lunes, diciembre 26, 2016

Saludo desde Belmonte


Queridos amigos de Belmonte:
La Navidad es una buena ocasión para agradecerles de corazón, a los que, a lo largo del pasado año, se han comprometido con Belmonte, especialmente a aquellos a los que no tengo otra manera de llegar. 
Agradezco a todos los donantes, que han descubierto Belmonte en el último año y nos han ayudado en el esfuerzo que supone la fase final de la construcción. Gracias también a los muchos que han continuado ayudando a Belmonte con sus préstamos y a todos aquellos, que han comprometido sus fuerzas y su tiempo para dar a conocer y ayudar a que Belmonte siga adelante. Pienso ahora, en los miembros de la Comisión de Roma, en nuestros “Embajadores de Belmonte” y en los traductores voluntarios del boletín y de la página web. Tengo en mente a los iniciadores del Encuentro de Belmonte y de otras iniciativas para Belmonte.
He percibido con interés, que en los círculos de la Campaña de la Virgen Peregrina, en todo el mundo, se ha despertado vida y Belmonte se ha convertido en un anhelo. Agradezco de nuevo a los jóvenes, por su compromiso con la construcción, por su magnífico trabajo en el aparcamiento, que han podido admirar, hace unos días, los peregrinos en su viaje a Roma, este año. A todos ustedes les deseo de corazón una Feliz Navidad y un bendecido Año Nuevo.
En agradecida solidaridad,  
Suyo,

Mons Peter Wolf
Rector General del Instituto de Sacerdotes Diocesanos de Schoenstatt, Comunidad titular

domingo, diciembre 25, 2016

Saludo P.Javier

Queridos hermanos:
En cada Navidad celebramos el gran milagro: el nacimiento de Dios entre nosotros. Un Dios que por Amor se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Y se quedó con nosotros para salvarnos del mal y enseñarnos a vivir en el Amor.
Consuelo en el dolor, compañía en la soledad, fortaleza en la debilidad, perdón del pecado, verdad en el error, paz en la discordia, es lo que Jesús viene a darnos. ¡Vayamos a Su encuentro y vivamos en Su Amor!
En estos días pidamos a Dios y trabajemos por el don del Encuentro y la Paz en las familias, en nuestra Patria y entre los pueblos. María, Madre y Reina de la Paz, nos acompaña y anima en esta misión cada  día.
En nombre de los Padres de Schoenstatt les deseo una bendecida Navidad y un próspero año  2017.

P.  José Javier Arteaga

P.Carlos Padilla - Navidad

Nochebuena y Navidad
Lucas 2, 1-14

«No temáis, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador en la ciudad de David, el Mesías, el Señor»

24-25 Diciembre 2016     P. Carlos Padilla Esteban

«Miro la paz de esta noche. Y abro mi alma vacía. La vida se juega en mi sí sencillo delante de un establo. En mi fidelidad ante una vida ordinaria en la que no hay milagros. Y toco su carne débil»

Me detengo ante el Belén. Me arrodillo ante María y José. En silencio. No sé bien por qué la tradición los presenta uno tan lejos del otro esta noche. Y el niño en medio. Solo, algo lejos. Creo más bien que José sostendría a María por la espalda en esa noche. El niño en sus brazos, durmiendo. O María recostada. Y José velando a su lado. Mientras Ella duerme con el Niño, él velando. Y meditando en su corazón tantas cosas de esos días. Cosas que no comprendía del todo. Las prisas de esos meses de viajes. Los ruidos de un tiempo inquieto. El ángel hablando en sueños. Y la paz del alma. Ya estaba allí ahora, en Belén. María en sus brazos y Dios dormido en su carne de niño. Se acabaron las dudas. O comenzaron de nuevo al no ver nada extraordinario en ese hijo de Dios. El silencio del mundo en esa noche honda. ¿Dónde está la alegría de la promesa? ¿Dónde se hace carne la Buena Nueva? José sosteniendo a María cansada. Una noche de luz en las sombras. Los tres solos. Tanta vida en la oscuridad. Miro a José velando, custodiando el sueño de María. Miro a María tranquila, ya con paz, segura, protegida. Con ese niño en sus brazos, en la palma de su mano. Como Ella que a su vez descansaba en las palmas de las manos de Dios. ¿Hay que seguir temiendo?
¿Dónde está la alegría? El corazón se calma. Ya no temo. Callo al mirar este Belén en esta noche. Me gustan los silencios de hoy. El abrazo callado de José y María. Los ojos cerrados de un niño que es Dios. La paz cansina de un largo camino hasta Belén. La búsqueda inquieta de una posada. Esa misma inquietud que me lacera el alma cuando busco posadas por la vida. Lugares en los que poder vivir y crecer. Como un mendigo de paz y sosiego. Un mendigo de un amor eterno. Quiero detenerme hoy ante Jesús recién nacido. Sólo mira o duerme. Calla o llora. Y es el Salvador. El que es eterno sujeto al rigor del tiempo. El que va a cambiar mi vida incapaz de sobrevivir solo esta noche. Lo miro tan desvalido que me siento incómodo. ¿Dónde está la alegría que sólo me da un Dios todopoderoso? Dios desvalido. Yo mismo desvalido. Pienso en las palabras del P. Kentenich: «La misericordia de su parte, presupone el desvalimiento por mi parte. ¿Quién de nosotros no tendría que decir: estoy desvalido? Sea por un achaque físico. Por este dolor aquí, o esa afección allí, y no sé cuántos quebrantos más. A ello se agrega el desvalimiento a nivel espiritual. Porque nosotros no sólo queremos portarnos bien y ser buenos, sino que debemos ser santos. De la mano de María no sólo queremos ir hacia Jesús, sino también hacia el Padre. Todos queremos ser hijos del Padre. Y qué grande es el peligro de que el mundo nos arrastre con su vorágine. Los ojos de una madre están siempre dirigidos hacia nosotros. La Madre nos atrae hacia sí mediante sus ojos atentos, bondadosos, maternales»1. Miro a María que sí me mira y me atrae hacia el Belén en mi desvalimiento. Me siento pequeño esta noche inmensa abandonado en sus manos abiertas. María me mira, me espera. Con el niño en sus brazos. Esta noche tan esperada, tan ignorada. Los ojos del mundo no se han detenido ante un par de personas camino a Belén. No han llegado a buscar un niño nacido entre pajas. Yo lo he esperado. Lo espero cada año. Cada Navidad, cada día, siempre de nuevo. Porque me siento desvalido sin la cercanía de ese Dios indefenso. Con el desvalimiento de los pobres. Paradojas. Ante Dios siento ese desvalimiento tan humano. Siento que la vida pasa demasiado rápido entre mis dedos y yo la dejo pasar ante mí, inválido, desvalido, demasiado quieto,


1 J. Kentenich, Conferencia a las familias, Lunes por la tarde, 1956


incapaz de cambiar nada. Quiero mirar el Belén esta noche. Y decir en voz alta mis dolores, mis quejas, mis miedos, mis desvalimientos. Hay demasiado silencio en Belén. El alma inquieta. ¿Dónde está la alegría? José y María están esperando mis palabras. Callan para acogerme. Me detengo ante el Belén. Un simple establo. Miro a José que está pensando mientras sostiene a María en sus brazos. Miro a José que a su vez mira a los ojos de María. Miro a José que acaricia torpemente a un niño pequeño que no hace milagros. Miro a María que duerme abrazada a Jesús. Miro a María contenida en José. Cansada. Callada. Feliz. Miro a María que me mira con misericordia al ver mi impotencia. Y sonríe con ojos llenos de paz. Y me dice muy quedo: «Por fin has venido». La miro y de pronto una paz invisible invade mi alma. Penetra mis resistencias a estar en paz. Supera mis miedos que no me dejan abandonarme en sus manos. Yo queriendo retener mi voluntad como una bandera firme contra el viento. Noto la ausencia de esa felicidad que sueño. ¿Dónde está la alegría en esta noche? Quiero mirar el Belén muy despacio. Detenerme en tantas figuras. ¿Qué pensamientos turban hoy mi alma? Me miro muy dentro. Miro a Jesús. En su impotencia me desarma. Parece defenderme sin decir palabras. Yo soy el que busca su protección y pretendo protegerlo. No sé bien qué espero de esta noche. Ser protegido y no tener yo que proteger a otros. Descansar yo en sus brazos, con paz en el alma, y no tener que dar yo descanso a tantos. Me rebelo contra la impotencia de un Dios desconocido. Me rebelo contra la impotencia que veo. Contra la misma impotencia que yo cargo.
Miro la paz de esta noche. Y abro mi alma vacía. Porque sé que la vida se juega en mi sí sencillo, en mis rodillas clavadas delante de un establo. En mi fidelidad heroica ante una vida tan ordinaria en el que no destacan los milagros. Y toco su carne débil con mis frágiles dedos. Y toco su paz callada con mi alma llena de ruidos. Y sueño despacio con el cielo que se abre en esas manos blandas. Y espero una eternidad sostenida del hilo de ese latido tan humano, tan frágil. Tan de Dios. El milagro escondido bajo las estrellas que me anuncian una alegría verdadera. Quiero acariciar la alegría de Dios en esta noche. Quiero llenarme de una paz bendita. Quiero ser yo Belén en el silencio de mi entrega. Caminando despacio. Algo cansado.

Creo que la Navidad tiene mucho que ver con la reconciliación. Con reconciliarme con mi vida, con mis pasos, con mis heridas. Reconciliar lo que no está conciliado. Reconciliar lo que se ha roto, lo que está muerto, lo que está mal unido. Y me pregunto cuántas cosas en mi vida parecen irreconciliables. Amistades rotas. Vínculos familiares llenos de heridas, de perdones no dados, de rencores guardados. No estoy reconciliado cuando vivo en rebeldía con la vida que arrastro. Incapaz de cambiar mis noes en síes, mi cobardía en audacia. Y pienso que Jesús nace para que me reconcilie con mi vida tal y como es, con las personas que amo y abrazo tal y como son. Con mi trabajo como es. Con mi ritmo de vida tal y como se desarrolla. Sí, me reconcilio mirando a Jesús. Doy mi sí. Y pienso cómo quiero vivir estos días navideños. Cómo quiero regalarme en este tiempo sagrado que discurre ante mis ojos. A una velocidad que supera el calendario entre mis manos. Todo demasiado rápido, demasiado fugaz. No me da tiempo a pararme. Tal vez porque en mi agenda no lo he guardado. Y no me queda ese tiempo para darle a Dios. Y me olvido. No guardo ese tiempo que tengo para dárselo a los hombres. Quiero aprender a regalar mi vida de forma sencilla. Como lo hace Jesús. Reconciliarme con los que tengo lejos. Reconciliarme con mi vida para poder dar lo mejor de mí. Mi alma en paz. Mi alma en calma. Reconciliada. Pienso en las personas a las que más quiero. Les pongo nombre. Las nombro. Y me pregunto qué voy a regalarles estos días. Las quiero. Las protejo. Como José a María. Las guardo en mis entrañas. Pero a veces las descuido. El otro día vi un video en el que le preguntaban a unos jóvenes qué iban a regalar esta Navidad a las personas que más querían. Iban pensando en posibles regalos para sus seres queridos. Les preguntan incluso qué les darían si les tocara la lotería. Ellos piensan en regalos maravillosos. Imposibles. Hasta que llegan a la última pregunta: «Y si fuera su última Navidad, ¿qué le regalarías?». La voz se rompe. La mirada se nubla. Uno nunca piensa en la última navidad de un ser querido. No existe. Siempre queda otra.
Una nueva oportunidad. No me imagino nunca el último momento de alguien querido. No existe ese último día marcado en mi calendario. Siempre me queda una Navidad más. Una nueva oportunidad para hacerlo todo mejor. Espero a escribir unas palabras. Mejor el año que viene.
Aguardo a escribir palabras a alguien a quien quiero. Y tal vez dejo pasar el tiempo. Y cuando las escribo tal vez ya no está a mi lado. O no puede entenderlas. Da miedo pensar en esa última


Navidad. La última foto. La última cena. Si lo pienso, lo aparto con rapidez de la mirada. Para no perder la paz ni por un solo momento. Pero claro, me lo preguntan de nuevo. ¿Y si fuera la última Navidad? Entonces todo cambia. Ahí comprendo que lo más importante que puedo regalar es mi vida. A las personas a las que más quiero. Es mi tiempo sagrado. Ese mismo tiempo que a veces pierdo de forma inútil. Me desgasto en mi tiempo sin hacer nada importante, sin amar con toda el alma, sin decir cosas sagradas. Callo. Espero. Mejor otro día. Se escapa el tiempo. Regalo cosas, pero no me entrego. Pienso en dar regalos para cumplir el expediente, para salir del paso. Pero no pienso en lo que al otro le hace feliz de verdad. No pienso en su vida, en lo importante de su vida. Y me quedo en lo superficial, en lo anecdótico. Quiero vivir cada Navidad como si fuera la última.
Dándole importancia a lo importante. Por eso quiero cuidar a los que están cerca y a los más alejados. Reconciliarme con los que he roto mi cariño o me he alejado por la distancia. Reconciliar, volver a conciliar. Volver a cuidar una relación rota, herida, fría. Decía el Papa Francisco: «Hacer que tus manos, mis manos, nuestras manos se transformen en signos de reconciliación, de comunión, de creación». Nuevas relaciones creadas con mis manos. Reconciliadas en las manos de un niño entre mis propias manos. Volver a traer la paz y la armonía al seno de mi familia. Traer luz con mi canto allí donde los vínculos se han debilitado. Donde cuesta compartir una cena, aunque esa cena sea la cena de Navidad. Y los protocolos hacen que el frío de mi cariño se mantenga un año más. Todo políticamente correcto. Frío. Tenso. Camino sin hacer mucho ruido. Por educación. Pero sin amor.
¿Quiénes son esas personas realmente importantes en mi vida a las que quiero cuidar estos días?
¿Cómo están esas relaciones heridas con el paso del tiempo? ¿Qué puedo regalar este año? Me pongo en su piel, en sus zapatos. Me pongo en su corazón. ¿Qué deseo? ¿Qué desean? A veces me sobran cosas. Y me falta lo más importante. Me falta amor. Calor. Paz. Alegría. Me falta recibir más amor. Dar más amor. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «No te enredes en medir y calcular lo que el otro te da. Si lo haces, sólo encontrarás frustración. Hacerle feliz debe ser tu mejor propósito. Haciéndole feliz, sin olvidarte de ti mismo, encontrarás parte de tu felicidad». Quizás lo que me falta de verdad sea dar más amor. Pensar más en los demás que en mí mismo. Vivir más descentrado. Dar la vida, dar mi tiempo, dar mi amor profundo. Darme a mí mismo en lugar de dar nada más que cosas. No pensar en lo que voy a recibir. Pensar mejor en lo que quiero regalar. Ser veraz en mis vínculos, auténtico.
Cuando me entrego, hacerlo con sinceridad, sin fingimientos, sin protocolos. Sin impostar la voz, sin pretender ser quien no soy. Sin disfrazarme de héroe, de amigo, de hermano. Sin presumir de mis logros. Sin colgarme medallas ni engreírme en mis títulos. Sí. Esto es Navidad. Mi piel desnuda ante la piel desnuda de un recién nacido. Vacío de logros. Vacío de méritos. Necesitado del calor de un niño. De María. De José. Quiero reconciliarme cada día con Dios, conmigo mismo, con los demás. Siempre hacerlo de nuevo. Volver a empezar. Y tocar esa paz que sueño.

A veces intento abandonarme en las manos de Dios en todos los aspectos de mi vida. Confiar en que su camino es el que de verdad deseo, aunque no lo desee. Hacerlo todo de golpe. Ser perfecto. Pretendo ser libre en todos los ámbitos de mi vida. Quiero abarcarlo todo en mi propósito de madurar en mi amor de una vez por todas. Y, como nunca lo logro, porque no puedo, porque soy débil, me desespero en el intento y desisto de la idea. No me parece entonces tan bueno querer cambiar de golpe. Y no hago nada. Si no puedo hacerlo todo, mejor no hago nada. Pretendo a veces una santa indiferencia que me es imposible. Quiero que no me quite la paz nada en este mundo. No quiero turbarme al pensar en perder un hijo. Ante una enfermedad mortal. Y no quiero que sea motivo de angustia. No quiero sufrir al temer la pérdida de todo lo que tengo. Pero es imposible.
Ante el Belén de rodillas imploro una paz imposible. Una libertad soñada. Pero no me quito de la cabeza el temor a perder, a no tener, a que sea esta la última Navidad de un ser querido. Hoy quiero esa libertad interior como un don, como un milagro. Quizás tengo que ir más despacio y no buscar lo imposible de golpe. Mejor pensar en esos campos de mi vida donde puedo educar mi libertad en aspectos más asequibles. No empiezo con lo más grande, mejor me detengo en lo más pequeño.
¿Qué me hace sufrir sin ser de verdad tan importante? A lo mejor tengo adicciones que me quitan la paz y me hacen esclavo. Dependencias enfermizas y desordenadas. A lo mejor estoy atado a proyectos que son irrelevantes. ¿Dónde he puesto mis prioridades? ¿Qué es lo que cuido en mi vida como si fuera lo verdaderamente importante sin serlo de verdad? Puedo empezar por ahí. Medito en esas inmadureces mías que me hacen turbarme sin tener auténtica razón para ello. Decía el Papa


Francisco: «Dios viene a romper nuestras clausuras, viene a abrir las puertas de nuestras vidas, de nuestras visiones, de nuestras miradas. Dios viene a abrir todo aquello que te encierra». Así de sencillo. Nace para romper mis barreras, para liberarme. Sé que si empiezo por lo poco tal vez Dios pueda ir dándome la gracia en otros ámbitos de mi vida más relevantes. Si pretendo lograrlo todo de golpe me frustraré y no seguiré adelante con mi lucha. Me gustaría tener un alma grande, ser magnánimo en mi  entrega como decía el P. Kentenich: «Las cosas nos hacen interiormente libres cuando las cumplimos por generosidad, cuando la motivación que nos impulsa no es ante todo la mera obligación o la pura actitud de evitar el pecado. Cuanto menor sea el rol que desempeñe el pecado como amenaza y peligro en el camino de mi vida, tanto más libre y generoso seré interiormente»2. Un alma grande en las cosas pequeñas. Que lo que me motive sea siempre al amor. Libre por amor a Dios. Libre por amor a los hombres. Libre de esos apegos desordenados que me incapacitan para amar más. Con más libertad, con más generosidad.

Pienso en la paz de Dios en este día de Navidad. Jesús trae la paz al nacer en medio de la noche:
«Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento». Trae la paz a los hombres que ama Dios. El mundo necesitado de paz. Tantos países en guerra. Tantos atentados. Siria, Francia, Alemania. Violencia, muertes de inocentes. ¿Cómo se construye la paz en medio de la guerra? ¿Cómo lograr la paz sin empuñar un fusil, sin responder con violencia a la violencia, con odio al odio? ¿Cómo se construye esa paz que Jesús me promete? Después del atentado en Alemania de esta semana decía una noticia: «Han destrozado el mercado navideño, pero nos queda el evangelio de Navidad». En esas sencillas palabras se esconde una honda verdad. Podrán acabar con muchas cosas externas, pero la fe no morirá. La fe en un amor eterno que supera mi carne frágil y mortal. Yo puedo sembrar paz sin tocar un arma. Sin ser violento en respuesta a los violentos. Sin alzar mi voz contra los que me gritan con rabia. El otro día pude ver la película «Hasta el último hombre». Cuenta la historia real de un objetor de conciencia en una batalla contra los japoneses en la segunda guerra mundial. Este joven médico, sin armas, en medio de una larga noche en el campo de batalla, lucha por salvar a los heridos que agonizan esperando el alba. Él ve que Dios le pide no dormir, no dejar de luchar. Hace caso a la voz de Dios y busca entre los muertos a los que aún siguen con vida. Se mueve sin armas en la oscuridad de la noche entre los cadáveres. Se juega la vida por salvar a los heridos. Logra sacar del campo de batalla a setenta y cinco hombres heridos en esa noche. Cada vez que salvaba uno, muerto de cansancio, le decía al Señor: «¡Por favor, Señor, déjame salvar a uno más!». Y así, uno tras otro, iba salvando vidas. Me conmueven esas palabras. Uno más. Siempre uno más. Pensaba en mi vida. Me arrodillo ante el Niño Jesús. Me gustaría hacer mías esas palabras. Pero me pesa mi egoísmo. Uno más. Cuando estoy cansado y no quiero más lucha.
Cuando me agota la vida y no quiero nadie más que exija mi entrega. Me gustaría que su oración fuera la mía. Salvar uno más. Dar la vida por uno más. Abrir mi corazón a uno más. El egoísmo me hace buscarme y desear detener las exigencias, las demandas. Puedo sembrar más paz. Puedo dar más amor. Una persona rezaba: «¡Cuántos necesitan mi consuelo! Muchos. Creo que mi vocación va por ahí. Consolar desde mi herida. Desde mi herida tocar otras heridas. Es curioso. La herida de unos sana a otros en su herida. Ese es el mismo misterio de Jesús. Últimamente lo pienso más. Por tus heridas me has sanado, Jesús. Tú me has ido llevando desde el corazón. Creo que lo sé. Desde mi herida puedo consolar a otros. Como Tú lo hiciste. Porque Tú lo hiciste. Curar tantas veces no puedo. O tal vez nunca. Sólo Tú puedes. Pero es preciosa mi vocación». El protagonista de la película entregó su vida. Siempre cabía uno más. Podía con uno más. No se puso límites. Se expuso a perder la vida, es cierto. A veces quiero cuidarme, protegerme. Y sé que con mi herida puedo sanar otras heridas. En Jesús. Por Jesús. Eso me conmueve. Por ese niño que nace en pañales. Indefenso trae la paz. No lleva armas, no tiene poder. Y trae la paz. Pacifica sin violencia. Sin gritos. Sin usar la fuerza. Me gustaría vivir esa paz, dar esa paz. Calmar los corazones sin hacerlo con violencia. Sin imponer nada a la fuerza. Sin querer convencer a nadie con palabras, con argumentos vagos. Sólo con gestos sencillos de amor. Parece fácil. Parece imposible. Me arrodillo ante Jesús para pedir su paz esta noche. Su luz. Su fuerza. Su fidelidad. Que pueda decir cada noche al acostarme: «¡Por favor, Señor, déjame salvar a uno más!


2 J. Kentenich, Niños ante Dios


¡Déjame amar un poco más!». Sólo uno más dando mi vida. Siempre hay hueco en mi corazón para amar más. Siempre cabe uno más. Hay sitio. Tengo paz.

Me gusta contemplar a los pastores en esta noche de Navidad. Me gusta mirar con sus ojos gastados por el frío de la noche. Llenos de nostalgia y de sueños. A veces tristes y desalentados. Otras veces llenos de esperanza: «Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El Ángel les dijo: - No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y de pronto se juntó con el Ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: - Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace». Me impresiona la escena. La luz y la paz en medio de la noche. El miedo de los pastores. Esos hombres rudos que se convierten en niños y creen. Escuchan y creen al ángel. Y se ponen en camino. Dejan solos sus rebaños. Confían. Me gusta esa capacidad suya para escuchar a Dios y ponerse en camino dejando de lado sus miedos.
Porque se llenaron de temor: «No temáis». Tenían miedo a lo extraordinario. Pero creyeron y se pusieron en camino. Fueron capaces de escuchar la voz de Dios. El otro día, una persona que se estaba quedando sorda de un oído, me comentaba cómo ese hecho doloroso le había hecho reflexionar sobre el oído interior que no cuidamos. Un oído para escuchar a Dios. Un oído para escuchar lo más callado de su voz en mi alma. Tal vez me falta la fe de los niños para creer a Dios en mi corazón. Escuchar su voz y creer que me lo pide a mí, que me llama a mí. Que soy yo el que tiene que seguir luchando, dejar lo que me inquieta y ponerme en camino. Pensaba en el protagonista de la película que antes mencioné. Antes de la batalla final el capitán trataba de animarle para que subiera con ellos: «Ellos no creen tanto como tú. Pero creen mucho en lo mucho que tú crees». Los soldados tenían miedo. La posibilidad de la muerte los inmoviliza. Esos hombres no tenían tanta fe. Pero creían en ese hombre que sí tenía fe. Él creía en el amor de Dios. Y escuchó su voz enviándolo a salvar vidas. Su fe era grande. Esa fe que a veces me falta. Pienso en unas palabras que leí el otro día:
«Todo aquello que merece la pena lograr requiere que se asuman ciertos riesgos, y no debes permitir que el fracaso te haga perder la fe en tu capacidad para triunfar». Quiero esa fe en lo imposible. Esa fe en que puedo lograr lo que sueño. Esa fe en mis fuerzas. Esa fe en la fuerza de Dios en mi vida. Quiero que otros puedan descansar en mi fe, en mi confianza. Que mi fe fortalezca otros corazones que dudan y temen. Los soldados creyeron en la fe que aquel hombre tenía. Pienso en los jóvenes que acompañaba el P. Kentenich en Schoenstatt en 1914. Esos jóvenes creyeron en la fe que tenía el Padre. Creyeron por su fe y sellaron la primera alianza de amor con María. Así se trasmite la fe.
Cuando creemos, creemos primero en quien cree. Y luego nuestra fe se va haciendo más fuerte. Sé que muchos creerán cuando yo creo. La fuerza de mi fe. Es la fe del niño en su padre. La fe en el que tiene fe. Así se contagia el cristianismo. Así se siembra esperanza en los corazones. Hoy miro a los pastores que creen. Ellos creen en una señal pequeña, dejan sus rebaños y se ponen en camino.
Creen en esa alegría inmensa que se les anuncia. Se apoyan los unos en los otros en la fe. Creen en esa buena noticia que se hacía invisible en un niño entre pañales. Creen más allá de la apariencia. Creen en lo extraordinario vestido de piel ordinaria. A mí me cuesta muchas veces ver a Dios en signos cotidianos. Escuchar su voz callada con ese oído interior que Dios me ha dado y yo no uso. Dios se hace carne de forma imprevista en mi carne mortal. La eternidad sujeta al rigor del tiempo. En la pequeñez de la carne, en su fragilidad, se esconde todo su poder. Dios nace en el silencio de la noche. En lo más oculto. En lo más sagrado. En medio de una noche cualquiera marcada por una estrella. Y en la normalidad de sus vidas los pastores creen. No hay nada extraordinario en un niño pequeño. Pero ellos creen. Me conmueve esa fe imposible. Me gustaría tener esa fe en medio de este mundo que ya no cree en lo sagrado. En este mundo que desconfía de lo extraordinario y quiere encontrar razones comprensibles para todo lo sobrenatural. En este mundo que cree en las energías y desconfía de un Dios encarnado, en un Dios al que puedo tocar con mis manos. En un Dios presente en cada eucaristía. La energía parece hoy más creíble que la misericordia del abrazo de Dios. Quiero que aumente mi fe. Quiero poseer la fe confiada de los pastores. Hombres fuertes, solitarios y duros. Hombres a los que Dios toca en esta noche y los convierte en los primeros


creyentes. Se fían como niños y su corazón se alegra. Quiero esa fe de los niños. Esa fe que se asombra en Navidad ante la sorpresa de un Dios hecho carne.

Tiene la Navidad una mezcla de sentimientos. De alegrías y nostalgias. De deseos y de sueños. De lágrimas y sonrisas. De recuerdos y promesas. De dolor y de esperanza. No lo sé. Siempre me conmueve el canto alegre de los villancicos con letras no muy profundas. Y la melancolía de ese canto de paz que entono ante el Belén cada Navidad. Soñando la paz que quiero. Sé que mi corazón quiere ser mejor de lo que es. Más pleno, más alegre, más de Dios. Y lo intenta. Mi mirada se esfuerza por ser más pura. Calla mi lengua en sus críticas. Se detiene el pensamiento antes de hacer un juicio. No quiero hacer juicios crueles en mi corazón. Dejo de condenar con mis gestos. Es Navidad, pienso. Porque es Navidad lo hago. Echo de menos en las sillas vacías a los que ya se han ido. Y han dejado un vacío que me duele hondo. Miro con paz a aquellos que están sin estar con su sonrisa franca. Pienso en los que partieron por otros motivos. Respeto sus decisiones. Me duele el alma al pensar en otras noches en familia. Con otros rostros. Con otras edades. Pienso en otras noches junto al Niño. Hace años. Años de infancia. Y recuerdo con nostalgia tantos momentos guardados en fotos. Momentos sagrados. No quiero olvidarme. Pienso que me tendría que unir más Jesús por dentro a otros, a tantos. Él propicia encuentros que tal vez no deseo. Y quiere que sea mejor ante los que no quiero. Más alegre. Más puro. Más auténtico. Más niño. Sin sonrisas falsas escondidas en trajes elegantes. Comidas bien puestas. Adornos que convencen. Y todo porque es Navidad, lo entiendo. Quiere Jesús que siembre paz con mis manos torpes. En medio de la guerra con tanta violencia. En esa paz ausente que me duele en el alma. Quiere que describa con trazos borrosos un mundo mejor del que tengo a mano. Que cabe más hondo en mi carne enferma buscando ese oro que llevo guardado. Y riegue con pasión las semillas nuevas. Para que crezca un reino nuevo. Quiere que sonría, aunque no esté alegre. Quiere que dé paz aun sin yo tenerla. Me gusta esta noche de invierno cuando Jesús nace. En mis torpes manos que sostiene el canto. Me gusta pararme cansado a mirar su rostro alegre. Quiero repetir muy quedo las palabras de una poesía encontrada: «No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no amanece. No dejes de esperar alegre a Jesús que te quiere. Confía en su voz callada. En su abrazo tenue. No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no amanece. Lucha cuando estés cansado. Ama sintiendo el rechazo. Corre perdiendo el aliento. Deja de lado las penas. Escribe con trazo firme el principio de una historia. Deja que la paz sea fuerte dentro de tu alma inquieta. No dejes de soñar, nunca, niño porque aún no amanece. Y siembra luces en sombras. De esas que nunca se mueren. De esas que encienden la tierra. Y alegran las almas tristes. No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no amanece. Y hacen falta niños con una fe grande. Con un alma honda. Y abierta sonrisa. Hace falta siempre que el alma se abra. En la noche santa cuando Jesús nace. No dejes de soñar nunca, niño, porque ya amanece». Y me siento yo como ese niño que sueña fuerte. Que sueña siempre. No quiero dejar que pase esta noche delante de mis ojos dormidos. No quiero que pase la Navidad sin cambiarme el alma. No quiero dejar de soñar con un mundo mejor del que hoy tengo entre mis manos. Con una vida más plena y sagrada. Con un corazón más puro y grande del que tengo. Espero tantas cosas de Dios que no desespero. Sólo quiero tener una sonrisa amplia para no amargarme. Para alegrar a otros. Para tocar el alma de los que están perdidos. Quiero un corazón noble capaz de asombrarse cada día, ante cualquier cosa. Capaz de creer en lo imposible. Un corazón fuerte, que sepa hacer las cosas nuevas cada día. Nuevas las de siempre. Nuevas las que creo. Quiero levantarme cada mañana dispuesto a cambiar el mundo. Dejando atrás el cansancio y las caras tristes. Los miedos que me bloquean, los reparos y egoísmos. Es Navidad, me repito. Y sonrío por dentro. Otra vez de nuevo empiezo con fuerza. Lo puedo lograr si me dejo hacer por Dios en sus manos. Si digo que sí con alegría y pierdo ese miedo a arriesgar la vida. Escucho callado dentro de mi alma. Digo que sí a Dios allí donde me quiera. Me abro muy quedo. Quiero que mi Dios cambie todos mis sueños.
Porque es Navidad, me digo. Y es todo posible. Dejar de lado las tibiezas de siempre. Y empezar a callar para que Dios me hable. Contengo en mi alma a los que he querido. A los que me buscan. A los que me quieren. Los guardo en Belén, con Dios en mis manos. A los que he herido, a los que me han herido. A los que se han ido, a los que aún se quedan. Quiero ser reflejo de esa paz sagrada.

Quiero ser yo luz del Niño que nace. Quiero la esperanza de estos días tan nuevos. Es Navidad. De mí depende. Siempre puede ser Navidad si dejo que Dios nazca en mi alma.

sábado, diciembre 24, 2016

Saludo Navidad Inés de Podestá

Queridas hermanas,
quiero desearle a cada una de ustedes y a los suyos que en esta Navidad reciban a Jesús en sus corazones y experimenten la paz y la alegría que anunciaron los ángeles.
Les deseo también que el 2017 sea para ustedes un año lleno de bendiciones y que se les cumplan todos sus anhelos.
Gracias por todos sus esfuerzos para que se realice en cada una el Milagro de la Nochebuena.
Las abrazo con mucho cariño,

Inés

Saludo Navidad de Lux Elena


viernes, diciembre 23, 2016

Saludo Navidad - P. Juan Pablo Catoggio

Navidad 2016


Queridos hermanos y amigos,

Dos experiencias marcaron este año y ambas están muy unidas al misterio de la Navidad: el Jubileo de la misericordia y la realidad internacional que me tocó vivir a través de muchos viajes.
[1] “Este es el tiempo de la misericordia”, no se cansa de repetir el Papa Francisco. El P. Kentenich insistió en sus últimos años de vida en el mensaje del “Padre de un amor infinitamente misericordioso”. El año jubilar fue realmente un tiempo de gracias para toda la Iglesia y lo fue para Schoenstatt. Muchos Santuarios fueron elegidos formalmente como puertas santas de misericordia, el Santuario Original y muchos otros. Si siempre son lugares de gracias, este año lo fueron doblemente. San Pablo escribe a su discípulo Tito que “la misericordia de Dios, fuente de salvación para todos, se ha manifestado” (Tit 2,11). Navidad es el misterio de la misericordia encarnada, del mismo Dios Amor hecho hombre.
[2] Me ha tocado viajar mucho este año, visité 15 países distintos, en cuatro continentes. La misma comunidad de los Padres de Schoenstatt crece en nuevos ámbitos culturales (¡nuevos para Schoenstatt!!) como en la India o en Burundi, Congo o Nigeria en África. Y crece más allí que en los países “tradicionalmente schoenstattianos”, si acaso se puede decir así. Me hace reflexionar muchas cosas. Cuánta variedad y riqueza hay en las diversas culturas, cuántas tradiciones y costumbres distintas. Primera enseñanza: Dios no es aburrido, le gustan los colores y la variedad. Segunda enseñanza: no hay que tener miedo a las diferencias (¡y menos a los diferentes!), son una riqueza para unos y para otros, para todos. Tercera enseñanza: debemos aprender unos de otros, enriquecernos y complementarnos mutuamente, y para ello debemos encontrarnos, dialogar, sentarnos a la misma mesa, con el mate o lo que corresponda en cada lado. Cuarta enseñanza: Schoenstatt es universal como la Iglesia, ninguna cultura lo puede monopolizar, Schoenstatt debe ser alma de todas las culturas y en todas las culturas debe encarnarse, inculturarse. Quinta enseñanza: esta es la cultura del encuentro y de la alianza que Schoenstatt quiere vivir y anunciar, y para ello debe “salir de sí mismo” y “salir al encuentro”.
Hasta aquí me referí a la internacionalidad e interculturalidad que caracteriza mi comunidad en esta etapa, que es un gran don y un desafío a la vez. Pero el recorrer tantos países me hizo ver que es una misión – un deber insoslayable – que tenemos. El mundo se debate contradictoriamente entre una globalización creciente e irrefrenable y una tendencia nacionalista, proteccionista a ultranza, hasta separatista, que no pocas veces deriva en conflictos abiertos, discriminación e intolerancia, guerra, violencia y terror. ¿Cómo encontrar o crear caminos de encuentro, de unidad en la diversidad, de diálogo respetuoso y de mutua complementación?
Al contemplar el misterio de la Navidad no puedo dejar de destacar esta dimensión universal. Al detallar la genealogía de Jesús, Lucas y Mateo destacan la trascendencia histórica del hecho aparentemente insignificante de Belén. Mateo menciona especialmente a los magos de oriente. Los pueblos lejanos vienen a adorar al rey en el pesebre. Lucas da más detalles. José y María deben ir a Belén pues el emperador Augusto decretó “un censo para todo el mundo”. Por eso José debe “salir” de Nazaret. Y “mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue” (Lc 2.6-7). Poco después “salen” nuevamente, esta vez para Egipto, país extranjero. La Familia de Jesús son emigrantes, quizá podríamos decir hoy refugiados. Ellos están “en salida”, salen de Nazaret, salen de Belén, salen de su tierra.
Podemos ir más lejos. La Encarnación es el misterio de “Dios en salida”. Jesús, el hijo, no se aferra a su condición de Dios, sino que “sale” del Padre, se “vació” y se abajó a sí mismo y se hizo hombre como uno de nosotros (Fil 2,5-8), asumiendo nuestra naturaleza, uniéndose a cada hombre y a todos los hombres, a cada cultura y a todas las culturas.
Navidad no conoce fronteras. La navidad nos acerca y nos hace hermanos. “Ahora, en Cristo Jesús, ustedes, los que antes estaban lejos, han sido acercados… Porque Cristo es nuestra paz: él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba… Él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz, paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca… Por lo tanto, ustedes ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.” (Ef 2,13-19).
Hermanos, todos nosotros tenemos nuestros problemas con “algunas diferencias” y “algunos diferentes”, todos nosotros ponemos ciertas barreras, hacemos diferencias. Me deseo y les deseo a todos que esta Navidad agrande nuestro corazón, lo abra, lo haga más universal, que seamos una Iglesia y un Schoenstatt en salida, que salgamos de nosotros hacia nuestro vecino, hacia los que están lejos y los que están cerca, hacia las periferias, hacia los muchos nuevos Belenes de nuestra época, para que todos seamos “prójimos-próximos”, para que todos seamos hermanos.

Les adjunto un poema de Borges que me acompañó este año. Entenderán por qué. Los recuerdo en la Nochebuena en el Belén del Santuario Original, su
P. Juan Pablo

Jorge Luis Borges (1899 en Buenos Aires - † 1986 en Ginebra)

Los Conjurados (1985)
En el centro de Europa están conspirando.
El hecho data de 1291.
Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.
Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.
Fueron soldados de la Confederación y después mercenarios, porque eran pobres y tenían el hábito de la guerra y no ignoraban que todas las empresas del hombre son igualmente vanas.
Fueron Winkelried, que se clava en el pecho las lanzas enemigas para que sus camaradas avancen.
Son un cirujano, un pastor o un procurador, pero también son Paracelso y Amiel y Jung y Paul Klee.
En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias.
Mañana serán todo el planeta.

Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético.

jueves, diciembre 22, 2016

IV Hito

Hoy recordamos el IV hito de la historia de Schoenstatt y que el Padre Kentenich llamó “en la victoriosidad divina”. El 22 de octubre de 1965, el Papa Paulo VI firma el decreto del Santo Oficio que rehabilitaba al P. Kentenich y dejaba sin efecto los decretos por los cuales lo había enviado al exilio. El 22 de diciembre lo recibe en audiencia especial.

El P. Kentenich pudo regresar a Schoenstatt en la Noche Buena del mismo año. Así acabó oficialmente el destierro del P. Kentenich. Este hito está asociado también al 24 de diciembre de 1.965, en que regresa a Schoenstatt y puede celebrar la Navidad junto a la Familia.

Mientras el Padre es rehabilitado se producía el cierre del Concilio Vaticano II. Luego de la Misa solemne del 8 de diciembre, del final del Concilio, es bendecida la Ermita de la Mater en el terreno de Belmonte. 

El Padre Kentenich da una charla en la que interpreta este hecho como la colocación de la primera piedra para el futuro Santuario en Roma, centro de la Iglesia Católica. Simbólicamente asume la misión del Concilio Vaticano II. Por eso proclama el nombre del futuro Santuario “Matri Eclesiae”.

domingo, diciembre 18, 2016

Adviento

IV Domingo Adviento
Isaías 7, 10-14; Romanos 1, 1-7; Mateo 1, 18-24

«Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer»

18 Diciembre 2016     P. Carlos Padilla Esteban

«Miro a Dios cuando estoy turbado y alegre. Lo miro en este tiempo de espera del Adviento. Miro a Dios que me mira en mi alma y me conoce, y me comprende. Sabe cómo estoy, cómo me siento»

Creo que a veces mi tristeza puede alegrar el corazón del que está triste. Parece paradójico, pero no lo es. Mi corazón triste se vuelve más empático con su tristeza y sabe acoger mejor al que sufre.
Cuando sufro me hago más capaz de ponerme en el lugar del otro. Comprendo sus sentimientos, su impotencia, su dolor. Me hago más pequeño con mi tristeza y me quedo a la altura del que sufre. No me distancio, me acerco. Y sé escuchar con una mirada humilde, sin dar consejos, simplemente quedándome al lado del triste, en silencio. Siento que a veces la alegría excesiva del alegre no me alegra. Me incomoda su posición elevada desde su bienestar. Como si a él todo le fuera bien en esta vida. Mi tristeza, cuando estoy triste, acerca, no aleja a los demás. A lo mejor tengo que evitar dar consejos cuando estoy alegre. Y no decir frases típicas que no animan ni consuelan. Decía el Papa Francisco: «Oremos al Señor para que nos dé estas tres gracias: la gracia de reconocer la desolación espiritual, la gracia de rezar cuando nosotros nos encontremos sometidos a este estado de desolación espiritual, y también la gracia de saber acompañar a las personas que sufren momentos feos de tristeza y de desolación espiritual».
Cuando sufra tristeza o desolación espiritual, no me quedaré encerrado, ni turbado por mi dolor. Saldré de mí para dar alegría, aunque yo mismo no la tenga. Y acompañaré a aquellos que sufren, aun cuando yo también sufra. Y cuando esté muy alegre no desplegaré todas mis efusividades. Porque a lo mejor no alegro al triste. Pero sí caminaré a su lado con mi alegría silenciosa. Sonreiré y daré luz en medio de la niebla. Sé que es el sentido de mi vida, caminar con mi tristeza y mi alegría, sin guardarme nada, buscando la felicidad de los que me rodean. Aunque esté triste. Aunque esté alegre. Sé que los dos estados de ánimo forman parte de mi equipaje del alma. Llegan y pasan. En los dos momentos me encuentro con Dios. En los dos momentos Dios se encuentra conmigo. Oculto en lágrimas a veces. Silencioso en mis risas otras veces. Son estados de ánimo pasajeros que marcan mi camino. Determinan mis gestos. De uno al otro paso con rapidez a veces, lentamente otras veces. Vivo también momentos más neutros, tal vez tranquilos, ni tristes, ni alegres. Ni frío, ni calor. Pero no me asusto ante las emociones que corren por mi alma. Son parte de mí y las acojo como un tesoro que llevo guardado. Tengo pasiones que me hacen vivir. No quiero reprimir lo que surge en mi alma.
Quiero amar con hondura, vincularme, entregarme. Es parte de mi vida. Sufrir dejando mi alma hecha jirones. Pero sé también que quiero aprender a amar con un amor que sea maduro. Sin atarme, sin ser esclavo. Sin esperar lo que no hay. Sin pretender lo que no existe. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «No esperes que los demás llenen tu vida. Hacerlo sólo es el inicio del camino de la frustración y el desencanto. Has de hacerlo tú y del mismo modo podrás ser una fuente de amor y de inspiración para los demás. Cultiva tu paz interior y tu felicidad. Nadie puede dar lo que no tiene y ninguna relación te dará lo que no eres capaz de darte a ti mismo». Lo tengo claro, si no sé amarme a mí mismo, difícilmente voy a amar a los demás. Si no tengo mis afectos algo ordenados, será imposible saber hacia dónde caminar. Quiero mirar en mi alma, en lo más profundo. Quiero saber lo que pasa por dentro. Comprender mis emociones. Entender de dónde vienen. Saber decidir en medio de mis tristezas y alegrías. No dejarme gobernar por mis estados de ánimo. Repartir sonrisas lleno de dolor. Mostrarme sereno lleno de alegría. Y saber muy bien que nadie me va a hacer completamente feliz. Ni va a colmar todas mis ansias de infinito. Miro a Dios cuando estoy turbado y alegre. Lo miro en este tiempo de espera del Adviento. Miro a Dios que me mira en mi alma y me conoce, y me comprende. Sabe cómo estoy, cómo me siento. Se abaja para


estar a la altura de mis ojos turbados, de mis ánimos cambiantes. Quiero vivir con serenidad la vida por la que camino. Sabiendo que puedo dar mucho más de lo que doy si salgo de mí. Si dejo mi comodidad y ese vano empeño mío de buscarme a mí mismo continuamente. Me descentro una vez más, para no estar anclado en mi centro. Y pongo ahí a este niño que nace. Ese Dios hecho carne. Ese Dios-conmigo que viene a cuidarme. Para que sea Él el que me dé paz cuando esté turbado y guíe mis pasos cuando no me entienda a mí mismo. Y logre sacar siempre luz de mí en mis noches de invierno.

El Adviento es un camino hacia dentro, no hacia fuera. Un camino lento y sin prisas. Un camino que se improvisa y se sigue siempre fielmente. Un camino de sorpresas y días parecidos. Un camino hondo y profundo. Un camino de fidelidad y creatividad. Un camino de subidas y bajadas. Un camino de lágrimas y sonrisas. Un camino de esperas, de silencios, de búsquedas, de encuentros. El camino del Adviento es el de la vida misma. Siempre estoy en Adviento. Siempre espero más de lo que poseo y anhelo más de lo que toco. Como ese niño enamorado de la luna que sueña siempre con poder abrazarla. Me gusta este camino en el que me detengo. Camino despacio, no dejo de andar. Quiero dejar de hacer esas cosas que me sacan de mí mismo. Porque a veces, casi sin quererlo, mis días previos a Navidad se me llenan de ruidos y de citas, de encuentros y de cenas, y el alma camina con prisas de un lado para otro. Inquieta, como buscando fuera lo que dentro no encuentra. Por eso corro a veces hacia fuera. En lugar de mirar más hondo en mi interior. Corro queriendo llenarme. De cosas, de amores, de vida. Y no miro dentro. Quiero en Adviento seguir mi camino. Pero sin prisas. Calmar el ansia. Calmar los gritos. Ahogar las voces que me confunden. Hacer un silencio sagrado dentro del alma. Me tocan las palabras de una persona que rezaba: «Quiero llegar más alto. No me conformo con una vida mediocre, vulgar, triste, sedentaria. No quiero verme sin dibujar en el papel ese sueño que nadie ha soñado. Déjame abrazar lo imposible que brota de mi alma. Gracias, Jesús, por quererme. Gracias por caminar a mi lado. Gracias por dar sentido a mi vida cuando a veces yo no lo encuentro. Te abrazo en silencio cada mañana. Quiero medir con calma la tierra entre mis manos. Quiero sentir tus huellas junto a las mías. En el camino de mi vida. Allí donde estoy escondido. Quiero sembrar estrellas infinitas en un camino de vida. Alegrar a los que sufren.
Sostener a los que caen. Levantarme con ellos y salir corriendo. No tengo el alma cansada. Estoy atenta y dispuesta». Quiero vivir siempre en camino. Pero no disperso. Siempre hacia fuera. Pero desde dentro. Siempre atento a la vida. Sin descuidar mi alma. Con palabras de consuelo. Nacidas de mis silencios. Sin que me perturbe la vida más allá de la piel de mi alma. Contenido en mí mismo para no caer desparramado en un sinfín de luces y de cantos. Quiero en este camino de mi Adviento calmar mis prisas. Detener mis pasos. Apaciguar mis ansias. Apagar mis ruidos. Quiero en un intento audaz por ser yo mismo seguir un ritmo nuevo, el que Dios tiene. El que marca mi alma llena de Adviento, de espera, de anhelo. Quiero escribir a los que quiero. Regalar a los que amo. Pero no cualquier cosa.
Algo de mí mismo, de muy dentro. Sin querer quedar bien con los que esperan. Dándome a mí cuando me entrego. Sin prisas. Con la calma de un Niño que nace lentamente, siempre de nuevo, carne entre mis dedos. Quiero recorrer mi camino de Adviento a mi manera. Con mis formas. Con el lema que enciende mi alma. Con las palabras del Ángel que otra vez me recuerdan: «¡Alégrate, el Señor está contigo!». Para que no me turbe al no tocar mis sueños. Y cuando fracase no crea que nada irá bien de nuevo. Porque el Adviento es comienzo. Y quiero comenzar de nuevo. Con la alegría del inicio.
Con la calma del que nace. Sin exigirle a la vida más de lo que me entrega. Dejando de lado amarguras antiguas. Junto con la impaciencia que me inquieta y me turba. Quiero vivir hoy mi Adviento. Hoy.
Cada mañana. Quiero vivir más libremente de las cosas que me atan. Me lo recuerda el Papa Francisco: «El adviento es una invitación a la sobriedad, a no ser dominado por las cosas de este mundo, por las realidades materiales, sino más bien a gobernarlas». Quiero ser más sobrio y más austero en mi camino.
Dejar de lado lo que me pesa. No preguntarme en cada hora lo que deseo. Vaciar mis armarios llenos. Descongestionar mi vida llena. Hacer hueco para Dios allí donde no me cabe nada en la agenda. Abrir espacios hondos en mi alma abrumada, para que pueda surgir una vida nueva. Dejar en barbecho la tierra en la hondonada de mi corazón. Para que nazca algo nuevo. Que no me domine la vida, ni el tiempo que se escapa, ni las prisas por llegar antes a ningún sitio. Con el corazón abierto a lo que surja en el camino. Me siento poco libre tantas veces. Tal vez más atado de lo que deseo. Quiero vivir la misericordia de ese Niño Dios que me recuerda que sólo el perdón me sana por dentro y me libera el alma. Para vivir sin ataduras. El perdón que recibo. El perdón que yo entrego. Una persona se


pregunta: «¿Se puede perdonar para realmente así curar las heridas sin que haya habido el menor atisbo de disculpa o reconocimiento del daño causado?». No lo sé. Me parece difícil. Es un don. Por eso lo suplico. Mi Adviento es tiempo de pausas. De tiempos muertos. Para que surja la vida. Para que brote el perdón. El reencuentro. Un desierto florido en mi corazón herido. Es tiempo de misericordia, cuando me siento atado por ese rencor opaco que amarga mi ánimo. El perdón que suplico que crezca entre mis dedos. ¿Se puede perdonar cuando me han hecho daño? Ese perdón que limpia mi vida por dentro. Me detengo de nuevo en medio de mi Adviento. Quiero mirar muy hondo. Quiero un perdón que salve mi vida de la ira. De ataduras que quitan luz a mis entrañas. Son días de paz en mi espera. Aguardo con anhelo la llegada de Jesús. Su llegada en mi carne. Con la alegría que produce el encuentro.

Miro a María este domingo. Miro su sí al querer de Dios: «María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo». María se arrodilla y recibe el Espíritu Santo en su vientre. Ella, la niña de Dios, la Inmaculada, la llena de gracia. Vacía de deseos propios. Enamorada de Dios. Se llena del Espíritu. Se vacía de sus planes. Decía el P. Kentenich:
«Quien recibe el Espíritu Santo, no sólo será comparable con un árbol junto a la acequia sino que tendrá manantiales dentro de sí, en su interior fluirá un manantial de agua viva»1. María no va a sufrir la sequía. Va a poder beber de la fuente de vida que surge del corazón de Dios. Lleva a Jesús en su seno. Su vida se hace una con la vida de su Hijo. Para siempre unidos. Me gusta contemplar a María. Arrebatada por un amor infinito. Me gusta mirarla a Ella, arrodillada ante el ángel, conmovida. Feliz la que ha creído. La miro y pienso en ese sí no evidente. Podía haber sido más fuerte el miedo. El miedo a fracasar, a perder, a no lograr esa misión imposible. María creyó, dijo que sí, se llenó del Espíritu. No volvió a tener sed. Me gusta pensar en María tan pequeña arrodillada ante el Ángel. No teme porque Dios le pide que no tema. Ella confía. Se fía de un amor que la abraza. Y se pone en camino a servir llena de Dios en su vientre. Desde dentro hacia fuera. Desde lo más hondo a la superficie de un mar revuelto. Pero siempre anclada por dentro. Para no perder el centro. Para no pretender ser Ella el centro. Me emociona ver su paso presuroso a Ein-karem. Su paso dispuesto hacia Belén. No duda. Su vida se hace camino. Deja de temer porque Dios va con Ella todos los días. Ese Dios-con-nosotros ha venido en su carne virgen. Ya no estará nunca sola. Siempre Jesús con Ella. Siempre de la mano de José, ese hombre, ese padre, que Dios pone en su camino. Para que no vaya sola. Para que sea familia. María se pone en camino. Un camino incierto. Pero no duda. Está donde Dios la quiere. Decía Victoria Braqueháis misionera en África: «Creo que siempre estamos donde Dios nos pone y estamos por algo. Cada encuentro tiene un sentido profundo. Hay algo que yo no sé pero que Dios sí sabe. Aunque tampoco me preocupa no saberlo todo. Eres lo que eres y ya está. No eres lo que tienes». El sí primero de María le da sentido a tantos síes que pronunciará en su camino de vida. El sí a su vida como fue. Es el mismo sí que yo pronuncio cada día. El sí primero de mi vocación. El sí que renuevo cada mañana de camino. El sí aunque no lo sepa todo y no lo controle todo. A veces hago planes. Pienso, programo, hago mi agenda. Como si la vida fuera mía por entero. Toda mía. Y me olvido de que mi sí es la pieza clave de un misterioso camino. Y yo sólo tengo que confiar y seguir adelante. Un sí tembloroso pronunciado en mi alma. Un sí a mi camino de incertidumbres en el que no todo está asegurado. Un sí que camina sin miedo. Recuerdo a S. Juan Diego de rodillas ante la virgen de Guadalupe. Tiene miedo. Quiere socorrer a su tío enfermo. Y se encuentra con María: «Pon esto en tu corazón, mi pequeño hijo: no temas. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No te encuentras bajo mi sombra, a mi cobijo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás tú en el pliegue de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Necesitas algo más?». Seguro en la palma de su mano.
Seguro en el cruce de sus brazos. Esa imagen me conmueve. Con la certeza de saber que María era su Madre. Así quiero caminar yo en mi vida. Mi sí en el sí que María pronuncia sobre mi vida. Su sí verdadero para que yo sepa decir que sí sin miedo. Sí sin miedo a mi familia. Sí a mi vocación. Sí a mi forma de ser. Sí a mis fracasos y debilidades. Sí a mi pecado que me turba. Sí a mi pobreza. Sí a mis dudas. Sí a mis miedos. Ese sí lo repito en mi corazón en el Adviento. Sí de nuevo porque Ella me ama, me cuida, me sostiene. Escribía Pablo D´Ors: «Todo empieza cuando dices: de acuerdo, voy a saltar.
Todo empieza cuando dices: quizá me estrelle, pero confío en volar. Basta decir: sí. ¡Sí, sí, sí, Dios mío. Contigo al fin del mundo!». Y entonces el miedo se hace más liviano, y salto. Pero con miedo, porque no

1 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


desaparece del todo. No tengo vocación de vivir sin miedo. Más bien creo que el miedo se me ha pegado a la piel y lo llevo dentro. Temo el futuro y confío al mismo tiempo. Es esa sabia unión que Dios me propone en los brazos de María. Es una gracia. Un don imposible. Temer y confiar al mismo tiempo. Y la confianza logra que el temor sea llevadero. Y descanso en Ella. Y me calmo por dentro.

S. José es el protagonista de este cuarto domingo: «José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». Es su noche oscura. En medio de la noche duda y tiene miedo. No comprende. Quiere confiar pero no lo logra. No hay explicación a lo que ha ocurrido. María guarda silencio. José la mira a los ojos. Comprendo su lucha humana. Su corazón se rompe. ¡Qué noche más oscura! Cuando todo en lo que crees deja de ser evidente. Y no hay nada claro. Sólo silencio ante muchas preguntas. Es de noche. José está solo frente al cielo. ¿Qué se puede hacer? Debe denunciarla. Es la ley. Pero José es bueno. Ama a María con pureza. No puede ponerla ante todos como pecadora. Quiere proteger su fama, su honra. Le cuesta aceptar que alguien piense mal de ella. Que la mire con sospecha. Pienso en esa decisión tan difícil. Así empieza el evangelio de hoy. No con un ángel, sino con una decisión humana tomada en soledad, en medio de la noche del alma. Me admira su hombría. Su integridad. Su honestidad. Su verdad. Su amor hondo por María. ¡Qué bueno era José! Me conmueve su bondad, su autenticidad. Seguro que Dios se conmovió ante José. Pienso en esa mujer apedreada por adúltera a quien salvó Jesús. ¿Qué hubiera sido de María si José la acusaba? Pero José no quiere dañar a María. Ya no puede vivir con ella para siempre como él soñaba. Ese hijo no es suyo. Y le toca ahora renunciar al amor de su vida. A sus sueños. A estar con ella. ¿Duda? ¿Teme? ¿Confía? Tal vez un poco de todo. María está embarazada. ¿Qué puede hacer? Decide dar un salto en medio de la noche de su alma. Me gustaría tomar así mis decisiones. Pensando en lo mejor para el otro y no en lo mejor para mí. Renunciando por amor al otro. Pensando en su bien. Esa fue la medida de José. Quiso lo mejor para María. No quiso su condena. Ese silencio de José fue el paso más grande que dio en su vida. Lo hizo sin comprender. Lo hizo con un hondo dolor en el alma. Y Dios no lo abandonó. Lo rescató en medio de su caída. Cuando había renunciado a todo, Dios le habló. Así es también Dios en mi vida. Nunca me defrauda. Dios sale a mi encuentro. Le conmueve mi audacia. El que me arriesgue sin saber muy bien. Le conmueve que lo haga por amor, tanteando, tomando como medida de mis decisiones el amor. A veces no decido, no me muevo, porque no oigo a Dios diciéndome lo que debo hacer. ¿Cuántas veces hago eso? No oigo a Dios y me quedo quieto. José mira su corazón, no oye a Dios, pero decide, se arriesga. Entrega su vida entera, su historia, su amor por María. Ahí está Dios. En sus entrañas. No necesita un ángel para decidir no hacer daño a María. No exponerla a la multitud, a la rabia, a la condena pública. ¡Qué conciencia tan bien formada! ¡Qué hombre tan entero! ¡Qué grande es su amor! No duda. No piensa en él, en su fama, en su nombre. Es un hombre bueno, noble, fiel. Un hombre íntegro, de una pieza. Me conmueve el silencio de José. No dice nada. No cuestiona a Dios. No se rebela contra algo tan injusto y duro. Decide con honestidad en su corazón y renuncia por amor a sus planes.

Me impresiona el valor de la renuncia y del sacrificio. Me cuesta entender la renuncia tantas veces  en mi propia vida. ¿Tan importante es aprender a renunciar? Creo que mi renuncia llena de estrellas el cielo. A veces valoro poco el sacrificio y me acomodo. Pienso que da igual dar que no dar, guardar que entregar. Y pienso en mí con egoísmo. Quiero lo mejor para mí. Quiero ser feliz yo. Y vivo la vida dejando escapar oportunidades de amar desde lo más hondo. La renuncia me hace más niño. Porque me hace confiar en Dios. Y me hace más hombre, trabaja mi corazón. La renuncia siempre duele.
Duele renunciar al propio esquema, al propio plan, a la propia idea. Duele esa renuncia no buscada, exigida por la vida, por las circunstancias. En ocasiones me pongo renuncias como regalo de amor a Dios. Me exijo. Me esfuerzo. Renuncio a la comida, a mis caprichos, a mis dependencias y adicciones. Es verdad que lo hago por amor. Y es una entrega muy honesta y sincera. La renuncia me hace más libre. Decía el P. Kentenich: «Si no aprendemos a renunciar, a veces por obligación –pero también voluntariamente–a aquellas cosas que podemos permitirnos, la vinculación al trabajo y a las personas no va a convertirse en algo que nos eleve el corazón»2. Muchas veces la renuncia viene sola a mi alma en medio de mi camino. Sin que yo tenga que buscarla, aparece. Una persona rezaba: «Te ofrezco, Señor, mi renuncia.

2 J. Kentenich, Hacia la cima


¡Siento tanta nostalgia! Me siento tan fuera de lugar. Aun así, siempre me hablas, me das libertad y me alegro. Y sentir nostalgia no me importa, forma parte de mi vocación y de lo que Tú quieres de mí. La nostalgia siempre me lleva hacia dentro, hacia ti, hacia el lugar de mi corazón donde estás esperándome, llamándome, abrazándome. La nostalgia me recuerda quién soy y para qué me has hecho. Y me ayuda, de alguna forma, a vivir más en solitario por dentro. Es bonito. Es la nostalgia del otoño, de los colores de los montes. De esa luz entre las hojas que me gusta especialmente. No sé, quizás porque cambia la hoja. Se vuelve cálida. Así quiero ser yo». Muchas veces la nostalgia forma parte del camino, de la renuncia. La nostalgia del cielo, de la plenitud. La nostalgia que me lleva hacia dentro, donde Dios se encuentra. La nostalgia que brota con esa renuncia que exige confianza en Dios y abandono. Esa renuncia me llena el corazón de nostalgia. Me hace mirar a Dios lleno de anhelo. Mi alma tiene nostalgia de infinito. Siempre sueño más de lo que tengo. Y sé que mi renuncia me hace más libre de apegos, de planes propios, de caprichos. Cada uno sabe cuál es la renuncia que más le duele. Esa renuncia diaria, no programada, no planeada. La que forma parte de mi propio camino y que yo no he buscado. Sé que cada vez que renuncio por amor a Dios. Cada vez que beso la renuncia de mi cruz, de mi enfermedad, de mi soledad, de mi ausencia. La aspereza de mi pobreza, de mi austeridad impuesta, de mis miedos a la vida. Cada vez que abrazo esa renuncia inevitable y le doy un sí alegre y confiado. En ese mismo momento, estoy seguro, el cielo se llena de estrellas. Se llena de luz y mi vida tiene más claridad. No lo dudo. Quiero mirar a Dios sin los apegos de mis afectos desordenados. Renuncio a mi camino cuando le entrego mi vida a Dios. Y lo hago siempre de nuevo al rezar el padrenuestro. Al declararme cristiano. Al decidir amar a Aquel que murió en la cruz por mí. Renuncio a decidir yo. Renuncio a estar donde tal vez quisiera estar. Como José esa noche renunció a otra vida junto a María antes de saber lo que Dios le pedía de verdad.

Y entonces, tras la decisión de José en la noche, llegó la voz de Dios a su corazón: «Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: - José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados». En sueños Dios le muestra otro camino inesperado. Algo totalmente nuevo que él desconocía. Dios le habla en el corazón y permanece a su lado. Le comunica una verdad que sólo María sabía. Ya él antes había actuado justamente y había decidido hacer lo justo. Ahora esa decisión no tiene sentido. Antes de saber la verdad había procedido por amor. Ahora que sabe toda la verdad, actúa movido por un amor muy hondo y verdadero. El sueño lo cambia todo. María no es culpable. María es inocente, es pura, es tan de Dios. El ángel confirma en su corazón lo que él ya sabía. De eso estoy seguro. José amaba tanto a María. Creía tanto en Ella. Que no podía dudar de su verdad. Pero no comprendía nada. Por eso ahora el ángel trae luz a su alma y confirma su deseo más hondo. María es de Dios, le pertenece a Dios por entero. Seguramente José no lo entiende del todo. No sabe bien dónde se encuentra él mismo. No comprende lo que está pasando. Es todo demasiado grande. Pero se fía y se arriesga. No acaba de entenderlo todo. Pero es capaz de tomar una decisión todavía más audaz que la primera. Decide llevarse a María a su casa. Pronuncia su sí ante Dios y se pone en camino. José es un hombre de silencios. Un hombre que habla más con hechos que con palabras. Su sí son gestos concretos: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer». Obedece al instante sin dudar de la palabra de Dios. Se fía hasta el extremo. Es el Dios que se abaja para caminar conmigo. Es ese Dios con nosotros. Ese Dios que decide conmigo. Él me escucha. Yo le escucho. Ese es el caminar humano que pienso que merece la pena. Dios ya está aquí, a mi lado, en mi corazón, en mi camino. El ángel le habla a José de parte de Dios. Ahora ya tiene el corazón abierto para escucharlo. La decisión que había tomado le abrió el corazón y el oído. Y Dios entonces le calma, como siempre hace. Le dice que no tema. También le dijo eso a María. Eso es lo que Dios me dice cada vez que llega a mí y me ve turbado. Me dice que no tema porque está conmigo. Nunca me va a dejar. Me abraza. Es lo que hace con José. Le quita sus miedos. Le anima para que acoja a María y la cuide. A partir de ahora la protegerá no sólo con sus silencios, sino con su caminar a su lado cada día, cuidando juntos a Jesús.
Dios le da a José la misión de ponerle el nombre a Jesús. Le está diciendo que ejercerá como padre humano. Que será muy importante en la vida de Jesús y de María. Que será su custodio fiel hasta el final. Un padre tan necesario. Será uno con María. Será padre de Jesús. Esposo de la Virgen. José calla, mira, espera, no habla. No pregunta como María. No pronuncia su sí con voz audible. Sólo obedece. Es lo único que nos dice Mateo. Hace lo que le han dicho. María dice: «Hágase en mí según tu palabra».


Que se haga según Dios le ha dicho. Pero José actúa. Hace lo que le han pedido. Lo hace carne. En silencio. Ya no necesita más. Cumple hasta el día de su muerte la misión de acoger, de custodiar, de guardar y de amar a María y a Jesús. ¡Cuánto se fió Dios de José, de un hombre pequeño y frágil!
¡Cuánto se fió José de Dios, en su impotencia, desde su amor! Me gustaría decidir siempre como lo hizo José. Sin pensar en mí. Mirando mi corazón. Mirando lo que me grita el alma a pesar de que las cosas parezcan diferentes. Mirando siempre el bien de los que amo y no tanto el mío propio. ¿Cómo tomo yo mis decisiones? ¿Decido orando, dejando que salga todo lo que hay en mí? Dios siempre es más generoso. Siempre responde a mis ruegos. Nunca me va a dejar solo. Pero es verdad que a veces tengo que dar pasos en la noche como hoy los da José. Dios le habló de algo que no estaba en sus esquemas, en su lógica. Le abrió el corazón a un camino nuevo. Y José creyó, como María. Como un niño confiado.

¡Cuánta complicidad tendrían José y María! ¡Qué alegría tendrían los dos cuando se encontraron de nuevo y pudieron compartir su momento de encuentro con Dios! Hablarían de sus noches, de sus soledades, de sus encuentros hondos, de su verdad. Primero cada uno con Dios. En soledad e intimidad. Después juntos ante Dios. Así modeló Dios su corazón de esposos. Los dos vivieron el susurro de Dios que les dijo que no temieran. Y encontraron en el silencio de su alma su misión y la paz. Ser madre de Jesús. Acoger y cuidar a María y Jesús. Las dos misiones se unen. Se necesitan mutuamente. Los dos se entregan a su misión y se dejan hacer. Creen y confían. Su vida será desde ese momento tocar a Dios en la tierra. Este domingo me detengo a contemplarlos camino a Belén. Antes cada uno tuvo su anuncio particular, y pronunció su sí personal. El sí siempre es personal. José tuvo su lucha y dio su sí. María tuvo su turbación y pronunció su sí. Los dos creyeron. Los dos se fiaron.
Los dos de rodillas dieron su sí. Se encontraron después de que cada uno se arrodillase ante Dios y le dijera que sí. Así empezó el primer Adviento. Con dos síes de dos hijos que no lo sabían todo. El sí de María, el sí de José. Un sí pronunciado sin ver, sin saber. Un sí dicho en lo hondo del alma, en medio de la noche. Ese sí los puso en camino. Gracias a ese sí Dios tocó la tierra para siempre en ellos, en sus manos, en su alma. Ese sí unió sus caminos en un solo camino para siempre. Hay un misterio increíble en el sí de José y de María. Es el misterio de un Dios que se acerca al hombre. Deja todo para acercarse a nosotros. Se abaja para tocar mi camino y mi historia. Quiero abrir mi corazón a Dios. Quiero darle gracias por esa iniciativa de llegar a mí, de venir, de quedarse, de acercarse. Quiero dar gracias por ese sí de María temblando ante el ángel. Por ese sí de José en la noche de su duda. Los dos caminan en su burro con Jesús en el vientre de María. Ese amor humano transido del amor de Dios. Los dos sujetándose, sosteniéndose, animándose. Los dos unidos a Dios. En el Santuario decimos: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Nada sin el poder y el amor de Dios. Pero nada tampoco sin mi sí torpe y frágil. Mi propio sí me pone en camino hacia Belén. Nada sin nuestro sí. Porque no voy solo. Es ese Dios con nosotros: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros». El Adviento es la espera de Dios que viene a quedarse conmigo. Ese es el nombre de Dios en Navidad. Un Dios que toma morada y se queda en medio de los hombres. Emmanuel. Dios con nosotros. Me encanta ese nombre de Dios. No Dios solo, desde el cielo. Ni yo solo en la tierra. Él conmigo en mi vida. Es el misterio más profundo del hombre. Dios se ata a mi vida en una carne para siempre. Y quiere que yo le lleve a los hombres. Dios conmigo. Necesita mi carne, mis manos, mi voz, mis ojos, mis oídos. Necesita mis pasos presurosos al encuentro de los hombres que sufren, que están solos. Abre mis ojos para que le vea a Él conmigo en el que sufre, en el herido, en el que está solo.

Quiere que salga de mí como José, como María. Comenta el Papa Francisco: «Es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido». José y María comprenden que su vida es para entregarla por amor. Se ponen en camino hacia el hombre que sufre. Llevan en su vida a Jesús. Yo quiero dejarme tocar por ese Dios que viene a caminar conmigo. En mi vida. Para que yo haga cercano a Dios en la vida de tantos. Con mis gestos más que con mis palabras. Con mis decisiones audaces y valientes, más que con mis ideas poco convincentes. Dios quiere que anuncie a ese Dios que ama con locura al hombre y no lo deja nunca. Dios me ama. Dios va conmigo. Dios le da sentido a mi vida. Me pongo en camino. Tomo como José a María y al Niño. Y voy al encuentro del que sufre, del que está solo.