Federación Apostólica de Madres de Schoenstatt de Argentina
domingo, marzo 31, 2019
domingo, marzo 24, 2019
domingo, marzo 17, 2019
II Domingo Cuaresma
Génesis 15, 5-12.
17-18; Filipenses
3, 17. 4,1; Lucas
9, 28b-36
«Todavía estaba hablando, cuando llegó una
nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube
decía: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle»
17 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Le pido a Dios aprender a ser como ese
niño que lo recibe todo con ojos alegres y sorprendidos. No quiero atesorar
bienes en la tierra sino en el cielo. Me
grabo en el alma la palabra gratuidad»
El
amor inmaduro, primitivo y egoísta está muy presente en mi corazón.
Pienso en mí. Actúo de acuerdo con lo que deseo. Quiero poseer, retener,
decidir. ¿Es el amor que he recibido el que me ha hecho amar así? Ya no lo sé.
Puede que sí. O puede que esté en mí desde el comienzo ese deseo egoísta de
poseer lo que deseo. Un amor herido, un amor enfermo, un amor infantil, de niño
egoísta y malcriado. Un amor que lo espera todo de todos, pero sólo da a
cuentagotas. Un amor que sueña con la eternidad mientras teje días fugaces. Un
amor esquivo y superficial. Un amor que olvida y teme hacerse responsable. Un
amor que se justifica y critica al que no ama bien. Un amor que se apasiona y
huye al mismo tiempo. Mi amor es de extremos. De declaraciones valientes y
actos cobardes. De abrazos que hablan de un sí para siempre, y saludos torpes
para cambiar de rumbo. Un amor que lleva cuentas del mal que recibe. Y del bien
que ha hecho. Quisiera aprender a amar con un amor distinto. Quizás tendría que
volver a nacer de nuevo. Me parece imposible. En mi carne ya arrugada veo las
estrías del desgaste. Las canas del tiempo invertido. Y el hueco profundo de un
vacío que sueña ser colmado. Mi amor de hombre herido clama a Dios por un amor
más grande. Y le suplica exánime que sea Él quién en mí ame. De otra forma no
lo veo posible. Espero el don de una gracia que ensanche mi corazón y lo haga
blando, tierno, misericordioso. Lo veo tan endurecido por los caminos
empolvados. Sueño con el amor que no tengo mientras sigo amando a duras penas
rostros que pasan. Queriendo anclarme en las almas. Queriendo servir la vida. Y
queriendo dejar de lado mi amor propio. No lo consigo. Me gusta el amor del que
me habla el P. Kentenich: «Para poder
acoger plenamente al tú debo disponerme interiormente para un amor que soporta
y sobrelleva. El tú también debe soportarme. Es el amor que apoya en momentos
difíciles, que es solidario, capaz de perdonar, de tomar iniciativas de amor»[1].
Un amor así es un don que no puedo dejar de suplicar cada mañana cuando
contemplo atónito los pasos dados en falso, habiendo herido a otros. Vivo un
amor infantil contra el que lucho. No quiero amar así, quiero amar con un amor
sacrificado. Quiero aprender a renunciar para que el otro sea más. Más pleno.
Más libre. Sueño con un amor acrisolado en las pruebas a las que me somete la
vida. Un amor capaz de poner siempre al tú antes que al propio yo egoísta.
Renunciando a mis deseos. Aceptando los límites. Dios me ha regalado la
vocación de amar para la eternidad, sin pausa, sin miedo. Aspiro a vivir un
amor que sueña con ser eterno y se desgasta en días de invierno. Un amor que
quiere crecer en la entrega diaria, en el sacrificio, en la renuncia, sin
quejas, sin condenas. Quiero aprender a amar desde la cruz de Cristo, donde
crece el amor que yo entrego. Sólo cuando pongo al tú por delante de mis
intereses particulares y mis egoísmos logro que el amor se haga más grande.
Cuando me preocupo por el otro y sus necesidades, abriendo mi mirada. Sólo así
el amor se convierte en un servicio desinteresado y alegre a la vida que se me
confía. ¡Qué lejos estoy de amar como Dios ama! Leía el otro día: «Amar
consiste en recibir sin defensa al otro que viene con la certeza de ser acogido
por él sin ser juzgado condenado ni comparado. Es una victoria de la debilidad.
Amor sin límites»[2]. Un amor que acoja y comprenda. Un amor que sepa
renunciar en detalles pequeños. Un amor que admire y sostenga a la persona
amada. Un amor así me parece imposible. Cuando vivo contando lo que recibo y
volviéndome remiso en la entrega de mi vida. El amor de Dios es ágape, caridad,
un amor que desciende y se abaja para ponerse a mi altura. Así quiero amar yo.
Descendiendo de mi orgullo, de las murallas que guardan mi alma, de mi vanidad
engreída. Abajándome para darme desde el polvo a quien me espera.
Tiene
la Cuaresma más de gratuidad y menos de deberes. Más que el pago por lo que hago la Cuaresma es un amor que se entrega y
sólo espera recibir amor como don. No lo consigo. Espero que me paguen por mi
vida entregada. Quiero que me agradezcan por todo lo que hago. La palabra don
se me olvida. A cambio me lleno de derechos. No recuerdo quizás que en mi vida
casi todo es gratis. Tengo la vida como don, no como derecho. Recibo y vivo con
alegría sin esforzarme por ello. Leía el otro día: «Pobreza espiritual es volverse hacia Dios
para recibir sin medida y hacia los demás para dar sin llevar la cuenta.
Recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente»[3]. Quiero ser pobre para valorar todo como don. Pobre
para poder llenarme estando vacío. Pobre para que no me sienta con derecho a
poseer, a tener, a recibir nada. Pobre al ser consciente de que todo en mi
historia sagrada es gratuidad. Quiero ser pobre que vive agradeciendo. ¡Cuánto
me cuesta agradecer y darme cuenta de que todo lo que tengo es don! Se me llena
la boca clamando por mis derechos. Me creo que es justo recibir lo que recibo.
Pero luego me guardo y no doy. No siento que tenga la obligación. No debo nada
a nadie. No entiendo la gratuidad. He recibido dones que se convierten en tarea
en mi vida. Y recibo el pago por ellos. Mi carrera profesional, mis logros en
la vida, mis talentos, son pagados. Incluso me llegan a pagar por publicar mi
vida en las redes sociales. Se paga todo. Y yo exijo el pago. Y no doy mi don
cuando no me pagan por ello. No acabo de entender la gratuidad. Me creo con
derecho a recibir siempre por dar lo que es mío. Se me olvida que a la vez es un
don que un día me hicieron. Mis talentos, mis conocimientos, mis capacidades.
Todo es don al servicio del hombre que necesita mi don. Y yo lo vendo, lo
alquilo, me sirvo de lo que he recibido gratis. No acabo de entender la
gratuidad. Ni el sentido profundo de ser pobre de espíritu. «La
pobreza espiritual es la libertad de recibirlo todo gratuitamente y darlo todo
gratuitamente. No estar centrado en sí mismo, sino solo en Dios»[4]. Cuando estoy centrado en mí mismo me vuelvo
exigente. Nada está en orden ni en paz. Alguien me debe algo. Tengo derecho a
más de lo que recibo. Quiero seguir a Jesús, pero demando recibir el ciento por
uno. Que me den más de lo que he ofrecido. Tengo derecho. Mis derechos van por
delante. Exijo que me paguen. Y me vuelvo avaricioso. A veces el que más tiene
es el que más acumula. Es pobreza en el fondo. Pero de esa pobreza que enferma
el alma. Yo quiero la pobreza del que sólo tiene para dar. Del que no retiene lo
que posee, temiendo momentos malos en el futuro. Del que se desgarra amando y
sirviendo. Del que no vive con miedo a quedarse vacío. Esas personas me
sorprenden. Es como si tuvieran agujeros en las manos. Donde ven una necesidad
actúan. No esperan recibir nada a cambio. Ni siquiera las gracias. Seguro que es
así como se cambia el mundo. Pero me cuesta vivir de esa manera. Con esa
libertad interior. Con esa pureza en la mirada. Con esa paz en el alma. Me
gustaría vivir la Cuaresma como un camino de desprendimiento de mis derechos y
exigencias. Leía el otro día: «La pobreza implica el desprendimiento y la separación de todo lo que es
superfluo y constituye un obstáculo para el crecimiento de la vida interior. Si
queremos entrar en Dios tenemos que ser pobres. No hay mayor pobre que Dios que
vive solamente en el amor. En la pobreza somos totalmente dependiente del otro»[5]. Jesús me enseña el camino de la gratuidad. Se da por entero. No se guarda
nada para Él. No piensa en su bienestar, ni en su salud. No calcula su tiempo.
No mide sus derechos. Es desprendido de todo mientras camina hacia la cruz. En
el desierto anticipa lo que luego será su vida amando hasta el extremo. No
tiene dónde reposar la cabeza. Y su entrega gratuita no es comprendida ni
aceptada. No lo siguen por lo que Él es sino por lo que da a los que no tienen.
¡Qué pobreza tan grande! Se vacía por amor y a veces recibe a cambio desprecio,
odio, indiferencia. Quiere enseñarme a amar como Él ama y yo me resisto, porque
quiero ser poderoso y recibir mucho a cambio de poco. Me he acostumbrado a los
criterios del mundo. Tengo que pagar para obtener lo que quiero. Y me tienen
que pagar si quieren recibir lo que yo poseo. Es la paradoja del cristianismo.
Me vacío para llenarme. Me doy para encontrarle sentido a mi vida. Así de
sencillo. Así de difícil. Me cuesta vivir con gratuidad. Sin llevar cuentas del
mal que recibo. Sin exigir recibir por cada gota de amor que entrego. Le pido a
Dios en esta Cuaresma aprender a ser más pobre, más libre, más de Dios. Más como
ese niño que lo recibe todo con ojos alegres y sorprendidos. No quiero atesorar
bienes en la tierra sino en el cielo. No quiero guardar para mí cuando muchos a
mi lado pasan miserias. No quiero vivir seguro en los bienes que me sostienen.
Me grabo en el alma la palabra gratuidad. Todo es don. Lo que recibo. Lo que
doy. No tengo derecho a nada en la vida. Todo es misericordia. Si lo entendiera así sería mucho más feliz,
sería más niño, sería más libre.
Quiero que en algo
cambie mi vida en Cuaresma. En algo
importante. No tanto en los detalles. No se trata sólo de pequeños gestos.
Quiero algo más hondo. Un resurgir desde dentro. Volver a nacer. Más amor
verdadero. Más vida, más pasión, más luz, más esperanza. A veces veo que me
atenaza el miedo. Temo perder lo que tengo. Y no lograr lo que sueño. Temo no
ser fiel hasta la muerte. Y pensar, ya cerca de la muerte, que mi vida no ha
sido plena. Temo no estar a la altura, no sé si de lo que yo espero de mí, o quizás
de lo que Dios espera. Me duele mi falta de libertad interior. ¡Cuánto me
importa lo que el mundo piensa de mí, su juicio, su condena! Y vivo atado a mis
inseguridades temiendo perder la fama, la vida. Me hundo en vaguedades y
decisiones poco firmes. Quejándome de una vida que no se parece mucho a la
soñada un día, cuando era joven y mi pecho ardía con grandes ideales. Y soñaba
con cumbres. No logro hacer de mis obras actos de misericordia que lo
transformen todo. Algo me falta. No consigo convertir mi rutina en un caminar
sagrado. Quiero ser santo, me digo, con voz fuerte, para no olvidarme. Y se me
llena la boca de bonitas palabras en las que creo, pero que parecen no
cambiarme por dentro. Y espero tal vez que sea Dios quien lo haga con una
varita mágica. Tocando mi corazón herido. Y yo no hago nada por cambiar mi
senda, mis pasos. No lucho demasiado. Quizás espero un milagro de madurez. O me
conformo con esta vida que llevo. Y me creo que Dios me ama. Al menos eso me
dijo un día. Pero yo no amo, ni tan siquiera me amo. Amar cuesta renuncia y
renunciar me duele. Y la exigencia que necesito no la quiero. Y no sé cómo pero
no quiero renunciar a nada. Quiero los opuestos. Beso dos caminos. No sé si por
eso me cuesta tanto el ayuno. Renunciar a lo que deseo. Aquí y ahora. En este
momento. Renunciar por amor. No porque me lo mandan desde arriba con orden
firme. Renunciar para que otros vivan, tengan y sean más que yo. Días sagrados
busco. Una rutina santa. Albergo en mi corazón la esperanza de que un día como
un viento suave se calmen mis ansias perdidas. Mis sueños rotos. Y la sangre
deje de manar de mi herida abierta. Con un abrazo de Dios. Con una palabra
sanadora. No lo sé. Con una mirada. Eso es lo que espero. Creo en el valor
sagrado de mis actos. Y en el poder que tiene mi comportamiento. «El ejemplo es la ligazón más fuerte entre los hombres.
Toda acción despierta en los demás la voluntad de actuar con rectitud, de salir
del sopor de la somnolencia y de llenar las horas de actividad»[6]. Actúo creyendo hacer justicia, y puedo equivocarme. Mis juicios y mis actos
pueden provocar un mal injusto. Luego pretendo retirarme a la oración, lejos de
los hombres, para que no me molesten, para no molestar. Para no hacer daño,
para no ser injusto. Pero entonces mi falta de acción, mi soledad, mi omisión, puede
despertar un mal, un daño que yo nunca he pretendido. Puedo influir actuando y
a la vez no haciendo nada. Puedo hacer el mal y el bien con un acto, con una
omisión. ¡Qué paradoja! Mis silencios y mis palabras pueden cambiar el mundo.
No controlo las consecuencias de mis actos ni de mis omisiones. Yo sólo vivo.
Pero de lo que se deriva de lo que hago o no hago sólo es Dios el dueño. Y yo
no entiendo el poder de una palabra, la atracción de un sí sencillo y oculto,
el poder de un abrazo, la fuerza del silencio. No sé cómo de misteriosa es esta
vida en la que el destino de los hombres se entrelaza en una red donde todo se
une. No puedo vivir aislado de nadie. En algún lugar mis actos ocultos
encuentran eco. Y sabré que mi vivir y mi amar estarán dando un fruto hasta ahora
desconocido. No lo descarto. No me escondo. No miro hacia otro lado para no
verme involucrado en injusticias, para no incurrir yo en el daño que otros
reciben. Quiero aislarme para que no me pese la culpa, para que no me culpen.
No ansío tampoco la gloria si el bien es lo que logro. Prefiero no ser
responsable. Pero es imposible. Siempre mi actuar va a tener consecuencias.
Incluso cuando intento obedecer, sin influir nada en lo que sucede. No hay
manera de permanecer al margen de todo lo que acontece. Sólo puedo decidir cómo
quiero yo actuar en esta vida. Me gustaría desprenderme de mí mismo, de mi ego.
Leía el otro día: «Quien aspira
seriamente a ese desasimiento de su propia honra y de los propios gustos, y es
´sencillo´ en sus acciones, en sus deseos y en sus pensamientos, es decir, si
no conoce más fondo que la gloria y el amor de Dios, ese tal se verá libre de
muchas angustias parásitas del espíritu, y no debe temer las perturbaciones
nerviosas»[7]. Quiero vivir más libre de mis pretensiones. Actúo y hablo con sencillez sin
esperar el reconocimiento de nadie. Me he desasido de mi orgullo que pretende
ser valorado y encontrar paz en el aplauso del mundo. No tienen que imitar mis
gestos. No tienen que repetir mis palabras con su voz. No quiero influir con
mis omisiones en nada de lo que sucede. No es la meta de mi vida. Mis actos
dejarán la huella que sólo Dios conoce. Igual que mis silencios. Pero no me
turbo cuando veo que mis actos pasan desapercibidos y nadie los valora. O no
escuchan mi voz y no siguen mis consejos. Sólo pongo mi vida en las manos de
Dios. Confío en Él. Deseo que Dios actúe
en mí y me use como instrumento.
Miro al cielo. Me gusta hacerlo durante el día, al atardecer y por la noche. El cielo
está lleno de estrellas. Quiero ver las estrellas que me acompañan todo el día.
En la oscuridad de la noche brillan más. Durante el día permanecen ocultas bajo
el sol. Abrahán vio las estrellas: «En
aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: - Mira al cielo; cuenta
las estrellas, si puedes. Y añadió: - Así será tu descendencia. Abrahán creyó
al Señor, y se le contó en su haber. El Señor le dijo: - Yo soy el Señor, que
te sacó de Ur de los Caldeos para darte en posesión esta tierra. Aquel día el
Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos: - A tus descendientes les
daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates». Dios
le hace mirar las estrellas y le promete lo imposible. Una descendencia
bendecida. Su mujer era estéril. Sueña con esa promesa. También yo sueño con un
perpetuarme en el tiempo después de mi ausencia. Permanecer como una estrella
oculta en el cielo. ¿Hay vanidad en mis deseos? Una promesa de Dios en mi alma.
Un deseo de Dios para mi vida. Multiplicar mi descendencia como las estrellas
del cielo. Miro a lo alto. El cielo estrellado en medio de la noche. Soy
miedoso. Tengo miedos concretos. Reales. Algunos infundados. Laceran mi alma y
me vuelven temeroso. Si me caigo. Si pierdo la vida. Si me enfermo. Si me quedo
solo. Si pierdo lo que me hace feliz. Si no vuelvo a tener lo que hoy tengo.
Las estrellas brillan en el cielo. Y en la tierra la lucha, la entrega, el
sacrificio. ¿De qué valen la renuncia y el sacrificio? José Luis Martín
Descalzo relata el cuento del novicio sediento. La historia del un monje que en
el desierto recorría un largo camino bajo el sol a buscar agua. A mitad de
camino podía saciar su sed bebiendo de la fuente de un oasis. Un día vio que
quería renunciar a beber por amor a Dios. Por la noche vio una estrella
brillando con fuerza en el cielo. Se llenó de paz. Así fueron pasando los días.
Cada noche una estrella. Un día un novicio le acompañó en su trabajo diario. El
novicio al ver la fuente se llenó de alegría. El monje dudó y pensó entonces en
el alma pura del novicio: «Si bebía,
aquella noche la estrella no se encendería en su cielo: pero si no bebía,
tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el
eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía
y bebía también. Pero mientras le miraba beber, el anciano monje no pudo
impedir que un velo de tristeza cubriera su alma: aquella noche Dios no estaría
contento con él y no se encendería su estrella»[8].
Pero se equivocó. Esa noche dos estrellas brillaron en el cielo. Dios quiere mi
misericordia. Y quiere que renuncie por amor. Muchas veces en la vida tendré
que renunciar por amor. Es lo que importa. El amor que pongo en lo que hago. Y
sé que, si mi renuncia está llena de amor, una estrella brillará con alegría en
el cielo. Dios quiere que le entregue mi sí gozoso. Mi sí complacido y feliz.
Mi renuncia llena de amor hace brotar la esperanza. Soy un ciudadano de ese
cielo lleno de estrellas, como dice S. Pablo: «Nosotros, por el
contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el
Señor Jesucristo. El transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su
cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo». Estoy
llamado a mantenerme fiel en el amor de Jesús. Soy ciudadano del cielo con el
que sueño. Las estrellas en la noche me hablan de una eternidad que se refleja
en mi alma. De una luz que quiere iluminar las oscuridades de mi mundo interior.
¿Cuál es el sentido de mi renuncia? Que el cielo se llene de estrellas y de luz,
para iluminar a los que viven en tinieblas. Hay muchas personas perdidas que no
tienen esperanza. Y yo estoy llamado a sonreír en medio de mi entrega. Dios
quiere que mi vida sea una estrella que ilumine muchos caminos. Y por eso
necesito que Jesús sea mi luz: «El Señor
es mi luz y mi salvación. ¿A quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién
me hará temblar? Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». En la
noche quiero buscar su rostro. Su luz. Sus estrellas. Su presencia da luz a mis
pasos cuando tiemblan. Tengo miedos, miro al cielo. Creo en esa promesa de
plenitud que me hace. Quiero ser fiel a lo que desea para mi vida. Aspiro al
cielo. Aspiro a las estrellas. No me conformo con una vida mediocre. Aspiro a
amar renunciando, porque el amor cobra vida en el sacrificio de mi propio yo,
de mi propio deseo, de mi egoísmo. Renuncio a una vida pensando en mi
comodidad. Veo fuentes y soy capaz de renunciar por amor. Cargo con la carga de
cada día con alegría en el alma. Dios me ha prometido una descendencia
infinita. Miro al cielo poblado de estrellas. Me ha prometido que mi vida será
fecunda aquí y ahora. Yo no dudo de sus promesas. Dios me ama con locura y me
hace mirar hacia delante. Me pide que persevere. Que no me desespere. Que no
tema. Que cada noche hará brillar para
mí una estrella.
Me gusta pasar del
desierto a la montaña. Subir de golpe de
la sequedad del desierto a la frescura de los árboles y arbustos del monte: «En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a
Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar». Me
gusta subir a lo alto de una montaña. No me quedo en el llano. Hago el
esfuerzo. Veo cómo se van quedando atrás las piedras y los desniveles. Camino
rápido al comienzo, con el paso del tiempo mi ritmo es más tranquilo. Lucho
hasta el extremo en un último paso, en una piedra más, vierto una gota más de
sudor. Lo hago lentamente o con grandes zancadas. Lo importante es dejar la
falda de la montaña y tocar la cima después de muchos pasos. Piedras, arbustos,
tierra. El sol quemando mi rostro. La dureza de la montaña. No es tan fácil
llegar a la cima. A veces dudo y prefiero quedarme atrás, antes de aventurarme
más allá de lo conocido. Me gusta el valle. Es más cómodo. Pero allí la vida tiene
mucho de rutina. Me da miedo caer en lo que describe José Luis Martín Descalzo:
«Muchos iniciaron su juventud llenos de
sueños, proyectos, de planes, de metas que tenían que conquistar. Pero pronto
vinieron los primeros fracasos o descubrieron que la cuesta de la vida plena es
empinada, que la mayoría estaba tranquila en su mediocridad y decidieron balar
con los corderos»[9].
Me puedo conformar con el valle, donde nada es tan costoso. Pensar en subir la
montaña me abruma. Demasiado esfuerzo. ¿Merece la pena? ¿Merece la pena luchar
por los ideales, aspirar a las altas cumbres, tener ante mis ojos el ideal que
inflama mi alma? A Jesús le gustaban los montes. Comenta el P. Kentenich: «El (Señor) prefirió
los montes para retirarse del bullicio del mundo, de los hombres, y elevarse.
Mateo, él suele destacar de manera especial el fuerte vínculo que unía al Señor
con los montes. Cuando ha de esbozar el comienzo de su vida pública y el final,
describe siempre al Señor sobre el monte. Él gira particularmente en torno al
Monte de los Olivos como preparación a Jerusalén, al Gólgota. Por eso debemos
ir primero al Monte de los Olivos, a Getsemaní, y luego ascender con el Señor a
la Cruz y después hasta la Transfiguración. Desde allí se eleva también el
Señor al cielo»[10]. Toda la vida de Jesús fue buscar montes. Desde donde predicar. Desde donde
dejarse transfigurar por la luz de Dios. Montes en los que poder preparar el
corazón para la cruz. Buscaba el silencio lejos del valle. Deseaba el encuentro
con su Padre. Yo necesito salir de los valles de mi rutina. De los valles de mi
mediocridad y desidia. De los valles en los que los problemas parecen sin
respuesta. De los valles en los que el ruido y la presión agotan mis fuerzas.
Necesito apartarme del ruido y subir al monte. Escalar las montañas de los
ideales. Buscar la soledad de la montaña para ver a Dios. Desde lo alto del
monte los problemas son pequeños y la mirada se ensancha. El horizonte enamora.
Me gusta subir al monte. ¿Cuáles son los
montes que me gusta escalar? Me renuevo en mis ideales. Vuelvo a creer.
En el monte Jesús
se transfiguró delante de sus amigos: «Y,
mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de
blancos». En su carne mortal muestra el poder de Dios y los suyos
se llenan de gozo. Tocan la gloria, la vida, la esperanza: «Pedro y sus compañeros se caían del sueño; y, espabilándose, vieron su
gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras estos se alejaban, dijo
Pedro a Jesús: - Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para
ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía». Pedro no
sabe lo que dice. Pero ha tocado el cielo en su carne mortal. Ha visto la
gloria de Dios, su rostro. Ya puede cerrar los ojos y dejarse llevar. Nada más importa.
Nada teme. Me impresiona ese momento. Los discípulos sin saberlo han tocado el
cielo. Quieren quedarse allí para siempre. ¿No he sentido yo a veces lo mismo?
En mi vida ha habido momentos en los que he tenido la misma sensación. El
corazón tranquilo, lleno de gozo. Momentos en los que el cielo se ha hecho
tierra. O la tierra se ha vestido de estrellas. No sé bien cómo. Un encuentro
con el Señor en medio de su Iglesia. Una conversación sagrada en la que Dios se
hace presente. Un amor humano que me habla de cuánto me quiere Dios. Una
canción, un paisaje, un encuentro en familia. Son momentos de Tabor que no
quiero que acaben nunca. Pero acaban, es cierto. Y me dejan un sabor de boca
agridulce. Feliz por haberlos vivido. Triste porque pasan y ya no los puedo
tocar. En esos momentos de cielo en lo alto de mi monte Dios me muestra su
gloria. Y me dice que confíe, que siga creyendo, que no dude nunca. Que después
de la muerte viene siempre la vida y después del monte otra vez el valle. Me
dice que me ama. Que no tema. Que después del dolor viene la paz infinita. Me
consuela. No dudo. Lo sé, porque lo he vivido. Mi alma se llena de paz. No
tengo nada más que hacer. Callo. Como Juan y Santiago que no dicen nada. Así me
siento yo en esos momentos. Me lo guardo todo muy dentro del alma. Allí en el
silencio estoy turbado. ¿Cómo puede retener tanto gozo dentro de mí? No puede.
Es como si estuviera agrietado por dentro y se me escapara esta agua que me
llega del cielo a raudales. La visión de Dios en mi vida. La música celestial
de su presencia. Momentos en los que me siento pleno, realizado, feliz, lleno
de gozo. Duran poco. A veces son sólo segundos. En ocasiones duran más. Son
momentos de Tabor en mi vida. Siento que Jesús me ha llevado como a los suyos a
lo más alto del monte de mi vida para contemplar su gloria. ¿Qué más puedo pedir?
Sobran las palabras. No logro describir
lo que mi corazón siente. Estoy lleno.
Y en medio del
cielo escuchan a Dios: «Todavía
estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar
en la nube. Una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el escogido,
escuchadle». La voz del Padre resuena como en el Jordán. En ese
momento es como si todo encajase. Guardan silencio. No hay palabras: «Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo.
Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que
habían visto». La voz no puede explicar normalmente lo que el corazón
siente. El Padre vuelve a decirles a los hombres cuánto quiere a Jesús. Y
cuánto los quiere a ellos en Jesús. Necesito saber que me quieren. Sin ese amor
que me sostiene no puedo hacer nada. Leía el otro día: «Alguien se puede considerar
inteligente, capaz, etc., pero si nadie lo quiere, se siente un pobre hombre.
Solamente cuando otra persona le dice: ‘yo te quiero’, ‘yo te aprecio’, ‘qué bueno que existas’, entonces adquiere una conciencia real de su
propio valor»[11]. Jesús hoy se experimenta profundamente amado por su
Padre. En Él yo también me siento amado. ¡Qué importante saberme amado por
Dios! ¡Qué necesario encontrar personas que me amen en la tierra con el amor de
Dios! Me da pena encontrar cónyuges que no se aman. Una persona me decía: «Muchas veces veo que no admiro a mi
cónyuge. Algo suyo sí, algo bueno que tiene dentro. Pero tantas veces me quedo
en lo malo y no lo admiro». Sin admiración el amor no crece, no
se hace profundo. Cuando dejo de admirar a quien amo, acabo dejándolo de amar.
Necesito amar con un amor humano. Necesito ser amado para poder amar. Tocar el
abrazo que me sostiene y me levanta. Sentir la mirada que me permite creer en
lo bueno que hay en mí y seguir luchando. El amor humano me conduce al amor de
Dios. En la mirada de unos ojos descubro ocultos los ojos de Dios. Esa voz
misteriosa que me recuerda que soy el hijo predilecto. Es bueno que exista.
Merece la pena que viva y ame. Mi vida es maravillosa. Jesús es el amado del
Padre. El hijo querido. ¿Cómo podrían los discípulos dudar de Él después de lo
visto en el Tabor? Parece imposible. Pero luego surgen el miedo, la
persecución. En medio del caos no recuerdan el cielo del Tabor. Su corazón se
llena de dudas. No son capaces de mirar más allá de la muerte que les amenaza.
A veces me pasa a mí lo mismo. Me han dicho de mil maneras que soy el hijo
amado de Dios. Lo he recordado en momentos de Tabor. He visto que mi vida es
para siempre. Sé que todo lo que hago tiene una repercusión en el cielo. Me han
mostrado la esperanza que guía mis pasos. Me han recordado cuánto valgo. Merece
la pena seguir luchando. En la oscuridad me olvido de lo bueno que he vivido. Dudo
de lo que he visto con mis ojos. ¡Qué traicionero es el corazón! He visto y dudo.
He sido abrazado y desconfío. Construir una relación profunda de confianza
lleva años y muchísimo esfuerzo. Destruir la confianza ganada se logra en un
solo instante de traición. Así de fácil. Necesito tantos momentos de Tabor para
creer que la vida eterna es lo que me espera y que estoy construyendo el cielo
en la tierra. Pero luego en un momento de temor lo olvido todo y desconfío de
ese amor que parecía inconmovible. Me siento Pedro negando a Jesús en una noche
oscura. Me siento como él apartando mi mirada de la suya. Porque he dudado. Y
mi vida entonces ya no parece tan predilecta, tan amada. Necesito volver a recordar tanto amor que hay en mi vida.
domingo, marzo 10, 2019
I Domingo Cuaresma
Deuteronomio 26, 4-10; Romanos 10, 8-13; Lucas 4, 1-13
«En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu
Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando
por el desierto, mientras era tentado por el diablo»
10 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«No
quiero construir desiertos con mi ira, con mi odio, con mi desprecio. Quiero
construir jardines llenos de esperanza. Entregando amor, paz y alegría. Un
jardín lleno de vida»
Siempre me resulta algo extraño recibir ceniza en la
frente como bendición. Una ceniza bendecida.
Los ramos de olivo del domingo de ramos de hace un año convertidos en cenizas.
Cenizas bendecidas con agua bendita. Colocadas en forma de cruz sobre mi frente.
Para que no me olvide de dónde vengo, de a dónde voy. ¿Vengo realmente del
polvo? ¿El cielo acogerá mi polvo
bendecido? El polvo me recuerda que soy pequeño. ¿Me hace falta? Hay ya tantas
personas a mi alrededor que me lo recuerdan. ¿No deberían decirme al bendecirme
que soy maravilloso? ¿Tanto hincapié en mi necesidad de ser humillado? No lo
sé. Al bendecir pronuncio unas palabras: «Polvo
eres y en polvo te convertirás» o «conviértete
y cree en el Evangelio». Puedo elegir. O hablo
del polvo y de la humildad de mi carne. O pido que el alma se convierta y crea.
En ambos casos lo que importa es el signo, la ceniza en forma de cruz sobre mi
frente. Para recordarme que soy pobre y que sin Dios nada puedo. Para que otros
vean en mi frente la señal de humillación. Me hace falta mirar a Dios. Mirar a
Jesús caminando a mi lado en la desolación de mis días, en mi dolor y en mi
cruz, en mi soledad. Verlo abrazándome y diciéndome al oído que no tema, que mi
vida es maravillosa y que conmigo va a hacer grandes milagros. ¿Me lo creo? Me
quedo quieto con una sonrisa extraña y una cruz más extraña aun sobre mi
frente. Saldré a la calle convencido de una cosa: mi vida es maravillosa y yo
soy maravilloso. Y esa cruz es como la corona, o la señal que me distingue. Me
ha marcado Jesús con su cruz para que no me pierda. Soy de los suyos. Lo he
elegido a Él, lo he buscado. Me ha nombrado, me ha venido a ver. Y ha dejado su
huella, su marca, su señal de posesión. No necesito que me humillen más. Ya
bastante lo hace el mundo. Sí necesito comprender que no puedo salvar mi vida
yo solo. No me levanto sobre la tierra. No soy capaz de elevarme por encima de
la muerte. Necesito que Jesús me eleve. Me llame. Me encuentre. Y para ello me
ha marcado. Y yo salgo con una sonrisa. Y me pongo en camino. Y sé que lo que
tengo por delante son cuarenta días de camino, de conversión, de dejarme hacer
por Dios de nuevo. Sobre los tres pilares que se me regalan: el ayuno, la
oración y la limosna. Así los explica el Papa Francisco al comenzar la Cuaresma:
«Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra
actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de ‘devorarlo’ todo, para saciar
nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de
nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la
autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su
misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo
para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos
pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto
en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos
y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad». Miro mi corazón ávido de bienes, ansioso, inquieto. Y deseo que se calme
en el corazón de Dios. Es la Cuaresma un tiempo para detener el tiempo. Para
salir de mí mismo en un éxodo sagrado al encuentro con Dios. Un despojarme de
tanto peso que carga mi alma apegada profundamente a la tierra. Deseo tener una
piel nueva. Un corazón nuevo. Para entender que mi vida sólo tiene sentido
cuando se entrega por amor. Habiendo sido amado. Me inclino para recibir la
bendición. Me arrodillo ante Dios para ser abrazado por su amor. Jesús me
quiere a mí como soy en mi pobreza. En el polvo de mi vida que me ahoga tantas
veces. No sé amar como quisiera. Y siento siempre que el mundo está en deuda
conmigo. O Dios mismo por no haberme dado todo lo que le he pedido. Soy polvo.
El polvo que se pega a los zapatos. El polvo que molesta al meterse en los
ojos. El polvo que cubre los caminos por los que voy y vengo. Soy polvo en este
tiempo que me aturde con su devenir pausado. Mañana habré dejado sólo la huella
en el polvo de mi paso ligero por la vida. ¿Cómo es que me ato tanto a este
camino caduco? Hoy la cruz en mi frente me recuerda a quién le pertenecen mis
días. El hambre de infinito que tengo
sólo en Dios será calmada. Un día. Cuando sea eterno.
La imagen del desierto me acompaña al comenzar el camino
de la Cuaresma. El desierto es el lugar de las tentaciones.
Es el lugar de la búsqueda interior de Jesús. Allí descubre quién es. Bajo la
luz de las estrellas. En el desierto el cielo es más ancho, la mirada más
amplia y las estrellas brillan más. Hasta allí impulsado por el Espíritu
recibido en el Jordán: «En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu
Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando
por el desierto». El desierto es lo opuesto al vergel, a la vida, a la abundancia.
En el desierto hay anhelo de paraíso, de vida plena. «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos
de Dios» (Rm 8,19). El desierto me recuerda la soledad, la sequía, la falta de esperanza. Ir
al desierto significa adentrarme en mi propio mundo interior. Mundo de
opuestos, de tensiones. En mi alma todo clama expectante por el cielo que no
poseo. Veo a mi alrededor signos de desierto. Comenta el Papa Francisco: «En este mundo la armonía generada por la
redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de
la muerte». La amenaza del mal que pretende destruir el bien. El desierto
de un mundo llamado a ser vergel, paraíso. El pecado se ha introducido en la
piel del hombre. Y el paraíso ha dejado de serlo. Continúa el papa: «El hecho de que se haya roto la comunión
con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el
ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha
transformado en un desierto. Se trata del pecado que lleva al hombre a
considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla
para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento
de las criaturas y de los demás». Vivo en un desierto anhelando el jardín.
Es la Cuaresma ese proceso que me lleva al jardín. Dice el Papa Francisco: «La ‘Cuaresma’ del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la
creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que
era antes del pecado original». Es lo que yo anhelo al
comenzar estos días. Siempre me impresiona que muchas películas que hablan de
un tiempo futuro muestran una realidad más parecida a un desierto que a un
jardín. Un mundo de hormigón, de cemento, de soledad, de destrucción. Han
muerto los bosques. Se han secado los mares. Un desierto en el corazón de los
hombres. El pecado que ha roto el vínculo profundo del hombre con Dios. El
corazón humano que deja de buscar a Dios para pasar a creerse él mismo Dios. Me
da miedo que mi vida sea un desierto. Que el mundo en el que vivo y crezco
tenga más de desierto que de jardín. Me gusta mirar cómo crecen las plantas con
su ritmo cadencioso. O pensar en los árboles que hoy abrigan con su sombra y
hace tanto eran sólo un tronco incipiente. Me sorprende el desarrollo lento de
la vida, desde dentro. Entrar en un jardín me habla de vida que crece desde
dentro. Nada sucede rápidamente. Ni la muerte, ni la vida. Todo comienza en
momentos apenas perceptibles. Tal vez es como mi propia vida. No crezco rápidamente.
A veces pienso que no crezco. Luego, con el paso del tiempo lo veo claro. He
crecido, o he envejecido, o he madurado. Todo a fuego lento. O me he acercado a
Dios sin darme cuenta. O me he alejado de Él torpemente. La fidelidad y la
infidelidad son el final de una secuencia. Se juegan en momentos
insignificantes que se suceden. Entre el jardín y el desierto hay cientos de
instantes sagrados. Se suceden sin que me dé casi cuenta. Así es la vida. No
ocurre todo de golpe. No cambia un entorno al instante. No se seca mi alma en
un solo latido. No llego a la meta sin un sinfín de momentos de lucha. La vida
se juega en instantes. Eso lo entiendo. No en uno, en muchos. Siempre puedo
volver a sembrar con la esperanza de la vida. O puedo arrancar lo plantado en
un gesto de ira, acercándome al desierto. Yo construyo jardines. O con mi vida
logro que crezca el desierto. Puedo ir en una dirección. Puedo ir en la otra.
Puedo lograr el oasis dentro del desierto. Puedo hacer que mi vida sea un
desierto en medio de jardines. Leía el otro día una reflexión sobre el
desierto: «El término desierto significa,
etimológicamente, ‘sin hombres’, pero también lugar ‘sin lluvias’ y, por ende, ‘sin plantas’. Para muchos es un lugar vacío, sin vida, monótono, sin
paisaje. Para otros, el desierto es el mundo de los detalles. Puede provocar
multitud de sensaciones: miedo, soledad, desubicación, placidez, euforia». El desierto habla de todo eso. Un espacio vacío de hombres, de lluvias,
de plantas. Un espacio sin vida. Pienso en el desierto como el lugar que teje
mi propia vida alrededor. Cuando el pecado se mete en mi alma y me envenena. Me
aísla. Acaba con la vida que hay en mí. Con la vida que he sembrado. Y me seca.
El pecado que me hace solitario, incapaz de vínculos, amante de espacios vacíos.
Me da miedo ese desierto de extremos. Calor extremo. Frío extremo. Ese desierto
en el que falta el agua que calma la sed. Y las sombras que dan cobijo a mis
miedos. Me da pánico construir desiertos en lugar de jardines. Caer en la
tentación de alejar a los hombres de mí. Y no ser para ellos lugar de acogida,
espacio sagrado en el que pueden echar raíces y dar fruto sano. Anhelo el cielo
en la tierra. El oasis en el desierto de mi vida. La armonía amenazada por el
pecado que mata la vida. Destruyo lo que florece para intentar construir mi
propio desierto. Se seca la vida porque no la cuido. Deja de haber sombras
porque he matado la esperanza. La creación expectante está aguardando el
paraíso, la vida eterna, la vida plena. No quiero construir desiertos con mi
ira, con mi odio, con mi desprecio. Quiero construir jardines llenos de
esperanza. Entregando amor, paz,
alegría. Un jardín lleno de vida.
Me gusta iniciar el camino de la Cuaresma de la mano de
María. No sufrió Ella sólo cuarenta días. Fueron muchos más. El
dolor más hondo de María. El abrazo de Jesús muerto en su regazo. El fracaso
humano de su hijo, el hijo de Dios. Albergando la esperanza de la vida eterna
en su seno. Soñando con el imposible de volver a verlo en la tierra. Sin miedo
cuando todo parecía desmoronarse. ¡Cuánto dolor en el pecho de María! ¡Cuánta
soledad y cuánta angustia! Y el miedo tan humano, tan verdadero. ¿Cómo no temer
cuando todo se ha perdido? Ella conservaba la fe y la esperanza. No dudaba de
su Hijo al que amaba tan íntimamente. Pero los hechos hacían pensar otra cosa.
María vivió su vía crucis, su Calvario. El dolor desgarrado de una Madre. El
silencio sobrecogedor entre lágrimas. María estaba firme al pie de la cruz.
Guardaba silencio ante tanta violencia. Sin gestos. Sin palabras. «La madre de Dios ama a un Dios que no hace
ruido y que consume la violencia humana en el fuego de su amor misericordioso»[1]. Yo también quiero amar a ese Dios del silencio. Me gusta su calma. Su
misericordia infinita. María vive como vive el Dios al que ama, como el Hijo al
que adora. Abraza también en silencio. No hay gritos en sus labios. Ni gestos
de furia impotente. No hay deseo de venganza. Ni rencor. Sólo perdón y
misericordia. Es el mismo Dios al que ama. Como yo que amo a ese mismo Dios.
Pero me siento pequeño al comenzar mi camino hacia el Calvario. A menudo siento
rabia y deseos de venganza. No soporto las injusticias, ni los gritos, ni la
maldad. Hoy me detengo a mirar a María. Leía el otro día: «A tu lado María me gusta ser pequeña. Acercarnos a Ella y aprender a amar
nuestra pequeñez. La ternura de María y su sonrisa nos animan»[2]. María es Madre, es educadora, es reina cuando le
entrego mi impotencia. Me enseña a amar como Ella ama. Me enseña su ternura, su
delicadeza, su respeto. Me enseña a guardar silencios y a acoger callando. Me
enseña a admirar amando y a amar sirviendo. Quiero mirarla a Ella al comenzar
estos cuarenta días. Ella se hace firme al pie de mi cruz sujetando en sus
manos el cáliz con la sangre de su Hijo. Nada se puede perder. Ella permanece
firme sin temer la muerte. María ama como Madre. Ama con un corazón grande, con
ternura, con una sonrisa. Me sostiene a mí para que aprenda a sostener mis
pasos. Me vuelvo niño pequeño en su regazo consciente de mis límites: «Cuando en lugar de
hablar de ’ser niño’ hablamos de ’ser pequeños’, la mirada psicológica vuelve al primer plano. Con ’pequeñez de niño’ nos referimos a la
encantadora humildad del niño»[3]. Me veo pequeño a su lado. Me veo necesitado. Menesteroso. Me gusta mirar a
María al comenzar la Cuaresma para sentir su fuerza. Doy los primeros pasos de
su mano de Madre. Me gusta mirar a María como la mira el P. Kentenich: «Si hemos puesto nuestra vida a entera
disposición de María, ella, de modo similar, también se da totalmente a
nosotros: su brazo poderoso, el brazo de su omnipotencia suplicante, el Niño en
sus brazos, la lengua de fuego sobre su cabeza, en su oído el ‘Ave’, en sus labios el Magníficat
y la espada de siete filos en el corazón»[4]. María lleva en sus manos a Jesús. Lleva el Espíritu Santo en forma de
lengua de fuego. El Fiat en su corazón. La gratitud del magníficat en su alma.
El dolor de la cruz en su corazón herido. Miro a María para que me enseñe a dar
la vida como Ella. Y me enseñe a agradecer, a ser generoso. Soy instrumento
dócil en sus manos. Me dejo llevar por Ella para cambiar el mundo: «María actuará, pero no sin nosotros.
Queremos colaborar. Precisamente esa idea de la colaboración dio pie al Capital
de Gracias. Nada sin nosotros. No sólo debemos nutrirnos del Capital de
Gracias, sino multiplicarlo»[5]. Vengo al santuario a entregarle a María mi vida. Es mi ofrenda. Nada sin
mí, sin mi sí, sin mi entrega, sin mi vida puesta a su servicio. Necesito
decirle que sí con mi Fiat. Y agradecerle su abrazo constante con mi
magníficat. María me salva en medio de las dudas y los miedos. Me salva, me
utiliza porque soy su instrumento. Sin su poder no puedo hacer nada. Su brazo
fuerte. Su misericordia infinita. En su silencio me sumerjo para guardar
silencio. Pero no me desentiendo de la vida. Puedo dar más, ser más generosos.
Cargando con mi cruz me convierto en instrumento de paz, de sanación para los
que cargan a mi lado. Miro su confianza ciega en Jesús. La miro a Ella porque
deseo tener una mirada pura, un alma
inmaculada, un amor profundo y cálido. Es lo que quiero. En sus manos puedo.
El demonio tienta a Jesús. En la soledad del desierto es tentado: Jesús «era tentado por el diablo».
Ser
tentado es lo más humano. La tentación me toca en mi debilidad. La debilidad de
Jesús era ser hombre. Había renunciado al poder de Dios. No lo sabía todo, no
lo podía todo, no estaba en todas partes, no era inmortal. Se había limitado en
el tiempo y en el espacio. No podría hacer uso de su esencia divina. Era Dios y
era hombre. No conocía el pecado. No estaba roto por el pecado original. No
tenía la fragilidad que al hombre lo lleva a hacer el mal. Hay en mí dos
fuerzas internas que luchan continuamente. Una de ellas surge de la bondad de
mi alma. De ese Abel que tengo muy dentro. Y otra fuerza me lleva al mal. A
querer el mal. A buscar la maldad que en realidad no deseo. El pequeño Caín que
llevo dentro. Y el demonio conoce mi fragilidad. Sabe que estoy roto y que
puede fácilmente vencer mis resistencias. Puede insinuarme paraísos terrenos
que calmarían mi sed de infinito. Me muestra un cielo en la tierra que él se ha
inventado. Haciéndome creer que seré feliz si como de ese árbol prohibido. O
sigo sus pasos hacia el vergel que él me presenta tan atractivo en medio de mi
desierto, un espejismo. El demonio conoce la renuncia de Jesús. Es el hijo de
Dios. Sabe cómo puede tentar a Jesús. Porque Jesús ha abrazado la carne humana.
Y conoce al mismo tiempo quién es su Padre que lo ama: «Este es mi hijo amado, mi predilecto». Escuchó su voz en el Jordán
y algo saltó en su vientre. Un anhelo de infinito que encontraba un eco muy
hondo. Era Dios. Era el hijo de Dios. Pero no tenía todo el poder de Dios.
Limitado en su carne había abrazado el querer de hombre. Su voluntad débil. Su
alma frágil. El demonio se acerca sigiloso en el silencio de su desierto. Lo ve
con hambre, necesitado porque es hombre. Lo tienta con la posibilidad de no
dejar de ser Dios. Es la mayor tentación para el Hijo de Dios. No tiene por qué
renunciar a tanto. Podría ser Dios entre los hombres. Capaz de todo. Sin
límites. Hacedor de milagros. Un mago. ¿Para qué tanta renuncia? ¿Qué sentido
tiene? Podría salvar a todos. Ser adorado por todos. Respetado por todos.
Incluso temido por todos. ¿Por qué no? El demonio tienta a Jesús que es hombre,
que es Dios. También me tienta a mí como hombre. Quiero ser como Dios. Quiero
ser perfecto y hacerlo todo bien. Quiero hacer todo lo que me propongo. El demonio
conoce mi debilidad humana y se acerca. Tengo una fragilidad en mi alma. Dice
el P. Kentenich: «El hombre siempre tuvo dificultades para arraigarse en el mundo
sobrenatural porque su naturaleza está lesionada, agobiada e infectada por el
pecado original»[6]. Soy
débil. Tengo una herida, la mía, nadie más la tiene igual. La forma de mi
herida es mi forma original de vivir. Estoy herido. Comenta S. Agustín: «Aunque en el Paraíso,
antes de pecar, no podía todas las cosas, con todo, lo que no podía no lo
quería, y por eso podía todo lo que quería; pero ahora, el hombre se ha vuelto
semejante a la vanidad [en vez de semejante a Dios]; pues ¿quién podrá referir
cuánta inmensidad de cosas quiere que no puede, entretanto que él mismo a sí
propio no se obedece?»[7]. Soy
frágil en mi pecado. Ahora no puedo hacer lo que quiero hacer. Antes lo que no
podía no lo quería. Ahora lo deseo, lo quiero. No acepto la renuncia. Me rebelo
contra la impotencia. Sueño con lo que no he elegido. Desprecio lo que poseo. Anhelo
lo que no me pertenece. Por envidia, por vanidad, por orgullo. El demonio
conoce mi alma enferma y me seduce mostrándome como posible lo que deseo. Sabe
que soy frágil en mis amores. Y que lo que hoy deseo mañana lo cambio sin
problema. Conoce la facilidad con la que caigo en la infidelidad y lo rápido
que me canso de las cosas. Conoce mi alma hasta lo más profundo y por eso me
tienta. Me muestra como posible lo que mi alma apetece. Quiere que lo posea
todo, que lo sea todo, que lo pueda todo. ¿Cuál es mi mayor tentación? Tendrá
que ver con mi herida fundamental. Con mi carencia más honda. O no he sido tan
querido como necesito. O no me han valorado en mi entrega y generosidad. O me
han dejado solo y no me han buscado ni enaltecido cuando lo necesitaba. O no me
han dejado la libertad que precisaba y estoy herido. Y entonces la tentación
entra como el agua por la grieta. Se desliza suavemente sin hacer ruido. Cuando
intento darme cuenta es tarde. Hay un fango en mi interior que retiene mis
pasos. No puedo salir. La voluntad claudica y me veo arrastrado hacia dónde no
quiero ir. Es un muro contra el que choco sin poder resistirme. Imposible
resistir su fuerza. Tal vez demasiado tarde para oponer resistencia. Cuando he
dejado entrar el agua suave, o la brisa suave, sin hacer nada por evitarlo. Ya
está todo hecho. Una vez el agua dentro, o el viento dentro. No puedo pararlo
con mi voluntad. He caído. Y me maldigo a mí mismo. Pero no es culpa mía por
esa caída última. Es más bien antes cuando debería haber parado los pasos.
Antes de todo. Cuando aún era más fuerte que el agua débil o que la brisa
suave. En ese momento podía. Después ya
no.
El
demonio tienta a Jesús con la posibilidad de satisfacer sus deseos. Le
ofrece renunciar a sus límites para poder ser Dios: «Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió
hambre. Entonces el diablo le dijo: - Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra
que se convierta en pan. Jesús le contestó: - Está escrito: - No sólo de pan
vive el hombre». Es la primera tentación. Jesús
tiene hambre y sed después de cuarenta días. Son necesidades básicas. Basta una
orden suya para conseguir alimento. Aquel que resucitará a los muertos y dará
de comer a tantos, ¿no podría en su necesidad satisfacer su hambre? Era
sencillo hacerlo. Trasgredir una norma en beneficio propio. ¿Era ese el sentido
de su camino en la tierra? ¿Había asumido mi condición mortal para satisfacer
sus propios deseos? Una persona me decía hace un tiempo: «Yo nunca pido nada para mí. No puedo. Me supera. A veces pido para
otros. Se lo pido con intensidad a Jesús. Y en ese momento estoy seguro de que
Dios me lo va a conceder. Cada vez que lo he hecho, lo he comprobado». Me
impresionaron sus palabras. No pedía milagros propios. Me reconocí en mi
miseria. Yo sí que pido milagros para mí. Quiero mi bienestar. Busco satisfacer
mi hambre. Intento siempre saciar mi sed y calmar mis ansias. Es verdad que no
siempre obtengo lo que busco. Me frustro en mis peticiones y me amargo cuando
veo que no hay respuesta. Clamo a Dios y me quejo ante Él porque no hace caso a
mi súplica. Yo no tengo el poder de darme de comer a mí mismo. Pero si lo
tuviera, caería en la tentación de utilizarlo, lo sé seguro. Uso mis dones para
mi bien. ¿Es ese el fin de los dones que Dios me da? No lo creo. Me da tanto
para que yo lo entregue. Para que me vacíe por amor. Para que piense en los
otros antes que en mí. Para que ponga a los demás en el centro y así yo me
descentre. Comenta el Papa Francisco: «Hagámonos
prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo
con ellos nuestros bienes espirituales y materiales». Pienso en el hambre
del que está cerca de mí. El que sufre, el que está solo, el que no tiene. Yo
vivo tantas veces saciado, colmado, satisfecho. Y no es ese el fin de mi vida.
No soy cristiano para vivir así. Miro a
mi alrededor. Dejo de mirarme a mí. Para mirar el corazón de los que Dios me
confía.
Tienta
el demonio a Jesús con la posibilidad de ser poderoso: «Después, llevándole a
lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le
dijo: -Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y
yo lo doy a quien quiero. Si Tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo.
Jesús le contestó: - Está escrito: - Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo
darás culto. Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y
le dijo: - Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: - Encargará
a los ángeles que cuiden de ti, y también: - Te sostendrán en sus manos, para
que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le contestó: - Está mandado: - No
tentarás al Señor, tu Dios». Dueño de todos los
reinos. Inmortal. Invencible. ¿Acaso no era Dios? Esa tentación podía debilitar
el corazón de Jesús. Podría hacerlo dudar. Hacer uso de su poder divino.
Olvidarse de su impotencia. Renunciar a la pobreza de la carne. Y adorar al
demonio. Volver el corazón hacia el mal. Me tienta el poder. De nuevo pongo el
acento en mi yo. Quiero tener poder. Quiero que no me hagan daño. Quiero ser
eterno. Lo llevo impreso en el corazón como un deseo con el que nazco. Que todo
sea mío. Y a cambio, ¿arrodillarme ante el demonio? ¿Convertirme en su servidor
para tener vida, para tener poder? A veces veo que tengo un precio. Estoy
dispuesto a renunciar a mis principios, a mis creencias, a cambio de un bien
que me ofrecen. «Si haces esto…». Hay
siempre una condición. Si dejo de lado mi fe, mis creencias, mis principios. Si
renuncio a mi pobreza. Si me callo. Simplemente tengo que decir que sí a lo que
me piden. Parece sencillo, sólo es un trueque. Renuncio a ser honesto,
verdadero, auténtico, fiel, honrado. Renuncio a amar, renuncio a poner al otro
en el centro. Renuncio a mis límites. Me dejo tenar para conseguir un deseo que
creo que me hará libre. Pero no es así. El límite forma parte de mi felicidad.
Leía el otro día: «El deseo y la
limitación constituyen dos aspectos inseparables de una misma componente, en el
sentido de que ambos van siempre juntos, es decir, que sólo en la fantasía
pueden concebirse por separado. Sin límites no puede haber orden y estabilidad»[8]. Mi corazón se deja tentar fácilmente. El límite forma parte de mi camino.
Es mi verdad más profunda. Tengo límites porque soy mortal, contingente,
humano, débil. Y yo quiero el poder. Me tienta que me obedezcan, que hagan lo
que les pido. Y abuso de mi poder cuando lo tengo en mis manos. Soy poderoso
sólo porque han confiado en mí. ¿Cómo uso ese poder? Quiero ser honesto. No
renunciar a mis principios. Ser auténtico y fiel. El límite forma parte de mi
vocación. Tengo límites que me hacen más humano. Los acepto. Hay deseos que no
se harán nunca realidad. Lo veo con mucha paz y libertad. No deseo lo imposible
que no forma parte de mi camino. Y
sonrío ante esa renuncia que me hace más libre.
Hoy siento que me gusta estar protegido y no caer. No quiero ser herido. No quiero morir. Pero también sé que no tengo que
servir al mal para conseguirlo. Miro a Dios y escucho las palabras que hoy
repito en el salmo: «Está conmigo, Señor,
en la tribulación. No se te acercará la desgracia. Te llevarán en sus palmas,
para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras,
pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré
porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la
tribulación, lo defenderé, lo glorificaré». El Señor es mi Dios. Él me
protegerá. No tengo que temer los infortunios ni las desgracias. Miro mi
historia sagrada. Hoy escucho la historia de Moisés: «Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció
allí. Luego creció hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los
egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura
esclavitud. Entonces clamamos al Señor, y el Señor escuchó nuestra voz, miró
nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de
Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y
portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que
mana leche y miel». Miro mi propia historia. He sido salvado. No tengo que
renunciar a nada para vivir confiado. Dios me lleva en la palma de su mano.
Miro a Dios que me quiere con locura y me recuerda que no me va a dejar nunca.
Esa confianza es la que me salva. No tengo que vender mi alma para conseguir lo
que deseo. Dios conduce mis pasos. Lo que sucede es que me olvido de mi historia
de alianza. Dios me ha elegido, me ha llamado, me ha ido a buscar y nunca me ha
dejado solo. Tal vez sólo tengo que vivir con más libertad interior en el
presente sin desear lo que no me da la felicidad. En ocasiones me tientan
poderes y bienes que no me harán feliz ni pleno. Y en medio de mi vida creo que
son los bienes más importantes que deseo. Pero no lo son. Si tomo distancia. Si
me alejo un poco. Si subo a lo alto de la montaña. Dejan de ser tan relevantes.
No me atraen tanto esos deseos. Hoy escucho: «Nadie que cree en Él quedará defraudado». Miro mi camino. Dios me
hará salir del desierto. O mejor, convertirá mi desierto en jardín. Hará que
florezca mi alma. Calmará mi sed por dentro. Y me dará la paz que necesito. Esa
es la certeza con la que empiezo la Cuaresma. A veces me agobio pensando en
este tiempo. Como unas semanas en las que la renuncia está en primer plano.
Pero no es lo central, me equivoco. Quiero cultivar en estos días el anhelo de
una vida más plena. Más llena. Más de Dios. Quiero que el desierto de mi alma,
donde reina a menudo el caos y el vacío, se vista de cielo y de jardín. Quiero
que mis deseos inconsistentes queden al margen del camino. Porque con
frecuencia no me hace feliz la mera satisfacción de mis deseos. Miro fuera de mí.
Al prójimo. Miro a Dios en mi historia que es siempre fiel. Él nunca renuncia a
mí, me busca, me sigue. Cuenta conmigo. Quiere que tenga paz y sea feliz. Eso
es lo que le importa. Pero quiere que en este tiempo me libere de tantas
tentaciones y cadenas que me atan y me quitan la libertad. Quiere que se
ensanche mi alma para amar más. Quiere que haya más silencio en mi interior
dejando de lado los ruidos que me enloquecen. Quiere que viva para Él buscándolo
en los demás y en lo profundo de mi corazón. Son días sagrados llenos de luz,
de misericordia. Miro mi historia. Dios me ama con locura. Lo he visto a lo
largo de mi vida. Mi padre es un arameo errante. Así comienzo mi historia de
salvación. Dios vino a sacarme de mi esclavitud para hacerme hijo suyo. Escuchó
mis gritos de dolor y vino a abrazarme y sostenerme. Así de cercano y humano es ese amor que se hace carne para mostrarme
desde sus límites humanos cuánto me quiere.
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