Baruc 5,1-9; Filipenses 1,4-6.8-11; Lucas 3,1-6.
«Voz que clama en el desierto: Preparad el
camino del Señor, enderezad sus sendas; lo tortuoso se hará recto y las
asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios»
9 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Me
gustaría escuchar muy bien. Y grabarme muy dentro ese mensaje de amor de Dios.
No temas. Alégrate. Y la invitación a seguir sus pasos por los caminos. Donde
Él me diga. Quiero obedecer»
No es fácil hablar de libertad y menos aún dar
soluciones a los que no son libres para que lleguen a serlo. Dios me ha creado libre, lo sé. Pero luego sufro
siendo esclavo. Vivo sujeto a mis apegos. Me ato y ato a otros. Dependo y busco
que dependan de mí. Quiero ser original y acabo siendo uno más dentro de una
masa gris uniforme. Me siento incapaz de decidirme libremente por las cosas más
grandes. Me dejo llevar con facilidad, por no llevar la contraria, por agradar
a todos. Me apego desordenadamente a la vida y a las personas. Yo que pensaba
que era más libre. Sé que soy libre para decirle sí a Dios con mi vida, con mi
corazón encendido, con mis ojos abiertos. Soy libre para disponer de mi corazón
como Dios quiera. Él me ha creado libre, lo sé, para amar, para darlo todo.
Todo mi amor, todo mi tiempo. Sé que soy libre para comprometerme o rechazar el
compromiso. Libre para entregar la vida o guardármela con temor. Para decir que
sí o que no con vehemencia. Libre para darme por entero o protegerme de los
excesos. Libre para crecer o para permanecer estancado sin avanzar ni un paso.
Pero no siempre soy tan libre. Decía el P. Kentenich: «Nos enfrentamos realmente a una época que sólo produce esclavos. El
hombre actual sólo quisiera tener suficiente para comer y beber. Si lo obtiene,
está dispuesto a dar a cambio su derecho de primogenitura, su libertad
soberana. Por eso necesitamos hombres que interpreten y utilicen rectamente
este formidable regalo de la libertad. Debemos ser hombres de una visión amplia
y profunda, hombres audaces. Pero también hombres seguros de la victoria.
Porque el hombre providencialista se mueve en la realidad sobrenatural y
desposa su debilidad e impotencia personal con la omnipotencia divina»[1].
Es esa libertad soberana con mayúsculas la que pierdo fácilmente y la que
anhelo en lo profundo del corazón. Quiero ser más libre. Quiero permanecer de
pie ante la vida. Y optar por lo que mi corazón desea. Sé que el bien que elijo
me hace más hombre. Más pleno. Más libre. Más humano. Y el mal que hago me
acaba haciendo más esclavo. Quiero ser libre para poder entregarme sin miedo.
¿No dejaré de ser libre entonces cuando me comprometa? Tengo tanto miedo a estar
atado. Me da tanto miedo el compromiso. Temo que si opto por un camino perderé
los otros miles de caminos posibles que se abren ante mis ojos. Una opción
reduce mi mirada. ¿O la ensancha? Vivir continuamente entre dos aguas no me
hace realmente más pleno. Vivir caminando entre dos caminos, no me hace feliz. Vivir
sin optar, sin elegir, me acaba atando. Quiero ser libre para amar. ¿Y si no me
decido a amar nunca? Creo que soy más libre cuando opto, cuando doy un paso,
cuando amo y me comprometo. Antes, en ese instante eterno de la indecisión,
todavía no soy lo que quiero ser, no avanzo. Cuando doy el primer paso ya todo
se abre. Y mi alma se ensancha. Y el horizonte. Me gusta la palabra libertad.
Se me llena el corazón de alegría al pensar en ella. Libre de ataduras
enfermizas. Pero no todo lo que me ata me quita libertad. Cuando me vinculo
libremente no dejo de ser libre, mejor aún, soy más libre. Amando me comprometo
y soy más libre. Me hago responsable de lo que amo. Me ato sanando mi alma y la
de aquel al que amo. Esa cadena del vínculo es liberadora. Me hace volar por
encima de mis miedos. Desata mis afectos reprimidos. Y saca de mi interior lo
mejor, lo más guardado, lo más mío. Me hago más libre eligiendo. Me hago más
libre dejando volar. El que más recibe es el que nada retiene. Jorge Drexler
escribe en una canción: «Uno solo
conserva lo que no amarra». Me da
miedo perder lo que amo. Y por eso creo que reteniendo perderé menos. Me
equivoco de nuevo. Sólo dando me libero. Sólo dando libertad. El amor que no
ata es el que es más libre. No retengo. Quiero ser libre y dar libertad. Sé que
Dios quiere que sea libre. Jesús vino para eso, vino para «dar libertad a los
oprimidos». Yo quiero liberar y no
cargar pesadas cargas sobre los hombres. Quiero mostrar un camino de libertad
en el que Dios me libera. Sueño con esa libertad interior que tanto me cuesta
vivir. Tengo miedo al rechazo, a la crítica, al abandono. Tengo miedo a decir
la verdad que me hace libre. A ser yo mismo, dejando ver mi parte más mía, la
más auténtica. Libre para darme sin miedos. Me asusta no gustar, no ser amado.
Temo el rechazo, la crítica y el desprecio. Necesito ser libre y dejar que
sepan quién soy y de dónde vengo. Conozcan mi historia, mi pasado. Ese afán mío
por agradar no me hace libre. Pido a Dios que me quite lo falsos ídolos que
reinan en mi interior. Yo solo no logro
estar libre de cadenas. Perteneciéndole a Él seré más libre. Lo sé muy bien.
Tengo claro que puedo soñar con cosas grandes. Con las estrellas que me hablan de ideales que resuenan
en mi alma herida. Están fuera de mí y al mismo tiempo están muy dentro. Sé lo
que deseo y lo que no quiero. Tengo claro lo que anhela mi corazón y lo que
detesta. Sueño con estrellas que brillan en mi camino. Me levanto para ponerme
en marcha. Está ya cerca mi liberación. Sé que no quiero perder el tiempo. No
voy al mundo como un lobo, dispuesto a defenderme y atacar. Voy como una oveja.
S. Juan Crisóstomo ponía estas palabras en labios de Jesús: «No os alteréis
por el hecho de que os envío en medio de lobos. Y os mando que seáis como
ovejas. Hubiera podido enviaros de modo que no tuvierais que sufrir mal alguno
ni enfrentaros como ovejas ante lobos. Podía haberos hecho más temibles que
leones. Pero eso no era conveniente, porque así vosotros hubierais perdido
prestigio y yo la ocasión de manifestar mi poder». Quiere Jesús que yo sea
oveja en Navidad. Y no león. Ni tampoco lobo. No quiere mi poder. Le gusta mi
indefensión. Y a mí me siguen gustando las cosas grandes. Los triunfos
llamativos. Quiero ser digno de admiración, de alabanza. Una simple oveja no
llama la atención entre tantas. ¿Cómo me distinguiré del resto? Eso es lo que
busco toda mi vida. Ser distinto. Ser especial y único. Hacer algo relevante
con mi vida. No permanecer oculto. Quiero triunfar y tener éxito. Temo tanto el
fracaso. Me da tanto miedo la derrota. El lobo vence, igual que el león. La
oveja tiene miedo y hay que cuidarla para que no se pierda. No se basta por sí
misma. No tiene fuerza, ni lucha por imponerse. No se afana por grandes
ideales. Vegeta entre tantas ovejas. Sin sobresalir, sin llamar la atención,
obedeciendo. ¿Es eso lo que Jesús me pide? En mi impotencia brillará su poder.
En mi pequeñez se verá su gloria. Me impresionan las palabras de Jesús. Quiere
que yo muera para que Él venza en mí. Morir a mi orgullo, a mi vanidad, a mis
deseos de gloria que no me pertenecen. Me siento tan pequeño. Y a la vez lucho
por lo más grande. Por llegar a las cumbres. Sé que «lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es
más fuerte que los hombres». Pero no me lo acabo de creer de corazón. La
pequeñez oculta. La grandeza escondida. Y yo que sueño con cumbres y logros que
sean visibles para todo el mundo. Pienso en Belén, pienso en lo oculto. Pienso
en ovejas y en pastores escondidos en la noche. Pienso en la oscuridad que todo
lo esconde. Esa noche con solo algunas estrellas. Y me rebelo contra ese Dios
de lo oculto. Y me rebelo, porque no quiero ser oveja y me gustan más, no sé
bien por qué, los lobos. Su fuerza. Su poder. Me parece que la vida es muy
corta para desperdiciarla siendo oveja, siendo indefenso, siendo oculto, siendo
silencio. Y sueño con cosas grandes que en Belén parecen innecesarias. Allí es
todo muy pequeño, muy oculto. Me desconcierta la mirada de Dios sobre Belén. Es
como si allí la oveja fuera más importante que el lobo. Y la noche más sublime
que el día. El silencio más ruidoso que las trompetas y los gritos. Y la paloma
más digna de admiración que el águila que surca los cielos. Es la paradoja que desconcierta.
Y cubre como una sombra el brillo de la opulencia. Y Dios entonces oculta
detrás de su manto todo el poder del hombre. Dios se vuelve indefenso. ¿Para qué
me sirve su impotencia? Todo es vanidad. Deseo dejar constancia de mi valor
eterno. Ser admirado siempre, recordado cuando falte. Sé muy bien que para Dios
soy el más valioso, aunque esté oculto. Aquel al que más ama, aunque no me vean.
Pero yo deseo que me miren los ojos de los hombres y se fijen en mi poder.
Nadie mira a las ovejas, sí a los lobos. Admiran al poderoso. Elogian al que
triunfa, al que grita, al que no se calla. A mí me gusta triunfar. Para hacer
ver a los demás cuánto valgo. Para convencerme de mi valor. ¿Acaso valgo tan
poco? La vida es corta, pienso en mis adentros. ¿Qué podría hacer para cambiar
el mundo? Hay tantas cosas, tantos mundos que cambiar. Y yo me siento tan
frágil siendo oveja dentro de mi rebaño. Es todo tan fugaz. Me faltan poderes. Quisiera
aprender a ser yo oveja en el adviento. Oveja sumisa junto al pastor. No sé si será
posible cambiar algo por dentro. Soy yo quien necesita un cambio. Me detengo a
mirar la noche con sus estrellas. Miro el sol y la luna. Me asombra esa
esperanza oculta en una gruta. Tan pequeña para mis pretensiones. Yo quiero cambiarlo
todo a fuerza de decreto. Quiero imponer mi punto de vista, mi fuerza. El poder
del lobo frente a la pequeñez de la oveja. Lo visible frente a lo invisible. Mi
capacidad frente a la gracia. La luz frente a la noche. Mi sí y el sí de Dios se
esconden en la carne de un pesebre. Me pongo en camino en Adviento para hacerme
débil. Camino hacia ese Belén oculto en medio de mis días. En medio de mis
caminos que van a ninguna parte. Dejo de lado mis pretensiones de grandeza. Es
posible conquistar más poder por medio de la fuerza. Pero no hay fuerza que
baste para hacer que surja un amor eterno. Dios lo hace naciendo niño. Logra
despertar el amor del hombre. Su impotencia lo hace cercano al que no tiene
poder. Sólo mendigando amor despierta mi amor. Mi amor de oveja que necesita
ser amada. Desde la pequeñez de mi
indefensión, hace Dios conmigo cosas grandes.
Miro a María en presencia del ángel. María en medio de su vida cotidiana. En medio de su
rutina. En su hogar. Junto a la fuente. Veo al ángel que llega para perturbar
su paz. La fiesta de la Inmaculada al comienzo del adviento prepara el corazón
para vivir estos días. El sí de María se hace fuerte en mi propia vida. De
rodillas ante el ángel María se conmueve. Deja de temer al escuchar la voz del
ángel que la calma: «No temas, María, has hallado gracia ante Dios». Y María no duda y cree. Parece imposible, pero
cree. Su vida se complica de golpe. Y Ella cree. Se alegra porque el Señor está
con Ella. Nunca la dejará sola. Siempre caminará a su lado. Es lo único que
puede calmar sus miedos. Y llenar su alma de alegría. Esa mirada de María me
conmueve. ¿Ella Madre del Señor? ¿Cómo será eso si no conoce varón? Dios lo
sabe todo mejor. Ella confía. Es sólo una niña. Tiene alma de niña inocente.
Tiene la pureza de los niños. Lo ve todo con luz, con esperanza. Esa mirada me
impresiona. Decía el P. Kentenich: «¿Acaso no es imagen de la impecabilidad y de la pureza? Sin mancha de
pecado original, sin mancha de pecado alguno, sin mancha de confusión interior,
de escisión exterior, de instintos rebeldes»[2]. María no tiene pecado. No hay ruptura interior en su alma. En Ella hay una
armonía sagrada. Su cuerpo y su alma íntegros le pertenecen a Dios. Sus deseos
y sus sueños. La pureza de su intención, esa que a mí me falta. Me siento roto
por dentro. No hago el bien que quiero. Y mi mirada no es pura. Veo segundas
intenciones. Interpreto los comportamientos. Juzgo y condeno con facilidad.
Estoy roto y dividido. Pero no por ser consciente de esa realidad voy a tirar
la toalla. No dejo de luchar. María me educa en mi fragilidad para que llegue
as ser yo también como Ella un jardín sellado para Dios. Decía el P. Kentenich:
«El
primer paso consiste en la purificación de las fuerzas instintivas: de la
belleza, de la fuerza, de la entrega. También se podría educar a la juventud
tal como se doman fieras. Pero el objetivo de la educación no es domar fieras,
sino guiar interiormente al ser humano y sus instintos hacia Dios»[3]. No quiero educarme
a mí mismo como si fuera una fiera, con un látigo. Soy consciente de todo lo
que me falta por educar. Sé que María puede hacerme mirar los ideales con
alegría. Quiero mirar más alto. Quiero mirar las estrellas. Veo lo que puede
llegar a hacer Dios conmigo. No me conformo. No me acostumbro a ser como soy.
Puedo ser mucho mejor. Puedo cambiar. Miro a la Inmaculada. ¿No tuvo Ella
también miedo como yo? Sé que tengo miedo de la vida. Por eso me cuesta el
compromiso. Porque no sé si mis elecciones serán las acertadas. Tengo miedo
siempre a equivocarme. A elegir el camino incorrecto. El que no me va a hacer
feliz. María no tenía pecado. Pero tenía que buscar en su interior la luz, como
yo, para saber el camino. Ella fue meditándolo todo en su corazón. Tenía alma
de niña confiada. El P. Kentenich habla de la pureza de los niños: «Esa ingenuidad y pureza nos recuerda
espontáneamente la belleza, el esplendor y la felicidad del paraíso. ¿No es
acaso encantador encontrar un hombre verdaderamente puro, cuyo ser expande el
aroma del estar intacto? Es muy hermoso observar la naturaleza, contemplar el
bosque, asombrarse ante el cielo estrellado, admirar la majestad del mar, pero
no habrá nada más bello que un hombre entregado a Dios. Acostumbrémonos a
apreciar la belleza de la persona que pertenece plenamente a Dios. La hermosura
que admiramos es la que irradia el alma»[4]. Un alma consagrada
a Dios es bella. Tengo el deseo de pertenecer de esa forma a Dios. Para
siempre. Como un niño en sus manos. La pureza, la inocencia, que irradia un
niño es la que yo deseo vivir. Aunque tenga pecado anhelo la pureza de María
inmaculada. Algo de esa pureza se me puede pegar al alma al entregarme en sus
manos de Madre. Quiere que me eduque y cuide como a su hijo querido. Como a su
niño. Quiere sacar a la luz el niño escondido que hay en mi alma. Así podré
marcar el ambiente en el que vivo trayendo el cielo a la tierra. ¿Qué tipo de
atmósfera creo a mi alrededor? Una atmósfera de cielo es la que deseo. Una
atmósfera en la que se pueda tocar a Dios. Una atmósfera que me impulse a la
lucha por los más altos ideales. Fuera, a la puerta, dejaré todas mis bajas inclinaciones,
mis desesperanzas y miedos. La atmósfera que crea María en mi interior es la de
la apertura al querer de Dios. ¿Qué desea Dios de mí? Que dé su luz. Que
entregue su esperanza. Que regale su alegría. Que mi inocencia sea un jardín
sagrado en el que los que me vean puedan encontrarse con Dios. En el mundo en
el que vivo necesito encontrar atmósferas marianas en las que reina su paz y su
alegría. Al pertenecerle por entero a María comienzo a irradiar su luz. La
hermosura de mi vida entregada. La fascinación de mi sí confiado. Mi fiat que
cambia el mundo en el silencio de mi entrega. En lo más oculto del jardín
sagrado de mi alma. No quiero que el mundo me robe la inocencia. No deseo que
la vida que llevo oculte la luz de mi alma. No quiero que las sombras sean más
fuertes y la tristeza apague la alegría. No lo quiero. Miro a María. Si fuera
como Ella siempre. Entonces sería todo más fácil. Quiero que Ella haga de mí un
instrumento dócil en sus manos. Para eso necesito ser niño en su regazo. Si no
me dejo querer, si no soy dócil a su voluntad, Ella no podrá cambiarme por
dentro. Porque, así como Dios respetó al máximo su libertad cuando esperó en
silencio a la puerta de su alma. Así María espera callada a la puerta de mi
corazón. Quiere saber si estoy dispuesto a dejarme educar por Ella. Quiere saber si yo quiero abrir mi alma
para que Ella entre. Con sencillez me pongo en sus manos.
Juan el Bautismo irrumpe en este segundo domingo de
adviento gritando en el desierto. Todo comienza con una llamada a predicar la conversión: «Fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías,
en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo
de conversión para perdón de los pecados». Juan recibió una llamada antes de comenzar él a gritar en el desierto. Una
llamada a seguir a Dios. Una llamada a obedecer. Es la obediencia lo más
sagrado de Juan. Es el comienzo de su seguimiento. Escucha la voz. Y luego él
mismo se convierte en voz. Jesús es la palabra. Él la voz. Importa la palabra.
La voz es el instrumento. Sin la voz no llega la palabra. Sin la palabra la voz
está vacía. Juan oye la voz de Dios y se convierte él en voz que predica la
conversión. No por mucho alzar la voz consigo que me entiendan. Grito. Creo que
necesitan saber lo que tengo que decir. Pero a veces mis palabras están vacías.
Hablo desde mi herida, desde mi rencor. Me quejo lleno de amargura. Mis
palabras duelen, hieren. No dan paz. Mis gritos rompen el silencio. Son como
tambores que resuenan, pero sin fondo. Sin contenido. ¿Qué quiero decir
realmente? ¿Tiene hondura mi palabra? Me gustaría que me escucharan. Una voz en
el desierto. Hay hoy tanta soledad a mi alrededor. Tantas personas que viven con
dolor una soledad no deseada. Tantas separaciones, tantas vidas rotas. En su
silencio no hay voces. No hay ternura, ni cariño. Hace falta mucho silencio en
el alma para poder escuchar la voz de Dios, de los hombres. Hace falta paz
interior para oír la palabra entre tantas voces. Es el adviento un tiempo de
escucha. Dios me habla, me grita. Entre muchos ruidos. Comenta el P. Kentenich:
«A santa Clara cuando volvía de la meditación a reunirse con sus hermanas,
éstas solían preguntarle: - ¿Qué noticias tienes de Dios? Ellas sabían que Dios
le había hablado. Quien cultive la amistad con el Dios Trino que vive en su
alma, descubrirá ciertos contextos y comprenderá verdades que quedan ocultos a
otros. Y como fruto de esa amistad cobrará renovadas fuerzas para esforzarse.
Lamentablemente la algarabía del mundo invade tanto nuestros oídos que no nos
permite percibir la voz del amigo y su llamado a la puerta»[5]. Santa Clara era amiga de Jesús. Y en su silencio Dios le hablaba. Tal vez
me habla menos porque no cultivo su amistad. El mundo parece gritar más fuerte
que Jesús. Y yo me siento sordo para escuchar sus latidos, sus susurros, sus
silencios llenos de Palabra. En su presencia es más fácil entender lo que me
dice. Cuando vuelvo de la eucaristía o de la oración, me gustaría que alguien
me preguntara: «¿Qué noticias tienes de Dios?». Sólo puedo
hablar de lo que he oído antes. Sólo puedo anunciar lo que me han contado en un
susurro. Y yo sólo amplifico lo que no es mío. Lo que digo no quiero que sea
fruto de mi sabiduría humana. Fruto de mi erudición. Fruto de mis talentos.
¿Soy la voz de Dios? No lo sé. ¿Predico yo esa Palabra sagrada que Dios siembra
en mi corazón? Me gustaría escuchar muy bien. Y grabarme muy dentro ese mensaje
de amor de Dios. «No temas. Alégrate. Confía». Y la invitación a seguir los pasos de Jesús por los caminos. Donde Él me
diga. Quiero obedecer sus más leves susurros. Quiero acallar los ruidos que
perturban mi paz interior. Me conmueven las palabras de una persona que rezaba:
«Quiero escuchar tu voz en mi alma. Tus más leves
deseos. Déjame llevar por ti. Donde tú quieras. Déjame oír tu voz que me dice: -
Levántate». Me pongo en camino cuando oigo la voz de Dios en el
desierto de mi alma. Hoy escucho: «Levántate, Jerusalén, sube a la altura, tiende tu vista
hacia el Oriente y ve a tus hijos reunidos desde oriente a occidente, a la voz
del Santo, alegres del recuerdo de Dios». La voz de Dios que me invita a levantarme. Pienso en tantos ruidos que
tengo dentro y no me dejan oír su voz. No hago silencio. Tengo tantas
interferencias. Leía el otro día: «El verdadero silencio, el silencio exterior e interior,
la absoluta soledad de la imaginación, la memoria y la voluntad, nos sumerge en
un entorno divino. Nuestro ser pertenece a Dios. El silencio es un ascensor que
nos permite encontrar a Dios subiendo de piso en piso»[6]. ¿Qué ruidos voy a apagar en este adviento para que reine el silencio?
Pienso en los ruidos del mundo que me reclaman, exigen y perturban. ¿En qué
voces me está hablando Dios? No todos los ruidos me alejan de Dios. Hay voces
que me acercan a Él. Hay peticiones que vienen de su corazón con voz humana.
Esos gritos no los acallo. Allí está Dios. Pero hay otros ruidos que sí me
distraen y alejan. Perturban mi paz interior. El ruido de los medios que no me
dejan estar con Dios. En Adviento quiero apagar ruidos molestos. Los que
interfieren y distorsionan el mensaje de Jesús. Él viene a mí para estar
conmigo. Yo me levanto cuando oigo su
voz. Como Juan quiero ponerme en camino.
Hoy escucho la voz de Juan el
Bautista en el desierto que me grita: «Voz que clama en el
desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco
será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y
las asperezas serán caminos llanos». Oigo su voz. Una voz en el desierto de mi corazón. Una
voz que es más fuerte al hacer yo silencio. Y escucho el deseo inscrito en las
palabras de Dios. Quiere allanar mi alma, levantar los valles de mis tristezas,
limar mis asperezas, enderezar lo que está torcido, lo desviado. Quiere Jesús
abrir caminos nuevos que me ensanchen el alma, construir puentes que me unan
con los que están lejos, permitir que el agua corra por el cauce de mi alma que
está seca. Sueño con ese deseo de su voz que grita dentro de mí y lo llena
todo. Quiere que sea manso, humilde, dócil, abierto, amante, enamorado. Quiere
que me haga niño en medio de tantas cosas que me hacen responsable, rígido,
exigente y viejo. No quiero ser tan exigente conmigo mismo, con los demás. Lo
soy tan a menudo. No quiero ser tan inflexible ante el fallo de mi prójimo.
Quiero que se lime lo áspero de mi piel que me aleja de los tantos. Oigo esa
voz que quiere que deje atrás la piel de mi hombre viejo. Que me revista de ese
hombre nuevo que quiere que yo sea. Un hombre más niño, más frágil, más
bondadoso, más pequeño, más abierto. Un hombre consciente de su fragilidad,
enamorado de la vida. Así me quiere Jesús que viene a mí de nuevo en este
adviento. Viene a mi vida y vuelvo a empezar. Él allana los caminos de mi alma
por los que discurren los días. Tengo miedo al cambio, eso lo sé. Miedo a la
conversión. Decía el P. Kentenich: «La aspiración
cristiana a la santidad suele pasar por dos conversiones. La primera es
parcial, ligada a muchas reservas manifiestas u ocultas. La segunda es total y
sin las reservas de una afectividad desordenada»[7]. Siempre estoy en medio del camino. Entre una primera conversión y esa
segunda que me habla de una santidad más plena. Deseo una conversión total.
Estoy tan lejos. Tengo miedo
a dejar lo que me asegura la vida y me da tranquilidad. Me da miedo la soledad
que me angustia. Pienso en la anunciación. Y el ángel que deja sola a María.
Después de revelarle el misterio. Después de gritar en su corazón virgen. Se
va. Se aleja. Y Ella queda sola. Tengo yo miedo a quedarme solo. A convertirme
del todo hacia Dios. Tengo miedo a la pobreza que es dura y encoge mi alma.
Tengo miedo a la falta de amor que erosiona mis esperanzas y socava mis
ilusiones. Miro a Jesús en esta noche de desierto. Tiene que ver este tiempo
con esa soledad de pastores cuidando el rebaño. Con la soledad de los reyes de
oriente recorriendo el desierto. Con la soledad de José y María camino a Belén.
Es el desierto frío en exceso. Caliente en exceso. No me gustan los excesos.
Quiero pedirle a Dios que cambie lo que está torcido, desviado, atrofiado en
mí. Quiero que solucione lo que no me permite caminar sin cojera. Que acabe con
ese dolor que no me deja abrazar la vida sin incertidumbres. Deseo una
confianza ciega de niño que se pliega a los cambios con una sonrisa en el alma.
Me gustaría ser así frente a la vida que cambia. Tengo que asumir que todo
cambia. Nada permanece igual. Yo no soy el mismo a medida que pasan los años.
He cambiado. Algo permanece intacto, virgen, único, sagrado en mi interior.
Pero aún así, sigo cambiando sin pretenderlo. Evoluciono o retrocedo. Crezco o
me hago más pequeño. Espero cambiar siempre a mejor. Pero no siempre lo logro.
Las cosas cambian. Como decía Heráclito: «Ningún
hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua
serán los mismos». La vida cambia sin que yo intervenga. Me vuelvo viejo.
Pierdo facultades. No soy el mismo. Sé que si me esfuerzo puedo mejorar. Quiero la conversión de mi
corazón. La quiero ahora. Me da miedo que sea a fuego lento. Me cuesta esperar
y ser paciente. Me asombra siempre esa esperanza de los niños que resisten la
tentación de satisfacer al instante sus deseos y saben aguardar la recompensa.
Peco de impaciente conmigo, con todos. Y sé que la vida cambia. La mañana de
hoy no es la misma que la de ayer. Acepto el reto. Aunque a mí me gustan la
estabilidad y los recuerdos. La rutina y la permanencia. Lo sólido y no lo que
fluye. Lo estable y no lo que cambia. ¿Para qué hablar tanto del cambio cuando
me duele el alma sólo de pensarlo? El cambio de planes. El cambio de sueños. El
cambio de fuerzas. ¿No puedo retener en mis manos lo que ya poseo? Los cambios a
veces me fascinan. Pero luego me incomodan. La atracción por lo nuevo. El
rechazo del esfuerzo. No me gusta tener que renunciar para tocar un sueño
nuevo. Ni esforzarme por ser mejor de lo que ahora soy. Miro a Jesús que viene
a cambiar mi alma: «Quien inició en
vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús». Jesús comenzó en mí la obra buena. Él irá cambiando lo que no le pertenece.
Le pido que me ayude para
aprender lo que ignoro. Y para alcanzar
lo que no poseo. No hay nada imposible para Él.
Quiero allanar mi corazón para
que otros entren y vean la salvación. Y que la vea yo en ellos que se acercan: «Y todos verán la
salvación de Dios». Estoy
cerrado tantas veces en mis preocupaciones y desafíos. Veo la dureza de mi
corazón que se ha cerrado al amor. Quizás por miedo. Tal vez por debilidad. No
lo sé. Pero he construido barreras para marcar la distancia. Hoy escucho: «Jerusalén, quítate tu ropa de duelo y aflicción, y
vístete para siempre el esplendor de la gloria que viene de Dios». Viene la gloria de Dios. Jesús viene a mí mientras yo camino a su
encuentro. ¿Dónde me encontraré con Él este adviento? ¿En quién quiere
hablarme? Jesús quiere llegar a mí a su manera. Yo lo busco a la mía. Quiero
que se aparezca donde espero encontrarlo. Creo que vendrá a mí cuando guarde
más silencio y me retire al desierto. Puede que sea así. También puede llegar
en el bullicio. En lo cotidiano. Me quiero dejar sorprender. No me hablará en
quien me parece más sabio. Tal vez lo hará en los pequeños a los que ignoro,
con los que no quiero perder el tiempo. En aquel al que no presto atención. Hoy
me invita Jesús a crecer en el amor en el adviento: «Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga
creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento». Su venida me enseña a amar mejor. No quiero que me suceda lo que describe Cantalamessa: «El corazón indivisible es algo
bueno, siempre y cuando ame a alguien. En efecto, es mejor un corazón dividido
que ama, que un corazón indiviso que no ama a nadie. Esto sería en realidad un
egoísmo indiviso, un tener el corazón lleno, pero con el objeto más
contaminante que hay: uno mismo»[8]. No quiero vivir el adviento centrado en mí mismo. Indiviso pero seco por
dentro. Quiero abrirme y salir al encuentro del otro. Un corazón indiviso para
Dios, para los hombres. Un corazón que ama, se ata, se compromete. Un corazón
que se entrega sin miedo. Jesús viene a hablarme en aquellos que amo, con los
que comparto el camino. Me invita el adviento a ir al encuentro de quien me
necesita. De Isabel en Ein Karem. De José que tiene miedo y espera en sus
dudas. A Belén obedeciendo a Dios. Y allí encontrarme con pastores a los que no
conozco. Con Reyes de los que no sé nada. Quiero estar abierto a los mensajes
de Dios en el silencio. Y a los mensajes que me lleguen en medio de los ruidos.
Pronuncio mi sí como María. Convencido del amor de Dios. Él está conmigo. ¿Por
qué tengo miedo? Porque soy pequeño. Pero me alegro. Dios sabe lo que me
conviene, lo que llenará mi alma. Confío en su poder que me levanta cada
mañana. Eso me salva, me alegra siempre. Quiero confiar en su poder que viene a
visitarme. Como María a Isabel. El adviento es movimiento. Un ir al encuentro.
Un dejarse cambiar. Un amar en concreto. Un estar atento al que más me
necesita. Me gusta esa forma de mirar las cosas. Todos verán la gloria de Dios.
En mí, en su camino. Yo quiero ver la gloria de Dios. En este adviento donde
Dios quiera hablarme. Salgo de mi
comodidad y dejo atrás mis miedos. Confío como un niño.
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