrificio. Sin exigencia. No hay lucha. No existen los obstáculos. Los padres solucionadores de problemas dejan el camino allanado a sus hijos. Les hacen un flaco favor. Les evitan posibles fracasos y golpes. Por evitar sus caídas los hacen débiles. No quieren que tengan que esforzarse. Corro el riesgo de volverme blando y cómodo cuando busco a personas que me solucionen los problemas. Busco a alguien que me lo ponga todo más fácil. Alguien que me consiga lo que me hace falta. Ante cualquier problema busco esa ayuda. Me ahogo en un vaso de agua y no sé ver lo bueno oculto en lo malo que me sucede. Me lleno de rabia y rencor, echando la culpa de mi fracaso a un mundo injusto. Y utilizo expresiones que me hacen daño, porque son falsas: «Siempre  me sale todo mal a mí. Nunca logro lo que deseo. Siempre hay otros que triunfan. Siempre soy yo el que fracasa». Esos pensamientos negativos sobre mí mismo me hacen daño. Esa imagen falsa de la vida se mete dentro del alma. Esos sentimientos al mirar mi camino me llevan a perder la esperanza en el futuro. Entonces me vuelvo negativo y todo lo veo mal. No hay matices en mis juicios. Todo me parece blanco o negro. No veo los grises que me permiten mirar la vida de otro color. Travis Bradberry habla sobre las actitudes tóxicas: «Si no adoptas una perspectiva objetiva, tus emociones seguirán sesgando tu percepción de la realidad y serás vulnerable al efecto de los monólogos internos pesimistas, que pueden impedirte aprovechar todo tu potencial». Ante mi enfado y frustración me vuelvo vulnerable. Dejo de aprovechar mi potencial. Dejo de ver la luz. Cedo al pesimismo. Me amargo y me vuelvo crítico. No dejo que otros triunfen a mi lado, los juzgo. Tengo poca tolerancia a la frustración. Quiero aprender a cambiar mi forma de pensar. Ante las contrariedades de la vida me levanto y lucho. No me quedo lamentándome mientras me lamo las heridas. Vuelvo a la lucha, no me doy por vencido. Me gusta la actitud de los que nunca se cansan de entregar la vida, un día tras otro. Esa fuerza infinita es la que me hace resiliente. Capaz de enfrentar las dificultades del camino. Entonces logro ver lo bueno que hay en mí y en los hombres. Veo la bondad en los que antes sólo veía lo malo. Decía el P. Kentenich: «Debemos reconocerles a los demás el derecho a su modo de ser. Por eso, educarnos primero nosotros y ver en el otro más lo positivo, lo valioso, antes que poner siempre en primer lugar lo que en él no me agrada. No es que queramos negar lo que haya de negativo, Dios lo sabe. Por el


contrario, será muy valioso si sabemos claramente, uno del otro, donde está la pequeña o la gran originalidad y donde empieza el defecto»1. Aceptar los defectos. Ver las virtudes y los talentos. No convertir las propias debilidades en barreras infranqueables, en obstáculos insalvables. Soy historia por hacer y me voy haciendo cada día desde mi barro. Tengo mucho potencial que todavía no he explotado.
Semillas que han de morir para dar vida. Quiero creer en todo lo que puedo llegar a ser. Miro lo bueno que hay en mí, la semilla escondida, y eso me ayuda a ver lo bueno que hay en los demás. Quiero que mi frustración no me llene de amargura. Es el peor de los sentimientos. Porque acaba con la luz y me hace infeliz. Y logra que no vea lo bueno en los demás, ni en mí mismo. Y dejo de alegrarme con la felicidad ajena. Quiero mirar con luz y paz la vida de los demás. Aprender de las contrariedades del camino que me exigen paciencia y un espíritu positivo ante la vida. La fuerza de volver a empezar. Así suele ser en mi vida. Las dificultades me tienen que hacer más fuerte. Más de Dios. En los fracasos me vuelvo más humilde. Cuando caigo me levanto y vuelvo a empezar consciente de lo que tengo y de lo que me falta. Sé cuáles son mis dones y mis carencias. Veo mi misión con claridad. No lo veo todo negro. Puedo fracasar, puedo salir adelante. No veo que todo sea blanco. Puedo vencer igual que puedo caer derrotado. No siempre es fracaso no ganar una batalla. La guerra de la vida es muy larga. Y en todas las batallas que enfrente podré ganar o perder. Pero al final es Dios el que vence en mí cuando me dejo moldear por Él. Me gusta mirar así la vida. Caigo de nuevo. Caigo y me levanto. No vivo frustrado y enfadado con el mundo. No busco enemigos por todas partes. Me alegro de lo que tengo. Y acepto que no todo lo puedo conseguir en esta vida. Sé que mis tropiezos me enseñarán a caminar más lejos. Y en medio de mis caídas me levantaré y no me quedaré derrotado. Me gusta esta forma de ver la vida.

Hoy Jesús me habla del principal mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero». En primer lugar el amor a Dios. Pero no un amor cualquiera. Es un amor que me consume por entero. Todo mi corazón, toda mi alma, todo mi ser. Todo lo que soy. Un amor integrado. ¡Qué lejos estoy de alcanzarlo! ¡Me siento tan pequeño! Quiero amar así a Dios pero no lo hago. He puesto en su lugar otros dioses que persigo con mayor ahínco. Los puedo tocar, tienen ojos y cara. Son dioses de carne, de piedra, de oro. Hago una lista de esos dioses a los que amo, a los que les doy mi sí cada mañana. A los que me entrego en cuerpo y alma. Son el dinero, la fama, el respeto de los hombres, el honor en la victoria, la gloria, el reconocimiento del mundo, el deporte, el trabajo, la diversión, los juegos, el placer, el móvil, la lectura, las aficiones. Una lista larga de dioses a los que amo y sirvo. Muchos de ellos me hacen bien, alegran mi alma. Se convierten en dioses tiranos cuando me esclavizan, cuando cedo siempre ante sus exigencias y no les pongo freno. Están por encima de todo lo demás. Son mi prioridad absoluta. Sé que algo se ha convertido en un dios cuando ante él no sé cambiar los planes. Cedo siempre a sus insinuaciones. Caigo, me siento débil. Todo lo pospongo cuando se trata de alcanzarlo. ¿Dónde queda Dios cuando es relegado por estos dioses de carne? A Dios todo lo mío le interesa. Me ama con todos mis dioses pequeños y a veces mezquinos. Pero yo invierto mi tiempo en esos dioses y no tengo tiempo para Dios. Digo que sueño con estar a solas con Dios, con amarlo por entero, pero luego nunca tengo tiempo para ese amor sincero. Y el mejor tiempo se lo doy a otras cosas que sobre el papel me interesan menos y no son prioritarias. Parece el mundo al revés. Hago lo que no deseo.  Y repito con fuerza las palabras del salmo: «Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza». Pero no soy sincero. Sigo a otros dioses. Son las contradicciones de mi alma. Hablo mucho del silencio, pero no  lo tengo. Estoy lleno de ruidos. Tengo clara una verdad: «Cuanto más sea tu silencio interior, tanto más profundamente Dios trabajará contigo sin que te des cuenta»2. Cuando logre hacer silencio en mi alma Dios podrá entrar. Pero, ¡tengo tantos ruidos! Me cuesta el silencio interior. Me cuesta callar y escuchar. Deseo ese descanso en Dios que no poseo. «En la oración perfecta es el Espíritu Santo el que ora en ti»3. Quiero que Dios ore en mí. Me queda muy lejos ese amor a Dios con todo mi ser, ese amor exclusivo en el que Dios me va modelando y ora en mí. No lo logro. Pero sé que es una gracia que suplico todos los días. La paz del alma no es fruto de mis méritos. Tantas veces siento esto que

1 J. Kentenich, Milwaukee Terziat, 1962. Tomo I
Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.


leía: «A nuestra naturaleza humana no le gusta estar delante de Dios con las manos vacías»4. Quiero estar ante Dios con las manos llenas de méritos y logros. Quiero hacer, actuar, hablar. No me basta con llegar con las manos vacías ante Él y quedarme callado. Anhelo ese abandono en Dios, esa confianza plena en su amor profundo. Se lo pido cada mañana. Para poder amarlo con todo mi ser. Para poder vivir en su presencia cada día. Como S. Ignacio que al final de su vida podía agradecer la presencia constante de Dios en su camino, incluso cuando no lo sentía: «Vuelve a la Presencia que nunca le ha fallado. Ni en las noches oscuras, ni cuando dejaba de verlo. Reconoce ahora al que siempre ha estado con él. El amor de su vida. El que ha llenado sus oraciones y sus desvelos. El que le ha enseñado a mirar el mundo con ojos distintos. El que volvió su vida del revés y la hizo tan plena. Su Dios y Señor de brazos abiertos, que le recibe ya para siempre. Y ya no hay cansancio. Sus pasos le han conducido al final, a ese encuentro definitivo,  a este abrazo que ya no terminará. Y al cruzar ese último umbral, con todos esos nombres de su vida en los labios y en el corazón, da gracias a Dios, el que siempre estuvo ahí. Y sonríe, de nuevo peregrino, sabiendo ahora que nunca ha estado solo»5. Así me gustaría llegar al final de mi vida. Consciente de esa presencia de Dios que un día volvió mi vida del revés y la hizo tan plena. Ese Dios al que me consagro, al que pertenezco por entero. Ese Dios que me ama y camina a mi lado. Aunque a veces sea yo infiel buscando otros dioses del mundo. Ese Dios al que busco y anhelo, aunque me despiste por los caminos atraído por otros amores. Me vuelvo consciente de mi debilidad y su presencia poderosa me embarga. Confío. Lo que yo no puedo hacer. Dios lo hará en mí. Él lo puede todo.

Hoy Jesús también me pide que ame al prójimo como a mí mismo. Coloca a la misma altura el amor a Dios y el amor a mi prójimo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El corazón no se puede dividir en dos partes. No puedo decir que amo mucho a Dios si luego no amo a los hombres. En el amor al prójimo se pone a prueba si amo a Dios. El profeta hoy lo resalta: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, Yo los escucharé. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo. Si grita a mí, Yo lo escucharé, porque yo soy compasivo». Quiero a prender a amar al que sufre, al necesitado. Al forastero que busca hogar en mi tierra. Al maltratado y despreciado. A aquel al que nadie ama. Al que me exige amarlo. Al que no tiene nada que darme cuando yo lo amo. Quiero amarlo con un amor inmenso. Con ese amor infinito de Dios que yo no poseo. Sé que el amor de Dios en mí me hace más capaz de amar.
Ensancha mi corazón. Lo hace más grande. Leo en Levítico 19,18: «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Jesús responde con la ley. Con lo que los fariseos ya conocían muy bien. Pienso en esa medida del amor y siento que me supera. Es verdad que Dios no me pide su misma medida para el amor. No me pide hoy que ame al enemigo. No me pide amar con un amor infinito. Me propone algo aparentemente mucho más fácil. Amar a los hombres como yo me amo a mí mismo. No es imposible. Pero todo dependerá de cómo sea ese amor a mí mismo. Me siento pequeño. Quisiera encontrar la manera de amarme bien a mí mismo. Muchas veces no me quiero tanto. Me amo mal. Y tal vez por eso amo mal a otros. Necesito aprender a amarme a mí mismo para poder amar bien. El otro día leía un blog que llevaba este título: «No me quieras mucho, quiéreme bien». Y escuché una canción que decía lo mismo como estribillo: «Yo no quiero que me quieras tanto, yo sólo quiero que me quieras bien. Ya me cansé de tus falsas promesas. Sólo necesito que me hagas sentir bien». Quiero aprender a amar bien. No quiero amar mucho, mejor quiero amar bien. Un amor que enaltezca. Un amor que surja de una autoestima sana. Quiero quererme en mi verdad para poder querer a los demás en su verdad. Amar bien en verdad y en justicia. Sé que ese amor sana y libera. Ser amado por un amor así me hace más libre. Me hace reconocer mi verdad. No es tan sencillo amar bien. Muchas personas aman mucho pero no hacen felices a las personas amadas. ¿Dónde está la clave? Un amor que no quiere poseer sino liberar. Un amor que no ama por obligación, sino con libertad. Porque no puedo amar por necesidad. No quiero amores que me quiten la paz y la libertad: «Quien nos ama ha de amarnos porque así lo decide y no porque no podría vivir por sí mismo sin amarnos, sumiso o porque se sienta incapaz, inferior, esclavo. En lugar de rey. Quien ama también ha de hacerlo libérrimamente. Seguiría sobreviviendo, existiendo, seguiría siendo valioso y

4 Thomas Keating, Mente abierta, corazón abierto.
5 José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

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teniendo autoestima, si no amara. Pero desea hacerlo voluntariamente. Poner al otro en el centro libre de su atención y su vida. Con lo que su vida se engrandece»6. Un amor que no quiere cambiar a la persona amada. Un amor que no retiene. Un amor que no esclaviza. Un amor que no maltrata. ¡Qué fácil llegar a maltratar pretendiendo amar bien! Con palabras, con gestos, con silencios. A veces el maltrato viene por propia inseguridad, por complejos. Intento amar bien al otro pero tantas veces sólo le doy el tiempo de mi aburrimiento, el tiempo que me sobra. Amo bien pero no admiro ni enaltezco a quien amo. Y cuando la admiración desaparece el amor languidece. Un amor que no habla bien de aquel a quien ama no es un amor sano. Un amor que no respeta no es un amor sano. Es una pena cuando el exceso de confianza me hace resaltar con frecuencia los errores del prójimo y magnificar sus fallos. Tal vez es mi orgullo el que no me permite mirar con humildad a quien amo. No logro sacarle sonrisas. No consigo sostenerle en medio de la tormenta. Quiero ser amado cuando esté cansado y con dolor. Cuando no triunfe y esté solo. Cuando los demás se olviden de mí. Quiero ser amado cuando todos me rechacen y desprecien. Quiero ser amado cuando yo mismo no consiga amarme bien. El otro día leí algo verdadero: «Quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite». Mi amor al otro ha de sacar lo mejor de su interior. Con paciencia y respeto. El otro día decía el tenista Rafa Nadal: «Si todos nos exigiéramos más a nosotros mismos, en lugar de exigir tanto a los demás, el mundo iría mejor». Es curioso. Muchas veces exijo perfección a otros mientras paso por alto con mucha paz mis propios defectos. Soy exigente con los demás en el cumplimiento de lo prometido. Pero conmigo me vuelvo indulgente. Siempre encuentro justificación. Veo que mi parte es la más difícil. Mi camino el más árido. Me justifico. Con los demás soy inflexible. Critico y condeno fácilmente a todos. El P. Kentenich hablaba de dos grados del amor. Por un lado el amor primitivo: «¿Y en qué consiste entonces el amor primitivo? En que yo amo a mis padres y a Dios, por amor a mí mismo»7. El amor a Dios también puede tener un grado tan bajo: «Los maestros de espiritualidad
llaman ‘amor de concupiscencia’ al grado más bajo del amor. En él amo a Dios a causa de mí mismo. Por el ejercicio de ese amor espero mi satisfacción o felicidad; o bien ser más fuerte, maduro y puro. Vale decir que, en primer lugar, aguardo algo para mí mismo»8. Es muy común en mi vida este amor. Amo al otro por conveniencia, por amor a mí mismo. Porque me hace más feliz amar que odiar, amar que despreciar. Ese amor primitivo me lleva a preguntarme siempre si el otro me hace feliz, si se esfuerza en hacerme feliz de verdad, como decía la canción antes citada. Es la medida de su amor la que de verdad me importa. Tal vez porque creo que siendo amado seré capaz yo de amar más después. No lo sé. Ese amor primitivo existe y es importante. Es el primer paso del amor. Es necesario. Es muy humano. Pero es cierto que es autorreferente. El que ama así vive pensando en su propia felicidad.
Es un amor que ha puesto la medida del amor en la propia necesidad. Necesito que me amen bien. Necesito que me hagan feliz. Necesito que me regalen todo lo que me atrae. El amor de los novios tiene mucho de ese amor en un primer momento. Me caso para que me hagan feliz. Doy por su puesto que en ese intento haré yo feliz al otro. Pero el acento está puesto en mí. También es así el amor del hijo que quiere ser cuidado, valorado, enaltecido, protegido. Es el amor primero. El que recibimos en dosis pequeñas y grandes desde la cuna. Pero luego, con el paso del tiempo, el amor tiene que madurar si quiere seguir existiendo. Cuando el amor madura se purifica de las tendencias egoístas. El amor primitivo que se busca se convierte en amor que se da con generosidad. Continúa el P. Kentenich: «Amor purificado no significa dejar de lado las causas segundas y decir: - ¡Señor mío y Dios mío! No; yo llevo conmigo a mi padre y a mi madre y los tendré conmigo incluso en la visión beatífica. La purificación del amor consiste en amar al objeto ante todo a causa de él mismo y no por amor a mí mismo»9.
Amo al otro por él mismo, por lo que vale, porque quiero su felicidad. Quiero que se sienta bien a mi lado. Quiero que sea mejor persona. Que saque lo mejor que hay en su interior. Quiero un amor así porque es el que me libera, el que me enaltece. Un amor paciente y alegre que sabe sacar lo mejor de los demás. Un amor que perdona. Que vuelve a confiar después de haber sido defraudado. Un amor que me exige para sacar de mí todas las fuerzas. Un amor que me respeta en mi misterio y camina a mi lado sin meterme prisa. Este es el amor que siempre he deseado.

6 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
7 J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
8 J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández


Sé que el amor al prójimo me exige amar según la medida de mi amor propio. Pero a veces no está tan claro si es mucho o poco. ¿Cuál debe ser la medida correcta de mi amor propio? No hay recetas. Pero está claro que con frecuencia un sano amor a mí mismo es lo que más me cuesta. A veces soy duro e inflexible con mis caídas. No tolero mis errores. Con rapidez destaco mis faltas y me amargo sumergido en ellas. No veo un camino de mejora. Y eso que me exijo cambios que no suceden y me frustro por ello. Me lleno de amarguras al ver mis errores repetidos una y otra vez. ¡Cómo puedo hacer para tener paz conmigo mismo, para vivir en paz dentro de mi interior, contento de pasear por mi alma! A veces creo que me amo bien cuando me doy caprichos, cuando me consiento todo lo que quiero, cuando me dejo llevar por la corriente sin ponerme metas ni exigencias. No me pongo propósitos de mejora para no defraudarme. Me dejo llevar. Sé que es más cómodo. Pero no me estoy amando bien cuando me trato así. Me consiento demasiado. Como ese padre que renuncia a su derecho a educar al hijo y le deja hacer lo que él desee. Al final, como me pasa a mí, se vuelve blando. Yo me vuelvo blando. A veces creo que si hago crecer mi amor propio será expresión de un amor sano a mí mismo. Pero tampoco es tan así. Cuando el amor propio guía mis pasos me puedo volver tozudo y exigente con los demás. Me creo en posesión de la verdad. No acepto los fallos en los otros. Quiero siempre tener la razón. Les pido a los demás lo mismo que me exijo a mí. Mi amor propio no me deja ver la viga en mi ojo, el error en mis actos. Se me olvida que soy débil: «Más allá de todos nuestros esfuerzos y de la acción del Espíritu Santo, seguiremos sujetos a la debilidad10. Estoy sujeto a la debilidad. Y debo amar mis puntos frágiles. Es el camino para desarrollar un sano amor a mí mismo. Sé que cuando me amo bien soy más libre y logro amar mejor. Y cuando me amo mal necesariamente amo también mal a mi prójimo. Cuando tengo un sentimiento sano de amor a mí mismo, todo es más fácil. Es la meta de mi crecimiento interior. Llegar a quererme sabiendo cómo soy, con defectos y debilidades. Conociendo mis lados oscuros. Palpando mi barro. Es verdad que tengo que exigirme para crecer y no conformarme con lo que ahora soy. Es necesario para superar mis límites. Pero no estoy dispuesto a agredirme a mí mismo. No quiero ser cruel conmigo mismo cuando caigo. Sé lo que quiero y me esfuerzo en luchar por ello. Me amo bien, sin humillarme, sin sentirme mal conmigo mismo. Feliz en mi cuerpo. Contento en mi alma. Me acepto con alegría tal como soy en medio de mi soledad. Muchas personas no se quieren bien y por eso no saben querer bien a otros. Tal vez por eso viven mendigando amor por todas partes. Se sienten inseguras y buscan sanar sus heridas con amores rotos que reciben de cualquier lado. Vendas que no sanan.
Mendigan un amor para saciar su sed. Pero la sed es insaciable. El amor maduro a uno mismo me lleva a amar mejor a otros. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «Acéptate como eres, valórate y confía en ti mismo. Sólo si te aceptas y te respetas serás capaz de pedir respeto a los demás». Cuando no me respeto a mí mismo llego a aceptar que los demás tampoco me respeten. Si no me quiero bien, aceptaré que otros no me quieran bien y me traten mal. Y veré el maltrato como algo merecido, por mi debilidad. Me parecerá evidente. El amor sano a mí mismo me hace más consciente de mi valor y me hace más capaz de darme a los demás: «Amar sólo se puede amar cuando quien ama es dueño de sí mismo y entrega a alguien todo lo que es»11. Cuando me poseo puedo darme de verdad. Cuando soy dueño de mi vida, puedo darla sin miedo a ser herido. En esa entrega, en esa donación, tengo que poseerme como paso previo. Y al darme me hago más persona, más hombre, más libre. Y sé que al amar más me hago más humano: «Cuanto más se olvida uno de sí mismo al entregarse a una causa o a una persona amada más humano se vuelve y más perfecciona sus capacidades»12. Quiero volverme más humano. Más consciente de mis límites. Más amante de mi vida. Sé también que solo no puedo hacerlo. Necesito el amor de Dios en mí. La fuerza de su Espíritu me levanta. Decía el P. Kentenich: «Debo adquirir posesión de mí mismo, llegar a estar en mis propias manos, llegar a ser señor de mí mismo. Sin la gracia sólo podremos hacer realidad todas esas funciones en una medida mínima»13. Para poseerme necesito el amor de Dios en mí. El poder de su gracia. Sin María nada puedo. Sin su cuidado maternal. Sin su educación firme y segura. Al quererme de forma incondicional me ayuda a aceptarme y a amarme en mi debilidad. En Ella se sostiene mi autoestima. Su amor me salva.

10 J. Kentenich, Niños ante Dios
11 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

12 Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

domingo, octubre 22, 2017

Domingo XXIX Tiempo Ordinario



Isaías 45, 1. 4-6; 1 Tesalonicenses 1, 1-5b; Mateo 22, 15-21

«Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»



22 Octubre 2017   P. Carlos Padilla Esteban

«Le pido a Dios que limpie mi mirada para mirar sin sospecha, con limpieza, sin doblez. Quiero ver la belleza. Descubrir lo que hay de verdad que complementa lo mío. Quiero vivir en la luz»

No sé bien cómo manejar la incertidumbre en mi propia vida. Cómo hacer para no temer ante el futuro incierto, cuando no consigo tener certezas. Me da miedo enfrentarme a lo que no controlo. No ser dueño de los tiempos. Ni del resultado de mis apuestas en la vida. Me asusta ver que la paz o la guerra no dependen del deseo de mi corazón. No quiero dejar que me lleve la rabia al vislumbrar caminos que no deseo. Ni que el miedo me impida avanzar cuando todo parece difícil e incierto. No quiero que el fin justifique los medios que empleo para alcanzarlo. Aunque el fin sea bueno a veces los medios puede que no sean tan buenos. No quiero ofuscarme por poseer lo que deseo. No quiero que los sueños e ideales que escucho y se apoderan de mí lleguen a manejar mi alma. No quiero confundirme y pensar que lo que logro hacer es todo lo que se puede hacer y nada más. No sé bien qué hacer cuando las posiciones opuestas se enfrentan sin un aparente camino de salida. Todo es oscuro a mi alrededor. Y a la vez hay mucha luz, mucha esperanza. Es verdad que no sé qué ocurrirá mañana. Ni los días siguientes. No sé bien cuál es el deseo de Dios para mi vida. No conozco su deseo más íntimo. Lo pronuncia dentro de mí pero yo no lo oigo. Tal vez el ruido del mundo me perturba. Siguiendo los pasos de S. Ignacio leía: «Buscar la voluntad de Dios. Una propuesta inmensa y difícil al tiempo. ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Nunca te lo ha planteado alguien, llenándote de incertidumbre? En la vida te conviene buscar la voluntad de Dios»1. Buscar el querer de Dios cuando todo se llena de dudas y miedos. Buscar su voluntad cuando yo pretendo seguir sólo mis deseos. Buscar su voluntad cuando no controlo mis pasos en medio de la noche. ¿Cómo elegir la posición correcta? ¿Cómo saber lo que de verdad me conviene? ¿No me equivocaré y erraré el camino? ¿Y si fracaso en mis opciones de vida y pierdo amigos, seres queridos, incluso la vida entera? A veces sólo pretendo asegurarme el futuro. Temo tanto la muerte. Me da tanto miedo perder lo que amo. Lo único que debería preocuparme es vivir de verdad cada momento. Amar sin poner barreras. Soñar con lo más alto, con lo bueno, con lo noble, con lo bello. Pero en este mundo inquieto y lleno cambios, me turbo. Y no sé bien cómo hacer para elegir la posición correcta, el bando adecuado, el lugar pacífico. Unos me dicen que siga un camino. Otros me señalan el contrario. En los dos hay algo de verdad. En los dos algo es atractivo. En los dos hay también mentiras. No sé cómo optar por mi camino. Reza un proverbio hindú: «Dondequiera que el hombre pone su pie, pisa cien senderos». ¿Y si no sé descubrir mi camino entre tantos posibles? ¿Cómo hacer para no errar mis pasos, para no dejar heridos con mis opciones de vida, para no hacer más daño? ¡Hay tantas cosas inciertas en este camino que recorro! ¿Cómo saber lo que Dios me pide? ¿Cómo saber dónde quiere que entregue mis fuerzas? ¿Cómo saber cuándo camino tomado de su mano? Jesús pasó por la tierra liberando los corazones. Acogió a unos y a otros. Le pusieron tantas veces en la misma encrucijada:
«En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta». Buscaron encasillarle en una postura, en un grupo. Quisieron hacerle enemigo de los contrarios. Quisieron que decidiera del lado de quién estaba. Su posición. ¿Había venido Jesús para todos o sólo para algunos? Jesús no se dejó engañar. No cayó en el juego de los hombres. No se alineó con unos dejando de lado a otros. Eso siempre me impresiona. Podía haber optado por los

poderosos del mundo para imponer su reino. Podía haber elegido a los más sabios y conocedores de la ley para allanar su camino. Podía haberse protegido. Pero no lo hizo. No cayó en el juego de los engaños. Buscaban su ruina. Él vino a salvar a todos. A los buenos y a los malos. A los puros y a los impuros. A los de un lado y a los del otro. A los que nadie quería y a los que todos amaban. Jesús se hizo carne de todos. Alma de un mundo herido. Y quiso amar a los que tantos rechazaban. Su corazón inmenso me muestra un camino a seguir. Jesús fue un hombre libre que amó a todos hasta el extremo de la cruz. Su libertad estuvo en el amor, no en el odio. No defendió con odio su postura. No recurrió a la violencia para hacer vencer sus puntos de vista. El que usa la violencia pierde la razón. Tagore decía: «La verdad no está de parte de quien grita más». Él guardó silencio. Otros gritaban. Jesús me ha mostrado cómo tengo que vivir yo. Quiere que yo ame hasta la muerte. Quiere que entregue mi corazón y al mismo tiempo viva libre para darme. Quiere que lo deje todo por seguir siempre sus pasos: «Jesús les invita a dejar la casa donde viven, la familia y las tierras pertenecientes al grupo familiar. No es fácil. La casa es todo: refugio afectivo, lugar de trabajo, símbolo de la posición social. Romper con la casa es una ofensa grave para la familia y una deshonra para todos. Pero sobre todo significa lanzarse a una inseguridad total»2. Jesús me invita a vivir en la incertidumbre de los caminos sin buscar seguridades. Me invita a no aliarme con los poderosos, a no esconderme entre los que protegen mis pasos. Me quiere libre, sin ataduras, sin cadenas. Así quiero vivir yo.

Jesús me invita a caminar por la vida llevado de su mano. Me conduce con su paso rápido y ligero porque su carga es liviana. Quiere que lo deje todo por amor a Él. Lo que me da seguridad. Lo que me pesa. Quiere que renuncie incluso a mis deseos más profundos por un amor más grande. Quiere que busque mi seguridad sólo en Él. Hoy escucho: «Te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios». No hay otro Dios fuera de Él. A veces busco el dios del poder, del dinero, del éxito. Todo lo oriento persiguiendo a esos dioses fugaces e inciertos. Pero no soy feliz. Ni cuando los busco. Ni cuando los retengo con mano firme pensando que durarán siempre. No es lo que me da paz. No es lo que me llena de verdad. Puede ser que no sepa bien lo que Dios me pide. Con frecuencia no distingo el camino correcto ni sé la forma cómo quiere que actúe. Pero sí sé que quiere que esté a su lado en medio de la tormenta y aprenda a caminar por sus caminos cuando nada parezca claro. Quiere que confíe y aprenda a vivir tranquilo en la incertidumbre. Aunque no pueda controlarlo todo. A menudo tengo miedo del poder de los hombres. Me asustan el odio y la mentira que crea ese deseo enfermizo por ser poderoso, en esa lucha por marcar el rumbo de los caminos, el destino de los hombres. A veces no sé siquiera manejar el pequeño poder que tengo. Es tan difícil ser justo, amar desde el poder, permanecer humilde. ¡Qué fácil despreciar al que tiene menos poder! Decía Jean Vanier: «A veces, aquellos de nosotros que tenemos más poder, más dinero, más tiempo o más conocimientos nos inclinamos ante quienes tienen menos poder, menos conocimiento o menos riqueza; hay un movimiento desde lo superior a lo inferior». Así lo hizo Jesús.
Desde su poder se hizo impotente. Se abajo y pasó por uno de tantos. No hizo alarde de su fortaleza. A mí me cuesta renunciar a mi poder y descender sobre el que nada puede. Me escondo en mis poderes. No renuncio. Incluso el poder de la mentira me vale. ¡Cuánto poder puede tener la mentira que asumo como verdadera! Confundo muchas cosas en mi alma. Y me convenzo de estar haciendo lo que Dios me pide cuando tal vez sólo hago lo que yo deseo. No lo sé muy bien. Me abrazo al Dios de mi historia que me hizo un día dejarlo todo para seguir sus pasos. Por amor. Yo lo sigo. Tal vez tengo que aprender a vivir más en las profundidades de mi alma para conocer bien lo que hay dentro de mis mares. Y dejar de lado esas superficies de mis pasos donde no descanso. Allí en lo hondo sé que es donde puedo encontrarme con Dios escondido en los pliegues de mi alma. Tengo tantos deseos de hacer bien las cosas. Quiero construir un mundo nuevo, lleno de paz y esperanzas. Me gustaría unir los lazos rotos. Sanar las heridas profundas causadas por el odio, estando yo herido. Me gustaría calmar la ira que surge muy dentro de los hombres, desde mi propia rabia pacificada.
Someter las mentiras que se confunden con verdades, renunciando a mis propias mentiras. Levantar puentes en medio de vidas rotas cuando hay tantas barreras elevadas hacia al cielo que me impiden el paso. Quiero salvar a los que están perdidos y no encuentran el rumbo. Quiero saber lo que Dios me pide a mí, sin compararme con otros, sin vivir ansiando ese poder que yo no tengo. Por eso elijo

la verdad y no la mentira como estilo de vida. Opto por lo que construye, dejando de lado la violencia que me mata. Me abajo desde mi poder para acercarme al que no es poderoso. Desde arriba desciendo hacia abajo. Aunque en verdad no hay «arriba» ni «abajo», sólo somos hombres en camino. Quiero sembrar un mundo más humano a mi alrededor. Construir caminos de paz mientras el mundo viaja a la deriva en medio de guerras. Entre el ego personal que confunde las miradas elijo el amor al otro que siempre es un descenso de las alturas. Elijo el amor que es servicio y entrega. Salgo de mí mismo para no perderme por los caminos que no deseo. Acepto que las cosas no sean como yo quiero. Quizá otros tengan más razón que yo y su postura sea más verdadera. Decido vivir seguro en medio de las incertidumbres que no controlo. Esas que me duelen tanto y me hacen temer por lo que aún no sucede. Quiero elegir la verdad siempre. Quiero que Jesús me enseñe cómo se ama. Que sea de verdad mi maestro. Decía el P. Kentenich: «Nadie puede quitar el idealismo a quien trabaje en su propia purificación. Él experimentará en sí mismo el poder de las ideas de la verdad y del bien»3. Quiero que Jesús me enseñe la verdad de mi vida y así no perder nunca mi idealismo. La verdad del camino que me manda seguir. Si me esfuerzo por amar la verdad y el bien en mi interior. Dios me dará la gracia de vivir en la verdad. Es el camino que deseo seguir.

Me gusta pensar que estas palabras hoy me las dirige Dios a mí: «Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que Él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda». La acción del Espíritu obra milagros en mi vida. El Espíritu cambia mi corazón. Me gusta pensar que soy un amado de Dios. Él me ama tanto. Me envía su Espíritu para darme la vida, para darme su amor. Me colma de bendiciones. Me elige y me llama por mi nombre. Esa predilección de Dios conmigo me conmueve. Su llamada a estar con Él me calma. Soy suyo, le pertenezco para siempre. No quiero pertenecer a la iglesia sólo por inercia. Me gusta pensar en el camino de Dios conmigo y volver a optar por Él. Pienso en los momentos en los que se escondía en medio de mi noche. Recuerdo mis momentos de luz en los que me decía que me amaba. Me gusta saberme amado por Él. Me ama y me lo muestra, para que no me olvide. Es verdad que me hace tanto bien el amor humano. Sé que los amores humanos me llevan al amor de Dios. Y al mismo tiempo no puedo exigirle a ese amor humano lo que sólo será posible en el cielo. Comenta en la Exhortación Amoris Laetitia el Papa Francisco: «Es preciso que el camino espiritual de cada uno le ayude a desilusionarse del otro, a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia. Hay que dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino definitivo». No quiero exigir al amor humano una perfección que sólo me será dada en la vida eterna. Es cierto que ese amor infinito es lo que deseo. Para ese amor estoy hecho. Pero aquí en la tierra sólo puedo amar y ser amado de forma imperfecta. Será sólo un reflejo del amor eterno. Dios me ha amado antes de que yo lo amara. Siempre esa exclusividad en el amor de Dios hacia mí me conmueve. Decía S. Francisco de Sales: «¡Créete amado, siéntete amado, sábete amado!». No quiero que se me olvide. Dios no me ama porque yo lo ame. No me ama porque se sienta en deuda conmigo. No me ama cuando lo hago todo bien. Es así de increíble, Dios me ama de forma gratuita. Sin esperar nada a cambio. Y esa experiencia despierta en mi corazón el amor: «Cuando no nos asusta entrar en nuestro propio centro, introducirnos hacia la agitación de lo más íntimo de nuestra alma, llegamos a conocer que estar vivo significa ser amado. Esta experiencia nos dice que podemos amar, sólo porque hemos nacido del amor; dar, porque nuestra vida es un don, y liberar a los demás porque hemos sido liberados por Aquel cuyo corazón es más grande que el nuestro»4. He nacido de un amor más grande. No estoy en la tierra por azar. Dios tiene un plan de amor para mí.
Me ha creado desde el amor. Me sé amado en mi pobreza. Amado en lo que soy. Eso me sostiene. No tengo que hacer grandes cosas para recibir amor. Ni alcanzar grandes metas. No hay que cumplir muchas exigencias. Me gusta sentir ese amor gratuito que me ama y se alegra en mí haga lo que haga. Decía el P. Kentenich: «Alegría es siempre el estar-en-todo-momento-cobijado-en-Dios. El Padre me quiere. Vive con alegría, el Señor dirige su mirada hacia ti y te mira. El que lo logra es un portador de alegría,



3 J. Kentenich, Textos pedagógicos
4 H. Nouwen, El Sanador herido

un maestro de alegría»5. Esa forma de amar es la de Dios. No es la mía. Porque yo exijo siempre algo a cambio de mi amor. Quiero que se cumplan ciertas condiciones para dar todo mi amor. Pero un amor que no espera nada me parece imposible. Así lo hace Dios en mí. Me llama y me ama porque así lo quiere. Se rompe para que su amor me cubra y me sostenga. Me sé amado por Él y eso hace más firmes mis pasos en la noche. Más confiados. Sé que el amor de Dios llega a todo hombre. Sea cual sea su comportamiento. Eso me impresiona. ¿Es posible ese amor tan grande? A veces no experimento en mi vida ese amor tan generoso. Y me duele. Sé que y yo no soy así en mi amor. Amo esperando algo. Amo cuando me aman. Y si no me aman surge en mí el desprecio, la indiferencia, el odio, la rabia. Pero no el amor. Yo no reacciono así ante el que me ofende. Ante el que habla mal de mí. Ante aquel que me critica. De cara o a mis espaldas. No devuelvo amor por odio. No doy abrazos ante los golpes que recibo. No tengo un corazón tan grande en el que quepan los que no piensan como yo. Los rechazo y levanto muros que los alejen de mi vida. Cuando no me siento amado por los hombres surge en mí el desamor. No amo pase lo que pase. No puedo hacerlo. Sé que el amor es lo que me sana por dentro. Es el amor de donde vengo. Es el amor hacia el que voy: «La clave no está en hacer muchas o pocas cosas, ni siquiera en tener éxito en el intento, en el proyecto, en la huella… sino en amar. Vivir con una pasión que nos empuje a arriesgar, a emprender, a dar todo lo posible, y a veces un poco más. No por voluntarismo. No porque «hay que» hacerlo. Porque algo te quema dentro, y te dice que es posible. Porque cuando das un paso, luego viene otro, y otro, y otro más, y con ellos la alegría honda. Porque la vida es para darla, y eso no tiene que ver con cómo morir, sino con cómo vivirla. Buscando. Amando. Creciendo por dentro  y construyendo por fuera. Dejándose envolver por un Dios distinto»6. Desde el momento en que me sé amado es posible emprender un camino nuevo. Puedo así recorrer la vida de forma diferente. Amar como respuesta al odio. Abrazar ante los rechazos. Es ese amor de Dios el que me salva.

Hoy los fariseos quieren poner a prueba a Jesús: «Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?». No les importa la respuesta. Quieren sólo que se posicione. Que diga lo que piensa. Que se aclare en su postura. Buscan su descrédito y su muerte. Muchas veces en la vida quiero que los demás se posicionen. Que digan lo que de verdad piensan. Y opten por una postura clara. Quizás cuando tengo al otro encasillado en su respuesta me es más fácil atacarlo, o descalificarlo, o incluirlo en el grupo de aquellos a los que desprecio, o ignoro, o no admiro. En la vida muchos quieren que yo también opte. Que diga de qué lado estoy. A quién apoyo. A quién rechazo. Que diga si soy blanco o soy negro, del norte o del sur. De izquierdas o derechas. Para tenerme localizado en un punto exacto. En un grupo. En unas ideas determinadas. De esa forma soy más controlable. Así mis opiniones estarán marcadas por mi pertenencia. Estaré posicionado para siempre. Diga lo que diga. Haga lo que haga. Tendrá valor mi vida o dejará de tenerlo dependiendo de la posición de quien me escucha. Los fariseos querían que Jesús hiciera lo mismo. Querían que tomara una posición. Querían quedar bien ellos y dejar en evidencia a Jesús delante de la gente. Me conmueve y entristece pensar en Jesús recibiendo palabras engañosas. Hay doblez en ellos. Murmuran contra Él. Son las estrategias del mundo. Pero Jesús no es así. Él vino a buscar a todos. Aunque no todos lo siguieron. Algunos no lo siguieron pero fueron honestos con Él. Otros quizás le conocieron fugazmente pero continuaron con su vida lejos de Él. A algunos les cambió el corazón, les cambió la vida. Otros se posicionaron contra Él y actuaron con engaño. ¡Qué duro el corazón de los que le juzgan creyéndose en posesión de la verdad, dueños de la religión! ¡Qué dureza en aquellos que se burlan y buscan que Jesús pierda autoridad delante de la gente! Son los que murmuran. Jesús vivió en su vida lo que vivo yo mismo. Me cuestan las personas con doblez. Las que no son claras y directas. Las que murmuran a mis espaldas. Las que no tienen una sola intención y lo que dicen o hacen va siempre con segundas. Me cuesta estar con personas que te dicen una cosa hoy pero piensan otra distinta. Te adulan, pero por detrás hablan mal de ti. Tienen intenciones ocultas. Guardan cartas debajo de la manga. Elaboran estrategias buscando tu caída. Urden planes contra ti, disfrazados, ocultos. Me da pena la gente que no es directa, ni trasparente. Aquellos que han perdido la inocencia. Lo reconozco, me gusta la gente pura. Los que se enfadan y piden perdón acto seguido. Los que te miran sin doblez, y te hablan sin indirectas. Sabes por dónde vienen. No hay segundas intenciones. Me gustan los que son capaces de



5 J. Kentenich. Las Fuentes de la Alegría
6 José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

alabar lo bello. Admiro a los que se dejan complementar y no buscan imponer su verdad a toda costa. Me gustan los que dicen su opinión sin miedo a mi respuesta, de frente. No tienen pliegues ocultos. Me gustan las personas con luz. Nunca me van a engañar. Me duele la falta de inocencia de los fariseos. Jesús, que es la verdad, tuvo que enfrentarse con la mentira. Él que es la luz tuvo que enfrentarse con la oscuridad. Veo cuánto le cuesta a Jesús la falsedad. Recibió ese dolor de no ser querido por todos. Mucha gente lo seguía y tal vez su fama despertó envidia en otros acostumbrados a tener poder y autoridad. ¡Qué humano es todo! Quieren rebajar a Jesús delante de los demás para brillar ellos. Quieren que renuncie a su libertad fundamental acotando sus opciones. Que renuncie a su esencia de hombre libre, de hijo de Dios. Quieren que tome posiciones que dividen. Adopte opciones que excluyen. Tal vez da miedo aquel que no está posicionado. Da miedo el hombre libre porque uno no sabe cómo va a reaccionar. No lo tengo encasillado en una postura rígida donde conozco sus opciones de vida, su forma de pensar. Bien acotado el hombre posicionado es controlable. El hombre libre se escapa de todo control.

Jesús es siempre tierno y misericordioso con los pecadores. No juzga al que cae, lo acoge, lo abraza, lo sana y lo perdona. Levanta a la adúltera y al ladrón, al recaudador de impuestos. Pero no soporta la hipocresía: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?». La hipocresía es dura como la piedra. El hipócrita es soberbio y no se deja perdonar. Los fariseos se confabulan contra Jesús. Se trata de algo premeditado que han hablado antes. Jesús conoce su corazón y los ve por dentro. Le duele en el alma la mentira. En realidad es su fracaso. No pudo llegar a ellos porque tenían un corazón duro. Eran los primeros invitados a la mesa del banquete del reino, y no quisieron ir. Adulan a Jesús con palabras verdaderas: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; además, no te importa de nadie, porque Tú no miras lo que la gente sea». Saben cómo es Jesús. Buscan su mal con mentiras y le llaman maestro de la verdad. Es fácil adular para conseguir otros fines. El corazón humano es tan frágil. El mío se deja llevar por las adulaciones. Ellos saben que a Jesús no le gusta el engaño. Que es verdadero y auténtico. Que ama la verdad y le cuesta la mentira. Son palabras aduladoras, pero ciertas. A Jesús no le importa con quién habla, acoge a todos. A mí me gustaría mirar como Jesús mira. Sin hacer distinciones. Sin quererme ganar el favor de nadie. Un corazón puro y verdadero. Un corazón sin doblez y libre. Me impresiona lo diferente que es el corazón de los fariseos. La verdad es que prefiero al hijo pródigo que peca pero sin disfrazarse de bueno. Me gusta la adúltera que cae pero sin querer parecer otra cosa. Si no somos ni siquiera capaces de ser honestos con nosotros mismos, ¿cómo vamos serlo con los demás y con Dios? Jesús detesta la hipocresía, la falsedad, la mentira. Los fariseos son hipócritas. Tal vez piensan que el fin justifica los medios que nos permiten alcanzarlo. Sean estos legítimos o no. Sean verdad o mentira.
Parece que el fin es lo importante. Y entonces merece la pena usar todos los caminos para lograrlo. Incluso la mentira y la oscuridad. La murmuración y la crítica. Incluso el odio. Todo vale para quitar de en medio a este agitador llamado Jesús de Nazaret. El que estaba aferrado al poder y a la posesión de la verdad ve en Jesús una amenaza. Es lo que pasa hoy también. El conservador es el que teme perder lo que tiene. El revolucionario quiere cambiar lo que ahora vive. Quiere mejorar. Yo temo caer en la hipocresía. A veces temo que lo nuevo me saque de mi zona de confort, donde lo controlo todo. Y prefiero desvalorizar al que me habla de lo nuevo, antes que ponerme con honestidad frente a Dios y preguntarle: «¿Qué hago, Señor? ¿Cuál es tu voluntad?». Veo a los fariseos y la imagen que me viene es la de cerrazón absoluta. Quiero estar siempre abierto y no cerrado. Quiero romperme y ser capaz de abrir el corazón a Dios. Quiero ser veraz y no vivir en la mentira. Quiero dejar que venga a mí Jesús cada día en lo nuevo y en lo viejo. Le pido que limpie mi mirada para saber mirar a los demás sin sospecha, con limpieza, sin doblez. Quiero saber ver la belleza del otro. Saber descubrir lo que hay de verdad en aquel que me complementa. Quiero vivir en la luz.

Pero Jesús no cae en la trampa y no se deja tentar por sus palabras. Jesús actúa con inteligencia:
«Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: - Enseñadme la moneda del impuesto. Le presentaron un denario. Él les preguntó: - ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: - Del César. Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Quieren que Jesús opte pero no lo consiguen. Jesús sabía que si decía que era lícito pagar al César, estaba del lado de los romanos. Y si no estaba de acuerdo con el pago de los impuestos, era un rebelde. Quieren pillarlo en

una trampa. Las palabras a veces son engañosas. Quieren que se posicione. Es una estrategia. Según responda quedará mal con la gente o con las autoridades romanas. A ellos les da igual la pregunta. Jesús comprende su mala voluntad. Él ve la intención oscura. Ve el corazón. Se entristece. Responde con mucha inteligencia. Diríamos que en esta discusión gana Jesús. Pero la pena permanece en su alma. En realidad, ha perdido. Se trata de un pequeño fracaso en su misión de amar. Algo se ha roto en su vínculo con los fariseos. Los llama hipócritas, falsos. Y les da una respuesta que hoy sigue resonando en nuestro corazón. Dar al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios. Contestó con verdad. Usó algo oscuro para dar luz. ¿Qué me quiere decir Jesús con esto? ¿Que Dios no debe estar en la vida pública? ¿Que la política es para los hombres y la vida de oración es el mundo de Dios? Pienso que quizás Jesús quiere decir algo distinto. Por un lado me pide que sea cumplidor en mi deber como ciudadano. Me dice que tengo que ser fiel en lo pequeño, en lo cotidiano, en el trabajo, en la sociedad. Que no viva una doble moral. Por un lado Dios y mi misa. Por otro lado mi forma de actuar con el dinero, en los negocios. La justicia social. Quiere que le dé a Dios lo que le pertenece. ¿A qué se refiere Jesús? En primer lugar me pide que le dé mi corazón. Mi vida. Mi tiempo. Mis deseos. Eso es lo que quiero darle a Dios. A Él le pertenezco. Y sólo a Él. Mis opciones de vida son por Él. Mis decisiones en el trabajo y con mi familia son por Él. Lo mejor de mi corazón y de mis sueños es para Él. Mi voluntad entera es suya. A veces me pierdo en el mundo y relego a Dios a la misa del domingo o al rato de oración con mi grupo cristiano. Lo relego al momento «religioso» del día, de la semana. Y el resto se lo doy «al César». Es curioso, porque Jesús, con esa frase, me empuja a que libremente y en conciencia, me pregunte: ¿Qué parte de mí corresponde a Dios? ¿Qué parte de mí le corresponde al mundo? ¿Cómo es mi entrega en mi trabajo, en la sociedad, con mi dinero, con mis bienes? ¿Se me nota que sigo a Jesús en mi apego a la verdad, en mi honestidad, en mi fidelidad, en mi integridad? Hoy puedo hacer un ejercicio sincero. Quiero ver cómo pongo mis pies en la tierra, mientras mantengo mi mirada en el cielo. Me pregunto si vivo como decía el P. Kentenich: «Con la mano en el pulso del tiempo y el oído en el corazón de Dios». ¿Cómo son mis elecciones? Miro mi forma de vivir en oración: ¿Plasma mi vida más cotidiana? ¿Tomo las decisiones de mi vida de la mano de Dios? En mi vida diaria, en el ajetreo del mundo, en mi trabajo y en mis retos cotidianos, ¿vivo unido a Dios en oración? No hay una parte de mí para el mundo y otra parte para Dios. Mi corazón no se puede dividir. Dios y el mundo son las dos caras de la misma moneda. Pienso que en lo más humano está Dios y en lo más sagrado de mi vida está el mundo, lo más humano. Eso es lo que me enseña Jesús. Me enseña a ir con Él caminando sea lo que sea que esté viviendo ahora. En momentos de intimidad con Él en oración. Y en el bullicio de la vida atado a Él. En los dos campos de mi camino está su amor esperándome. Esta semana hemos celebrado el 18 de octubre. Ese día el P. Kentenich dio un salto de fe, un paso audaz. En el comienzo de la primera guerra mundial en 1914 le pidió a María que se estableciera en el Santuario. En medio de una crisis mundial pareciera como si se escondiera con miedo en las cuatro paredes de una capilla pequeña. Pero no era así. A Dios lo que es de Dios. Al César lo que es del César. Esos jóvenes no podían detener la guerra. Y seguramente serían llamados al frente. En ese momento necesitaban adentrarse en el silencio, en la oración, para vivir anclados en Dios. Luego, con el corazón en Dios, podrían ir al mundo. Podrían sanar heridos desde su herida. Y sostener a los desesperanzados dándoles esperanza. Era necesaria esa vida honda en Dios para poder ser fieles en medio de las bombas. Es un movimiento necesario hacia dentro para poder ir con fuerza y con paz hacia fuera, al mundo, al hombre que está tan roto y en guerra. Dos caras de una misma moneda. Dios y el mundo. Dios y César. Una armonía que deseamos. Estar en el mundo con raíces hondas. Llevar al mundo la paz recibida en el corazón de la mano de Dios.
Contemplativos en acción. Hombres de Dios que aman la tierra. No tenemos un corazón divisible. Es el mismo. Para Dios, para los hombres. No podemos refugiarnos en Dios huyendo de los problemas del mundo. Pero sí podemos cargar el corazón en Dios, ser transformados, para salir al encuentro del hombre que sufre. «Desarrollemos la sensibilidad para rastrear a Dios, para detectarlo en todo lugar; ver realmente a Dios detrás de todo y acogerlo siempre, a Él y a sus deseos»7. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. Me habla en todo y todo lo mío le importa. Se oculta en lo más mundano, esperando que vaya allí llevando las respuestas escuchadas en el corazón. Desde dentro hacia fuera. Desde el mundo al interior del alma. Todo está unido en Dios.



7 J. Kentenich, Envía tu Espíritu