"Dio a luz, lo
envolvió en pañales"
Texto: Lucas 2,1-7
Meditación del P. Rafael Fernández
Hay quienes piensan que la religión es enemiga de la vida. Para
ascender hacia Dios, así piensan, hay que pisotear todo 1o humano. El precio de
la divinización sería una paulatina deshumanización.
Esta manera de pensar se detecta en algunas corrientes espirituales,
dentro do la Iglesia. La negación de sí mismo, el amor a la cruz, el
desprendimiento de lo terrenal se ha entendido a veces de tal modo, que, por
ejemplo, una religiosa, debía prácticamente renunciar a ser mujer. Si la gracia
había de triunfar en ella, tal parecía ser el argumento, la naturaleza debía
ser sofocada.
Aún sin saber mucha teología hay 1 algo que nos dice: esto no
puede, no deber ser así. Nos repugna que el Dios Creador de la naturaleza
humana aparezca repudiando y exigiendo negar su propia obra, como requisito
para alcanzar al Dios Redentor. ¿Puede Dios contradecirse? ¿El autor de la
gracia no es también el autor de la naturaleza?
La convergencia entro lo humano y divino, mas que uso, la
necesidad mutua entre naturaleza y gracia encuentra en María una bellísima
expresión,
Su virginidad, por ejemplo, que la hace toda de Dios, reservada
para su Hijo Unico, no le impide amar a José con verdadero afecto de Esposa y,
sobre todo, no le impide ser verdadera y auténticamente Madre. El Hijo que ella
espera viene de sus entrañas, se ha alimentado de su carne y sangre, se ha
hecho notar, ¿impaciento, risueño?, con sus movimientos, ha sido interlocutor
del maravilloso coloquio con que todas las madres, en silencio o en susurro,
aguardan, pregustándolo, el milagro de una nueva vida humana.
María no ha sofocado su corazón, no ha reprimido su afecto de
Madre para limitarse a adorar al Dios presente en ella, con una escueta
deliberación mental. Su Dios se lo hace presente concretamente, humanamente; y
exige se amado con todas las fuerzas y dimensiones humanas. Sí, con el respeto
reverente de la criatura por su Dios; pero con la ternura, también, y la
efusión y el apego instintivo y total con que las Madres aman a sus hijos.
¿Será también por eso que el Evangelista Lucas no estimó
superfluo consignar, en su crónica del nacimiento de Jesús, un detalle tan
simple y doméstico, como es el que la Madre envuelva a la criatura pañales, y
le prepare, de cualquier modo, una cuna?.
Lo que María hizo por Cristo en la cuna, lo hace hoy con cada
uno de nosotros. Pío XII desarrolló en una encíclica este pensamiento: el mismo
amor materno con que la Virgen amamantó y cuidó a Jesús recién nacido, lo
prodiga a todos los miembros del Cuerpo Místico de su Hijo. Quien es madre de
la Cabeza debe ser también Madre de cada uno de los miembros. 1
María nos ama, por consiguiente, no a la manera de una excelente
funcionaria, que con impersonal eficiencia recoge y ordena las solicitudes, las
presenta ante quien corresponde, las informa favorablemente y comunica luego,
oportunamente, el resultado de la gestión. María no ha dejado de ser Madre.
María nos lleva dentro sí. María nos alimenta con su propia substancia: la
carne y la sangre de Cristo, que es su propia carne y sangre. María conserva
hoy, en el cielo, su corazón de mujer y de Madre, sólo que amplificado,
dilatado para poder contener a todos los hijos de Dios y hermanos de Cristo.
María sostiene con nosotros un coloquio íntimo, personal. María sigue y recibe
cada uno de nuestros movimientos, de nuestros sobresaltos, de nuestros júbilos.
En nosotros ella prolonga y perfecciona su inextinguible vocación de acunar la
vida.
Por eso los que aman realmente a María se caracterizan por su fe
tan vivencial. Ellos nunca se sienten solos, huérfanos, víctimas de un mundo
dejado al azar o regido por el absurdo. Y tampoco se enferman de un
intelectualismo frío, que asiente con la raz6n a la idea de Dios y se pliega
con la voluntad a la ejecución mecánica de sus mandatos. En el amor a María se
aprende a amar como está escrito en la ley: "Con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todo tu espíritu y con toda tu fuerza".
Los hombres y comunidades de Iglesia que aman a María aprenden
de ella a amar a los hombres. En su vida diaria, en su apostolado, en su
profesión, saben dirigirse a cada persona, no como a un objeto al que una ley
superior les manda, sino como a un Santuario lleno de la presencia de Dios,
depositario de un prodigio de Vida.
Y cuando encuentran al más débil e indefenso, al que tiene su
vida más amenazada y más necesitada de cuidado, entonces reconocen con instinto
certero, una presencia privilegiada de Cristo, y le consagran toda la ternura,
el desvelo y la gratuita e inagotable, misericordia con que ellos mismos han
sido amados por María.
¡Que así sea!
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