"Llevaron al niño a
Jerusalén para presentarlo al Señor"
Texto: Lucas 2, 21-24
Meditación P. Rafael
Fernández
Al séptimo día después de su nacimiento, y conforme a la ley de
Israel, Jesús fue presentado por sus padres al Templo. Correspondía
circuncidarlo y ponerle nombre. Además, por tratarse de un primogénito, había
que presentar una ofrenda por él. La circuncisión era la marca corporal que
atestiguaba la pertenencia del varón israelita a Dios y a su pueblo. María,
como ninguna otra madre de la tierra, sabía que su Niño era propiedad de Dios.
Dios mismo lo había engendrado en su seno. Era su Hijo por derecho propio, sin
necesidad de ningún rito externo. Sin embargo, María quiere confirmar y
proclamar públicamente que Jesús es todo de Dios. Por eso se somete gozosa a
las prescripciones de la Ley. Lleva al Niño al Templo, para presentarlo ante su
Padre. Ve cómo recibe sobre su carne el sello de Dios, y le pone el nombre que
él le asignó: Jesús, es decir, "Dios salva". María se alegra de entregar
a Dios lo que de él recibió. En esa misma ocasión, el anciano profeta Simeón le
ha anunciado que Jesús será signo de contradicción, y que una espada de dolor
atravesará su alma. Sin embargo, esto no disminuye en nada la voluntad de
ofrenda total de María. Aunque vuelva a casa con la pregunta: ¿Qué hará Dios
con el Hijo de mi corazón?,
Todo lo que nosotros poseemos, pertenece también a Dios. De él
lo recibimos. El es Dueño y Señor de nuestra vida, de nuestra salud, de
nues¬tra inteligencia, de nuestros bienes. Por lo mismo, deberíamos consagrar
todo a él, ponerlo en sus manos, usarlo según su voluntad. Hay cosas que no nos
cuesta entregarle: una hora para la misa dominical, después de algún sábado en
que no trasnochamos;¬ un servicio que prestamos en una tarde desocupada; una
limosna que dimos en su nombre con el vuelto de las entradas del cine. Todos
estos actos tranquilizan nuestra con¬ciencia, haciéndonos creer que realmente
estamos entregándonos a Dios.
Pero Dios no nos pide lo que nos sobra. El quiere que, como
María, pongamos en sus manos "el hijo de nuestro corazón". Es decir,
aquello que más amamos, aquello que más quisiésemos asegurar, aquello que
sentimos la clave de nuestra felicidad. ¿Y por qué desea Dios que le
consagremos precisamente eso? ¿Para quitárnoslo? ¿Simplemente para reafirmar
sus derechos¬ soberanos y su poder a costa nuestra? Ciertamente, no. Lo hace
por amor. Primero, porque quiere nuestro corazón, el que tenemos atado a esa
cosa, a ese proyecto, a ese pololeo. Pero, principalmente, porque él está más
interesado que nosotros mismos en nuestra propia felicidad, y sabe que el "Hijo
de nuestro corazón" está más seguro en sus manos todopode¬rosas que en las
nuestras, ignorantes y débiles. Sin embargo, a menudo creemos saber mejor que Dios
lo que nos conviene.
Creemos, por ejemplo, que el modo de salvar ese pololeo que nos
interesa tanto, es teniendo relaciones que Dios prohibió. Consideramos sus
mandamientos y su poder como una amenaza para nuestra felicidad, y la queremos
salvar a espaldas suyas. Como un rosal que creyera poder dar flores más bellas
huyen¬do del sol. O como una encina que pensara poder asegurar mejor su
cr¬ecimiento independizándose del agua. El poder de Dios, como el agua y el
sol, es un poder que vivifica. Porque es un poder de amor. Por lo mismo, todo
lo humano, lo hermoso, lo bello, se asegura en la medida en que se consagra y
somete a Dios, aceptando depender de su amor que salva.
No hay otra alternativa: o colocamos las cosas que amamos en
dependencia de Dios, o nos hacemos nosotros dependientes y esclavos de ellas.
Porque nuestro corazón necesita un Absoluto, un Señor. Y éste no puede ser sino
el verdadero Dios, o los ídolos con que lo reemplacemos. Dios nos ayuda a usar
las cosas, la inteligencia, el dinero, el sexo, el poder, para crecer. Las
cosas convertidas en ídolos, son tiranos que esclavizan y matan. Los lazos con
que me a¬to yo y mis cosas a Dios, son raíces que me traen vida. Los lazos con
que me ato a las cosas a espaldas de Dios, son cadenas. Pidamos a María la
fuerza de ofrecer con ella a Dios el "hijo de nuestro corazón", para
que lo ate a él, para que nos lo cuide mejor que nosotros, para que salve por
sus caminos, que son más seguros, nuestra felicidad.
¡Que así sea!
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