Isaías 50, 5-9a; Santiago 2, 14-18; Marcos 8, 27-35
«El que quiera
venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. El
que quiera salvar su vida la perderá; el que pierda su vida por mí la salvará»
16 Septiembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Estoy llamado yo a decirle
a mi Madre: «Aquí tienes
a tu hijo». Aquí estoy
dispuesto a dar la vida.
Aunque me duela. La pierdo para ganarla. La pierdo para que tengan vida»
A veces no sé bien en quién creer, a quién seguir. Me gustan las
personas auténticas, verdaderas, nobles, buenas. Me gustan los que tienen
fuerza y parece que saben dónde pisan, a dónde van. Me gustan los que sueñan y no se conforman con
salir del paso, con pasar de puntillas por la vida, sin hacer ruido. Me gustan
los que no lo controlan todo ni se sienten seguros en la vida, dueños de
certezas absolutas. Dudo de los que nunca se han caído, de los que siempre
tienen la verdad entre sus dedos. De los que juzgan y condenan. De los que
observan la vida desde una barrera imaginada.
Aquellos que nunca arriesgan y siempre tienen el
corazón saltando de rama en rama. El otro día leía que el psicólogo Norman
Dixon describe en su libro clásico de 1976: «Sobre
la psicología de la incompetencia militar», a líderes que no saben tomar decisiones en tiempos duros.
Esas personas que en
tiempos de crisis hacen lo mínimo para cumplir el expediente. Ese líder es
aquel que quiere tener éxito y ser popular. Quiere ser reconocido y gustar.
Caer bien, agradar. Sólo eso. Pero detrás de ese deseo se esconde un deseo más
hondo, el deseo de no ser nunca criticado. En medio de la batalla no parece que
quiera ganar la guerra. Tampoco parece que sueñe con ello. Más bien resulta que
sólo quiere que no le critiquen, desea guardar su fama y no cometer errores. No
quiere confundirse nunca en el camino emprendido. Cualquier error se paga caro.
Sueña con una jubilación tranquila. Con la paz al final de la jornada. Que me
dejen tranquilo, piensa. A veces me puedo llegar a sentir así yo mismo. Puedo
actuar cuidando mi imagen, mi nombre. Pretendiendo cuidar esa fama que resulta
tan efímera. Deseo que no hablen mal de mí. Casi prefiero que no hablen, que no
mencionen mi nombre. Así, oculto para este mundo de redes sociales, me salvo. Sólo acepto los halagos. Y niego o tapo las críticas. Y para no sufrir
el juicio, me escondo. Me aíslo en un torreón para no correr el riesgo del
fracaso si llego a arriesgar mi corazón. Por eso no lo pongo como prenda. Me
doy cuenta de que no pongo todas mis fuerzas en juego, no vaya a ser que me
quede vacío al final de la batalla. Prefiero guardar mi ropa antes que perderlo todo. Sueño con retener lo
poco que poseo, para que perderlo. Pienso que todo tiene que ver con una
actitud narcisista ante la vida. Me miro a mí mismo en un espejo. Hay en mi
vida de oración, en la búsqueda continua de Dios, una búsqueda oculta de mí
mismo. Decía Santa Teresa en las Moradas: «Torno a decir que para esto
es menester no poner vuestro
fundamento sólo en rezar y contemplar,
porque si no procuráis virtudes, siempre os quedaréis enanas. Ya sabéis
que quien no crece, decrece»1. No quiero buscarme a mí mismo. No busco ser siempre valorado y admirado. No quiero
esconderme en mi oración. Quiero salir. Pero a veces pienso
que tengo algo de narcisista cuando me busco a mí mismo.
Cuando sólo deseo estar bien y que me vaya bien en la batalla. Algunas
preguntas me desenmascaran cuando me las hago: «¿Por qué deberían contratarme o trabajar conmigo? ¿Cuáles son mis
superpoderes?
¿Tengo debilidades? ¿Cómo defino el éxito? ¿Siento
que mi aporte
es imprescindible?». Esas preguntas hacen que exprese mi deseo de reconocimiento, de prestigio y de poder. Mi sueño
de ser único, irrepetible, inimitable. Como si el mundo sin mí se perdiera lo
más grande. No sé bien qué tipo de líder soy. No sé si creo en un líder en
concreto. Pero temo esconderme en la batalla por miedo a caer. O dejar de
luchar por miedo a morir. La vida es algo tan grande que no merece la pena
esconderla en un lugar seguro.
Estoy dispuesto a perderla para
ganarla para siempre.
No quiero convertirme en un hombre
narcisista enamorado de mis propios caminos. Quiero mirar más
allá. Salir de mis seguridades. No quiero buscar
1 Santa Teresa de Jesús, Las moradas
sólo mi bienestar espiritual. Me fio de Santa Teresa.
Sin el equilibrio entre
el amor a Dios y al
prójimo es imposible que cambie
el mundo que me rodea
con la luz de mi vida.
Me gusta
hacer las cosas con rapidez. A veces me precipito
y no lo hago todo perfecto. Pretendo
hacer dos o más cosas a la vez. Pensando que puedo. Anhelo resolver los
problemas cuando se presentan y no esperar a mañana. No quiero dejarlo todo
para el día siguiente. No me gusta agobiarme pensando en lo que tengo que hacer
y no hago. En lo que puede llegar a suceder, cuando todavía no sucede. El otro
día leía sobre la palabra Procrastinación. Un sacerdote había escuchado a un
penitente confesar este pecado. Al principio no entendía muy bien por dónde iba
su falta. Al final entendió que era un pecado parecido a la pereza. Es la
tendencia a retrasar lo que tengo que hacer. Lo retraso, tardo en hacerlo. Dejo
para mañana lo que puedo hacer hoy. Pospongo sin una razón suficiente lo que
puedo hacer inmediatamente. Al pensar en este pecado del cual hoy muchos se
confiesan, creo que quizás no lo cometo. No me gusta tardar mucho en hacer
algo. No dejo de hacer lo que tengo que hacer
ahora.
No lo sé, no es una virtud. Más bien es una
tendencia natural que a veces me juega malas pasadas. Por eso yo más bien me
confieso de un pecado distinto. Lo definiría con una palabra inventada,
precrastinación. Es la tendencia a hacer de forma imperfecta y precipitada
ciertas cosas que podría haber hecho con más calma y cuidado. Tal vez no peco
por no hacer algo. Pero sí puedo pecar por hacer las cosas de forma imperfecta
o hacerlas mal sencillamente. Esta tendencia mía facilita que haga las cosas
sin miedo a equivocarme y sin el afán de hacerlo todo perfecto. No pretendo que
todo salga sin errores. Sufro menos en la realización, aunque luego encuentro
fallos, carencias, límites que he pasado por alto en mi velocidad para hacerlo
todo. Quizás me libro del pecado de la omisión o de dejar de hacer lo que me toca hacer. No dejo
de exponerme haciendo algo, como aquel que por miedo al ridículo y al rechazo no se arriesga
nunca y no pierde su vida. Yo sí me arriesgo. A veces en exceso y pierdo la vida. Hago lo que deseo hacer. No dejo de realizar
obras. No permanezco pasivo en mi fe.
Dice hoy el apóstol: «¿De qué le sirve
a uno, hermanos míos, decir
que tiene fe, si no tiene obras?».
Pero puede que mis obras sean imperfetas, estén incompletas o
inconclusas. Puede que cometa errores que podía haber evitado. En el fondo de
mi alma sé que quiero hacerlo todo bien. Eso es lo que más deseo. Y quiero
hacerlo rápido. Quiero hacer el bien a los hombres. Ahora, siempre. No quiero
dejar nunca de ejercer la caridad. No quiero que mi fe sea una fe muerta. Me
gusta actuar, ponerme en camino. Sé que una fe muerta no me salva:
«¿Es que esa fe lo podrá
salvar? Supongamos que un hermano
o una hermana andan sin ropa y faltos
del alimento diario,
y que uno de vosotros
les dice: - Dios os ampare; abrigaos
y llenaos el estómago. y no les dais
lo necesario para
el cuerpo; ¿de
qué sirve?». Me da miedo caer
en la inacción, en la omisión, en la parálisis de mi alma.
Pero también me asusta hacer las cosas mal por precipitarme en mi entrega. Es
verdad que es imposible que se equivoque el que nada hace. Que rompa algo el
que no ayuda en nada. El que no se mueve no altera el mundo que lo rodea. Pero
su omisión se convierte en el pecado de tibieza que más detesta el Señor. Y yo
no quiero ser tibio, no quiero permanecer ocioso, quieto. No quiero ser el que
omite y se ausenta. Entre la perfección y la inacción hay muchos matices. No
sabría definirlos ni decir dónde me encuentro yo. Pero sueño con hacer las
cosas bien. Con hacerlas de todos modos,
porque es mi obra la que da fuerza a mi fe. Hoy así lo escucho:
«Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras,
y yo, por las obras,
te probare mi fe». Una
fe que se muestra en obras tiene sentido. Un deseo profundo del
corazón que se hace amor concreto merece la pena. Hay tantas personas que
sufren por no hacer lo que desean. Se propusieron muchas cosas en el amanecer
de sus vidas. Soñaron con un camino mejor. Con mejores proyectos. Y ahora se
encuentran en el mediodía de la vida con un cierto pesar por lo que no hicieron
nunca. Se arrepienten de sus miedos, de su pereza, de su dejadez. Sufren porque no fueron
capaces de lograr llevar a la vida lo que habían soñado. Como decía una persona: «Yo tengo
las buenas ideas.
Alguien las realizará». Esa mirada me pareció algo
cómoda y aburguesada. No muevo un brazo por realizar lo que he pensado.
Lo que he soñado. Lo que más deseo realizar. No quiero que me pase. Pero
tampoco quiero caer en lo que dice el filósofo coreano Byung-Chul Han:
«Ahora uno se explota
a sí mismo y cree que está realizándose. Se ha pasado,
del deber de hacer una cosa
al poder hacerla.
Se vive con
la angustia de no hacer
siempre todo lo que se puede». Uno quiere realizarse.
Quiere hacer lo que desea hacer. Y entonces surge una angustia nueva de hacer
para ser más, para ser mejor. Como si
haciendo más cosas fuéramos más plenos y más felices. Me han dicho que mi vida
es muy importante. Y vivo en un constante deseo de que sea verdad. Quiero
llegar a la meta del camino
trazado. Alcanzar todos los logros
que imagino. Si quiero, puedo. Me convenzo.
Es
ese afán por
hacer cosas el que me crea una cierta ansiedad. Cuando no lo consigo. Cuando
alguien se interpone en mi
camino. Cuando no puedo. Entonces pierdo. Me repiten muchas veces que si yo
quiero hacer algo puedo hacerlo. Pero no siempre
sucede. No siempre
logro lo que pretendo. Pueden fallarme las fuerzas, o el
cuerpo. Puede la falta de dinero o de medios impedir que siga el camino
trazado. No quiero angustiarme por hacer cosas. No siempre hacer muchas cosas
va a ser lo más importante. Es más valioso dejarme
hacer por Dios
que hacer por hacer. Más valioso
estar con Él que
angustiarme haciendo mucho.
Creo que
necesito aprender a agradecer y a alabar a Dios por todo lo que hace en mí. Agradecerle por los pequeños y grandes milagros que
veo cada día. Se me olvida hacerlo. Estoy centrado en lo que me falta. Me quejo
mucho de lo que no tengo. No valoro tanto mis pequeñas conquistas. A la luz de
mis grandes pérdidas me parecen insignificantes. Al cumplirse los cincuenta
años de la muerte del P. Kentenich pienso en su forma de mirar. Él quiso que la
Iglesia de la adoración en Schoenstatt fuera un símbolo para toda la familia.
Un canto de gratitud por su vuelta a casa. Una alabanza por su vida llena de
cruces. El misterio del dolor que da la vida. Habían pasado tres años desde su
regreso del exilio.
Estaba todo dispuesto para su bendición. Se dio una
conjunción particular. Fue un sello del cielo sobre su vida. El P. Kentenich
muere al acabar su primera misa en esa Iglesia. Era la misa inaugural. Muere en
la sacristía. Era domingo y la Iglesia celebraba el 15 de septiembre la fiesta
de La Virgen de los dolores. En el Evangelio de ese día:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Hijo, ahí tienes
a tu Madre». Esas palabras de Jesús habían marcado la vida
del Padre Kentenich desde niño. Desde que entró en el orfanato.
Fueron palabras claves en su vida y en su misión. Se había sentido hijo
de María. Y Ella como Madre había salvado su vida. María sufrió el dolor por
una espada que atravesaba su corazón al pie de la cruz. Jesús moría y tenía todavía aliento
para entregar a su Madre a Juan y a Juan a su Madre. Y en Juan me entrega a mí.
Entrega mi vida para que aprenda a ser hijo. Y sepa agradecer y mirar mi vida
con ojos abiertos, claros, llenos de luz. Ojos de niño. Ese día en que María
miraba al P. Kentenich celebrando y cantando un cántico de gratitud, lo tomó en
sus brazos y lo condujo al encuentro del Padre. Fue un abrazo eterno. Para
siempre. Era el día del dolor de María. El día al pie de la cruz en el que
Jesús nos daba una Madre. Ese mismo día el Padre emprendió un camino solo. Nos
marcó un camino. Nos enseñó una forma de vivir. Nos enamoró de una misión para
los tiempos de hoy. Nos hizo profetas, hijos de María, niños confiados en las manos de Dios. Nos entregó
una Madre. Y por eso yo
estoy dispuesto a seguir sus pasos. Dice la estrofa
de una canción: «Padre
y profeta, elegido
por Dios seguimos tu camino por
las tormentas y sombras de hoy, mar adentro en tu corazón.
Padre de pueblos,
llevamos tu luz, vida nueva en la Alianza
de Amor. Vamos
contigo, Padre. Tu Alianza nuestra
misión. Somos tu familia.
Padre nuestra misión. Tu Alianza
nuestra misión». La misma
misión del Padre
hecha vida en la fiesta
de María rota al pie de la cruz. Rota en su dolor y en su agonía. La
misión de ser luz, de ser esperanza en medio de tantas vidas rotas. En Berlín
hay una escultura sencilla de una madre con un soldado muerto en sus brazos. En
su sobriedad refleja el dolor de una madre por su hijo muerto. Ella permanece
fiel, haga frío o calor, ante las injusticias y guerras. El amor de una madre
es poderoso. Un amor silencioso y sólido. Así es en una madre humana. ¡Cuánto
más es María! Ella está siempre en mi dolor. Ella fue siempre fiel
porque vivió lo que he repetido en el salmo:
«Caminaré en presencia del Señor en el país
de la vida». No dudó.
Dejó de temer abrazada por Dios. No se turbó. No dejó de luchar. Una madre no
abandona al hijo muerto, al hijo enfermo, al hijo solo, al hijo pecador. Eso es
lo que me enseñó el P. Kentenich con su vida. Sé que para poder ser yo consuelo
en el dolor de los otros, tengo que entregar con mis manos abiertas mi propio dolor:
«Antes de poder aceptar
el dolor de otra persona,
primero tiene que haber una aceptación del propio dolor.
También ha de haber una
interpretación positiva del muerte y pérdida»2. Tengo que haber cruzado rutas dolorosas,
umbrales amargos. Haber caído en medio de un dolor terrible atravesado, como
María, por una espada. Y luego tener paz en el alma para seguir caminando,
abrazando, levantando, sosteniendo. Así es María.
Así lo vivió el P. Kentenich que nos confió
la misión de ser yo María en
medio de los hombres heridos. Lo expresaba así: «La pequeña María también ha de tener ese dinamismo del corazón de la Santísima Virgen. Corazón como
un cántaro del
cual manan aguas
que corren hacia Cristo.
Porque si no tiene ese dinamismo, si su rostro
está vuelto sólo
hacia los hombres, no es
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2 Anji Carmelo, Déjame llorar
María, la que dio
a luz a Cristo y es portadora de Cristo»3. Un corazón vuelto
hacia los hombres
y vuelto hacia Dios. Ese
fue su testamento espiritual. Murió ante
María rota abrazando a su Hijo.
Murió roto él mismo, después de haber
sido herido y abrazado a su Madre.
Tal como lo veo en esa escultura de la madre y el
soldado. En esa piedad que imagino en el Calvario. Un abrazo eterno lleno de
dolor y esperanza al mismo
tiempo. ¿Cómo puedo
agradecer cuando estoy
llorando? ¿Cómo puedo
llegar a agradecer lo que me
duele, lo que no amo, lo que me hace tanto daño? Parece inhumano. Sólo un
milagro de Dios en mi alma puede hacerme capaz de agradecer llorando. De soñar
sufriendo. De esperar lamentando. El corazón de María es así porque
ve más allá de la oscuridad de ese calvario.
Como hubiera hecho al día siguiente el mismo P.
Kentenich si hubiera tenido que explicar la trascendencia de su propia muerte.
Le quedaba todavía tanto por hacer. Había tantos planes, tantos proyectos por
delante, tantas fechas marcadas. Poco importan en ese abrazo eterno entre Madre
e hijo las obras inacabadas. En ese abrazo profundo todo cobra sentido. Un
abrazo sencillo, hondo. Hoy el P. Kentenich me vuelve a animar para seguir
luchando. Para que no me detenga en medio de mis dolores y cruces. Para que no
me queje ni me desespere cuando se me cierren caminos. Para que mire a María
como siempre él lo hizo y confíe. En el Santuario surge un hombre nuevo. Ahí
estoy llamado yo a decirle a mi Madre: «Aquí
tienes a tu hijo». Aquí estoy dispuesto a dar la vida. Aunque me duela. La
pierdo para ganarla. La pierdo para que
tengan vida.
Hoy Jesús
se acerca a los discípulos para saber lo que hay en sus corazones. Me gusta pensar que Jesús acude con preguntas
sinceras. No hace teatro. No usa una pregunta trampa para saber algo más. Jesús
necesita el sí de Pedro y sus amigos, necesita saber la verdad, para comprender
mejor su propia vida y su misión. A veces busco negar la verdad, porque duele,
y vivo tapándola. Como leía el otro día: «La mayoría
de los hombres
prefería negar una verdad dolorosa antes que enfrentarse a ella». Intento
negar la verdad que me hace
daño. La que me habla de mi pecado, de mi debilidad, de lo frágil que soy. Esa
verdad lacerante. La de mi realidad. ¡Cuántas personas niegan su verdad! Tal
vez para sobrevivir. No se sienten con fuerzas para enfrentarla. Quizás es un
mecanismo de defensa. Son supervivientes. No soy nadie para juzgar. Me miro a
mí mismo y me pregunto si hay verdades de mi vida que no enfrento, que niego, que oculto, que
maquillo. Tal vez sí. Hoy se las entrego a Dios. Mis verdades más hondas. Mis
mentiras profundas. ¿Quién soy yo para Dios? ¿Cuál es la verdad de mi alma?
Siempre me impresiona este momento en la vida de Jesús en que pregunta a los
suyos quién dicen los demás y ellos mismos que es Él. En la película «Killing Jesús» este pasaje aparece
situado justo después del anuncio de la muerte de Juan Bautista. Es posible que
fuera así, no lo sabemos. En ese momento Jesús se retira a orar, conmovido y
triste por la muerte de su primo. ¿Qué sentido tiene todo? Es de noche.
Sus discípulos permanecen juntos en torno al fuego.
No saben bien lo que piensa Jesús en ese instante. Tampoco saben qué decir.
Pasa el tiempo y Jesús se acerca a ellos. Está serio, conmovido, triste. Y
entonces les hace la pregunta. ¿Por qué en ese momento? Jesús quiere saber
primero quién dice la gente que es Él. Los hombres. Los enfermos. Los fariseos. Los pobres. Los ricos. Los que lo desprecian.
Los que lo siguen. No es curiosidad. Creo que en el fondo de su alma quiere
conocer lo que su misión despierta en el corazón de los hombres.
«En aquel tiempo, Jesús
y sus discípulos se dirigieron a las aldeas
de Cesarea de Felipe;
por el camino, pregunto a sus discípulos: - «¿Quién dice la gente
que soy Yo?».
¿Qué sentido tiene la vida
si no es para despertar vida y amor en otros? Jesús quiere saber lo que
despiertan sus milagros, sus palabras llenas de vida eterna, su misericordia,
el misterio de su vida. ¿Se les habrán abierto
los ojos? Las respuestas no le dan
mucha luz: «Unos, Juan
Bautista; otros, Elías;
y otros, uno
de los profetas». Los
hombres buscan explicaciones. Normalmente quiero entenderlo todo en mis
categorías. Quiero encasillar a las personas para que no me incomoden. No me
gustan los misterios. No me gusta lo que no encaja. Quiero racionalizar mi vida
para estar más tranquilo. Así interpreto muchas veces lo que me sucede. Una
enfermedad, una cruz, una ausencia. Quiero que todo encaje. Busco respuestas.
Que todo tenga un sentido. Y cuando no lo tiene me
desespero. Cuando algo se escapa de la razón me desconcierto. Lo mismo con las
personas. Trato de entender quiénes son en lo profundo. Su lugar en mi historia personal. Quiero meter a Dios en
mis coordenadas. Para que no se escape, para que no me pida lo imposible. Para
que no me haga hacer lo que no quiero hacer. En el fondo a Jesús le interesa
más la respuesta de los suyos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Es
una pregunta difícil.
Les pregunta a
3 Kentenich Reader Tomo I: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
ellos que han visto sus silencios y han oído sus
palabras. A ellos que han amado sus pisadas y han sufrido por no tener un lugar
en el que reclinar su cabeza. A ellos que lo aman y lo han dejado todo por estar a su lado. Ellos tienen que saber
quién es Jesús en lo profundo. Pero, ¿lo conocen de verdad? Muchas veces, al
leer el evangelio, me conmueve que los discípulos no sepan muy bien cómo es
Jesús. No conocen su misericordia. No entienden sus gestos llenos de vida. Se
asustan ante su impotencia cuando es rechazado por los hombres. Tal vez esperan
más de Él. Un milagro asombroso, o que no los deje nunca. Esperan mucho más de
sus obras. No saben quién es porque no se acaba de desvelar el misterio. Incluso
aunque Pedro afirme
hoy una verdad tan profunda:
«Tu eres el Mesías». No lo saben y
no lo sabrán hasta Pentecostés. No habrá luz en su alma hasta que el Espíritu
les revele la verdad más honda de Jesús. Hasta que coma con ellos y les haga
ver cuánto los ama. Sólo entonces comprenderán lo que hoy Jesús les pregunta.
Es verdad que intuyen que Jesús es Dios, que es hijo de Dios. Pero dudan de
tantas cosas. Tienen miedo de Dios. Tienen miedo a la vida. No saben cómo es
Jesús. No conocen sus entrañas. Jesús se escapa de todos sus esquemas y
racionalizaciones. En medio de su turbación la pregunta queda suspendida en el
aire. Pedro responde. Los demás se esconden en esa respuesta llena de misterio.
También lo hago yo con frecuencia. Digo que Dios es un misterio. Que nadie
entiende sus planes. Que no sé cómo es de verdad aunque pongo nombres
misteriosos a preguntas difíciles. Y me siento
seguro. Encajono a Dios. Lo limito para que no sea tan infinito.
Acorralo
su omnipotencia, para no sentirme tan frágil a su lado.
Brota con
fuerza la pregunta hoy en mi pecho:
«¿Quién soy Yo para ti?». Me lo
pregunta Jesús. En medio de mi noche y de mis miedos quiere saber lo que
pienso, lo que siento, lo que sé. Intento responder buscando mis respuestas
dentro de mí. ¿Dónde está mi experiencia personal con Dios? Hoy me pregunto a
mí mismo quién es Jesús para mí. Me lo pregunto de nuevo. Me lo pregunta Jesús
mientras me mira. Y yo intento responder titubeando. ¿Quién es Jesús realmente
en mi vida? ¿Cuál es mi experiencia de Dios más honda, más auténtica? Recuerdo
a mi madre cuando era pequeño al pie de mi cama. Tenía que dormirme. Mi madre
me besaba y me daba paz. Yo no quería que se fuera. La retenía tirando de su
brazo. Creo que esta es mi primera experiencia profunda de Dios. Un Dios que no
quiero que me deje solo nunca. Luego aprendí a tocarlo rezando el rosario. En
el silencio escuché su voz amiga. Su llamada. Más tarde tuve un encuentro
profundo con Jesús. Corriendo en una tarde lo sentí a mi lado, muy cerca de mí.
Caminando a mi paso para siempre. Una canción habla de ese encuentro: «¿Quién
eres Tú, que llegas, de repente, incendias e iluminas, mi corazón? Despiertas
melodías, dormidas y olvidadas, que yo nunca
supe escuchar. Tu mano acaricia
los sentidos, cobija
mi ser, sana
las heridas, y bendice
mi vida en su silencio. Caminas a mi lado, corres,
te detienes, sin avisar. Recorre
tu mirada, mi miseria
que se esconde y no quiere ante tu vista
aparecer. Tu sangre
recorre mis mejillas, lava mi alma,
aflige mis entrañas, y conduce, mis pasos a la cruz.
Es tuyo acaso
el fuego que me enciende, el alma y da calor
a cada miembro. Y despierta la vida dormida.
Eres Tú, el pobre Hijo ofrecido, en la cruz». Jesús es el caminante silencioso, el peregrino. El
que me abraza cuando me siento frágil y me sostiene para que no caiga. El que
parte su pan ante mis ojos haciéndome ver cuánto me quiere. El que enciende en
mí el fuego del amor para que aprenda a amarlo sin medida. El que navega a mi
lado en mi misma barca en medio de la tormenta. El que me sostiene entre las
aguas cuando me hundo y me pide que confíe. El que me mira mientras yo lo miro o esquivo su mirada.
El que sana mi herida abierta, esa herida profunda que me hace sufrir tanto.
Aquel al que yo miro buscando respuestas, aunque no las encuentre. Me importan su mirada, su paz, sus silencios.
Me gusta ese Jesús que corre a mi lado para no dejarme nunca solo, y se detiene
sólo cuando yo me detengo. Me sorprende su luz que lo inunda todo. Me emocionan
sus lágrimas y su sonrisa. Esa mirada suya tan profunda, tan verdadera. Me
gusta el Jesús que se pone en camino y se acerca a mí. No tanto el que hace
milagros. No sigo a aquel que soluciona mis problemas y resuelve mis conflictos.
Me gusta el Jesús pobre y desvalido que necesita mis manos, mis pies, mi voz.
El hombre frágil lleno del Espíritu. El que permanece fiel siempre junto a mí.
No me gusta ese Jesús que dice sólo cosas bonitas. Me gusta más el que calla y
guarda silencio abrazando mis fracasos. Me gusta ese Jesús humillado y atado
que no puede defenderse. Así lo miro yo en medio de su pobreza. Le digo quién
es para mí. Decirlo es importante. Pienso también en su respuesta. ¿Quién soy
yo para Él? Soy hombre, soy pobre. Soy hijo, soy niño. Soy frágil, soy un
hombre herido. Soy su amante, soy débil.
Soy desvalido e incapaz. Soy pecador y aspiro a ser fiel. Soy frágil
en mis decisiones y lucho por ser firme.
Me mira como mira a Pedro ese día. Ve en mí mucho más de lo que soy ahora
mismo. Ve mi propio ideal personal hecho carne
imperfecta. Ve lo que puedo llegar a ser si me dejo hacer en sus manos. Ve mi
misión de vida que completaré en el cielo. Ve mis torpezas y se conmueve. Tengo
una belleza oculta que Él ve mucho mejor que yo. Tengo una gran pasión por la
vida que Él tanto aprecia y valora. Tengo una alegría que permanece siempre, en
el éxito y en el fracaso. Tengo un corazón que se emociona con lo importante. Y
llora, y sufre. Jesús conoce mi verdad y me quiere como soy. Sabe de mis logros y de mis caídas. Conoce
mi pecado y mi debilidad. Y me quiere
con todo lo que
soy. Sabe perfectamente quién soy. Yo miro a ese Jesús que me llama con misericordia para que lo siga.
Veo a ese Jesús que me da de beber un agua pura para calmar mi sed. Pronuncio
su nombre de rodillas. Y me detengo
ante Él para que pronuncie
el mío. Hoy se lo pregunto con cierto temor:
«¿Quién soy yo para ti?». Jesús me mira y me recuerda cuánto
valgo. Y me llama mar adentro. Mi vida
merece la pena. Se me olvida. Ve mi poder oculto en medio de mi sangre. Y me levanta de nuevo para que siga creyendo, para que siga luchando. Me gusta ese Jesús que camina a mi lado.
Jesús hoy me enseña que mi vida va
unida a la cruz. Yo detesto sufrir y evito lo que
me duele. Hoy me dice: «El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo,
que cargue con su cruz
y me siga. Mirad, el que quiera salvar
su vida la perderá; pero el que pierda su vida por
mí y por el Evangelio la salvara». Pedro ha querido
disuadir a Jesús cuando ha empezado a hablar de su trágico final. ¿Para qué
mencionar la muerte en medio de la vida? ¿Para qué hablar del fracaso cuando
saboreo el éxito? Pedro es un hombre práctico:
«Pedro se lo llevó
aparte y se puso a increparlo». No
quiere oírle hablar
del final de todo lo que sueña. Ya vislumbra un reino nuevo que
cambiará su vida. No le gusta la cruz, ni la muerte, ni el dolor. Me siento muy identificado con él. Yo,
como Pedro, huyo de la muerte y del dolor. Evito el sufrimiento. Guardo mi
vida. Esquivo la desgracia. ¿Qué sentido tiene tanta muerte? ¿Cómo entender
esta vida marcada por la levedad del tiempo? Yo me afano por entenderlo todo.
Detengo el tiempo con mis manos. Quiero estar al día de todo lo que ocurre.
Saber lo que va a pasar. Descifrar todos los signos. Tengo en mi alma un deseo
oculto de ser como Dios. El orgullo de ser hombre. Y saberlo todo. Y
controlarlo todo. Pero luego toco mi fragilidad y me desespero como Pedro. Y
escucho que Jesús me dice: «¡Tú piensas como los hombres,
no como Dios!». No me sorprende la mundanidad de Pedro. Es la
mía. Yo, como él, quiero que todo vaya bien. No deseo la cruz. Miro a un lado
rehuyendo el dolor. Me escondo en el espiritualismo cuando no logro explicar mi
vida. Utilizo el nombre de Dios. Pretendo razonarlo todo. Mi fe se acaba
quedando sin obras.
«Esto pasa con la fe: si no tiene
obras, por sí sola está muerta». Se convierte en una fe desencarnada, en una fe muerta. Hoy Jesús me recuerda que mi camino de seguimiento me lleva a asumir
la cruz que cargo en mis espaldas. Miro a Jesús sufriendo. Pienso en mi cruz.
Yo puedo decir
lo mismo que
hoy escucho: «Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién
me condenará?».
No cargo solo mi cruz. Jesús va conmigo sosteniendo
mis pasos. Creo en su amor compasivo que se detiene a mi ritmo. No me da miedo la cruz si Él va a mi lado.
Paul Claudel escribió: «Dios no ha venido a
suprimir el sufrimiento. Ni siquiera a explicarlo. Ha venido a llenarlo de su presencia. Quedan muchas cosas oscuras; pero hay una que no podremos
decirle nunca a Dios: Tú no sabes
lo que es sufrir». Él sufrió antes
que yo. Sabe cuál es el camino
del calvario. Conoce el peso de mi cruz y comprende que me cueste llevarlo.
No me deja nunca solo abandonado a mi suerte. Va conmigo como un cireneo. Tal
vez yo no lo vea en medio de mis miedos y noches. Dudo de su amor al sufrir yo
tanto. Pienso que me ha olvidado. Pero
no es cierto. Sé que está conmigo sosteniendo mi vida con su cruz. Eso
pacifica mi alma. Hoy miro mi cruz. Pienso en esa cruz que más me cuesta
cargar. En la que no veo, pero está oculta en los pliegues de mi alma. En la que pesa en mi
espalda. Le pongo nombre a mi dolor. Jesús conoce mi sufrimiento. Lo comprende.
Entiende mi pesar y mi angustia. Pero me da fuerzas para que siga luchando.
Para que confíe. Se lo entrego hoy todo en el altar. Pongo en sus manos mi cruz
pesada, mi dolor, mi ausencia, mi pecado, mi angustia. Le doy gracias a Dios
por no dejarme nunca solo. Cargo con la cruz de mis límites, de mis pérdidas,
de mis renuncias, de mis fracasos, de mis enfermedades y fragilidades. En mi
debilidad la cruz parece muy pesada. Demasiado grande para mi tamaño. Pero
justamente ahí, en medio de mi pequeñez, está Dios cargando conmigo. En medio
de mi pobreza brilla con más fuerza su amor infinito. En medio de mis torpezas
brilla la luz de su amor. Mis obras no son nada si no está Dios en ellas.
Entrego hoy mi orgullo, mi vanidad, mi deseo de ser alguien.
Entrego mis obras imperfectas, en las que Él se hace fuerte. Entrego
mi vida. Estoy dispuesto a perderla.