domingo, marzo 26, 2017

IV Domingo Cuaresma

Domingo laetare
Samuel 16, lb. 6-7. 10-13a; Efesios 5, 8-14; Juan 9, 1-41

«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver»

26 marzo 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Dejo de lado mis prejuicios y las apariencias. Y miro mi futuro con el corazón. Dejo de lado mis miedos y tensiones. Y miro a Jesús cargando con mi cruz a mi lado. Sonrío. Él nunca me deja»

Me gusta mirar a S. José. Detenerme a mirarlo en sus silencios. En su fidelidad callada. En su obediencia humilde. Me detengo y observo su vida sencilla, su entrega constante. José era un hombre justo, un hombre bueno: «José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». A José se le recuerda como el hombre justo. Pasó haciendo el bien como Jesús. Pasó amando en silencio. Me detengo a pensar en su decisión. Iba a repudiar a María en secreto. Para protegerla.
Piensa en ella, no piensa en él. Tantas veces en mi camino me veo pensando en mí. En mi interés, en mi conveniencia, en mi seguridad, en mi fama. Soy el centro. Me importa más mi sufrimiento que el de otros. Busco protegerme para que nadie me hiera. Yo quiero estar bien. No pienso si otros sufren con mis decisiones. José sí lo piensa. Es justo y es bueno. Me gustaría hoy tener esa actitud. Decidir en secreto. No todo tiene que saberse. Hoy todo parece que tiene que ser público. Nada puede quedar escondido. Todo, lo bueno y lo malo. La vida privada. La intimidad sagrada. Todo queda al desnudo de los ojos del mundo. Eso me impresiona con frecuencia. José decide guardar en el secreto de su corazón la vida de María. Que nadie la juzgue ni la condene. Me gustaría ser así. Cuidar y respetar de esa forma a los que pone Dios en mi camino. Guardar su imagen, cuidar su fama, proteger su nombre. Pero muchas veces me veo desvelando secretos, proclamando críticas, juzgando en voz alta, para que todos me oigan. Y me creo en posesión de la verdad. Y me digo que es mejor así, que todos sepan la verdad de los otros. No cuido ni a los que amo. ¡Cuánto me impresiona José que decide actuar en secreto para que María no sufra! Esa decisión dignifica a este hombre justo. Comenta el Papa francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Se regocija con la verdad. Cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría. Se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos». José se alegra con el bien de María, aunque perderla sea para él un mal doloroso. José decide perder a María pero guardarla. Protegerla. Cuidarla al hacerlo en secreto. Comenta el P. Kentenich respecto a esta actitud de respeto: «Que nadie se atreva a ventilar secretos que el alma quisiera guardar cuidadosamente.
¡Cuántos matrimonios y familias sucumben porque a los padres les falta ese respeto mutuo! ¡Cuántas semillas no maduran en comunidades religiosas, por la misma razón! El respeto es de forma permanente el gozne del mundo»1. El respeto sagrado ante el secreto de cada persona, ante la intimidad de cada uno. Pierdo el respeto cuando me dejo llevar y quiero hablar de todo, contarlo todo. José fue un hombre puro, un hombre lleno de respeto ante María, ante Dios. Así escucha a Dios: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor». José respeta a María y respeta a Dios. Obedece en secreto. Se pone en camino. No discute, no se excusa. No busca más razones. Actúa con sencillez. ¡Qué pureza de corazón! Respeta lo sagrado del otro. Es un hombre bueno que busca el bien de aquel a quien ama.
Así es José. Así me gustaría ser a mí. Cuidar lo sagrado de aquel que Dios ha puesto en mi camino.
¡Cuánta alegría ese día en el corazón de José! No tenía ya que renunciar a María por amor. La acogió

1 J. Kentenich, Textos pedagógicos


en su casa. Su misión sería cuidarla cada día. Guardar el secreto que ahora compartían. Ellos como custodios de Jesús. Él como custodio de María. Su sencillez me impresiona. Lo acoge todo. Lo acepta todo. Lo mira todo como un don. La renuncia. La aceptación. ¡Cuánta pureza en su mirada! Eso me toca tanto.

Pienso en José como un hombre manso. Manso para tomar la voluntad de Dios en sus manos y cambiar de planes. Miro a Jesús camino a la cruz y me impresiona su mansedumbre. ¡Qué difícil ser manso muchas veces! El corazón se rebela cuando alguien quiere imponerme su opinión, su decisión. El orgullo en el alma es fuerte. Es bueno ser orgulloso. Siempre lo valoro. Si no tengo orgullo no lucho por lo que quiero. Es importante saber lo que anhelo y caminar en esa dirección. Sin orgullo no hay lucha, no hay entrega, no hay futuro. Pero quizás a veces tengo que dejar de lado mi orgullo enfermo. Ese orgullo que me hace pensar que siempre tengo razón. Y quiero imponerles a los demás mi forma de ver las cosas. Conozco alguna persona obsesiva que no cesa hasta que se hace lo que él desea. Al final lo que consigue es quedarse solo. El orgullo enfermo me aísla. Hace que nadie quiera estar conmigo porque a mi lado no es posible pensar de forma diferente. No quiero caer en ese orgullo desequilibrado. Ese orgullo insano. Ese orgullo que esconde tal vez un sentimiento de inferioridad.
No lo sé. Ese orgullo no me hace bien. Me vuelve intransigente. Me aleja de las personas. Quiero suplicarle a Dios que venza en mí el orgullo. Ese anhelo de independencia, de marcar yo los caminos, de dirigir yo mi vida y la vida de los otros. No quiero organizarle la vida a nadie. Quiero ser más humilde, más manso. Acoger en mi vida la voluntad diferente a la mía como una insinuación de Dios. No cerrarme en mi rigidez al vuelo del Espíritu. Le pido a Dios que me haga manso. No es lo mismo ser manso que ser blando. El hombre manso es un hombre fuerte y firme. Comenta el P. Kentenich:
«El heroísmo de la mansedumbre no se aprende por nuestros propios medios. Hay personas que son blandas de nacimiento. Pero no confundamos blandura con mansedumbre. Ser mansos significa también ser valientes y asumir responsabilidades inherentes a la maternidad y la paternidad. El Espíritu nos ayudará a hallar el justo medio en la mansedumbre»2. Un hombre manso no se deja llevar por la corriente. Por eso quiero tener mi corazón anclado en lo alto. Y con hondas raíces en la tierra. Para no dejarme llevar por el viento como una hoja, de un lado a otro sin ningún control. La mansedumbre no es debilidad. Es fortaleza. El hombre manso tiene raíces profundas, tiene su corazón bien asentado en tierra firme. Es roca el hogar en el que descansa. La mansedumbre y la docilidad son un don de Dios, una obra del Espíritu Santo en mi alma. Muchas veces quiero crecer, sanarme, ser más de Dios. Pero solo no puedo.
Necesito el Espíritu: «El Espíritu Santo viene a curar lo que esté enfermo en nosotros, a flexibilizar lo que se haya endurecido. Si tuviésemos que realizar nosotros solos esa tarea, no lo lograríamos; incluso desistiríamos de intentarlo»3. El Espíritu vence mi orgullo, mis durezas, mis corazas. Con el Espíritu aprendo a doblegarme al querer de Dios. ¡Cuánto me cuesta ser dócil ante Dios! Y es verdad que también me cuesta mucho serlo ante los hombres a los que veo. No soy dócil. Quiero imponer mi opinión siempre, que prevalezca mi criterio, que se haga realidad mi deseo. No acepto los cambios de planes. No me doblego fácilmente porque me pesa el orgullo. Quisiera ser un hombre manso. Para poder seguir a Dios con alma de niño. Ser manso es verdaderamente heroico. Es un don de Dios porque mi reacción ante lo que no quiero suele ser fuerte. A veces mi voz se eleva. Mis gestos son elocuentes. Me lleno de rabia en mi corazón. Mi rostro habla por mí aunque yo calle. Expresa todo lo que siento. Ser manso como Jesús llevado al Calvario es un ideal que anhelo. Manso cuando cargo con el madero de la cruz como Jesús, en silencio. Sin defensa en el juicio. Sin resistencias ni quejas. Quiero ser como Jesús, un cordero llevado al matadero. El silencio manso de Jesús siempre me conmueve. Se me rompe el alma al verlo sufrir. También a Jesús se le rompía el alma cuando veía el sufrimiento de los hombres. Ahora camina hacia la cruz con mansedumbre. Su voz guarda silencio ante las acusaciones injustas. No hay defensa. No hay rebeldía en el corazón. Quiero ser manso y humilde para escuchar la voluntad de Dios y hacerla mía. Necesito aprender a escuchar. El Papa Francisco decía hace poco:
«Una de las peores enfermedades de hoy es la poca capacidad de escuchar. Como si tuviéramos los oídos tapados. No hay diálogo. Se empieza a dialogar con el oído. Oídos abiertos para escuchar. La lengua en segundo lugar. El oído va primero». Quiero guardar silencio para saber lo que tengo que hacer. Una persona me decía

2 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
3 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


que llegaba al santuario y no dejaba de hablarle a Dios. Oraciones hechas. Repetidas. No había silencio. No lograba escuchar. Quiero callar para obedecer. Entender los gritos del Espíritu en mi corazón. Menos palabras y más silencios. ¡Cuánto me cuesta dejar de hablar!

Me gusta pensar en la alegría de este domingo ya cercano a la Pascua. El domingo «Laetare» está al final del camino de la cuaresma y en él se vislumbra ya la luz de la Pascua. El corazón se regocija porque ya ve cerca la vida, la resurrección, la esperanza. En la cuaresma, días antes de la pasión, el corazón se alegra al ver la luz de la Pascua. Y entiendo estas palabras: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz». Cristo muere. Pero nos da la vida en la resurrección. Esa esperanza llena el alma. Su luz es mi luz. Soy hijo de la luz. Mi oscuridad se llena de luz. Pero es verdad que me asustan la muerte, la enfermedad, el dolor. Y me reconfortan la vida, la luz, la esperanza. El corazón se alegra cuando ve que la victoria llega al final. Una victoria para siempre. Un sí eterno. Entonces tienen sentido el camino, el sufrimiento, la pérdida o el fracaso. Se ve la verdad de las cosas de cerca y se alegra el alma. Me lleno de paz cuando voy más allá de las apariencias de las cosas y miro en lo más profundo, en lo más secreto, en lo más guardado. Cuando dejo la superficie. Una vez leí un cuento de un pez que vivía en la superficie del mar. No sabía que existía una profundidad llena de plantas, de vida, de corrientes peligrosas. Él pensaba que el mar era eso, esa superficie que dominaba, donde todo estaba controlado. A veces intentó bucear pero le daba miedo, porque había mucha oscuridad y el mar lo llevaba donde él no quería ir. Y por culpa de su miedo no conocía los corales y no sabía lo que era nadar a merced del mar. No conocía lo oculto en lo profundo, porque vivía en lo seguro de la superficie. Cuentan que un día se arriesgó y conoció el mar y su hondura, y se reconoció como pez de océano, no de charca. Mereció la pena la aventura de meterse dentro, muy dentro. De explorar lo desconocido. Sufrió, pero conoció el mar. Hoy quiero aprender esa lección para mi vida. Aprender a mirar con el corazón, lejos de la superficie, en lo más hondo. Dios le dice a Samuel: «No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón». Dios no se queda en la apariencia, ve el corazón, elige mirando lo profundo. No juzga por fuera, sino por dentro. Yo a veces me quedo en la superficie de las cosas. Juzgo y creo opiniones a partir de una impresión superficial y vaga. Lo hago así sin conocer en profundidad a las personas, el mundo. Las juzgo por fuera. Si me acercara más a la vida no sería capaz de juzgar superficialmente. Cuando el corazón se involucra pierde la perspectiva y ya no es posible el juicio. Conoce a la persona más en profundidad y no es capaz de decir algo superficial sobre ella. Es más cauto. Lo sé. Si me acerco no juzgo. Si me quedo lejos juzgo. Si miro con el corazón comprendo mejor el misterio, y me asombro, y me admiro. Cuando me acerco con un respeto sagrado, no mirando de forma superficial la vida, veo la verdad de los demás y veo a Dios en ella. Profundizo, me arriesgo, me involucro. Creo que mi alegría es más verdadera cuando más me comprometo con las personas, cuando más aprendo a amar, cuando más pongo el corazón en lo que hago, en lo que digo, en lo que veo. Cuando no me quedo fuera mirando la vida con miedo, con respeto excesivo, con precaución. Retenido por mis juicios infundados. Asustado por no querer perder mi autonomía. ¡Cuánto me cuesta juzgar las cosas con un criterio adecuado! Decía el P. Kentenich: «Grande es nuestra ceguera a la hora de juzgar el valor de las cosas. Muchas veces lo que una vez amamos resultó ser al final una banalidad. Y lo que quizás rehuimos, eso era precisamente lo sublime, lo realmente válido para la vida. ¿Quién podrá librarnos de esa confusión? Quien esté convencido a fondo de la debilidad de su naturaleza comprenderá que hace falta una amplia intervención del Espíritu Santo»4.
Reconozco mi debilidad para juzgar, para mirar en profundidad las cosas. Juzgo y me confundo. No sé mirar con el corazón. Siempre recuerdo las palabras del zorro al principito: «Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos». Creo que hace falta una mirada especial para poder alegrarme en medio de la cruz, en medio de la pérdida y del dolor. Me confundo. Mi mirada no ve lo invisible. No sé apreciar la belleza oculta en las cosas que me rodean. Me fijo sólo en la amargura de mi pérdida. En el dolor de las injusticias. Este domingo es una invitación a mirar mi vida con el corazón, en profundidad, sin quedarme en la superficie ni en las apariencias. ¿No tengo motivos para estar alegre y agradecido por lo que tengo? ¿No hay más razones en mi vida para la alabanza? Aún en medio de persecuciones y dolores quiero sonreír. Aún en medio de la oscuridad del camino quiero

4 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


ver la luz. Aun cuando la barca sea movida por la tormenta tengo razones para confiar porque Dios calma el mar. Y puedo confiar en la fuerza de Dios que logrará levantarme de nuevo. Quiero alegrarme con una alegría madura y no ingenua. Una alegría honda del que sabe que su vida descansa en la palma de Dios. Siempre me gusta pensarlo así. Mi vida no la conducen los hombres. Aunque sean ellos los que influyen con sus decisiones, con sus actos, con su libertad, con su pecado, con su amor y su desamor. Ellos influyen en mi camino. Lo entorpecen. Lo facilitan. Lo frustran. Lo hacen posible. Pero es Dios al final el que me sostiene en medio de mi camino. Estoy solo delante de Él. Solo sostenido en sus manos. Le pertenezco por entero. Él es mi lugar de descanso. En sus manos recobro la vida. En su corazón me sé amado de forma incondicional y para siempre. Es la verdad de mi vida. Él es lo más auténtico que poseo. Lo más secreto. Lo demás es sólo apariencia, superficial. No está en mis raíces. Creo a veces que mi felicidad la determinan los otros con sus actos y omisiones. Con su amor o con su odio. Pero no es así. En medio de mi vía crucis cargo manso con mi cruz. Pero sé que siempre puedo sonreír y mirar la esperanza que brilla en la oscuridad. Puedo mirar con mi corazón. Y entonces descubro colores ocultos. Razones escondidas. Bellezas apagadas en la apariencia de las cosas. Quiero pedirle a Dios la gracia de sonreír. ¿Qué provoca mi tristeza? Levanto las manos a lo alto. Levanto mi mirada a Dios. Confío siempre en el poder de su amor. No puedo seguir temiendo que los demás me roben la sonrisa. No puede ser. Me resisto. Mi sonrisa puede salvar a otros. Quiero aprender a mirar a las personas con el corazón. Dejo de lado mis prejuicios y las apariencias. Y miro mi futuro con el corazón. Dejo de lado mis miedos y tensiones, tengo paz. Y miro a Jesús cargando con mi cruz a mi lado. Sonrío. Él nunca me deja solo.

Hoy Jesús se encuentra con un ciego de nacimiento: «En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento». Se encuentra con un ciego y decide curar su ceguera. Él no era culpable por no ver. Había nacido así sin culpa. Nunca había visto el sol, la vida, los rostros, el mar de Galilea. Sólo en su corazón se imaginaba los colores, la luz del sol, las sombras. Soñaba con ver y veía en su corazón otros mundos nuevos, desconocidos. No podía mirar con sus ojos, pero miraba con el corazón.
Comenta el P. Kentenich que los místicos hablan del ciego de nacimiento en relación con el mundo de la oración: «El ciego de nacimiento escucha todo tipo de relatos sobre la creación, la hermosura del mundo, el resplandor del firmamento, la magnificencia de las flores. Si un ciego de nacimiento recobrase por milagro la vista, se diría: - Lo que yo me imaginaba no es nada en comparación con la gloria que veo ahora. Pues bien, ese es el estado del alma cuando es colmada por el don de la sabiduría: de pronto verá las cosas en una luz resplandeciente que otros difícilmente se imaginen; y se encenderá su entusiasmo y fervor, de modo que el alma querrá abrazar esas verdades y realidades, y estará dispuesta a vivir y morir por ellas»5. El hombre ciego en el mundo de la oración no logra avanzar. No vislumbra la belleza de Dios. Cuando viene el Espíritu Santo a mí me puede permitir ver lo que antes no veía. Fascinarme con la belleza de mi vida. Creer y confiar. Muchos hoy no son capaces de ver la verdad de sus vidas no siendo ciegos. Esa ceguera es peor. Es más dura. Es más dolorosa. Soy ciego cuando no veo a Dios en mi vida. No percibo su mano actuando con poder. Soy ciego cuando paso delante del pobre y no me detengo. Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios». No veo a aquel que necesita a mi lado. Me convierto en un pobre ciego. Voy por la vida sin percibir dónde quiere Dios que actúe. No veo al que sufre. Ni a Dios en él. No percibo los sentimientos de las personas. Muchas veces no veo lo que pasa en otros corazones. Soy ciego. Me gustaría ver más. Ver con el corazón.
Percibir la vida. Pero mi torpeza me impide ver. Tal vez vivo pensando en mi necesidad. Veo sólo lo que a mí me hace falta. Tengo ojos de mosca que ven muy mal de lejos. El egoísmo es un tipo de ceguera. Me centra en mí mismo. Tengo una mirada que no es capaz de percibir la realidad en toda su belleza. No veo la indigencia, el hambre, la sed. No percibo la necesidad, la soledad, los gritos de angustia. Esa ceguera mía me escandaliza. Soy ciego de nacimiento porque tal vez nunca aprendí a poner al otro en el centro de mi mirada. He vivido pensando en lo que yo necesito. Mi yo en el centro del mundo. No veo más allá de mi dolor, de mi injusticia, de mi problema, de mi hambre. Soy ciego cuando no veo al que sufre. Soy ciego al pensar sólo en mis intereses. Voy por la vida pisando al que pide. Pasando de largo delante del hambriento. Comenta el Papa Francisco: «Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano». La ceguera del alma me impide ver

5 J. Kentenich, Hacia la cima


a Dios, escuchar su voz, entender su amor, abrirme al hermano. Me cierro al don de Dios. Me cierro al don del que sufre. Me gustaría no estar ciego en el alma. Ciego para ver el amor de Dios en mi vida. Ciego para percibir el amor de Dios en los hombres que están ante mí. La ceguera me impide abrirme a los demás. No comprendo sus necesidades concretas. Pasa tantas veces en la vida familiar. No veo lo que sucede en el corazón de aquel a quien amo. No veo su dolor. No veo su angustia. No percibo sus miedos. Esa ceguera me cierra en mi carne. No me abre al amor. Es la peor ceguera que puedo sufrir. Mi egoísmo me vuelve ciego. No percibo la vida como es. No veo mis problemas, mis límites, mi pecado. Esa ceguera me vuelve indiferente. No amo. No me entrego. Creo que el mundo está en mi contra. No soy capaz de comprender mi responsabilidad. Los demás son los culpables. No acepto que pueda estar yo equivocado. No veo mi culpa. Hago todo bien. No veo mi error. No veo dónde puedo cambiar. Creo que hago las cosas de forma correcta y son los demás los que están equivocados. Esa ceguera es dolorosa porque me vuelve egoísta. No me abro a la vida. No me entrego. No amo. No veo con claridad dónde tengo que mejorar, en qué aspectos debo crecer. Me toca conocer a muchas personas ciegas. Ven la paja en el ojo ajeno. No perciben la viga en el propio. Son ciegos. Yo mismo caigo en esa ceguera del que está centrado en su ego. No aprecio a los demás en su belleza. Mi mirada distorsiona la realidad. Nada es como es de verdad. Lo veo todo de forma confusa. No tengo claridad. No descubro la verdad. No profundizo. Me dejo llevar por falsas imágenes y creo en ellas. Todo medido desde mi yo que no me deja apreciar la vida con paz, con alegría.

El ciego del evangelio no había visto a Jesús antes. No lo podía ver. Este hombre nunca había visto el color del mundo. Nunca le había puesto imagen a lo que veía sólo con su corazón. Era un ciego de nacimiento y no sabía cómo era el mundo. No podía ver. No sabe lo que se pierde por no poder ver. La vida la ve desde su oscuridad y piensa quizás que ese es su color natural. Desprecia la luz y los colores. Me pasa a mí tantas veces. A veces creo que veo, pienso que la vida es así y no de otra forma. Pienso que no hay nada más allá de mi entorno, de la extensión que alcanza mi mirada. No veo colores ni profundidad. No me arriesgo a salir de mis seguros. Me pierdo tantas cosas. A veces vivo a medias. El otro día leí un poema de Martha Medeiros: «Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca. No arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce. Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las ‘íes’ a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos, corazones a los tropiezos y sentimientos. Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos. Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo. Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar vivo exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar». La vida es más grande que sólo repetir rutinas. No quiero tenerle miedo a la vida, a ver más, a ahondar más. El ciego de nacimiento no pide nada, no pide ser curado. Tal vez se había conformado con su vida ciega. Pero Jesús se conmueve al verlo resignado, al borde la vida de los demás, en la superficie, sin vivir a fondo. Y piensa que en su alma hay tantas cosas guardadas que pueden desplegarse. A veces yo soy así. Me resigno. Pienso que no puedo hacer más. « ¿Dónde está Él?». Esa pregunta recorre el evangelio de hoy. Los fariseos preguntan por Jesús. Quieren acusarlo. No encuentran a Jesús, no lo ven. El ciego, después de ser curado, también busca a Jesús. Tampoco lo había visto antes. No formaba parte de su experiencia. Quiere conocerlo. Le ha cambiado la vida. Hoy muchos hombres también preguntan por Jesús. Pero no todos quieren verlo. Prefieren seguir siendo ciegos. « ¿Dónde está Él?». Esa también es mi pregunta. Quiero verlo. Quiero ver aunque ni siquiera sé expresarlo.

Jesús deja hoy su camino para curar un ciego. Estaba pasando, pero se detuvo. Iba a otro lado, pero miró al que no veía. Dejó de lado sus planes y vio al que no sabía mirar. Y se conmovió. Quiero aprender a detenerme ante aquel que no me pide nada, pero me necesita. ¡Qué difícil es hacerlo siempre! Me puede la pereza, la obsesión por llegar a mis cosas. Me cuesta detenerme a mirar como lo hace Jesús. Él lo vio. Vio sus ojos sin vida y su alma que gritaba muy dentro. Estaba herido al borde del camino de los demás. Todos vivían su vida y él era invisible. No puede ver y no es visto. Su corazón está herido. No sólo sus ojos. Jesús lo reconoce. Él siempre hace lo mismo. Toca la herida y decide devolver la vista a ese hombre ciego de nacimiento: «Escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se


lo untó en los ojos al ciego y le dijo: -Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado). Él fue, se lavó, y volvió con vista». Infunde vida en lo que está muerto. Y el ciego recobra la vista y descubre rostros.
Paisajes. Luces y colores. Vivía en una oscuridad profunda. Y Jesús quiere que aprecie la belleza del mundo. Primero le permite ver el mundo que le rodea. Y luego lo lleva a crecer en su fe: «Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: - ¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él contestó: - ¿Y quién es,
¿Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: -Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es. Él dijo: -Creo, Señor. Y se postró ante Él». Buscaba a Jesús y lo encuentra. Ahora puede ver. El ciego que antes no veía a los hombres ahora logra creer en Dios. Ve el mundo y ve a Dios. Y su vida cambia de verdad. Jesús tocó los ojos heridos de ese hombre. Toca mi herida con su saliva. Acaricia mi herida, que me duele, que me quita la vida. La toca con ternura y la sana. Desata mis nudos. Así llega Él hasta mí. Hasta lo que más me duele. Hasta donde más me hace falta su cariño. Hasta mi carencia de amor. Mi incapacidad. Mi grieta en el alma. No quiero taparla ni esconderla. A veces la escondo porque creo que no me van a querer si me muestro como soy, herido. Para Dios es al contrario. Jesús pasa y se detiene ante el ciego, ante su herida. Si no hubiera estado ciego tal vez hubiese pasado de largo. Y yo que me creo que Dios me querrá más si soy perfecto, entero, íntegro, sin limitaciones ni carencias. Sin heridas. Sin manchas. Y no es verdad. Jesús mira mi herida y se conmueve ante mí. Se detiene y lo deja todo. Sólo por mí, por mi herida. Porque estoy herido y necesitado. Porque estoy solo y al borde del camino. Y yo que pensaba que Jesús iba a pasar y no me iba a ver. Y Él se sale del camino. Llega hasta mí. Soy ciego, no veo, pero puedo ser mirado. Necesito ser mirado. Hondamente mirado por Él. En mi verdad. Jesús me da lo que no pido, lo que de verdad necesito. Me toca donde me duele. Y mi herida se convierte en la llave de su corazón. Lo reconozco. Me reconozco. Uno de los frutos del encuentro con Jesús es que me reconozco a mí mismo. Veo mi rostro. Mi ceguera, mi herida, mi pecado, no me definen. Soy hijo de la luz. Soy el hijo amado. Tengo más luz que oscuridad. Más profundidad que superficie. Mis ojos se abren y se limpia mi mirada. Veo de un modo nuevo. Veo lo que antes no veía.
¿Quién hace esto que no sea Dios? ¿Quién lo deja todo por mí que no sea Dios caminando junto a mí?
¿Quién se conmueve ante mi dolor que tapo, que no reconozco, y con su saliva me desata, me libera, me abre? Sólo Jesús. Jesús se encuentra con un hombre. Lo mira. Lo conoce. Lo ama. Lo sana. Y ante él, se muestra como Salvador. Cree en Él. ¡Qué fe tan sencilla! No necesito más. Creo por lo que ha hecho en mí. ¿Qué ha hecho Jesús en mi vida? ¿Mi fe es un conjunto de teorías o de verdad puedo hablar como este ciego de lo que ha hecho en mí? ¿Qué ha desatado en mi corazón? ¿Qué luz me ha dado?


Sé que con frecuencia estoy sentado al borde del camino. Viviendo a medias mi vida. Jesús pasa en esta cuaresma y me mira. Me toca. Me levanta. Me enseña a caminar. Rompe mi muro de aislamiento. Definitivamente prefiero la luz a la oscuridad. La alegría a la pena. La paz a la ira. Lo prefiero. Si tengo que elegir, elijo ver, elijo amar, elijo entregarme, elijo arriesgarme. Pero luego no sé cómo el mundo se me mete dentro y me dejo llevar por la rabia. O vivo infeliz en mis sombras. O me conformo con una vida mediocre. Y me oculto en la oscuridad de mi pecado. ¡Me siento tan frágil tan pequeño, tan ciego! No logro ver lo que es mejor para mí. Quiero tener siempre paz, siempre luz, siempre esperanza. Me gustaría responder con alegría ante las afrentas. Reaccionar sin violencia cuando me atacan. Decidir lo más sabio cuando no veo. Pero soy realista. Sé que la pena que hoy tengo forma parte de la luz de mi mañana. Y mis ojos ciegos son parte de la vista que tendré. Me duelen mi oscuridad y mi ceguera. Me gustaría que siempre hubiera luz dentro de mi corazón. Allí donde desciendo a ver qué encuentro. Jesús me dice: «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». En medio de mi noche Él es la luz. En medio de mi dolor y mi angustia cuando todo se vuelve oscuro y se llena de sombras. Jesús me sana. El ciego lo cuenta: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo». Barro en mis ojos. No es lo primero que yo elegiría para ver. A veces desconfío de sus métodos. No me gusta entender que mi pecado pueda sacar de mí la esperanza. Que mi rabia pueda dejar paso a la paz. Y mi tristeza a la alegría. Pero confío. El barro y mi pecado son del mundo. La luz y la misericordia son de Dios. Jesús utiliza mi fragilidad para sanar mi herida. Utiliza el barro para devolverme la vista. Se sirve de mis sombras para crear la luz en mi interior. Son las paradojas del amor de Dios. Me ama de tal manera que vuelve bello lo feo que yo veo en mí. En su mirada tengo luz. En sus ojos soy maravilloso. En mi impotencia puedo lo imposible. Ya no soy ciego, veo.

sábado, marzo 25, 2017

Solemnidad de la Anunciación

 Recemos especialmente por el niño por nacer y sus mamás

Feliz y bendecido día de la Anunciación.

*Los cinco minutos del Espíritu Santo*
Sábado 25 de Marzo
Hoy celebramos la anunciación del Ángel a María. Esto significa que estamos celebrando el momento en que el Hijo de Dios se hizo Hombre en el vientre de la Virgen Santa.
Pero eso es obra del Espíritu Santo (Lucas 1,35).
Por eso, hoy festejamos esa acción maravillosa del Espíritu Santo que fue formando a Jesús dentro de María. La encarnación del Hijo de Dios debería llevarnos a una tierna gratitud y a una profunda alabanza al Espíritu Santo por esa obra tan preciosa.
Es bueno recordar que toda la belleza de Jesús, de su mirada, de sus palabras y de sus acciones, ha sido obra del Espíritu Santo, que lo formó admirablemente.
Por eso, nosotros podemos pedirle al Espíritu Santo que nos forme de nuevo en el seno de María, para renacer a una vida mejor, transformados, embellecidos, y liberados de todo lo que arruina nuestra existencia. De esa manera, Él nos hará nacer de nuevo, más parecidos a Jesús." 

lunes, marzo 20, 2017

Retiro Mendoza - Región Cuyo

Queridas Hermanas de Federación:
                                                                Muy lentamente fuimos llegando al Foyer de Charité, el viernes 10 de Marzo de 2017, a nuestro retiro anual. La tarde estaba soleada, el firmamento limpio, de un celeste transparente, se podía oler un aroma diferente y saben por qué? La paz inundaba el lugar. Nuestra Madre ya estaba esperándonos, a nosotras, pequeñas Marías que a pesar del cansancio (por tratar de dejar todo en orden) ya disfrutábamos de éste gran "privilegio"; un retiro de Silencio.




El Padre Cruz Viale en la misa nos exhortó "para que aprovecháramos éste tiempo para escuchar a Dios".
Compartimos la cena y la charla entre hermanas, hasta que la campanita nos advirtió que llegó la oración de la noche y ahí nomás el silencio reparador.







El día sábado se inicio con la oración de la mañana, a la hora del desayuno en el jardín batía sus alas frenéticamente un colibrí, que parecía decirnos despierte, despierten que la jornada ya comenzó. La Creación tiene un espacio importante en el retiro. Los pájaros que cantan, el sol, el parque, las flores, forman una unidad  con el silencio, las charlas, confesiones, etc. colmada de armonía. Algo de lo que el P. Cruz también disertó.









El tema del retiro "La santidad y la alegría", fue llevado a lo cotidiano, a lo de todos los días, a la familia, a la iglesia, al mundo, a la Federación. Dios es fuente de alegría y cuanto más nos alejamos de Él más tristes estamos. Buscar  el equilibrio es una tarea, "ni muy rígidos, ni muy flexibles". Interpelarnos sobre dos o tres puntos importantes, que cada una quiera preguntar a DIOS, qué es lo que me hace ruido, que me inquieta. El reloj marcaba el paso del tiempo, pero aún así no había apuro. Se le dio el espacio a nuestro "CREADOR", fuente de alegría, fuente de amor.











Las estrellas iluminaban la noche y el rosario luminoso y meditado, guiado por Blanca Maschi, del curso 17° fue la culminación de una jornada plena.
Domingo, termina el retiro... El Padre Cruz Viale no escatimó tiempos de descanso, para confesar o dar un consejo y/o concatenar una idea valiosa con un toque de humor.  Aportó su cuota de alegría; todo estuvo muy bien organizado. Felicitaciones a cada una que puso su granito de arena.
                     






                                                                   
  "El amor es la fuente de la Alegría" P. Kentenich.

Adriana Gimenez Facello

Curso 17°, Región Cuyo.

domingo, marzo 19, 2017

III Domingo Cuaresma


Éxodo 17, 3-7; Romanos 5, 1-2. 5-8; Juan 4, 5-42

«Señor, dame de esa agua. Así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla»

19 marzo 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Tengo que volver al pozo una y otra vez. Pero Jesús me asegura que su agua calma mi sed para siempre. Su agua, su mirada, su amor. Él cambia mi mirada, cambia mi amor. Me llena por dentro»

Cada vez que se ensancha el horizonte frente a mi mirada, mi corazón también se agranda. Lo experimento muchas veces. Y también sé que cuando me encierro me vence la tristeza. O vivo pendiente de lo que me obsesiona. Dejo de mirar más allá del dolor que me aqueja. Y mi corazón se endurece. Se vuelve pequeño. Me miro sólo a mí. Me creo el centro de todo. Vivo volcado muy dentro. Inquieto y meditabundo. Angustiado por algo que no controlo. Abrumado por las emociones que no manejo. Pendiente de lo que todavía me puede salir mal. Agobiado por lo que no resulta según tenía previsto. Puede ser que siga sin aceptar del todo la contingencia de mis pasos. La pobreza de mi vida. La vulnerabilidad de mi alma. Mis alegrías se vuelven pequeñas. A veces como esas flores que surgen en el campo y mueren prontamente. Sin dar tiempo casi a mirar su belleza. Mi risa breve y corta surge abruptamente y muere de repente. Quiero una alegría más honda y una despreocupación más santa. Una sonrisa eterna. Una mirada libre que no se detenga en cruces posibles. Sino que vuele más alto buscando horizontes casi imposibles. El otro día leía: «Cuando explico que no es posible centrarse en Él sin desprendernos del mundo, frecuentemente tropiezo con críticas, incomprensión y oídos sordos. Suelo experimentar una impotencia ante la imposibilidad de hablar sobre la relatividad de la vida. Sólo se desea oír hablar de Dios en la medida en que se le puede incorporar a nuestro mundo, a nuestro proyecto de vida de manera inofensiva o con sólo pequeños cambios. Se pretende que Dios sea útil a nuestro mundo. Pero cuando hablo de lo efímero del mundo, del sufrimiento, del sentido del sacrificio y de la renuncia, se difunde el miedo»1. Y me veo reflejado en esas palabras que expresan mis límites. Mi deseo de hacer eterno lo pasajero. Encajar a Dios en mi vida. Y olvidar esa eternidad que en el fondo de mi nostalgia más profunda, anhelo de verdad. Colocar a Dios dentro mis planes aunque me cueste encasillarlo del todo. Quiero caminar rápido por los caminos de la vida. No con esa impaciencia que tantas veces me puede. Sino con la paz del que sabe que pronto llegará el mañana que iluminará mi vida. Esa forma de mirar me alegra en lo más profundo. Estoy sembrando para un mañana que veré desde el cielo. Y el sentido de mi vida está inscrito en la herida del corazón roto de Jesús. Sí tiene sentido todo lo que hago y sueño. Y en su costado, en su silencio sagrado, descanso yo para siempre. Y no temo a ese Dios que me pide desprenderme de lo que me ata. Porque deseo ir más ligero de equipaje por los caminos de la vida. Sin que me pese el alma. Sin que me pesen las entrañas. Besando mi historia sagrada. Tomando en mis manos mi debilidad difícil de ser aceptada: «¿Quién es el hombre para juzgar? ¿Quién mejor que el Señor conoce nuestra debilidad?»2. Sí, Dios me conoce. Y me acepta como soy. El otro día escuchaba que para ser felices los niños necesitan ver que son capaces y sentirse aceptados como son, amados de forma incondicional. Al mismo tiempo, los adultos también lo necesitan, pero sobre todo es importante para un adulto aceptarse como es. Con sus defectos y debilidades. Necesito mirarme como Dios me mira para ser feliz. Amarme como Dios me ama. ¡Cuánto me cuesta a veces! Me quiero cambiar a mí mismo. Quiero ser distinto. Y sé que aceptarme es el camino de mi felicidad. Por eso me entrego en las manos de Dios aceptando mis miserias. Él puede cambiarme de verdad, como decía el P. Kentenich: «El Espíritu Santo es quien ablandará como cera nuestro corazón. No crean que este ablandamiento del corazón nos


Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
2 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)


alejará de la vida cotidiana y concreta. Si queremos cargar con la cruz valiéndonos sólo de nuestras propias fuerzas, no lo conseguiremos. Pero cuando alienta en nosotros el Espíritu, el corazón se ablanda y, al mismo tiempo, somos capaces de echarnos a cuestas la cruz»3. Dios ablanda mi corazón. Y resulta que al ablandarse se hace más fuerte. Me sorprende. Un corazón blando que resiste mejor la dureza de la vida. Y yo tantas veces creo que sólo la dureza es resistente. ¡Qué lejos estoy de la verdad más honda! La debilidad, el corazón blando, flexible, es el más resistente. El que mejor se adapta a la dureza de la roca. El que mejor lleva el peso de la cruz. El más resiliente que es capaz de enfrentar las dificultades. El que más fácilmente se eleva por encima de las penas. El que mejor se ríe en medio de los dolores. Mi corazón más blando y menos rígido. Más humilde y menos orgulloso. Más dependiente y menos altivo. Así. Libre y anclado. Decidido. Enamorado. Necesitado. Filial. Obediente. Un corazón así es un don de Dios. Porque normalmente no amo así, no vivo así. Vivo saltando de norma en norma.
Evitando el lado oscuro de mi pecado. Temiendo el castigo de un Dios justo. Atisbando a lo lejos los peligros inherentes a mis decisiones. Con el miedo grabado en la mirada. El miedo a no llegar. El miedo a ser juzgado. El miedo a fracasar. El miedo a no ser fiel. Quiero un corazón más blando y menos duro. Más flexible y menos rígido. Más abierto y menos cerrado. Y así se adaptará mejor al horizonte amplio que atisba mi mirada. Y dejaré de temer días aciagos. Confiado al fuego que arde en mi alma. Ese fuego que todo lo abrasa y limpia. Las impurezas. Las resistencias. Las durezas. Amar con toda el alma. Es lo que espero y anhelo.

Es este tiempo de cuaresma un tiempo de esperanza. Cuando sufro y temo miro a Jesús y me levanta del polvo su promesa: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?». Sí, está en mi vida herida. Cuando desconfío y temo. Miro a Dios y lo afirmo, lo creo. Él está en mi alma rota. En mi vida accidentada. Está cuando no lo toco y me asusta el vacío y la soledad. Está cuando no lo oigo ni veo en medio de mis miedos. Pero sé, como una certeza, que camina colgado de mi espalda. Dibujado en mi mirada.
Grabado en lo más hondo de mi alma. En mí camina siempre y me sostiene. Lo sé: «La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». Dios derramado en mi alma para siempre logra que no me desanime, que no claudique, que no deje de confiar en lo que tengo por delante. Dios me sostiene para que no dude ni tema cuando la vida no sea tal como yo la había soñado. La promesa de Dios sobre mi vida me alegra el alma. ¿Qué es lo que espero? ¿Qué espero de la vida, de los hombres, de mí mismo? Muchas veces experimento la frustración. No sucede lo que espero, lo que sueño. ¡Cuántas veces mi sueño y la realidad no coinciden! Y me duele el alma. Mi expectativa no llega a término. Y me duele. Quiero reavivar estos días la esperanza. Dios está conmigo. Se detiene junto al brocal de mi pozo, cansado. Tiene sed de mí. Me espera a mí. Decía el Papa francisco: «Ese amor de Dios nos invita llevar la buena nueva, haciendo de la propia vida un homenaje a Él y a los demás. Y esto significa tener coraje, esto significa ser libres. Dios espera algo de ti, Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti». Dios espera que lo ame. Confía en que venga de nuevo a Él saliendo de mi comodidad, de mi hogar, de mi tierra. La esperanza de Dios. Tiene una misión para mí. Ha sembrado en mi alma su esperanza. Muchas veces vivo relaciones rotas. Y entonces la desilusión me lleva a desconfiar. No quiero que mis fracasos acaben con mi esperanza. Con mi anhelo de plenitud. No quiero dejar de creer en lo imposible, confiar en lo inalcanzable. Dios quiere que mi vida tenga sentido. Y lo tiene en su plan de amor. En la película El inolvidable Simon Birch el protagonista, un niño que nace con una enfermedad de enanismo, cree que tiene una misión en la vida. Despreciado por muchos. Ignorado por otros. Él cree ciegamente en el sentido de su vida enferma. Y al final su vida tuvo sentido. Cambió la vida de otros con su fe, con su entrega. Fue realmente un héroe para muchos. Es curioso. A veces me cuesta creer en la misión que tengo en esta vida. No quiero dudar. Dios cree en mí, espera de mí. Y yo también espero. Pero me encuentro a menudo con personas que han perdido toda esperanza. Ya no confían. No creen. No confían en sus fuerzas, ni en los hombres que las rodean. Y menos aún confían en Dios. Viven sus relaciones rotas sin esperanza. Como si ya nada se pudiera hacer para arreglar sus vidas. Como si fuera imposible hacer algo bien. Ya no hay promesa de Dios en sus vidas rotas. Tal vez la expectativa que tenían sobre la vida se ha visto defraudada. Creían mucho.
Esperaban mucho. Encontraron poco. Tal vez esperaban demasiado. Leía el otro día: «En los casos de amor desesperado siempre pasan estas cosas, ¿no? El amor desesperado consiste en inventarse un personaje, exigir a la persona amada que lo represente y hundirnos en la miseria cuando se niega a convertirse en ese ser de

3 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


ficción»4. Un amor poco sano tiene expectativas irrealizables. Un amor que se funda en sueños que no se cumplen. Y se proyecta en la persona amada un deseo inalcanzable. No puede asumir el rol que le exijo. Y se rompe la relación. Una herida profunda. Tener expectativas excesivas puestas en los demás puede acabar hiriéndome. La esperanza sí que esponja mi alma. La esperanza viene de Dios. Es la esperanza puesta en lo que Dios puede hacer en mi vida. Por eso quiero poner mi esperanza en su poder y no en mis fuerzas. Una oración del P. Kentenich en el Hacia el Padre dice así: «Cuando consideramos nuestras propias fuerzas, toda esperanza y confianza flaquean; Madre, a ti extendemos las manos e imploramos abundantes dones de tu amor». Cuando confío sólo en mí, fracaso. Me fallan las fuerzas. Me dejo llevar por la vida. Y acabo desconfiando de poder lograr lo que deseo. Y dejo de creer en el poder de Dios. Ya no espero, ya no confío. El otro día leía: «Deseamos hacer grandes hazañas, afrontar grandes retos, aspirar a grandes conquistas. Pero sucumbimos ante todas ellas, porque sólo nos movemos en el ámbito de los deseos. Deseamos querer hacer y no hacemos. Deseamos querer llegar y no nos movemos. Deseamos querer ser y no somos. Queremos cambiar y no cambiamos. Porque cuando emocionalmente somos desordenados nos ilusionamos con fines que nunca llegan, porque no ponemos los medios para lograrlos»5. La esperanza no es pasiva. Me pone en movimiento. Aumenta mis deseos y me lleva a la acción. No quiero sólo desear.
Necesito obras. Quiero esperar en Dios y poner los medios para caminar en la dirección de mis sueños. Lo vivo en mi alianza de amor con María en el santuario: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Nada sin el amor de Dios. Nada sin María que me sostiene abrazando mi espalda. Y nada sin mi lucha por aprender a caminar. Los ideales me marcan las cumbres que anhelo. Me abren el horizonte. Es la esperanza que mueve mi corazón y lo ensancha. Deseo vivir en Dios. Vivir para Él. Allí, en su pozo, no volveré a tener sed. Es lo que desea mi corazón. Por eso camino. Por eso me levanto. Pongo medios para alcanzar la meta, el ideal. De nada sirve soñar grandes cosas si no me pongo en camino. ¡Cuántas veces veo a personas frustradas porque no avanzan, porque no tienen éxito, porque una y otra vez dejan de cumplir lo que se proponen! Tienen buenas intenciones. Llenan su corazón de bonitos deseos. Pero luego no se ponen en camino. Esperan mucho de la vida. Pero no siembran. Creen en los milagros. Pero no entregan su esfuerzo diario por la santidad. Sus pasos pequeños. Su esperanza grande.

Hoy vemos a una mujer samaritana que se acerca al pozo y comienza una conversación con Jesús:

«¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Jesús se muestra vulnerable ante esta mujer y le pide de beber. Jesús tiene sed. Tiene sed de amor, de vida verdadera. Igual que esa mujer herida. Pero ante ella Jesús se muestra frágil, necesitado. Jesús la necesita a ella. A ella que es pobre y está herida. Necesita su cubo, su agua. Es pobre como ella. Cuando uno se muestra en su verdad está en las manos del otro. Puede recibir la aceptación o el rechazo. Se siente vulnerable. Me duele el alma cuando no soy aceptado como soy. Cuando me muestro desnudo frente a otros y no recibo el aplauso, ni la sonrisa. Tantas veces lo he vivido. Ante la pobreza del otro puedo mostrarme misericordioso o puedo quedarme en mi orgullo. Protegido y seguro. Jesús no me mira nunca desde arriba. No mira desde arriba a esta mujer herida. No la mira desde la superioridad. Jesús necesita su ayuda. Busca su compasión. Cuando alguien me dice que me necesita me desarma. Me hace sentirme importante. Creo que puedo hacer algo por él y eso siempre me da fuerzas. Jesús me pide a mí. No viene a darme nada. Decía Jean Vanier: «Jesús quiere aparecerse en nuestro corazón como alguien pequeño. Está cansado y sentado. La mujer llega. Está de pie. Quiere que encuentre confianza en sí misma. En su feminidad. La mujer se asombra. Jesús atraviesa fronteras culturales. Todo lo que Él quiere es encontrarse contigo que eres diferente». Me gusta ese valor de Jesús para entrar en mi vida sin nada que ofrecer. Jesús no me da lo que yo necesito, lo que le pido. Él me pide lo que yo tengo. No un agua como la suya. Sino mi agua sucia. Mi pobreza. Mi fragilidad. Mi cubo. Y yo me siento útil ante Él. Parece mentira que pueda resultarle útil con mis torpezas. Es increíble. Me gusta pensar en ese Jesús. No en un Dios todopoderoso al que no le complementa mi debilidad. Comenta el P. Kentenich que «la bondad paternal de Dios no podía oponer resistencia a la debilidad reconocida y aceptada de su hijo»6. Eso lo vivo en mi propia carne. Me desarma la impotencia del que me pide ayuda. Y me provoca desprecio el que no me necesita. Me gusta ayudar y sentirme útil. Hoy Jesús me muestra cómo es la actitud del hijo que confía.

4 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
5 Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
6 J. Kentenich, Niños ante Dios


«Dame de beber». Jesús me pide a mí que le dé de beber. Y yo no tengo nada. Soy pobre. Pero Él me pide ayuda y levanta mi ánimo. Me hace creer y confiar en que al final mi vida tiene un sentido. Tengo una misión dibujada en mi alma. Puedo ser un héroe si me dejo hacer en sus manos. Puedo dar agua. A Él. A tantos con sed. Basta con que me lo pidan como Él. Sentado. Humilde. Pequeño. Frágil. Me violenta la soberbia de los hombres. Me revuelvo contra la prepotencia. Me desarma la petición humilde del pequeño que sólo suplica mi ayuda. Sin exigir nada. Sólo quiere beber. Me impresiona. Muchas veces yo no soy capaz de pedir a nadie que me dé su agua. Me siento capaz de hacerlo todo yo solo. Voy por los caminos seguro de mí mismo. No tengo sed. Eso creo. Y si la tengo la acallo, la calmo con otras aguas, pero no pido nada. Es mi orgullo el que no me deja presentarme vulnerable ante los hombres.

Necesito aprender a ser pequeño, uno más, pobre.


La imagen del agua es propia de este tiempo de cuaresma. Tengo un hondo deseo de saciar mi sed:
«En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: - ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?». El pueblo de Dios tiene sed en el desierto. No tienen agua. El otro día leía la carta del P. Christopher desde Etiopía: «En Gode y en la región somalí de Etiopía, hace ya un año y medio que no ha caído ni una gota de lluvia. Aquí todo se está muriendo». Me impresionó su testimonio. Estamos acostumbrados al agua y no lo valoramos. Tenemos sed y bebemos. Es terrible la escasez de agua. Todo muere cuando no hay agua. Hay tanta sed en tantos lugares. Hoy Jesús también tiene sed junto al pozo: «Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: - Dame de beber». Está sentado en el pozo pero no tiene cómo sacar agua. Tiene sed. El sol está en lo alto. En medio del desierto tiene sed. Como ese pueblo que estalla contra Moisés. Habían imaginado otra liberación y estaban allí atrapados en el desierto sin agua. Como tanta gente que muere enferma en Etiopía y en tantos otros lugares por falta de agua. También Jesús tiene sed y está solo. Sus discípulos se han ido. Llega la mujer a buscar agua, también sola. También con sed. Cuando Jesús mira el corazón de los hombres ve una sed que ni ellos mismos conocen. Eso siempre me impresiona. Ve a la mujer y la conoce. Conoce su sed más honda. Pero lo primero que yo tengo es una sed superficial. Tengo sed de amor, de éxito, de logros. Quiero emprender un camino y llegar a buen puerto. Quiero levantarme tranquilo, con la sed saciada. Y por eso la calmo en tantas partes durante el día. En charcos poco profundos. ¿Cuál es mi sed hoy al mirar a Jesús junto al pozo? Tengo sed. Miro a Jesús y lo reconozco. Tengo sed. Sed de un amor hondo y verdadero. Y tantas veces no sé amar con madurez y vivo con sed continua. Decía el P. Kentenich: «Se brinda cariño para recibir algo a cambio. Queremos a una persona porque nos enriquece interiormente o bien nos hace más maduros. En este caso, amamos a Dios y nos entregamos a Él porque, de esa manera, satisfacemos nuestra sed de felicidad y canalizamos la autoafirmación. Uno mismo se convierte en una personalidad plena y madura gracias al abandono en Dios, pero, en esta entrega y amor a Dios, nos estamos buscando, por último, a nosotros mismos»7. Me busco a mí mismo cuando amo. Doy para recibir. Me entrego porque quiero tener. Esa sed más honda no es saciada en mi amor que se busca a sí mismo. Me gustaría amar mejor. Con más libertad. Dando un agua que sacie la sed más honda que tiene el hombre. Sin buscar siempre egoístamente recibir cada vez que doy algo. Hoy Jesús me habla de la sed y del pozo: «Jesús le contestó: -Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva». Jesús tiene sed, me pide agua y me da el agua de su Espíritu. Así lo hizo con esa mujer herida que tenía una sed más honda. Ella no acaba de entender. Decía Jean Vanier:
«La mujer no comprende bien. Ella habla del agua del pozo. Jesús de aquello que nos da la vida. Lo que nos hace ser felices y plenos. El agua es la vida. Y Él ha venido a liberarnos de toda forma de esclavitud. La de nuestros prejuicios, miedos, pulsiones de éxito o poder. Para cambiar nuestra mirada. Para mirar al otro como Dios lo mira». A veces sucede así en mi vida. Miro a Jesús y le hablo de mi sed humana. Le pido un agua que me sacie. Busco su pozo, su fuente. Pero no recibo lo que busco. Y Jesús me habla de un agua nueva. Me habla de cambiar la mirada. Y yo, como esa mujer, tampoco le entiendo. Pero sé que en el silencio de mi alma puede suceder el milagro. Si yo me dejo. El corazón cambia al recibir un agua verdadera.
¿Cuál es mi sed más profunda? ¿La conozco? ¿Conozco mi herida? Muchas veces no lo sé. Sacio una sed pasajera. Tengo que volver al pozo una y otra vez. Pero Jesús me asegura que su agua calma mi sed para siempre. Su agua, su mirada, su amor. Cambia mi mirada, cambia mi amor. Me llena por dentro. Necesito creer en esa promesa.

7 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


Este evangelio relata la historia de un encuentro en soledad. Cada uno hizo su camino hasta ese pozo. Jesús va rumbo a Galilea. Ella salió a buscar agua. No sabemos su nombre. Jesús sí la conoce. Cada uno salió de su vida. Y permaneció solo un tiempo. Se puso en camino. Cada uno hizo un camino, más corto o más largo. Salió de los demás. Me gusta pensar en ese camino de los dos hasta el pozo. Fue un camino en silencio. Es la intimidad que sólo se puede dar en soledad. En el desierto se hablaron. Se escucharon. Callaron. Es un diálogo muy largo. Ellos dos, nadie más. Creo que la cuaresma es una invitación a estar con Jesús junto al pozo. Una invitación a hablar yo. Y a escuchar cuando Jesús habla. Los dos en soledad. En intimidad. En el desierto. Dejo mi cotidianidad, mi rutina. Salgo. Me pongo en camino. Vacío mi corazón. Es el encuentro de dos mendigos. Que piden. De dos almas generosas que dan. Jesús llega hasta la mujer y la mujer hasta Él. Ella tiene un cubo. Jesús le pide agua. Hablan. ¿Cómo es ese diálogo que yo intento con Jesús? ¿Cómo hablo? ¿Le hablo de mí, de lo que me pasa? Jesús escucha. Él también me habla. ¿Lo escucho? ¿Qué me dice? ¿Alguna vez he oído su voz en mi corazón, muy dentro, en lo más profundo de mi pozo? No siempre lo escucho, es verdad.
Una persona me decía: «Me gustaría apagar todas mis voces para estar a solas con Dios». ¡Cuánto cuesta callar de verdad! A veces en el desierto estoy lleno de ruidos. Intento callar y las voces siguen. No hay silencio. Y la sed es muy honda. Pero no llega el agua al fondo de mi alma. Callo, camino hasta el pozo y sigo con mi sed. Mi cubo sigue vacío. Quizás esta espera paciente acaba abriendo mi corazón.
Necesito ser paciente y saber esperar. Pero no sé hacerlo. Es el camino de la búsqueda. Necesito ir al pozo una y otra vez buscando a Jesús que puede saciar mi sed. Así lo hizo esa mujer. Tal vez iría muchos días a buscar agua. Pero sólo ese día se encontró con Jesús. Los otros días no había nadie en el pozo. Pero hoy llega y Él la conoce. Se reconocen por dentro. Más allá de ser él judío y ella samaritana. Jesús la mira por dentro, y ella se siente conocida, reconocida, enaltecida. Y Él se muestra ante ella como un profeta, como el Mesías. Pocas veces Jesús proclama que Él es el Mesías. Su verdad más honda fue desvelada a los hombres poco a poco. Hasta los más cercanos dudaban de su divinidad.
Hoy Jesús le dice a esta mujer samaritana que Él es el esperado: «La mujer le dice: - Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, Él nos lo dirá todo. Jesús le dice: - Soy Yo, el que habla contigo». Ella cree. Cree porque se lo dice Él. Confía. Sabe que sólo Dios puede amar así. De esa forma que ha visto en los ojos de Jesús. Sin juicio. Sin condena. Con ternura. Con misericordia. Con intimidad. En el desierto Jesús se desvela en su verdad. Es misericordia. Es amor. Puede ser que vacío de ruidos y protección logro mostrarme como soy. Sin máscaras. Sin muros que me defiendan. Aparezco desnudo en mi verdad.
Pocas veces sucede. Ante pocas personas ocurre. En el desierto de mi vida soy mirado por Dios tal como soy. Cuando estoy más cansado por la vida. Más solo y más desprotegido. En esos momentos ya no me protejo, no me guardo. Y entonces toco ese amor incondicional de Dios. Como esta mujer que cree lo que le dice Jesús porque se ha sentido amada en su verdad por Él. Y Jesús se conmueve ante la fe de una mujer extranjera. Porque es una mujer que busca. Ella encuentra lo que de verdad busca y necesita. Y calma su sed más verdadera. ¿Quién es Jesús para mí?

Jesús mira con compasión el corazón de esta mujer que está herida: «La mujer le contesta: -No tengo marido. Jesús le dice: - Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad». Me conmueve su mirada. Jesús la mira como es, en sus heridas, y la ama con todo lo que ella es. A veces pienso que Jesús sólo ama mi parte buena, mis méritos, mis logros y éxitos. Y detesta mis fracasos, mi lado oscuro, mi noche. Tal vez por eso me alejo de Dios cuando he caído.
Porque mi vida no está toda en orden, no es perfecta, no es pura. Creo que tengo que ordenar primero mi vida para después acercarme a Él y dejarle mirar mi verdad. Por eso veo la comunión en la eucaristía como un premio por mis obras, no como un remedio en la enfermedad. Sólo comulgo si estoy en estado absoluto de gracia. Si me he confesado hace muy poco y no he vuelto a pecar. Si me siento puro. Sólo me creo digno de comulgar si no recuerdo grades errores en mi pasado. Y si no es así, me alejo compungido. No me creo con derecho a la comunión. Tal vez se me olvida que comulgar no es un derecho, sino una gracia. Que es un remedio para el pecador, una medicina para el enfermo. El pecado me hace sentirme pequeño e indigno. Es la grieta por la que entra su Espíritu. La herida de mi alma. Porque es el amor recibido sin condiciones, el abrazo de Jesús cuando llega hasta a mí y me mira, lo que sana mi corazón y obra el milagro de la conversión. La mujer cambió al sentirse amada por Jesús, al no sentirse juzgada por su pasado. Seis hombres en su vida. Cinco relaciones rotas. El de ahora ni siquiera era su marido. Un pasado oculto que no se atreve a contar. Pero Jesús lo conoce por


dentro. Ve su vida en su debilidad. Ella se siente tan pequeña ante Jesús. Desnuda. Como si la hubieran descubierto en su pecado. Se ve pobre y vacía. No tiene defensa ni justificación. Son demasiadas relaciones rotas. Es la mujer más herida del Evangelio. La mujer más rota. Pero Jesús no la condena. Decía Jean Vanier: «Descubro que soy amado por Dios así como soy. Quisiera que cada uno lo pueda descubrir. Con sus propias discapacidades, dificultades de perdonar, todo lo que es de las tinieblas que está dentro de nosotros. Con todo lo que está herido en mí. Y todo lo que quiere es darnos el Espíritu que va a ayudarnos a crecer, a perdonar, a amar a los que parecen ser nuestros enemigos. Que va a cambiar nuestro corazón de piedra en corazón de carne». Jesús ama a esta mujer herida como es. En su fragilidad. La abraza en sus heridas. La ama desde dentro. Desde su verdad. Esa verdad que ella no logra querer. Tiene miedo del rechazo y Jesús la acepta como es. Cambia su corazón de piedra por un corazón de carne. Y todo comienza a ser distinto. Porque ha sido amada.


La mujer lleva a otros a Jesús y contagia con sus palabras: «La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: -Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?». Se convierte en testigo. Pierde el miedo a hablar entre los hombres. Eso me impresiona. Comenta Jean Vanier: «Que cada uno pueda ser testigo como esta mujer. Jesús necesita testigos que digan que Él transformó mi corazón de piedra en uno de carne». Y la gente la creyó a través de sus palabras. ¿Por qué? Tal vez porque no se predicó a sí misma, sino que sólo dijo lo que Jesús había hecho con ella. Porque su corazón no era ya de piedra sino de carne. Porque la vieron cambiada por la mirada de un hombre, ella que había sido mirada por tantos. Porque dejó de protegerse y esconderse para mostrarse sin miedo ante los hombres que tanto la habían herido. Se mostró segura y sin miedo. Algo había sucedido en su corazón. Esa mirada de Jesús la había cambiado para siempre. Nunca antes había sido mirada así. Y desde entonces puede hablar desde su herida de amor que ha sido tocada por un amor tan grande. Ya no teme el rechazo. Ya no tiene miedo de ser más herida. Alguien le ha devuelto su dignidad perdida. Y logrará entonces mirar a los otros como Jesús la ha mirado a ella. Esa es mi misión. Necesito encontrarme con Jesús en el pobre, en el que no tiene, en ese Lázaro sentado pidiendo a la puerta de mi vida. Comenta Jean Vanier: «Yo les invito a descubrir a Jesús cansado, pequeño, que dice que me necesita. Nos habla desde abajo. Es el misterio de ese Jesús que me dice que me necesita. Lo dice a nuestro corazón. Liberado de nuestros miedos y prejuicios. Para que podamos seguir a Jesús. ¿He podido descubrir a Dios oculto en los pobres, en la pobreza?». Quiero ver a ese pobre oculto en Jesús. A ese Jesús oculto en el pobre. Lo podré hacer cuando Jesús cambie mi corazón. Cuando me pida agua. Cuando me dé su agua. Entonces todo cambiará en mi mirada. Y en torno a mí pasará lo que sucede en el evangelio. Me impresiona cuando llegan los demás. La gente del pueblo está sorprendida. No se burlan de la mujer herida. Creen en sus palabras y se acercan: «En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en Él por el testimonio que había dado la mujer. Cuando llegaron a verlo los samaritanos le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días». Le ruegan a Jesús que se quede con ellos y Él accede. Siempre accede cuando se lo pedimos de esa forma. Jesús hace su hogar de ese lugar. No tiene prisa. Retrasa su vuelta a Galilea. Llegan los apóstoles que habían ido a buscar comida y ven que está sucediendo algo sagrado. Ninguno pregunta por qué Jesús habla con esa mujer. Tienen respeto. Se dan cuenta que Jesús y esa mujer se han entregado su agua y han calmado su sed. Callan ante lo sagrado. Los actos de misericordia, los gestos de amor, despiertan el respeto. Nadie puede decir nada ante aquel que se entrega al necesitado. Nadie juzga al que da su vida por el pobre. El amor incondicional despierta el respeto. Ojalá mis actos despertaran el respeto y la necesidad de estar con Jesús en aquellos que me miran. No siempre sucede. Tal vez porque me pongo en el centro. O porque ese amor de Jesús en mí no brilla nítidamente. No le dejo brillar. Todo comienza con un encuentro personal. Jesús camina hasta mí. Yo llego. Yo camino hasta Jesús. Él me espera. Comienzo a cambiar en ese silencio sagrado donde Dios me habla al corazón. Donde yo tengo sed y Él tiene agua para mí. Necesito buscar ese silencio: «Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad». Quiero adorar en espíritu, en el alma y en verdad. Desde mi verdad. Ahí sucede el encuentro que lo cambia todo. Cambia mi mirada y la mirada de los que me miran sorprendidos. Algo se transforma. Tengo que volver una y otra vez al pozo. Para encontrarme con Jesús y que se quede conmigo. Para que cambie mi mirada y mi entorno. Mis obras cambian la realidad. La mirada de los otros. Jesús sacia mi sed.