"María en Pentecostés"
Texto: Hechos 1, 12-14 y 2, 1-14
Meditación P. Rafael Fernández
Los
Apóstoles están junto a María, la Madre de Jesús, reunidos en el
segundo piso de una casa, orando a la espera del Espíritu Santo. Hasta
ese momento, no han podido captar el sentido más profundo del mensaje de
Cristo. Dudas, vacilaciones, traiciones se deslizan entre ellos. Ahora
están huérfanos, sin la compañía Maestro que ha partido. Mucho más
grande es entonces su soledad. Temen también a los judíos y por eso se
refugian en esa sala del Cenáculo.
Pero
en medio de ellos está la Virgen María, la Madre fiel que acompañó a
Jesús durante toda su vida y hasta la entrega de cruz. Ella es el
corazón de esa pequeña comunidad, su punto de convergencia. Su oración
fuerte y confiada alienta a esos hombres débiles a seguir orando,
urgiendo la venida del Paráclito, el Consolador.
Con
su cariño y preocupación maternales aglutina a los discípulos que
representan diferentes temperamentos y caracteres, diferentes estratos
sociales y concepciones ideológicas. Un mismo espíritu los une.
Al
descender sobre ellos la fuerza del Espíritu, se transformarán en
testigos valerosos del Evangelio e irán por todo el mundo anunciando la
Buena Nueva de salvación. Así, de esa comunidad de Pentecostés, surgirá
la primera Iglesia, base y fundamento, cimiento sobre el que construirán
las generaciones futuras.
En
nuestros días, la Iglesia ha experimentado de manera palpable la
irrupción del Espíritu. Toda la renovación del Concilio Vaticano II es
el fruto de la actividad del Espíritu. Han brotado múltiples iniciativas
de vida. Movimientos, grupos, gente que busca intensamente al Señor y
su Evangelio. Todo eso no sería posible sin la influencia del Espíritu.
Pablo VI acota: "Nosotros vivimos en la Iglesia un momento privilegiado
del Espíritu. Por todas partes se trata de conocerlo mejor, tal como lo
revela la Escritura. Uno se siente feliz de estar bajo moción. Se hace
asamblea en torno a él. Quiere dejarse conducir por él". (Evangelii
Nuntiandi, 75)
Así
como María presidió silenciosamente en la mañana de Pentecostés, el
comienzo de la evangelización, así también quiere estar presente,
actuando como Madre, en la renovación actual de la Iglesia, del pueblo
de Dios y Reina de los apóstoles. Madre para unir, aglutinar e implorar
la luz y los dones del Espíritu. Todos sentimos que es difícil lograr la
unidad al interior de la Iglesia. Fuertes tensiones, afán de
utilizarla, radicalización de algunas posiciones, amenazan con dividirla
y debilitar los vínculos de unidad. Sólo la irrupción del Espíritu del
Señor puede hacernos superar las barreras. Ella quiere ayudarnos a
implorarlo para que podamos ser un solo corazón y una sola alma.
Ella,
como Reina de los apóstoles y poseída plenamente del Espíritu de su
Hijo, nos educa y envía para ser testigos del Reino, Apóstoles que
llevan la Buena Nueva con audacia y valentía. Valentía y audacia para
anunciar con la vida y luego con la palabra, los valores del Evangelio
que se contraponen a las categorías y criterios de la gran mayoría de
los hombres, ansiosos de poseer, dominar, gozar. Valores que sólo puede
suscitar el Espíritu: la verdadera alegría, el amor abnegado, la paz
interior, la solidaridad, la pureza del corazón, la fe y esperanza.
María nos estimula e impulsa a seguir adelante, a pesar de nuestras
fallas y limitaciones, de nuestra inconstancia y egoísmo, de las
dificultades de nuestro medio ambiente.
Amándola
a ella, nos hacemos dóciles a la acción del Espíritu Santo como lo fue
su vida entera y estaremos capacitados para construir un mundo nuevo.
¡Que así sea!
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