lunes, diciembre 31, 2018


Saludo Año Nuevo


Rezo en esta noche para que el año que se inicia sea como el Niño de Belén.

Un niño a tu medida:
misterioso, desvalido, libro abierto, bendición.  

Que Jesús arrime su hombro al tuyo cada vez que estés cansado y se siente a tu lado para saciar la sed en el pozo de Jacob.

Si tu fe vacila o piensas que te hundes, que Él alargue su mano y llegues siempre al buen puerto.

Deseo que Él te enseñe a reír y a llorar, a amar como Ella amó:
a estar cerca del niño y del anciano, del enfermo y desvalido,

y de quienes te busquen en la noche,
porque no escucharon aún el anuncio de paz en Nochebuena. 

¡Feliz y bendecido 2019!                             
P. Guillermo Carmona

domingo, diciembre 30, 2018

Navidad y Sagrada Familia


Miqueas 5,1-4; Colosenses 3, 12-21; Eclesiástico 3, 2-6. 12-14.
«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel,  que significa 'Dios-con-nosotros'»
30 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Saber que soy increíble me hace más increíble todavía. ¡Cuánto poder tiene la fe! Si creo en mí llego más lejos. Si creen en mí subo a las alturas. Jesús cree en mí. Soy increíble para Él. Eso me basta»
El otro día recibí en mi ordenador este mensaje: «Eres increíble, y lo sabes». Y todo porque acababa de realizar una compra por internet. Me pareció bastante curioso. La tienda on line me decía que yo era increíble sin conocerme. Sin quererme. Me lo dicen y no lo saben. Y yo me alegro. ¡Qué curioso! Y a lo mejor los que lo saben, no me lo dicen. Se callan. Y a mí me duele. Y yo también sé que algunas personas a las que quiero son increíbles, pero no se lo digo, me lo guardo, me lo callo. Siguen siendo increíbles y yo no les hago creer que lo son. Mi campaña de marketing es peor que la de esa tienda. Aquellos a los que amo no escuchan de mis labios nunca un te quiero. No les hago saber lo maravillosos que son. No les expreso mis sentimientos más verdaderos. Los conozco, los quiero, pero no les digo lo que pienso y siento. No lo escribo. Me lo guardo. Pero esta tienda que no me conoce sí me lo dice. Suena a broma, sonrío al leerlo, pero hay una verdad escondida y algo se alegra en mi alma. Me lo repito muy despacio. Soy increíble, lo sé. De verdad lo soy, aunque me cueste creerlo y vea tantas veces mis límites, mis caídas, mis pecados. Tal vez por eso necesito que me lo repitan para creérmelo de verdad. Pero no cualquier tienda, que no me conoce. Sino alguien que de verdad me quiera. Alguien a quien le importe de corazón. ¿Tan necesitado estoy de reconocimiento que necesito esos halagos? No deseo cualquier halago. Esa frase dicha así, en la fría pantalla de un ordenador, suena a falsa. Ellos no me conocen, ¿cómo voy a ser increíble para ellos si no saben cómo soy? A veces las personas me dicen cosas sin conocerme. Halagos unas veces, otras veces son críticas y juicios. En realidad, todo me afecta. Pero ellos, si lo pienso me doy cuenta, no me conocen de verdad. Aún así me afecta lo que me dicen, lo que opinan sobre mí. ¿Tienen el mismo peso las palabras independientemente de quien las diga? En realidad, no. Pero me afectan. Me duele mi vulnerabilidad. Quiero que todos me acepten y digan que soy increíble. Que me aplaudan y me elogien. Es como si necesitara continuamente escuchar un reconocimiento. Un like de alguien desconocido. Un aplauso sin rostro. No me conocen, pero el halago me eleva. Y sin conocerme, la crítica me hunde. Me juzgan y dejo de crecer, de confiar, de creer. ¡Tienen tanto poder las palabras! Hoy muchas personas me felicitan la Navidad. Muchos lo hacen por costumbre, sin detenerse a pensar en mí y felicitarme a mí. Lo hacen sin rezar por mí. Otros sí lo hacen con un cariño profundo. No llega igual cada mensaje de Navidad. Me gusta lo personal, no lo general. Yo también caigo en lo mismo. Digo las cosas sin conocer, sin querer de forma personal, sin detenerme a pensar en cada uno. Las prisas son malas y no me dejan detenerme a rezar, a pensar, a estar con Jesús. Pienso en este niño Dios hecho carne. Miro al Belén en el que descansa este Niño que me quiere a mí, que me busca a mí, que me conoce. Sus palabras resuenan en mi corazón con la fuerza de un latido. Jesús sí que me dice hoy: «Eres increíble, y lo sabes». La verdad es que no lo sé. O más bien no me lo creo y se me olvida. No acabo de comprender que soy el más querido por Dios. Que soy su hijo predilecto. Tengo muchos talentos, muchas virtudes. Una historia increíble. Una vocación maravillosa. Pero yo no acabo de entonar mi magníficat como María agradeciendo a Dios todo lo que hace en mí. Soy maravilloso. Soy estupendo. Soy el jardín de Dios. Soy su establo más preciado. Tengo un alma grande. Un corazón inmenso. Una hondura en la que las raíces de Dios crecen con fuerza. Tengo la suerte de amar mucho y de ser muy amado. Me gusta la palabra increíble. Tiene que ver con el asombro y la sorpresa. Con lo que rebasa todas las expectativas y supera todos los sueños. Es increíble que yo sea como soy. Lo pienso y me alegro. Una sana autoestima me enseña a amar de forma sana. Miro a Jesús en el pesebre. Ya está aquí. Ha venido en silencio. Es increíble esa presencia misteriosa. Él es mucho más increíble que yo. Me mira a mí con alegría y se asombra. Y me repite esas mismas palabras. Me pide que me lo crea, que confíe en el poder de sus palabras. Es el hijo de Dios. Él me hace nacer de nuevo y me recuerda que valgo más de lo que pienso. Que no me mire mal y confíe en lo que puede hacer conmigo. A veces me centro en lo que hago mal, en mis carencias y límites. Y esa mirada no me hace crecer. Decía el P. Kentenich: «Si yo dijese reiteradamente en mis pláticas, en un sesenta a noventa por ciento: tú no puedes hacer nada, pero Dios ha hecho de ti algo valioso, esa afirmación tiene que causar una falta de alegría en mi relación con Dios y, por eso, se busca la alegría en otra parte: en el mundo de las alegrías sensibles y del pecado»[1]. Justamente Jesús me mira y ve lo valioso que hay en mí. No se queda en mi pecado, en mi pobreza. No hace algo grande a pesar de mi barro, sino contando con él. Tengo una potencialidad escondida. Un don sagrado que estoy llamado a entregar. Hay una semilla en mi alma que habla de eternidad. Necesito saberlo para poder darlo. Saber que soy increíble me hace más increíble todavía. ¡Cuánto poder tiene la fe! Si creo en mí llego más lejos. Si creen en mí subo a las alturas. Jesús cree en mí. Soy increíble para Él. Eso me basta.
Jesús llega a mi vida sin que yo esté preparado. Nunca suelo estarlo para las grandes ocasiones. Me dejo llevar por las prisas y no me detengo ni un instante. Quiero que el nacimiento de Jesús se dé en en mí tal y como mi vida está ahora. Así pasó en la vida real: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera». Fue de una manera silenciosa, sin llamar la atención. El nacimiento fue en huida. En la pobreza de un pesebre. ¿Qué hubiera pasado si alguien con alma de niño hubiera abierto su posada? ¿y si en lugar de un establo hubiera nacido en una familia, en la paz y el remanso de un hogar en calma? Hubiera sido de otra manera el nacimiento. Pero no sería Jesús. Él quiso nacer a su manera. Y su manera duele, incomoda, altera mi paz y mi sosiego. Su manera inquieta, es como una astilla que se mete en mi piel haciéndome daño. Su manera no se adapta a la horma de mi zapato. O es más pequeña o es más grande. Quiero encajonar a Dios para que se adapte a mí, a mis deseos. Dicen que le atribuyo a Él sólo los bienes. Y los males digo que los observa impotente, pero no es responsable. Como si quisiera exculparlo de todas mis desgracias. ¿No tengo que perdonarlo a veces cuando permite algo que me duele en lo más hondo? Sí. Le perdono. Pero me parece que me he inventado un Dios que nace a mi manera. Cuando yo quiero, cuando lo necesito. Y cuando me decepciona lo vuelvo a reservar en el sagrario. Lo escondo, lo oculto. Allí donde no me molesta en mi silencio. Calla. Y parece dormido. Demasiado quieto mi Dios. Demasiado impotente. Demasiado pequeño. O tal vez tan grande que se queda lejos de mí. En algún lugar lejano en el que yo no habito. Tengo claro que mis decisiones importantes pasan por el corazón. Sin él no puedo decidir nada bien. No sé lo que de verdad me conviene hasta que lo medito todo en mi corazón. Allí sucede lo importante. Pero a veces siento que mi corazón va a contracorriente. No se adapta a los tiempos de los hombres. Vive con un reloj distinto. No sé si es el de Dios, o es el de mi alma. Lo que sé es que a mi ritmo Dios me habla. En sus silencios confirma mis intuiciones. Y con sus susurros suaves calma no sé bien cómo mis miedos. Me arrodillo hoy cansado, con barro en mis manos, el alma vacía, delante de mi Dios niño, mi Dios de carne, mi Dios tan humano. ¡Cuánta paradoja hay en el pesebre! ¡Cuánta impotencia para salvar el mundo! Un Dios hecho hombre, hecho niño, hecho límite. Decía el P. Kentenich: «El rostro humano del Padre Eterno vuelto hacia nosotros, nos revela de manera sensible y palpable, de modo auténticamente humano, cómo concebir humanamente el interés espiritual de Dios Padre por cada individuo»[2]. El rostro de un niño con sus ojos grandes es el rostro humano de la misericordia de Dios. Dios hecho hombre se acerca al hombre. Dios con nosotros que no quiere dejarme solo. Dios conmigo para que sienta cada día su abrazo. Dios me ama y viene a mí, pero a su manera, eso sí, no a la mía. Es mejor la suya, lo sé, aunque no la entienda. Me empeño en querer razonarlo todo. Y mi vida se juega en el corazón, no en la cabeza. Me salvo en el corazón que a veces tengo tan desordenado, tan sucio, tan limitado. Y yo quiero que Jesús nazca en mi vida a mi manera. Cuando esté todo en orden, pienso, será distinto. Cuando tenga éxito y logros que justifiquen mi vida. Entonces le dejaré entrar y quedarse conmigo. Pero no es así. Soy víctima del caos de mi alma. Y me siento inquieto y perdido con frecuencia. En medio de las nieblas de mis desánimos me arrodillo en silencio ante el Niño que nace. ¿Qué hubiera hecho yo esa noche de invierno? ¿Hubiera dejado a José y a María entrar en mi vida? Me temo que no. Me incomodan los que molestan. Tengo miedo y me cuesta aceptar la manera de Dios. Por egoísmo, por pereza. Tantas veces me guardo de los hombres que me incomodan. Y creo que tengo que vivir a mi manera. Que es la que de verdad vale. La que me hace feliz, la que se adapta al tamaño de mi alma. ¡Qué mirada tan pequeña, tan pobre, tan ciega! Quiero aprender a dejar nacer a Dios en mi vida a su manera. Dejarlo entrar. Aunque no entienda yo lo que Él hace cuando habita en mí. Dios conmigo en medio de mis días. En medio de mis nervios e inquietudes. Dios que viene a romper la santa armonía de mis rutinas sagradas. En las que no me desprendo de mi yo queriendo ser el dueño de mi vida. Miro a José y María y obedezco: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa 'Dios-con-nosotros'». Los miro en la noche de Navidad. Cuando todo está a oscuras y una luz se enciende en el pesebre. Una lámpara en la noche. Una señal de esperanza entre tantas desesperanzas. Jesús nace a su manera y no lo comprendo bien. Unos pañales, una madre, un padre. Pobreza, soledad y silencio. Jesús nace a su manera. En la persecución. En el dolor. En la pérdida. En el martirio. Nace en medio de la tensión. Cuando no todo está claro ni en paz. Cuando el futuro es incierto. Me quiero adaptar a su manera. Jesús tiene razón, todo es cuestión de tiempo. Dios se adapta a mi tiempo. La eternidad se limita en horas y en días. No hay nada tan incongruente. Dios todopoderoso se vuelve impotente. Dios omnipresente se esconde en una cueva. Dios omnisciente vive en la ignorancia. Dios eterno acepta la muerte. La naturaleza creada asume al Dios que la ha creado. El creador sometido a la creatura. Me parece todo imposible. Su manera me desconcierta siempre de nuevo. Su manera de hacer las cosas, de amar hasta el extremo, me resulta imposible. Su soledad es un amor que desborda todas mis pretensiones. Y yo pretendo someter a Dios a mi manera. Hacerlo actuar según mis planes. Indignándome cuando no se ajusta a mi lógica o a mis gustos. Me arrodillo cansado ante el pesebre. Ante mi Belén con José, María, el ángel, el Niño, el buey y la mula. Y la estrella que me ilumina. Los pastores y la oveja. Yo allí de rodillas queriendo sostener el mundo en mis manos.
Me conmueve el silencio de Navidad. Sobran las palabras. Los gestos. Sobran los llantos y las penas. Me conmueve tocar el cielo en Navidad, viviendo tan atado a la tierra. Y experimentar la distancia eterna entre mi carne herida y esa paz del cielo de la que hablo, con la que sueño. Me duelen las palabras. Me hieren los gestos. Y torpemente amo y guardo rencor al mismo tiempo. No sé por qué sigo pensando que me deben algo. O que no todas mis cuentas están saldadas. Y miro al cielo. Toco la carne de un niño indefenso esta noche, este día de Navidad. Toco a Dios que viene a cambiar la tierra en carne de hombre. Parece no cambiar nada. Porque un niño indefenso no puede cambiar nada. Y yo me arrodillo creyendo en los imposibles de los que Dios me habla. ¿Cómo va a nacer Dios en la carne de un niño? Tan limitado, tan pobre, tan impotente, tan pequeño. Quiero que algo cambie esta noche. En mí, más que eso no pretendo. Quiero cambiar mi mirada, mi forma de abrazar la vida. Quiero cambiar la suerte de mis días jugándomelo todo a una carta. La de creer que existe ese Dios que me pide hacer a mí todo lo imposible. La de creer que mi vida es mejor y tiene más sentido si abrazo sus caminos y me adapto a sus sueños. Y dejo de aferrarme rígidamente a mis pretensiones tan humanas. Me gusta esta noche de Navidad en la que los miedos se detienen ante la puerta abierta que Dios me muestra. Hay esperanza. ¿Cómo es posible? Se ha consumido el tiempo. No se ha logrado nada. La derrota es segura. ¿Cómo va a vencer un niño en medio de mi tiempo limitado? Yo quiero que todo suceda ahora, mientras estoy aquí, mirando. Quiero que cambie las leyes y los poderes de este mundo. ¿Cómo voy a respetar esos tiempos de Dios que no comprendo? Quiero que todo cambie para bien. Recuperar el tiempo perdido. Devolver la vida a los que se han ido. Que me pidan perdón los que me han herido. Que me abracen todos los que deben algo. Que me quieran más aquellos a los que yo tanto quiero. Que no se acerquen los que desprecio. Que me salgan bien las cuentas. Que me resulten mis planes. Que cambie la suerte de mi vida. Que me dejen hacer lo que yo quiero. Miro mis peticiones escritas en el alma a fuego. Veo que soy tan inmaduro, tan inconstante, tan superficial. Nace Jesús en mi alma. Es lo que deseo. ¿Cómo va a poder cambiar todo lo que en mí se resiste al cambio? Hoy es noche de imprevistos. ¿Por qué tuvieron que ir a hacer el censo? «Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta». Todo se complica en su vida apacible. A veces le echo la culpa al cielo cuando suceden cosas con las que no contaba. Cuando todo se complica. Miro la ausencia y el fracaso. Un censo. Un pueblo lleno de gente. No hay posada. No se puede dormir en ninguna parte. ¿Dónde dará a luz esa niña? Me importa menos la suerte de los demás que la mía. Lo mío pesa más, es más grande y duele. Y me duele pensar que no todo es como yo había dibujado. En mis sueños de niño al pie de un Belén, junto a los míos. Ha pasado el tiempo y el alma se vuelve dura y exigente. Necesito arrodillarme un año más ante el pesebre para hacerme niño. Todo tan quieto, tan callado, tan lleno de una calma infinita. ¿Y mi alma impaciente? Quizás quiera hoy Jesús cambiar mi suerte. Mi mirada. Mi corazón enfermo. La forma de mi abrazo. El tamaño de mis ojos. El ritmo de mis pasos. Me siento incapaz de cambiar yo mismo nada de lo que hago. De preparar nada para la nochebuena. O el niño lo hace, o yo no puedo hacerlo. Cambiar mi suerte, la de los míos. Me he vuelto duro para sufrir menos. El que menos ama es el que menos sufre. Y no quiero sufrir, lo tengo claro. El que más distancia toma con las personas. ¿Por qué quiso Dios hacerse hombre? Para tocar mi alma. Para acercarse a mí. Y complicarme la vida con su presencia. Para volverse indefenso en medio de mis días. Así lo encontraron los pastores. Y los reyes. «Y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre». Un niño envuelto en pañales. ¿Cómo se puede creer en la promesa cuando no veo nada que me dé esperanza? ¿No basta con un niño? Le pido mucho a la vida. Que sea como yo quiera. Que todo cambie cuando yo quiera. ¿Cuáles son mis deseos en esta noche? «Si el deseo es auténtico, no se extinguirá con el paso del tiempo ni tendrá necesidad de cualquiera clase de atajos para realizarse»[3]. No tengo prisa. La Navidad es una noche sin prisas. Sin tiempos. Sin urgencias. Simplemente es la noche para cultivar mi deseo. Ese deseo de infinito que nace en mi alma. Abrazo al Niño muy quedo. ¿Qué sueño? Tengo el alma llena de deseos eternos. No tengo prisa. No corro. No me apresuro sin sentido. Miro al Niño en silencio. No todo está en orden. No todo perdonado. No me han pedido perdón. No han abrazado mi alma herida. El orden soñado tiene que esperar. Pero sonrío. Medito en mi corazón todo lo que me pasa. Los miedos y las ausencias. Sonrío como puedo en esta noche de rebaños de ovejas y cantos de ángeles. De soledad y paz de establo. De estrellas y esperanzas. Abrazo al niño muy quieto, sin hacer ruido. Con mi alma tranquila. Sueño. Espero. Deseo. Y entono muy quedo unos villancicos que renuevan por dentro mi alma.
Es la familia el lugar sagrado en el que se forjan mis sueños de niño. ¡Qué difícil educar! ¡Cuánto cuesta vivir en familia con una sana armonía! Hoy la familia está en crisis. Tantas familias rotas. Tanto desamor. Tanto dolor. Miro a mi familia. Veo que no todo es el reflejo de la armonía de la familia de Nazaret. Estoy tan lejos. Quiero en esta Navidad pedir por todas las familias que aspiran a vivir el ideal de la familia de Nazaret. Una familia que crece en la espera de treinta años ocultos en el tiempo. Treinta años de silencio. ¡Qué poco sé de su vida esos años! María y José educando a Jesús. La unión familiar testimonio de un amor del cielo. Jesús dignifica la familia con su presencia. Le da un carácter sagrado. Me gusta pensar en la familia de Nazaret como un modelo para mi vida. Como un camino de santidad. ¡Qué lejos estoy a veces! Aspiro a ese ideal de verdad, de amor, de paz, de justicia. Que mi familia se parezca a la de Nazaret. Que en ella se respete tanto la vida, la verdad de cada uno. Una familia en la que haya perdón. Y una mirada positiva y enaltecedora sobre el otro. Hoy es el día en el que pido por tantas familias rotas, imperfectas, heridas. Con ausencias. Con dolores. Pido para que seamos capaces de construir familias como la de Belén, como la de Nazaret. Hogares en los que reine el amor y se haga fuerte la misericordia. Pongo en manos de María y José en el Belén mis vínculos familiares rotos, heridos, fríos, cansados. Les pido que los hagan fuertes y profundos. Misericordiosos y llenos de paz. Es lo que imploro esta noche santa. Se lo pido a Jesús que me mira con misericordia. S. Pablo me recuerda cómo estoy llamado a vivir. Estoy muy lejos todavía. El ideal es muy grande: «Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. Corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón». Una familia unida que reza, da gracias, alaba a Dios, se perdona, se ama sin límites. ¡Qué importante es la familia para formar corazones sanos! Hay tantas heridas que vienen de mi infancia. He visto corazones rotos por el desamor. Porque nunca se sintieron amados, ni escucharon un te quiero, ni se supieron increíbles. Cuando no toco en los míos el perdón, la paz, y el abrazo, es seguro que buscaré fuera sucedáneos que calmen la sed de mi alma. Una familia unida en la paz de Dios es una familia en la que maduran corazones en armonía. Donde Jesús está presente trae la paz. ¡Qué lejos me siento tantas veces de la familia de Nazaret! Jesús me invita a perdonar, a pedir perdón, a ser perdonado. Me pide que aprenda a agradecer, a abrazar, a amar con gestos y palabras. Una familia santa y sana es expresión del amor de Dios. Miro a la Sagrada familia en este domingo. Miro a José, a María, con el niño en sus brazos. Los miro camino a Egipto, camino a Nazaret. El niño en medio de ellos trayendo paz y silencio. Este tiempo de Navidad me enseña a detenerme y a contemplar. Decía el Papa Francisco: «Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos. Eso es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las familias: - Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible»[4]. Contemplar exige un esfuerzo. Me exige dejar en una cesta el móvil para estar con los míos y contemplarlos. Lo hago con mi cónyuge, con mis hijos, con mis hermanos, con mis padres, con mis abuelos. Quiero estar con los que me aman sin condiciones. Quiero ver la vida de los que quiero y desear decirles que valen más de lo que piensan. El problema surge cuando soy invisible. O cuando alguno en mi entorno es invisible para mí. No lo veo. No lo distingo. Y así no crezco y no crece. Una familia es el lugar de la contemplación. Y si en casa vivo volcado hacia el exterior, haré que muchos a mi alrededor sean invisibles. Dejen de contar. Su vida no valga la pena. Y entonces no son increíbles. No quiero que esto sea así. No lo quiero.
Este domingo de la sagrada familia escucho cómo Jesús es llevado al templo: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor». José y María cumplen con la ley judía. El hijo de Dios nace y sus padres respetan lo que está escrito: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor». Siempre me impresiona la docilidad de José y María. No dudan. No se saltan la ley. Hacen lo que está mandado. A veces creo que la ley me la invento yo. Yo decido lo que está bien y lo que está mal. La norma que cumplo y la que me salto. Yo marco los límites, los traspaso y los respeto. Yo busco obviar la ley cuando no me gusta. Y la respeto cuando la estoy cumpliendo. Condeno a los que la trasgreden, hasta que yo mismo lo hago. Entonces me vuelvo repentinamente misericordioso, es curioso. Pero si yo cumplo y me cuesta hacerlo, me erijo en guardián de la ortodoxia. Culpo a los culpables. Condeno a los caídos. Y me siento mejor que muchos. Y si un día caigo yo, mi moral se hace flexible. ¡Qué frágil es el corazón humano! Digo que está bien la norma cuando me es fácil respetarla. Y si me resulta imposible, la tacho de inhumana. O digo que no es el deseo de Dios. Uso con facilidad el nombre de Dios en vano. Digo lo que Dios quiere sin yo saberlo. Digo cuáles son sus deseos verdaderos siendo yo un ignorante en la materia. Me falta altura para ser humilde. Para ser niño. Para ser dócil. Aceptar la norma y cumplirla, aunque me cueste. Es difícil. Escribía el P. Kentenich citando a «Santo Tomás: - Los dones del Espíritu Santo provienen del cielo, perfeccionan al hombre para que obedezca con mayor rapidez al Espíritu Santo. Son capacidades sobrenaturales especiales que nos hacen dóciles, a fin de que llevemos a cabo aquellas obras eminentes que conocemos con el nombre de ´bienaventuranzas»[5]. Necesito que venga sobre mí el Espíritu Santo para ser hijo, para ser dócil, para ser obediente. Y para llevar a cabo esas bienaventuranzas que Jesús me pide. Hacer el bien y evitar el mal. Ser pacífico y bondadoso. Ser humilde y sabio. Necesito una fuerza de lo alto porque yo sólo caigo en la soberbia y en el individualismo. La obediencia es una gracia que Dios me da. Me gustan las palabras del P. Kentenich: «Mi ideal de obediencia es este: cuando me dan una orden con la que yo no estoy de acuerdo, no la cumplo como un esclavo que no piensa, sino que lo hago manifestando al Superior mi desacuerdo y haciéndole ver que actúo sólo porque él me lo manda, sin hacer mía la orden»[6]. Disponibilidad para hacer lo mandado. Y franqueza para expresar mi opinión al hacerlo. Una obediencia familiar. Como la que vivió Jesús en Nazaret. Una obediencia en familia en la que el hijo obedece en una sana familiaridad. No la obediencia del temor, sino la del amor. Don Bosco decía en su testamento espiritual: «Si quieres ser obedecido, debes lograr ser amado. Si quieres ser amado, debes amar. Vuestros educandos no sólo han de ser amados por vosotros. Sino que deben llegar a darse cuenta de ello. ¿Cómo ocurre esto? Deberéis preguntárselo a vuestro corazón, él lo sabe». José y María obedecen. Y luego aman. O quizás primero aman con profundidad a Dios y por eso pueden obedecer. Y amando a Jesús logran que se despierte en él la obediencia: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él». ¡Qué difícil cuando no me obedecen! ¿Cómo se puede amar al hijo que no me obedece ni respeta? Me hace falta un amor más grande que el que tengo. Mi hijo tiene que ser amado por mí. Y tiene que saber que lo amo. La obediencia va unida al amor. Si no amo a Dios. ¿Cómo voy a respetar sus leyes, sus deseos, sus peticiones? Mi corazón obedece al que ama, lo que ama. Sigue la línea marcada por el amor que brota en el corazón. Quiero aprender a amar de tal manera que la obediencia me sea fácil. Quiero aprender a amar a otros de tal forma que me obedezcan por amor, no por temor. Estoy tan lejos. La escuela donde aprender a educar es compleja. No es todo tan sencillo como pintan los libros. Dicen que el papel lo aguanta todo. Pero que luego la vida es más difícil. Hablar de pedagogía siempre es bonito, enamora y fascina. Pero luego aplicarla en un colegio es un desafío muy difícil. Porque la vida no es una suma. Es mucho más difícil. Requiere que integre toda mi vida, toda mi alma. Requiere que me dé por entero. Sin guardarme nada. Así desarrollará mi hijo el instinto de la obediencia. Se hará dócil. Porque el orgullo es el que me impide tantas veces obedecer y aceptar la norma impuesta. Mi orgullo independiente. Mi deseo de hacer mi santa voluntad. De imponer mis criterios y mis maneras. Quiero hacerlo todo como yo quiero. Y el decir de mis mayores no me importa. No lo quiero. Entonces surge del alma una rebeldía inconsistente. Como si reclamara en mi corazón un orgullo herido que quiere ser amado. Respetado. Y tomado en cuenta. Quiero más humildad para ser obediente. Sólo si soy hijo obedezco. Sólo si soy niño me abro al querer de mi padre. Me vuelvo dócil.
Simeón representa la espera y el deseo de ver y tocar a Dios: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Lo ve y sabe que ya puede descansar con Dios para siempre. Me impresiona esa mirada. Lleva tanto tiempo esperando al Mesías. Ana también espera: «Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén». La espera es recompensada. Los dos ven a Dios. Tocan al niño. Creen que detrás de la apariencia de la piel se esconde el rey de reyes, el Salvador. Me impresiona su fe. Es bonito ver cómo hace Dios las cosas. Se hace niño humilde y pequeño. Se hace dócil. Se hace hogar para muchos. Y se deja tocar por todos. Ana y Simeón han recorrido un largo camino de espera. Han soñado con lo imposible y lo que parecía inalcanzable se ha hecho realidad. ¿Cómo puedo esperar tanto tiempo sin desanimarme? Tengo esperanzas clavadas en el alma. Pero a menudo me desanimo. Dejo de confiar. Dejo de creer. Me han prometido el cielo y vivo en el lodo. He soñado con las estrellas y no he alcanzado su destello de luz. Pierdo la esperanza. Quiero creer en las personas y me fallan. Creo que la Navidad es una escuela en la esperanza. Todavía no he visto al Salvador y espero en él. Todavía no puedo irme a descansar porque no lo he tocado. Tengo que seguir en pie, alerta, esperando. Leía el otro día: «Si no hay gratitud, la vida no se abre a la esperanza y se encierra en un presente que se repite, como una donación infinita de muchos pequeños instantes iguales todos ellos entre sí, instantes que huyen hacia el vacío»[7]. La gratitud es la llave que me abre a la esperanza. Me ensancha el corazón. Me hace más paciente con lo que todavía no ha sucedido. Necesito un corazón que agradezca la vida que tengo. Soñando con una plenitud que aún no alcanzo. Un corazón agradecido ante los míos. Ante mis hijos, mis padres, mis hermanos, mis amigos. Paciente en la espera sin querer que suceda lo imposible de golpe, inmediatamente. La espera se hace firme cuando agradezco lo que ya poseo. Y espero lo que ha de venir con una sonrisa. Es la espera de un corazón que no vive estancado en la queja. Quiero ser agradecido y feliz. Quiero un corazón que espere siempre algo nuevo. Que sueñe y desee. Quiero un corazón que viva deseando tocar el cielo y ver a Dios en la tierra. Quiero un corazón paciente. Un corazón grande, tierno y alegre. Quiero tocar a Jesús como Simeón, como Ana. Necesito paciencia. Lucho por ello cada día. Sin perder el tiempo. Sin desesperarme. Sueño con Dios en mi alma, en mi tierra.


[1] J. Kentenich, Niños ante Dios, 328
[2] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[4] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia
[5] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] M., Hernán Alessandri, La Historia del P. Kentenich
[7] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

jueves, diciembre 27, 2018

Mes de María - Entrega Custodia

Queridas Hermanas, 
Como cierre del Mes de María, y luego de haber trabajado la virtud mariana de la magnanimidad, como cada año, regalamos una Custodia a una Capilla.
El miércoles 19 de diciembre,  día en que se recuerda a San Expedito, acompañamos al Padre Leonardo Di Carlo  a la celebración de la Santa Misa en esa naciente y pequeña, pero vigorosa y entusiasta Comunidad.
Sarita Tohme y yo fuimos acompañadas por algunas misioneras de la zona. La Capilla estaba repleta de parroquianos y peregrinos devotos de San Expedito.
El padre Leo  hizo una hermosa homilía, en la que relacionó   al Santo , con el fuerte tiempo litúrgico que estamos viviendo; el Adviento, tiempo de espera confiada y alegre, en el camino hacia la venida del Señor que se anonada por nosotros .
Al finalizar la Misa, les explicó a todos sobre nuestra presencia y la hermosa ‘encomienda’ que la motivaba.
La Comunidad agradecida, estalló en aplausos, cuando levantó la Custodia.
Yo temía emocionarme “como siempre” y le pedí no hablar, pero lo primero que hizo fue ponerme el micrófono!!!!
La Mater me asistió y puso en mi  unas pocas palabras acordes.
Estaban todos muy contentos y agradecidos, y desde ese momento quedaron comprometidos los ministros para coordinar la exposición del Santísimo cuando él no pudiera asistir.
Agradecemos al Circulo de Adoración de la Federación de Madres, esta misión que nos dieron,  para llevar alegría con la presencia del Señor a una pequeña Capilla que lo anhelaba.
Gracias Federación, en nombre del Padre Leo y de la Comunidad de San Expedito.
Unidas en la Alianza y esperando el Niño Dios, les  deseamos feliz Navidad y bendecido año 2019

Sarita de Tohme  y Norma de Cremaschi  (AMSO)






martes, diciembre 25, 2018

Feliz Navidad


Dios hace posible lo imposible. Se hace niño. Se acerca. Llega. Me toca. Camina junto a mí. Es el amor más grande. En la noche de Belén todo es posible.

Dios se hizo carne para caminar con nosotros. A nuestra altura. A nuestro lado. A nuestro paso. Él llega allí donde cada uno esté para llenarnos de alegría.

Feliz y bendecida Navidad junto a sus familias


domingo, diciembre 23, 2018

IV Domingo Adviento


Miqueas 5,1-4; Hebreos 10, 5-10; Lucas 1,39-45.

«¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?

Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»



23 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban

«Me gusta perder el tiempo con los que quiero. Saber que estoy donde me lleva el alma. Es Adviento. El Niño nace en mi alma para darme su aliento. Anhelo esa paz que necesita mi corazón inquieto»

En este Adviento se han hecho virales dos videos. En uno de ellos se hacían preguntas en una cena navideña. El que no sabía responder a la pregunta tenía que abandonar la mesa. Las preguntas  iniciales parecían fáciles. Eran sobre la actualidad o sobre series y temas que estaban de moda. Las respuestas fluían con facilidad. Entonces todo se complica. Las preguntas tienen que ver con el pasado, con la historia personal de las personas con las que comparten la mesa. El pasado de mi abuelo, las decisiones de mi hermana, los anhelos de mi cónyuge. Todo se complica. El silencio es la respuesta. El asombro. Muestra una realidad de mi vida. ¡Cuántas veces no sé cosas de la vida de las personas a las que más amo! ¿Dónde hicieron su luna de miel? ¿Qué renuncia fue importante en su vida? ¿Qué sueña en estos mismos momentos? ¿Qué le quita la paz? Tal vez me muestra que me falta tiempo para escuchar, para preguntar. Me falta tiempo de calidad, de intimidad. No creo que el uso excesivo del móvil sea la causa. Aunque claramente no ayuda. Tal vez la causa está en las pocas conversaciones profundas que tengo con aquellos a los que amo. Doy por supuestas muchas cosas. Me parece evidente que son de una manera determinada. No profundizo en sus decisiones, ni pregunto  por su pasado. Es como si no quisiera saber más de lo que ya sé. O no me interesara. O no tuviera tiempo. El tiempo es corto y lo desperdicio tantas veces. Me parece que no tengo bien puestas mis prioridades. En el otro video viral habla del reencuentro con un amigo, con un familiar, al que hace tiempo que no veo. Quiero mucho a esa persona. Es prioritaria en mi vida. Pero luego analizo el tiempo pasado a su lado y veo que me encuentro con él muy pocas veces. Hay ahora una aplicación que me muestra el tiempo que me quedaría con esa persona si siguiera viéndola tan poco. Pueden ser días, incluso horas. Veo entonces que digo una cosa. Afirmo mis prioridades. Y luego no me comporto consecuentemente. Es absurdo, pero es así. Veo muy poco a personas a las que digo querer mucho. Y mi tiempo de calidad con ellas es escaso. No invierto en la amistad que amo. No dedico tiempo a  aquel que es importante. Creo tener las prioridades claras y no me comporto en consecuencia. Tal vez no sé distinguir lo urgente de lo prioritario. Y acabo perdiendo el tiempo. Dejo de disfrutar a aquellos que me hacen bien y me importan. Y dedico mi tiempo a cosas que no son tan prioritarias. Es cuestión de tiempo. Es cuestión de prioridades. Pero no aprendo. Decido perder el tiempo haciendo lo que no llena mi alma. Y descuido a las personas a las que quiero. Las pierdo. Me pierden. Y no aprovecho esa vida que es limitada. El tiempo es oro. Quiero saber lo que pasa en cada alma, en cada vida. Y yo mismo hablar de mi vida, de mis cosas. Pero me pierdo en los mundos no verdaderos que no son prioritarios. Nunca lo son. Y al final no sé lo que importa y no estoy con quien me importa. El Adviento me invita a elegir bien mis prioridades y a poner orden en mis opciones. Miro a José y a María camino a Belén. Cargados de eternidad. Tienen claras sus prioridades. ¿Cuáles son las mías?
Importa el tiempo. Y el contenido del tiempo. Lo que escribo y lo que cuento. Las elecciones que hago. Con quién estoy y con quién no. Eso importa. Como leía el otro día: «No se me ocurre una soledad más grande que pasar el resto de mi vida con una persona con la que no pueda hablar, o, peor todavía, con la que no pueda estar en silencio»1. Las elecciones son prioritarias. Los pasos que doy y los que retengo. Puedo  pasar la vida sin hablar con quien estoy, sin que me hable. Importa  lo  que  pregunto  para  saber  y hacerme solidario. Cuenta también lo que callo, porque no es necesario contarlo todo. Guardo silencio.



1 Mary Ann Shaffer, La sociedad literaria y del pastel de piel de patata Guernsey

Pienso en mi Adviento esperando a ese ángel que me alegre el alma. Y al Niño entre pañales que viene a mi encuentro. Pienso en el silencio de Belén. Donde no hay gritos, ni violencia. Y donde todo es importante. El silencio, las palabras y el tiempo. ¿Dónde me siento en deuda con las personas a las que amo? ¿Qué no de ellos que debería saber? ¿Qué no cuento que sería bueno que los demás supieran? Silencios y palabras. El tiempo que pierdo, el que gano, el que invierto. Me gusta aprovechar mi tiempo. Y a veces creo que lo pierdo. Entre un después y un mañana. Entre un silencio y una palabra vacía. O una pregunta que no espera respuesta. Me gusta pensar que sé lo que está viviendo cada persona a la que quiero. No quiero perder el tiempo haciendo sólo lo que debo, lo que es necesario.
Me gusta la poesía y la música. Y perder el tiempo con los que quiero. Y saber que estoy donde me lleva el alma. Y el corazón que ama. Es Adviento. Es Navidad. El Niño nace en mi alma para darme su aliento. Anhelo esa paz que necesita mi corazón inquieto. Eso es lo que quiero. Sólo eso.

La verdad es que no me gusta mucho el morado para el Adviento. Prefiero el rojo, más de Navidad. Más de anhelo, de fuego en el alma, de amor de Dios que se hace carne. No veo tan necesarios el sacrificio y la renuncia para preparar el alma en Adviento. Y el cultivo de la alegría y del anhelo. Es el Adviento una espera confiada porque Jesús viene. No hay muerte. Hay vida. Mucha vida que nace. Jesús ya está vivo en el vientre de María. Camino a Ein Karem, camino a Belén. Un niño hecho carne al que aún no veo y ya sueño. No conozco su rostro y anhelo su presencia misteriosa. Ya es real. Está la cuna vacía. Pero no el alma. Vacío el pesebre que espera su venida. Pero no María, que está llena de Dios, de su carne, de su vida. Me gusta el Adviento de fuego. En el que el corazón se va ensanchando al ritmo de las velas que se encienden. Más luz, más esperanza. Menos noche, más sol y estrellas. Más vida. Más campanas que rompen el silencio de la espera. Campanas que resuenan en mi alma. Es Navidad. Jesús llega para nacer en mi alma. Para poder ver a Jesús necesito acostumbrarme a la noche. Para percibir la luz que lo ilumina todo. Y necesito hacer silencio, para poder escuchar las campanas que rompen la rutina. Hay un cuento de Anthony de Melo que habla de una isla hundida en el mar y de un monasterio que se hundió con ella. Cuando la isla todavía era visible, antes de hundirse, las campanas del monasterio repicaban en días de tormenta. Su sonido traía la paz y alejaba el miedo. Cuando se hundió hay una leyenda que dice que si uno escucha con atención puede oír el repicar de las campanas bajo el agua. El cuento habla de un hombre que llegó al pueblo más cercano a la isla hundida con el deseo de oír las campanas. Lo intentó durante muchos días, pero sólo oía las olas del mar rompiendo en la playa. Intentaba apagar su ruido monótono para poder escuchar las campanas. No podía. Al final se dio por vencido en la lucha. Él no sería nunca capaz de escucharlas.
Por fin en su último día, ya casi desesperado, se detuvo a la orilla por última vez. Entonces no intentó calmar las olas del mar. Y en ese ritmo cadencioso de las olas fue haciendo silencio. Y en el silencio, súbitamente, escuchó primero una débil campana. Luego otra y otras. Al final, cada una de las mil campanas del templo repicaban en armonía. Se conmovió. Se llenó de asombro y de alegría. En el    silencio de su alma, mirando sencillamente el mar, pudo al fin escuchar las campanas de Dios.  Una canción habla de esas campanas que siguen repicando bajo el mar: «En el fondo del mar, oigo campanas. Campanas de cristal, dentro del alma. Voces que hablan de Dios, voces que anuncian sombras, luces y paz en un pesebre. Canta y corre el agua de mi alma, canta en las alturas, canta al viento, cantan las campanas en el mar, a mi Dios que se ha hecho niño. En el fondo del mar oigo canciones, Canciones que me hablan de mi infancia, sueños que se durmieron en las olas y descansan en paz junto a la playa. En el fondo del mar, oigo mi nombre, el nombre que me entregas en la noche. Quiero seguir tus pasos sobre al agua cuando siento que naces en mi alma». Necesito apagar los ruidos del alma para  escuchar  las  campanas.  No  tengo  que  apagar  todos  los ruidos. No tengo que huir de mi vida, de mi mar que suena al golpear la  playa.  Sólo  detenerme  sin oponer resistencia. Mirar las olas. Escuchar su sonido.  Lentamente tocaré  el  silencio.  Se calmará mi alma. Y escucharé las campanas de Dios  repicando dentro  de  mí.  En medio de  mi  vida.  Leía  el otro día: «Para nosotros el silencio significa una ascesis y un deseo. Una ascesis porque hay que tener en cuenta que el silencio exige un esfuerzo; pero también nos atrae y nos es necesario. Lo sencillo siempre es difícil de explicar. A quien quiera escuchar el canto de un pájaro le molestará bastante que un avión cruce el cielo, porque su espacio de percepción se reduce y no puede escuchar al pájaro. No nos equivoquemos. No buscamos el silencio por el silencio, sino por el espacio que proporciona»2. El silencio me exige esfuerzo. Es un paso necesario. La



2 Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

renuncia del Adviento. Menos ruido. O más capacidad para guardar silencio. Más adentrarme en mi alma para oír la campana, las mil campanas repicando al mismo tiempo. Para oír el nombre, mi nombre pronunciado por Dios. Muy quedo. A mi oído. La melodía que da vida a mi alma. Hay mil campanas que me pierdo por no hacer silencio en mi vida. Por no calmarme y quedarme quieto a la orilla del mar de Dios. Las campanas en lo profundo siguen sonando. Anuncian que Jesús está vivo. Que vive dentro de mí. En el mar de mi alma. Que me ama con locura y sabe lo que me hace feliz. Si me dejo hacer. Me gusta el color rojo para el Adviento. Me gusta encender el fuego en mi alma. No quiero calmar las olas. Sólo dejo que mueran en la orilla. Sigo escuchando. El corazón en ascuas porque sabe que Jesús está muy cerca. Una vela más. Jesús ya está en mí. Ya vive.

Me gusta la sencillez de estos días de Adviento y Navidad. Este tiempo de sueños y alegrías. De esperanzas y nostalgias. Me gusta que en lo cotidiano venga Jesús a mi alma allí donde menos lo espero. Quiero hacerme un poco más niño para dejarme sorprender por estas fiestas. Tal vez he perdido la inocencia que tenía de pequeño. Cuando sentía el paso ligero de los reyes al entrar en mi cuarto sin casi darme cuenta. O me conmovía ante ese niño que nacía entre mis manos y parecía ya mayor de golpe, pero era tan niño. Tal vez he racionalizado tanto mi fe que me resulta muy árida al no tocar mi corazón. La he convertido en normas firmes, en pecados o gracia, en deber y pureza imposible. Me he quedado con los razonamientos precisos que pretenden explicarlo todo y comprender a Dios. Para no dudar de nada. He querido convencerme de que todo tiene un sentido, aunque muchas veces no lo vea. Quizás me da miedo perder la fe en Jesús y acabar creyendo  cualquier cosa. Es tan común ver a personas que no creen en nada. Y curiosamente, como dice Chesterton, creen en todo: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo». Es curioso, cuando no creo en lo fundamental. Cuando dudo de lo que marca mi vida, empiezo a creer en cualquier cosa. ¡Qué frágil es mi alma que se deja llevar por lo aparente y vive en la superficie de las cosas! Leía el otro día una cita de Thomas Merton:
«Para ser santo significa ser yo mismo. Entonces el problema de santidad y salvación es de hecho un problema de encontrar quién soy yo y descubrir mi verdadero yo». Me dio mucha claridad. Miro el pesebre vacío a los pies de María y José. Pienso en la espera de ese niño que lo cambia todo cuando nace. El orden de los poderosos. El sentido de una vida avocada a la nada. Ser santo no significa ser perfecto como a veces creo. No soy santo si logro hacerlo todo bien. Ser santo es algo más hondo, más sencillo, más grande. Significa tan solo ser yo mismo. Pero ¿quién soy? Sería tan fácil como descubrir dentro de mi alma lo que realmente Dios ha puesto como semilla. Dejar que crezca, eche raíces y brote un tronco firme que pueda dar fruto algún día. Una santidad de andar por casa. Una santidad de verdad y hondura. Siento con frecuencia que me falta profundidad en mi alma. Vivo en la superficie de las cosas. Es como si apenas pudiera profundizar algo en los temas realmente importantes. Cuando intento hacerlo para calmar la sed, veo que mil ruidos me perturban y me impiden seguir avanzando en la maraña de mis sentimientos e inquietudes. Me falta fe para creer en el niño que se encuentra escondido muy dentro  de mí, en lo más hondo. El otro día llegó a mí una publicidad en la cual un hombre, al mirarse en un escaparate de la calle, veía reflejado en el cristal al niño que era. Ese niño que soy en lo más profundo. Mi verdadera identidad tiene ojos de niño. Ese niño soy yo mismo y miro el mundo con una mirada inocente. Me quedo pensando en ese niño que me habla de lo que de verdad importa. Tal vez para eso tengo que profundizar más. Me quedo en silencio ante José y María, de rodillas, muy quieto. La cuna está aún vacía porque no ha llegado todavía la Navidad. Tal vez estoy esperando a que algo milagroso ocurra en medio de mi rutina. Quiero que los demás cambien y me pidan perdón. Quiero que pongan más de su parte para alegrarme la vida. Siempre son los demás los que están en deuda conmigo. Los que me han fallado, los que me han herido. No lo sé. Acepto con humildad cuánto me falta para ser santo, para ser bueno, para ser yo mismo. Detrás de tantas máscaras que intentan disimular mis deficiencias me escondo yo en mi verdad. Ese niño tímido y alegre es el que llega ante José y María en este Adviento. Llega con el alma inquieta en ese torbellino que son las fiestas navideñas, o mejor dicho los días previos. Intento llegar a toda prisa para felicitar las fiestas, compro los mejores regalos, intento cocinar las mejores comidas, lucho por vivir y disfrutar las mejores cenas. Y me falta tiempo para detenerme y pensar y mirar muy hondo. Y de repente me doy cuenta del vacío profundo que hay en  mi alma. Un vacío muy hondo, una sed muy grande. Avanzo dentro de una caverna escondida en lo profundo que clama por estar llena. Llena de una paz infinita que tanto añoro. Llena de luz y

esperanza. Llena de sueños y verdad. Llena de risas y fiestas. Quisiera traer mi vacío ante José y María esta Navidad que pronto llega y pronto pasa. Quisiera poner mi vida ante María y su niño oculto, escondido. Ese niño tantas veces olvidado que llevo dentro y soy yo mismo. Miro a Jesús y veo en Él a ese niño que soy yo. Ese niño escondido en mi alma y quizás marcado por las heridas que alguien le hizo. O él mismo se hizo sin darse cuenta. Porque he descuidado lo importante dando valor a lo que no lo tiene. Y he vivido volcado en las cosas, en las prisas, en la superficie de las aguas sin ir mar adentro. Quiero calmar mis voces. Mis gritos. Quiero pedirle al niño que me revele mi rostro. Para al menos conocerme yo. He desistido de la idea de que los demás me conozcan. No lo pretendo. que me malinterpretan y juzgan. O yo mismo me escondo tanto que no dejo ver mis verdaderas intenciones. Y se confunden. No los juzgo. Pero ya no espero que sepan quién soy de verdad. Eso sí.
Quiero tenerlo al menos yo claro. Quiero ser yo mismo en mi verdad esta noche en el pesebre.

Desnudo, pobre, vacío, para llenarme de Dios.


María no se queda esperando el nacimiento de su hijo. Se pone en camino presurosa: «En aquellos días, María se puso de camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Me gusta la actitud de María. Sale de su comodidad. No se queda feliz en Nazaret esperando la llegada del Mesías. No cuida el don que ha recibido para evitar que le suceda algo malo. Sale de su hogar, se arriesga, pone en peligro su vida y la de su hijo. Y camina a casa de su prima Isabel. Siempre me imagino este camino a Ein Karem de la mano de José. Muchos cuadros lo dibujan así. Un encuentro en casa de Isabel entre María y su pariente. Entre José y Zacarías. Un encuentro de esperanza. Me conmueve pensar en ese camino lleno de peligros. María no está a punto de dar a luz. Pero ya lleva en su seno la semilla de eternidad. El Verbo hecho carne. No se cuida, no se protege, no se guarda. Se da. Isabel, su pariente mayor en edad, necesita su servicio, su generosidad. Y María entonces camina presurosa a la montaña. Entre Nazaret y Ein Karem hay más de ciento cuarenta kilómetros. Una distancia larga en ese tiempo. María no lo duda. Quiere ir a ver a su pariente cerca de Jerusalén. Una niña que se sabe madre de Jesús. Una niña que ha creído en la promesa. Va a prisa.
¿Cómo le contaría María a Lucas esa visita? Lucas dice que fue a prisa. Que tenía prisa en llegar a    ayudar. O tal vez quería escuchar lo que Isabel pensaba de todo lo sucedido. Al fin y al  cabo, ella era    más mayor y más sabia. María quiere saber más. Quiere comprender cómo ella siendo estéril estaba esperando el nacimiento de Juan.  Sabía  que para  Dios nada  era imposible.  María  lo deja  todo y  se pone en camino a prisa. No tarda, no se entretiene en otras  preocupaciones. Va a ayudar a su pariente.   Me gusta esa forma de vivir, de  actuar. Vence la pereza,  la  dejadez, la desidia. María  es una mujer fuerte. Tierna y firme. Sabe lo que quiere y lo hace. No se entretiene en cosas sin importancia. No se distrae por el camino. Sabe cuál es el sentido de  sus  pasos.  María  toma  una  decisión  que aparentemente va contra la prudencia. Se arriesga porque ha  puesto  su  confianza  en  Dios.  Se  deja hacer por Él. Leía el otro día: «Cuando el hombre está dispuesto a dejar las riendas de su propia vida y de su propio camino de santidad en manos de Dios, la fragilidad del hombre es una bendición y un motivo de esperanza»3. María en su fragilidad es un motivo para la esperanza. El que no tiene poder, el que no se siente seguro, es el que suele esperar. Espera el  que es  pobre  e indigente. El  que  está vacío y  no controla sus días. Ese es el que espera. Me gusta pensar en «la imposible posibilidad de Dios. Como algo que se puede cumplir en la medida pequeña y limitada de su existencia terrenal, en los subterfugios de su corazón. Es la posibilidad imposible del hombre de experimentar en su interior sentimientos del Hijo y aprender el sabor insólito de las bienaventuranzas, o de gozar con trabajar solo por la gloria de Dios y sentirse envuelto por la mirada de quien ve en lo secreto, amando el escondite y todo aquello que parece oscurecer al yo, sin preocuparse demasiado por la autoestima y mucho menos cuando se es calumniado, ni cuando los méritos del propio trabajo le son atribuidos a otros. Saborear la sabiduría de la cruz y de querer como quiere Dios, amando a quien no ha hecho el bien y abrazando y besando, como Francisco, un rostro poco atrayente como el del leproso»4. Para Dios nada hay imposible. Una estéril embazada. Una niña virgen esperando a Dios hecho carne.
¿Cómo se puede creer en lo imposible? ¿cómo se llega a esperar contra toda esperanza? Estoy acostumbrado a calcular mis fuerzas. Pongo mis talentos al servicio de un amor más grande. A veces pienso que soy creyente sólo porque creo amar a Jesús torpemente. Pero mi fe es frágil. Creo en mis




3  Amadeo Cencini, La hora de Dios
4  Amadeo Cencini, La hora de Dios

manos que tienen fuerza. En mis pies que corren. En mi corazón que cree amar. Pero luego no soy capaz de poner mis pecados, mis debilidades, mis carencias, al servicio de un amor imposible. Soy creyente de lo posible. ¿Qué mérito tiene? Cuando algo es posible es fácil de creer. Es más fácil confiar cuando cuento con mis fuerzas y me siento poderoso. La posibilidad imposible de Dios me parece todavía una quimera. Y me cuesta creer en lo que no está bajo mi control. No quiero soltar las riendas. No quiero confiar en lo que no veo. Creer en lo que no ven mis ojos es esperanza. Creer en lo que no parece razonable o creíble. ¿Cómo se puede llegar tan lejos? Una fe que mueva montañas. Una confianza ciega. Hoy falta en mi corazón, en tantos corazones. Una fe que crea en la posibilidad imposible de Dios. Para Él nada hay imposible. Leía el otro día: «Si el deseo no es conocido, desentrañado y madurado, y si el límite no es tenido en cuenta o es rechazado como algo negativo, la persona se ve en la imposibilidad de decidir; de ahí el miedo a comprometerse en una elección determinada, sobre todo si es definitiva»5. El sí de María parece imposible. El sí de Isabel que era estéril. Las dos mujeres confían, creen. Las dos se encuentran esa tarde en Ein Karem. Son capaces de decidirse porque no lo tienen todo bajo control. No controlan nada. No saben nada. No tienen nada asegurado. Y se encuentran esa tarde después de un camino imposible. De un riesgo excesivo. De una imprudencia que supera lo razonable. María cree. Isabel cree. Se encuentran.

Isabel se siente pequeña e indigna al recibir a María en su casa: «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: - ¡Bendita entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». Isabel se sabe pequeña como la ciudad de Belén: «Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel». Un sentimiento sano de humildad es bueno. El hombre de hoy, que cree que puede hacerlo todo sin Dios, sin ayuda, necesita experimentar la pequeñez. Necesita saberse necesitado. Quizás por eso hoy tantas personas se quiebran cuando no logran lo que quieren, cuando fracasan y se sienten solas y abandonadas. Incluso llegan a decir que Dios no les sirve, ni la Iglesia, ni la fe, cuando experimentan que sus fuerzas se quiebran. No quiero caer eso. Necesito tocar de vez en cuando el fracaso, me hace bien. Sentirme pequeño como Isabel. Como Belén, la más pequeña de las ciudades. Sentir que no puedo, que no soy capaz. La sana humildad es la raíz del árbol de mi vida, a veces lo olvido. Quiero educarme en una sana humildad llena de amor. Amor y humildad van de la mano. Una humildad sana es el mejor remedio contra mi afán de valer y mi complejo de inferioridad. Decía el P. Kentenich: «Está bien que aspiremos a toda una cantidad de virtudes tales como la humildad, la obediencia, la pureza, etc. Pero ninguna de ellas transforma tanto al hombre como el amor»6. La humildad tiene que ver con el amor y la verdad. Soy humilde desde lo que soy, desde mi verdad más íntima. No quiero dejarme llevar por mi orgullo y vanidad. Intento hacerlo todo solo, me creo con derechos, espero más de los demás y les exijo que me traten de una determinada manera. Espero lo imposible, porque no sé pedir cariño, ni atención. Pero luego pido un abrazo, o un gesto, o un tiempo gratuito. Lo exijo sin pedirlo y me quejo cuando no lo recibo. No entiendo el significado de la gratuidad. Creo que tengo derecho siempre a más. Espero más. Isabel se siente pequeña. Sabe en su interior lo que ha sucedido. No necesita palabras. Algo salta en su vientre. Y comprende. No se siente digna. Hay personas que siempre agradecen. Que todo les parece mucho, no se sienten dignas de nada. Hay otras personas que actúan de forma contraria. El regalo que reciben les parece pequeño, o inapropiado. No les hacía falta. No era lo que esperaban. Isabel se siente pequeña e indigna. Es demasiado grande lo que ve y toca. El mismo Señor se abaja para abrazarla. Y ella se conmueve. Dios llega a su casa a verla. Isabel se sabe indigna. Yo no. Llega Navidad. Jesús va a nacer de nuevo en mi vida. Y yo me siento digno. Me creo con derechos. Espero mucho de Dios, de las personas que me quieren. Espero que me cuiden, que me traten con cariño, con delicadeza. Una persona me decía el otro día: «Yo no esperaba que me solucionara mis problemas. Lo único que quería de él era que me abrazara con ternura». Tal vez no sé pedir. Tal vez no saben interpretar mis insinuaciones. No lo digo con claridad. No saben lo que  espero. Y lo reclamo. Lo exijo. Lo pido. Y me lleno de amargura. Se me olvida que soy pobre. No tengo derecho al amor porque ser amado es un don, no un derecho. No tengo derecho a un abrazo, porque recibir un abrazo es una gracia. No tengo derecho al amor de Dios, porque es un misterio que sucede



5 Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

en mi vida. Simplemente, sin exigencias. ¡Cuánto me cuesta agradecer los pequeños detalles de amor que recibo cada día! Son detalles sencillos y pequeños. Vivo reclamando sin agradecer nada. Vivo recibiendo sin agradecer. Me quejo de lo que me falta sin valorar lo que tengo. Necesito ojos de niño para mirar la vida. Ojos asombrados que se ríen y se alegran. Ojos que saben reconocer el don de Dios en todo lo que tienen cada día. Parece sencillo. Pero no lo es cuando mi vida está rota. Sangro por mi herida. Experimento el desamor de nuevo en mi carne. Porque ya me han herido con anterioridad.
Porque ya he acariciado el fracaso que duele en lo más profundo. Entonces no es tan sencillo mirar agradecido la vida. Espero más. Quiero recuperar el terreno perdido. Quiero recibir amor por una vez, en lugar de desprecios. Le pido a Dios la gracia para mirar sorprendido. Para agradecer alabándole al sentirme indigno y pequeño. Una sana humildad me hace mirar la vida de forma diferente.

En la víspera de la Navidad, en el último domingo del Adviento, es la alegría el sentimiento que se impone: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». La alegría del Evangelio, de la buena nueva que se hace carne en María llena de gracia, llena de la alegría de Dios. Hoy exclamo en el salmo: «Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Despierta tu poder y ven a salvarnos». Me alegro porque Dios viene con su poder a salvarme. Ya está aquí. Viene con su paz y mi corazón se alegra. Isabel está llena de alegría. El niño Juan saltó en su seno. María es feliz porque ha creído. La niña llena de gracia descansa en Dios. Es su paz para siempre. Hoy escucho: «Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y éste será nuestra paz». María está llena de paz. Porque ha creído, porque se ha fiado. Y contagia esa paz y esa esperanza. María lleva la alegría a Isabel. Me gustaría ser siempre portador de alegría. Transmitir paz con mis palabras y gestos. No siempre lo consigo. En mis palabras hay reproches. En mis gestos tensión. Vivo tensionado. En lugar de alegría transmito pesadumbre.
Mis quejas no alegran el corazón de nadie. María llega porque ve la necesidad de Isabel. Y su presencia transforma la casa. Llena del Espíritu Santo el corazón de Juan y de Isabel. Me parece increíble. Si yo lograra llenar las vidas que toco del Espíritu Santo. Si lograra calmar las iras y los miedos. Si consiguiera dar esperanza en medio de tristezas y angustias. Si consiguiera sacar sonrisas de las lágrimas. Y vestir de sol la oscuridad de muchas vidas. Para eso necesito estar yo lleno de alegría. ¿Dónde se llena mi corazón de alegría? ¿Con quién me alegro? ¿En qué lugares sonrío con paz? El amor y la alegría van de la mano. Donde hay amor hay alegría. Donde hay desprecio, egoísmo y tensión, falta la alegría. El amor alimenta mi alegría. Y mi alegría hace más vivo el amor. Quiero cuidar las fuentes de mi alegría para llenarme de sonrisas. Porque lo tengo claro, como decía el P. Kentenich: «Si no recibo alegría, si no tengo alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios cuanto por el de los demás, ¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto primordial, el hombre buscará la alegría en otra parte»7. Si no tengo fuentes en las que cultivar mi alegría, buscaré sucedáneos. Acabaré bebiendo agua en los charcos. Me descubriré perdiendo el tiempo en lugares que no me llenan de una sana alegría.
Estaré amargado y triste sin saberlo pensando que hago cosas divertidas. Pero no es suficiente. No se llena el alma. No tengo paz interior. No descansa mi corazón en los bienes verdaderos que me llenan de consuelo. Quiero pedirle a Jesús que calme mi necesidad de amor. Que venga a mí como vino a Isabel a llenar mi corazón de luz. Sólo así podré yo dar luz a otros. Cuando mi alma esté descansada. Cuando sepa dejar ante Dios mis miedos y preocupaciones. Cuando descubra todo lo que Dios me quiere. El amor y la alegría van de la mano. El desamor me entristece. Necesito un abrazo. Que me entiendan. Que me digan que todo va a pasar. Que no tengo que temer. Que va a ser mejor de lo que pienso. Quiero sonreír. María mira a Isabel y da gracias rezando el magníficat. Se engrandece su alma al ver las maravillas que ha hecho Dios en Ella. Sonríe. Isabel se alegra. Ve que esa niña ha creído. La fe de los demás me alegra. Su fidelidad y su generosidad. Su entrega hasta dar la vida. Esa actitud me alegra, me llena de una felicidad que ensancha el alma. Aumenta mi magnanimidad. Ver que otros son generosos me hace más generoso. Ver que otros dan la vida me anima a dar yo la vida. Mi testimonio fiel enciende y alegra a otros. No me olvido. No quiero escandalizar con mi debilidad.

Ojalá mi alegría dé alegría a muchos.