Reyes 17,10-16; Hebreos 9,24-28; Marcos 12,38-44
«Esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas mas que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir»
11 noviembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Ser santo es ser niño. Niño que no ha perdido la inocencia, o la ha recuperado como un milagro. Niño que confía en el poder misericordioso de su Padre. Contando siempre con mi debilidad»
Muchas personas sueñan
con dejar huella
con su vida. Sueñan con la trascendencia de sus actos. Y
a menudo infravaloran el valor de lo que no brilla, de lo que no se ve. El otro
día leía lo que decía un campeón de motociclismo: «Más que los títulos, es mejor dejar
huella». Me llamó
la atención. Se refería
a que su estilo de conducir dejara una huella imborrable. Es lo que le daba
sentido a todo lo que hacía. Si resultaba que no grababan un importante momento
de su conducción, no había valido la pena. Es curioso,
me sonó a vanidad. Hoy quiero que todo lo que hago lo vean otros, lo sepan.
Cuelgo una
foto y quiero
que deje huella.
O lo grabo para que muchos lo vean. Si no hay
constancia visual, no hay tampoco huella.
El valor de lo oculto
desaparece ante mis ojos. Acabo
pensando que lo que de verdad cambia el mundo es los visible.
Tal vez me estoy olvidando
de lo importante.
Pienso en esa
semilla que muere y da fruto después de su muerte. Pienso en tantos actos de
amor que nadie ve. ¿No los valoro? Me descubro a mí mismo queriendo dejar
huella con mis actos. Los actos de toda una vida impresos para que todos los
aplaudan. Demasiado exigente. Cuando llegue a viejo, ¿qué valor habrán tenido
mis obras de joven? ¿Qué recuerdos de mi vida quedarán en la memoria? ¿Qué
repercusión habrá tenido lo que hice siendo niño? Pienso en las huellas que
dejan mis manos, mis pasos, mis palabras. Las huellas de mi amor. La entrega de
mi vida. Muchos actos buenos pueden quedar borrados y no dejar huella, justo
después de salir a la luz un acto malo que tapa todo lo anterior. Un despiste,
un olvido, un agravio, un fracaso. Pesa mucho más un error, un árbol caído, que
mil actos de bondad. No lo entiendo, pero es cierto. Miro la huella, miro la
cicatriz. Son dos formas de caminar por la vida, de cambiar el mundo. La huella
que se ve, la cicatriz oculta. Me muevo caminando inquieto sobre un delgado
alambre. Oscilo entre el bien que deseo realizar y el mal que hago o no evito.
Y mi vida se evalúa sobre una balanza. En equilibrio o en desequilibrio. Con
pérdidas o ganancias. Me empeño en dejar huella. Insisto en hacer cosas
grandes. ¿Es lo grande lo que de verdad cambia el mundo? ¿Creo que yo puedo
cambiarlo con mis actos grandilocuentes? Me sobrecoge la desproporción. Dios
deja huella en mi alma. En la historia de mi alma en la que me habla en lo más
sagrado e íntimo. Busco sus huellas perdidas. Percibo su presencia oculta
dentro de mí. Veo la huella de tantas personas en mi alma. Hay huellas. Hay
heridas. Huellas que no duelen. Heridas que duelen en lo más profundo. Huellas
dejadas por el amor. Heridas infringidas por el
odio o el desamor. Es tan sutil la diferencia. Huellas que todos ven. Y
huellas que sólo algunos perciben. O sólo yo. O sólo Dios en mí. Y a mí me
obsesiona la huella que dejan mis palabras y mis actos. Todo es vanidad. Quizás
me estoy olvidando del poder de Dios. Su huella a través de mí es infinita. Es
el milagro de la fecundidad que obra con su poder. ¿Por qué me preocupa tanto
dejar huella si al final es Dios el que lo cambia todo? Quisiera ser capaz de
amar el silencio. De amar la vida oculta en medio de un mundo lleno de
publicidad. Quisiera pasar desapercibido en medio de una masa que camina hacia
Dios. Tal vez por eso me gusta la fiesta de todos los santos. No hay protagonismos,
ni escalafones. No hay santos mejores ni peores. Todos en la misma fiesta. Los
más grandes y los más pequeños. Los que más amaron y aquellos a los que Dios
más perdonó. Todos juntos en el mismo camino. Una sola huella. Me gusta la vida
oculta de Jesús que sólo puedo imaginarme. Y las dificultades y dolores de los
santos de los que nadie me habla. Creo en el poder de lo oculto sin necesidad
de conocerlo. Creo en la huella profunda que dejan los santos con esos gestos y
palabras de los que nadie nunca supo. Lo que de verdad importa es el amor enterrado.
Aunque no deje huella en
apariencia. Y no sepa yo cuándo ocurrió, ni cómo. Nadie pudo verlo. El amor en
la renuncia que no se valora. En lo que no se agradece. En lo que nadie
reconoce ni puede ver. Tengo tanto afán por dejar huella y ser reconocido. Por
ser valorado en mi entrega, en el amor que pongo en lo que hago. Soy muy humano
y mis deseos también son humanos. Tal vez demasiado autorreferentes. Me hace
daño pensar así. Pero es verdad que me gustan las personas que dejan huella en mi vida.
Tengo a muchos.
Decía Hamlet Lima Quintana: «Hay gente
que con solo decir una palabra enciende la ilusión y los rosales, que con solo
sonreír entre los ojos nos
invita a viajar
por otras zonas, nos hace recorrer toda
la magia. Hay gente, que con solo
dar la mano rompe la soledad, pone
la mesa, sirve
el puchero, coloca las guirnaldas. Que con solo
empuñar una guitarra
hace una sinfonía de entrecasa. Hay gente
que es así, tan necesaria». Tengo la medida de su huella en mi
alma. Son necesarios. El valor de su amor en mí me hace mejor persona. Soy el
eco de su voz. Y mi amor es copia del amor recibido. No soy tan original como
creía. Ni mis obras tienen tanto poder como deseo. Pero aprecio con gratitud
las huellas en mi piel de los que me han amado. Me duelen algo más las
cicatrices que dejaron los que no me amaron. Quiero agradecer mi vida llena de
huellas de otros. Y pedirle a Dios que
deje una huella honda en mi alma cada vez que me perdona,
me levanta y me dice que me quiere.
No sé realmente si es cuestión de tiempo o no. No sé si depende
del número de años que viva, ya sean pocos o muchos. No sé si es importante morir joven o tiene más valor llegar
a viejo. Lo que si sé
es que el tiempo tiene su importancia en mi camino de santidad. Los años que
viva si son muchos exigirán más fidelidad, eso lo tengo claro. El mismo S. Luis
Gonzaga le contaba a su madre la felicidad de morir joven y casi sin esfuerzo
poder así estar con Dios para siempre. Es verdad que la santidad se conjuga en
presente. Quizás tiene menos mérito aparente llegar a santo muriendo joven.
Poco esfuerzo. Reconozco la heroicidad de ser santo habiendo vivido cerca de
cien años. En cualquier caso, creo que el tiempo no es tan definitivo. Lo
importante es que cada día de mi vida en la tierra tenga una luz que no es mía.
Que mis actos tengan el color de ese Dios al que tanto amo. Y mi sonrisa sea la
puerta abierta a un paraíso perdido. No creo en una santidad sin sentimientos,
esforzada y rígida, casi como esculpida en mármol. Creo más bien en esa
santidad luchada de un corazón que ama y se debate en avatares interiores. Creo
más bien en la búsqueda en medio de la neblina de un faro que me indique dónde
está mi puerto. Creo más bien en la generosidad que no se ve porque está
escondida, pero produce un bien infinito que da frutos de cielo, aunque yo no
los vea. Creo que mi amor santo sólo es
santo cuando dejo que Dios cale muy dentro de mi alma herida y lo cambie todo y
lo haga todo nuevo. También sé que el querer ser yo un santo más en la lista de
santos innumerables, no es un deseo que tenga yo por vanidad. No anhelo la
dignidad ni el reconocimiento. Sólo espero ser uno más de pie ante Dios
dispuesto a postrarme para entrar en su reino. Porque lo que quiero al fin y al
cabo es vivir para Él eternamente. Quizás al final sí que tiene importancia el
tiempo. Sé que lo que tengo que hacer mientras tanto aquí en la tierra es vivir
para Él, en presente. Parece tan sencillo a veces. Como aplicar una fórmula
matemática. Pero sé muy bien que luego
todo se tuerce. Quiero hacer el bien y no me resulta. Pretendo amar hasta que
duela y dejo de amar mucho antes. Digo que sí, que seré fiel hasta la muerte, y
la infidelidad me sorprende. Me escondo evitando así arriesgar demasiado,
porque amar duele mucho. Y digo que hago la voluntad de Dios vistiéndola de mis
propios deseos. Y entonces creo que lo que estoy construyendo puede ser sólo un castillo en el aire. Sin fundamentos firmes. Sin raíces
profundas. ¿Es santidad
lo que yo vivo?
¿O es sólo el vano intento de mi alma que quiere tocar el cielo?
Se me graban
muy hondo las palabras
de S. Francisco: «Predicad
siempre el evangelio, y si es necesario, también
con palabras». Y
yo creo tener muchas más
palabras que actos. Como si necesitara siempre justificar con palabras lo que
mis actos desdicen. Comenta el P.
Kentenich: «Puedo tener pensamientos
religiosos todos los días sin que se transforme mi interior. ¡Orar
significa amar! ¿Qué
es la santidad? ¡Es el amor del niño al padre!»1. Ser santo es ser niño. Niño
que no ha perdido la inocencia, o
la ha recuperado
como un milagro. Niño que confía
en el poder misericordioso de su Padre. Eso es ser niño. Contando siempre con
mi debilidad. Con la fragilidad de mi
alma. Comenta Santa Teresita del Niño Jesús: «No me aflijo al ver que soy la debilidad misma, por el contrario, en ella me glorío y cuento con descubrir en mí cada día nuevas
1 J. Kentenich, Niños ante Dios
imperfecciones»2. La debilidad en esa lucha mía por descubrir el querer de Dios y ponerlo por obra no me asombra, no me entristece, no me
hace perder la confianza. Sigo adelante. El camino es largo. Es cuestión de
tiempo, al fin y al cabo. Caer y volver a empezar. El tiempo me da nuevas
oportunidades. Una derrota. Un posible triunfo si me esfuerzo el próximo día.
El santo es el que ama a Dios, en los hombres,
en el interior de su corazón. Decía el P. Kentenich: «El amor no tiene límites. La vinculación a Dios
es grata a Dios, en el sentido
de la santidad de la vida diaria,
cuando alcanza el grado de abrazar la voluntad
de Dios que nos aconseja y nos hace
saber sus deseos»3.
Un amor sin límites es el que anhelo. Estoy tan lejos de la
santidad que sueño. Hacer de su voluntad mi propio alimento. Buscar sus deseos
en los bosques de mi vida. No quiero perderme buscando estrellas que no toco.
Quiero ser fiel día a día levantando el
mundo entre mis brazos. Tarea inútil si no supiera que son sus brazos los que
sostienen los míos. Los que me despiertan a la vida verdadera y me hacen
aspirar a las estrellas. Santo es el pobre que sólo es consciente de su
pequeñez. Y yo me alegro entonces en mis debilidades, me glorío en ellas. Son
sólo peldaños que me guían al cielo. Me alegro de ser tan pequeño que no puedo
hacer nada solo. No me basto para ser santo. No lo puedo. Sólo descanso en
Aquel que me toma en sus brazos y me
lleva lejos. Y eso cada día de nuevo. Cada
semana. Puede que al final sí que sea cuestión
de tiempo. El tiempo de Dios. No el mío.
Sé que es
más importante agradecer que temer. Dar gracias antes que quejarme. Mirar al cielo y sonreír antes que vivir
amargado. No sé. Me gusta la gente que agradece. Los que sonríen sin motivo aparente. Los que llegan a tu vida y
la llenan de esperanza. Se introducen por las ventanas del alma abriéndolas de
par en par. Me turban los que siempre se quejan, los que exclaman con pesar: «¡Ay!, si todo hubiera
sido de otra
manera». Temen las malas noticias. Y son ellos
por su aspecto una tragedia viviente. Un drama que se actualiza. No
quiero volverme así. Me gusta por eso agradecer, sobre todo lo que no es
evidente. La sicóloga Pilar Sordo hablaba en una ocasión de un paciente ciego
al que le pidió que agradeciera por las cosas de la vida. Este hombre enumeró
tantas razones pequeñas por las que tenía que dar gracias que ella se quedó
sorprendida: «Todo va a depender de la capacidad que tengo para registrar las cosas que tengo y no las que me faltan. Puedo
estar permanentemente
feliz en la medida en que le encuentro sentido
a lo que hago. Y no lo logro haciendo siempre lo que quiero.
Eso no me hace feliz.
Estoy centrado en lo que yo quiero
conseguir. Si viera
la mitad de lo que veía Jaime sin ver, cambiaría a partir de hoy». Se trata de cambiar la actitud ante la vida.
Adquirir hábitos que me hagan agradecido y no quejumbroso. Enumero tantas cosas
que no son evidentes. No tengo derecho
ni al sol, ni a la lluvia. Tampoco a dormir muchas horas o pocas. Doy gracias
por esa persona que me cuesta especialmente. O por aquel que me cambia los
planes y me exige. En momentos de dolor creo que nada es suficiente, porque me
falta la razón para estar alegre. No descubro el motivo de mi existencia. Y
pienso que nunca más voy a poder ser feliz. ¡Cómo se puede agradecer por lo que
tengo cuando me falta lo que más necesito! La persona amada, el trabajo que le
daba sentido a todo. Y quizás cuando sí lo tenía no agradecía porque lo
consideraba casi un derecho. Cuando me falta lo que más amo, es como si todo lo
demás fuera insuficiente. Puedo plantearme entonces volver a empezar o anclarme
en ese pasado a partir del cual no hay razón para estar alegre. Siento que no
valoro la vida que tengo. Hasta que pierdo algo no me doy cuenta de lo que me importa.
Antes lo consideraba un derecho y no me llamaba la atención. Ahora cuando me
falta me sorprende el hueco que llenaba. La vida no la quiero perder entre
quejas y ayes. Como si nada pudiera volver a ser como
antes. Decía Enrique
Rojas: «Para ser feliz
es necesario no equivocarse en las
expectativas, esperar de forma moderada». Esa actitud me hace agradecido. Más consciente de lo que tengo. Más feliz por no querer más
de lo que necesito. No es feliz el que más tiene. Sino el que menos necesita.
Así de sencillo. Y yo lo complico tanto exigiéndoles a los demás lo que no me
pueden dar. A la vida lo que no me regala. Al futuro lo que tal vez no traiga.
Quejándome del pasado que me ha quitado
tantas cosas importantes. Y echándole en cara al presente que no cambia nada de
lo que hay. Así no crezco, no maduro, no sonrío. En lugar de quejarme de lo que
no puedo hacer, quiero alegrarme de lo que tengo entre mis manos. Un nuevo
sueño. Un nuevo proyecto. Sin echar de menos continuamente lo que no puede ser.
Me quejo de la suerte. Lo que pudo ser y no fue.
2 De Lisieux, Teresa, Historia de un alma
3 Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al
Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
Lo que podía haber sido diferente. ¿Qué es la
suerte? Que la moneda caiga de un lado o de otro. Que me sonría la fortuna y
obtenga lo que tanto esperaba. Cuando mi felicidad se centra en lograr lo que
deseo, lo que espero, lo que sueño, sufro más. Quiero aprender a vivir con
expectativas más sencillas. Sin amargarme
cuando no resultan
las cosas como yo quiero.
Buena suerte, mala suerte,
¿quién sabe? Algo que parece malo puede ser bueno a
la larga. Algo que parece bueno deja de serlo de repente. Depende de mí, de mi
mirada. Depende de lo que ocupe el centro de mi corazón. ¿Para quién vivo? Si
Dios es el centro todo cambia. Sueño con que sea así. Que Dios llame a alguien
al sacerdocio me parece algo inesperado. No se puede exigir. Es sólo gracia.
Una vocación. La mía, la de tantos. Sé que cualquier vocación vivida con
alegría en esta tierra es un motivo de acción de gracias. Dios se ha fijado en
los pequeños. Dios me ha mirado a mí que soy pequeño. Está loco Dios, me decía
una persona. Es cierto. Se ha fijado en mí. Ha puesto su mano sobre la mía.
Querrá hacer sus obras. El peligro lo tengo cuando me olvido de lo que soy. Soy
sólo su instrumento, sólo barro. No soy yo, es Él en mí. Su voz en mis labios. Sus caricias en mi piel. Su amor en mi sangre. ¡Cómo no
agradecer por tomar prestada su omnipotencia! No soy yo poderoso. Pero veo
milagros hechos con mis manos. No me olvido que es Él. Agradezco siempre de
rodillas el don que no es derecho. Y acaricio
la cruz que me pesa en los brazos. Apenas
la sostengo torpemente. Él carga en mí con ella.
Para que no me pese. ¡Cómo voy a dejar de agradecer
todo lo que no es mío! ¡Cómo no saltar lleno de alegría por aquellas cosas que
me suceden y que no entiendo! Y por esas otras que suceden sin que yo lo
espere. Quiero agradecerle a Dios todo lo que me ha dado. Lo que me ha quitado.
Lo que no poseo. Lo que nunca tendré. Lo que hace conmigo. Lo que no hace. Le agradezco mis fracasos y mis cruces. Mis tragedias y alegrías. Así de sencillo
parece. Decido dejar de quejarme.
Y agradezco más por las cosas más sencillas de la vida. Como ese ciego que todo lo agradecía. Me conmuevo.
Algunos
fariseos y escribas de la ley se buscan a sí mismos. No dan. Necesitan sentarse en los puestos de honor. Quieren
la fama. Quieren
sólo recibir. Hoy me lo recuerda Jesús:
«¡Cuidado con los escribas!
Les encanta pasearse
con amplio ropaje
y que les hagan reverencias en la plaza,
buscan los asientos
de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los
banquetes; y devoran
los bienes de las viudas,
con pretexto de largos rezos.
Estos recibirán una
sentencia mas rigurosa». Los fariseos
y escribas no están tan lejos de mi vida. Yo soy como ellos. No tengo
que mirar tan lejos. Me gustan los mejores puestos. Pienso siempre en el honor
y en la fama. En las reverencias y en los aplausos. La fama, el elogio, la
admiración. Miro en mi corazón herido buscando la causa de ese deseo que me
hace tanto daño. Me duele el alma. Tal vez el desamor, los rechazos, las
desilusiones han dejado huella en mí. Me han convertido en un mendigo de
aplausos. Pero sé que la fama puede hacerme daño. Voy por la vida presentando
mis títulos, mis logros para ser aceptado y querido. Y por eso si alguien
mancha mi fama, mi nombre, me vuelvo loco y me hundo. El otro día veía a un
diácono postrado en el suelo antes de ser ordenado sacerdote. Está conmovido,
humillado, frágil, desprovisto de méritos. Llora sobre el suelo, sin levantar
la cabeza. Aparentemente no parece alguien importante. Sólo él, un hombre entre
sollozos, esperando a que Jesús lo abrace. Y mientras él aguarda, resuenan las
letanías como un canto de alabanza llenándolo todo de ángeles y santos. En ese
momento sólo es posible dar gracias. ¡Qué bien me hace postrarme siempre de
nuevo, una y otra vez! Para no olvidar quién soy. Para no olvidar que soy
pequeño, que no soy nada, que no soy digno. Sé muy bien que ahí postrado no tengo ni fama ni honor.
Me confundo con la tierra,
con el barro, con el polvo. No ven mi rostro.
No me ven. Me pueden llegar a pisar si no se fijan.
Jesús también tuvo fama. Muchos escuchaban con agrado sus palabras y lo seguían
por mar y por tierra. Masas que lo aclamaban. Buscaban un milagro, o escuchar
palabras de vida eterna. Querían ser bendecidos por Él y tocar su manto. La
fama de Jesús llegó a su culmen
en su entrada en Jerusalén. Parecía que todo iba a cambiar ese día. Y cambió, pero no como los hombres
esperaban. Jesús se postró humillado. Perdió la fama mientras era herido con
latigazos. ¡Cuánto miedo tengo a perder la fama y postrarme! Ojalá no me
defendiera siempre ante cualquier crítica. Protejo mi fama, mi honor, mi
nombre. Ojalá como Él «aprendiese sufriendo a obedecer». Me
admira muchísimo Jesús en esta actitud de postración, de abandono, de renuncia
total a tomar las riendas de su vida en sus manos. Me parece que es más Dios
que nunca, cuanto más se deja hacer. Entonces lo veo al mismo tiempo impotente
y poderoso. Más humilde y más hijo. Él calla, recibe y ama. Se entrega y
perdona. Lo ha entregado todo, no se ha guardado nada. Se ha dado por entero.
Pero yo no aprendo y miro con sed los primeros puestos. Me fijo en los
que triunfan, en los que más ganan, en aquellos a los que todos admiran.
Y deseo lo mismo.
¿Cuántos «likes»
necesito en Facebook, o en Instagram, para ser feliz, para sentirme famoso y
orgulloso de mí mismo, para sentir que me quieren? ¿Por qué me atrae tanto la
fama como a los fariseos y escribas? El eco de mi vida me importa más que mi
propia vida. Cuido la fama y lo que los demás piensan y dicen de mí, me
preocupa. Recuerdo una publicidad que decía: «Todos hablan bien de mí. Tendré que empezar a preocuparme». La fama
sube y baja. Un acierto y subo. Un error y bajo.
Hoy en día por internet lo puedo llegar a saber
casi todo de todos. Lo bueno y también lo malo.
¿Cuánto me importa mi fama? ¿Cuánto miedo tengo a
caer? Sé que la felicidad no está en los primeros puestos. Pero creo que a
veces vivo como si así fuera. ¡Qué frágil es la fama! ¿Estoy preparado para el
momento de cruz en el que la pierda? ¿Estoy preparado para perder mi honor?
Quiero triunfar siempre y en todo lo que hago. Quiero destacar y no pasar
desapercibido. No puedo fallar nunca, pienso. No puedo defraudar a nadie. Y
luego fallo de repente y defraudo y me hundo. Me defraudo a mí mismo porque
tenía muchas expectativas. Defraudo al mundo que me sigue y adula. Defraudo a
los que creyeron en mí y esperaban tanto de mis talentos. La terrible exigencia
del éxito. Quiero ser capaz de no buscar los primeros puestos. Quiero aprender
a ser humilde. No es tan sencillo. Es verdad que las humillaciones me ayudan
tanto. Comenta Enrique Rojas: «La derrota
enseña lo que el éxito
oculta». Las críticas
me allanan el camino. Las correcciones me ayudan. También me ayuda que me lleven la
contraria y no piensen como yo. Que resalten lo que hago mal, que me lo digan.
Que se rían de mí y yo sonría. Todo me hace tomar conciencia de mi fragilidad.
Soy pequeño. Dios me salva en mi pequeñez. Miro a esos escribas que se alegran
de sus vestidos y buscan los primeros puestos. Pienso en la imagen de Dios que
tengo. Tanta gente cree en un Dios exigente y rígido que no acepta
errores. Decía el P. Kentenich: «Nuestra honda
convicción, consciente o inconsciente
es: la ley fundamental del mundo es, desde el punto de vista de Dios, la justicia; y, desde el punto de vista del ser
humano, el temor
ante Dios. Y así ya no lograremos salir más a la superficie, nos quedaremos hundidos.
Quien se entrega por tanto tiempo a ese temor servil
ante Dios, buscará de alguna manera reafirmarse
mediante el activismo y los éxitos»4.
Si miro así a Dios,
como juez inflexible, temeré presentarme ante
Él sin méritos, sólo con derrotas. Buscaré
el éxito, para tener algo que presentar en defensa de mi pobreza. Creo que esta
mirada me hace daño. Hoy pienso en los puestos que anhelo. Y en esos puestos en segunda
línea, al final de la fila, que son los que de verdad me hacen bien.
Sólo
Dios sabe lo que de verdad doy. Sólo Él conoce mis entrañas. Me
mira mientras camino:
«Estando Jesús sentado
enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente
que iba echando dinero: muchos ricos echaban
en cantidad; se acerco una viuda pobre y echó dos reales».
A veces juzgo
al que da poco, al que teme perder.
Juzgo su egoísmo. ¿Quién soy yo para juzgar por la apariencia? Sólo Dios sabe.
Jesús conoce cada corazón. Me gusta pensar en Jesús
sentado al borde de mi vida. Sólo Él tiene acceso a la intimidad de mi alma. Me
gusta imaginarlo mirándome siempre, sonriendo. Como ese ojo del Padre que me
contempla desde lo alto. Pero no para juzgarme y condenar lo que hago. Él
conoce la pureza de mi corazón. Y también sabe los deseos más escondidos. Me ha
visto llegar y sabe de dónde vengo. Ha descubierto mi pobreza y se asoma a la
desnudez de mi vida. Y yo a veces pretendo disimular. Como si fuera capaz de
ocultarme de su mirada. En una película escuchaba un slogan: «Saber es bueno, pero saberlo todo es
mejor». Porque es verdad que hoy internet y las redes sociales me han dado
la capacidad de acceder con rapidez a todo lo que quiero conocer. Es el deseo
de saberlo todo que anida en mi alma. Saberlo todo sobre mí, sobre mi futuro,
sobre la vida de los demás. Sólo Dios lo sabe todo. Sólo Él puede acceder a los
misterios de mi alma y desentrañarlos.
Sólo Él me conoce. No me mira con curiosidad sino
con amor. Y yo a veces deseo esconderme de su mirada. Guardar mi alma a
resguardo para que no entre. Edificando muros que su mirada no pueda penetrar.
Lo miro como un intruso, como un juez sin misericordia. ¿Qué imagen de Dios
albergo en mi alma? Tengo miedo. Un miedo inconsciente a ser conocido como soy.
Me ve echando mis dos reales. Jesús me mira conmovido y creo a veces que juzga
mi egoísmo. Me mira y yo lo miro. Pero me escondo detrás de una perfección que
no poseo. Es como si quisiera hacerle ver que soy mejor de lo que parezco. Que
mi pecado no es tan grave, ni tan continuo, ni tan importante. Y mi verdad
mucho más bella de lo que yo creo. Me escondo, me refugio amurallado, guardado.
No quiero que
4 Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
nadie me vea. Jesús intenta entrar en mí. Y yo vivo
protegido. Para que no entre Él que todo lo posee, todo lo sabe y todo lo ama.
Creo que el hombre hoy vive tan volcado en el mundo, tan desparramado por los
caminos, que ha perdido su interioridad. Yo mismo me refugio en el móvil cuando
me quedo solo. Sin aprovechar los silencios no deseados. Desperdiciando la
soledad que no es elegida. ¡Qué poca hondura tiene mi alma! Me gustaría vivir
como dice el P. Kentenich: «Sólo el alma que se esfuerza
por estar abrazada hondamente a Dios
resiste los embates
de un tiempo sin raíces,
sin vinculaciones, y es capaz
de mantenerse firme,
fiel a sus
raíces y afirmada en sus raíces»5. Un alma
arraigada, enraizada. Echar raíces en un lugar, en un corazón, en Dios, es lo
que más desea mi corazón que huye, que se esconde. No me conozco y no dejo que
otros me conozcan, que Dios me conozca. Me sigue asustando ese mundo
desconocido y oculto en mi subconsciente que aflora a menudo en mis sueños.
¿Cómo se puede educar mi alma escondida, mis sombras más profundas? Quiero
dejar que Jesús me mire sentado al borde de mi vida y sonría. Mientras yo entro
y salgo del templo, Él me mira. Dejo mis monedas y me doy a la vida. Amo y
odio. Grito y callo. En medio de mi vida observa mis idas y venidas, sonriendo.
Descubre mis miedos y acaricia mis inquietudes.
¿Cómo puedo hacer para dejarle mirar muy dentro de
mi alma? Desarmo los muros que he construido. Dejo que mi herida, la que más me
duele, le muestre a Jesús la puerta de entrada. Por ahí puede entrar María, a
la que ya le he dado todo lo que soy. Sólo Dios sabe apreciar mi pobreza y le
encanta mi pequeñez, sonríe. No se asusta tan fácilmente al verme caer. Y no le
sorprenden mis infidelidades. Esas que a mí me desconciertan porque no acabo de
conocerme y aceptarlas. Y me asusta mi pecado y mi desorden. Pero Jesús me mira
conmovido y enamorado. ¿Cómo puede amarme tanto si yo a mí mismo no me amo?
Sonríe. Ni siquiera yo lo sé todo de mí. Yo, que quiero saberlo todo de todos,
desconozco mi verdad. Y Dios sí que la conoce. Me ha amado desde que me
engendró, desde que soñó mi vida. Sabe lo que puedo llegar a ser. Y también ama
mis debilidades.
Esas que yo tanto detesto.
Ama mis caídas,
esas que tanto
me humillan. Ama mi vida
como es y como
puede llegar a ser. No me juzga
condenándome, sino dándome
una nueva oportunidad. Eso me alegra,
me da paz. Su misericordia me salva. No me quiero olvidar.
La generosidad del que da más de lo que tiene es la
que yo anhelo. Quizás porque me parece imposible.
La generosidad de entregar todo lo que uno tiene cuando me
puede ser tan
útil en el futuro. No quiero dar sólo lo que me
sobra, sino lo que necesito para
seguir viviendo, amando. A veces me da miedo quedarme sin lo
que necesito: «Llamando a sus discípulos,
les dijo: - Os aseguro que esa pobre viuda
ha echado en el arca
de las ofrendas más que nadie. Porque
los demás han echado de lo que les
sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir». Los
dos reales parecen tan poco, pero lo son todo para esa viuda. Como lo son el
pan y el aceite para la viuda a la que se acercó Elías. No tiene bastante, pero
se fía del profeta: «Respondió ella: - Te
juro por el Señor, tu Dios, que no tengo ni pan; me queda
sólo un puñado
de harina en el cántaro
y un poco de aceite
en la alcuza. Ya ves que
estaba recogiendo un poco de leña. Voy
a hacer un pan para
mí y para mi hijo;
nos lo comeremos y luego moriremos». Elías
le promete que siempre tendrá bastante: «No
temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero
primero hazme a mi un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después». Ese «no temas» de Elías es el mismo «no temas» de Jesús tantas veces en su
camino entre los hombres. Quiere que yo no tema, que no me angustie ante el
futuro incierto. Y yo tengo tanto miedo a la vida, al futuro, a pasar hambre. ¿Cómo no voy a guardar por si
luego no tengo suficiente? Me da
miedo no tener suficiente, para mí y
para los míos. La inseguridad de la
vida. Hoy hay dos viudas que dan todo lo
que tienen para vivir y siguen con vida. No mueren, no se quedan sin
nada. Dios es misericordioso con el que
más da. A menudo me veo dando cosas.
Algo de mi tiempo. Algo de
mi vida. Unos cuantos talentos. Tal vez me da miedo quedarme sin nada.
Me asusta dar hasta
que me duela. Mi generosidad
no es tan grande. Soy egoísta guardando para un futuro que desconozco.
Me gustaría ser más libre. La verdadera pobreza es la de aquel que menos necesita. Hoy me lo recuerda el
profeta: «La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará». Parece imposible, pero para Dios nada lo es.
Puede hacer que mi alma no se vacíe cuando me
entregue por entero. Y que mi amor no se gaste
cuando más ame. Quiero alabar y darle gracias a ese Dios de mi vida que
siempre es fiel: «Alaba, alma mía,
al Señor. Que mantiene su fidelidad perpetuamente». Él es siempre fiel.
Aunque yo no lo sea.
5 Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan
Niehaus
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