miércoles, enero 04, 2017

El Puente N° 6 / 2017 - CARTA PARA NOSOTRAS


Padre Carlos Padilla
Texto extraído de la Homilía del 20 de enero de 2013


"Lo importante no es tanto lo que hagamos o dónde lo hagamos, sino que sea lo que Dios quiere, aunque no sea tan fácil. Nuestra vocación es una vocación para vivir con Él, para estar a su lado. Cuando vivimos así nos importan menos los éxitos y logros, incluso la huella que puedan dejar nuestros pasos cuando ya no estemos. El lugar más hermoso en el que queremos vivir es nuestro corazón en paz, ese corazón que descansa en Dios".



Nos gustan las cosas importantes y dejar huella en el mundo

Una persona me comentaba: “Quiero hacer algo grande, y después, ya me puedo morir”. Ante esta inquietud nos preguntamos: ¿Qué es algo grande? ¿Es realmente necesario hacer algo grande antes de morirnos? Y si no es así, ¿no habrá merecido la pena vivir? Un enfermo de cáncer comentaba: “Luchar contra una enfermedad no es algo grande, no es heroico, no tiene nada de especial”. La enfermedad es algo cotidiano y despreciable. No queremos sufrir la enfermedad. Nos rebelamos al ser catalogados como enfermos. Queremos vivir y ser normales. Y la enfermedad no puede apartarnos de vivir la vida. Como decía Álvaro Marín, que murió de cáncer a los 25 años: “Es absurdo pensar cuándo nos vamos a morir. Nunca se sabe. A mí nunca me ha frenado la enfermedad. Lo duro no está por venir, la muerte no es el final”

Pensamos en la muerte y podemos llegar a pensar como leía el otro día: “A casi todo el mundo le obsesiona dejar huella en el mundo. Dejar un legado. Sobrevivir a la muerte. Todos queremos que nos recuerden. Lo que más me preocupa es ser una olvidada víctima más de la antigua y poco gloriosa guerra contra la enfermedad. Quiero dejar huella. Las huellas que dejamos los hombres son cicatrices” (John Green, Bajo la misma estrella, 298). Tal vez esas sean las huellas más importantes. Si amamos, si dejamos las cicatrices del amor en nuestra alma y en el alma de los que nos quieren, a quienes queremos, habremos hecho algo grande en esta vida. Todo lo demás es paja que arrebata el viento. Los deseos satisfechos nunca nos dejan del todo satisfechos: “Se me ocurrió que los sueños que se hacen realidad nunca sacian la voraz ambición humana, porque siempre pensamos que podríamos volver a hacerlo todo mejor” (John Green, Bajo la misma estrella, 293).

Así somos, nunca nada es lo bastante grande, hermoso, profundo, bello. Siempre queremos más. Todo es susceptible de mejora. Pero lo que está claro es que no podemos controlar nuestra vida, ni elegir el día de la muerte. Podemos decidir, eso sí, cada día, si vivimos de verdad o nos abandonamos para siempre. Podemos hacer que lo cotidiano sea algo grande, muy grande. 

En un día como hoy, 20 de Enero, celebramos un aniversario más de una decisión muy importante en la vida del P. Kentenich en 1942. Algunos, tratando de explicar este momento, dicen que el P. Kentenich decidió ese día ir al campo de concentración. Como si esa decisión la pudiera tomar él estando preso de la Gestapo en Coblenza. Lo que sí podía hacer era elegir libremente la voluntad de Dios en su vida. Eso es lo que hizo. 

Pero lo más importante y heroico de esa decisión no fue el resultado final, el hecho de vivir en el campo de concentración de Dachau durante más de tres años. Llega a decir el Padre que si lo que le hubiera pedido Dios ese día hubiera sido mover un dedo, eso hubiera sido igual de heroico y santo que ir a Dachau. 

Porque lo heroico en nuestra vida es saber lo que realmente nos pide Dios

Lo heroico fue saber que lo que le pedía Dios era entregar su libertad física como prenda por la libertad y santidad de toda la Familia de Schoenstatt.

Las Hermanas y la Familia habían conseguido algo casi milagroso. Habían logrado que el médico de la cárcel se mostrara dispuesto a declarar al Padre fundador “no apto para el campo de concentración”, debido a una deficiencia pulmonar que sufría. Pero todo esto siempre que él requiriera sus servicios, se declarara enfermo y solicitara ser eximido por incapacidad física.

La Familia estaba feliz por haber encontrado esta solución. El plazo para que el P. Kentenich elevara esta solicitud vencía el 20 de enero a las cinco de la tarde. Lo que el Padre decide ese día realmente, es no servirse de ningún medio humano para lograr su liberación del campo de concentración. Pero él confía ciegamente en que María vencerá y logrará, si está en los planes de Dios, evitar su ida al campo. Y si no es así, ese camino será el mejor para él y para toda la Familia. 

Esa decisión no es comprendida por las Hermanas y los Padres. No entienden que pudiendo no ir, opte por el otro camino tan doloroso. No aceptan perderle en ese momento porque su presencia era muy importante para todos. Humanamente hablando había muchas voces que mostraban la importancia de su presencia en libertad. Era Padre de un gran Movimiento en medio de una guerra Mundial. ¿Entonces? ¿Por qué no utilizar los caminos humanos que se le presentaban?

Ahora, con la perspectiva del tiempo, es más fácil ver la conducción de Dios. En ese momento todo parecía una locura. Su decisión no fue comprendida. A veces, en nuestra vida, nos tocará tomar decisiones que otros no comprenderán. Decisiones rezadas en lo profundo del corazón, en la intimidad de un diálogo de amor con Dios. Decisiones honestas y no tan fáciles. Porque ser honestos no es tan sencillo. 

En la película “Los miserables” el protagonista Valjean ha llegado a una posición de cierta autoridad y responsabilidad como alcalde y dueño del negocio. Ha borrado aparentemente su vida pasada. Le informan entonces que han detenido a otro hombre pensando que se trata de aquel fugitivo de la ley y va a morir en su lugar. Valjean puede callar y dejar que un hombre justo muera y borre su pasado para siempre. Y todo de forma justificada: “Yo soy el dueño de cientos de trabajadores. Todos miran a mí, ¿Cómo puedo abandonarlos? ¿Cómo podrían vivir si no soy libre?”

Claramente la elección de Valjean tendrá consecuencias que afectan a otros, incluyendo a sus trabajadores. El otro camino es confesar y presentarse ante el juez como Valjean, reconociendo su culpa y aceptando el castigo. No es tan fácil la decisión. No es fácil ser honestos. Al final, decide confesar, aunque su decisión tenga consecuencias duras. 

Ese tipo de decisiones no son fáciles en nuestra vida.

Hacer lo que Dios nos pide, aceptando las consecuencias de nuestros actos. No parece ser el camino más cómodo. La tentación es grande. El P. Kentenich le entregó su sí a la voluntad de Dios ese día, fuera cual fuera, dejando su vida en sus manos, aunque supusiera pasar por la cruz de Dachau. Vio en ello un camino de liberación para él mismo y para toda la Familia. Difícil de entender entonces. Más fácil al ver hoy los frutos de esos años difíciles.

Esa decisión le hace tomar conciencia al P. Kentenich de lo más importante en nuestra vida. No se trata de hacer grandes cosas, sino de hacer que las pequeñas cosas y decisiones de cada día sean grandes y sean obra de Dios. Decía en una de las cartas escritas desde la cárcel de Coblenza: “No hay ningún lugar tan hermoso en el mundo como el corazón de un hombre noble y lleno de Dios. Ved cuánto me ha cuidado Dios con lugares así. Cuidad que el corazón llegue a ser cada vez más puro, noble, fuerte y lleno de Dios, entonces le preparáis a Dios y también a mí un verdadero hogar. ¿Y a quién le va mejor en el mundo que a mí? ¿Quién tiene un lugar más bello que el mío, a pesar de la prisión?”

Lo importante no es tanto lo que hagamos o dónde lo hagamos, sino que sea lo que Dios quiere, aunque no sea tan fácil. Nuestra vocación es una vocación para vivir con Él, para estar a su lado. Cuando vivimos así nos importan menos los éxitos y logros, incluso la huella que puedan dejar nuestros pasos cuando ya no estemos. El lugar más hermoso en el que queremos vivir es nuestro corazón en paz, ese corazón que descansa en Dios.

La decisión del Padre abrió la mirada de su Familia. Desde entonces cobró fuerza un pensamiento: el entrelazamiento de destinos. Estamos profundamente unidos los unos a los otros. No vivimos solos, no nos salvamos solos, no caminamos solos. Nuestros actos tienen repercusión en el mundo, en la Iglesia. Nuestra libertad interior, nuestra aspiración a la santidad, afecta al cosmos, aunque nos parezca desproporcionado. 

El paso dado ese día, el sí del P. Kentenich, es un salto de fe. 

Dice: “Yo entrego con gusto, de todo corazón, al Dios amado, la pérdida de mi libertad. Estoy dispuesto a soportarla en todas las formas posibles, hasta el fin de mi vida, si con ello pudiera comprar, para vosotros y para toda la familia hasta el fin de los tiempos, subsistencia, fecundidad y santidad”. Un salto de fe en comunión con muchos. Su entrega es por amor. Entrega su libertad, si así lo permite Dios, para el bien de su Familia. Y todo para seguir aspirando a la santidad. 

¡Cuántas cadenas nos atan y no nos dejan ser libres porque llevamos una vida burguesa y acomodada! No somos libres. ¿No deberíamos poner nuestra vida en manos de Dios totalmente? Muchas veces le damos nuestro sí condicionado. Necesitamos renovar ese sí que dio el P. Kentenich. Ese sí que dio María al pie de la cruz. Ese sí de Cristo que nos remueve y nos hace conscientes de cómo ha de ser nuestra entrega. 

P. Carlos Padilla
Homilía del 20 de enero de 2013 

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