lunes, febrero 27, 2017

P.Carlos Padilla

VIII Domingo Tiempo ordinario
Isaías 49, 14-15; 1 Corintios 4, 1-5; Mateo 6, 24-34

«¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?»

26 febrero 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Me gustaría vivir sin agobios el presente. Deseo vivir confiado. Quieto en la cubierta de mi barca mirando la fuerza de las olas. Mi vida no la guío yo. Es un milagro vivir la vida así cada día»

Hay una tendencia en mi alma a externalizar la culpa. Son los otros los responsables de mis fracasos. Son los otros o la mala suerte los culpables de mi tristeza. Los otros con sus omisiones y sus acciones. O son culpables las circunstancias adversas de mi vida que no me dejan ser feliz y frustran mis proyectos. Es como si Dios no me dejara tener una vida plena y bloqueara mis caminos de esperanza. Dios, o el mundo por Él creado, o la suerte que no me acompaña. Me cuesta reconocer mi propia responsabilidad en todo lo que me sucede. Pienso que yo estoy bien y los demás son los culpables. Pienso que soy yo el que trabaja con esfuerzo. Y por eso acabo pensando que merezco más suerte en mis empresas. Culpo a la mala suerte o a Dios de lo que me sucede. Cuando triunfo es por mis capacidades. Cuando fracaso alguien ajeno a mí tiene la culpa. Señalo un culpable. Condeno a alguien. Esto me pasa cuando hago las cosas bien y no logro el resultado que deseaba. Alguien tiene la culpa de mi desdicha. Al mismo tiempo, en ocasiones hago las cosas mal y luego busco culpables que se hagan cargo de mis desatinos. Me da miedo asumir las consecuencias de mis actos. Deseo lo que no me conviene. Busco lo que no me hace bien. Y nunca tengo la culpa en mis caídas.
Deseo que alguien cargue con el peso de lo sucedido. No quiero cargar yo con ese peso toda mi vida. Yo actúo y otros responden. ¡Cuánto cuesta hoy encontrar personas que se hagan responsables de lo que hacen! Los demás son siempre más culpables que yo. Me dejé llevar. Me tentaron. Todos lo hacían. No sé por qué me encuentro yo más inocente que los otros. Tal vez es así porque no tengo fuerzas suficientes para llevar todo el peso de la culpa. Es demasiado pesada para mi alma. Quiero ser como Dios. Tener su fuerza. Y por eso busco justificar mis actos. Para liberarme del peso de mi pecado. Tal vez dejo de creer en la infinita misericordia de Dios y temo su castigo. No me creo digno, ni merecedor de un amor infinito que me abraza cada día y perdona cada uno de mis errores. Mi culpa por lo que hago mal pesa demasiado. Decía el P. Kentenich: «Muchos hombres no pueden soportar su sentimiento de culpa y por eso lo niegan. Y cuanto más lo nieguen, tanto más enferman psíquicamente. Mañana o pasado mañana también colapsarán corporalmente»1. La culpa por la vida que llevo. La culpa por lo que no consigo hacer bien. Me siento débil y escondo la culpa. Sé que asumir la propia responsabilidad es sanador. Pero hoy la palabra culpa está estigmatizada. Es como si hiciera daño sujetarla entre las manos. Utilizo mejor la palabra responsabilidad. La culpa pesa demasiado. Tal vez porque durante mucho tiempo me han hablado en exceso de culpa. Y nadie parecía quedar liberado de la misma. De ese extremo se ha pasado al otro. Nadie quiere hoy ser culpable de nada. Alguien tiene la culpa, no yo. Yo quedo liberado. La culpa duele. No quiero tener escrúpulos y vivir contando el número de mis faltas. Prefiero irme al otro extremo. Al de la inocencia permanente. En la que nunca asumo mi culpa. Es como un estado de paraíso en el que todo lo hago bien. Y espero que todos aprueben mis conductas. Y si alguien resulta herido no es por mi culpa. Es culpa del mundo, de Dios, de la vida. Pero yo eludo esa carga insoportable. Ese eludir la propia culpa continuamente me acaba haciendo daño. Soy responsable de mis errores, de mis caídas, de mis pecados. Da miedo utilizar la palabra pecado. Pero también peco. Y muchas veces no

1 J. Kentenich, Textos pedagógicos


por ignorancia. Más bien sabiendo lo que hago. No amo. Incluso odio. Y quiero sentir el peso de la culpa. No para vivir esclavo del mismo. No para amargarme. Sino para ser sincero en la mirada sobre mi vida. Sí. Tengo culpa, soy pecador. Acepto la verdad de mi vida. Y sé que esa culpa ya la carga Jesús en la cruz. Sé que Él ya ha muerto por mi pecado. Antes de yo cometerlo. Ha muerto por mi pecado de ahora. Por el que pronto cometeré. Por el que me pesa en el pasado. Asumir mi culpa es sanador. La tomo entre mis manos y esa sensación de debilidad me libera. No soy de hierro. No soy perfecto. Soy de barro. Sólo anhelo amar desde la pobreza de mi flaqueza, desde la herida de mi propia culpa. No la niego. La tomo en mis manos como un niño y se la entrego a Dios. Él sabe cómo cuidar mi alma herida y enferma. Carga conmigo. Me lleva sobre sus hombros.

Muchas veces surge esta pregunta en mi alma: ¿Qué espera Dios de mí cada mañana? Vivo con el peso de esa pregunta. Me pregunto continuamente si lo que hago está bien o está mal. Dudo con frecuencia si lo que estoy viviendo es lo que Dios quiere o lo que yo deseo. Miro a Dios que a su vez me mira cuando actúo. Y siento que no logro ser fiel a sus planes. Percibo que no estoy a la altura de lo esperado por los hombres. No siempre veo en sus ojos misericordia. A veces, culpa de mis prejuicios, veo reprobación cuando caigo y no soy fiel. Sé que Dios me mira. Me gustaría ser capaz de desentrañar siempre su mirada. Comprender que me mira con un corazón de Padre y se conmueve al ver mi pequeñez. Pero no es tan fácil ver su sonrisa cada vez que hago algo mal. Siento la culpa. Incluso a veces dudo si lo bueno que tengo en la vida, lo que disfruto, es lo que Dios quiere:
«En mi caso, sin embargo, el gran obstáculo que me impedía disfrutar plenamente del placer era el profundo sentido de culpa que tenía por mi educación puritana. ¿Realmente me merezco este placer?»2. Puedo llegar a ver el placer, o el descanso, como un lujo innecesario en mi vida. Como algo indebido que no merezco. Miro con culpa lo bueno y me creo que no soy digno. Como si Dios no quisiera mi alegría momentánea. Y viene entonces la culpa a mi alma simplemente por no hacer algo más, por no producir algo para los demás perdiendo mi tiempo en placeres. Y surge de nuevo la pregunta: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Está contento con mi vida? Me gustaría mirar cada día el rostro de Jesús con una paz profunda. Sabiendo que Dios me quiere como soy. Me mira con alegría. Y se apasiona por mi forma de vivir la vida. Me gustaría creerme que me quiere donde estoy. ¡Cuánto me cuesta creerme esa afirmación! Siempre creo que espera algo más grande. Algo más bello. Resultados más impresionantes. Una vida que merezca la pena. ¿Qué espera de mí de verdad? Tantas veces no lo sé. O no tengo respuestas válidas. Miro su rostro y dudo. Y no quiero asumir la responsabilidad de lo que hago. Me da miedo su mirada. O no me creo que su mirada sea de alegría. Veo el juicio, la condena. No veo a ese padre que sonríe siempre a su hijo, haga lo que haga. El otro día leía:
«Cualquier momento de la vida de los hombres es precioso a los ojos de Dios y ninguno se debe malgastar por culpa de las dudas o el desaliento. La obra del reino, la obra de trabajar y sufrir con Cristo, no suele ser más espectacular que la rutina de la vida diaria»3. Dios se abaja hasta el lugar de mi rutina. Allí donde lucho por ser fiel en los pequeños detalles de la vida. Fallando al amor muchas veces. No logrando una vida plena. No haciendo feliz a los que más amo. Ignorando la necesidad del que está más cerca. No llegando a la meta. No logrando el resultado feliz en mis acciones. La culpa me pesa. No logro hacerlo todo bien, tal como creo que Dios espera de mí. ¿Qué espera de mí en realidad? ¿Cómo es ese rostro de Dios que me mira cada día? Quiero tener una imagen de Dios verdadera. Creer en un Dios que es misericordia. No puedo imaginarme a un Dios inflexible que mira con dureza los planes de mi vida y se escandaliza con mi desidia. No creo en un Dios al que le duelen tanto mis fallos. No me imagino a ese Dios sentado a la puerta de mi alma esperando algo más de mí. No veo a Jesús pasando así por las calles de mi vida. Cuestionando cada uno de mis gestos. Reprendiendo mis palabras poco oportunas. Reprobando mis acciones. Lamentando mis vacíos, mis omisiones. No me imagino a ese Jesús inconformista que nunca mira mi vida con alegría y se queja siempre de mis obras. Un Dios que siempre espera algo más. Cada día algo más. Es verdad que yo no quiero conformarme con mi vida como es hoy. Quiero siempre algo más. Una nueva etapa. Una nueva cima. Y tampoco quiero caer en esa culpa enfermiza que me hace mirar mi vida con tristeza, al

2 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
3 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.


sentirme incapaz de hacerlo mejor. No quiero culpar a nadie de mis miedos. Ni buscar justificaciones en mis fracasos. Quiero pensar en ese Jesús que camina a mi lado cada mañana. Sostiene mi sí frágil. Me enseña a reírme de mis miedos. Me hace asumir mi responsabilidad como parte del equipaje. Y no deja que la culpa me abrume. Creo en ese Jesús que me anima a amar más, pero no quejándose por mi mediocridad. Sino animándome con una sonrisa llena de esperanza. Sabe cómo es el barro de mi alma. Conoce mis debilidades y heridas. Se asombra ante la belleza de mi alma que sólo Él conoce de verdad. Creo en ese Jesús que se sube a mi barca en medio de mis tormentas. Pero no para marcar rumbos imposibles que nunca podré cumplir. Sino para sostener conmigo los remos y animarme a echar las redes en medio de las olas. Por donde Él me diga, sí.
Creo en ese Dios que lo espera todo de mí y me lo da todo para que no tema. Y se alegra con todo lo que puedo entregarle. Aunque sea tan poco. Aunque mis manos estén vacías. Él conoce el deseo hondo de mi corazón y no me deja solo nunca. Creo en ese Jesús que siempre va conmigo.

¿A qué amo estoy sirviendo? «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero». Dios o el dinero. Dios o el poder. Dios o la fama. Dios o los éxitos. ¿A quién sirvo? No es una respuesta sencilla. No vivo escondido del mundo. No vivo olvidado de los hombres. Solo ante Dios. En sus manos. Muchas veces me turba el mundo y todo lo que me ofrece. Quiero pensar sólo en Dios. Vivir sólo en su presencia. Pero no lo logro. El mundo me seduce con sus cantos, con sus atractivos. Ese mundo creado por Dios. Ese mundo bello, lleno de su presencia. Jesús me pide hoy que le sirva sólo a Él. Que viva para Él allí donde estoy. Que me entregue por sus intereses, en esa misión que me confía. Pero no sé si lo logro. Una persona rezaba: «Codicia y poder. Ansia de renombre y veneración. Regalar, servir, venerar. La entrega, el servicio y la alabanza. No mi reino, sino que tu reino se manifieste. Hágase tu voluntad y no la mía. No mi nombre sino tu nombre sea santificado. Renuncio a mi honor. Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria». Así quiero vivir. No mi reino, sino su reino. Ese reino de Dios que comienza cuando comienzo a servir. Cuando me descentro y comienzo a amar al otro. A servir a Dios en el otro. A dar la vida por Dios en el amor al hombre. Sólo tengo un corazón. Y no puedo dividirlo en parcelas estancas. Si no me amo a mí mismo no puedo amar al prójimo. Si no amo de verdad al hombre no puedo amar a Dios. ¿A quién sirvo de verdad? Muchas veces me descubro buscándome en todo lo que hago. Dejo de pensar en los demás y pienso sólo en mí. Dejo de buscar el amor desinteresado y sólo surge del corazón un amor interesado. Mi amor egoísta y esclavo. Quiero servir. Me arrodillo suplicando a Dios que me dé más oportunidades para servir.
Pero luego me veo sirviendo a mis intereses. A mis deseos. Incluso cuando hago un bien a los demás, creo percibir el ansia de ser reconocido. Y cuando rezo mi oración en lo más hondo de mi alma, es como si intuyera una búsqueda egoísta de mi paz interior. Estar en paz conmigo mismo y con los hombres. ¿Cómo distingo cuándo estoy sirviendo a otros señores al servir a Dios? No es tan sencillo. Tengo que detenerme cada noche a observar mi corazón, la pureza de mis sentimientos. Mi vida a la luz de Dios. Hoy lo escucho: «Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. No juzguéis antes de tiempo: dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá la alabanza de Dios». No me juzgo en mis intenciones últimas, en mis inclinaciones. Todo se confunde. No hay intenciones totalmente puras. Tal vez en el cielo. Aquí dejo que Dios me mire. Mire mi verdad más escondida en los pliegues de mi corazón. Quiero ser sólo un servidor fiel. Un hombre al servicio de los hombres. Al servicio de Dios. Es tan fácil confundirme y servir a otros. Servir al poder, a la fama, al prestigio. Servir a mi ego que necesita amor y reconocimiento continuo. Tal vez me haga falta más profundidad y no vivir en la periferia de mi vida: «El Espíritu Santo es el alma del Cuerpo místico de Cristo. Si descuidamos esa alma, si no nos abrimos y entregamos sin reservas a ella, nos quedaremos en la superficie de la vida espiritual, arañando y rozando sólo lo periférico»4. Necesito entregarme de nuevo cada día a Dios, al Espíritu Santo. Poner mi vida en sus manos y dejarme hacer. Sólo así ese amo, Jesús, será el centro de mi vida. Sólo entonces todo en mi corazón girará en torno a Él. Quiero servir con un corazón humilde. El que sirve reina. El que sirve de verdad y no se

4 J. Kentenich, Envía tu Espíritu


sirve de su servicio. Es difícil servir sin ponerme en el centro. Muchas veces caigo en esa tentación tan de hombre. Sirvo pero me estoy sirviendo. Es útil mi servicio. Me coloca en una situación de poder, de vanidad, de vanagloria. Me busco cuando sirvo. Me alegra cuando reconocen mi entrega. Cuando me agradecen por mi generosidad. Pero no estoy siendo generoso. Estoy buscando mi propio bien. Estoy deseando un lugar especial en el que todos me vean. No es un servicio oculto a los ojos de los hombres. Y cuando no lo ven. Cuando los otros no reconocen mi valían. Grito y me desespero. Quiero brillar. Que me valoren. Y entonces recuerdo la frase que me dijo una persona:
«Tienes que dar luz, no lucirte». Tal vez me interesa menos dar luz que lucirme, que brillar, que ser reconocido por mi valía. Jesús sólo vino a dar luz. No vino a lucirse. Y murió en la oscuridad de la cruz. Abandonado. Pero encendiendo una luz eterna. Los suyos dejaron de servirle. Porque el que está en la cruz se suele quedar solo. El que ha sufrido el desprecio y el olvido pierde hasta a sus amigos. El que sirve de verdad a Dios deja de brillar ante los hombres. Es luz ante Dios. Brilla para Dios. Aunque los hombres no vean en la noche esa luz que ilumina. Quiero ser un servidor fiel.
Servir en lo pequeño a Dios sin buscar ser reconocido y valorado. Quiero servir y no servirme de mi autoridad, de mi posición, de mi tarea. Servir con desinterés la vida ajena. Poner mi vida al servicio de los que menos tienen. De aquellos que pueden darme menos. De aquellos que no me pueden devolver lo que yo entrego. Ese servicio es grande. Es el de Jesús en su vida, en su cruz.

Jesús, desde el monte, me invita a mirar el campo, el cielo: «Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. ¿No valéis vosotros más que ellos?». A veces voy tan rápido por la vida que no me detengo a contemplar la belleza. No veo a Dios escondido en cosas pequeñas del día. Jesús mira hoy a los hombres heridos. Mira también el cielo, el lago, el campo. Y me invita a mirar, a soñar, a fijarme en la vida. Me pide que levante los ojos, que me pare un momento en mis agobios y mire alrededor. Me gusta pararme a contemplar un paisaje bonito. Me gusta estar allí sin nada más que hacer. Como Dios que está junto a mí, sin hacer nada más. Queriéndome. Viviendo mi presente. Sintiéndome vivo. Lleno los ojos de paz. Necesito detenerme y fijar la mirada. Estar aquí sencillamente. Una de las pruebas del amor verdadero consiste en responder a esta pregunta: ¿Con quién soy capaz de estar en silencio contemplando la vida sin hacer nada especial? Me gusta mirar el mar, un atardecer, un bosque desde la montaña. Me gusta estar sencillamente en un lugar. Orar tiene mucho que ver con estar con Dios, y Él conmigo. Me gustaría saber mirar y detenerme. Me gusta mucho cómo Jesús les anima a esos hombres sedientos de salvación a mirar la belleza, a mirar el ancho cielo. Jesús ve al Padre en toda la belleza del mundo. Mira cómo viste a los lirios, cómo alimenta a los pájaros. Dios me da a mí también su vida. Por lo que soy, como los lirios, como lo pájaros. No por lo que hago, no según lo haga. Para Él soy lo más amado, su predilecto, y su ternura se derrama sobre mí porque soy su hijo. Él me ha creado y me ama. Y yo deseo estar con Él, sencillamente. ¿Cuál es mi lugar favorito para contemplar? ¿Qué momentos en mi vida he sentido al mirar algo que Dios estaba detrás, creando, cuidando, sosteniendo? Jesús tendría sus lugares predilectos en las montañas, en el lago, en los caminos. Estando en Tierra Santa descubrí una cueva muy cerca del lago. Dicen que posiblemente Jesús se retiraba a orar a ese lugar. Allí contemplaba. Soñaba. Me detuve yo también allí. A mirar lo que Él veía. Jesús se fijaría en las cosas pequeñas y vería a Dios detrás de todo. Me gustaría saber mirar así, saber contemplar, detenerme y disfrutar de la paz. Saber ver a Dios escondido en tantos detalles del día, en la belleza de las cosas, en las personas que amo. No quiero perder la antena del alma. Le pido a Jesús que me regale su don para saber mirar y vivir el momento. Saber detener mis pasos. Callarme y mirar. Contemplar la vida agradecido.

Tengo claro que nadie se agobia por gusto. Nadie sufre ante el futuro por comodidad. Cuando uno sufre lo hace por algún motivo verdadero. Porque vive la angustia de cruces concretas, dolorosas, difíciles. No basta con decirle entonces al que se agobia: «No te agobies». Son palabras vacías que no logran acabar con el agobio. Yo no me angustio ante el futuro simplemente por culpa de mi inmadurez. Más bien la inseguridad que sufro me altera y pierdo la paz. Experimento la fragilidad de mi fe. Dejo de ver a Dios presente en mi vida. Dejo de creer y me veo solo. Ya no creo en su


poder. Jesús me invita a vivir sin agobios y sus palabras tienen fuerza. Casi me contagian: «No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir.
¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? No andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas». Le escucho y sus palabras me parecen imposibles. Me siento tan lejos. Creo en Jesús. Creo en el poder de su promesa. Cada día de mi vida tiene su afán. Lo sé. Pero yo vivo volcado en el futuro. Angustiado por lo que viene.
Viviendo el presente sin ver una luz al final del túnel. Me ha tocado bendecir muchos matrimonios en los que los novios han escogido este evangelio. Siempre me ha gustado de forma especial, lo reconozco. Y siempre he encontrado tan difícil vivirlo con radicalidad. Vivirlo de verdad. La santa indiferencia me parece una cima que no logro alcanzar. La verdadera santidad. Sueño con esa paz feliz frente a todo lo que tengo ante mis ojos, entre mis manos. Vivir sin agobios el dolor. Vivir la cruz con paz en el alma. ¿Por qué me agobio tanto por lo que no puedo controlar? No lo sé. Pero experimento tantas veces mi debilidad, mi flaqueza, mi falta de fe. Me falta esa confianza en un Dios que todo lo puede cuando yo no puedo lograrlo. A veces vivo mirando al pasado, quejándome o añorando. Otras miro el futuro, deseando con expectativas que algo cambie, o con incertidumbre, o con miedo. ¿Por qué tengo miedo? ¿Qué temo perder? Dios va a mi lado, lleva el timón, me cuida, ha prometido no abandonarme nunca. Hoy y no mañana es el momento de vivir. Quiero vivir hoy. Jesús me llama hoy. Me acompaña hoy. Me da fuerzas hoy. Aun así, sufro y me agobio. Quizás mi yo es demasiado grande. Mi yo y mis deseos, mis planes, mis proyectos. Demasiado grande y pesado todo lo que anhelo. He construido mi vida sobre mí mismo. Y por eso me agobia perder.
Dejar de controlar la vida. Quiero creer en un Dios que me da paz y me quita los miedos. Y me dice que la única forma de vivir es en presente, hoy, ahora y vivir confiando. No sé llevar a la práctica lo que creo. El otro día leía: «Me sentía culpable porque comprendía que, aunque había pedido la ayuda de Dios, en realidad confiaba en mi propia capacidad para evitar el mal y afrontar cualquier desafío. Llevaba años dedicando mucho tiempo a la oración, había logrado valorar y agradecer a Dios su providencia y su protección sobre mí y sobre todos los hombres, pero nunca me había abandonado de verdad. En cierto modo, siempre había agradecido a Dios no ser como el resto, que me hubiera dotado de un físico sano, de unos nervios templados y una voluntad fuerte: con esas gracias físicas concedidas por Dios, continuaría haciendo su voluntad en todo momento y dando lo mejor de mí mismo»5. Tal vez yo mismo vivo así mi entrega a Dios. Una y otra vez le digo que sí. Que tomo la cruz en mis manos. Que acepto lo que venga a mi vida sin miedo, con una confianza plena. Pero una y otra vez me descubro sujetando los hilos de la vida, las cuerdas que aseguran el timón de mi barca. Para que no vaya donde yo no quiero ir. Decía el P. Kentenich: «Mi preocupación más grande debe ser vivir cada segundo infinitamente despreocupado. Esto no es una frivolidad.
¿Por qué? Porque reafirma la fe de que es el Padre quien empuña el timón de mi vida. En el rugido de las tempestades y el fragor de los truenos yo pienso tranquilo como el hijo del barquero: - Mi padre es timonel de la nave: ¡yo nada temo! Imagínense la escena: en alta mar y en medio de la tormenta, hay una nave vapuleada por las olas. El niño está en cubierta y mira tranquilo las olas encrespadas, admirado por su violencia. Así son los niños: mientras sepan que el padre está en el timón y gobierna la nave, todo estará bien»6. Es la confianza del niño en el poder de su padre. Vive despreocupado. No teme, no duda. Dios conduce mi barca. Aquí y ahora. Dios es mi padre, el timonel. No tengo nada que temer si tengo más fe. En medio de las tormentas de mi vida está Él. Esa fe a veces me falta. La fe de los niños confiados. Me gustaría tener esa confianza en el futuro. Me gustaría vivir sin agobios el presente, como tantos novios que el día de su boda se encomiendan a la fuerza de este evangelio. El deseo de vivir confiado. Quieto en la cubierta de mi barca mirando la fuerza de las olas. Y sabiendo que la nave de mi vida no la guío yo. Es un milagro vivir la vida así. Un milagro que me gustaría vivir cada día. No lo consigo.

Siento en ocasiones que Dios me abandona. Y entonces me asusta el futuro. Encuentran eco en mí las palabras del profeta: «Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. ¿Es que puede una madre olvidarse, de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré». Siento que Dios se olvida de mí. Lo siento así a veces, aunque la cabeza me diga otra cosa.

5 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.
6 J. Kentenich, Niños ante Dios.


Me dice mi fe que Dios es esa madre que nunca olvida a su hijo. Pero luego en mi cansancio, en mis fracasos, en mi desidia, tengo miedo. Dudo cuando no soy el que quiero ser y no llego a la meta. En esos momentos es como si Dios se bajara de mi barca y me dejara solo en medio de mis miedos.
Como si la cruz presente pesara demasiado en mis manos y no fuera capaz de cargar con ella. Y entonces me desconcierta esa ausencia aparente de Dios. Digo aparente, porque sé que está ahí, oculto en los silencios y en las sombras. Aunque no lo vea ni lo sienta. Está en medio de mi día. Oculto, visible. Está viviendo el momento que me toca vivir. Pero eso no quita que me cueste no sentir su mano, no tocar su cuerpo, no escuchar su voz. En esos momentos sé que no se olvida de mí, aunque no perciba su presencia. Me gusta percibir mi vida en presente. En el momento en el que estoy. Mirarme con todas mis capacidades conscientes. Allí donde estoy. Tengo la tentación de proyectarme en un futuro que aún no es presente. Vivo anclado en un pasado que ya no tiene remedio. No puedo cambiar el pasado. No puedo condicionar el futuro. Pero me agobio e inquieto. Me afano por muchas cosas como me dice hoy Jesús: «Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos». Normalmente me inquieta el futuro. ¿Por qué me agobio tanto por el futuro? Me da miedo todo lo malo que me puede ocurrir. Todas las desgracias posibles. ¡Cuánto he sufrido en mi vida por cosas que nunca llegaron a suceder! Respecto al futuro y mis miedos pueden suceder dos cosas: que se cumplan o que no se cumplan. Si no se cumplen, he perdido el tiempo, ¿para qué me agobié tanto? Y si se cumplen, ¿para qué sufrí por anticipado? Debería pensar siempre: ya me preocuparé cuando llegue el momento. Ya me dará fuerzas Dios si sucede. Dios actúa en la realidad, no en mi fantasía respecto al futuro. Él viene cada día para mí. Sólo me pide que confíe. ¡Qué difícil me resulta creer que va a estar todos los días a mi lado! En la alegría y en la cruz. La manera de vivir de Jesús fue atado al presente. Vivió con el corazón abierto a cada cosa que le regalaba el Padre. Sin tantos planes. Recuerdo sus palabras a Zaqueo: «Hoy ha llegado la salvación a tu casa». O al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Ahora. Hoy. Este momento que estoy viviendo es el momento de mi vida. En ese hoy Jesús me lo regala todo. Me gustaría ser más libre. Mirar cara a cara el mañana, viviendo con intensidad el presente. Una persona comentaba su experiencia de contemplación: «Primero me adentré en mi cansancio. Me podía quedar con él. Me dije: ahora puedes estar cansada. Me embargó la alegría de poder sentirme cansada, de no estar obligada a vencer el cansancio. Puedo sentirme cansada y estar cansada. No tengo que hacer nada, no tengo que lograr nada, no tengo que cambiar nada, ni dar cuenta de nada, ni demostrar nada. Puedo ser como soy ahora. Una y otra vez volvía a esta percepción y me quedaba en ella. Mi interior se aquietó y me vino la impresión: yo estoy aquí. Esta sensación es muy simple y lo llenó todo»7. Me hace bien detenerme en mi vida. Observar mi cansancio, mi abandono, mi tristeza, mi alegría. Ser consciente de lo que siento y sufro. Detenerme no una sola vez. Muchas veces. Percibir el presente corriendo por mis venas. Contemplar mis sensaciones más hondas. Mis sentimientos más verdaderos. Mirar mi cuerpo. Mi vida ahora. Y creer en todo lo que Dios puede hacer con mi vida ahora. Si se la entrego. Lo hago. Me miro en presente. Aquí y ahora.
Ya no temo. Surge el miedo sólo cuando me proyecto en un futuro que desconozco. Mientras viva el presente ahora guardo la calma. Nada me inquieta. Estoy solo ante Dios. En medio de mi día. No hay nada que temer. No estoy solo, aunque a veces pueda tener sensación de abandono. Dios está conmigo. Me cuida, me sostiene. Eso me da paz. Pongo en sus manos mis miedos. Los que conozco. Los que no percibo. Los miedos inconfesables. El miedo a perder, a no llegar, a no conseguir. El miedo al fracaso y a la vida. El miedo a no poder añadir un solo día a mi vida. El miedo a no tener con qué vestirme, qué comer, cómo vivir. Ese miedo tan humano. Dios no me abandona. Me  sostiene en medio de mi día. En mi presente lleno de posibilidades. Es lo que más me gusta del presente. Sólo ahí puedo influir con mis decisiones. Puedo decidir cómo vivo el aquí y el ahora. Está en mi mano. Es lo único que controlo. Mi sí ahora. Dejo de lado los agobios y tomo en mis brazos el afán de cada día. ¿Qué tengo ahora entre manos? ¿Qué estoy amando ahora? ¿Qué me alegra el alma ahora? Miro en lo hondo de mi alma. En lo más profundo de mi pozo. Veo el reflejo de Dios sosteniéndome en mi presente. Me gusta enfrentar así la vida. Ya no temo ninguna cruz. Porque ya

Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 36


me he inscrito en el corazón de Jesús. Allí he dejado mis miedos, mi nombre, mi camino. Allí he puesto mis agobios y Dios se los ha quedado. Tengo más paz para mirar mi vida. Es sanador vivir el presente. Me ayuda a vivir sin agobios. Tengo miedo, lo siento, lo reconozco. Pero me deshago de ese miedo poniéndolo en el corazón de Jesús. En su herida abierta. Me inscribo allí donde Jesús abrió una grieta en la roca. Me adentro en Él para ser capaz de vivir mi vida desde sus sentimientos. Abandonándome en sus manos de Padre. Colgado a su cuello como la oveja al cuello del pastor.

Sostenido en su fuerza que saca lo mejor de mí y calma mi alma inquieta. Así descanso.

domingo, febrero 19, 2017

P.Carlos Padilla

VII Domingo Tiempo ordinario
Levítico 19, 1-2.17-18; 1 Corintios 3, 16-23; Mateo 5, 38-48

«Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen.

No hagáis frente al que os agravia»

19 febrero 2017     P. Carlos Padilla Esteban

«Necesito saberme amado por Dios en lo más hondo. Me quiere como soy. Con mis debilidades, en mi pequeñez. Eso me sostiene. Hace más fuerte mi alma herida. Puedo detener esa cadena del odio»

A veces me encuentro con vidas muy ocultas. Escondidas en lo profundo de la roca. Que discurren con un paso tranquilo, sin llamar la atención en ningún momento. Pienso en las vidas de tantos que sembraron amor y esperanza. Pienso en tantas vidas anónimas que sembraron vida con su amor.
Santos anónimos. Tal vez no hacen cosas dignas de ser contadas. No sé por qué el corazón desea escuchar otras historias meritorias. Llenas de logros. Dignas de alabanzas. Yo mismo caigo en esa tentación de hombre. Ese mismo deseo de no ser anónimo. Y busco que mi nombre aparezca escrito. Las grandes catedrales de Europa fueron construidas durante siglos. Muchos hombres se dejaron la vida en esa empresa. Muchos de esos nombres nunca fueron conocidos. Son anónimos. Cuentan de un hombre que con mucho empeño esculpía un ave sobre una viga que luego sería cubierta por un tejado. Una persona se le acercó y le preguntó: «¿Por qué inviertes tanto tiempo en algo que nadie verá?». Él respondió: «Porque Dios sí lo ve». Muchos de ellos entregaron su vida en un trabajo que ni siquiera verían finalizado. Pero no importaba. Tenía sentido. ¿Merece la pena invertir mi tiempo, mi energía, mi amor en una empresa que nunca veré finalizada? ¿Vale la pena gastar mis días sin que nadie vea un día mi nombre como autor de una gran obra? Es ese miedo al anonimato. Miedo a quedar oculto con el paso del tiempo. Ese miedo irracional al olvido. Veo las rocas pisadas por tantos peregrinos a lo largo de los siglos en tierra santa. Toco la vida escondida en esa misma tierra, en esa agua que acarició Jesús. El otro día vi una propaganda que me llamó la atención. Aparecía un anciano jugando con un bebé y debajo decía una leyenda: «El verdadero sentido de la vida». Me quedé pensando en el verdadero sentido de mi vida. En las vidas que tienen sentido. Y en esas otras vidas que aparentemente no lo tienen. ¿Tienen sentido todas las vidas? Sí, yo creo en el sentido de todas las vidas, de la sangre derramada por amor. Creo en las vidas de aquellos que parecen aportar tan poco. O yo o el mundo lo juzgamos así. Vidas que merecen la pena ser vividas. Vidas que no merecen la pena. Y me pregunto por el verdadero sentido oculto de mi propia vida. Vale la pena lo que construyo. Aunque sea un ave oculta sobre una viga debajo de un techo. No importa. Dios lo ve. Y por eso merece la pena ser invisible. No me importa ser invisible a los ojos de los hombres. Mi vida merece la pena. Entonces me detengo a preguntarme por el sentido verdadero de todo lo que hago. Hay cosas que tienen un profundo sentido. Otras no lo tienen. Miro esa imagen de un anciano acariciando la mano de un niño.
¿Cuáles son las cosas que tienen un sentido más verdadero en mi vida? Son muchas. Lo reconozco. Pero curiosamente las que más valen. Las que tienen más sentido. Son ocultas. Transcurren en lo profundo de una vida entregada. En un amor sencillo y cotidiano. En el trabajo bien hecho que nadie valora. En las horas perdidas sirviendo la vida, aunque nadie lleve las cuentas. En el cuidado servicial al que más lo necesita, aunque no sea tan reconocido. En la generosidad que no se ve. En la alegría oculta que nadie nota. El verdadero sentido de mi vida tal vez no sucede en aquello que otros valoran. Ni siquiera me felicitarán por ello. Porque será como esa ave oculta debajo de un tejado. Mi vida tiene sentido no tanto por lo que se ve, sino por lo que permanece oculto. Y tengo que aprender a valorar yo mismo mi entrega anónima que no espera reconocimiento. Mi sí silencioso que nadie escucha. Mi alegría sonora que nadie oye. Quiero aprender a cuidar el verdadero sentido de mi vida. Las cosas que de verdad valen la pena. Esas locuras que hago por amor. Aunque sean locuras. Aunque no sean consideradas dignas de alabanza por los hombres. ¡Qué poco importa ese reconocimiento humano!


Dios lo ve todo. Ve mis renuncias ocultas. Ve mi entrega callada. Ve mis obras que no son publicadas. Valgo más por lo oculto que por lo visible. Eso me alegra. Para tantos soy invisible. Pero no importa. Para Dios soy visible. Soy tan visible como esa ave sobre la viga. Dios se alegra con mi vida porque tiene sentido. Porque vale tanto la pena. Se conmueve con mis lágrimas. Y sufre con mis luchas. Y camina sosteniendo mi cruz velada. Y se alegra al ver mi vida brillar oculta en medio de la noche.
Para Dios nunca soy invisible. Eso me alegra. En las manos de Dios estoy construyendo una gran catedral tallando piedras.

A veces me cuesta entender que lo pequeño pueda ser el origen de algo muy grande. Decía el P. Kentenich: «¡Cuántas veces en la historia de la salvación lo pequeño, lo mínimo, ha sido el origen de lo más grande! Lo que motivó a María a sellar una alianza de amor con nosotros y hacer de esta una alianza de amor con el Padre, no fueron nuestras virtudes, sino precisamente nuestra pequeñez»1. Mi pequeñez causa de algo grande. Origen de una gran misión. En ocasiones miro mi vida en menos. Dejo de valorar mi misión concreta. Veo que los demás tienen más talentos y virtudes. Misiones más valiosas. Veo que a otros Dios se lo ha puesto más fácil. Me cuesta aceptarlo. Veo la fecundidad de muchas vidas y brota en el corazón la envidia. ¿Por qué mi vida no es grande? Me siento pequeño y pobre. Con la misma pobreza que se respira en Tierra Santa. Lugares santos con tan pocos cristianos allí presentes. Lo pequeño a los ojos de los hombres. Un lugar pequeño en medio de guerras y discordias. Así surgió la vida en la Iglesia. De la insignificancia de un pueblo de Nazaret. De un hombre como otros hombres. Pero era Dios. La belleza de Dios oculta en el hombre. En la película «The Little boy» el protagonista, un niño de poca estatura, abrumado por su tamaño, escucha: «No te midas de aquí al suelo. Sino de aquí al cielo». Me mido tantas veces de mi cabeza al suelo y me siento pequeño. Si cambio la mirada todo cambia. Pero no es tan sencillo. Suelo mirarme en comparación. Una persona decía: «Tengo sentimientos de envidia que no me gustan. A veces me gustaría que él no creciera tanto. Y creo que yo me sentiría mejor. Es un sentimiento ruin pero lo tengo a veces». A veces me identifico con esas palabras. Me cuesta la pequeñez. Me comparo en los números, en los logros. Y le pido a Dios que me ayude a entregarle mis sentimientos pequeños y mezquinos. No quiero ocultarlos, taparlos como si no existieran. Los reconozco. Los tomo en mis manos. Los entrego. Y digo con fuerza, en voz alta, dentro de mi alma: «Soy pequeño, Jesús, gracias por hacerme pequeño, para necesitar cada día tu misericordia, tu fuerza, tu altura». Reconozco esos sentimientos tan humanos que me hacen todavía más pequeño. Y me alegro de poder mirarlos a la cara sin rubor. Le doy gracias a Dios porque en mi propia herida me hace más sensible y más misericordioso con los demás. Desde mi altura no temo. Desde mi pequeñez me siento poderoso. Dios lo ha hecho siempre así en la historia de la Iglesia. No los grandes números. No los grandes edificios y construcciones. No los grandes méritos acumulados por el hombre. Lo pequeño tantas veces es causa de lo grande. Se alegra el corazón. Quiero rezar como hacía una persona: «Así quiero amarte, Señor, desde lo pequeño de mí. Te pido humildad para seguir educando mi corazón y siendo dócil niña bajo tu mirada». Un corazón humilde, no altanero. Un corazón que no busque los primeros puestos ni el reconocimiento. Un corazón que se sienta frágil en las manos de Dios.
Confiado. Lleno de esperanza. Quiero aprender a sentirme pequeño porque eso me hace más fácil para otros. Abre la puerta de mi alma. Me decía una persona: «Cuando de alguna forma descubres cómo eres, te ves realmente cómo eres, te sientes tan pequeña y vulnerable que dejas entonces espacio para que otros entren en tu corazón». Desde mi altura pequeña todo es más senillo para los que se acercan. No tengo que demostrar nada. No tengo que defenderme de nadie. No tengo que guardarme. ¡Cuánto bien me hace reírme de mis torpezas y caídas! Reconocer que mi vida es pequeña. Sé que para Dios soy valioso. Es lo más importante. Mi altura del suelo al cielo. Es la que cuenta. A los ojos de Dios soy inmenso. Y le conmueve mi dolor. Sufre con mis sufrimientos. Más aún cuando yo sufro sin razón al compararme con otros. Al querer ser más que otros. Más alto. Tratando de demostrarle al mundo entero cuánto sentido tiene mi vida. Qué importante es la misión que me han confiado. Cuánto logro hacer con mis propias manos y talentos. Me confundo al pensar así. Es mi pequeñez la semilla de todo crecimiento. Mi sí pequeño y frágil. Mi vida herida, caída. Desde ahí Dios construye una gran catedral. Desde la piedra pequeña y llena de defectos. El otro día leía: «Sufrimos cuando nos consideramos un simple individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos, defectos y resentimientos y, ante

1 J. Kentenich, La mirada misericordiosa del Padre


todo, a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego constituye toda nuestra naturaleza. No nos damos cuenta de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un Ser Supremo que disfruta de una paz eterna»2. No estoy solo. En mi interior habita Dios. En lo más pequeño de mi alma. Charles de Foucauld me recuerda quién soy: «Recuerda que eres pequeño». Me sé pequeño. Me da paz saberlo. Pero sé que no estoy solo. Allí donde yo me siento pobre e insignificante está Dios oculto en mí. Él echa raíces en mi alma. Viene a morar conmigo para que no tema nunca por mi poca altura.
Viene a darme fuerzas para que no me frustre, para que no me asuste. Para que no pierda nunca la paz en medio de las luchas.

Hoy me alegra pensar que soy templo de Dios: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Jesús fue al templo en Jerusalén tantas veces en su vida. Allí tocó las piedras santas. Rezó. Se sintió hijo de un Padre que lo amaba. Se indignó cuando vio la casa de su Padre convertida en cueva de ladrones. Sintió que su propio cuerpo era templo de Dios. Ese templo que fue destruido y reconstruido en tres días. Ese templo descuidado por los hombres. Rechazado, herido. Él fue templo de Dios pero los hombres no vinieron a adorarlo. Fue perseguido e insultado. El propio templo de Dios hecho carne. Los hombres no lo reconocieron. Lo destruyeron. Yo tampoco sé ver a Dios en la apariencia de la carne. No lo veo en mí mismo. Y yo soy templo suyo. Cada vez que lo recibo me lleno de su presencia. Cada vez que me detengo a hacer oración en silencio. Pero luego tantas veces me olvido. Olvido que Dios vive en mi alma. Me hace bien pensar en las palabras de Santa Teresa en las Moradas: «El verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado».
Descuido el templo de mi corazón. Descuido su amor. Olvido mi mar hondo por el que Él navega. Olvido que el Espíritu Santo habita en mí. Soy templo de Dios pero no amo. No le amo en todas partes. Amar al amado. Digo que lo amo pero no percibo su amor por mí. Y quiero tocarlo pero no lo toco. Quiero cuidar el templo que Dios me confía. No quiero destruirlo con mi negligencia. No quiero dejar que se ensucie y estropee con mis olvidos y traiciones. Quiero ser fiel a esa presencia invisible de Dios en mí. Quiero cuidar el cuerpo, cuidar el alma. Cuidar mi vida. No para protegerme del mundo como decía Kempis: «Más vale salvarse uno solo viviendo inocente en soledad que aventurarse en el trato con lobos y dragones». Esa es la tentación del hombre que por cuidar tanto su templo deja de ser enviado, deja de ser misionero. No quiero cuidar tanto mi vida que no me arriesgue a darla con generosidad.
No quiero ser tan cuidadoso con mis tiempos, que no corra el peligro de accidentarme saliendo de mi comodidad. Quiero cuidar el templo que Dios me ha confiado pero sin esconderme. Amando siempre. Dando la vida. Quiero hacer de mi templo, de mi cuerpo y de mi alma, un lugar sagrado.
Para ello necesito más silencio. Para escuchar a Dios. Quiero su sabiduría que me enseña el camino de la vida. No me siento sabio en este mundo: «Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios». No soy sabio. Más bien me siento ignorante. Pero me gustaría tener la sabiduría de Dios. Aprender de Él. Necesito una mirada pura e inocente sobre la vida. Mirar la vida como la mira Dios. Estoy lleno de prejuicios. Y pretendo encontrar siempre la respuesta correcta. Me hace falta una actitud de respeto y admiración ante el templo de Dios de los demás. En el otro está Jesús vivo y presente y a mí se me olvida. En su templo está Dios. Ese templo que tantas veces destruyo con mis juicios, con mis críticas, con mis condenas. Se envenena el alma. Descuido mi mirada. Templo de Dios. Que haga presente el amor de Dios. Que lleve a todos la mirada de Dios. ¡Qué fácil descuidarme! Me hago del mundo. Me olvido. Me cierro en mi carne y no me abro al amor de Dios. Aunque a veces me cueste notar su presencia quiero buscarlo cada día. En todo momento. Moisés escuchó a Dios en su corazón: «Seréis santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor».
Esas palabras quedaron guardadas para siempre en su alma. Seré santo porque mi Dios es santo. Eso me alivia. Seré santo y guardaré su templo porque Jesús es santo y puro. La pureza de mi alma. Esa impureza que me aleja de Él tantas veces. Un corazón limpio y puro como el suyo. En la alianza de amor con María repetimos: «Nada sin ti, nada sin nosotros». Me parece imposible estar a la altura, ser fiel siempre. No caer nunca. Me parecería absurdo poner mi felicidad en ser fiel siempre. María lo sabe y por eso la condición no está puesta en mis capacidades. No se centra en mis talentos, en mi fortaleza. Nada sin mí. Es cierto. Mi templo abierto. Nada sin mi sí primero que posibilita la actuación

2 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama


de Dios en mí. El sí de esa niña María en la gruta de Nazaret. Allí donde escuchó la voz del ángel y pronunció su sí. Fiat. Hágase. Y se hizo todo nuevo en Ella. Porque Ella dio su sí sencillo y pobre. Sin grandes pretensiones. Yo doy también mi sí. No sé cómo será. Se abre mi templo herido. Mi roca hendida. Mi tierra hollada. María pronuncia su sí sobre mi vida. No soy santo por mis méritos. Sino porque Dios es santo. Porque María es santa. Mi corazón se calma. Mi templo no va a ser destruido porque es el templo de Dios. Viviré para siempre. Esa esperanza sostiene mi vida.

La venganza es una actitud muy propia del hombre: «Habéis oído que se dijo: - Ojo por ojo, diente por diente». Evoca la ley de talión. Una ley moral que trata de establecer la proporcionalidad en la reacción. No devolver más daño que el recibido. Esa ley la llevo grabada en el alma. Muchas veces he sentido la necesidad de vengarme ante el mal recibido. He buscado servir mi venganza en plato frío. No inmediatamente, sino algo más tarde. Si me hacen daño no lo olvido. Guardo la ofensa. Y yo entonces también lo hago. Si me gritan yo grito. No más fuerte, lo mismo. Si me hieren yo hiero. No con más dureza, con la misma. Si me insultan yo insulto. Pero a veces actúo de forma desproporcionada al mal recibido. Hago más. Grito más. Me sorprendo a mí mismo ideando venganzas más crueles. Mi corazón me sorprende. No tolero la injusticia. No aguanto la mentira. Me lleno de rencor. En la película «The Little boy» el sacerdote le decía al niño: «La fe no funciona si hay algo de rencor en tu corazón». Si tengo rencor en el corazón me vuelvo vengativo. Dejo de mirar a Dios.
Brotan el odio y el desprecio. «Tan malo como el tabaco para los pulmones es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva»3. Me vuelvo mezquino. Me pongo a la defensiva. Ataco antes de que me ataquen. Siento que la vida es injusta y yo deseo una vida más justa. Siento que no me toman en cuenta después de todos mis méritos. Se despierta la envidia al comparar mi vida con otras. Me comparo con los que más tienen, con los que más pueden, con los que valen más que yo. Envidio otros templos, al comparar mi templo con otros. Deseo otras vidas. Y la envidia me lleva a guardar rencor en el alma. Me siento poco valorado por los míos. Poco respetado por los que dicen amarme. Poco amado por Dios y por los hombres. Guardo rencores no olvidados. No perdono y quiero la venganza. Ese ojo por ojo que tanto daño me hace. La medida que han usado conmigo quiero yo usarla con otros. El otro día leí algo muy cierto: «Es más fácil criar niños fuertes que reparar adultos rotos». Un vaso roto. Una vida rota. Es más difícil reparar que fortalecer. Hacer que el corazón sea más fuerte desde niño es el camino ideal. Para que los rencores no acaben pesando demasiado en el alma. Decía el Papa Francisco: «Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal». Quiero formar personalidades fuertes. Quiero ser yo más fuerte en las manos de Dios. Ese templo en el que Dios se hace fuerte. Herido y fuerte al mismo tiempo. Quiero ser fuerte desde mi herida. Que mi pequeñez no sea una barrera en mí sino un puente. Que no por ser débil me cierre al amor a los hombres. El odio engendra más odio. La venganza más venganza en un círculo vicioso que nunca termina. Más odio, más rencor, más violencia, más venganza. No hay punto final. ¿Quién puede poner un punto final a esa espiral de venganzas? Sólo el hombre libre. Aquel que no teme por su vida. Ese hombre arraigado en Dios que le ha entregado todo. Decía el P. Kentenich:
«También nosotros anhelamos una nueva conversión. Es cierto que ya nos convertimos una vez y que pertenecemos al mundo donde reinan los valores sobrenaturales. Pero aún no nos hemos arraigado suficientemente en Él. El puerto hacia el cual nos dirigimos está siempre delante de nosotros: echar raíces en la eternidad. La senda a recorrer ahora es la de abandonarse al Espíritu Santo»4. Una roca asentada en el corazón de Dios. Sólo entonces es posible detener ese deseo de venganza. Ese ojo por ojo. No me importa más que el amor sea asimétrico. Yo no reacciono al odio con odio. No quiero ser reactivo.
Quiero actuar con misericordia. Me gustó esta descripción de los discípulos de Jesús: «Su conducta ha de estar marcada por una dedicación misericordiosa a las personas. Si son misericordiosos, también ellos experimentarán a su vez misericordia»5. Necesito saberme amado por Dios en lo más hondo de mi ser. Me quiere como soy. Con mis debilidades, en mi pequeñez. Eso me sostiene. Hace más fuerte mi alma

3 Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
4 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
5 Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 90


herida. Puedo detener esa cadena del odio. Puedo evitar devolver mal por mal. El amor es asimétrico. Puedo responder con amor cuando recibo odio. Puedo responder con una sonrisa cuando me gritan. Me parece tan difícil. Pero es posible si me dejo. Si me arraigo en Dios. Si no vivo a la defensiva cuidando mi parcela. Mi mundo. Mis tierras. Mis derechos. Mi justicia. Mi verdad. No quiero vivir así. Esperando que los demás actúen correctamente. Muchas veces no lo van a hacer. Pero yo no quiero caer en lo mismo. No quiero reaccionar. Quiero aprender a actuar con sabiduría. Que mi amor sea asimétrico. Eso me da alegría. Amo sin que me amen. Trato con delicadeza aun cuando no lo hagan conmigo.

Jesús conoce mi corazón. Está cerca de los hombres, come, camina, navega y vive entre ellos. Conoce mi miedo y mi dolor humano, mi limitación y mi grandeza, mis sueños y mi pecado. Conoce mis entrañas. Toca lo más profundo. Hoy Jesús, desde la montaña, me habla de un ideal que me parece imposible. Amar como Dios ama: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Me invita a tener su manera de mirar y su manera de sentir. Desde lo que soy camino hacia lo que estoy llamado a ser. Jesús confía en mí, quizás más que yo mismo. Me conoce, sabe lo que me cuesta salir de mí, de mis muros en el amor. Y aun así, pone el corazón de Dios como medida del mío. Es verdad que es imposible ese ideal. Es imposible si estoy yo solo, pero con Jesús sí es posible. Él toma lo que hay en lo más profundo de mí. No tengo que esconderme, porque Él sabe quién soy, y me ama. Me toma como soy, se conmueve ante mi limitación. Quiere hacer mi corazón en el molde del suyo. Sólo en Él es posible romper ese muro del corazón que pone coto y medida a mi amor. Sólo si me aman, yo amo.
Sólo si no me hacen daño. Sólo en la medida en que me amen. Sólo si me dan. Sólo hasta donde me pidan. Y Jesús, hoy, quiere romper esos límites que me pongo. Lo hace con sus palabras. Lo hará con sus gestos. En su vida y en su muerte. En su forma de vivir, en su forma de morir. Jesús me habla con su vida de un amor imposible: «Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos»6. Dios es compasivo. Nos dice Jesús: «Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra». Pero, ¿qué hago yo cuando me hacen daño, cuando me abofetean en la mejilla? A menudo me cierro a esa persona. La evito. Y lo peor es que a veces puedo cerrarme a todos. Por una persona que me ha hecho daño, que ha herido mi inocencia, dejo de confiar en que es posible el amor. Y me cierro. Me protejo. No quiero que me hagan más daño. Somos muy delicados. Jesús lo sabe. Él también sufrió con el fracaso, con la traición, con el desamor. ¡Qué difícil resulta cuando abro ese lugar vulnerable del corazón y no soy acogido! Es un dolor muy grande. Y quizás, sin querer, también yo he hecho daño. Se cierra la muralla. Me guardo y endurezco. Temo que me vuelvan a dañar. Me vuelvo rígido y cínico. Ya no confío. Dejo de mostrar lo más íntimo. Jesús me muestra hoy un camino más feliz. ¿Qué hago si me han herido? Pongo la otra mejilla. No significa ser masoquista. Jesús mismo, cuando le pegaron, serenamente preguntó por qué, cuando Él no había hecho nada malo. Jesús me dice que no esconda la otra mejilla en la vida. Que no me cierre. Que no deje de exponerme y darme como soy. Jesús me pide que no me quede en el rencor, en el resentimiento. No quiere que viva atado, esclavo. Quiere que viva con alegría, con el alma abierta.
Merece la pena dar lo que soy, merece la pena confiar de nuevo, perdonar de nuevo, creer de nuevo, ser niño de nuevo. Y mostrar el corazón de nuevo. Es la única manera de vivir, lo único que me ensancha el alma. Jesús me conoce y me acoge tal como soy. Sabe de mis golpes, de mis bloqueos.
Sabe que yo también he dañado. Él ha venido a tocar esa herida de amor, a sanar esa dureza, a hacerme niño de nuevo. A su lado es posible. Sin Él no puedo abrirme. ¿Ante quién me muestro del todo, como soy, con mis dos mejillas, con mi corazón abierto?

¿Qué hago con el que me pide algo? «Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas». Yo a veces digo que no puedo. Otras veces respondo que sí. Pero la verdad es que respondo dando lo justo. Lo que me piden y nada más. Jesús me dice que merece la pena vivir con el alma grande. Ser magnánimo. Sin pesar, sin medir. Me emociona. Me gustaría tener ese estilo de vida.

6 José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica


Jesús piensa que yo puedo. Eso me sorprende. Amar más de lo justo, de lo necesario, de lo obligatorio. No es una carga, es el camino para ser plenamente humano. Dar siempre cuando me piden. Dar más de lo que me piden. Dar sin que me pidan. No estoy acostumbrado a no medir. Eso lo hace Dios conmigo. Sana así mi corazón. Estoy hecho para ese amor, no para el amor contado y medido. Alguna vez he recibido más de lo que pedí. Alguna vez, alguien me dio gratis sin pedir nada. Y yo nunca lo devolví. Esa gratuidad me asusta. Esa gratuidad es la de Dios. La gratuidad de Jesús. Él me ama a cambio de nada. Me da siempre más de lo que le pido. Me da hasta el extremo. ¿Me dejo amar así por Dios? Me cuesta creer en ese amor porque pienso que Dios es como yo. Pienso que me amará sólo si me porto bien, si cumplo. Y que si no lo hago se alejará de mí. Dios me da cada día y me vuelve a dar. Me abraza cuando vuelvo derrotado a casa. Me perdona mil veces. Muere por mí.
Derrocha su amor en mi pequeño corazón. Quiero vivir así, con un corazón generoso. El amor es asimétrico. No quiero dar sólo si me dan, sólo en la medida que me den, sólo después de que me hayan dado. Jesús sabe lo que me hace feliz. Él es hombre, y es profundamente feliz al amar más allá de los muros del mínimo. No quiero conformarme con el mínimo. Dios me invita a la plenitud. Algo extraordinario que me supera. No quiere que me conforme con lo sensato. Quiero saber agradecer por su gratuidad en mi vida. Por la gratuidad de esas personas que me dieron sin dar yo. Me han mostrado el camino de la vida verdadera. El amor sin condiciones es lo único que me hace feliz de verdad. Jesús hoy me pide que ame así, como Dios me ama, sin condiciones. Es una clave de vida, el camino de la alegría más profunda. ¿Qué hago para hacer felices a los que viven conmigo, más allá del mínimo necesario? ¿Qué detalle de amor puedo tener con los que amo?

El amor a los enemigos me parece excesivo. «Habéis oído que se dijo: - Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: - Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?». ¿A quién amo yo? Amo a los que lo merecen. A mis amigos. A los que me aman. Lo otro, me parece imposible. Estoy tan lejos. ¿Jesús cree que soy capaz de eso? Él me conoce mejor que yo mismo. Sabe que puedo ser capaz si me dejo tocar por Él. Esto ya me descoloca. Ya no me llama sólo a dar más, a dar sin que me pidan, a darlo todo. Me invita a mirar a quien me ha hecho daño sin rencor. Pero yo no puedo. Tengo que dejarme hacer por Dios, ponerme en sus manos y contarle que tengo rabia, rencor, odio. Decirle que estoy atado a heridas antiguas grabadas en mi alma. ¡Qué difícil olvidar! Me doy cuenta de que estoy atado por dentro. Sé que no soy libre frente a algunas personas. Miro a Jesús en la cruz. Él perdonó a todos. Amó a quien lo clavaba, a quien se burlaba de Él. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo puede pedirme que yo lo haga? ¿Cómo puedo hacerlo yo? Es un camino largo. Sólo de la mano de Dios es posible. Perdonar, liberarme de todo lo que siento frente a quien me hace daño y no me quiere. El resentimiento me ata a esa persona, me quita libertad, no me deja mirarla a los ojos con paz. Comprendo al que quiere vengarse y guarda odio. Comprendo menos a Jesús. Pero es verdad que el perdón dado y recibido libera profundamente. Ese perdón desata nudos que tengo dentro. Cuando he perdonado he sentido a Dios muy hondo. Como un soplo de vida muy dentro. Es una gracia que yo solo no puedo vivir porque va contra mi naturaleza. Me gusta que Dios me perdone siempre, que me ame con esa locura de su amor. Cuando caigo me levanta. Pero me cuesta creer en la gratuidad. Y me cuesta hacer yo lo mismo. Es un ideal muy alto.
Los que lo consiguen me parecen santos, especiales, únicos. Llevan a Dios dentro de una forma muy honda. Le pido a Jesús que me ayude a volver a mirar a los ojos del que me hizo daño. Que me ayude a volver a confiar. No quiero dar un perdón con los dientes apretados, sino con el corazón. ¿A quién tengo hoy que perdonar? Dios me conoce, sabe que soy pequeño, pero sabe que con Él soy grande. Mi altura va del suelo al cielo. Me pongo en sus manos. Le pido que me ayude y sane mi corazón herido. Que me muestre su manera de amar a todos, sin medida, sin condiciones, si excepciones. Es el verdadero sentido de mi vida. Sé que eso es vivir el cielo en la tierra. Jesús me lo mostró en su vida.

Quiero seguirlo, quiero vivir con Él y como Él. Aunque me deje el corazón en ello. No voy solo, Él va conmigo. Él me conoce y cree en mí. Le pido ser capaz de querer el bien del que me odia y persigue. Rezar por el que me ha hecho daño. Perdonar esas ofensas imperdonables. Acoger esas injusticias lacerantes. Quiero un amor de Dios en mí que me haga capaz de lo imposible. Un amor como el suyo en mi carne débil.