"MARÍA DISCURRÍA
QUE QUERRÍA DECIR AQUEL SALUDO"
Texto: Lucas 1, 26-38
A veces tenemos una imagen errada de María. Pensamos en ella
como en un ser etéreo. Por ser inmaculada, concebida sin pecado original,
creemos que ella no tuvo que luchar, que no sufrió pruebas, que todo le era
fácil. ¡Cómo nos equivocamos! Al acercarnos a María, tal como ella aparece en
el relato del Evangelio, se modifica nuestra visión.
Mirémosla, por ejemplo, en la escena de la Anunciación. ¿Qué
hace María? ¿Está allí, pasiva, dejando que los acontecimientos decidan sobre
ella? Nada de eso. La vemos plenamente consciente, discurriendo, admirándose, reflexionando,
preguntando, comparando lo que ella ha decidido con lo que ahora se le propone
y, luego, comprometiéndose, dando su palabra.
"Entró el ángel a su casa y le dijo: ¡Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo!. Estas palabras la impresionaron y se preguntaba
qué querría decir aquel saludo". El ángel da una explicación. Ella no
alcanza a entender; había decidido mantener su virginidad en una consagración
total a Dios y ahora Dios parecía pedirle otra cosa. Por eso pregunta al
mensajero del Señor: "¿Cómo será esto pues no conozco varón? El ángel le
explica que lo que va a suceder es obra directa de Dios, que el Espíritu Santo
la cubrirá con su sombra. No esclarece enteramente el misterio, sólo le dice
que ésa es la voluntad de Dios y que "para Dios nada es imposible".
María entiende de qué se trata. Por la Escritura que ella bien
conocía, sabía quién era Aquel a quien Dios le daría el trono de su padre David
y que reinaría sobre el pueblo de Jacob con un reino que no terminaría jamás.
También sabía de la misteriosa relación de ese Mesías, de quien ahora el ángel
le anunciaba que sería su madre, con el Siervo de Yahvé profetizado por Isaías.
María entiende lo suficiente como para aventurarse a dar un paso
en la fe, el paso más arriesgado de la historia, el más trascendental, el que
iba a cambiar el curso de los siglos. El designio misterioso del amor de Dios
la había elegido a ella para ser Madre del Mesías. Dios se fijó en la pequeñez
de su sierva, como ella misma lo cantará después. Sí, María está dispuesta,
asume la tarea: "He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu
palabra".
En verdad es asombrosa la personalidad de María: consciente,
dueña de sí misma, lúcida. ¿Quién se plantea hoy así ante la realidad? ¿Quién
discurre y reflexiona como ella? ¿Quién indaga el querer de Dios en la forma en
que ella lo hace? Y, sobre todo, ¿quién se compromete como María? ¿Cuántos son
los que dan un sí pleno, incondicional a Dios, en el riesgo de la fe? Porque
ella tampoco tenía total evidencia, ella no veía todo claro, sólo lo suficiente
para dar el paso que Dios le pedía.
Miremos ahora la imagen de María en el relato siguiente del
Evangelio: la Visitación. Nuevamente nos asombramos. María no se queda en su
casa. Nuevamente, ella sola toma una decisión arriesgada: parte "apresuradamente
a una ciudad de Judá en la región montañosa", nos dice Lucas y pareciera
recalcar: "apresuradamente", "en la región montañosa"... Un
trayecto largo, con todos los peligros que implicaban esos viajes en aquel
tiempo. ¡Qué fuerza revela este hecho en su personalidad! Está tocando los
límites del cielo y, al mismo tiempo, tiene sus pies bien puestos en la tierra.
Va a servir, a ayudar a su prima que está esperando un niño. El ángel no le
había pedido que lo hiciera. Sólo había mencionado un hecho para afirmar su fe.
Sin embargo, ella decide, toma la iniciativa, sin pensar en ella misma sino
únicamente en el servicio que puede prestar a su prima Isabel.
Podríamos recorrer toda la vida de María y siempre nos
encontraríamos con lo mismo: una personalidad verdaderamente extraordinaria,
libre, íntegra.
Pensemos en Caná, en el Gólgota. María no es una niña ingenua
que vive del ensueño. Sabe plantearse ante Dios y ante los hombres; sabe
responder.
¡Qué contraste más flagrante entre María y el hombre
contemporáneo! Ese hombre a quien tanto le cuesta decidir en forma autónoma,
que a veces es tan pasivo y amorfo, que no sabe dialogar con Dios ni servir a
los hermanos.
Es necesario que la luz de María ilumine nuestra sociedad y
nuestro corazón. Queremos hacer nuestra su libertad; con ella queremos aprender
a buscar y a encontrar al Dios de la vida que también se acerca a nosotros y
pide nuestra cooperación; con María y como ella queremos tender nuestra mano al
hombre que necesita ayuda y, sobre todo, nuestro amor desinteresado,
incondicional y fiel.
Que así sea.
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