III
Domingo Tiempo ordinario
Isaías 8, 23b-9, 3; 1 Corintios 1, 10-13. 17; Mateo
4, 12-23
«Venid
y seguidme, y os haré pescadores de hombres»
22 Enero 2017 P. Carlos Padilla Esteban
«Me ha llamado
Jesús para estar con Él. A su lado. En su camino. Quiere que viva a solas con
Él. En medio de su luz. No pretende que yo salve a toda la humanidad con mi
entrega heroica»
Pesan más la luz
y el agua que la oscuridad y la suciedad del pecado. Pesa más la
esperanza que la muerte. Pesa más el amor que el odio. La misericordia que el
desprecio. Pesa más en la báscula de la vida. Donde se pesa lo que de verdad
importa. Esa báscula en la que mido el peso de mi propia vida. Y veo que no
pesa mucho, quizás poco. Tal vez no haya tanta luz encerrada en el alma como yo
quisiera. Tal vez no haya tanta agua que limpie mi pobreza. Tal vez no pesan
tanto mis obras, ni mi amor, ni mi entrega. No sé por qué me empeño en juntar
peso. Obras. Logros. Intentando acabar con la oscuridad del alma. Quiero ver
para poder seguir creyendo. Más luz para descifrar los caminos. Quiero una
grieta que filtre suficiente luz para poder seguir esperando. Me importa que mi
vida pese, valga, suene. Pretendo cumplir con Dios. Estar a su altura. Como
comentaba una persona: «Pertenezco a esa
generación en la que importa portarse bien, en la que pesan la culpa y la
exigencia». Realizo obras. Busco portarme bien. Cumplir. No sé si soy de
esa generación. Pero en mi alma cumplir pesa. Soy apóstol de Jesús. Soy su
enviado. Me creo Jesús a veces. Porque un día lo vi medio oculto entre las
sombras en el crepúsculo de mi vida y creí en su poder. Lo he visto. Lo he
oído. Y me he empeñado en hacer lo que Él hace, decir lo que Él dice. Hago y deshago
intentando seguir sus pasos sobre el agua. Curo, hablo, ando, espero. Tal vez
vivo muy ocupado en ser yo el que logra y hace. Cargo yo con la responsabilidad
de salvar al mundo entero, con mi luz, con mis manos. Y me pesa el dolor de no
cambiar, de no ser más de Dios. De ser tan de la tierra. Y recuerdo entonces
las palabras del P. Kentenich: «No somos
nosotros los que obraremos el milagro, sino que es el Espíritu de Dios el que
vendrá y quemará lo que haya de enfermo en nosotros. Él llevará a término una
nueva creación en nosotros»1. Una nueva
creación en mí. Un nuevo milagro que yo no realizo. Me cambiará por dentro y yo
seré nueva creatura. Para que todo sea nuevo en mí. Todo lo que hoy me pesa. Mi
barro, mi noche. Me da miedo no estar a la altura, no llegar, no pesar. No
hacer todo lo que tengo que hacer para ser perfecto. Tal como creo que Dios me
ha soñado. Eso que espera de mí. Prefiero pensar mejor en la gratuidad, en la
acción de Dios en mi vida, en el fuego de su Espíritu: «La idea de que la voluntad humana, si está unida a la voluntad divina,
puede desempeñar un papel en la obra de Cristo para redimir a la humanidad es
abrumadora. La maravilla de la gracia de Dios que transforma las acciones
humanas carentes de valor en medios eficaces para extender el reino de Cristo
en la tierra causa un asombro y una humildad sin límites, y aporta una paz y
una alegría desconocidas para quienes nunca lo han experimentado e inexplicable
para los que no creen»2. Me da paz pensar
que no soy yo solo. Que es Dios en mí. Que es Él quien hace que todo lo que yo
hago tenga influencia. Que todo esté unido. La vida de todos los hombres. Mi
propia vida a la vida de tantos. Un mismo Espíritu. Mi vida herida unida a la
vida herida de otros. Mi sí débil e infiel unido al sí fiel de tantos. Mi
pecado y mis logros unidos en un mismo sueño. Mis méritos y mis deméritos. Y la
sensación de que la salvación se juega en mi sí. Y en el sí de tantos que como
yo viven enamorados. En esa santidad que no es fruto de mi esfuerzo sino la
bendición que viene como un río profundo de agua viva, como un fuego que me
hace nacer de nuevo. Una santidad que es una gracia que pido a Dios cada día.
Lo entiendo ahora. A veces se me olvida. Me ha llamado Jesús para estar con Él.
A su lado. En su camino. Y yo me creo el salvador. El redentor. El hacedor de
milagros. Quiere que viva a solas con Él. En medio de su luz. No pretende que
yo salve a toda la humanidad con mi entrega heroica: «Hay que armonizar la plegaria con
el
1 J. Kentenich, Envía tu Espíritu
2 Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
esfuerzo
personal, tal como lo propone la consigna ignaciana: - Confiar en Dios como si
Él debiese hacerlo todo y actuar como si no contásemos con el auxilio divino»3. Reconocer mi límite humano me hace más pobre, más
humilde, más pequeño. Tengo menos peso. Pero también soy más consciente de
cuánto necesito su presencia en mi vida para caminar. Mis pobres actos sin Él
valen tan poco. Quiero que mi preocupación no sea tener éxito en la vida. No
quiero morir de éxito. Me lo repito tantas veces. Pero a veces sigo buscando
que todo me salga bien. Quiero el fruto de mi siembra. El triunfo en la
batalla. Tal vez no lo miro a Él. Me olvido de Él. Lo pongo como excusa para
actuar, como fundamento de todo.
Pero luego veo
que no es Él el que guía mis pasos. Me da miedo esa fiebre misionera que corre
por mis venas. Yo el salvador. Si no lo pongo a Él en el centro no vale de
nada. Quiero que sea Él. Quiero estar con Él. Descansar en su pecho herido.
Aprender a mirar la vida entre sus manos rotas. Con su mirada honda clavada en
mi alma. Desde la pobreza de mis pasos
en medio de la noche.
Tengo tanta alegría al recordar su llamada que pensar
en ese momento llena de luz mi día. Como un fogonazo
en medio de la noche. Fue Él quien vino y me llamó a seguir estrellas. Y yo
alcé mi mirada como un niño perdido. Buscaba las más lejanas. Pretendía
tenerlas todas grabadas en la mirada antes de emprender mi camino. Y me dijo
Jesús: «No quieras ser tú el dueño de tu
camino, ni el hacedor de los milagros». Y me quedé algo más tranquilo
mirando las estrellas. No tenía que ser dueño de mi mañana. Ni tenía que
controlar con mano firme el timón de mi barca a la deriva, en medio de las
tormentas. No tenía yo que levantarme a mí mismo de mi barro, para ser alguien,
cada vez que caía. Ni tenía que elevarme en el vuelo de un águila por encima de
las cumbres, yo solo, a fuerza de voluntad, para tocar mis sueños. No tenía que
volar hasta las estrellas más lejanas llevado por mi fuerza. Su mano me
llevaría. Y no tenía que idear el camino perfecto, sin mancha, sin cumbres ni
valles, todo llano y fácil ante mis ojos. No tenía que cambiar la vida de todos
aquellos a los que tocara bendiciendo, con mis manos torpes. No era yo con mi
poder caduco el que iba a lograr que mi vida tuviera sentido. No me llamaba yo
a mí mismo. Era Él en mí, Él con su poder, quien me llamaba. Es la sombra de su
Espíritu la que cubre mi debilidad. Es Jesús con el soplo de su aliento quien despierta
vida en medio de mis miedos. Como una luz cegadora que arrasa con mis noches. Y
vuelve claro mi camino cada mañana.
Así es posible
entonces levantarme y decirle que sí a Dios cargando mis dudas. Alzar la mirada
buscando estrellas y seguir confiando en la oscuridad. Reteniendo momentos
sagrados como el sostén para el camino. Como la lumbre que calienta mis manos.
Y confiar en sus brazos sosteniendo mis manos al trazar una cruz bendiciendo.
En esa paz confío. En ese descanso inmenso que me ha prometido más allá de mis
temores. Con la certeza de saber que sólo Dios ha contado los días de mi vida
para que no me turbe. Estoy en sus manos. Philippe Petit cruzó ilegalmente las
Torres Gemelas de Nueva York caminando sobre un cable sobre un vacío de
cuatrocientos metros en 1974. Creyó. Soñó.
Hoy, hablando de su vida, comenta: «Mi vida no está hecha de desafíos sino de
sueños. Soy consciente de mi vulnerabilidad. Hay muchos obstáculos, ante los
que hay que reaccionar con entusiasmo y pasión, nunca abandonar». Persiguió
su sueño por las alturas y logró lo que nadie había hecho. Pero solo no podía.
Necesitó la ayuda
de otros para realizar su proeza. Y al final logró hacer posible lo imposible.
Pienso en la llamada que Jesús me hace. Él me llama a caminar por las alturas.
A cruzar distancias imposibles. Me invita a no desanimarme ante los obstáculos
de la vida. A no tener vértigo ante el vacío que se abre a mis pies. Me pide
que descanse en otros en medio de la lucha. Que busque aliados para mis sueños.
Porque su llamada es una llamada a soñar con Él, a vivir sus sueños, siempre a
su lado. Una llamada a creer que puede ser posible en mi vida todo lo que
tantas veces me parece imposible. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en
Cracovia: «Jesús te invita, te llama a
dejar tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu
historia y la historia de tantos. Pretenden hacernos creer que encerrarnos es
la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal». Quiero recordar
hoy la llamada de Jesús en mi vida. Esa llamada que me pone en camino, me hace
salir de mi comodidad. Me hace correr sobre mis miedos. Me hace soñar con las
alturas y caminar sobre un cable, por encima de mis seguridades. A veces me
encierro por miedo. No sueño. No camino. No confío en sus manos sujetándome
sobre el cable, sobre la cuerda floja. Sin mirar nunca hacia abajo. Mirando
mejor el cielo. Fijo la mirada en el otro extremo del cable. Jesús conmigo.
Jesús esperándome al final de mi camino. Caminando a mi lado y dejando atrás
los miedos. Me gusta mirar así mi vida de funambulista de la fe. Camino
confiando en
la llamada de
Dios a seguir sus pasos por encima de mis nubes. Sin miedo a las alturas. No me
obsesionan los desafíos. Son los sueños los que me hacen crecer y arder por
dentro. Pensar en algo más grande que yo mismo. En algo que supera todas mis
ilusiones. Pensar en una paz imposible. En una unidad que supera todas las
divisiones. Sé que Jesús me llama y me sostiene. Creo que mi fe me da valor: «No se concibe que la fe haga de un hombre
un cobarde»4. Valor
para la lucha. Valor para seguir caminando. Valor para creer que lo imposible
puede ser posible. Sin renunciar a mis miedos. Pero sin que mis miedos paralicen mi deseo de seguir siempre a Jesús.
Me
duele mi debilidad cuando la miro. A veces me conmueve la debilidad cuando la
veo en otros, o en mí mismo. Otras veces me desprecio al verme débil. Me da
vergüenza reconocerlo. Me atrae más la fortaleza del hombre fiel, del santo
heroico, del que nunca dudó ni tuvo miedo. Del hombre con poderes que no se turbó
en la prueba. La solidez del que no tuvo dudas. Pero sé que no es real, aunque
me atraiga. Es verdad que conmigo soy más indulgente que con los otros. Me
excuso con facilidad cuando caigo y soy débil. Me resulta difícil aceptar la
debilidad que me molesta. Me cuesta mirar la infidelidad de otros. También la
mía. Me cuestan las caídas repetidas. Las súplicas de perdón constantes. Me
duele el error continuo. Como ese árbol frágil que cae una y mil veces. Sin
raíces. Sin solidez. Kichijiro en la película «Silencio» representa la debilidad de Judas. La fragilidad del
mismo Pedro. Mi propia debilidad. Decía de sí mismo: «Yo sólo tengo la fuerza de un arbolito recién plantado. Y si el retoño
es raquítico, jamás dará un árbol por más que se le abone»5. Tal vez el débil espeja mi propia debilidad. Y me
frustro. El pecado resalta mi propio pecado. En la debilidad me veo reflejado
sin yo quererlo. Me duele ser débil. El jesuita misionero Sebastián
reflexionaba: «No se puede exigir a todos
los hombres que sean santos y héroes. Cuántos de nuestros cristianos, de no
haberles tocado nacer en una época de persecución, sin la alternativa de
apostatar o perder la vida, hubieran continuado fieles a su fe, sin
desfallecer»6. En la
persecución, en los momentos duros, ¿cómo puedo resistir? No lo sé. Ya en
tiempos tranquilos es difícil una fidelidad probada. En tiempos de prueba es
todavía más complicado. Y añadía pensando sobre sí mismo: «Los hombres nacen ya en dos categorías. Los fuertes y los débiles. Los
santos y los mediocres. Los héroes y los cobardes. En tiempos de persecución,
los fuertes se dejarán quemar a fuego lento, se dejarán tirar al mar por amor a
su fe. Pero los débiles se ven obligados a vagar por los montes, como este
Kichijiro. Y tú, ¿a qué categoría perteneces?»7. Creo que no es tan así. Pienso que hay una sola
categoría, la humana. Yo puedo caer y levantarme siempre de nuevo. Soy débil,
soy fuerte. Pero me sigue doliendo cuando soy débil, cuando otros son débiles.
La debilidad huele a traición, a fracaso. Negar a Jesús una y otra vez y seguir
caminando suplicando perdón. El sentimiento de culpa por no haber estado a la
altura esperada, por no haber pasado la prueba difícil. Pienso en el P.
Kentenich que el 20 de enero de 1942 entregó su vida en las manos de Dios. Vio
claro una noche oscura que Dios le pedía no poner medios humanos y dejarle a Él
actuar. Algo vio esa noche en su interior. Dio su sí a lo que pudiera venir.
Confiando en esa mano de María que de forma extraordinaria podría liberarlo en
el último momento de ir al campo de concentración de Dachau. Esa noche en
silencio entregó su vida. Se abandonó en manos de Dios. Me parece heroico. ¿Y
si hubiera aceptado el informe del médico que lo liberaba de una muerte segura?
Nadie se lo hubiera recriminado. No era un
signo de debilidad. Hubiera sido ver en lo humano la voluntad de Dios. El P.
Kentenich sólo quería buscar la voluntad de Dios y adherirse a ella. Acogerla
en su debilidad. Ponerse en manos de Dios sin atarse a sus planes y deseos. Fue
un salto de confianza audaz. El P. Kentenich no era un hombre perfecto. Era un
hombre débil que se puso en manos de María. Y se dejó hacer: «La cera líquida es capaz de correr dentro
del molde al que fue destinada. El alma, como cera blanda, recibe la impronta
de Jesús crucificado»8. Su vida como cera
líquida. El calor del Espíritu. Se hizo manso a los planes de Dios. Manso como
paso para ser reflejo de Jesús: «No
confundamos blandura con mansedumbre. Ser mansos significa también ser
valientes y asumir responsabilidades»9. Yo no quiero ser blando, ni débil. Pero tantas veces
experimento mi fragilidad. Mi blandura. Me veo ante la vida y sus desafíos y
caigo roto. Todo me desborda. No me creo héroe. Tropiezo tantas veces con mi
debilidad
4 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José
Fernández, Silencio (Narrativas
Históricas) 5 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José
Fernández, Silencio (Narrativas
Históricas) 6 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José
Fernández, Silencio (Narrativas
Históricas) 7 Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández,
Silencio (Narrativas Históricas) 8 J.
Kentenich, Envía tu Espíritu
manifiesta. Brota en mis labios el no en
lugar del sí. Como un susurro. Y caigo. Me levanto de nuevo como Kichijiro
pidiendo perdón. Volviendo a traicionar. Volviendo a suplicar misericordia. Así
me veo en mi pecado. ¿Será mi debilidad camino de salvación? Escribe Juan
Manuel de la Prada: «Sólo el hombre que
se reconoce débil, que se sabe herido por las flaquezas propias de la
naturaleza humana, puede aspirar a vencerlas. Pues sólo quien humildemente se
reconoce hecho de barro puede aspirar a alzarse de su abyección, con ayuda de
sus semejantes y con el auxilio de la gracia divina». Creo que es así. Sólo
en mi debilidad. Sólo cuando soy débil y necesito la misericordia de Dios. El
P. Kentenich lo vivió en su vida: «El
hombre que ante Dios se reconozca pequeño y confiese su miseria, será en cierto
sentido ‘omnipotente’ ante Dios y Dios omnipotente será a su vez ‘impotente’
ante él»10. Mi debilidad
reconocida. Mi miseria aceptada. Quiero aceptar que solo no puedo. No creerme
por encima de nadie en su pecado. Reconocer que mi culpa es mía. Porque soy
débil. Porque caigo y reniego tantas veces. Porque vivo en tiempos de paz donde
no soy perseguido. Y tantas veces cobarde no expongo mi visión de la vida en
ambientes hostiles. Y me escondo y protejo mi fama. Y me guardo para no ser
herido, ni rechazado, ni criticado. Detesto la debilidad en el hombre. En mí
mismo. La escondo. Y me atrae el hombre que se sabe débil y sigue luchando y
dando la vida. Me atrae el converso que lo ha dejado todo y ha vuelto a
empezar. Como si pensara que siempre hay una oportunidad más para aquel que no
ha sido fiel alguna vez en el camino. La traición no es para siempre. Como
Pedro que negó a Jesús tres veces. Escupió en su rostro esa misma noche. Y
lloró cobarde. Y yo mismo lo niego en mis silencios culpables. En mis cobardías
cotidianas. En mis juicios miserables. Yo mismo soy torpe al andar y caigo
tropezando torpemente con mi cuerpo herido. Y añoro una fidelidad perfecta. Una
ausencia de miedo. Una lealtad a prueba de todo. Y al no tenerla me conmuevo. Y deseo una misericordia que no se detenga
en mi culpa y no se recree en mi pecado.
Pienso en la unidad a la que me invitan hoy las
lecturas. En ese anhelo de hablar siempre bien de los otros. Esa actitud
misericordiosa de no dividir: «Poneos de
acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir.
¿Está dividido Cristo?». ¡Qué fácil es dividir! Comenta el Papa Francisco:
«La vida de hoy nos dice que es mucho más fácil fijar
la atención en lo que nos divide, en lo que nos separa». Creyendo en el mismo Jesús podemos vivir divididos. Seguimos a Jesús
que murió por nosotros y nos dividimos en la forma de seguir sus pasos. En las
actitudes ante la vida. En las opiniones. Y en lugar de acercarnos los unos a
los otros en el corazón de Jesús nos dividimos. Creamos grupos que nos alejan
de lo central. Tú de Pablo. Yo de Apolo. Pero todos somos de Cristo. Él es el
que nos llama a todos. No quiero dividir con mis prejuicios. Separar con mis
condenas anidadas en el corazón. No quiero crear grupos. Alejarme del que no
piensa como yo en todos los temas. Uniformidad no es lo mismo que unidad.
Uniformar es imponer un pensamiento único. Pero eso no es lo mismo que la
unidad en la diversidad. Es posible estar unidos en la diversidad de opiniones.
Aunque los puntos de vista no sean los mismos. Discutir con apertura de corazón
sin condenar. Aceptar otras opiniones como válidas.
Reconocer otros
puntos de vista. Quero ser más misericordioso en el juicio que me hago.
Reconocer que el otro no es igual que yo en todo. No tiene las mismas vivencias
guardadas en el alma. No ha hollado mis mismos caminos con mis mismos pies. Ha
recorrido rutas diferentes. Ha visto otros rostros. Ha experimentado otro amor
en su vida. Ha leído otras verdades. Y no siempre va a pensar lo mismo que yo.
¿Cómo puedo construir la unidad? Desde el respeto de corazón. Sin condena. Sin juicio. Ese respeto que acoge al
diferente. Mira con admiración al que no es como yo. No condena. No enjuicia.
Esa actitud es la que necesito para enfrentar la vida. Para construir la unidad
desde la humildad. Sin separar, sin dividir. Sigo al mismo Cristo por los
caminos. Cada uno aporta lo suyo. Yo mi carisma. Yo mis formas de vivir, de
soñar, de amar, de pensar. Quiero respetar y aportar. A veces intento callar
mis puntos de vista diferentes por miedo al rechazo. Hoy se habla mucho de ser
tolerantes. Pero tolerar no es lo mismo que aceptar. H. Maturana decía: «La tolerancia es la negación suspendida
temporalmente». Tolero muchas veces. Acepto pocas. Aceptar de verdad me
lleva a no querer convencer al otro de mi punto de vista. Pero sí me permite
manifestar con libertad lo que pienso.
Aceptar supone
mirar al diferente sin miedo, sin verlo como una amenaza. Reconocer en su vida
una verdad y mirarla de frente. Estar dispuesto a convivir con ello. Quiero
tener un corazón así de libre, así de abierto. Esto no significa renunciar a
mis propios puntos de vista, a mis principios, a mis creencias.
10 J.
Kentenich, Niños ante Dios
No por aceptar al
otro en su originalidad estoy asumiendo su postura como propia. Simplemente lo
acepto en mi vida. Lo integro en mi corazón. Pero no renuncio a mi postura. Ese
respeto es sagrado. Me mantengo fiel a mis principios porque son los que sustentan
mis caminos. Pero para afirmarme no necesariamente tengo que anular otros
puntos de vista. Convivir con el diferente es más difícil que eliminarlo. Y más
difícil que cambiar yo mi postura. Como decía Groucho Marx: «Estos son mis principios, si no le gustan,
tengo otros». Aceptar no significa renunciar a lo propio. Supone respetar
opiniones diferentes sin escandalizarme continuamente. Sin rechazar con gestos
y palabras a los que no comulgan con mis ideas. Descalificándolos. No
simplemente tolero. Quiero aceptar al que no piensa como yo. Sin perder mi
esencia. Sin renunciar a mi aporte, a mi originalidad. Sin masificarme por miedo a ser rechazado.
Hoy
Jesús se marcha a Cafarnaúm para sembrar una luz de esperanza: «Al enterarse Jesús de que habían arrestado
a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto
al lago. Galilea de los gentiles». Jesús llega al mar. Nazaret ya se queda
pequeño para su misión. Cafarnaúm es la ciudad cercana más grande. Ese lugar
camino del mar. Empieza su vida hacia fuera después de un tiempo de forjar el
alma hacia dentro. Se va a vivir junto al mar. Deja el Jordán. Deja el
desierto. Deja Nazaret.
Deja sus
seguridades atrás. Su clan familiar. Lo deja Él todo para que le sigan otros
dejándolo también todo. Entra en el pequeño mundo de unos pescadores. Se va a
vivir a Cafarnaúm. Junto al lago que será su vida y su paisaje durante mucho
tiempo. Navega en el mar pequeño de Genesaret. Ese mar que marcará sus primeros
años. Cuando he ido a Tierra Santa y he mirado el mar de Galilea, me he quedado
pensando en todo lo que sucedió allí. ¡Cuántas veces pasearía Jesús por esa
playa, navegaría por ese mar, miraría esas mismas estrellas! ¡Cuántas veces
rezaría caminando por esa orilla! Jesús llega al mar y se llena de luz esa
tierra sombría. Una luz grande lo inunda todo: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban
tierra de sombras, y una luz les brilló». La luz es la alegría que trae su
venida. Con Jesús llegó la luz. Esa luz que trae Jesús tiene que ver con su
misterio, con su misión: los cojos andan, lo ciegos ven, los pecadores son
perdonados, los pequeños son abrazados, los oprimidos son liberados. El reino
de Dios surge. Hay esperanza. Esa es la luz que de repente inundó el mar de
Galilea. Esa luz de Cristo no me ciega. Es una luz que me da esperanza. Me
muestra el camino que tengo que seguir. Decía el P. Kentenich: «Cuando habitamos en la luz de Dios,
vislumbramos la grandeza divina y nuestro desvalimiento humano»11. La luz de Jesús me ayuda a ver las
cosas en su verdad. Mi vida abierta. Sin pliegues. En esa luz me reconozco. Veo
mejor mi fuerza y mi debilidad. Mis capacidades y mis pecados. Y reconozco
mejor a los que van conmigo. Distingo a quién me llama. A quien es llamado a mi
lado. Y tiemblo. ¿Por qué no dudaron esos pescadores con la llamada de Jesús?
Yo dudaría. La luz de Jesús da seguridad y confianza para decir que sí. Creo
que fue esa luz que llegó a lo más oscuro de su mar y de su alma la que les dio
valor. Es la luz en medio de la noche la que le da sentido a todo. Ya no dudo
porque estoy en medio de su luz. Desaparecen las sombras. Jesús viene a mi
orilla. Y se cumple entonces la profecía de Isaías: «Camino del mar». Jesús paseaba por la orilla junto al mar. Me
gusta pensar en Jesús empezando su misión. buscando aliados. Mucho tiempo
buscando la luz en su corazón en el desierto. Por eso ahora es capaz de
entregar esa misma luz que ha recibido. El Espíritu lo empujó al desierto. Ese
mismo Espíritu lo lleva ahora entre los hombres. Su vida es con los
necesitados, en medio de lo humano, tocando a los heridos, acercándose a los
pecadores. No puede permanecer en el desierto como Juan. Jesús tiene que ir a
Galilea. Y lo hace al saber que Juan ha sido arrestado. Está solo en esa orilla.
Pienso en su dolor. Pienso en su soledad sin Juan. Hasta ahora había sido su
único cómplice, junto a María y a José. El único que sabía quién era de verdad.
¡Cuánta soledad sin él! Juan encarcelado por decir la verdad. Por no tener
miedo. Después de señalar a Jesús lo apresan. Jesús está solo. Necesita a otros
a su lado. Su corazón le dice que su misión es sanar y vivir entre los hombres.
Pero no solo.
Necesita discípulos enamorados a su lado que sigan sus pasos, que entiendan sus
palabras, que compartan su vida. Hoy tiene lugar ese encuentro de Jesús con los
suyos. Jesús ya ha llegado y pisa la orilla de su mar. Deja su huella para que
lo sigan. Viene a traer luz en medio de su noche. Su palabra es luz. Su mirada es luz. Ya no hay noche.
11 J.
Kentenich, Envía tu Espíritu
Siempre
me impresiona la fuerza de la llamada de Jesús: «Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que
llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago,
pues eran pescadores. Les dijo: -Venid y seguidme, y os haré pescadores de
hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante,
vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en
la barca repasando las redes. con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron». Jesús se fija
en unos hombres rudos y sencillos que trabajan bajo el cielo. No son eruditos.
No son intelectuales ni autoridades religiosas. Son hombres metidos de lleno en
la vida. Jesús entra en su rutina y lo cambia todo para siempre. Se fija en
ellos y los ama. Eso es lo que yo necesito. Que alguien pase junto a mi vida y
se quede en ella. Que no pase de largo. Que me mire y me ame. Jesús hoy pasa
por mi vida como pasó por la vida de esos pescadores. No se fija en mí por mi
sabiduría, por mis conocimientos, por mis talentos. Simplemente me mira, se
conmueve y me llama.
No me llama desde
lejos. Sale a mi encuentro allí donde estoy. En mi vida cotidiana. No se queda
fuera esperando. Pasea por mi historia. Llega junto a mí en el lugar en el que
estoy. Me quiere como soy. No tengo que hacer nada especial. No tengo que tener
vastos conocimientos. Sólo quiere que me deje tocar, que me deje hacer. Le
importan mis redes, mi barca, mis sueños, mi sed escondida, mi anhelo de
amplios horizontes. Necesito que me llame por mi nombre. Y me diga que quiere
estar conmigo para siempre. Navegar conmigo, pescar conmigo. Se acerca a mi
pesca, a mi quehacer. Se pone junto a mí. Y me llama a vivir más allá. A hacer
lo mismo pero con más hondura, con más luz. Como hizo con esos cuatro pescadores.
Los miró. Los llamó a hacer lo mismo que ya hacían. Ellos sabían pescar. Jesús
les pide que sigan pescando. Pero ahora lo harían en medio de los hombres.
Creyeron. Lo dejaron todo.
Sus redes. Su
barca. A su padre. Y lo siguieron. ¿Por qué lo hicieron? Quizás porque esos
ojos de Jesús miraron muy dentro de su alma. Él se había acercado a ellos y se
había interesado por su vida pequeña y por su historia. ¡Qué sencillos eran
estos hombres! No hay discursos para convencerlos. No hay milagros. Es la
fuerza de su llamada. Por eso lo dejan todo para seguir con Jesús unidos en un
solo corazón. Cada uno entregaría lo suyo en la misión que comenzaba. Aportaría
su originalidad. Ya no están solos. Tampoco Jesús está solo. Son hermanos de
sangre y ahora de misión. Juntos es más fácil.
Esa mañana,
temprano, se encuentran. Y el corazón de los pescadores arde. Lo siguen. Se van
con Él a vivir y a compartir su suerte. Ya nunca se separarán. Y siempre recordarían
ese momento. Se fiaron de Él. Juan, Pedro, Santiago, Andrés. Jesús les dio un
hogar y un horizonte amplio. Me impresiona este encuentro con Jesús. Es un
momento sagrado. Comienza su camino llamando a los que serán suyos.
Sus hijos, sus
amigos. La llamada. El seguimiento. Me conmueve el hecho de dejarlo todo y
comenzar de nuevo. Son los mismos y a la vez son otros. Hacen lo de siempre y a
la vez harán algo completamente diferente. La llamada es uno a uno. El amor de
Jesús siempre es personal. Eso es algo tan suyo. Cura de forma personal. Llama
de forma personal. Pronuncia mi nombre. En medio de mis redes y mi barca. Y me
invita a una forma de vida nueva: «Recorría
toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino,
curando las enfermedades y dolencias del pueblo». Me emociona cómo cuenta
el evangelista en pocas líneas lo que hacía Jesús. La misión. Recorría Galilea
con sus discípulos, en comunidad. Vivía con ellos. Enseñaba en las sinagogas y
curaba toda dolencia y enfermedad. El cuerpo y el alma. Sabe que su vocación es
pasar por esta vida sanando, amando, hablando de un Dios que perdona y ama
siempre. Esos primeros días María estaba con Jesús. Es Juan el que nos dice que
María bajó con Él a Cafarnaúm (Juan 2, 12). Se fue con su hijo. Me da paz pensar que María estaba allí con
Jesús en sus comienzos. Rezando. Animándolo. Acompañándolo. María es para Jesús
su ancla. Su refugio. Su vida. También lo es para mí. Ella baja a mi mar. A mi
orilla. A mi barca. Me gusta mirar a Jesús en estos primeros tiempos. Con sus
amigos, con su madre, cambiando desde dentro los corazones de los hombres.
Acariciando. Tocando. Le pido hoy a Jesús que pase junto a mí. Que se detenga y
me ayude a vivir con Él lo que vivo. Que me llame desde mi orilla. Me gustaría
dejar mis redes y mi barca. A veces no sé bien qué es lo que me pide Jesús.
Ignoro qué redes tengo que dejar. Qué barca tengo que abandonar. Me falta esa
sencillez de los pescadores para escuchar su voz. Tengo mucho que aprender de
ellos. Quiero que Jesús me mire y me invite a pescar en su mar. Con sus redes.
En su barca. Es la promesa que me hizo un día. Quiero que me la vuelva a
repetir. Jesús mira hoy mis sueños y mis
miedos. Me mira y me llama para que lo siga.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario