domingo, enero 27, 2019

III Domingo Tiempo ordinario


Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10; 1 Corintios 12, 12-30; Lucas 1, 14; 49 14-21
«Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista»
27 enero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Sé lo que quiero y lo que no deseo. Lo que amo y lo que prefiero evitar. Quiero ser insobornable, íntegro, recto. Y mantenerme fiel a mi esencia, sin renunciar nunca a ser yo mismo»
Me gustan las personas insobornables. Los que son honestos, incorruptibles, íntegros, justos, rectos. Aquellos a los que nada puede atraer de tal manera que no puedan decir que no al ser tentados. Me impresiona que haya personas sin precio. No se dejan comprar ni seducir. Resisten la tentación y no se dejan llevar por la corriente. Vencen la tendencia a la que conduce la vida misma. No piensan que es lo normal lo que todos hacen. Tienen su propio criterio. No se les puede convencer de una idea cuando no la comparten. Tienen su propia mirada, saben lo que quieren y no se dejan seducir. Nada parece poder comprar su voluntad. Ni todo el dinero del mundo. Ni todas las promesas. ¡Qué difícil ser siempre así, siempre íntegro, siempre incorruptible! ¿Por qué no puedo dejarme tentar por algo bueno? Ser insobornable parece muy complejo, algo casi inalcanzable. Me evoca una perfección de la que carezco. Me resulta una meta muy alta la de permanecer siempre fiel en mis convicciones sin dejarme llevar por propuestas tentadoras. A veces me parezco más a la afirmación atribuida Groucho Marx: «Estos son mis principios, pero, si no le gustan, tengo otros». Me gusta pensar en esas personas que tienen siempre claro lo que quieren, lo que necesitan, lo que están dispuestas a hacer. Se mantienen firmes en sus principios y no se dejan llevar por la corriente que parece imponer determinados pensamientos y gustos. Respetan los puntos de vista de los demás, pero no se ven obligados a adherirse a ellos. Leía el otro día: «Él puede hablar inteligentemente de casi todo; y aunque se siente que tiene firmes convicciones, posee la gentileza de permitirle a uno mantener las propias»[1]. Así me gustaría ser a mí. No vivir queriendo convencer a todos de sus errores. No pretender que los demás piensen como yo y actúen como yo espero. No ser tan poco frágil en mis creencias, que me deje llevar por lo que los demás piensan. Quiero ser una persona incorruptible, insobornable, íntegra, justa, recta. Me gusta ese ideal. Quiero ser interiormente libre. Con mis ideas que no pretendo imponer. Con mis decisiones que voy a mantener. No me imponen mis gustos. Yo los elijo. Yo decido lo que quiero y no deciden por mí. No tengo miedo a perder lo que poseo por ser fiel a mí mismo. Me gustan las personas auténticas que no dudan. No se mimetizan con el ambiente. Ellos crean un ambiente distinto. Así quiero ser yo. No quiero convertirme en uno más dentro de la masa. Soy yo mismo, aunque eso me cueste el rechazo, ser criticado o repudiado. Quiero educar personalidades autónomas y libres. Capaces de decidir por ellos mismos. De pensar sus propias ideas. Y tomar sus propios caminos. Sin seguir la corriente. Deseo ser yo mismo en mi originalidad dentro de una comunidad. S. Pablo lo describe así: «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en, todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común». Un solo Espíritu nos une en la Iglesia siendo todos diferentes. Cada uno con su carisma, con su misión. No tengo que copiar otros carismas, otras formas de ser. No tengo que hacer lo que los demás hacen. Quiero ser fiel a mi mismo y no vivir imitando. No tengo que hablar como los otros. Ni hacer las cosas que ellos hacen. Miro en mi corazón y pienso en lo que tengo que hacer. El otro día oí una frase que me dio qué pensar: «Hay una cosa importante en la vida. Si las cosas están funcionando no las cambies. Si no funcionan, cámbialas». Miro mi corazón y veo lo que está funcionando. No lo cambio. A la vez me fijo en lo que no va bien. Lo cambio. Quiero ser libre para dejar de hacer lo de siempre. Si lo veo claro. No por imposición. No por imitación. Y libre para seguir haciéndolo. Pero todo por una libre convicción interior. Así quiero ser en esta vida. Tengo claro lo que quiero y lo que no deseo. Lo que amo y lo que prefiero evitar. Y no tomo mis decisiones para agradar o para responder a todas las expectativas que tienen sobre mí. Eso no me da paz. Quiero ser libre de presiones y ataduras. Quiero ser insobornable, íntegro, recto. Quiero mantenerme fiel a lo que es parte de mi esencia, sin renunciar nunca a ser yo mismo.
Me gusta pensar que no me salvo solo. No voy solo por el camino de la fe. Mi vida y la vida de los demás están unidas. Es lo que el P. Kentenich llamaba Solidaridad de destinos: «No estamos solos. Estamos entrelazados en una comunidad. Piensen ustedes en un cerro de manzanas. Ahí todo depende de cada una; si una está mala, puede contagiar a todas las otras. La conciencia de la responsabilidad del uno por el otro es un regalo extraordinariamente grande. Nuestro mutuo y profundo estar el uno en el otro sólo puede comprenderse a la luz de esa seria responsabilidad que tuvimos el uno por el otro». Soy responsable de los que caminan conmigo. No voy solo. Soy parte de un cuerpo. De la Iglesia. Como dice S. Pablo: «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Los miembros que parecen más débiles son más necesarios. Los que nos parecen despreciables, los apreciamos más. Los menos decentes, los tratamos con más decoro. No hay divisiones en el cuerpo, porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos se felicitan». Todos los miembros del cuerpo son importantes. Todos tienen una misión. «Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro». Ninguno queda fuera como innecesario. No hay personas desechables, descartables, prescindibles. Todos valen y cuentan para Dios. Pensar así en la vida me da fuerzas. Mi vida repercute en otras vidas. Lo que hago merece la pena. El bien que hago. El mal que evito. Mis omisiones y mis acciones. Todo importa en el corazón de Dios. Nada es pequeño. Con este pensamiento aumenta mi responsabilidad. No quiero dejar de hacer todo el bien que aparece ante mí. A veces, es verdad, prefiero pasar desapercibido y que otro actúe en mi lugar. Que no cuenten conmigo porque estoy cansado o centrado en mis cosas. No quiero que me lo pidan a mí. Mi omisión entonces no suma, resta. Mi falta de amor es una carencia de generosidad en la entrega. Dejo de cargar las piedras con las que levanto una catedral. No camino yo solo. Recorro la vida unido a muchos. No me salvo yo solo, me salvo en comunidad. La iglesia es familia donde cada uno puede encontrar su lugar. No lo quiero olvidar. Familia en la que todos son importantes. Yo lo soy. Y los demás también lo son. Yo aporto con mi entrega. Cada uno tiene su carisma, su tarea, su forma de vivir, de ser. Todo suma. Todo resta. Hoy escucho: «No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza». Sé que mi alegría suma. Y mi tristeza resta. No quiero estar triste sin motivo, o con motivo. No quiero vivir frustrado. Ni amargarme con las pequeñas contrariedades de la vida. Siempre me sorprende de nuevo mi incapacidad para llevar con alegría la frustración. Me siento tan frágil. Sé que todo influye. Todo cuenta. Mi forma de vivir la vida. Mi forma de amar. Sé que con mi forma de ser creo atmósferas de cielo y de paraíso. O de infierno y de pantano. Veo mi debilidad a la hora de alegrarme cuando estoy triste. Seguir fiel a lo que Dios me pide, cuando he perdido las fuerzas. Veo mi poca tolerancia con la frustración. A veces con cosas sin importancia las que me quitan la ilusión. Me da pena dejar de sumar cuando estoy triste. Todo influye. No estoy solo. Quiero aprender a ser más solidario. Hoy hay tanta gente que vive el dolor y la frustración en soledad. Tantos hogares unipersonales. Tantas personas que no encuentran consuelo en otros. Y no tienen en quién apoyarse en medio de las dificultades del camino. No cuentan con amigos de verdad. No se siente queridos por personas cercanas. Buscan en las redes sociales el reconocimiento del que carecen. Quiero entregar mi alegría a los que están tristes. Vencer mis tristezas haciendo algo por los demás. Construir lazos firmes en una sociedad de lazos líquidos, cambiantes, superficiales. Vínculos que sean como una roca. Es lo que quiero construir. Una comunidad estable y firme. Una iglesia familia en la que todos puedan encontrar su espacio y sentirse queridos. Comenta el P. Kentenich: «Nuestra labor consistirá en tomar conciencia una y otra vez de nuestra relación con un mundo capaz de salvación y anhelante de salvación. Desde el principio apuntamos muy fuertemente a romper la estrechez de lo individual. De ahí la formación de una gran familia»[2]. Estoy llamado a vivir en familia. Cuidando los vínculos que Dios me ha dado. Cuidando ese ambiente de comprensión en el que todos encuentren un lugar. Aceptación, solidaridad, alegría. Ese ambiente familiar en el que cada uno puede ser fiel a su originalidad sin temer el rechazo. Comenta el Papa Francisco: «Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar». Necesito un amor que una. Un amor en el que todos se sientan queridos en su verdad. Un amor fuerte, firme. El amor suma. Mi entrega generosa aporta. No me salvo solo. Quiero unir y no separar. Amar y no rechazar. Renuevo mi deseo de cuidar a los que Dios me ha confiado. Me hago solidario. Venzo mi egoísmo.
Me gusta tener tiempo para aburrirme. Sentarme a ver pasar la vida. Sin tener que hacer muchas cosas. Quizás me falta esa capacidad de aburrirme. Es como si tuviera tanto que hacer que nunca tuviera tiempo que perder. Me hace gracia la demanda de algún niño: «Mamá, me aburro». Y la consabida respuesta serena de la madre: «Hijo, cuando yo era pequeña no tenía tiempo para aburrirme». El niño puede aburrirse. El adulto ha perdido esa capacidad. Aburrirse no es tan malo. Pero es verdad que por aburrimiento puedo dejar de luchar, de amar, de caminar. El aburrimiento puede desenamorarme de mis sueños. No todo tiene que ser divertido. No todo tiene que ser fácil y tener sentido. No todas las cosas tienen que ser fascinantes. Hay personas aburridas, trabajos aburridos, vacaciones aburridas. Hay lugares que me aburren y misiones que me desesperan. No por ello abandono en la lucha. Sigo adelante. Me creo que amar significa entretener a la persona amada. O entretener a mis hijos amados. Y no es así. Puedo aburrirme junto a quien amo, sin dejar de amarlo. Puedo aburrirme en el trabajo de mi vida, sin dejar de esforzarme y valorarlo. El aburrimiento no es tan malo. Me gustaría ser capaz de perder el tiempo sin que me remuerda la conciencia. Pensar que tiro horas por la borda de mi vida sin hacer nada de gran trascendencia. ¿No estaré desperdiciando mis talentos y siendo infiel a la misión confiada? Una persona me comentaba que una noche de insomnio hizo el esfuerzo de imaginar su vida como si fuera una obra de teatro representada en escena. Y pensó que tal vez en un día de su vida no había demasiados diálogos transcendentes. Y abundaban las conversaciones sobre temas superficiales, los comentarios innecesarios, las bromas carentes de hondura. Había tal vez excesivos silencios y poca acción. Y pensó en Dios mirando esa obra de teatro de su vida. ¿Sonreiría? ¿Se aburriría? Pienso en mi obra de teatro puesta en escena. En mi vida que transcurre ante los ojos de Dios y de los hombres. ¿Cuál es mi aporte? ¿Qué hago con los años que me quedan todavía en escena? ¿Qué piensa Dios de mí? ¿Le gusta mi vida? Tengo mucho que hacer, lo sé, mucho que decir. Pero me da miedo aburrir a Dios con una vida insulsa, sin sustancia, sin profundidad. Puedo hacer mucho más de lo que hago. O puedo elegir realmente qué hago. No dejo que el tiempo se me escape. No sé si es mucho o poco lo que aún me queda. Pero merece la pena aprovechar los días. Sin ansiedad por hacerlo todo, por hablarlo todo. Pero con mucha paz en el alma. La paz de saber que estoy recorriendo la vida con Jesús, de su mano. Y eso me consuela. Tomo decisiones constantes con Él, en Él.  Mi tiempo es sagrado. Me gusta pensar en la sacramentalidad del presente. Dios entra en escena en mi vida en presente. Hoy escucho: «Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: No hagáis duelo ni lloréis». Es lo que escucha el pueblo judío en la primera lectura. Y después cuando Jesús habla en la Sinagoga: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». Mi salvación se conjuga en presente. En el momento que vivo Dios viene a mi casa. Entra en la escena de mi teatro y actúa conmigo. No estoy yo solo en la escena perdiendo o aprovechando el tiempo. El presente es el día de la acción, del amor, del ser. Soy ahora mismo en mi verdad. Con mis heridas, con mi pasado que tanto me pesa, con las huellas de Dios en mi alma. Soy yo ahora y Dios viene a mi encuentro. Se abaja a mi orilla. Viene a mi barca. Entra en mi escenario. Eso me conmueve siempre. Actúa en presente. No en pasado. Luego miro la historia y veo su aliento sostenido en el tiempo. Pero es ahora cuando se cumple el día de mi salvación. Ahora mismo. Depende todo de mi sí y del amor de Dios que viene a mí a abrazarme con ternura. Mi salvación se hace carne en mis decisiones que suceden en presente. Quisiera aprender a vivir en el hoy. En el silencio en el que Dios me habita. Me cuesta. Me recreo en el pasado que no puedo cambiar. Recuerdo esas circunstancias pasadas que trajeron dolores. Ya no puedo cambiarlas. De nada sirve llorar sobre ellas. Dejo de pensar en el pasado pisado por mis huellas. Me concentro en el presente. Sin angustiarme por el futuro incierto que no controlo. Lo único que puedo hacer es lo que tengo entre mis manos. Las palabras que salen ahora de mis labios. Las decisiones que van tomando cuerpo en mi alma. Así, despacio, en presente. Sin perder el tiempo. Y dejando que pase sin miedo, sin agobios. Tengo todo mi presente por delante. El que veo ahora. El que sueño. Quisiera aprender a encontrarme con Jesús aquí y ahora, donde me encuentro. Sin pasar por alto lo que está sucediendo. Sin dejar de ver a los que Dios ha puesto ahora en mi camino. Siempre me gustó una expresión latina: «Nunc coepi». Significa que ahora empiezo. Ahora mismo me pongo manos a la obra. Ahora inicio la carrera y me juego la vida. En presente. No en pasado. Ahora es cuando puedo pensar, amar, actuar, salvar. Ahora puedo abrazar y mostrar mi misericordia. Ahora puedo perdonar y aliviar la carga en el camino. Ahora mi vida es nueva, porque Jesús hace todas las cosas nuevas. Ahora he dejado atrás mis miedos y pesares. Mis penas y angustias. Ahora estoy dispuesto a entregar la vida por completo sin miedo a perder todas las ganancias. Ahora me levanto y me olvido de mi error, de mi caída, de mi tropiezo. Ahora elijo mi vida como es y no como me hubiera gustado que fuera. Ahora los sueños tienen más vida, más fuerza, más fuego. Ahora está todo por hacer y tengo fuerzas nuevas. Suficiente para este presente que acaricio con mis manos. Ahora empiezo de nuevo a amar.
En Jesús se manifiesta la salvación para los judíos: «Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en Él. Y Él se puso a decirles: - Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». Lo que anunció el profeta se hace realidad en Él. Leía el otro día: «Dios presente en un cuerpo humano está escondido en el silencio de Dios. Su palabra terrenal se halla habitada por la palabra silenciosa de Dios. Toda la vida de Jesús está envuelta en el silencio y el misterio»[3]. Jesús manifiesta en su carne que Dios está presente. Es uno más entre los hombres. Pero al hombre le cuesta aceptar esa realidad. No lo reconoce. Lo niega. Tanto amor hecho carne es rechazado. No lo puede comprender. En Nazaret, donde Jesús había vivido, se manifiesta a los suyos. Y los suyos no lo reconocen. Los que lo habían visto crecer no lo distinguen. La escritura se hace carne en Él. Jesús es el elegido, el hijo predilecto, el salvador soñado, el mesías anhelado. Jesús es Dios en la carne de los hombres. Esa paradoja es difícil de aceptar. Jesús ha sido ungido por el Espíritu. Ha sido enviado. Pero es el hijo del carpintero. Un joven como otros. Difícil saber en qué es especial. Uno más. Hoy Jesús también quiere venir a mí a mostrarme su poder. Su presencia salvadora. Lo hace en la carne humana de los que están conmigo. Lo hace en los que están cerca amándome. Lo hace de forma discreta en los que me quieren en mis límites y me aceptan en mis debilidades. Y yo a veces no distingo su presencia. Hoy parece que todos los ojos están fijos en Él. Están atentos. Buscan palabras de esperanza. Quieren descubrir el sentido de sus vidas. El camino más rápido a la felicidad. Todos los ojos fijos en Jesús. Fijan su mirada en Él. ¡Cuántas cosas me pierdo cada día por no fijar los ojos en la realidad que me rodea! Vivo perdido mirando otras cosas. Vivo buscándome, pero no me encuentro. Pierdo la paz sin fijar la mirada en quien de verdad importa. Hoy todo el pueblo escucha la palabra de Dios. Los oídos están atentos y los ojos están fijos en Esdrás. «En aquellos días, el sacerdote Esdras trajo el libro de la Ley ante la asamblea, compuesta de hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Desde el amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro a los hombres, a las mujeres y a los que tenían uso de razón. Toda la gente seguía con atención la lectura de la Ley». Todos quieren saber la verdad. Están ávidos de palabras de vida eterna. Y cuando escuchan palabras de salvación adoran a Dios: «Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra». Esdrás proclama la palabra de Dios como lo hace Jesús: «Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: - El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido». Lee la palabra de Dios en medio de su pueblo. Todos están atentos. Con los ojos fijos en sus palabras. Ávidos de noticias. Yo también quiero saber lo que está ocurriendo en cada instante. Lo quiero saber todo. Es tanta la información que recibo cada día. Tanto lo que puedo saber al instante. Me pierdo. Tengo los ojos fijos en las redes sociales para no perderme nada. No quiero quedarme fuera de lo que pasa hoy, ahora. Quiero ser portador de la última noticia. Quiero saberlo todo y antes que los demás. Estar informado es un bien en sí mismo. Es poder. Me obsesiono por no perderme los detalles y acabo dando importancia a lo que no la tiene. Como si la vida se jugara en miles de pequeños retazos de historias. Como si todo fuera igual de importante. La opinión de un desconocido en las redes sociales. Lo que le pasa a alguien que no conozco. Lo que vive o sufre aquel a quien amo y camina conmigo. Como si todas las noticias tuvieran el mismo peso. Las que ya han ocurrido y las que son sólo rumores. Las que no me afectan en absoluto y las que sí tienen consecuencias en mi vida. Es como si todas tuvieran el mismo valor y requirieran de mí toda la atención. No es verdad. Son pocas las noticias que en realidad me importan y me afectan. Son las que tienen que ver con mi vida. Con las personas a las que amo y me importan. Tienen que ver con mi futuro. Con mis planes. Importan las noticias que me afectan directamente. No las otras que no tienen nada que ver conmigo. ¿Por qué vivo tan ávido de noticias, volcado en el mundo queriendo controlarlo todo? Me supera el mundo y todo lo que pasa a mi alrededor. Va todo demasiado rápido. Una noticia sigue a la otra. Y no me da tiempo a asimilar nada de lo que pasa. Espero en mi corazón siempre una buena noticia. Pero a veces equivoco el lugar donde la busco. Leía el otro día: «El reino de Dios sólo puede ser anunciado desde el contacto directo y estrecho con las gentes más necesitadas de respiro y liberación. La buena noticia de Dios no puede provenir del espléndido palacio de Antipas en Tiberíades; tampoco de las suntuosas villas de Séforis ni del lujoso barrio residencial de las elites sacerdotales de Jerusalén»[4]. La buena noticia no viene de esos lugares donde la busco. ¿Cuál es esa buena noticia? La que me dice que Dios me ha salvado. La que me habla de una esperanza que con frecuencia me falta. La que me lleva a vivir con más paz y calma porque sé que todo está en las manos de Dios. Me gusta pensar que las palabras de Dios son las que van a llenar mi corazón como he repetido en el salmo: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante». Sé que la palabra de Dios es vivificante. No me deja indiferente, me salva. Llena mi corazón de paz. Y llena de fuego mi alma. Es la palabra que crea y transforma mi vida. En eso confío. Hay personas especialistas en contarme malas noticias. Me dicen lo que me puede salir mal. Me cuentan lo mal que les ha ido a otros por hacer lo mismo que yo hago. Es como si quisieran amargarme la vida. O quitarme la sonrisa de los labios. No sé si no quieren estar ellos alegres o simplemente no desean que yo lo esté. Y con ello pretenden amargarme, no alegrarme. Me dicen lo malo que puede sucederme, nunca lo bueno. Hablan mal de otros. Los critican. Parece mal visto contar buenas noticias. Es casi como caer en el buenismo. Decir sólo cosas buenas parece falso. La vida no es así, me recuerdan algunos. Muere mucha gente. Otros fracasan. Muchos son infieles. Hay tantas injusticias. A la mayoría se les muere algún ser querido. Casi nunca salen las cosas como pienso. Me recuerdan que por mucho que me empeñe es difícil que llegue a la meta. Me dicen que no voy a alcanzar la cumbre que sueño. Y que la vida no es como me la pintan. Me animan a no ser tan infantil. Me recuerdan que tengo que aprender a ver debajo del agua y no sólo ver lo bueno de los demás. Claramente siempre hay un mal visible. Jesús no es así. Él trae una buena noticia. Ve lo bueno y me anima a creer en Él, en mí mismo, en los demás. Quiero alegrar la vida a otros con buenas noticias. No quiero amargar, quiero alegrar los corazones.
Tengo una misión propia. Una forma original de vivir la fe. Un carisma particular. Una tarea en esta vida que sólo yo puedo realizar. Nadie más por mí. ¿Cuál es mi don? ¿Sé dónde se encuentra mi originalidad? ¿Dónde están mis talentos? ¿Qué debilidad mía usa Dios para hacerla fecunda? Sé que no puedo hacerlo todo. Sólo lo mío. Eso es lo que importa. Decía S. Pablo: «¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros? ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?». No todos hacen lo mismo. No todos son profetas, no todos curan. Cada uno actúa de acuerdo con su sabiduría. Veo que unos hablan y su palabra es creadora. No sé bien cómo pero su voz penetra los corazones y cambia las vidas de las personas. O no es su voz, sino la palabra llena de Espíritu Santo. Dios en su don haciendo pequeños milagros de transformación. Otros son especialistas en escuchar. Lo hacen con inmenso respeto. Saben ser pacientes y aguardar sin decir nada. Su silencio da vida a tantos. Me impresiona ese don de saber escuchar. El que escucha construye puentes que unen a unos y a otros. El silencio de la escucha enaltece. El que calla sabe sembrar en una tierra fértil. Otros dan sabios consejos. Sin imponer nada, con respeto. Otros sirven con pasión dando todo su tiempo y su energía. Entienden que su misión es estar atentos a la necesidad de los que están cerca, y lejos. Saben ponerse a la labor sin esperar que se lo pidan. Lo entregan todo con humildad y no pretenden que sus nombres resuenen en acción de gracias. Dan sin esperar nada. Dan en lo oculto. Me impresiona ese don de permanecer ocultos. Sin que nadie los vea, sin que nadie lo sepa. Tal vez es su servicio fiel y oculto el que cambia el mundo sin que yo me dé cuenta. Su ayuda generosa es fuente de vida para los más necesitados. Veo a otros que sanan con su ternura y delicadeza. Tienen el poder de curar enfermedades. No sé cómo lo hacen, pero consiguen que las heridas hondas cicatricen. Y los vacíos del alma que tanto enferman se llenen de esperanza. Saben aguardar al pie de la cama del que sufre. Acompañan sin querer dar consejos. Saben ser pacientes y curar a todos los enfermos que quieren tocar sus vidas. Veo a los que acogen con su corazón grande y abierto. Se convierten en morada para los indigentes, para los solitarios, para los que han sido rechazados y juzgados. Miro a mi alrededor. Veo tantos dones y talentos. ¿Cuál es mi don? ¿Qué misión me ha confiado el Espíritu Santo? Si supiera cuál es mi don, mi tarea original que nadie puede hacer por mí, dejaría de vivir comparándome con los demás. Viviría alegre siendo quién soy en lugar de sufrir por no ser como otros. Mi don es el mío, y también mi herida y mi debilidad. Son únicos. No los tienen otros. Y sé que el Espíritu va a hacer conmigo milagros originales, si vivo feliz haciendo lo que me pide. No me comparo. No pretendo ser quien no soy. Soy yo, con mi originalidad. Necesito descubrirla para vivir con paz haciendo lo mío. Cuando no es así, me pongo triste y dejo de valorar la entrega de los otros. Divido. Creo distancias con los demás. Juzgo al que envidio. Y veo cómo el demonio divide en mi interior. El Espíritu Santo por su lado es capaz de unir. Incluso en mi misma Iglesia me vuelvo suspicaz con los que no son como yo. Critico a los diferentes, a los que tienen otros carismas y acentos. A los que llegan a más corazones y logran más victorias. Y yo me quejo de la sequedad de mi entrega. Y veo que quiero ser como otros en los frutos. Divido, juzgo, condeno, en lugar de unir con mis palabras y silencios.
Jesús sabe muy bien cuál es su misión, y la quiere hacer comprensible a su pueblo. Por eso elige el texto de Isaías en la sinagoga de Nazaret: «Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos». Jesús viene a sanar los corazones enfermos. Porque sus manos y su amor sanan las heridas. Viene a anunciar a los pobres la esperanza, la buena noticia de su presencia. Viene a mí porque en mi pobreza sus palabras me llenan de sueños. Quiere erradicar la pobreza que no me deja mirar con alegría mi vida. Tantas veces soy pobre porque deseo lo que no tengo y no me conformo con lo que poseo. En mi pobreza sueño siempre con más. Y corro el peligro de perder la esperanza cuando las cosas no mejoran. Entonces Jesús viene a anunciarme que mi vida puede ser plena si creo en Él. Me dice que todo puede tener mucho más sentido del que con frecuencia le encuentro. Jesús me anuncia la libertad a mí que soy esclavo. Sé que vivo en un mundo de esclavos sin libertad. Yo mismo soy esclavo porque me falta la libertad interior. Hay tantas dependencias en mi alma que me apegan a la tierra. Necesito desintoxicarme de mis apegos enfermizos. Quiero ser más libre en mi corazón. Me alegra saber que Jesús me libera hoy de todo lo que me ata. Viene con su Espíritu a liberarme. A sacarme de las cárceles en las que yo me he recluido voluntariamente. Jesús viene también con su luz y quiere que los ciegos vean. Que yo mismo vea. Porque estoy ciego y no sé mirar con hondura. Me fijo sólo en lo que no me da vida. Me quedo en la superficie de las cosas. Y no soy capaz de ver lo bueno que hay en mi alma, en el alma de los que me rodean. Veo lo malo, lo sucio, lo feo. Quiero aprender a ver la belleza, la verdad, la bondad. Y quedarme con esa mirada grabada en el alma. Jesús lo puede hacer posible. A eso vino a la tierra. A liberar, a dar luz, a sanar. Y el mundo creía en Él porque veía sus signos visibles: «En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan». Su misión fueron buenas obras. Pasó haciendo el bien. Liberando, sanando, limpiando. Me alegra pensar en la misión de Jesús. No vino para los que ya estaban cerca de Dios, vino para los marginados. Vino a revelar un Dios misericordioso para que todos pudieran sentirse amados por Él. Su mensaje es de esperanza y salvación. Ha venido «para anunciar el año de gracia del Señor». Un año de esperanza, de misericordia. Ese mismo año de gracia que proclamó Isaías. Entonces parecía muy lejano. Pero el pueblo no duda de las palabras del profeta. Las conservan en su corazón durante generaciones. Hoy ha llegado el día: «Es un día consagrado a nuestro Dios». En Jesús se va a hacer realidad. Se revela en Él plenamente la misericordia de Dios. Un año de gracia. Un tiempo en el que la deuda se condona. Ya no hay deuda que pagar. Ha sido cancelada. El perdón es más grande que el pecado. Sobreabunda la gracia. La misión de Jesús es mostrar ese rostro misericordioso de Dios a los hombres. El pueblo que escucha se conmueve. Se admiran al escuchar que ha llegado la hora. Un momento tan ardientemente esperado. Ya está ahí. Jesús en persona en medio de los hombres. Sus palabras los llenan de esperanza. No puede haber mayor don que un año de gracia. Que la salvación esté presente para todos. No hace falta ser perfecto. Sólo tengo que reconocer la imperfección y acercarme conmovido hasta Jesús. Él, la misericordia encarnada, me espera con los brazos abiertos. Me abraza, me perdona. 


[1] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la tragedia se encuentra eon la Eternidad
[2] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

domingo, enero 20, 2019

II Hito



Autor: P. Marcelo Gallardo

Algunas reflexiones en torno al 20 de enero
Cada vez que recorremos- con el respeto y el cariño que se merecen- los caminos de la historia de Schoenstatt, se hace necesario realizar desde el “aquí y ahora” de nuestra vida, una lectura creyente de aquellos “momentos cumbre” que definieron la biografía del P. Kentenich y de su Familia. ¿Con qué objeto? se podría preguntar el lector; con el de posibilitar que broten con nuevo vigor las fuentes de vida que hicieron crecer a Schoenstatt y que hagan fecundo su presente. En este sentido me permito compartir algunas reflexiones en torno al 20 de enero.
Hablar de 20 de enero es hablar de una intensa búsqueda espiritual. Nuestro Fundador fue un hombre de Dios. Al igual que María, el Señor fue su gran pasión. Lo buscó y encontró a través de las personas, de los pequeños y grandes signos a través de los cuales se le manifestaba en la vida cotidiana y también en los anhelos que llevaba en su corazón. Pero el 20 de enero Dios lo condujo a lo más profundo, lo invitó a la comunión plena con Él por medio de la cruz, en un campo de concentración. Fue Dachau, esa ciudad de locos, de infierno y de muerte, el lugar donde llegó a identificarse plenamente con Jesús.  Esta cumbre espiritual despierta muchas preguntas:
¿Buscamos como el P. Kentenich encontrarnos con Dios y escuchar su voluntad? ¿Nos dejamos tiempos de silencio para ello? ¿Confiamos en que detrás de todo lo que ocurre, sea bueno o difícil está la bondad, el poder y la misericordia de Dios que quiere lo mejor para nosotros? ¿Somos capaces de confiar en Dios como lo hizo él, especialmente en la adversidad?
Decir 20 de enero es decir red, una red de solidaridad animada por una caridad efectiva. El P. Kentenich pudo hacer frente a la cruda realidad del campo de concentración gracias a que sabía que no estaba solo, gracias a que sabía que él vivía en el corazón de muchas personas y que ellas vivían en su corazón.
Lo contrario a esta red de solidaridad- que se expresó en la corriente de vida del Jardín de María- es el aislamiento, tumba de la esperanza humana. Si bien estamos lejos del horror de Dachau, nuestro patria atraviesa tiempos difíciles. Un tercio de los argentinos es pobre y la mitad de los niños argentinos, de nuestro futuro, sufre el flagelo de no tener lo indispensable para crecer dignamente. Sufrimos el drama de una grieta social que nos divide, nos confronta y aisla.
Nuestro Fundador nos enseñó con su vida probada en Dachau, que el camino para sobrevivir y salir adelante era el de la confianza en Dios y el de tejer día a día, con perseverancia, una red de vínculos humanos a fin de que podamos vivir “el uno en el otro, junto al otro y para el otro”.
¿Nos esforzamos por tejer redes de vínculos que ayuden a contener a las personas y superar las situaciones de adversidad e incertidumbre que atravesamos? ¿Somos capaces de dejarnos tocar por el sufrimiento del otro o permanecemos en la indiferencia? ¿Nos paralizamos frente a las dificultades o nos ponemos en movimiento para salir adelante? ¿Nos quejamos permanentemente o nos ponemos a trabajar por un cambio?  
En la persona del Fundador y en su ejemplo de vida encontramos estrellas que nos orientan en medio de la noche. Como María, queremos acompañar a Cristo, que sigue sufriendo en tantos rostros humanos de nuestros días, para que ese dolor sea fecundo y contribuya a forjar un nuevo orden social en nuestra patria.
Fuente: Schoenstatt Argentina

II Domingo Tiempo ordinario


Isaías 62, 1-5;1 Corintios 12,4; Juan 2, 1-11
«Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en Él»
20 enero 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«El camino de la vida no es recto. Hay subidas, bajadas, desvíos. Hay obstáculos y problemas. No es lineal. No está claro lo que Dios me pide. ¿Cómo discierno qué voces en mi alma vienen de Dios?»
Parece ser que el amor y el miedo tienen muchas conexiones. Cuando no amo a alguien o algo, no temo perderlo. Pero si amo y me involucro, comienza el miedo a perder. Me importa dejar que se aleje aquel a quien más quiero. Me da miedo la ausencia, la pérdida, el dolor que aún no siento, pero puedo llegar a sentir. Si ocurre lo que más temo. Son mis miedos anticipatorios los que me atan por dentro. Sufro prematuramente lo que no ha ocurrido. A veces en vano, cuando no sucede. El miedo a defraudar a quien me importa forma parte también del amor. Amo a mi padre, y me importa su opinión, lo que piensa de mí, lo que opina. Su mirada sobre mí tiene mucha más fuerza que la mirada de otros a quienes no amo. Temo no estar a la altura que me piden, no llegar a la cumbre a la que aspiro, no dar la talla que esperan de mí. Es grande el temor por desengañar a quien me ama. Temo perder el amor, la benevolencia, la predilección. Dejar de ser elegido, amado, querido. Y tengo miedo. Me asusta el abandono por no haber cumplido, por no haber sido tan bueno como esperaban de mí. Hay otro miedo unido al amor. Es el miedo a dejarme ver en mi verdad y que después de verme tal como soy, aquel que me ama, se desilusione. No le guste mi alma, mi pecado, mi debilidad. Deteste mis imperfecciones y límites. Se asuste ante mis contradicciones. Yo mismo me sorprendo. ¿Cómo me va a poder amar con un amor tan grande aquel que fácilmente ama mis luces y talentos? Me escondo por miedo a ser rechazado. Si conoce la verdad, pienso, me sentiré humillado. Me cubro de máscaras que esconden mi pobreza. Seguro que con las luces de fiesta con las que me cubro quedará todo algo más maquillado. El amor y el miedo vuelven a encontrarse. Esta misma mirada la proyecto en Dios. Quiero que me quiera. No quiero defraudarlo, porque me importa lo que piensa de mí. Incluso intento esconderme, para que no vea la misma pobreza que Él ha creado amándola. Y me alejo turbado. Y me da miedo su mirada, al pensar que es como la mía. A mí no me gusta mi pobreza. Entonces escucho a Juan en Juan 4,11-18: «No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor». El amor perfecto expulsa el temor. Mi amor es imperfecto. ¡Cuántas cosas hago por miedo al castigo, al reproche, al desprecio! Trato con delicadeza, sonrío, busco agradar. Pero no lo hago por amor, sino por miedo a no ser amado. Intento decir la palabra correcta, con el gesto adecuado, todo movido por ese miedo inconsciente a no ser querido. A quedarme solo, fuera del mundo. Quiero que los demás estén contentos conmigo. Busco satisfacer todas sus expectativas. Son tantas. Hoy escucho: «Ya no te llamarán Abandonada, ni a tu tierra Devastada; a ti te llamarán Mi favorita, y a tu tierra Desposada, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido». Eso es lo que yo quiero. No ser abandonado, no quedarme solo sin amor. Mi amor herido me mueve a mendigar amor. ¿Cómo puedo sanar tantas heridas de amor? Quiero pensar en la mirada de Dios sobre mi vida: «La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo». Quiero que Dios esté alegre con mi vida. ¿Lo está? A menudo me imagino a Dios enfadado conmigo, reprochándome mis pecados. Echándome en cara mi fragilidad. Culpándome de mis mezquindades. No estoy a la altura que Él esperaba. Quiero perder ese miedo infantil. Quiero atreverme a amar sin miedo. Puedo perder a quien amo, es cierto. Puedo dejar de ser amado porque el amor humano es frágil, también lo sé. Pero lo que tengo claro es que el amor y el miedo juntos hacen mala combinación. Se repelen como polos del mismo signo. No es pleno un amor lleno de miedos. ¿Qué me motiva a hacer las cosas? Me veo haciendo gestos de amor aparentemente. Pero la motivación es el miedo a defraudar. Intento agradar siempre. Y mi motivación es el miedo. Me da pena. ¿Cuántas cosas hago sólo por amor? Quisiera tener un amor limpio de impurezas. El miedo es una de ellas. Es humano, lo sé. Pero creo que puedo crecer en libertad interior. Ser más libre para amar sin temer el dolor que puede suponer un día la renuncia. Quiero amar con toda el alma, sin que me asuste una posible separación o lejanía. Quiero amar con las entrañas, sin que el miedo empañe mi deseo de darme por entero. Aparto de mi alma el miedo. Y elijo amar sin nada que me turbe.
No sé por qué suelo ser tan desconfiado. No me fío de los extraños. Los miro con sospecha. Temo que me roben, me asalten, me engañen. Mi alma es desconfiada de lo desconocido. Creo que todo puede salir mal. No me arriesgo a recorrer caminos oscuros e inciertos. Temo que no salgan bien las cosas. Busco las certezas de lo conocido en lugares nuevos. Sueño con ese hogar donde las raíces están firmes. Desconfío de las rutas inciertas y desconocidas. No me fío de los valles oscuros que recorro. Mi alma teme lo nuevo, lo que implica algún riesgo. No le agrada la noche. Busca la luz del día. ¿Cómo le voy a pedir a mi alma que confíe en Dios ciegamente en medio de la tormenta? Me resulta imposible. Se agarra con pies y manos a la vida que controla. No suelta, no cede. ¿Por qué se empeña Dios en decirme que no tema y confíe? Como si fuera fácil. Las fibras de mi ser están enredadas en la tierra. Como raíces firmes que dan seguridad al nuevo día. En cuanto pierdo el suelo firme me mareo sobre aguas que parecen tan frágiles. No sé caminar sobre ellas. ¿Cómo se vive la vida con santa indiferencia? En mi piel humana no cabe tanto descontrol. Desconfío. Me gustaría creer que Dios permite en mi vida caminos que me harán pleno. Pero me da miedo el dolor, el sufrimiento. Para mi vida deseo una autopista ancha por la que yo pueda caminar tranquilo. Y me asustan las decisiones que me abran a posibilidades nuevas y peligros inminentes. El 20 de enero de 1942 el P. Kentenich se vio ante una decisión muy difícil. Estaba detenido por la Gestapo en Coblenza. Había sido designado para ir al campo de concentración de Dachau. Había una única opción de ser descartado para ir si se sometía a un nuevo examen médico por sus problemas de pulmón. Tenía que tomar una decisión fácil en apariencia. Podía optar por agotar las vías humanas para evitar el peligro de un campo de concentración que le podía conducir a la muerte. Sólo el posible dictamen de un médico lo separaba de la libertad. Ese día 20 de enero era la fecha límite para solicitarlo. Lo explica él así: «¡Cuán difícil fue la decisión para mí! Desde la ventana de la torre las miradas suplicantes y desde todas partes las peticiones que me llegaban por escrito para que diese el paso de ir al médico. Sí, esa fue una dura lucha. Entonces se hizo vivo en mí el convencimiento: - No, esto no lo puedo hacer. Fue un salto mortal para mí y, con ello, un salto mortal en cierto sentido para la Familia misma. Iba de un lado para otro en la celda y sabía: - No lo debo hacer. Un acto simple y, sin embargo, todo dependía de él. Dejé pasar el plazo convenido para la decisión y, con ello, la decisión estaba tomada». El Padre ve claro que no tiene que recurrir a esta posibilidad. Confía en que Dios conduce su vida. No está solo. Su vida está unida a la de toda la familia de Schoenstatt. Sabe además que sea cual sea el camino, todo va a ser un bien para él y para la familia. ¿Cómo se puede educar el corazón en la santa indiferencia? ¿Cómo se atan el corazón y los afectos al corazón de Dios para confiar siempre pase lo que pase? Su sí a Dios esa noche es un sí confiado y firme. Acepta lo que Dios quiera. Lo que Dios permita. ¿Cuando venga el dolor yo estaré preparado para ello? No, creo que no estaré nunca preparado para sufrir. No por eso dejo de confiar. La confianza es un don que pido cada mañana. Sé que la piel de mi cuerpo se resiste el dolor y teme los futuros inciertos. Desconfía de posibles dolores en los que pueda perder lo que hoy me alegra y da paz. Desconfío del camino difícil frente al ancho. Prefiero la opción fácil no la difícil. La autopista antes que el camino con curvas, subidas y bajadas. ¿Dónde seré realmente más feliz? Sé que la satisfacción de mis deseos no me hace feliz a la larga, sólo me deja vacío. Sé también que vivir con paz en momentos de cruz alegra mi vida y le da un sentido más hondo, más auténtico y verdadero. Quiero confiar siempre en ese amor que es roca firme en mi vida. Creer que en cualquier sitio Dios me va a hacer feliz. Y le va a dar sentido a mis días. Sean muchos o pocos. No quiero vivir con miedo. Esa confianza es la que le pido a Dios porque no la tengo por naturaleza. No soy ese niño ingenuo y alegre que confía ciegamente en el amor de su padre. Me he vuelto inseguro y temeroso. Con la mirada torva del que teme cualquier mal. Como he sido herido en el camino y tengo el alma rota, no quiero que mi piel dolorida vuelva a experimentar el daño. Desconfío del amor y a veces me refugio en Dios, pensando que no me hará daño. Y si siento que me lo hace, me escondo más todavía. Me gustaría experimentar la gracia de la confianza. Es lo que vivió en su vida Santa Teresita del Niño Jesús. Ella recorre el pequeño camino de la confianza: «¿Cómo podría mi confianza tener algún límite? Yo sé que los santos también han hecho locuras por ti, han hecho grandes cosas porque eran águilas. Jesús, yo soy demasiado pequeña para hacer grandes cosas. Mi locura consiste en suplicar a mis hermanas, las águilas, que me obtengan el favor de volar hacia el Sol del Amor con las alas mismas del Águila divina. Por todo el tiempo que Tú quieras, Amado mío, tu pajarito se quedará sin fuerzas y sin alas, pero siempre tendrá los ojos fijos en ti; quiere ser fascinado por tu mirada divina, quiere convertirse en la presa de tu amor. Tengo la esperanza de que un día vendrás, Águila adorada, a buscar a tu pajarito y lo sumergirás para toda la eternidad en el ardiente abismo de ese Amor al que se ha ofrecido como víctima»[1]. Es la confianza plena en el amor de Dios. Ella se sabe pequeña y limitada. Y confía totalmente en Dios. Confía porque no tiene nada en su alma que le dé seguridad para la lucha. No se siente fuerte ni valiente. Por eso puede confiar en las fuerzas de Dios más que en las propias. En eso consiste la confianza. En creer que Dios como un águila me va a elevar por encima de mí mismo. Va a llevarme a los cielos más altos. Va a permitirme soñar con las alturas. En medio de mi cruz no quiero perder la confianza, aunque esté herido. Quiero recuperar ese sentimiento de saberme amado por Dios en mi pobreza. En medio del abismo. Cuando temo que nada salga como yo deseo. En ese momento de incertidumbre y miedo me abrazo a Dios con fuerza. Él me sostiene. Confío.
En ocasiones siento que hago lo que tengo que hacer. Lo que corresponde. Lo que esperan de mí. Lo que yo mismo creo que es necesario que haga. Sigo una voz en mi interior que me mueve a actuar de una determinada manera. Puede ser una voz profunda. O una voz suave que me lleva a tomar decisiones. Hago lo que he decidido hacer. O lo que otros han decidido por mí. Ya no lo sé. Siento que es difícil tomar decisiones. Porque no sé si son las correctas. O no sé si son las que debería tomar. Incluso pensando que la decisión no es la correcta en ocasiones me dejo llevar por la inclinación, por la pasión, por mi voluntad esclava. Creo decidir lo que me conviene, pero luego me falta fuerza de voluntad para llevarla a cabo. Decía el P. Kentenich: «El segundo elemento es la capacidad de ejecución, es decir, la capacidad de llevar a cabo vigorosamente la decisión tomada, a pesar de todas las restricciones y dificultades»[2]. Hacer lo que he pensado, lo que realmente quiero, lo que es conveniente para mí vida, lo que he decidido con firmeza. Parece difícil. Pero no sólo hacerlo es difícil. Mucho antes de hacer, me cuesta decidir bien, lo que me hace feliz, lo que me alegra. Decidir es complicado. Quisiera tener los sentimientos de Jesús para poder decidir de acuerdo con su querer. Quiero decidir según Él. Para eso tengo que inscribir mi corazón en el suyo. ¿Cómo lo hago? ¿Dónde tengo puesto mi corazón en realidad? Vivo volcado en el mundo que me exige, me mide, me ata, me busca. En el mundo que colma sólo en parte mi insatisfacción. Y yo digo que busco a Dios en el mundo, con el corazón perdido, roto, herido. Quisiera tener el corazón atado a Jesús, inscrito en su corazón también roto y herido. Decía el P. Kentenich: «En el espíritu de la inscriptio, el instrumento perfecto vuelve entonces a decidirse rápidamente por Dios, refugiándose en su patria original, en el corazón de Dios. Allí está amparado y seguro como en ninguna otra parte del mundo»[3]. La inscriptio es una forma de vivir anclado en Jesús. Una manera de adquirir sus sentimientos. ¿Qué sentía Jesús? Misericordia, perdón, amor inmenso, humildad, alegría, paz, mansedumbre, honestidad. ¿Se puede sentir todo esto en mi corazón limitado? A menudo yo siento rabia, frustración, impotencia, deseo de venganza, rencor, miedo, debilidad. Y me enfango en sentimientos que no son de Cristo. Me empeño por cambiarlo todo y no lo consigo. Intento borrar las frases que determinan mis emociones. Pretendo que desaparezca todo mi rencor relativizando el daño que me han causado. Ahuyento las nubes de mi rabia diciéndome mil veces que todo está bien, que no es para tanto, que saldré adelante. Aprendo a reírme de mí mismo, pero me cuesta tanto. Deseo tener los sentimientos de Jesús. Esos que sólo imagino como un ideal lejano. Quisiera el fuego de su amor apasionado. Pero todo en una sana armonía fruto de la falta de pecado que yo no tengo. No puedo entonces sentir lo mismo. Mi pecado me tiene roto por dentro. O tal vez por estar roto es por lo que peco. Porque mendigo amor y me frustra recibir rechazo. O quiero el éxito para hacerme merecedor del amor del mundo. También del de Dios. Quiero sentir como Jesús que perdona desde lo alto del madero. Yo que no perdono los errores, ni los descuidos. Quiero sentir como Jesús que me dice que aprenda de su humildad y mansedumbre. Y me invita a seguir sus pasos que se borran a medida que los piso por la orilla de mi playa. Y todo para que no me crea yo tan importante. Yo, que me creo que, si todos me valoran, seré el hombre más feliz de mi tierra. Quiero llegar a sentir como Jesús que calla paciente ante las injurias y ofensas. Cuando yo no tolero que hablen mal de mí ni me critiquen. Porque pretendo ser perfecto. Y no soporto que me corrijan. Deseo hacerlo todo bien, para que brille. Cuando ni siquiera a Él le salieron todos los planes y proyectos. Deseo ese amor suyo tan humano que enaltece. El mío esclaviza y crea dependencias. Ese amor humano que salva y libera. El mío no sabe bien lo que tiene que hacer para hacer feliz al que ama. Quiero sentir como Jesús caminando sobre las aguas. Haciendo milagros imposibles. Y yo que no creo demasiado en los milagros. Ni siquiera en los que veo o en los que yo mismo hago. Quiero sentir como ese hombre libre que es Él mismo siempre sin querer gustar a todos. A mí que tanto me gusta caer bien y resultar atractivo. Y dejo de ser libre en lo que hago y en lo que digo. Ese Jesús trasparente, lleno de luz y de vida. Quiero sentir como Él que sentía con un corazón inmenso. A mí me cuesta tanto amar a los que me aman. Dar más de lo que recibo. Y permanecer alegre en medio de la cruz que me lacera el alma. Quisiera perdonar como Él, a todos los que me hieren. Y decidir según el Padre que me ama. Según sus deseos, como Jesús, que no duda. Se retira al silencio y en oración asiente con humildad y alegría. Decidir lo que me conviene. Decidir según su corazón en el que descansa el mío. No lo sé. Un milagro puede hacer mi corazón semejante al suyo. Sólo un milagro puede atarme a su corazón herido. Lo pido, lo suplico. Para sentir lo mismo. Y caminar sus pasos. Haciendo lo que Él sueña. Sólo eso. Nada más que eso.
La tercera manifestación del poder de Dios sucede en una boda. En un lugar sencillo, en la ciudad de Caná, comienza el primer milagro: «En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: - No les queda vino». Jesús, María y sus discípulos son invitados a una boda. Y entonces parece que el vino no es suficiente. Es importante para acoger a los que llegan de lejos. No es una anécdota. María se da cuenta. María es Madre, es mujer. María sabe cuándo algo falta, se fija en los detalles. Me impresiona. Ella sabe lo que a mí me hace falta. No me puede exigir que haga algo. Simplemente respeta mi libertad tanto como Dios respetó la suya en la anunciación. Percibe mi sed, mi hambre, mi escasez, mi necesidad. Antes de que lo formule Ella ya lo sabe. Me sorprende. Tiene esa sensibilidad para adelantarse. En la vida hay personas especialistas en adelantarse a mis deseos. Ven lo que me cuesta. Perciben que algo no está en orden en mí. A veces me gustaría que se adelantaran a mis deseos. Que intentaran responder a mis gustos. Incluso llego a exigírselo a los demás. No es que siempre necesite que me ayuden. Pero me gusta que se ofrezcan a ayudarme. No me urge que hagan algo por mí. Pero sí que expresen el deseo de hacerlo y se den cuenta de mi cansancio, de mi dolor, de mi pena. Lo que más me duele es resultar invisible para los que están más cerca. Que no me vean cuando sufro, cuando lloro, cuando estoy triste. Que no vean mi angustia, mi pena, mi miedo, mi dolor. Que no sepan lo que estoy viviendo. Es cierto, yo tampoco lo cuento. Pero espero que lo vean. No tengo que contarlo todo. Si hay algo que hacer, una necesidad de cubrir, que no siempre esperen que sea yo quien lo haga. Si alguien necesita ayuda y la pide, que no den por supuesto que yo voy a ir a ayudar. No quiero que sea así. Espero algo más de las personas a las que amo. Pero quizás exijo lo que no tienen, lo que no pueden darme. En la película «el velo pintado» decía el protagonista: «Supongo que tienes razón, fuimos tontos al buscar en el otro cualidades que nunca había tenido». Les exijo a los demás lo que no van a poder darme. No va a salir de ellos. No me van a ver en mi fragilidad. No van a percatarse de mis miedos. Y yo lo sigo exigiendo. Como un niño malhumorado porque la vida no responde a sus expectativas. No muchos se van a dar cuenta de mi necesidad. No van a ver que falta vino. No van a hacer nada para calmar mi sed. Puedo vivir exigiéndolo. O puedo aceptar la realidad como es, amándola. Pero no quiero renunciar a mis deseos y necesidades. No me dejo llevar por esa tentación: «Una primera tentación es suprimir el mundo de los deseos para no verse profundamente herido ni sufrir inútilmente, tomando las cosas como vienen, sin ninguna proyección ni riesgo: el no te ilusiones, para no tener que desilusionarte es el relativismo de quien vive en función de cómo sople el viento, tratando de no crearse demasiados problemas»[4]. Mi deseo es importante. Y mi necesidad. Si la reprimo por algún lado escapa. No puedo vivir renunciando siempre a lo que me da aire y paz. Corro el peligro de quebrarme por dentro. Necesito que Dios escuche mis deseos, mis dolores, mis penas. No los reprimo. Los entrego. María me mira conmovida y le susurra a Jesús: «Le falta vino». Y sé que Ella sí me escucha y atiende mis deseos. No me ignora. Me ama. Y el amor nunca ignora a quien ama. Además, tengo otra misión. Puedo ser yo como María para los demás. Puedo ver que le falta vino a quien está cerca y hacer algo por él. Puedo ser más sensible, más detallista. ¿Qué necesita el que está a mi lado? ¿Me adelanto para satisfacer sus más leves deseos? En ocasiones cuento cómo me siento. Hablo de mí, de mis problemas, de mi falta de agua. Pero no pregunto al otro cómo se encuentra, qué le pasa, qué precisa. Vivo centrado en mí, en mis problemas y dolores, en mis tristezas y miedos. ¡Cuánto bien me hace mirar a los demás como me mira María! Ella me mira con misericordia y pone en mí toda su atención. No despega sus ojos de mi vida. Me mira conmovida. Y sabe lo que necesito para ser feliz. Yo quiero aprender a hacer felices a los demás. Quiero que salga de mí. No sólo quiero hacer lo que esperan de mí, quiero hacer más, quiero adelantarme a los deseos de los otros. Estar por encima de mis pretensiones. No quedarme sólo en mi mundo estrecho y egoísta. Pensar en los demás ensancha mi corazón y hace más grande mi horizonte. Pensar en hacer felices a los demás me hace más feliz. ¿Lo consigo? ¿Logro que sean más felices los que están cerca de mí? Creo que ese es el sentido del amor. Adelantarse a los deseos del amado. Ya sean las personas que pone Dios en mi camino. Ya sea el mismo Dios al que tantas veces digo amar. Quiero ser fiel a sus deseos. Quiero estar atento a su necesidad de ser amado.
María comenta que falta vino. Pero parece que no ha llegado todavía la hora de manifestar su poder: «Jesús le contestó: - Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora». La hora en la que se vería su poder oculto. Los milagros de sus manos. Ya había llamado a sus discípulos. Pero aún no había manifestado ante el mundo quién era. Tampoco sus discípulos lo sabían. Cuando haga el milagro del vino creerán en Él: «Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en Él». Manifestará su gloria cuando llegue su hora. ¿No había llegado? Siempre me sorprende la respuesta de Jesús. Quizás María lo sabía. Ella sí tenía claro que había llegado su hora. Mucho se ha escrito sobre esta respuesta. Lo cierto es el milagro. Después de la respuesta de Jesús viene la petición de su Madre. María insiste, pide y suplica: «Su madre dijo a los sirvientes: - Haced lo que Él os diga». Y Jesús actúa. Manifiesta su poder en aquel pequeño lugar de Caná. Y queda resonando en mí la petición de María a los servidores. Comenta el P. Kentenich: «Cuando la Santísima Virgen pida al Señor por nosotros: - No tienen vino, el Hijo Unigénito de Dios convertirá rápida y gozosamente en vino el agua de nuestra debilidad. En las bodas de Caná la Santísima Virgen dijo: - Hagan lo que Él les diga. Y así lo repite hoy también a los que buscan su protección: - Hagan lo que Él les diga»[5]. Tengo que hacer lo que Jesús me dice. Seguir sus pasos por el camino de la vida para que sucedan milagros. Si sigo su voluntad sucede lo inesperado. A menudo me confundo. Me turbo. ¿Qué me dice Jesús en realidad? ¿Qué quiere que haga con mi vida? Sus palabras van dirigidas hoy a mí. Quiere que haga lo que Jesús me pide. Me impresiona siempre de nuevo. Voy al Santuario y María me pide que haga lo que Jesús quiere de mí. Que siga sus pasos. Que obedezca. ¿Qué quiere que haga? El camino de la vida no suele ser muy recto. Hay subidas, bajadas, desvíos. Hay obstáculos y problemas. Hay altibajos, alegrías y penas. No siempre todo es lineal en un crecimiento hacia el cielo. No siempre estoy mejor que ayer. A veces mucho peor. Retrocedo, o no avanzo, o vuelvo a caer en lo mismo de siempre. No está tan claro lo que Dios me pide, lo que espera. ¿Cómo puedo discernir cuáles de las voces que escucho en mi interior vienen de Dios y cuáles sólo intentan confundirme? La consolación de Dios es la que me dan los deseos que vienen de su amor. Esa consolación no la encuentro cuando no es así. Los buenos espíritus. No los malos. El deseo que viene de Dios. El deseo que me hace mejor persona y ensancha mi alma. La hace más plena y más alegre. Más limpia. Quiero hacer lo que Jesús me dice porque sé que por ese camino voy a ser más feliz. Casi por egoísmo lo hago. Lo hace a través de las mociones del Espíritu en mi alma. Lo hace a través de personas que me hablan de Dios. Lo hace a través de circunstancias en las que me conduce. Son las voces que voy escuchando y me muestran el querer de Jesús en mi vida. Eso me consuela y me da paz. Su voz habla en mi interior. Quiero aprender a escuchar los latidos de su corazón. Es lo que más deseo. No me resulta tan sencillo porque no guardo silencio, porque no interpreto los signos de Dios en medio de mis pasos. Lo intento y no siempre lo consigo. No busco el camino recto y sin problemas. No pretendo seguir la línea recta que tanto deseo. Sólo quiero hacer lo que Dios quiere de mí. Quiero seguir sus más leves insinuaciones. Pero no todo es tan fácil. No siempre acierto. Me dan paz las palabras que escucho: «Dios está dentro de nuestra historia. No dirigiéndola como un titiritero desde fuera, sino asegurándola al amarre en un puerto seguro, a través de recorridos insondables del loco corazón humano. Todo esto permite que nuestras historias, aunque estén torcidas, sean ya historia salvadas porque tienen detrás un amor que la precede»[6]. No siempre voy a elegir lo correcto. No siempre mi decisión será la decisión sabia. Pero Jesús irá en mi barca, en mi piel, en mi alma. No se baja de mí. No me abandona a la suerte de mis decisiones equivocadas. No pretende que siempre lo haga todo perfecto. Asume mi debilidad y construye sobre el barro de mi voluntad herida.
Jesús transforma el agua en vino. Y al final de los días de fiesta regala el mejor vino: «Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: - Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: - Sacad ahora y llevádselo al mayordomo. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía, y entonces llamó al novio y le dijo: - Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». Siempre me ha gustado mucho este milagro. Del agua sale el mejor vino. Sin agua no hay vino. Jesús convierte mi agua en vino. Pero necesita mi agua. Y la convierte en el mejor vino. Necesita mis debilidades, mis vacíos, mis torpezas. Cuenta con mi barro, con mi inconsistencia. Convierte lo que en mí es pobreza en una obra de arte. Me impresiona a mí que quiero hacerlo todo bien. Como leía el otro día: «La perfección para nosotros consistirá en conseguir aceptar nuestras partes más enfermas y hacerlas convivir junto a las más sanas. Somos las heridas que se nos han infligido, los abusos sufridos, las desviaciones vividas, con todo lo demás de espléndido que llevamos dentro. ¿Por qué mutilarnos, por qué rechazar algunos de nuestros aspectos?»[7]. Yo no soy el encargado de sacar el mejor vino. Yo sólo aporto el agua. Tantas veces sucia, contaminada y enferma. Agua que no se puede beber. Agua llena de inmundicias. Tengo claro que no quiero rechazar esa agua. Porque es agua que Dios ha puesto en mi alma. Él se va a encargar de convertirla en vino. Jesús usa todo lo que hay en mí. La poetisa francesa Maríe Noël escribe un diálogo personal con Dios: «Señor, Tú entonces, como un trapero, recoges las sobras, las basuras, ¿Qué quieres hacer con ellas, Señor? El reino de los cielos». Sólo me pide que no niegue mi basura, que no esconda lo que es sucio en mis tinajas. No desea que busque sólo un agua cristalina y pura para dársela. Quiere lo que hay en mí. Mi pobreza, mis enfados, mis pecados, mis tristezas. Material de deshecho. Es lo que quiere. Él desea que yo acepte mi historia llena de pobreza. Porque ese es mi camino de salvación. Aceptar mis decisiones erradas y mis pasos en falso. Aceptar mis heridas y mis torpezas. Aceptarlo todo como parte del barro con el que Dios construye. Como parte de esa agua que Dios necesita para convertirla en vino. Si no hay agua, no hay vino. Si no pongo como prenda mi corazón, no hay entrega. Si guardo mi agua por miedo a mostrar mi debilidad, no habrá vino para nadie, no habrá milagro para poder alabar a Dios, no habrá vida para poder compartirla. Es todo un camino que tengo que seguir para dejarme hacer por Dios renunciando a la perfección. Quiero aceptar que no soy yo el que produce el mejor vino, sino el que aporta con humildad el agua. Reconocer que no soy yo el que hace milagros, sino el que pone el barro para sanar, curar, convertir en hijos de Dios a los suyos. Es todo un camino de conversión que pasa por aceptar mi debilidad como parte de mi verdad. La pobreza de mi agua, la inconsistencia de mis pretensiones, como parte de mi don. Dios puede hacer milagros con mi vida si me dejo hacer. Si se la entrego sin pretensiones. No consiste tanto en hacer. Más bien se trata de aceptarme como soy. Lo pongo todo a su servicio. Para que Dios haga conmigo lo que Él quiere, no tanto lo que yo quiero.


[1] Santa Teresita de Lisieux, Historia de un alma
[2] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández
[3] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[5] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] Paolo Scquizzato, Elogio de la vida imperfecta, 38
[7] Paolo Scquizzato, Elogio de la vida imperfecta, 23