Padre Nicolás Schwizer
N° 211 - 01 de diciembre
de 2018
Confesión, sacramento de amor y alegría
Quiero invitarles a reflexionar, un momento, sobre
el sacramento de la confesión, la reconciliación.
Conocemos todos la palabra de Jesús: “Os digo que habrá más alegría en el cielo
por un pecador que se arrepiente, que
por noventa y nueve justos que no
necesitan penitencia” (Lc 15,7). Por eso, la confesión es el sacramento que
produce la mayor alegría en el cielo, porque se alegra más por un solo pecador
que se confiesa, que por 99 justos que se creen dispensados de ella. Pero, por
desgracia, no sucede lo mismo en la tierra: a pocos les gusta ir a confesarse;
pocos se alegran por ello.
En los tiempos de Cristo, las cosas eran
totalmente distintas. Recordemos como en el Evangelio el perdón terminaba,
muchas veces, en un banquete: Zaqueo, sorprendido sobre el árbol, prepara,
lleno de alegría, una fiesta. Mateo, el publicano, cierra su oficina de
tributos, invita a sus colegas y celebra un banquete. El Padre del Hijo pródigo
mata el ternero cebado para festejar así la vuelta de su hijo.
Gracias a Jesús, todas las faltas se convertían en
faltas benditas, a causa del amor con que sabía perdonarlas. Era necesario ser
Dios para perdonar de aquella manera, para que la falta cometida causara amor y
alegría.
Solo Dios sabe hacer de su perdón un recuerdo
luminoso. Se encuentra tan feliz perdonando, que los pecadores ya no se sienten
disgustados, si no alegres, comprendidos, útiles.
Jesús vino a este mundo solo para curar y salvar a
los pecadores. A ellos consagró todo su tiempo, su energía y su amor. Él mismo
nos dice: “No necesitan de médico los
sanos, sino los enfermos; no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores.”
(Mc 2,17)
Lo mismo pasa con un niño: mientras no ha estado
enfermo, ignora hasta que punto lo ama su madre. Pero cuando el niño está en
cama, su madre tiene el gozo de poder gastar, por fin, toda su reserva de amor.
Dios también es así. Cuando estamos enfermos, cuando nos sabemos y
reconocemos pecadores, entonces Dios puede mostramos su amor, su alegría de
cuidarnos y curarnos.
Cuando estamos
bien de salud, corremos tan de prisa que Dios no puede alcanzamos. Pero cuando
un día entramos en el confesionario, Dios dispone, por fin, de la ocasión
propicia para explicamos cómo nos ama.
El Padre
Kentenich, fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt, dijo muchas veces en sus últimos años de vida:
Todos tenemos dos títulos ante Dios. Uno es el de la MISERICORDIA de Dios, con
la cual podemos contar siempre.
El otro es el de
la POBREZA personal. Porque Dios no puede resistir la debilidad de sus hijos,
si la conocen y reconocen. No puede negarse cuando ve al hombre afligido por su
pobreza.
Esto es entonces
la confesión: el descubrimiento de que Dios nos ama y de que su amor puede
transformar toda nuestra existencia. Así nos revela un amor, una vida, una
alegría muy superiores a nuestros pecados, y que nos permiten prescindir de
ellos.
Es lo que Dios
nos dice cuando nos confesamos: que nos ama, que nos perdona, que se alegra de
absolvernos. Él nos dice incansablemente, que seguimos siendo sus hijos muy
amados y que, a pesar de todo, Él sigue poniendo en nosotros su complacencia y
su esperanza.
El pecado
original se hizo en el orgullo: fue rechazar a Dios, fue querer prescindir de
Él.
La redención se
cumple en la humildad: siempre tendremos que confesarnos, siempre tendremos que
volver a aprender el amor del Padre en su perdón.
Pero entonces,
poco a poco, va penetrando en nuestro corazón algo de ese amor, de ese cariño,
de esa alegría, cuando somos perdonados. Y así comenzaremos a saber cuánto nos
ama Dios, y comenzaremos a experimentar un amor nuevo con el que podremos
corresponder a su amor. En la medida de ser perdonados y amados, aprenderemos
nosotros mismos a amar.
Queridos
hermanos, que éste sea, en este tiempo de Adviento, el signo de nuestra
conversión definitiva, de nuestra preparación interior para Navidad, para la
venida de Dios en medio de nosotros.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario