domingo, marzo 17, 2019

II Domingo Cuaresma


Génesis 15, 5-12. 17-18; Filipenses 3, 17. 4,1; Lucas 9, 28b-36
«Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle»
17 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«Le pido a Dios aprender a ser como ese niño que lo recibe todo con ojos alegres y sorprendidos. No quiero atesorar bienes en la tierra sino en el cielo. Me grabo en el alma la palabra gratuidad»
El amor inmaduro, primitivo y egoísta está muy presente en mi corazón. Pienso en mí. Actúo de acuerdo con lo que deseo. Quiero poseer, retener, decidir. ¿Es el amor que he recibido el que me ha hecho amar así? Ya no lo sé. Puede que sí. O puede que esté en mí desde el comienzo ese deseo egoísta de poseer lo que deseo. Un amor herido, un amor enfermo, un amor infantil, de niño egoísta y malcriado. Un amor que lo espera todo de todos, pero sólo da a cuentagotas. Un amor que sueña con la eternidad mientras teje días fugaces. Un amor esquivo y superficial. Un amor que olvida y teme hacerse responsable. Un amor que se justifica y critica al que no ama bien. Un amor que se apasiona y huye al mismo tiempo. Mi amor es de extremos. De declaraciones valientes y actos cobardes. De abrazos que hablan de un sí para siempre, y saludos torpes para cambiar de rumbo. Un amor que lleva cuentas del mal que recibe. Y del bien que ha hecho. Quisiera aprender a amar con un amor distinto. Quizás tendría que volver a nacer de nuevo. Me parece imposible. En mi carne ya arrugada veo las estrías del desgaste. Las canas del tiempo invertido. Y el hueco profundo de un vacío que sueña ser colmado. Mi amor de hombre herido clama a Dios por un amor más grande. Y le suplica exánime que sea Él quién en mí ame. De otra forma no lo veo posible. Espero el don de una gracia que ensanche mi corazón y lo haga blando, tierno, misericordioso. Lo veo tan endurecido por los caminos empolvados. Sueño con el amor que no tengo mientras sigo amando a duras penas rostros que pasan. Queriendo anclarme en las almas. Queriendo servir la vida. Y queriendo dejar de lado mi amor propio. No lo consigo. Me gusta el amor del que me habla el P. Kentenich: «Para poder acoger plenamente al tú debo disponerme interiormente para un amor que soporta y sobrelleva. El tú también debe soportarme. Es el amor que apoya en momentos difíciles, que es solidario, capaz de perdonar, de tomar iniciativas de amor»[1]. Un amor así es un don que no puedo dejar de suplicar cada mañana cuando contemplo atónito los pasos dados en falso, habiendo herido a otros. Vivo un amor infantil contra el que lucho. No quiero amar así, quiero amar con un amor sacrificado. Quiero aprender a renunciar para que el otro sea más. Más pleno. Más libre. Sueño con un amor acrisolado en las pruebas a las que me somete la vida. Un amor capaz de poner siempre al tú antes que al propio yo egoísta. Renunciando a mis deseos. Aceptando los límites. Dios me ha regalado la vocación de amar para la eternidad, sin pausa, sin miedo. Aspiro a vivir un amor que sueña con ser eterno y se desgasta en días de invierno. Un amor que quiere crecer en la entrega diaria, en el sacrificio, en la renuncia, sin quejas, sin condenas. Quiero aprender a amar desde la cruz de Cristo, donde crece el amor que yo entrego. Sólo cuando pongo al tú por delante de mis intereses particulares y mis egoísmos logro que el amor se haga más grande. Cuando me preocupo por el otro y sus necesidades, abriendo mi mirada. Sólo así el amor se convierte en un servicio desinteresado y alegre a la vida que se me confía. ¡Qué lejos estoy de amar como Dios ama! Leía el otro día: «Amar consiste en recibir sin defensa al otro que viene con la certeza de ser acogido por él sin ser juzgado condenado ni comparado. Es una victoria de la debilidad. Amor sin límites»[2]. Un amor que acoja y comprenda. Un amor que sepa renunciar en detalles pequeños. Un amor que admire y sostenga a la persona amada. Un amor así me parece imposible. Cuando vivo contando lo que recibo y volviéndome remiso en la entrega de mi vida. El amor de Dios es ágape, caridad, un amor que desciende y se abaja para ponerse a mi altura. Así quiero amar yo. Descendiendo de mi orgullo, de las murallas que guardan mi alma, de mi vanidad engreída. Abajándome para darme desde el polvo a quien me espera.
Tiene la Cuaresma más de gratuidad y menos de deberes. Más que el pago por lo que hago la Cuaresma es un amor que se entrega y sólo espera recibir amor como don. No lo consigo. Espero que me paguen por mi vida entregada. Quiero que me agradezcan por todo lo que hago. La palabra don se me olvida. A cambio me lleno de derechos. No recuerdo quizás que en mi vida casi todo es gratis. Tengo la vida como don, no como derecho. Recibo y vivo con alegría sin esforzarme por ello. Leía el otro día: «Pobreza espiritual es volverse hacia Dios para recibir sin medida y hacia los demás para dar sin llevar la cuenta. Recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente»[3]. Quiero ser pobre para valorar todo como don. Pobre para poder llenarme estando vacío. Pobre para que no me sienta con derecho a poseer, a tener, a recibir nada. Pobre al ser consciente de que todo en mi historia sagrada es gratuidad. Quiero ser pobre que vive agradeciendo. ¡Cuánto me cuesta agradecer y darme cuenta de que todo lo que tengo es don! Se me llena la boca clamando por mis derechos. Me creo que es justo recibir lo que recibo. Pero luego me guardo y no doy. No siento que tenga la obligación. No debo nada a nadie. No entiendo la gratuidad. He recibido dones que se convierten en tarea en mi vida. Y recibo el pago por ellos. Mi carrera profesional, mis logros en la vida, mis talentos, son pagados. Incluso me llegan a pagar por publicar mi vida en las redes sociales. Se paga todo. Y yo exijo el pago. Y no doy mi don cuando no me pagan por ello. No acabo de entender la gratuidad. Me creo con derecho a recibir siempre por dar lo que es mío. Se me olvida que a la vez es un don que un día me hicieron. Mis talentos, mis conocimientos, mis capacidades. Todo es don al servicio del hombre que necesita mi don. Y yo lo vendo, lo alquilo, me sirvo de lo que he recibido gratis. No acabo de entender la gratuidad. Ni el sentido profundo de ser pobre de espíritu. «La pobreza espiritual es la libertad de recibirlo todo gratuitamente y darlo todo gratuitamente. No estar centrado en sí mismo, sino solo en Dios»[4]. Cuando estoy centrado en mí mismo me vuelvo exigente. Nada está en orden ni en paz. Alguien me debe algo. Tengo derecho a más de lo que recibo. Quiero seguir a Jesús, pero demando recibir el ciento por uno. Que me den más de lo que he ofrecido. Tengo derecho. Mis derechos van por delante. Exijo que me paguen. Y me vuelvo avaricioso. A veces el que más tiene es el que más acumula. Es pobreza en el fondo. Pero de esa pobreza que enferma el alma. Yo quiero la pobreza del que sólo tiene para dar. Del que no retiene lo que posee, temiendo momentos malos en el futuro. Del que se desgarra amando y sirviendo. Del que no vive con miedo a quedarse vacío. Esas personas me sorprenden. Es como si tuvieran agujeros en las manos. Donde ven una necesidad actúan. No esperan recibir nada a cambio. Ni siquiera las gracias. Seguro que es así como se cambia el mundo. Pero me cuesta vivir de esa manera. Con esa libertad interior. Con esa pureza en la mirada. Con esa paz en el alma. Me gustaría vivir la Cuaresma como un camino de desprendimiento de mis derechos y exigencias. Leía el otro día: «La pobreza implica el desprendimiento y la separación de todo lo que es superfluo y constituye un obstáculo para el crecimiento de la vida interior. Si queremos entrar en Dios tenemos que ser pobres. No hay mayor pobre que Dios que vive solamente en el amor. En la pobreza somos totalmente dependiente del otro»[5]. Jesús me enseña el camino de la gratuidad. Se da por entero. No se guarda nada para Él. No piensa en su bienestar, ni en su salud. No calcula su tiempo. No mide sus derechos. Es desprendido de todo mientras camina hacia la cruz. En el desierto anticipa lo que luego será su vida amando hasta el extremo. No tiene dónde reposar la cabeza. Y su entrega gratuita no es comprendida ni aceptada. No lo siguen por lo que Él es sino por lo que da a los que no tienen. ¡Qué pobreza tan grande! Se vacía por amor y a veces recibe a cambio desprecio, odio, indiferencia. Quiere enseñarme a amar como Él ama y yo me resisto, porque quiero ser poderoso y recibir mucho a cambio de poco. Me he acostumbrado a los criterios del mundo. Tengo que pagar para obtener lo que quiero. Y me tienen que pagar si quieren recibir lo que yo poseo. Es la paradoja del cristianismo. Me vacío para llenarme. Me doy para encontrarle sentido a mi vida. Así de sencillo. Así de difícil. Me cuesta vivir con gratuidad. Sin llevar cuentas del mal que recibo. Sin exigir recibir por cada gota de amor que entrego. Le pido a Dios en esta Cuaresma aprender a ser más pobre, más libre, más de Dios. Más como ese niño que lo recibe todo con ojos alegres y sorprendidos. No quiero atesorar bienes en la tierra sino en el cielo. No quiero guardar para mí cuando muchos a mi lado pasan miserias. No quiero vivir seguro en los bienes que me sostienen. Me grabo en el alma la palabra gratuidad. Todo es don. Lo que recibo. Lo que doy. No tengo derecho a nada en la vida. Todo es misericordia. Si lo entendiera así sería mucho más feliz, sería más niño, sería más libre.
Quiero que en algo cambie mi vida en Cuaresma. En algo importante. No tanto en los detalles. No se trata sólo de pequeños gestos. Quiero algo más hondo. Un resurgir desde dentro. Volver a nacer. Más amor verdadero. Más vida, más pasión, más luz, más esperanza. A veces veo que me atenaza el miedo. Temo perder lo que tengo. Y no lograr lo que sueño. Temo no ser fiel hasta la muerte. Y pensar, ya cerca de la muerte, que mi vida no ha sido plena. Temo no estar a la altura, no sé si de lo que yo espero de mí, o quizás de lo que Dios espera. Me duele mi falta de libertad interior. ¡Cuánto me importa lo que el mundo piensa de mí, su juicio, su condena! Y vivo atado a mis inseguridades temiendo perder la fama, la vida. Me hundo en vaguedades y decisiones poco firmes. Quejándome de una vida que no se parece mucho a la soñada un día, cuando era joven y mi pecho ardía con grandes ideales. Y soñaba con cumbres. No logro hacer de mis obras actos de misericordia que lo transformen todo. Algo me falta. No consigo convertir mi rutina en un caminar sagrado. Quiero ser santo, me digo, con voz fuerte, para no olvidarme. Y se me llena la boca de bonitas palabras en las que creo, pero que parecen no cambiarme por dentro. Y espero tal vez que sea Dios quien lo haga con una varita mágica. Tocando mi corazón herido. Y yo no hago nada por cambiar mi senda, mis pasos. No lucho demasiado. Quizás espero un milagro de madurez. O me conformo con esta vida que llevo. Y me creo que Dios me ama. Al menos eso me dijo un día. Pero yo no amo, ni tan siquiera me amo. Amar cuesta renuncia y renunciar me duele. Y la exigencia que necesito no la quiero. Y no sé cómo pero no quiero renunciar a nada. Quiero los opuestos. Beso dos caminos. No sé si por eso me cuesta tanto el ayuno. Renunciar a lo que deseo. Aquí y ahora. En este momento. Renunciar por amor. No porque me lo mandan desde arriba con orden firme. Renunciar para que otros vivan, tengan y sean más que yo. Días sagrados busco. Una rutina santa. Albergo en mi corazón la esperanza de que un día como un viento suave se calmen mis ansias perdidas. Mis sueños rotos. Y la sangre deje de manar de mi herida abierta. Con un abrazo de Dios. Con una palabra sanadora. No lo sé. Con una mirada. Eso es lo que espero. Creo en el valor sagrado de mis actos. Y en el poder que tiene mi comportamiento. «El ejemplo es la ligazón más fuerte entre los hombres. Toda acción despierta en los demás la voluntad de actuar con rectitud, de salir del sopor de la somnolencia y de llenar las horas de actividad»[6]. Actúo creyendo hacer justicia, y puedo equivocarme. Mis juicios y mis actos pueden provocar un mal injusto. Luego pretendo retirarme a la oración, lejos de los hombres, para que no me molesten, para no molestar. Para no hacer daño, para no ser injusto. Pero entonces mi falta de acción, mi soledad, mi omisión, puede despertar un mal, un daño que yo nunca he pretendido. Puedo influir actuando y a la vez no haciendo nada. Puedo hacer el mal y el bien con un acto, con una omisión. ¡Qué paradoja! Mis silencios y mis palabras pueden cambiar el mundo. No controlo las consecuencias de mis actos ni de mis omisiones. Yo sólo vivo. Pero de lo que se deriva de lo que hago o no hago sólo es Dios el dueño. Y yo no entiendo el poder de una palabra, la atracción de un sí sencillo y oculto, el poder de un abrazo, la fuerza del silencio. No sé cómo de misteriosa es esta vida en la que el destino de los hombres se entrelaza en una red donde todo se une. No puedo vivir aislado de nadie. En algún lugar mis actos ocultos encuentran eco. Y sabré que mi vivir y mi amar estarán dando un fruto hasta ahora desconocido. No lo descarto. No me escondo. No miro hacia otro lado para no verme involucrado en injusticias, para no incurrir yo en el daño que otros reciben. Quiero aislarme para que no me pese la culpa, para que no me culpen. No ansío tampoco la gloria si el bien es lo que logro. Prefiero no ser responsable. Pero es imposible. Siempre mi actuar va a tener consecuencias. Incluso cuando intento obedecer, sin influir nada en lo que sucede. No hay manera de permanecer al margen de todo lo que acontece. Sólo puedo decidir cómo quiero yo actuar en esta vida. Me gustaría desprenderme de mí mismo, de mi ego. Leía el otro día: «Quien aspira seriamente a ese desasimiento de su propia honra y de los propios gustos, y es ´sencillo´ en sus acciones, en sus deseos y en sus pensamientos, es decir, si no conoce más fondo que la gloria y el amor de Dios, ese tal se verá libre de muchas angustias parásitas del espíritu, y no debe temer las perturbaciones nerviosas»[7]. Quiero vivir más libre de mis pretensiones. Actúo y hablo con sencillez sin esperar el reconocimiento de nadie. Me he desasido de mi orgullo que pretende ser valorado y encontrar paz en el aplauso del mundo. No tienen que imitar mis gestos. No tienen que repetir mis palabras con su voz. No quiero influir con mis omisiones en nada de lo que sucede. No es la meta de mi vida. Mis actos dejarán la huella que sólo Dios conoce. Igual que mis silencios. Pero no me turbo cuando veo que mis actos pasan desapercibidos y nadie los valora. O no escuchan mi voz y no siguen mis consejos. Sólo pongo mi vida en las manos de Dios. Confío en Él. Deseo que Dios actúe en mí y me use como instrumento.
Miro al cielo. Me gusta hacerlo durante el día, al atardecer y por la noche. El cielo está lleno de estrellas. Quiero ver las estrellas que me acompañan todo el día. En la oscuridad de la noche brillan más. Durante el día permanecen ocultas bajo el sol. Abrahán vio las estrellas: «En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrahán y le dijo: - Mira al cielo; cuenta las estrellas, si puedes. Y añadió: - Así será tu descendencia. Abrahán creyó al Señor, y se le contó en su haber. El Señor le dijo: - Yo soy el Señor, que te sacó de Ur de los Caldeos para darte en posesión esta tierra. Aquel día el Señor hizo alianza con Abrahán en estos términos: - A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río Éufrates». Dios le hace mirar las estrellas y le promete lo imposible. Una descendencia bendecida. Su mujer era estéril. Sueña con esa promesa. También yo sueño con un perpetuarme en el tiempo después de mi ausencia. Permanecer como una estrella oculta en el cielo. ¿Hay vanidad en mis deseos? Una promesa de Dios en mi alma. Un deseo de Dios para mi vida. Multiplicar mi descendencia como las estrellas del cielo. Miro a lo alto. El cielo estrellado en medio de la noche. Soy miedoso. Tengo miedos concretos. Reales. Algunos infundados. Laceran mi alma y me vuelven temeroso. Si me caigo. Si pierdo la vida. Si me enfermo. Si me quedo solo. Si pierdo lo que me hace feliz. Si no vuelvo a tener lo que hoy tengo. Las estrellas brillan en el cielo. Y en la tierra la lucha, la entrega, el sacrificio. ¿De qué valen la renuncia y el sacrificio? José Luis Martín Descalzo relata el cuento del novicio sediento. La historia del un monje que en el desierto recorría un largo camino bajo el sol a buscar agua. A mitad de camino podía saciar su sed bebiendo de la fuente de un oasis. Un día vio que quería renunciar a beber por amor a Dios. Por la noche vio una estrella brillando con fuerza en el cielo. Se llenó de paz. Así fueron pasando los días. Cada noche una estrella. Un día un novicio le acompañó en su trabajo diario. El novicio al ver la fuente se llenó de alegría. El monje dudó y pensó entonces en el alma pura del novicio: «Si bebía, aquella noche la estrella no se encendería en su cielo: pero si no bebía, tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo. Y, sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él, el novicio, gozoso, bebía y bebía también. Pero mientras le miraba beber, el anciano monje no pudo impedir que un velo de tristeza cubriera su alma: aquella noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su estrella»[8]. Pero se equivocó. Esa noche dos estrellas brillaron en el cielo. Dios quiere mi misericordia. Y quiere que renuncie por amor. Muchas veces en la vida tendré que renunciar por amor. Es lo que importa. El amor que pongo en lo que hago. Y sé que, si mi renuncia está llena de amor, una estrella brillará con alegría en el cielo. Dios quiere que le entregue mi sí gozoso. Mi sí complacido y feliz. Mi renuncia llena de amor hace brotar la esperanza. Soy un ciudadano de ese cielo lleno de estrellas, como dice S. Pablo: «Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. El transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo». Estoy llamado a mantenerme fiel en el amor de Jesús. Soy ciudadano del cielo con el que sueño. Las estrellas en la noche me hablan de una eternidad que se refleja en mi alma. De una luz que quiere iluminar las oscuridades de mi mundo interior. ¿Cuál es el sentido de mi renuncia? Que el cielo se llene de estrellas y de luz, para iluminar a los que viven en tinieblas. Hay muchas personas perdidas que no tienen esperanza. Y yo estoy llamado a sonreír en medio de mi entrega. Dios quiere que mi vida sea una estrella que ilumine muchos caminos. Y por eso necesito que Jesús sea mi luz: «El Señor es mi luz y mi salvación. ¿A quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar? Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». En la noche quiero buscar su rostro. Su luz. Sus estrellas. Su presencia da luz a mis pasos cuando tiemblan. Tengo miedos, miro al cielo. Creo en esa promesa de plenitud que me hace. Quiero ser fiel a lo que desea para mi vida. Aspiro al cielo. Aspiro a las estrellas. No me conformo con una vida mediocre. Aspiro a amar renunciando, porque el amor cobra vida en el sacrificio de mi propio yo, de mi propio deseo, de mi egoísmo. Renuncio a una vida pensando en mi comodidad. Veo fuentes y soy capaz de renunciar por amor. Cargo con la carga de cada día con alegría en el alma. Dios me ha prometido una descendencia infinita. Miro al cielo poblado de estrellas. Me ha prometido que mi vida será fecunda aquí y ahora. Yo no dudo de sus promesas. Dios me ama con locura y me hace mirar hacia delante. Me pide que persevere. Que no me desespere. Que no tema. Que cada noche hará brillar para mí una estrella.
Me gusta pasar del desierto a la montaña. Subir de golpe de la sequedad del desierto a la frescura de los árboles y arbustos del monte: «En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar». Me gusta subir a lo alto de una montaña. No me quedo en el llano. Hago el esfuerzo. Veo cómo se van quedando atrás las piedras y los desniveles. Camino rápido al comienzo, con el paso del tiempo mi ritmo es más tranquilo. Lucho hasta el extremo en un último paso, en una piedra más, vierto una gota más de sudor. Lo hago lentamente o con grandes zancadas. Lo importante es dejar la falda de la montaña y tocar la cima después de muchos pasos. Piedras, arbustos, tierra. El sol quemando mi rostro. La dureza de la montaña. No es tan fácil llegar a la cima. A veces dudo y prefiero quedarme atrás, antes de aventurarme más allá de lo conocido. Me gusta el valle. Es más cómodo. Pero allí la vida tiene mucho de rutina. Me da miedo caer en lo que describe José Luis Martín Descalzo: «Muchos iniciaron su juventud llenos de sueños, proyectos, de planes, de metas que tenían que conquistar. Pero pronto vinieron los primeros fracasos o descubrieron que la cuesta de la vida plena es empinada, que la mayoría estaba tranquila en su mediocridad y decidieron balar con los corderos»[9]. Me puedo conformar con el valle, donde nada es tan costoso. Pensar en subir la montaña me abruma. Demasiado esfuerzo. ¿Merece la pena? ¿Merece la pena luchar por los ideales, aspirar a las altas cumbres, tener ante mis ojos el ideal que inflama mi alma? A Jesús le gustaban los montes. Comenta el P. Kentenich: «El (Señor) prefirió los montes para retirarse del bullicio del mundo, de los hombres, y elevarse. Mateo, él suele destacar de manera especial el fuerte vínculo que unía al Señor con los montes. Cuando ha de esbozar el comienzo de su vida pública y el final, describe siempre al Señor sobre el monte. Él gira particularmente en torno al Monte de los Olivos como preparación a Jerusalén, al Gólgota. Por eso debemos ir primero al Monte de los Olivos, a Getsemaní, y luego ascender con el Señor a la Cruz y después hasta la Transfiguración. Desde allí se eleva también el Señor al cielo»[10]. Toda la vida de Jesús fue buscar montes. Desde donde predicar. Desde donde dejarse transfigurar por la luz de Dios. Montes en los que poder preparar el corazón para la cruz. Buscaba el silencio lejos del valle. Deseaba el encuentro con su Padre. Yo necesito salir de los valles de mi rutina. De los valles de mi mediocridad y desidia. De los valles en los que los problemas parecen sin respuesta. De los valles en los que el ruido y la presión agotan mis fuerzas. Necesito apartarme del ruido y subir al monte. Escalar las montañas de los ideales. Buscar la soledad de la montaña para ver a Dios. Desde lo alto del monte los problemas son pequeños y la mirada se ensancha. El horizonte enamora. Me gusta subir al monte. ¿Cuáles son los montes que me gusta escalar? Me renuevo en mis ideales. Vuelvo a creer.
En el monte Jesús se transfiguró delante de sus amigos: «Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos». En su carne mortal muestra el poder de Dios y los suyos se llenan de gozo. Tocan la gloria, la vida, la esperanza: «Pedro y sus compañeros se caían del sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras estos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: - Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía». Pedro no sabe lo que dice. Pero ha tocado el cielo en su carne mortal. Ha visto la gloria de Dios, su rostro. Ya puede cerrar los ojos y dejarse llevar. Nada más importa. Nada teme. Me impresiona ese momento. Los discípulos sin saberlo han tocado el cielo. Quieren quedarse allí para siempre. ¿No he sentido yo a veces lo mismo? En mi vida ha habido momentos en los que he tenido la misma sensación. El corazón tranquilo, lleno de gozo. Momentos en los que el cielo se ha hecho tierra. O la tierra se ha vestido de estrellas. No sé bien cómo. Un encuentro con el Señor en medio de su Iglesia. Una conversación sagrada en la que Dios se hace presente. Un amor humano que me habla de cuánto me quiere Dios. Una canción, un paisaje, un encuentro en familia. Son momentos de Tabor que no quiero que acaben nunca. Pero acaban, es cierto. Y me dejan un sabor de boca agridulce. Feliz por haberlos vivido. Triste porque pasan y ya no los puedo tocar. En esos momentos de cielo en lo alto de mi monte Dios me muestra su gloria. Y me dice que confíe, que siga creyendo, que no dude nunca. Que después de la muerte viene siempre la vida y después del monte otra vez el valle. Me dice que me ama. Que no tema. Que después del dolor viene la paz infinita. Me consuela. No dudo. Lo sé, porque lo he vivido. Mi alma se llena de paz. No tengo nada más que hacer. Callo. Como Juan y Santiago que no dicen nada. Así me siento yo en esos momentos. Me lo guardo todo muy dentro del alma. Allí en el silencio estoy turbado. ¿Cómo puede retener tanto gozo dentro de mí? No puede. Es como si estuviera agrietado por dentro y se me escapara esta agua que me llega del cielo a raudales. La visión de Dios en mi vida. La música celestial de su presencia. Momentos en los que me siento pleno, realizado, feliz, lleno de gozo. Duran poco. A veces son sólo segundos. En ocasiones duran más. Son momentos de Tabor en mi vida. Siento que Jesús me ha llevado como a los suyos a lo más alto del monte de mi vida para contemplar su gloria. ¿Qué más puedo pedir? Sobran las palabras. No logro describir lo que mi corazón siente. Estoy lleno.
Y en medio del cielo escuchan a Dios: «Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle». La voz del Padre resuena como en el Jordán. En ese momento es como si todo encajase. Guardan silencio. No hay palabras: «Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto». La voz no puede explicar normalmente lo que el corazón siente. El Padre vuelve a decirles a los hombres cuánto quiere a Jesús. Y cuánto los quiere a ellos en Jesús. Necesito saber que me quieren. Sin ese amor que me sostiene no puedo hacer nada. Leía el otro día: «Alguien se puede considerar inteligente, capaz, etc., pero si nadie lo quiere, se siente un pobre hombre. Solamente cuando otra persona le dice:yo te quiero, yo te aprecio, qué bueno que existas, entonces adquiere una conciencia real de su propio valor»[11]. Jesús hoy se experimenta profundamente amado por su Padre. En Él yo también me siento amado. ¡Qué importante saberme amado por Dios! ¡Qué necesario encontrar personas que me amen en la tierra con el amor de Dios! Me da pena encontrar cónyuges que no se aman. Una persona me decía: «Muchas veces veo que no admiro a mi cónyuge. Algo suyo sí, algo bueno que tiene dentro. Pero tantas veces me quedo en lo malo y no lo admiro». Sin admiración el amor no crece, no se hace profundo. Cuando dejo de admirar a quien amo, acabo dejándolo de amar. Necesito amar con un amor humano. Necesito ser amado para poder amar. Tocar el abrazo que me sostiene y me levanta. Sentir la mirada que me permite creer en lo bueno que hay en mí y seguir luchando. El amor humano me conduce al amor de Dios. En la mirada de unos ojos descubro ocultos los ojos de Dios. Esa voz misteriosa que me recuerda que soy el hijo predilecto. Es bueno que exista. Merece la pena que viva y ame. Mi vida es maravillosa. Jesús es el amado del Padre. El hijo querido. ¿Cómo podrían los discípulos dudar de Él después de lo visto en el Tabor? Parece imposible. Pero luego surgen el miedo, la persecución. En medio del caos no recuerdan el cielo del Tabor. Su corazón se llena de dudas. No son capaces de mirar más allá de la muerte que les amenaza. A veces me pasa a mí lo mismo. Me han dicho de mil maneras que soy el hijo amado de Dios. Lo he recordado en momentos de Tabor. He visto que mi vida es para siempre. Sé que todo lo que hago tiene una repercusión en el cielo. Me han mostrado la esperanza que guía mis pasos. Me han recordado cuánto valgo. Merece la pena seguir luchando. En la oscuridad me olvido de lo bueno que he vivido. Dudo de lo que he visto con mis ojos. ¡Qué traicionero es el corazón! He visto y dudo. He sido abrazado y desconfío. Construir una relación profunda de confianza lleva años y muchísimo esfuerzo. Destruir la confianza ganada se logra en un solo instante de traición. Así de fácil. Necesito tantos momentos de Tabor para creer que la vida eterna es lo que me espera y que estoy construyendo el cielo en la tierra. Pero luego en un momento de temor lo olvido todo y desconfío de ese amor que parecía inconmovible. Me siento Pedro negando a Jesús en una noche oscura. Me siento como él apartando mi mirada de la suya. Porque he dudado. Y mi vida entonces ya no parece tan predilecta, tan amada. Necesito volver a recordar tanto amor que hay en mi vida.



[1] J. Kentenich, Extractos de la carta de Nueva Helvecia, 1947-49
[2] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios
[3] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios
[4] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios
[5] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[6] Stefan Zweig, Los ojos del hermano eterno, 58
[7] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[8] José Luis Martín Descalzo, Razones para vivir
[9] José Luis Martín Descalzo, Razones para vivir
[10] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[11] Rafael Fernández de Andraca, El Jardín de María y el 20 de enero

domingo, marzo 10, 2019

I Domingo Cuaresma


Deuteronomio 26, 4-10; Romanos 10, 8-13; Lucas 4, 1-13
«En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo»
10 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban
«No quiero construir desiertos con mi ira, con mi odio, con mi desprecio. Quiero construir jardines llenos de esperanza. Entregando amor, paz y alegría. Un jardín lleno de vida»
Siempre me resulta algo extraño recibir ceniza en la frente como bendición. Una ceniza bendecida. Los ramos de olivo del domingo de ramos de hace un año convertidos en cenizas. Cenizas bendecidas con agua bendita. Colocadas en forma de cruz sobre mi frente. Para que no me olvide de dónde vengo, de a dónde voy. ¿Vengo realmente del polvo? ¿El cielo acogerá mi polvo bendecido? El polvo me recuerda que soy pequeño. ¿Me hace falta? Hay ya tantas personas a mi alrededor que me lo recuerdan. ¿No deberían decirme al bendecirme que soy maravilloso? ¿Tanto hincapié en mi necesidad de ser humillado? No lo sé. Al bendecir pronuncio unas palabras: «Polvo eres y en polvo te convertirás» o «conviértete y cree en el Evangelio». Puedo elegir. O hablo del polvo y de la humildad de mi carne. O pido que el alma se convierta y crea. En ambos casos lo que importa es el signo, la ceniza en forma de cruz sobre mi frente. Para recordarme que soy pobre y que sin Dios nada puedo. Para que otros vean en mi frente la señal de humillación. Me hace falta mirar a Dios. Mirar a Jesús caminando a mi lado en la desolación de mis días, en mi dolor y en mi cruz, en mi soledad. Verlo abrazándome y diciéndome al oído que no tema, que mi vida es maravillosa y que conmigo va a hacer grandes milagros. ¿Me lo creo? Me quedo quieto con una sonrisa extraña y una cruz más extraña aun sobre mi frente. Saldré a la calle convencido de una cosa: mi vida es maravillosa y yo soy maravilloso. Y esa cruz es como la corona, o la señal que me distingue. Me ha marcado Jesús con su cruz para que no me pierda. Soy de los suyos. Lo he elegido a Él, lo he buscado. Me ha nombrado, me ha venido a ver. Y ha dejado su huella, su marca, su señal de posesión. No necesito que me humillen más. Ya bastante lo hace el mundo. Sí necesito comprender que no puedo salvar mi vida yo solo. No me levanto sobre la tierra. No soy capaz de elevarme por encima de la muerte. Necesito que Jesús me eleve. Me llame. Me encuentre. Y para ello me ha marcado. Y yo salgo con una sonrisa. Y me pongo en camino. Y sé que lo que tengo por delante son cuarenta días de camino, de conversión, de dejarme hacer por Dios de nuevo. Sobre los tres pilares que se me regalan: el ayuno, la oración y la limosna. Así los explica el Papa Francisco al comenzar la Cuaresma: «Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad». Miro mi corazón ávido de bienes, ansioso, inquieto. Y deseo que se calme en el corazón de Dios. Es la Cuaresma un tiempo para detener el tiempo. Para salir de mí mismo en un éxodo sagrado al encuentro con Dios. Un despojarme de tanto peso que carga mi alma apegada profundamente a la tierra. Deseo tener una piel nueva. Un corazón nuevo. Para entender que mi vida sólo tiene sentido cuando se entrega por amor. Habiendo sido amado. Me inclino para recibir la bendición. Me arrodillo ante Dios para ser abrazado por su amor. Jesús me quiere a mí como soy en mi pobreza. En el polvo de mi vida que me ahoga tantas veces. No sé amar como quisiera. Y siento siempre que el mundo está en deuda conmigo. O Dios mismo por no haberme dado todo lo que le he pedido. Soy polvo. El polvo que se pega a los zapatos. El polvo que molesta al meterse en los ojos. El polvo que cubre los caminos por los que voy y vengo. Soy polvo en este tiempo que me aturde con su devenir pausado. Mañana habré dejado sólo la huella en el polvo de mi paso ligero por la vida. ¿Cómo es que me ato tanto a este camino caduco? Hoy la cruz en mi frente me recuerda a quién le pertenecen mis días. El hambre de infinito que tengo sólo en Dios será calmada. Un día. Cuando sea eterno.
La imagen del desierto me acompaña al comenzar el camino de la Cuaresma. El desierto es el lugar de las tentaciones. Es el lugar de la búsqueda interior de Jesús. Allí descubre quién es. Bajo la luz de las estrellas. En el desierto el cielo es más ancho, la mirada más amplia y las estrellas brillan más. Hasta allí impulsado por el Espíritu recibido en el Jordán: «En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto». El desierto es lo opuesto al vergel, a la vida, a la abundancia. En el desierto hay anhelo de paraíso, de vida plena. «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). El desierto me recuerda la soledad, la sequía, la falta de esperanza. Ir al desierto significa adentrarme en mi propio mundo interior. Mundo de opuestos, de tensiones. En mi alma todo clama expectante por el cielo que no poseo. Veo a mi alrededor signos de desierto. Comenta el Papa Francisco: «En este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte». La amenaza del mal que pretende destruir el bien. El desierto de un mundo llamado a ser vergel, paraíso. El pecado se ha introducido en la piel del hombre. Y el paraíso ha dejado de serlo. Continúa el papa: «El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto. Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás». Vivo en un desierto anhelando el jardín. Es la Cuaresma ese proceso que me lleva al jardín. Dice el Papa Francisco: «La Cuaresmadel Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original». Es lo que yo anhelo al comenzar estos días. Siempre me impresiona que muchas películas que hablan de un tiempo futuro muestran una realidad más parecida a un desierto que a un jardín. Un mundo de hormigón, de cemento, de soledad, de destrucción. Han muerto los bosques. Se han secado los mares. Un desierto en el corazón de los hombres. El pecado que ha roto el vínculo profundo del hombre con Dios. El corazón humano que deja de buscar a Dios para pasar a creerse él mismo Dios. Me da miedo que mi vida sea un desierto. Que el mundo en el que vivo y crezco tenga más de desierto que de jardín. Me gusta mirar cómo crecen las plantas con su ritmo cadencioso. O pensar en los árboles que hoy abrigan con su sombra y hace tanto eran sólo un tronco incipiente. Me sorprende el desarrollo lento de la vida, desde dentro. Entrar en un jardín me habla de vida que crece desde dentro. Nada sucede rápidamente. Ni la muerte, ni la vida. Todo comienza en momentos apenas perceptibles. Tal vez es como mi propia vida. No crezco rápidamente. A veces pienso que no crezco. Luego, con el paso del tiempo lo veo claro. He crecido, o he envejecido, o he madurado. Todo a fuego lento. O me he acercado a Dios sin darme cuenta. O me he alejado de Él torpemente. La fidelidad y la infidelidad son el final de una secuencia. Se juegan en momentos insignificantes que se suceden. Entre el jardín y el desierto hay cientos de instantes sagrados. Se suceden sin que me dé casi cuenta. Así es la vida. No ocurre todo de golpe. No cambia un entorno al instante. No se seca mi alma en un solo latido. No llego a la meta sin un sinfín de momentos de lucha. La vida se juega en instantes. Eso lo entiendo. No en uno, en muchos. Siempre puedo volver a sembrar con la esperanza de la vida. O puedo arrancar lo plantado en un gesto de ira, acercándome al desierto. Yo construyo jardines. O con mi vida logro que crezca el desierto. Puedo ir en una dirección. Puedo ir en la otra. Puedo lograr el oasis dentro del desierto. Puedo hacer que mi vida sea un desierto en medio de jardines. Leía el otro día una reflexión sobre el desierto: «El término desierto significa, etimológicamente, sin hombres, pero también lugar sin lluviasy, por ende, sin plantas. Para muchos es un lugar vacío, sin vida, monótono, sin paisaje. Para otros, el desierto es el mundo de los detalles. Puede provocar multitud de sensaciones: miedo, soledad, desubicación, placidez, euforia». El desierto habla de todo eso. Un espacio vacío de hombres, de lluvias, de plantas. Un espacio sin vida. Pienso en el desierto como el lugar que teje mi propia vida alrededor. Cuando el pecado se mete en mi alma y me envenena. Me aísla. Acaba con la vida que hay en mí. Con la vida que he sembrado. Y me seca. El pecado que me hace solitario, incapaz de vínculos, amante de espacios vacíos. Me da miedo ese desierto de extremos. Calor extremo. Frío extremo. Ese desierto en el que falta el agua que calma la sed. Y las sombras que dan cobijo a mis miedos. Me da pánico construir desiertos en lugar de jardines. Caer en la tentación de alejar a los hombres de mí. Y no ser para ellos lugar de acogida, espacio sagrado en el que pueden echar raíces y dar fruto sano. Anhelo el cielo en la tierra. El oasis en el desierto de mi vida. La armonía amenazada por el pecado que mata la vida. Destruyo lo que florece para intentar construir mi propio desierto. Se seca la vida porque no la cuido. Deja de haber sombras porque he matado la esperanza. La creación expectante está aguardando el paraíso, la vida eterna, la vida plena. No quiero construir desiertos con mi ira, con mi odio, con mi desprecio. Quiero construir jardines llenos de esperanza. Entregando amor, paz, alegría. Un jardín lleno de vida.
Me gusta iniciar el camino de la Cuaresma de la mano de María. No sufrió Ella sólo cuarenta días. Fueron muchos más. El dolor más hondo de María. El abrazo de Jesús muerto en su regazo. El fracaso humano de su hijo, el hijo de Dios. Albergando la esperanza de la vida eterna en su seno. Soñando con el imposible de volver a verlo en la tierra. Sin miedo cuando todo parecía desmoronarse. ¡Cuánto dolor en el pecho de María! ¡Cuánta soledad y cuánta angustia! Y el miedo tan humano, tan verdadero. ¿Cómo no temer cuando todo se ha perdido? Ella conservaba la fe y la esperanza. No dudaba de su Hijo al que amaba tan íntimamente. Pero los hechos hacían pensar otra cosa. María vivió su vía crucis, su Calvario. El dolor desgarrado de una Madre. El silencio sobrecogedor entre lágrimas. María estaba firme al pie de la cruz. Guardaba silencio ante tanta violencia. Sin gestos. Sin palabras. «La madre de Dios ama a un Dios que no hace ruido y que consume la violencia humana en el fuego de su amor misericordioso»[1]. Yo también quiero amar a ese Dios del silencio. Me gusta su calma. Su misericordia infinita. María vive como vive el Dios al que ama, como el Hijo al que adora. Abraza también en silencio. No hay gritos en sus labios. Ni gestos de furia impotente. No hay deseo de venganza. Ni rencor. Sólo perdón y misericordia. Es el mismo Dios al que ama. Como yo que amo a ese mismo Dios. Pero me siento pequeño al comenzar mi camino hacia el Calvario. A menudo siento rabia y deseos de venganza. No soporto las injusticias, ni los gritos, ni la maldad. Hoy me detengo a mirar a María. Leía el otro día: «A tu lado María me gusta ser pequeña. Acercarnos a Ella y aprender a amar nuestra pequeñez. La ternura de María y su sonrisa nos animan»[2]. María es Madre, es educadora, es reina cuando le entrego mi impotencia. Me enseña a amar como Ella ama. Me enseña su ternura, su delicadeza, su respeto. Me enseña a guardar silencios y a acoger callando. Me enseña a admirar amando y a amar sirviendo. Quiero mirarla a Ella al comenzar estos cuarenta días. Ella se hace firme al pie de mi cruz sujetando en sus manos el cáliz con la sangre de su Hijo. Nada se puede perder. Ella permanece firme sin temer la muerte. María ama como Madre. Ama con un corazón grande, con ternura, con una sonrisa. Me sostiene a mí para que aprenda a sostener mis pasos. Me vuelvo niño pequeño en su regazo consciente de mis límites: «Cuando en lugar de hablar de ser niñohablamos de ser pequeños, la mirada psicológica vuelve al primer plano. Con pequeñez de niño nos referimos a la encantadora humildad del niño»[3]. Me veo pequeño a su lado. Me veo necesitado. Menesteroso. Me gusta mirar a María al comenzar la Cuaresma para sentir su fuerza. Doy los primeros pasos de su mano de Madre. Me gusta mirar a María como la mira el P. Kentenich: «Si hemos puesto nuestra vida a entera disposición de María, ella, de modo similar, también se da totalmente a nosotros: su brazo poderoso, el brazo de su omnipotencia suplicante, el Niño en sus brazos, la lengua de fuego sobre su cabeza, en su oído el Ave, en sus labios el Magníficat y la espada de siete filos en el corazón»[4]. María lleva en sus manos a Jesús. Lleva el Espíritu Santo en forma de lengua de fuego. El Fiat en su corazón. La gratitud del magníficat en su alma. El dolor de la cruz en su corazón herido. Miro a María para que me enseñe a dar la vida como Ella. Y me enseñe a agradecer, a ser generoso. Soy instrumento dócil en sus manos. Me dejo llevar por Ella para cambiar el mundo: «María actuará, pero no sin nosotros. Queremos colaborar. Precisamente esa idea de la colaboración dio pie al Capital de Gracias. Nada sin nosotros. No sólo debemos nutrirnos del Capital de Gracias, sino multiplicarlo»[5]. Vengo al santuario a entregarle a María mi vida. Es mi ofrenda. Nada sin mí, sin mi sí, sin mi entrega, sin mi vida puesta a su servicio. Necesito decirle que sí con mi Fiat. Y agradecerle su abrazo constante con mi magníficat. María me salva en medio de las dudas y los miedos. Me salva, me utiliza porque soy su instrumento. Sin su poder no puedo hacer nada. Su brazo fuerte. Su misericordia infinita. En su silencio me sumerjo para guardar silencio. Pero no me desentiendo de la vida. Puedo dar más, ser más generosos. Cargando con mi cruz me convierto en instrumento de paz, de sanación para los que cargan a mi lado. Miro su confianza ciega en Jesús. La miro a Ella porque deseo tener una mirada pura, un alma inmaculada, un amor profundo y cálido. Es lo que quiero. En sus manos puedo.
El demonio tienta a Jesús. En la soledad del desierto es tentado: Jesús «era tentado por el diablo». Ser tentado es lo más humano. La tentación me toca en mi debilidad. La debilidad de Jesús era ser hombre. Había renunciado al poder de Dios. No lo sabía todo, no lo podía todo, no estaba en todas partes, no era inmortal. Se había limitado en el tiempo y en el espacio. No podría hacer uso de su esencia divina. Era Dios y era hombre. No conocía el pecado. No estaba roto por el pecado original. No tenía la fragilidad que al hombre lo lleva a hacer el mal. Hay en mí dos fuerzas internas que luchan continuamente. Una de ellas surge de la bondad de mi alma. De ese Abel que tengo muy dentro. Y otra fuerza me lleva al mal. A querer el mal. A buscar la maldad que en realidad no deseo. El pequeño Caín que llevo dentro. Y el demonio conoce mi fragilidad. Sabe que estoy roto y que puede fácilmente vencer mis resistencias. Puede insinuarme paraísos terrenos que calmarían mi sed de infinito. Me muestra un cielo en la tierra que él se ha inventado. Haciéndome creer que seré feliz si como de ese árbol prohibido. O sigo sus pasos hacia el vergel que él me presenta tan atractivo en medio de mi desierto, un espejismo. El demonio conoce la renuncia de Jesús. Es el hijo de Dios. Sabe cómo puede tentar a Jesús. Porque Jesús ha abrazado la carne humana. Y conoce al mismo tiempo quién es su Padre que lo ama: «Este es mi hijo amado, mi predilecto». Escuchó su voz en el Jordán y algo saltó en su vientre. Un anhelo de infinito que encontraba un eco muy hondo. Era Dios. Era el hijo de Dios. Pero no tenía todo el poder de Dios. Limitado en su carne había abrazado el querer de hombre. Su voluntad débil. Su alma frágil. El demonio se acerca sigiloso en el silencio de su desierto. Lo ve con hambre, necesitado porque es hombre. Lo tienta con la posibilidad de no dejar de ser Dios. Es la mayor tentación para el Hijo de Dios. No tiene por qué renunciar a tanto. Podría ser Dios entre los hombres. Capaz de todo. Sin límites. Hacedor de milagros. Un mago. ¿Para qué tanta renuncia? ¿Qué sentido tiene? Podría salvar a todos. Ser adorado por todos. Respetado por todos. Incluso temido por todos. ¿Por qué no? El demonio tienta a Jesús que es hombre, que es Dios. También me tienta a mí como hombre. Quiero ser como Dios. Quiero ser perfecto y hacerlo todo bien. Quiero hacer todo lo que me propongo. El demonio conoce mi debilidad humana y se acerca. Tengo una fragilidad en mi alma. Dice el P. Kentenich: «El hombre siempre tuvo dificultades para arraigarse en el mundo sobrenatural porque su naturaleza está lesionada, agobiada e infectada por el pecado original»[6]. Soy débil. Tengo una herida, la mía, nadie más la tiene igual. La forma de mi herida es mi forma original de vivir. Estoy herido. Comenta S. Agustín: «Aunque en el Paraíso, antes de pecar, no podía todas las cosas, con todo, lo que no podía no lo quería, y por eso podía todo lo que quería; pero ahora, el hombre se ha vuelto semejante a la vanidad [en vez de semejante a Dios]; pues ¿quién podrá referir cuánta inmensidad de cosas quiere que no puede, entretanto que él mismo a sí propio no se obedece?»[7]. Soy frágil en mi pecado. Ahora no puedo hacer lo que quiero hacer. Antes lo que no podía no lo quería. Ahora lo deseo, lo quiero. No acepto la renuncia. Me rebelo contra la impotencia. Sueño con lo que no he elegido. Desprecio lo que poseo. Anhelo lo que no me pertenece. Por envidia, por vanidad, por orgullo. El demonio conoce mi alma enferma y me seduce mostrándome como posible lo que deseo. Sabe que soy frágil en mis amores. Y que lo que hoy deseo mañana lo cambio sin problema. Conoce la facilidad con la que caigo en la infidelidad y lo rápido que me canso de las cosas. Conoce mi alma hasta lo más profundo y por eso me tienta. Me muestra como posible lo que mi alma apetece. Quiere que lo posea todo, que lo sea todo, que lo pueda todo. ¿Cuál es mi mayor tentación? Tendrá que ver con mi herida fundamental. Con mi carencia más honda. O no he sido tan querido como necesito. O no me han valorado en mi entrega y generosidad. O me han dejado solo y no me han buscado ni enaltecido cuando lo necesitaba. O no me han dejado la libertad que precisaba y estoy herido. Y entonces la tentación entra como el agua por la grieta. Se desliza suavemente sin hacer ruido. Cuando intento darme cuenta es tarde. Hay un fango en mi interior que retiene mis pasos. No puedo salir. La voluntad claudica y me veo arrastrado hacia dónde no quiero ir. Es un muro contra el que choco sin poder resistirme. Imposible resistir su fuerza. Tal vez demasiado tarde para oponer resistencia. Cuando he dejado entrar el agua suave, o la brisa suave, sin hacer nada por evitarlo. Ya está todo hecho. Una vez el agua dentro, o el viento dentro. No puedo pararlo con mi voluntad. He caído. Y me maldigo a mí mismo. Pero no es culpa mía por esa caída última. Es más bien antes cuando debería haber parado los pasos. Antes de todo. Cuando aún era más fuerte que el agua débil o que la brisa suave. En ese momento podía. Después ya no.
El demonio tienta a Jesús con la posibilidad de satisfacer sus deseos. Le ofrece renunciar a sus límites para poder ser Dios: «Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo le dijo: - Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: - Está escrito: - No sólo de pan vive el hombre». Es la primera tentación. Jesús tiene hambre y sed después de cuarenta días. Son necesidades básicas. Basta una orden suya para conseguir alimento. Aquel que resucitará a los muertos y dará de comer a tantos, ¿no podría en su necesidad satisfacer su hambre? Era sencillo hacerlo. Trasgredir una norma en beneficio propio. ¿Era ese el sentido de su camino en la tierra? ¿Había asumido mi condición mortal para satisfacer sus propios deseos? Una persona me decía hace un tiempo: «Yo nunca pido nada para mí. No puedo. Me supera. A veces pido para otros. Se lo pido con intensidad a Jesús. Y en ese momento estoy seguro de que Dios me lo va a conceder. Cada vez que lo he hecho, lo he comprobado». Me impresionaron sus palabras. No pedía milagros propios. Me reconocí en mi miseria. Yo sí que pido milagros para mí. Quiero mi bienestar. Busco satisfacer mi hambre. Intento siempre saciar mi sed y calmar mis ansias. Es verdad que no siempre obtengo lo que busco. Me frustro en mis peticiones y me amargo cuando veo que no hay respuesta. Clamo a Dios y me quejo ante Él porque no hace caso a mi súplica. Yo no tengo el poder de darme de comer a mí mismo. Pero si lo tuviera, caería en la tentación de utilizarlo, lo sé seguro. Uso mis dones para mi bien. ¿Es ese el fin de los dones que Dios me da? No lo creo. Me da tanto para que yo lo entregue. Para que me vacíe por amor. Para que piense en los otros antes que en mí. Para que ponga a los demás en el centro y así yo me descentre. Comenta el Papa Francisco: «Hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales». Pienso en el hambre del que está cerca de mí. El que sufre, el que está solo, el que no tiene. Yo vivo tantas veces saciado, colmado, satisfecho. Y no es ese el fin de mi vida. No soy cristiano para vivir así. Miro a mi alrededor. Dejo de mirarme a mí. Para mirar el corazón de los que Dios me confía.
Tienta el demonio a Jesús con la posibilidad de ser poderoso: «Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: -Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si Tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Jesús le contestó: - Está escrito: - Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto. Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: - Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: - Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y también: - Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le contestó: - Está mandado: - No tentarás al Señor, tu Dios». Dueño de todos los reinos. Inmortal. Invencible. ¿Acaso no era Dios? Esa tentación podía debilitar el corazón de Jesús. Podría hacerlo dudar. Hacer uso de su poder divino. Olvidarse de su impotencia. Renunciar a la pobreza de la carne. Y adorar al demonio. Volver el corazón hacia el mal. Me tienta el poder. De nuevo pongo el acento en mi yo. Quiero tener poder. Quiero que no me hagan daño. Quiero ser eterno. Lo llevo impreso en el corazón como un deseo con el que nazco. Que todo sea mío. Y a cambio, ¿arrodillarme ante el demonio? ¿Convertirme en su servidor para tener vida, para tener poder? A veces veo que tengo un precio. Estoy dispuesto a renunciar a mis principios, a mis creencias, a cambio de un bien que me ofrecen. «Si haces esto…». Hay siempre una condición. Si dejo de lado mi fe, mis creencias, mis principios. Si renuncio a mi pobreza. Si me callo. Simplemente tengo que decir que sí a lo que me piden. Parece sencillo, sólo es un trueque. Renuncio a ser honesto, verdadero, auténtico, fiel, honrado. Renuncio a amar, renuncio a poner al otro en el centro. Renuncio a mis límites. Me dejo tenar para conseguir un deseo que creo que me hará libre. Pero no es así. El límite forma parte de mi felicidad. Leía el otro día: «El deseo y la limitación constituyen dos aspectos inseparables de una misma componente, en el sentido de que ambos van siempre juntos, es decir, que sólo en la fantasía pueden concebirse por separado. Sin límites no puede haber orden y estabilidad»[8]. Mi corazón se deja tentar fácilmente. El límite forma parte de mi camino. Es mi verdad más profunda. Tengo límites porque soy mortal, contingente, humano, débil. Y yo quiero el poder. Me tienta que me obedezcan, que hagan lo que les pido. Y abuso de mi poder cuando lo tengo en mis manos. Soy poderoso sólo porque han confiado en mí. ¿Cómo uso ese poder? Quiero ser honesto. No renunciar a mis principios. Ser auténtico y fiel. El límite forma parte de mi vocación. Tengo límites que me hacen más humano. Los acepto. Hay deseos que no se harán nunca realidad. Lo veo con mucha paz y libertad. No deseo lo imposible que no forma parte de mi camino. Y sonrío ante esa renuncia que me hace más libre.
Hoy siento que me gusta estar protegido y no caer. No quiero ser herido. No quiero morir. Pero también sé que no tengo que servir al mal para conseguirlo. Miro a Dios y escucho las palabras que hoy repito en el salmo: «Está conmigo, Señor, en la tribulación. No se te acercará la desgracia. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra; caminarás sobre áspides y víboras, pisotearás leones y dragones. Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré». El Señor es mi Dios. Él me protegerá. No tengo que temer los infortunios ni las desgracias. Miro mi historia sagrada. Hoy escucho la historia de Moisés: «Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí. Luego creció hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel». Miro mi propia historia. He sido salvado. No tengo que renunciar a nada para vivir confiado. Dios me lleva en la palma de su mano. Miro a Dios que me quiere con locura y me recuerda que no me va a dejar nunca. Esa confianza es la que me salva. No tengo que vender mi alma para conseguir lo que deseo. Dios conduce mis pasos. Lo que sucede es que me olvido de mi historia de alianza. Dios me ha elegido, me ha llamado, me ha ido a buscar y nunca me ha dejado solo. Tal vez sólo tengo que vivir con más libertad interior en el presente sin desear lo que no me da la felicidad. En ocasiones me tientan poderes y bienes que no me harán feliz ni pleno. Y en medio de mi vida creo que son los bienes más importantes que deseo. Pero no lo son. Si tomo distancia. Si me alejo un poco. Si subo a lo alto de la montaña. Dejan de ser tan relevantes. No me atraen tanto esos deseos. Hoy escucho: «Nadie que cree en Él quedará defraudado». Miro mi camino. Dios me hará salir del desierto. O mejor, convertirá mi desierto en jardín. Hará que florezca mi alma. Calmará mi sed por dentro. Y me dará la paz que necesito. Esa es la certeza con la que empiezo la Cuaresma. A veces me agobio pensando en este tiempo. Como unas semanas en las que la renuncia está en primer plano. Pero no es lo central, me equivoco. Quiero cultivar en estos días el anhelo de una vida más plena. Más llena. Más de Dios. Quiero que el desierto de mi alma, donde reina a menudo el caos y el vacío, se vista de cielo y de jardín. Quiero que mis deseos inconsistentes queden al margen del camino. Porque con frecuencia no me hace feliz la mera satisfacción de mis deseos. Miro fuera de mí. Al prójimo. Miro a Dios en mi historia que es siempre fiel. Él nunca renuncia a mí, me busca, me sigue. Cuenta conmigo. Quiere que tenga paz y sea feliz. Eso es lo que le importa. Pero quiere que en este tiempo me libere de tantas tentaciones y cadenas que me atan y me quitan la libertad. Quiere que se ensanche mi alma para amar más. Quiere que haya más silencio en mi interior dejando de lado los ruidos que me enloquecen. Quiere que viva para Él buscándolo en los demás y en lo profundo de mi corazón. Son días sagrados llenos de luz, de misericordia. Miro mi historia. Dios me ama con locura. Lo he visto a lo largo de mi vida. Mi padre es un arameo errante. Así comienzo mi historia de salvación. Dios vino a sacarme de mi esclavitud para hacerme hijo suyo. Escuchó mis gritos de dolor y vino a abrazarme y sostenerme. Así de cercano y humano es ese amor que se hace carne para mostrarme desde sus límites humanos cuánto me quiere.



[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[2] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios
[3] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[4] De Andraca, Rafael Fernández. Sí, Padre: Nuestra entrega filial a Dios
[5] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[6] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[7] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[8] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad