sábado, marzo 31, 2018

Sábado Santo

Hoy es Sábado Santo y es un día de espera. Jesús se encuentra en el sepulcro y es María quien acompaña a la Iglesia.
María es la madre de la paciente espera, aunque está dolida por la  muerte de su hijo. Ella fue la única que mantuvo viva la llama de la fe cuando Cristo fue sepultado.
Según el P. Paniagua en una reflexión sobre el Sábado Santo, muchos de los seguidores de Jesús se desilusionaron porque creían que él iba a ser el Gran Mesías de Israel.
Ellos esperaban a un guerrero que los liberara del dominio romano con puño de hierro y un ejército numeroso. Sin embargo, cuando vieron que Cristo se dejó crucificar y murió, quedaron tristes y desilusionados. “Jesús fracasó, volvamos a nuestras tareas ordinarias”, dijeron los discípulos de Emaús. También  los apóstoles estaban con miedo, y se mantenían escondidos.
Incluso las mujeres que estuvieron al pie de la Cruz, van a embalsamar el cuerpo del Señor porque ya lo consideran como a un muerto. Ellas no habían creído en la resurrección de Cristo, y cuando encontraron el sepulcro vacío se llenaron de terror. Y no entienden por qué no está el cuerpo de Jesús y comienzan a dudar de lo que él les había dicho sobre la resurrección. Al aparecerse el ángel , una de ellas le pregunta : ¿ Adónde se han llevado al Señor? Sólo cuando Cristo se les aparece, creen.
María, en cambio, no fue al sepulcro porque había acogido la palabra de Dios en su corazón. Y por ser una mujer de fe profunda, había creído. Por lo tanto, ella no estaba desilusionada, ni asustada, ni desconfiaba. Sino que espera plenamente en la resurrección de su hijo.
Pese de haber visto todo el dolor del día anterior, su fe y su esperanza son mucho más grandes aún. Se mantuvo firme al pie de la cruz, aunque profundamente dolida. En esos momentos lo único que la sostuvo fue la fe. Y también la esperanza de que se cumplirían las promesas de Dios.
ACIPrensa

viernes, marzo 30, 2018

Viernes Santo



"En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados? 
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás? 
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta".

Gabriela Mistral, poetisa chilena.

jueves, marzo 29, 2018

Triduo Pascual


Hoy jueves Santo recordamos la Última Cena donde Jesús instituyó dos sacramentos, la Eucaristía y el Orden Sagrado.
Jesús nos regaló ese día el mandamiento del amor: "Amaos unos a los otros como yo los he amado" (Jn 13,34).


domingo, marzo 25, 2018

Domingo de Ramos

Bendecido Domingo de Ramos y comienzo de la Semana Santa

Fechas importantes Cuaresma y Semana Santa



Domingo de Ramos
Isaías 50, 4-7; Filipenses 25 6-11; Marcos 11,1-10; Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 15, 1-39
«Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas»
25 Marzo 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Me gustan las personas de una pieza. Son siempre una roca firme. Lo que piensan hoy lo subscriben mañana. Lo que hoy defienden como central, mañana sigue siendo un pilar en su camino»
Hoy en día es el testimonio lo que tiene fuerza. Mucho más que las palabras que se quedan vacías cuando no están acompañadas por obras. Pierden peso y se las lleva el viento. Y las olvido. Lo que escucho o leo tiene más autoridad dependiendo de quién lo escriba. Y a veces veo cómo se pretende dar más fuerza a unas palabras atribuyéndoselas a alguien importante. Si lo dijo un santo las palabras tienen un relieve especial. Parece magia. Si lo dice un desconocido, las mismas palabras pierden todo su poder. Muchas veces me pregunto cuál es mi testimonio. Pienso en los que se exponen contando su vida, lo que les ha pasado. Hay una gran sed, un anhelo muy grande, por escuchar experiencias profundas, radicales, únicas, personales. Una conversión en la que el protagonista pasa de un extremo al otro. Un cambio de vida impensable. Esos testimonios parecen tener una fuerza especial. Un santo, un místico, un asceta, un hombre orante. El testimonio de las obras que son irrefutables. Aunque siempre puedo interpretar lo que veo. Juzgar las intenciones y ver detrás de datos objetivos sentimientos, deseos y sueños escondidos. Detrás de la sangre derramada el motivo que llevó al martirio. La intención parece contar mucho al observar los hechos. No es lo mismo un acto generoso de entrega, de renuncia, hecho por amor o movido por el miedo. No es lo mismo. El mismo acto tiene una fuerza diferente. Ponerme en segundo plano para que sea el otro el que brille o simplemente por miedo a fracasar si me arriesgo. ¿Qué mueve mi corazón en mis acciones? ¿Qué mueve mi alma? ¿Soy sincero? El testimonio de una vida con sentido. El otro día escuché a una de las víctimas del atentado del 4 de marzo del 2004 que años después puede contar su testimonio. Esther Sáez habla de su encuentro con el Señor. Aquella explosión cambió su vida en todos los sentidos. Ella lo explica así: «Sentí una voz en mi interior, que me dijo: - Esther no tengas miedo. Estoy aquí contigo. Me he clavado en esa cruz que te ha tocado vivir para que nunca te sientas sola. Dios es muy tozudo, me agarró para que no le diera la espalda. No me dejó caer. Siguió pegado a mí, como si me dijera que Él nunca se ha bajado de la cruz. Esto supuso un antes y un después. Ahora estoy convencida de que Cristo nos mira siempre y cuanto más sufrimos, más pendiente está de nosotros. Es como si nos dijera: - Sé lo que estás pasando porque Yo lo pasé antes en Getsemaní. No hay que buscar fuera lo que está dentro. Él estaba dentro de mí». Su vida cambió en lo más profundo. Su testimonio, compartido desde la humildad, sin pretensiones, me conmueve. Ella fue subida a la cruz, sin haber hecho nada. Y en la cruz estaba Jesús esperándola para abrazarla en medio de tanto sufrimiento. Su testimonio vale más que mil palabras. Su viacrucis personal acompañada siempre de Jesús que le dijo que no tuviera miedo. Él no se bajó nunca más de su cruz. Sufrir con paz el dolor siempre me parece un milagro. Una obra del cielo. Porque lo normal es responder con mal al mal recibido. Y actuar con ira al sufrir la ira de forma injusta. O mostrarme violento cuando sufro la violencia de los hombres. Las palabras pueden convencer, lo tengo claro, pero el testimonio arrastra. Cuando explico bien las razones y demuestro tener razón, convenzo. Pero es mi ejemplo vivo el que enamora. Una vida ejemplar. No porque haya realizado gestas imposibles, sino porque he vivido una vida normal, con cruces y dolores, pero de forma extraordinaria. Esther se rebeló contra ese Dios que parecía haberla abandonado. La misma frase que Jesús pronunció desde la cruz la dijo ella: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero luego Jesús le habló en su corazón. Y le dijo que no temiera. En medio del dolor me siento abrumado. Y le grito a ese Dios que me ha dejado sufrir solo lo que no soy capaz de sufrir. No me siento fuerte. Y me rebelo. Dudo de su poder. De su amor hacia mí. Si me amara de verdad. Si de verdad quisiera proteger mi vida. Obras son amores y no buenas razones. Y a veces en mi cruz no veo el amor hecho obra. No siento que Jesús quiera mi bien. ¿Cómo va a quererlo cuando sufro tanto? El testimonio que tiene más fuerza es el del que sigue creyendo después de haber sentido que Jesús no estaba en el momento en el que más lo necesitaba. En el abandono. En el anonadamiento.
El otro día leía una de esas frases del pensar positivo: «Confía, lo mejor está por venir». Y me dio algo de luz. Lo mejor. Lo que sueño y deseo. Lo que anhelo. Lo que aún no poseo. Reconozco que lo que acarician ahora mis manos ya es muy bueno. No sé si es mejor que otras cosas. Es un regalo ya en el presente. Pero yo me comparo. Siempre con el que está mejor. Rara vez con el que sufre más que yo. Miro al que triunfa, cuando yo he fracasado. Al que conserva a quien ama, cuando yo lo he perdido. Al que está sano y feliz, mientras yo estoy enfermo. Comparándome, nunca seré feliz. Pienso en esa frase. Me gusta mirar al futuro con una sonrisa. Algo mejor aún está por venir. Algo mejor para mi vida, para la vida de los que quiero. Para la vida de los que sufren. Algo mejor que el sufrimiento y que la muerte. Algo mejor que la soledad y el abandono. No quiero que sea un escapismo. Como si al pensar en un mañana mejor pasara de puntillas por mi presente doloroso. No quiero pensar así. Lo veo de otra forma mucho mejor. Lo mejor está por venir. Mejor todavía. Lo máximo. Lo más grande. Eso me alegra el alma. Pensar así me levanta de donde estoy para subir más alto. Pero sin dejar de vivir el hoy, el presente. Creo que algo así vivo en la Semana Santa. Comienzo despacio. Apreciando lo bueno de la vida de Jesús. El presente de esos días está lleno de luz. Hay temores que enturbian el alma. Es cierto. Miedo a morir. Miedo a sufrir. Miedo a que se acabe el presente que es tan bueno. Que tiene tanto valor. ¿Lo mejor es la cruz, la muerte y el dolor? No, es cierto, no puedo verlo como lo mejor. Es verdad que tampoco puedo cambiarlo. Es así. Beso el madero de la cruz. Acepto mi dolor. Pero eso no es lo mejor. Lo mejor es la luz y la vida que están por venir, detrás de la muerte en la cruz. Cuando se ha cerrado la noche. Y ha expirado Jesús su último aliento. ¿Y en mi vida? A veces creo que lo mejor está por venir e intento eludir enfrentarme con mi dolor presente, con mi cruz. Espero que algo pase. Que venga alguien a mi vida y le dé luz. Confío en un pequeño milagro de esos que no son tan grandes. Sólo uno pequeño. Y me lleno de una esperanza extraña como queriendo que mi vida se vista ya de resurrección. Antes de tocar el dolor de la muerte del viernes santo. Un entrenador de fútbol dijo después de una derrota: «La derrota es lo mejor que nos podía pasar». Me llamó la atención. Le pagaban para ganar. Perder siempre es malo. Igual que sufrir. O morir. ¿Era lo mejor que estaba esperando? Tal vez se refería a que en ocasiones una derrota me pone en mi sitio. Me hace más humilde y me anima a cambiar cosas para mejorar. Y una victoria tras otra puede adormecerme y relajarme pensando que siempre va a ser así. Me quedé pensando. Quizás lo mejor no tiene el color que espero, o la forma soñada, o no es precisamente lo que hoy imagino como mejor. ¿Mejor para quién, bajo qué mirada? Depende de la mirada. Muchas veces eso que no veo como lo mejor es lo que acaba sacando lo mejor de mí: «Es terrible cómo la escoria de nuestro yo echa a perder lo mejor que hacemos por los motivos aparentemente más nobles. A través de las pruebas y las dificultades de esta vida, nuestras almas deben ser purificadas de algún modo de esa escoria del yo»[1]. La cruz y el sufrimiento pueden sacar lo mejor de mí. Me duele sólo de pensarlo. Pero es verdad que mi ego es muy grande. Mi orgullo no deja que salga lo mejor que hay en mí. Me hace frágil y débil. Me hace sentirme por encima de muchos. Mi vanidad no saca la mejor versión de mí. Saca la versión más pobre, la más inmadura. Me siento poderoso. Sólo cuento mis victorias. No hay derrotas. Escucho de nuevo: Lo mejor está por venir. Y sé que va a sacar la mejor versión de mí. Esta forma de pensar me hace más sabio. Así no creeré que siempre va a ir todo bien. Es mentira. Sufriré la cruz. Pero sé que del dolor que venga voy a sacar lo mejor.  Y sé que todo lo que viva me va a hacer mejor persona, más humano y más de Dios. Puedo ser mejor de lo que soy ahora. No quiero perder nunca esa esperanza. «Produce una inmensa tristeza encontrarse con jóvenes, incluso inteligentes y dotados, en quienes parece haberse extinguido el deseo de vivir, de creer en algo, de tender hacia grandes objetivos, de esperar en un mundo que puede llegar a ser mejor también gracias a su esfuerzo»[2]. Puedo ser mejor cuando vivo el crisol de la cruz y de la prueba. En medio de la carencia y la pérdida. Allí donde me siento más triste y abandonado. Allí tiene sentido todo lo que vivo. Lo mejor está por venir. Tiene razón entonces esa frase. Dios no quiere que sufra, sólo quiere que sea feliz. En mi dolor, Él está a mi lado y saca lo mejor de mí, si me dejo hacer. Confío en todo lo que Dios puede hacer conmigo si me entrego, si me abandono, si no me bajo de mi cruz.
¡Qué importante es tener claro a quién seguir en esta vida! ¿Cuál es el modelo que imito? ¿Quién es aquel que representa valores que me parecen irrenunciables? Decía Enrique Rojas hablando del liderazgo hoy: «Un buen padre vale más que cien maestros. Y una buena madre una universidad doméstica. Educar es acompañar, encauzar. Faltan modelos de identidad sanos. Referentes que uno diga yo quiero parecerme a esta persona cuando sea mayor. Una persona sólida que tira de nosotros. Líder significa el que va delante abriendo camino». ¿A quién sigo? Una mañana me levanto viendo a alguien como modelo. Pero me defrauda por algún motivo. Por lo que dice. Por lo que hace. No me convence y busco a otro. En la vida pública faltan modelos fiables, coherentes, con ideas sólidas, con una forma de vida ejemplar. Es tan difícil. No sé a quién acabo siguiendo. Al primero que destaca en algo. O hace bien alguna cosa. Y me planteo ser como él. Tal vez haya hoy una crisis de liderazgo. Faltan personas firmes, sólidas. Faltan padres sólidos en los que anclarse. Y madres estables y presentes en la vida de sus hijos. Y cuando faltan esos anclajes familiares, ¿dónde se puede buscar la seguridad? A lo mejor fallamos como padres, como educadores, como maestros. Y no hay figuras sólidas a las que poder seguir. Puede que los padres hayan saciado el alma de sus hijos. Están satisfechos con todo lo que tienen. Están apáticos, sin ganas de luchar y esforzarse: «¿Es culpa nuestra el que nuestros hijos tengan más cosas que deseos? Tal vez sí, dado que, como padres, les hemos privado de la gran experiencia de la carencia y la posterior conquista, del placer de disfrutar»[3]. Quiero ser para otros un camino a seguir. Parece demasiado grande. Que cada uno siga su propio camino, pienso con egoísmo. Es más duro pretender marcar una ruta. Y ser coherente a la hora de seguir ese camino. Es más fácil hacer lo que yo quiero. Y pensar que todo vale, todo es posible. Y no soy responsable de nadie. Tal vez es eso. Me cuesta mucho hacerme responsable de otros. Miro a S. José fiel en su camino. Responsable de María y de Jesús. Fiel en la noche de las dudas, cuando el alma se agita y se turba. No es un héroe capaz de todo. No quiere serlo. Se reconoce débil. Pero sí es un hombre fiel, sólido, estable. Un hombre capaz de decir que sí, sin dudar, sin temer. No se siente capaz de todo, pero está lleno de confianza al mirar a Dios. Como un niño que se abre al misterio de lo imposible y confía. Y se hace responsable de la vida que acepta como propia. Y no desiste ante los primeros contratiempos que encuentra en el camino. Miro a S. José. Y pienso en las personas que para mí han sido importantes, me han marcado un camino, han sido rocas en las que me he podido apoyar para no perder el rumbo. Y pienso también en mí mismo. En mi paternidad. En mi responsabilidad. Y en la debilidad de mi alma. En medio de las dudas y los miedos. Necesito aprender a confiar. Dios puede hacer firme mi corazón afligido. Puede ahondar en mi alma enferma y hacerse roca allí. Miro a Jesús que entra en Jerusalén este domingo. Y trato de disuadirlo, me turbo. Quiero que no se fíe, se lo digo al oído. No quiero que sufra, ni que muera. Tampoco quiero sufrir yo, ni morir yo. El otro día leía: «La llave del tesoro no es el tesoro, pero si entregamos la llave entregamos el tesoro. La cruz es una llave especialmente valiosa, aun cuando parezca una locura, un motivo de burla, un escándalo. Nos gustaría ser felices y vivir en un mundo de paz sin pagar ningún precio a cambio. La cruz es un misterio asombroso. Es el signo del amor infinito de Cristo por nosotros»[4]. Me duele seguir a Jesús en medio de una ciudad de Jerusalén llena de ruidos, de violencia, de gritos. Me asusta, tengo miedo de la cruz. Cuando huelo la tensión sigo un camino diferente. ¿No es cierto que me cuesta enfrentar las tensiones? No quiero ni la violencia ni la muerte. Y a veces desisto de seguir los pasos de Jesús. Se adentran demasiado entre esas callejuelas de Jerusalén. No cuenta con protección. Está indefenso. ¿De dónde saca tanta paz? No lo entiendo. Pienso que Jesús es imprudente. Un líder imprudente. Un padre insensato. Puede morir. La cruz es un misterio demasiado farragoso. Una llave imposible. Prefiero llevar una vida fácil. Me atraen súbitamente líderes más prudentes, más cobardes también, no lo niego. Capaces de transar con la comodidad, con la vida fácil. Capaces de adaptarse al color del ambiente que les rodea. Como un camaleón que toma el color del lugar en el que se encuentra, para pasar desapercibido y guardar su vida. No quiero seguir a un héroe que se juega la vida por un ideal elevado e inalcanzable. ¿Qué sentido tiene? Mejor seguir viviendo. Aunque no llegue al lugar con el que antes soñaba. Renuncio a mis sueños. Lo pienso mejor. Me detengo. ¿A quién sigo? Me dan miedo las altas cumbres en las que la seguridad no es un valor tan importante. ¿Soy tan libre como para estar dispuesto a perder la vida? Me da miedo que mi líder sea Jesús. Tan insensato. Tan imprudente. Yo me acomodo en mi liderazgo. No exijo porque no quiero que me exijan. No aspiro a las grandes cumbres. Me da miedo ser así. Caer en la comodidad y aburguesarme. Me asusta ser mediocre. Ese miedo a vivir empantanado buscando satisfacer sólo mis deseos. Quiero asumir las responsabilidades que Dios me confía. Decido seguir a Jesús. Sé que otros lo seguirán en mí. Así se contagia el cristianismo. Por envidia. Deseo vivir como tú vives. Por eso te sigo. Hasta donde vayas.
Siempre me impresiona la multitud de este domingo reunida a las puertas de Jerusalén. Una muchedumbre que aclama a Jesús: «Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: - Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Hosanna en el cielo!». Al pensar en ellos me entra la curiosidad. ¿Quién se reuniría ese día para aclamar a Jesús? Imagino que sus discípulos. No sólo los doce, sino ese grupo más amplio de seguidores que acompañaban a Jesús. Hombres y mujeres. Estarían su madre y los más cercanos. Imagino que también estarían los que habían sido curados por Jesús. Estaban agradecidos. Sus amigos de Betania, Lázaro que hacía sólo unos días había vuelto a la vida. Tal vez algunos fariseos como Nicodemo o José de Arimatea que habían optado por reconocer a Jesús como Mesías y creían en Él. Tal vez habría otros que, entusiasmados con la resurrección de Lázaro, esperaban la liberación de Israel. En esta entrada se esconde un deseo tan humano. Hay descontento en el alma y creen en Jesús, en su poder. Es fácil movilizar a una masa de hombres descontentos. Jesús parecía ser la persona indicada para conducir hacia la liberación definitiva. Un líder verdadero. Hacedor de milagros imposibles. Con palabras llenas de verdad y sabiduría. Tenía fuerza y tenía a Dios de su lado. Era su hijo. No podía fallar. ¡Cuántas expectativas tiene el corazón humano! No me cuesta mucho distinguir a esta muchedumbre de la del viernes. La que pide su crucifixión está encabezada por fariseos y otros judíos que veían en Jesús un blasfemo, un estafador, un mentiroso, un farsante. Merecía la muerte ese hombre que decía ser Dios. Y nadie es Dios en la tierra. Jesús también habría defraudado esos días a los que esperaban a un hombre fuerte y lleno de valor. Ante Jesús, flagelado, silencioso, frágil después de la noche del jueves en una cisterna, Barrabás se dibujaba como el hombre fuerte. El descontento del domingo veía en Jesús un liberador. Ahora sólo ve en él un farsante. Es fácil cambiar de opinión. El descontento cambia el objetivo con facilidad. Jesús no había estado a la altura. A lo mejor Barrabás podría hacer algo más. Y si no él otro mejor. No importaba. Muchas veces me veo yo mismo llevado por la masa. Hoy pienso una cosa. Pero si la masa grita fuerte me tienta cambiar de opinión y pensar de otra manera. Digo que estos son mis principios, pero si luego la presión de la masa es muy fuerte, los cambio. No importa. Decía el P. Kentenich: «En nuestros días resulta ya bastante difícil llevar una vigorosa vida interior detrás de los muros protectores de un convento. Y más difícil lo es para el hombre maduro que está en medio de la vida civil. Ahora bien, nosotros no somos ni miembros de una orden religiosa conventual ni personas ya maduras. Las tormentas e ímpetus de los años juveniles aún no acaban de apaciguarse en nosotros, y nos impulsan violentamente a sumarnos al estilo de vida de la masa»[5]. Me da miedo masificarme. También puedo caer en esa masificación en el campo de la fe. Hago las cosas porque todos lo hacen. Voy a comulgar para no desentonar. Hablo de Dios como hablan otros, aunque yo no tenga una profunda experiencia de su amor. Me puedo masificar siguiendo a Jesús. Como esos que lo aclaman el domingo de ramos pensando que va a liberar al pueblo. No entienden por qué lo aclaman. No lo conocen de verdad. Pienso en María ese día. Ella estaría mirando conmovida. Sabía que no iba a ser fácil esa Pascua. Temía la muerte de su hijo. Se conmueve al ver el amor sincero de muchos. Le duelen aquellos que canalizan su descontento poniendo sus esperanzas en Jesús. Algunos más como María se mantuvieron firmes el viernes santo. Los más cercanos, los que más amaban a Jesús. No se dejan llevar por el éxito aparente. No les defrauda Jesús. Es necesario que purifique mi fe a veces tan inmadura. Paso de un extremo al otro según se van dando las cosas. Como hoy cuando Jesús entra aclamado. Y dentro de unos días sale humillado de Jerusalén camino a la cruz. La masa es fácilmente manejable. Sobre todo cuando hay descontento. ¿Estoy yo descontento? ¿Cuáles son los motivos de mi frustración? A veces la tristeza me vence. Me dejo llevar. Y me tientan las alegrías pasajeras que levantan el ánimo. Temo ser demasiado fácil de manipular. Miro en mi corazón mis convicciones. Busco mis principios firmes. No quiero dejarme llevar por la masa. A veces caigo. Pienso como piensan los demás. Descalifico o alabo dependiendo del sentir de la masa. Me visto de una determinada manera para no desentonar. La masa es un grupo que me protege. No quiero salirme del molde para no llamar la atención. Es fácil dejarme influir. ¿Tengo ideas firmes en mi alma? ¿O se construyen mis principios sobre la arena de la playa? Las tormentas se lo llevan todo por delante. No dejan nada de todo aquello en lo que creía con firmeza. Me pasa con mis sueños de juventud. Pienso en el idealismo que movía mi alma. Recuerdo la fuerza de mis convicciones. ¿Qué ha pasado ahora? Tal vez me dejo llevar por los peligros que señala Enrique Rojas: «Un hombre liviano. El ser humano sin sustancia. Con cuatro grandes notas: hedonismo, consumismo, permisividad y relativismo. Todo depende de la óptica. Un hombre sin referente». No quiero ser liviano. No quiero pensar hoy de una forma y mañana de otra, dependiendo de lo que me suceda. Me gustan las personas de una pieza, sólidas. Son siempre una roca firme. Lo que piensan hoy lo subscriben mañana. Lo que hoy defienden como central en sus vidas, mañana sigue siendo un pilar en su camino. Me dan miedo los que cambian de opinión dependiendo de quién tiene el poder en cada momento. Se adaptan. Se dejan llevar por el pensar mayoritario. Tanta vulnerabilidad me asusta.
Jesús entra en Jerusalén montado en un borrico prestado: «Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: - Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: - El Señor lo necesita y lo devolverá pronto». Es la aparente victoria de un rey montado en un pollino. Es la pobreza de un rey que no entra con sus huestes montado a caballo. Entra humilde. No parece que vaya a cumplir las expectativas. Muchos esperan ese día que Jesús establezca su reinado definitivo. No quieren oír hablar de derrotas, ni de fracasos. Han sufrido quizás ya muchos reveses en sus vidas. Ahora han apostado a caballo ganador. Jesús no puede fallar. Ha hecho milagros prodigiosos. Lo último resucitar a un muerto. Alguien así no puede tener miedo a morir. Es invencible. Nunca será la muerte el final. No puede ser derrotado. ¿Cómo no creer en un líder tan poderoso? El poder siempre atrae seguidores. Es muy goloso. Porque cuando tengo poder o estoy cerca del que lo tiene sé que puedo conseguir casi todo lo que deseo. Pierdo el miedo a la derrota. No puede fallar aquel en quien confío. Arthur Ashe, jugador de tenis y ganador en Wimbledon, escribe cuando se está muriendo de sida: «¡Los dolores te mantiene humano! ¡El fracaso te mantiene humilde! Sólo la fe te mantiene en marcha. A veces no estas satisfecho con tu vida, mientras que muchas personas de este mundo sueñan con poder tener tu vida. Un niño en una granja ve un avión que le sobrevuela y sueña con volar. Pero, el piloto de ese avión, sobrevuela la granja y sueña con volver a casa. ¡Así es la vida! Disfruta la tuya». Muchas veces estoy descontento con lo que tengo. Y sueño con que venga alguien y lo cambie todo. Haga realidad mis sueños de grandeza y aleje de mí la enfermedad, la derrota, el fracaso. Y cuando no ocurre así me lleno de rabia, de ira, de frustración. La ira no me hace bien. Me enferma por dentro. La rabia ante la frustración me hace infeliz. No siento que mi vida sea plena. Me comparo. Me lleno de rabia. Y no soy feliz con lo que tengo. Por eso tantos se vuelven buscando en Jesús la esperanza para sus vidas. Por eso yo mismo me frustro y busco en otro lugar fuera de mí la salvación que espero. Y no tengo tanta fe en un Dios impotente montado en un pollino. Su debilidad me incomoda. Imposible que venza.
El domingo muchos apoyan a Jesús y lo aclaman con ramos y cantos. Pero días más tarde, el jueves santo, al caer la noche, lo dejan solo. Jesús experimenta entonces la soledad más absoluta: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Sufre el abandono, el anonadamiento. En el dolor de tanta soledad se encuentra a solas con su Padre. Y en su corazón vive lo que explica el profeta: «El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado». Suelta las amarras de su vida. Se entrega por entero sin oponer resistencia. Y en ese abajamiento sale Dios a su encuentro: «No hizo alarde de su categoría de Dios; tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Fue sometido a una muerte ignominiosa. A una cruz dolorosa. El desprecio, el abandono, el olvido. Había hablado con palabras llenas de sabiduría. Había curado enfermedades incurables. Se había negado a sí mismo por amor. Y a cambio recibió sólo el olvido y el desprecio. «Crucifícale». Y la soledad de una noche en una cisterna, en la casa de Caifás. Su última noche. Pedro lo siguió hasta esa casa. Luego lo negó. Su madre, las mujeres, se mantuvieron fieles. Estaban cerca, llorando. Tantos prometieron fidelidad eterna y no fueron capaces de mantenerse firmes. No es sencillo. En medio de la cruz es cuando compruebo la profundidad de mi fe, su madurez. Cuando todo transcurre a un ritmo cadencioso nada temo. Mi fe me sostiene. Cuando no entiendo, en medio de cruces injustas e inhumanas. En esos momentos de soledad profunda a mi fe sólo le quedan dos caminos. O crece y madura en medio de la prueba. O se quiebra para siempre y dejo de creer en ese Dios que me ha abandonado y me ha dejado solo. Ha preferido a otros antes que a mí. Pienso en los anonadamientos que he sufrido. Anonadarse es hacerse nada. Dejar de ser importante. Sufrir la humillación y el olvido. El desprecio y la crítica. ¿Lo he experimentado? ¿Estoy preparado para sufrir el olvido y el odio injusto? Creo que no. Nunca estoy preparado. Poder pasar del domingo de ramos al viernes santo es difícil. Hace falta una gracia especial en el alma. Una fuerza que venga de lo alto.
Hay alegría sincera el domingo de ramos: «Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos, y Jesús se montó». Los que quieren a Jesús de verdad se alegran al verlo entrar aclamado. Es la fe en el hombre que ha resucitado a un muerto. Es la alegría pasajera de un momento. Unos ramos, unos gritos de alabanza, una fiesta poco duradera. Pronto pasará la efusividad de ese día. Los días siguientes hasta el jueves serán días normales. Por la mañana va al templo a predicar. Por las tardes va a orar al monte de los olivos. Por las noches regresa a Betania a descansar con los suyos. Del Templo al Monte. Del monte a Betania. Y de ahí de nuevo al pueblo, a dar la vida. La tensión aumenta en Jerusalén. Hace días que planean su muerte. Pasa la euforia del domingo. Parece que Jesús no va a imponer su reino en medio de los hombres. Un reino definitivo que acabe con la opresión de los romanos, con la injusticia. Tantos lo esperan. Jesús sólo echa a los mercaderes del templo. Y sigue predicando a la luz del día. ¿Hará algún milagro? Todo sigue su curso hasta esa cena el jueves santo. Llega la hora. ¿Dónde queda la alegría del domingo de ramos? Desaparecen lentamente la euforia y las expectativas. ¿Qué sentirá Judas que esperaba tanto de Jesús? ¿Frustración? ¿Miedo al fracaso? Jesús no hace nada. No manifiesta su poder. No cambia nada. Todo parece demasiado normal. No hay novedades. Falta una alegría duradera que nada pueda alterar. Eso lo que yo quiero. No me bastan las alegrías cortas. Son importantes, es verdad. Son gotas de agua que calman la sed un momento. Me gusta alegrarme con las cosas sencillas de la vida. Disfrutar de un encuentro. Sonreír ante una puesta de sol, al escuchar una canción, o unas palabras de apoyo. Las alegrías sucedáneas no son la verdadera alegría, pero ayudan. Siempre y cuando no deje de aspirar a una alegría plena en Dios. Decía el P. Kentenich: «El hombre busca instintivamente profundas satisfacciones sucedáneas y, en la mayoría de los casos, se equivoca en su actuar»[6]. A veces busco la alegría en lugares equivocados. La busco fuera de mí y no dentro. Y me esclavizo, dejo de ser feliz. Me rompo en mil pedazos buscando ser feliz. Quiero saborear las alegrías que la vida me da en domingos de ramos. Momentos de paz, de euforia pasajera. Tal vez por cosas pequeñas, o grandes. Pero si sólo me quedo ahí, y no profundizo, acabaré viviendo triste, con amargura, con frustración. Del domingo de ramos quiero llegar al domingo de Gloria. Una alegría plena que sólo Dios me da. Eso es lo que deseo. Acepto las alegrías pequeñas sólo como impulsos, como una ayuda. Pero no pongo mi corazón en ellas. Son pasajeras. Y al acabarse me dejan inquieto, incompleto, en búsqueda. Quisiera que mi alegría plena estuviera anclada en Dios. Me quiero educar en una alegría sana. Las alegrías del camino son pequeñas flores que ayudan a caminar. Pero el alma desea más. No se da por satisfecha con pequeños momentos de domingo de ramos. No bastan. Pero sí me ayudan a vivir. Quiero comenzar la Semana Santa saboreando y agradeciendo mis ramos. Mis momentos pasajeros de paz y alegría. Esos momentos que deseo a veces que sean eternos. Como la entrada en Jerusalén. Pero pasan y mueren. Y permanece el vacío en el alma. Quiero caminar con Jesús pasando por el viernes santo. Y sueño con que Dios me regale una alegría eterna. Una alegría plena que me llene el alma.


[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[5] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

domingo, marzo 18, 2018

V Domingo Cuaresma


Jeremías 31:31-34; Hebreos 5:7-9; Juan 12:20-33
«Había algunos griegos en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe: - Señor, queremos ver a Jesús. Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús»
18 Marzo 2018     P. Carlos Padilla Esteban
«Sigo los pasos de Jesús hacia el Calvario. Me despojo de todo lo que me pesa. Mi pecado, mi apego. Mis sueños egoístas de grandeza. Camino en sus pasos en el vía crucis. Toco su misericordia»
Hay un lugar oculto en su memoria en la que se conecta con la realidad. Súbitamente sonríe y entonces todo parece tener sentido. Como las agujas del reloj roto que parece funcionar al menos dos veces al día. Reacciona a una pregunta. Responde a una sonrisa, o a una carcajada, o a una caricia. Se queda mirándome desde dentro sin que yo apenas sepa hasta dónde me ve. Es como si de repente se abriera una grieta en su olvido y recordara todo, o una parte al menos. Como la luz a través de las nubes que acaban con la tiniebla. Y se ata de repente a la vida presente. Se conecta por un instante que pasa rápido al olvido. Me dice que me quiere sin palabras. En esos momentos vuelve a ser ella misma. En realidad nunca deja de serlo. Me gusta velar sus silencios. Acompañar su sueño. Escuchar sus palabras inconexas. Reírme con sus risas. Y pensar que está, que no se ha ido. Y en sus caricias percibir su amor más hondo y verdadero. La cuido como ella un día cuidó mis pasos. En mis recuerdos prendido yo de su mano. Así son los recuerdos que guardo muy dentro. El corazón se aferra a lo que ha vivido. Y acaricia el presente desgranando pasados. Descifrando un futuro que se hace hoy para caer luego en el olvido. Es la memoria capaz de traerme lo que más quiero. Y al mismo tiempo hacerme vivir de nuevo lo que más he sufrido. No olvida lo que me ha hecho daño. Ni tampoco el daño que yo he hecho. O quizás lo olvida para poder seguir caminando. Leía el otro día sobre la lluvia amarilla que cubre mi pasado: «El tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos. Pero hay hogueras que arden bajo la tierra, grietas de la memoria tan secas y profundas que ni siquiera el diluvio de la muerte bastaría tal vez para borrarlas. Uno trata de acostumbrarse a convivir con ellas, amontona silencios y óxido encima del recuerdo y, cuando cree que ya todo lo ha olvidado, basta una simple carta, una fotografía, para que salte en mil pedazos la lámina del hielo del olvido»[1]. No sé si recordaré siempre lo que ahora recuerdo. Tengo mala memoria. Y la genética influye. Pero sé que no quiero olvidar las cosas más sagradas, las más bellas. Sé que ella también las guarda, bajo una lluvia amarilla. Una lluvia de olvido. La lluvia amarilla con la que otoño tras otoño el suelo se tiñe por las hojas caídas. No deseo perder las mejores escenas de mi vida. Esas color sepia en las que me recreo a menudo, sonriendo por dentro. Porque me dan alegría. Me gusta recordar los momentos en los que viví el cielo en la tierra. Con una sonrisa. No los olvido. Quisiera egoístamente olvidar lo que me hizo daño, lo que me hizo sufrir. Para que no se repita el dolor que siento. Tal vez es fuerte el miedo a no tener lo que he tenido. Y cuando me falta siento que quisiera una vida más corta, para sufrir menos. O mejor el olvido. Pero tampoco es cierto. Cuando he amado queda una herida abierta que nada cubre. Se abre entre el velo de la ausencia una luz que todo lo llena. Me ato a la vida. Es el recuerdo de haber amado el que sigue vivo. Y así logro seguir amando en un lugar escondido, muy dentro de mi alma. No quiero olvidar nada de lo vivido. Tampoco lo que más me duele. Es verdad que las alegrías me gusta tenerlas más vivas. Pero las ofensas incluso, esas que me han herido, decido no olvidarlas. Guardo cada palabra, cada ofensa, cada agravio. No para guardar rencor, ni para querer vengarme. Eso me hace daño. Tampoco para echarlas en cara, cuando mejor me venga. Eso no me hace feliz. Si las recuerdo es porque son parte de mi vida. Y mi historia es sagrada. Y si un día deja Dios que caiga la lluvia amarilla del olvido sobre mi vida, haciéndome olvidar todo lo vivido. No importa. Habré vivido. Y en algún rincón oculto de mi alma. En ese lugar eterno en el que vivo. Allí no dejaré nunca de ser yo mismo, con mis recuerdos, con mi vida, con la luz de mis pasos. Y no importará tanto el tiempo fugaz en esta vida. Porque mi vida no se perderá nunca en las manos de Dios. Él todo lo recuerda, lo guarda siempre, tiene memoria eterna. Y en Él mi vida, llena de momentos sagrados, estará grabada para siempre. Y el cielo, eso lo intuyo, será un vivir acariciando los momentos de luz de toda mi vida. Pasaré mis manos con cuidado, sorprendido, por las horas de vida que me ha dado. Recorreré el álbum de todos los recuerdos. Agradecido por tanto recibido. Me gusta pensar que los recuerdos son los rayos de luz que guarda el alma. Y aunque parezca un día que me he ido. En la penumbra del olvido. No será así. Porque en el corazón tengo guardada toda la vida que Dios me ha dado. Y allí conecto con Aquel que tanto me ha amado. Y tal vez, por momentos, se abrirá en mi alma una grieta de luz conectándome a la vida. Por un instante. Y se verá muy claro entonces, que dentro de mi alma, sigo amando.
Ya no sé si hay cosas que no me gustan porque son feas o porque me hacen daño. Tiendo a pensar que más bien es lo segundo. Como decía Dostoievski: «Lo contrario de la belleza no es la fealdad, sino la utilitariedad». Lo bello no me hace daño. El ser utilizado por otros, sí que me hiere. Hay cosas que me hacen daño. El mal me duele muy dentro. El mal es feo. El odio, el desprecio, la indiferencia. El maltrato, el abuso, la mentira. Me hacen daño los que calumnian, difaman y juzgan. Los que me quieren utilizar o desean mi mal. O me desprecian con su olvido. Yo también soy feo en mi mentira, en mi odio, en mi ira. Soy feo cuando acuso y hiero. Es mi mentira la que encubre mi belleza, tapa mi bondad, oculta mi capacidad escondida de amar. El otro día una persona me decía que quería estar dispuesta a que la trataran de acuerdo a su verdad. Aunque eso doliera: «No saben cómo soy de verdad, no conocen mis sentimientos más profundos, mis deseos ocultos», me decía conmovido. La apariencia que todos ven. La verdad oculta que pocos conocen. Lo que hago y lo que pienso. Lo que soy y lo que digo. La mentira me hace daño. El mal me hiere. Me oculto en la apariencia. Es la verdad lo que me libera. La belleza me da vida. La verdad es bella. Porque detrás de cada corazón hay belleza. Detrás de la aparente fealdad brota la vida. Esa belleza que nace de la pureza del corazón es la que salva el mundo. Dios está despierto en esa belleza. En mi alma. En mi deseo más profundo de amar. Necesito aprender a ver la belleza debajo de mi pecado, de mi precariedad, de mi carencia. Ver completo a quien no está completo. Como decía la protagonista de «la forma del agua»: «Cuando él me ve no sabe que estoy incompleta. Él me ve como soy». El verdadero amor ve a las personas completas. Ve perfecto a quien mira. Ama en su integridad. Me gustaría aprender a amar así, a mirar de esa forma. Viendo la belleza oculta. La verdad que otros no conocen. Hay personas que parece que no observan. Parece que se despistan. Que están perdidas en su mundo interior. Pero luego aprecio cómo se fijan en lo importante y sus juicios tienen consistencia. Quiero ser yo también así. Fijarme en la vida, en lo bello, en lo bueno de cada persona, en los detalles. Quiero aprender a meditar a partir de lo que ven mis ojos. Más allá de las apariencias. En lo profundo del alma. No me dejo llevar por lo que el mundo piensa. Por lo que otros ven. Miro más hondo. Veo la fuerza interior que mueve el alma. Y sus deseos más verdaderos. Hay tanta verdad escondida que me conmueve. Quisiera yo mirar siempre así y ver la vida oculta que se me escapa a primera vista. Quisiera yo una libertad interior que no tengo para conmoverme con lo bueno que hay en cada uno. Sin rechazar a nadie por su aparente fealdad. Aunque me haga daño al principio. Quiero mirar así mi propia vida. Mirar mi verdad oculta. No quedarme en mi apariencia, en mis cosas feas, en mis mentiras. Quiero aprender a amar mis deseos más profundos y verdaderos. Los que me hacen mejor persona. Los que a veces sólo intuyo. Leía el otro día: «Si el deseo es bueno, conduce a una mayor intensidad de la propia vida, es decir, se constata una mayor constancia, plenitud, creatividad y espíritu de iniciativa a lo largo de la jornada. Se muestra una inesperada belleza, que es la característica propia del deseo»[2]. No sé si mis deseos son todos buenos. No sé si me hacen mejor persona o no. Si sacan lo mejor de mí. Si duran en el tiempo como una verdad irrenunciable. Simplemente son mis deseos. Quisiera que todos fueran buenos. Pero tengo un montón de sueños dibujados en el alma. Alguno algo confusos. Otros me confunden. Es verdad que sé que mis deseos buenos sacan lo mejor de mí. Son realmente bellos. Tienen fuerza. Dan vida a otros. Como el fuego del volcán que enciende el mundo y lo cambia. Todo lo transforma. Así quiero yo que entre el deseo de Dios en lo más hondo de mi ser. Y me transforme. Y calme ese deseo que tengo dentro. Y así no quede nunca insatisfecho y vacío. Porque es lo más verdadero que tengo, ese deseo que Dios ha sembrado en mí: «Los pensamientos del mundo son asimilados fácilmente, pero no duran y acaban dejándole a uno vacío y con mal sabor de boca. Los pensamientos de Dios, en cambio, entran con cierta dificultad, se produce una batalla interior para acogerlos; pero, una vez que han entrado, producen una duradera y profunda paz y serenidad y facilitan las cosas que uno se proponía llevar a cabo, aun siendo objetivamente gravosas»[3]. S. Ignacio lo vivió así en el momento de su conversión. Cuando se adhirió al deseo que dejaba su alma llena de luz y esperanza. Eran deseos de cielo. Que conviven con los deseos de la tierra. Unos me llenan por largo tiempo, siempre. Otros me dejan incompleto. En los primeros está Dios dándome la vida. Sé que lo bello que hay en mí viene de sus manos. Por eso me atrae tanto lo bello. La belleza escondida y verdadera. Esa belleza que me enamora para siempre. Quiero sacar de mí lo que me hace daño, lo feo, lo injusto, lo violento. Y dejar que sólo haya en mí ese deseo de Dios, que trae paz y consuelo. El deseo de amar y de dar la vida. El deseo de entregarme por entero a los que Dios me confía, sin guardarme nada. Me arrodillo conmovido ante la verdad de Dios que descubro en mi alma. Rompo el velo que la cubre. Hoy escucho: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». Me da tanta paz saber que soy pueblo de Dios, propiedad suya. Y que Él es mi Dios. Me alegra saber que tengo su belleza muy dentro, escondida en un lugar sagrado. Su deseo más verdadero me da vida. Confío en que Dios me mira siempre completo. Ha inscrito su ley en mí, su nombre y sabe cómo soy de verdad. Porque me ha creado. Y me ama así, para siempre. No quiere cambiarme, es curioso. Pero quiere que aprenda a amar bien, para hacer felices a los hombres y ser yo así un poco más pleno. Quiere que ame a las personas viéndolas completas. No fijándome sólo en lo que les falta. No resaltando lo que no es bello en ellas. Sino apreciando la belleza que esconden. Su pureza más sagrada. «Desear en este sentido es apostar por aquello que es hermoso y merece vivirse en plenitud. El pensamiento clásico percibía una estrecha conexión entre la belleza, la verdad y la bondad; lo bello atrae por su capacidad de expresar lo que hay en el fondo del ser»[4]. Esa conexión entre la belleza, la bondad y la verdad es la que quiero hacer yo continuamente en mi vida. Unir lo bello, lo verdadero, lo bondadoso. Es lo que hizo Jesús en sus pasos en esta tierra. Miraba el corazón de cada hombre y veía la huella de Dios grabada en cada uno. Miraba su vida y veía todo completo. No pensaba que faltaba nada. Así quiero vivir yo acogiendo en mi corazón, sin poner barreras.
Creo que lo que deseo en lo más hondo de mi corazón es tener paz. Vivir confiado y sin miedo. Amar y saberme amado. Y cambiar así el mundo que me rodea con una actitud diferente. Porque el amor cambia el mundo. Y la forma de hacer las cosas. Quiero despojarme de todo lo que me esclaviza para ser más libre. Porque siento que mis debilidades son obstáculo en ese deseo mío de hacer mejor las cosas, de amar mejor, de hacer crecer a los que quiero. Ese deseo de cambiar el mundo que me rodea. De hacer que aquellos a los que amo sean mejores personas. Me acerco a la Pascua con un corazón humillado. La Cuaresma se convierte en un tiempo de preparación, de transformación, de purificación, de conversión. Hoy escucho: «Todos ellos me conocerán del más chico al más grande cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme». Cuando Dios me perdone todo lo malo y feo que hay en mi vida, tocaré su misericordia y lo conoceré de verdad. Hoy he repetido en el salmo: «Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame». Deseo con toda mi alma que Dios borre mi pecado y no se acuerde más de mi culpa. Que no lo recuerde. ¿Será posible? Sé que Dios tiene una inmensa ternura. Y se compadece de mi fragilidad reconocida y entregada. Mi necesidad de hijo abre su corazón de Padre. Él puede hacerme mejor. He roto la alianza con Dios tantas veces. He prometido cosas que no podía cumplir. He deseado lo que no tenía y me he rebelado contra mi propia suerte. Maldiciendo a ese Dios que me dejaba solo. Y es así que vuelvo una y otra vez a confesar mi pecado. Arrepentido, herido, hundido. Y sello con Él una nueva alianza. ¿Por qué no logro cambiar? ¿Acaso no me ha perdonado Dios todo lo que hecho, todo lo que hago? Deseo un corazón purificado. Un corazón en el que brille el amor de Dios porque ha sido perdonado. Un corazón pacífico que siembre paz, porque ha sido pacificado. Es tan frágil mi voluntad. Tengo intenciones puras. Deseo el bien de los que amo. Amar es desear el bien de la persona amada. No es querer mi propio bien con egoísmo. Es querer el suyo. Un amor así es capaz de renunciar a lo propio, a su camino, por salvar a quien ama y compartir su misma suerte. Es fugaz todo lo que construyo. Pero estoy sembrando para la eternidad que sueño. Reconozco mi culpa y mi pecado. Conozco la debilidad de mi carne. Toco la fealdad de mis mentiras. La Cuaresma me anima a arrepentirme. ¡Cuánto me cuesta reconocerme culpable sin buscar excusas, sin querer justificarme por todo! Busco a alguien más culpable que yo para vivir tranquilo. Casi siempre lo encuentro. Pero no es el camino. Quiero arrepentirme de corazón. Decía el P. Kentenich: «El arrepentimiento no actúa como si lo pasado no hubiese sucedido; como si se quisiera borrar el hecho histórico acaecido. Cuando hemos cometido un pecado, bueno, hemos pecado. Pero el arrepentimiento quita el aguijón a la acción pasada. Cada mala acción es capaz de seguir engendrando un nuevo mal. Esto lo sabe cada uno de nosotros. El arrepentimiento, en cambio, quita al mal esa fuerza engendradora del mal. Por eso debemos suscitar en nosotros un auténtico arrepentimiento»[5]. Quiero acabar con esa rueda de mal en mi propia vida. No dejaré nunca de pecar, lo reconozco. Pero mi arrepentimiento siembra belleza, bondad y verdad en mi vida, y en la vida de los que están cerca de mí. Reconozco mi culpa. He pecado, he sido débil, he deseado el mal, he actuado con mentiras, he faltado al amor recibido, he sido mezquino con mi amor. He juzgado y he condenado. Me he dejado llevar por la ira, por los celos, por la envidia. No hay excusas. ¡Tantos pecados en mi alma! De pensamiento, obra y omisión. Por todos ellos me reconozco culpable y me arrepiento. Sé que la perfección no consiste en dejar de pecar. No pretendo lograrlo. Perfecto es el corazón que se arrepiente cada vez que cae y comienza de nuevo a luchar por construir un mundo nuevo, un mundo mejor. Una alianza nueva surgida desde el reconocimiento de la propia debilidad: «Yo pactaré una nueva alianza». Esta promesa me llena de esperanza. Soy niño, soy hijo. Dios es Padre. Jesús viene a establecer una alianza nueva conmigo desde mi caída. Desde mi pecado. Desde mi verdad. Viene a salvarme para hacerlo todo nuevo desde lo que soy. Esa mirada completa sobre mi vida me gusta. Dios me ve tal como soy. Así quiero ver yo mi vida. No olvido. Pero me perdono. También mis pecados imperdonables. Me arrepiento y tengo misericordia de mí mismo. No es tan sencillo. Pero es el camino al que Dios me llama. Eso me alegra. Seguir los pasos de Jesús hacia el Calvario es sentirme despojado de tantas cosas que hoy me pesan. Mi pecado y mis apegos. Mis sueños egoístas de grandeza. Camino en sus pasos en el vía crucis recorriendo su misma vida. Quiero tocar su misericordia para poder comenzar siempre de nuevo.
Quiero ver a Jesús. Quiero verlo en mi vida, en las dificultades, en las alegrías. Quiero verlo al rezar, al callar, al cantar. Quiero encontrarme con Él en lo más cotidiano de mi camino. Cuando no logre saber el camino. Cuando crea que tengo certezas. Quiero ver su rostro, sus manos, sus pies. Oír sus palabras con su voz clara. En mi alma, muy dentro. Tal vez por eso me conmueven las palabras de esos griegos hoy: «Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: - Señor, queremos ver a Jesús». Quieren ver a ese Jesús famoso, hacedor de milagros, realizador de sueños. Quieren tal vez ver sus signos, o tocar su poder escondido en su manto. Quizás sólo esperan recibir una palabra de sus labios. Una palabra llena de verdad, sanadora. O que sus oídos se abran a sus súplicas. No lo sé. No van directamente a Jesús. Se acercan a uno de los suyos, a Felipe, un intermediario. Quieren verlo y son extranjeros. No son judíos ortodoxos y sabios. No son dignos tal vez, o al menos no se sienten tan dignos como para acercarse. Me impresiona su sentimiento de pequeñez. Están abrumados. No saben si podrán verlo o no. Tampoco el evangelio me lo deja claro. Yo también quiero ver su rostro y no siempre lo veo. También como ellos a veces no me siento digno. Y me escondo con temor o pido que otros me lo muestren. Tal vez temo su reacción al verme. Su ira o enfado con mis caídas. Cuando sepa todo lo que he hecho. O lo que he dejado de hacer por pereza, por desidia. Y me alejo de los que creo que están más cerca de Jesús. Me da miedo su juicio y su condena. Yo creo que soy ciego y no veo a Jesús. Me cuesta ver su rostro, sus huellas en mis pasos. Quiero amar tanto a Jesús que necesito verlo. Sí, ese amor cambiará mi vida. Me hará ciego para todo lo que no sea de Dios. Decía el P. Kentenich: «En la medida en que amo a una persona, dejo de ver el valor de las demás cosas. Si tengo un apego interior muy profundo a Dios y Dios quiere que realice una tarea, ¡qué ciego me volveré entonces para todo aquello que no tenga que ver con esa tarea! Me esforzaré, y realmente de forma seria y esclarecida, por amar más, aunque sólo sea a través de un mayor anhelo. Si todavía no siento tanto afecto por Dios, quisiera tenerlo»[6]. Cuando de verdad amo, lo demás poco importa. Las cosas de verdad importantes serán las que cuenten en mi vida. Las otras no me importarán. Las de Dios tendrán más fuerza y dejarán mi alma llena de deseo. Quiero ver a Dios. Quiero amarlo. Porque a veces siento que me detengo en todo lo que no es Él. Lo busco entre las piedras y me apego a la vida. Como si lo importante fuera lo accidental y no la esencia de las cosas. Me preocupa lo que a todos les preocupa. Y me apasiona lo que al mundo le apasiona. Igual que a todos. ¡Qué pequeño es mi amor! Pero en el fondo de mi alma quiero ver a Jesús. Quiero verlo en todo lo que hago. Ver su huella, su amor, su caricia, su mirada. Escuchar su voz que me dice que está a mi lado. Como hoy la escucha Jesús que está turbado, porque se acerca su hora: «Vino entonces una voz del cielo: - Le he glorificado y de nuevo le glorificaré. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: - Le ha hablado un ángel». En el Jordán Dios lo reconoció como su hijo predilecto y escuchó esa misma voz desde el cielo. También sucedió en el monte Tabor cuando el futuro se cernía gris ante sus ojos. Hoy de nuevo se escucha una voz del cielo cuando se acercan los días de la Pascua. Jesús va a morir, pero su Padre ya lo ha glorificado. Ya lo ha amado. Ya lo ha salvado. Esa voz de lo alto sostiene a Jesús en sus miedos. Yo también quiero ver a Jesús y quiero oír la voz del cielo que me reconozca como su hijo amado. Quiero sentir su abrazo en medio de mis miedos. Quiero saber que va conmigo cada día de mi vida. Levantando mis pies para que no tropiecen. Temo quedarme solo. Me da miedo el sufrimiento, el mío y el de los míos. ¿Quién llorará mi partida? ¿Quién sentirá mi suerte? No quiero tener miedo. Quiero ver su rostro que me asegure hacia dónde van mis pasos. Y que me diga que mi vida merece la pena y que mis esfuerzos tienen un sentido. Mis miedos son menos cuando Dios me dice al oído que me ha elegido para siempre, que me ha amado desde el comienzo del camino. Me siento más seguro así. Como si escuchara las mismas palabras que aparecen en un trozo del recordatorio que escribió Enrico en el funeral de su hijo que tan sólo alcanzó a vivir unas horas: «Vete, amor mío. Vas a ver qué hay detrás de la montaña. Te espera una bonita sorpresa»[7]. Espero una bonita sorpresa al otro lado de la montaña. Cuando Jesús venga a buscarme. Cuando ya no haya motivos para la pena. Y tenga sentido todo lo que he hecho. Pero mientras tanto ese anhelo habita en mi alma. Confío en ese Jesús que camina conmigo a lo largo de mi vida. De forma especial en el tiempo de Cuaresma. Quiero ver a Jesús. Lo quiero ver en los que están más cerca de Él. Y también en los que están más alejados. Jesús me viene a ver en la indigencia del hombre. En su dolor, en su pena, en su angustia. Me habla Dios como a Jesús en medio de su turbación: «Ahora mi alma está turbada». En medio de mi tristeza viene Jesús a verme. Yo quiero verlo, es verdad, pero a veces me ciegan otras pasiones, otros amores. Jesús siempre quiere verme a mí. Viene a mí cuando mi alma está turbada. Viene a mí para levantarme cuando no soy capaz de ver su amor, su sonrisa, su esperanza. Cuando no soy capaz de mirar más allá de la tormenta que detiene mis pasos. Cuando no quiero seguir luchando porque estoy cansado. Quiero tener esa confianza que Jesús tuvo. Y quiero dejarme mirar por Él en medio de mi cansancio. Quiero que venga a verme. Quiero poder verle. Cuando esté turbado.
Hoy Jesús me recuerda que sólo si el grano de trigo muere dará su fruto: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde Yo esté, allí estará también mi servidor». Me inquieta pensar que la muerte da la vida. Que el dolor tiene un sentido que yo no alcanzo a ver. No estoy acostumbrado a morir. Prefiero la vida. Huyo del sufrimiento. Me gusta más guardarme, protegerme, cuidarme. Reservarme para poder darme más tarde, cuando mejoren las circunstancias. Me inquieta la muerte del grano de trigo oculto bajo la tierra. La muerte que pasa desapercibida para el hombre que se queda en la superficie de las cosas. El grano de trigo al morir deja de ser grano. Y se convierte en trigo, en vida, en esperanza. Me asusta morir, pero no puedo quedarme al margen del camino, fuera de la tierra. Decía el P. Kentenich: «María, la gran Mediadora, estuvo clavada espiritualmente en la cruz. (…) También yo quiero colaborar, no quiero escabullirme. (…) Ejercitémonos en el morir manteniéndonos disciplinados. No tenemos mucho tiempo para disputar. Hoy es tiempo de actuar»[8]. Quiero aprender a morir a mis caprichos, a mis gustos, a mis deseos. Morir a mis planes, a mis sueños que anhelan su satisfacción inmediata. Morir a lo que hay en mí de soberbia, de orgullo, de vanidad. A mi deseo de quedar por encima de los demás. Morir a mí mismo para que brote vida de debajo de la tierra y dé mucho fruto. Quiero permanecer clavado como María en el madero. La miro a Ella al pie de la cruz. A Ella que estuvo quieta al pie del dolor de su hijo, de su sangre derramada. La miro con paz mientras su Hijo muere. La miro y la veo firme, arraigada en Dios en ese momento de desgarro. ¿De dónde sacó María su fuerza para seguir esperando? ¿Qué le hizo creer en un final de vida? Sólo el corazón atado a Dios se mantiene firme en la tormenta porque ve más allá de la noche. El corazón de María es así. Es un corazón firme porque ha puesto su confianza en Dios. Sólo en Él confía. No en los hombres. No depende del juicio humano para mantenerse con paz. Su seguridad la encuentra en lo alto del cielo. Y en lo profundo de la tierra. A menudo es mi orgullo el que me puede y vence. Amo esta vida y temo perderla. Amo en la carne y temo morir. Me da miedo que acabe todo lo que amo. Tal vez me falta fe en la puerta que se abre en el costado abierto de Jesús. No quiero morir. Se me olvida que sólo en Jesús, en la vida eterna, seguiré amando, mucho más de lo que aquí amo. Santa Teresita del Niño Jesús escribía a un amigo misionero en China: «Lo que me atrae hacia la patria eterna es el llamado del Señor, es la esperanza de amarlo finalmente como tanto he deseado (…). Pocas horas antes de morir, declaró solemnemente, como si dictara su testamento: - No me arrepiento de haberme entregado al amor (…), ¡oh no, no me arrepiento, al contrario!»[9]. Quiero gastar mi vida amando. Sacrificándome. Entregándome por amor. Quiero gastar mis días siendo fiel a Dios a quien amo en lo pequeño, en lo cotidiano. Muriendo como el grano de trigo. Dando fruto eterno, ese fruto que yo no veré. No tocaré yo la fecundidad de cuanto hago. Poco importa el reconocimiento del mundo. Me gusta pensar en la humildad del grano, de la semilla, que se esconde bajo la tierra y pasa desapercibida a los ojos de los hombres, mientras muere y da fruto: «El signo de la Nueva Alianza es la humildad, lo escondido: el signo del grano de mostaza. El Hijo de Dios viene en la humildad. Ambas cosas van juntas: la profunda continuidad del obrar de Dios en la historia y la novedad del grano de mostaza oculto»[10]. Es la humildad de la muerte la que me impresiona. La humildad del que no pretende ser valorado por lo que hace. Tantas veces busco que me reconozcan. Quiero ser fecundo con mi vida. Deseo que dé fruto. Sin tener que morir en el intento. Pero no funciona así. Jesús me lo dice claro al hablarme hoy de su muerte: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. Y Yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí». Será humillado y Dios su Padre lo enaltecerá. Para que todos vean hacia dónde han de encaminar sus pasos. Atraerá a todos hasta Él. ¡Qué atractiva esta cruz ensangrentada! En ocasiones quiero defender mi honor, mi fama, mi causa. Huyo de la cruz. Busco que los demás entiendan las razones de mi conducta y la aprueben. Pretendo que sepan, que me acepten, que me quieran en mis actitudes, en mis decisiones, en mis pecados. Busco que el mundo que toco, en el que me arraigo, sostenga mi vida. No soy capaz de arraigarme en Dios. Sólo lo hago en el juicio de los hombres. Por eso no deseo la muerte. No quiero que me humillen, que me pisen. Me gusta el éxito y el reconocimiento. La valoración de los hombres. No sé vivir sin el aplauso. Me lo repito tantas veces: El grano de trigo tiene que morir para dar fruto. Y si no muere, se pudre, y no da vida. Eso lo sé. Lo he visto con frecuencia. He tocado tantas vidas infecundas. Sostenidas por el orgullo y la vanidad. Vidas sin sentido que han pasado como el polvo arrastrado por el viento. Y no han dejado huella a su paso. No han dado vida a nadie. No han amado hasta el extremo. El amor es lo que hace que mi vida sea fecunda cada día. Amar hasta el extremo, amar hasta que duela. No es tan sencillo hacerlo sin buscar mi propio bienestar. Me gustaría tener un corazón más generoso. Más capaz de darse por entero. Busco la forma de hacerlo pero me cuesta tanto. Retengo, guardo, espero. No me doy porque me da miedo el dolor que provoca partirme. Me asusta esa soledad bajo la tierra. Ese morir sin que nadie lo aprecie. Espero el reconocimiento como un agua que calma mi sed de infinito. Vanidad, todo es vanidad. Le pido a Jesús un corazón humilde. Sólo así mi vida será esperanza para otros. Como esa cruz que se alza sobre la tierra y atrae a todos hacia Él. La cruz de un condenado a muerte se convierte en signo de salvación y de esperanza. Son las paradojas del amor de Dios.


[1] Julio Llamazares, La lluvia amarilla
[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[5] Sí, Padre. Nuestra entrega filial a Dios, P. Rafael Fernández
[6] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[7] Chiara Corbella, Nacemos para no morir nunca
[8] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[9] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[10] Benedicto XVI, La infancia de Jesús