VIII
Domingo Tiempo ordinario
Isaías 49, 14-15; 1 Corintios 4, 1-5; Mateo 6, 24-34
«¿Quién
de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?»
26 febrero 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Me gustaría
vivir sin agobios el presente. Deseo vivir confiado. Quieto en la cubierta de
mi barca mirando la fuerza de las olas. Mi vida no la guío yo. Es un milagro
vivir la vida así cada día»
Hay una tendencia en mi alma a externalizar la culpa. Son los otros los responsables de mis fracasos. Son los otros o la
mala suerte los culpables de mi tristeza. Los otros con sus omisiones y sus
acciones. O son culpables las circunstancias adversas de mi vida que no me
dejan ser feliz y frustran mis proyectos. Es como si Dios no me dejara tener
una vida plena y bloqueara mis caminos de esperanza. Dios, o el mundo por Él
creado, o la suerte que no me acompaña. Me cuesta reconocer mi propia
responsabilidad en todo lo que me sucede. Pienso que yo estoy bien y los demás
son los culpables. Pienso que soy yo el que trabaja con esfuerzo. Y por eso
acabo pensando que merezco más suerte en mis empresas. Culpo a la mala suerte o
a Dios de lo que me sucede. Cuando triunfo es por mis capacidades. Cuando
fracaso alguien ajeno a mí tiene la culpa. Señalo un culpable. Condeno a
alguien. Esto me pasa cuando hago las cosas bien y no logro el resultado que
deseaba. Alguien tiene la culpa de mi desdicha. Al mismo tiempo, en ocasiones
hago las cosas mal y luego busco culpables que se hagan cargo de mis desatinos.
Me da miedo asumir las consecuencias de mis actos. Deseo lo que no me conviene.
Busco lo que no me hace bien. Y nunca tengo la culpa en mis caídas.
Deseo que
alguien cargue con el peso de lo sucedido. No quiero cargar yo con ese peso
toda mi vida. Yo actúo y otros responden. ¡Cuánto cuesta hoy encontrar personas
que se hagan responsables de lo que hacen! Los demás son siempre más culpables
que yo. Me dejé llevar. Me tentaron. Todos lo hacían. No sé por qué me
encuentro yo más inocente que los otros. Tal vez es así porque no tengo fuerzas
suficientes para llevar todo el peso de la culpa. Es demasiado pesada para mi
alma. Quiero ser como Dios. Tener su fuerza. Y por eso busco justificar mis
actos. Para liberarme del peso de mi pecado. Tal vez dejo de creer en la
infinita misericordia de Dios y temo su castigo. No me creo digno, ni merecedor
de un amor infinito que me abraza cada día y perdona cada uno de mis errores.
Mi culpa por lo que hago mal pesa demasiado. Decía el P. Kentenich: «Muchos hombres no pueden soportar su
sentimiento de culpa y por eso lo niegan. Y cuanto más lo nieguen, tanto más
enferman psíquicamente. Mañana o pasado mañana también colapsarán
corporalmente»1. La culpa por la vida que llevo. La culpa por lo que no consigo hacer
bien. Me siento débil y escondo la culpa. Sé que asumir la propia
responsabilidad es sanador. Pero hoy la palabra culpa está estigmatizada. Es
como si hiciera daño sujetarla entre las manos. Utilizo mejor la palabra
responsabilidad. La culpa pesa demasiado. Tal vez porque durante mucho tiempo
me han hablado en exceso de culpa. Y nadie parecía quedar liberado de la misma.
De ese extremo se ha pasado al otro. Nadie quiere hoy ser culpable de nada.
Alguien tiene la culpa, no yo. Yo quedo liberado. La culpa duele. No quiero
tener escrúpulos y vivir contando el número de mis faltas. Prefiero irme al
otro extremo. Al de la inocencia permanente. En la que nunca asumo mi culpa. Es
como un estado de paraíso en el que todo lo hago bien. Y espero que todos
aprueben mis conductas. Y si alguien resulta herido no es por mi culpa. Es
culpa del mundo, de Dios, de la vida. Pero yo eludo esa carga insoportable. Ese
eludir la propia culpa continuamente me acaba haciendo daño. Soy responsable de
mis errores, de mis caídas, de mis pecados. Da miedo utilizar la palabra
pecado. Pero también peco. Y muchas veces no
1 J.
Kentenich, Textos pedagógicos
por ignorancia.
Más bien sabiendo lo que hago. No amo. Incluso odio. Y quiero sentir el peso de
la culpa. No para vivir esclavo del mismo. No para amargarme. Sino para ser
sincero en la mirada sobre mi vida. Sí. Tengo culpa, soy pecador. Acepto la
verdad de mi vida. Y sé que esa culpa ya la carga Jesús en la cruz. Sé que Él
ya ha muerto por mi pecado. Antes de yo cometerlo. Ha muerto por mi pecado de
ahora. Por el que pronto cometeré. Por el que me pesa en el pasado. Asumir mi
culpa es sanador. La tomo entre mis manos y esa sensación de debilidad me
libera. No soy de hierro. No soy perfecto. Soy de barro. Sólo anhelo amar desde
la pobreza de mi flaqueza, desde la herida de mi propia culpa. No la niego. La
tomo en mis manos como un niño y se la entrego a Dios. Él sabe cómo cuidar mi alma herida y enferma. Carga conmigo. Me lleva
sobre sus hombros.
Muchas veces surge esta pregunta en mi alma: ¿Qué espera Dios de mí cada mañana? Vivo con el peso de esa
pregunta. Me pregunto continuamente si lo que hago está bien o está mal. Dudo
con frecuencia si lo que estoy viviendo es lo que Dios quiere o lo que yo
deseo. Miro a Dios que a su vez me mira cuando actúo. Y siento que no logro ser
fiel a sus planes. Percibo que no estoy a la altura de lo esperado por los
hombres. No siempre veo en sus ojos misericordia. A veces, culpa de mis
prejuicios, veo reprobación cuando caigo y no soy fiel. Sé que Dios me mira. Me
gustaría ser capaz de desentrañar siempre su mirada. Comprender que me mira con
un corazón de Padre y se conmueve al ver mi pequeñez. Pero no es tan fácil ver
su sonrisa cada vez que hago algo mal. Siento la culpa. Incluso a veces dudo si
lo bueno que tengo en la vida, lo que disfruto, es lo que Dios quiere:
«En mi caso, sin embargo, el gran obstáculo que me
impedía disfrutar plenamente del placer era el profundo sentido de culpa que
tenía por mi educación puritana. ¿Realmente me merezco este placer?»2. Puedo llegar a ver el placer, o el
descanso, como un lujo innecesario en mi vida. Como algo indebido que no
merezco. Miro con culpa lo bueno y me creo que no soy digno. Como si Dios no
quisiera mi alegría momentánea. Y viene entonces la culpa a mi alma simplemente
por no hacer algo más, por no producir algo para los demás perdiendo mi tiempo
en placeres. Y surge de nuevo la pregunta: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Está
contento con mi vida? Me gustaría mirar cada día el rostro de Jesús con una paz
profunda. Sabiendo que Dios me quiere como soy. Me mira con alegría. Y se
apasiona por mi forma de vivir la vida. Me gustaría creerme que me quiere donde
estoy. ¡Cuánto me cuesta creerme esa afirmación! Siempre creo que espera algo
más grande. Algo más bello. Resultados más impresionantes. Una vida que merezca
la pena. ¿Qué espera de mí de verdad? Tantas veces no lo sé. O no tengo
respuestas válidas. Miro su rostro y dudo. Y no quiero asumir la
responsabilidad de lo que hago. Me da miedo su mirada. O no me creo que su
mirada sea de alegría. Veo el juicio, la condena. No veo a ese padre que sonríe
siempre a su hijo, haga lo que haga. El otro día leía:
«Cualquier momento de la vida de los hombres es
precioso a los ojos de Dios y ninguno se debe malgastar por culpa de las dudas
o el desaliento. La obra del reino, la obra de trabajar y sufrir con Cristo, no
suele ser más espectacular que la rutina de la vida diaria»3. Dios se abaja hasta el lugar de mi
rutina. Allí donde lucho por ser fiel en los pequeños detalles de la vida.
Fallando al amor muchas veces. No logrando una vida plena. No haciendo feliz a
los que más amo. Ignorando la necesidad del que está más cerca. No llegando a
la meta. No logrando el resultado feliz en mis acciones. La culpa me pesa. No
logro hacerlo todo bien, tal como creo que Dios espera de mí. ¿Qué espera de mí
en realidad? ¿Cómo es ese rostro de Dios que me mira cada día? Quiero tener una
imagen de Dios verdadera. Creer en un Dios que es misericordia. No puedo
imaginarme a un Dios inflexible que mira con dureza los planes de mi vida y se
escandaliza con mi desidia. No creo en un Dios al que le duelen tanto mis
fallos. No me imagino a ese Dios sentado a la puerta de mi alma esperando algo
más de mí. No veo a Jesús pasando así por las calles de mi vida. Cuestionando
cada uno de mis gestos. Reprendiendo mis palabras poco oportunas. Reprobando
mis acciones. Lamentando mis vacíos, mis omisiones. No me imagino a ese Jesús
inconformista que nunca mira mi vida con alegría y se queja siempre de mis
obras. Un Dios que siempre espera algo más. Cada día algo más. Es verdad que yo
no quiero conformarme con mi vida como es hoy. Quiero siempre algo más. Una
nueva etapa. Una nueva cima. Y tampoco quiero caer en esa culpa enfermiza que
me hace mirar mi vida con tristeza, al
2 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
3 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.
sentirme incapaz
de hacerlo mejor. No quiero culpar a nadie de mis miedos. Ni buscar
justificaciones en mis fracasos. Quiero pensar en ese Jesús que camina a mi
lado cada mañana. Sostiene mi sí frágil. Me enseña a reírme de mis miedos. Me
hace asumir mi responsabilidad como parte del equipaje. Y no deja que la culpa
me abrume. Creo en ese Jesús que me anima a amar más, pero no quejándose por mi
mediocridad. Sino animándome con una sonrisa llena de esperanza. Sabe cómo es
el barro de mi alma. Conoce mis debilidades y heridas. Se asombra ante la
belleza de mi alma que sólo Él conoce de verdad. Creo en ese Jesús que se sube
a mi barca en medio de mis tormentas. Pero no para marcar rumbos imposibles que
nunca podré cumplir. Sino para sostener conmigo los remos y animarme a echar
las redes en medio de las olas. Por donde Él me diga, sí.
Creo en ese
Dios que lo espera todo de mí y me lo da todo para que no tema. Y se alegra con
todo lo que puedo entregarle. Aunque sea tan poco. Aunque mis manos estén
vacías. Él conoce el deseo hondo de mi corazón y no me deja solo nunca. Creo en ese Jesús que siempre va conmigo.
¿A
qué amo estoy sirviendo? «Nadie puede
estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al
contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir
a Dios y al dinero». Dios o el dinero. Dios o el poder. Dios o la fama.
Dios o los éxitos. ¿A quién sirvo? No es una respuesta sencilla. No vivo
escondido del mundo. No vivo olvidado de los hombres. Solo ante Dios. En sus
manos. Muchas veces me turba el mundo y todo lo que me ofrece. Quiero pensar
sólo en Dios. Vivir sólo en su presencia. Pero no lo logro. El mundo me seduce
con sus cantos, con sus atractivos. Ese mundo creado por Dios. Ese mundo bello,
lleno de su presencia. Jesús me pide hoy que le sirva sólo a Él. Que viva para
Él allí donde estoy. Que me entregue por sus intereses, en esa misión que me
confía. Pero no sé si lo logro. Una persona rezaba: «Codicia y poder. Ansia de renombre y veneración. Regalar, servir,
venerar. La entrega, el servicio y la alabanza. No mi reino, sino que tu reino
se manifieste. Hágase tu voluntad y no la mía. No mi nombre sino tu nombre sea
santificado. Renuncio a mi honor. Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria». Así
quiero vivir. No mi reino, sino su reino. Ese reino de Dios que comienza cuando
comienzo a servir. Cuando me descentro y comienzo a amar al otro. A servir a
Dios en el otro. A dar la vida por Dios en el amor al hombre. Sólo tengo un
corazón. Y no puedo dividirlo en parcelas estancas. Si no me amo a mí mismo no
puedo amar al prójimo. Si no amo de verdad al hombre no puedo amar a Dios. ¿A
quién sirvo de verdad? Muchas veces me descubro buscándome en todo lo que hago.
Dejo de pensar en los demás y pienso sólo en mí. Dejo de buscar el amor
desinteresado y sólo surge del corazón un amor interesado. Mi amor egoísta y
esclavo. Quiero servir. Me arrodillo suplicando a Dios que me dé más
oportunidades para servir.
Pero luego me veo sirviendo a mis intereses.
A mis deseos. Incluso cuando hago un bien a los demás, creo percibir el ansia
de ser reconocido. Y cuando rezo mi oración en lo más hondo de mi alma, es como
si intuyera una búsqueda egoísta de mi paz interior. Estar en paz conmigo mismo
y con los hombres. ¿Cómo distingo cuándo estoy sirviendo a otros señores al
servir a Dios? No es tan sencillo. Tengo que detenerme cada noche a observar mi
corazón, la pureza de mis sentimientos. Mi vida a la luz de Dios. Hoy lo
escucho: «Que la gente sólo vea en
nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. No
juzguéis antes de tiempo: dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que
esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón;
entonces cada uno recibirá la alabanza de Dios». No me juzgo en mis
intenciones últimas, en mis inclinaciones. Todo se confunde. No hay intenciones
totalmente puras. Tal vez en el cielo. Aquí dejo que Dios me mire. Mire mi
verdad más escondida en los pliegues de mi corazón. Quiero ser sólo un servidor
fiel. Un hombre al servicio de los hombres. Al servicio de Dios. Es tan fácil
confundirme y servir a otros. Servir al poder, a la fama, al prestigio. Servir
a mi ego que necesita amor y reconocimiento continuo. Tal vez me haga falta más
profundidad y no vivir en la periferia de mi vida: «El Espíritu Santo es el alma del Cuerpo místico de Cristo. Si
descuidamos esa alma, si no nos abrimos y entregamos sin reservas a ella, nos
quedaremos en la superficie de la vida espiritual, arañando y rozando sólo lo
periférico»4. Necesito
entregarme de nuevo cada día a Dios, al Espíritu Santo. Poner mi vida en sus
manos y dejarme hacer. Sólo así ese amo, Jesús, será el centro de mi vida. Sólo
entonces todo en mi corazón girará en torno a Él. Quiero servir con un corazón
humilde. El que sirve reina. El que sirve de verdad y no se
4 J.
Kentenich, Envía tu Espíritu
sirve de su
servicio. Es difícil servir sin ponerme en el centro. Muchas veces caigo en esa
tentación tan de hombre. Sirvo pero me estoy sirviendo. Es útil mi servicio. Me
coloca en una situación de poder, de vanidad, de vanagloria. Me busco cuando
sirvo. Me alegra cuando reconocen mi entrega. Cuando me agradecen por mi
generosidad. Pero no estoy siendo generoso. Estoy buscando mi propio bien.
Estoy deseando un lugar especial en el que todos me vean. No es un servicio
oculto a los ojos de los hombres. Y cuando no lo ven. Cuando los otros no
reconocen mi valían. Grito y me desespero. Quiero brillar. Que me valoren. Y
entonces recuerdo la frase que me dijo una persona:
«Tienes que dar luz, no lucirte». Tal vez me interesa menos dar luz que lucirme, que brillar, que ser
reconocido por mi valía. Jesús sólo vino a dar luz. No vino a lucirse. Y murió
en la oscuridad de la cruz. Abandonado. Pero encendiendo una luz eterna. Los
suyos dejaron de servirle. Porque el que está en la cruz se suele quedar solo.
El que ha sufrido el desprecio y el olvido pierde hasta a sus amigos. El que
sirve de verdad a Dios deja de brillar ante los hombres. Es luz ante Dios.
Brilla para Dios. Aunque los hombres no vean en la noche esa luz que ilumina.
Quiero ser un servidor fiel.
Servir en lo
pequeño a Dios sin buscar ser reconocido y valorado. Quiero servir y no
servirme de mi autoridad, de mi posición, de mi tarea. Servir con desinterés la
vida ajena. Poner mi vida al servicio de los que menos tienen. De aquellos que
pueden darme menos. De aquellos que no me pueden devolver lo que yo entrego. Ese servicio es grande. Es el de Jesús en
su vida, en su cruz.
Jesús, desde el monte, me invita a mirar el campo, el
cielo: «Mirad
a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro
Padre celestial los alimenta. Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni
trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido
como uno de ellos. ¿No valéis vosotros más que ellos?». A veces voy tan rápido por la vida que no me detengo a contemplar la
belleza. No veo a Dios escondido en cosas pequeñas del día. Jesús mira hoy a
los hombres heridos. Mira también el cielo, el lago, el campo. Y me invita a
mirar, a soñar, a fijarme en la vida. Me pide que levante los ojos, que me pare
un momento en mis agobios y mire alrededor. Me gusta pararme a contemplar un
paisaje bonito. Me gusta estar allí sin nada más que hacer. Como Dios que está
junto a mí, sin hacer nada más. Queriéndome. Viviendo mi presente. Sintiéndome
vivo. Lleno los ojos de paz. Necesito detenerme y fijar la mirada. Estar aquí
sencillamente. Una de las pruebas del amor verdadero consiste en responder a
esta pregunta: ¿Con quién soy capaz de estar en silencio contemplando la vida
sin hacer nada especial? Me gusta mirar el mar, un atardecer, un bosque desde
la montaña. Me gusta estar sencillamente en un lugar. Orar tiene mucho que ver
con estar con Dios, y Él conmigo. Me gustaría saber mirar y detenerme. Me gusta
mucho cómo Jesús les anima a esos hombres sedientos de salvación a mirar la
belleza, a mirar el ancho cielo. Jesús ve al Padre en toda la belleza del
mundo. Mira cómo viste a los lirios, cómo alimenta a los pájaros. Dios me da a
mí también su vida. Por lo que soy, como los lirios, como lo pájaros. No por lo
que hago, no según lo haga. Para Él soy lo más amado, su predilecto, y su
ternura se derrama sobre mí porque soy su hijo. Él me ha creado y me ama. Y yo
deseo estar con Él, sencillamente. ¿Cuál es mi lugar favorito para contemplar?
¿Qué momentos en mi vida he sentido al mirar algo que Dios estaba detrás,
creando, cuidando, sosteniendo? Jesús tendría sus lugares predilectos en las
montañas, en el lago, en los caminos. Estando en Tierra Santa descubrí una
cueva muy cerca del lago. Dicen que posiblemente Jesús se retiraba a orar a ese
lugar. Allí contemplaba. Soñaba. Me detuve yo también allí. A mirar lo que Él
veía. Jesús se fijaría en las cosas pequeñas y vería a Dios detrás de todo. Me
gustaría saber mirar así, saber contemplar, detenerme y disfrutar de la paz.
Saber ver a Dios escondido en tantos detalles del día, en la belleza de las
cosas, en las personas que amo. No quiero perder la antena del alma. Le pido a
Jesús que me regale su don para saber mirar y vivir el momento. Saber detener
mis pasos. Callarme y mirar. Contemplar
la vida agradecido.
Tengo claro que nadie se agobia por gusto. Nadie sufre ante el futuro por comodidad. Cuando uno sufre lo hace
por algún motivo verdadero. Porque vive la angustia de cruces concretas,
dolorosas, difíciles. No basta con decirle entonces al que se agobia: «No te agobies». Son palabras vacías que
no logran acabar con el agobio. Yo no me angustio ante el futuro simplemente
por culpa de mi inmadurez. Más bien la inseguridad que sufro me altera y pierdo
la paz. Experimento la fragilidad de mi fe. Dejo de ver a Dios presente en mi
vida. Dejo de creer y me veo solo. Ya no creo en su
poder. Jesús me invita a
vivir sin agobios y sus palabras tienen fuerza. Casi me contagian: «No estéis agobiados por la vida, pensando
qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir.
¿No
vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? ¿Quién de
vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? No
andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os
vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas». Le escucho y sus
palabras me parecen imposibles. Me siento tan lejos. Creo en Jesús. Creo en el
poder de su promesa. Cada día de mi vida tiene su afán. Lo sé. Pero yo vivo
volcado en el futuro. Angustiado por lo que viene.
Viviendo el
presente sin ver una luz al final del túnel. Me ha tocado bendecir muchos
matrimonios en los que los novios han escogido este evangelio. Siempre me ha
gustado de forma especial, lo reconozco. Y siempre he encontrado tan difícil
vivirlo con radicalidad. Vivirlo de verdad. La santa indiferencia me parece una
cima que no logro alcanzar. La verdadera santidad. Sueño con esa paz feliz
frente a todo lo que tengo ante mis ojos, entre mis manos. Vivir sin agobios el
dolor. Vivir la cruz con paz en el alma. ¿Por qué me agobio tanto por lo que no
puedo controlar? No lo sé. Pero experimento tantas veces mi debilidad, mi
flaqueza, mi falta de fe. Me falta esa confianza en un Dios que todo lo puede cuando yo no puedo lograrlo. A veces
vivo mirando al pasado, quejándome o añorando. Otras miro el futuro, deseando
con expectativas que algo cambie, o con incertidumbre, o con miedo. ¿Por qué
tengo miedo? ¿Qué temo perder? Dios va a mi lado, lleva el timón, me cuida, ha
prometido no abandonarme nunca. Hoy y no mañana es el momento de vivir. Quiero
vivir hoy. Jesús me llama hoy. Me acompaña hoy. Me da fuerzas hoy. Aun así,
sufro y me agobio. Quizás mi yo es demasiado grande. Mi yo y mis deseos, mis
planes, mis proyectos. Demasiado grande y pesado todo lo que anhelo. He
construido mi vida sobre mí mismo. Y por eso me agobia perder.
Dejar de controlar la vida.
Quiero creer en un Dios que me da paz y me quita los miedos. Y me dice que la
única forma de vivir es en presente, hoy, ahora y vivir confiando. No sé llevar
a la práctica lo que creo. El otro día leía: «Me sentía culpable porque comprendía que, aunque había pedido la ayuda
de Dios, en realidad confiaba en mi propia capacidad para evitar el mal y
afrontar cualquier desafío. Llevaba años dedicando mucho tiempo a la oración,
había logrado valorar y agradecer a Dios su providencia y su protección sobre
mí y sobre todos los hombres, pero nunca me había abandonado de verdad. En
cierto modo, siempre había agradecido a Dios no ser como el resto, que me
hubiera dotado de un físico sano, de unos nervios templados y una voluntad
fuerte: con esas gracias físicas concedidas por Dios, continuaría haciendo su
voluntad en todo momento y dando lo mejor de mí mismo»5. Tal vez yo mismo vivo así mi entrega a Dios. Una y
otra vez le digo que sí. Que tomo la cruz en mis manos. Que acepto lo que venga
a mi vida sin miedo, con una confianza plena. Pero una y otra vez me descubro
sujetando los hilos de la vida, las cuerdas que aseguran el timón de mi barca.
Para que no vaya donde yo no quiero ir. Decía el P. Kentenich: «Mi preocupación más grande debe ser vivir
cada segundo infinitamente despreocupado. Esto no es una frivolidad.
¿Por
qué? Porque reafirma la fe de que es el Padre quien empuña el timón de mi vida.
En el rugido de las tempestades y el fragor de los truenos yo pienso tranquilo
como el hijo del barquero: - Mi padre es timonel de la nave: ¡yo nada temo!
Imagínense la escena: en alta mar y en medio de la tormenta, hay una nave
vapuleada por las olas. El niño está en cubierta y mira tranquilo las olas
encrespadas, admirado por su violencia. Así son los niños: mientras sepan que
el padre está en el timón y gobierna la nave, todo estará bien»6. Es la confianza del niño en el poder de su padre.
Vive despreocupado. No teme, no duda. Dios conduce mi barca. Aquí y ahora. Dios
es mi padre, el timonel. No tengo nada que temer si tengo más fe. En medio de
las tormentas de mi vida está Él. Esa fe a veces me falta. La fe de los niños
confiados. Me gustaría tener esa confianza en el futuro. Me gustaría vivir sin
agobios el presente, como tantos novios que el día de su boda se encomiendan a
la fuerza de este evangelio. El deseo de vivir confiado. Quieto en la cubierta
de mi barca mirando la fuerza de las olas. Y sabiendo que la nave de mi vida no
la guío yo. Es un milagro vivir la vida así. Un milagro que me gustaría vivir cada día. No lo consigo.
Siento
en ocasiones que Dios me abandona. Y entonces me asusta el futuro. Encuentran eco en
mí las palabras del profeta: «Me ha
abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. ¿Es que puede una madre
olvidarse, de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues,
aunque ella se olvide, yo no te olvidaré». Siento que Dios se olvida de mí.
Lo siento así a veces, aunque la cabeza me diga otra cosa.
5 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.
6 J. Kentenich, Niños ante Dios.
Me dice mi fe que Dios es esa madre que nunca olvida a su hijo. Pero
luego en mi cansancio, en mis fracasos, en mi desidia, tengo miedo. Dudo cuando
no soy el que quiero ser y no llego a la meta. En esos momentos es como si Dios
se bajara de mi barca y me dejara solo en medio de mis miedos.
Como si la cruz presente pesara demasiado en
mis manos y no fuera capaz de cargar con ella. Y entonces me desconcierta esa
ausencia aparente de Dios. Digo aparente, porque sé que está ahí, oculto en los
silencios y en las sombras. Aunque no lo vea ni lo sienta. Está en medio de mi
día. Oculto, visible. Está viviendo el momento que me toca vivir. Pero eso no
quita que me cueste no sentir su mano, no tocar su cuerpo, no escuchar su voz.
En esos momentos sé que no se olvida de mí, aunque no perciba su presencia. Me
gusta percibir mi vida en presente. En el momento en el que estoy. Mirarme con
todas mis capacidades conscientes. Allí donde estoy. Tengo la tentación de
proyectarme en un futuro que aún no es presente. Vivo anclado en un pasado que
ya no tiene remedio. No puedo cambiar el pasado. No puedo condicionar el
futuro. Pero me agobio e inquieto. Me afano por muchas cosas como me dice hoy
Jesús: «Ya sabe vuestro Padre del cielo
que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el reino de Dios y su
justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el
mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus
disgustos». Normalmente me inquieta el futuro. ¿Por qué me agobio tanto por
el futuro? Me da miedo todo lo malo que me puede ocurrir. Todas las desgracias
posibles. ¡Cuánto he sufrido en mi vida por cosas que nunca llegaron a suceder!
Respecto al futuro y mis miedos pueden suceder dos cosas: que se cumplan o que
no se cumplan. Si no se cumplen, he perdido el tiempo, ¿para qué me agobié
tanto? Y si se cumplen, ¿para qué sufrí por anticipado? Debería pensar siempre:
ya me preocuparé cuando llegue el momento. Ya me dará fuerzas Dios si sucede.
Dios actúa en la realidad, no en mi fantasía respecto al futuro. Él viene cada
día para mí. Sólo me pide que confíe. ¡Qué difícil me resulta creer que va a
estar todos los días a mi lado! En la alegría y en la cruz. La manera de vivir
de Jesús fue atado al presente. Vivió con el corazón abierto a cada cosa que le
regalaba el Padre. Sin tantos planes. Recuerdo sus palabras a Zaqueo: «Hoy ha llegado la salvación a tu casa». O
al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en
el paraíso». Ahora. Hoy. Este momento que estoy viviendo es el momento de
mi vida. En ese hoy Jesús me lo regala todo. Me gustaría ser más libre. Mirar
cara a cara el mañana, viviendo con intensidad el presente. Una persona
comentaba su experiencia de contemplación: «Primero
me adentré en mi cansancio. Me podía quedar con él. Me dije: ahora puedes estar
cansada. Me embargó la alegría de poder sentirme cansada, de no estar obligada
a vencer el cansancio. Puedo sentirme cansada y estar cansada. No tengo que
hacer nada, no tengo que lograr nada, no tengo que cambiar nada, ni dar cuenta
de nada, ni demostrar nada. Puedo ser como soy ahora. Una y otra vez volvía a
esta percepción y me quedaba en ella. Mi interior se aquietó y me vino la
impresión: yo estoy aquí. Esta sensación es muy simple y lo llenó todo»7. Me hace bien detenerme en mi vida. Observar mi
cansancio, mi abandono, mi tristeza, mi alegría. Ser consciente de lo que
siento y sufro. Detenerme no una sola
vez. Muchas veces. Percibir el presente corriendo por mis venas. Contemplar mis
sensaciones más hondas. Mis sentimientos más verdaderos. Mirar mi cuerpo. Mi
vida ahora. Y creer en todo lo que Dios puede hacer con mi vida ahora. Si se la
entrego. Lo hago. Me miro en presente. Aquí y
ahora.
Ya no temo.
Surge el miedo sólo cuando me proyecto en un futuro que desconozco. Mientras
viva el presente ahora guardo la calma. Nada me inquieta. Estoy solo ante Dios.
En medio de mi día. No hay nada que temer. No estoy solo, aunque a veces pueda
tener sensación de abandono. Dios está conmigo. Me cuida, me sostiene. Eso me
da paz. Pongo en sus manos mis miedos. Los que conozco. Los que no percibo. Los
miedos inconfesables. El miedo a perder, a no llegar, a no conseguir. El miedo
al fracaso y a la vida. El miedo a no poder añadir un solo día a mi vida. El
miedo a no tener con qué vestirme, qué comer, cómo vivir. Ese miedo tan humano.
Dios no me abandona. Me sostiene en
medio de mi día. En mi presente lleno de posibilidades. Es lo que más me gusta
del presente. Sólo ahí puedo influir con mis decisiones. Puedo decidir cómo
vivo el aquí y el ahora. Está en mi mano. Es lo único que controlo. Mi sí
ahora. Dejo de lado los agobios y tomo en mis brazos el afán de cada día. ¿Qué
tengo ahora entre manos? ¿Qué estoy amando ahora? ¿Qué me alegra el alma ahora?
Miro en lo hondo de mi alma. En lo más profundo de mi pozo. Veo el reflejo de
Dios sosteniéndome en mi presente. Me gusta enfrentar así la vida. Ya no temo
ninguna cruz. Porque ya
7 Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 36
me he inscrito
en el corazón de Jesús. Allí he dejado mis miedos, mi nombre, mi camino. Allí
he puesto mis agobios y Dios se los ha quedado. Tengo más paz para mirar mi
vida. Es sanador vivir el presente. Me ayuda a vivir sin agobios. Tengo miedo,
lo siento, lo reconozco. Pero me deshago de ese miedo poniéndolo en el corazón
de Jesús. En su herida abierta. Me inscribo allí donde Jesús abrió una grieta
en la roca. Me adentro en Él para ser capaz de vivir mi vida desde sus
sentimientos. Abandonándome en sus manos de Padre. Colgado a su cuello como la
oveja al cuello del pastor.
Sostenido
en su fuerza que saca lo mejor de mí y calma mi alma inquieta. Así descanso.