"Perseveraban en
oración unánimes con María"
Texto: Hechos 1, 12-14
Meditación P. Rafael Fernández
Cuando nos referimos a las tres personas de la Santísima
Trinidad, nos resulta relativamente fácil imaginarnos al Padre y al Hijo: sin
embargo, no sucede lo mismo en relación con el Espíritu Santo. El es descrito
en la Sagrada Escritura como el hálito de vida, el agua, el viento, el fuego.
En el bautismo de Jesús aparece en forma de paloma, símbolo del amor y de la simplicidad.
Todas estas imágenes nos quieren hacer comprensible y cercano el misterio del
Espíritu.
Existe, no obstante, otro símbolo personal que nos hace
presentir quién y cómo es el Espíritu Santo; a la mujer y, más específicamente,
María, la "Mujer vestida de sol".
Cuando tomamos contacto con la mujer nos acercamos a un misterio
de interioridad; junto a ella entendemos que la carne no es meramente carne,
que detrás de la materia y más allá de la materia, hay vida y alma y que el
mundo de lo invisible es más real que el de lo visible. La mujer nos enseña la
actitud de dependencia, de apertura, de simplicidad filial ante el Padre Dios.
Ella no se avergüenza de ser y darse como niño, como el Señor lo pidió. Ella
nos pone en contacto con la realidad del amor personal, todo en ella es
personal, y más que el hombre, "es amor" así como Dios es amor.
La mujer tiene por misión ser vínculo de amor entre el padre y
el hijo. Y ésa es nada menos que la misión del Espíritu Santo en la Trinidad de
Dios. Por eso, la mujer, y sobre todo María, es símbolo del Espíritu Santo, es
decir, de Dios que está en lo más íntimo de nuestra intimidad, haciéndonos "hijos
en el Hijo"; de Aquel que como una madre nos conforta y no nos deja
huérfanos, de ese Espíritu por el cual el amor ha sido difundido en nuestros
corazones, el Espíritu que es vida y da vida.
Quizás hemos tenido la gracia de encontrar en nuestro camino una
mujer que haya sido para nosotros un poco como el Espíritu Santo. Sin embargo,
está tan deformada la imagen de Dios en su criatura que esto no sucede tan a
menudo, así como no son muchos los padres en los cuales sus hijos pueden
contemplar el reflejo de la faz del Padre Dios. Por eso, tal vez, Dios quiso
asegurar que en alguien tuviésemos una imagen y una presencia simbólica y
sacramental del Espíritu Santo, en forma inconfundible y directa, y nos dio a
María.
Entre la Santísima Virgen y el Espíritu Santo existe una unión
singular. Cuando el ángel la saluda, la llama "llena de gracia" y con
ello ya se nos señala el misterio de su personalidad, llena de Dios, plena del
Espíritu Santo. "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra". Así como el arca de la Alianza se llenaba de la
presencia de Dios, ella también sería envuelta por la gloria de Dios. "Morada
de Dios entre los hombres", "Mujer vestida de sol", la llama el
Apocalipsis. (Apoc.12 y 21)
María, la "llena de gracia" es portadora de Cristo a
quien le ha sido dado el Espíritu sin medida (Jn 3,34). Por eso María, al
entregarnos a su Hijo, nos entrega también el Espíritu.
"Al oír Isabel el saludo de María, nos relata el evangelista
Lucas , el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y
exclamó en alta voz: Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de
tu vientre" (Lc 41 s.). Bastó el saludo de María, tan llena estaba ella
del Espíritu de Dios, para que Isabel y el niño en su seno sintiesen de
inmediato la presencia del Espíritu en ellos.
Y si nos trasladamos a la primera comunidad de los creyentes en
Jerusalén, en ella encontramos a María, que hecha un solo corazón con los
apóstoles, implora la venida del Espíritu Santo. Era necesaria su presencia
silenciosa y maternal para confortar y animar a aquel grupo de hombres que el
Señor había elegido, pero que no supieron responder a su amor, que habían sido
cobardes y lo habían abandonado en el momento crucial de su pasión. Sólo ella y
Juan, el discípulo a quien Jesús amaba, habían estado junto a la cruz del
Señor. María ahora ejercía todo su poder de imploración: "Todos ellos
perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas
mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos". (Hech 1,14)
María será siempre paras la Iglesias símbolo de apertura y
disponibilidad a la acción del Espíritu. Si ella está presente, descenderá el
Espíritu Dios, el Verbo se hará carne y surgirá la creación renovada. ¿Nos
hemos preguntado por qué nuestro mundo está tan lejos de Cristo, por qué
nuestra cultura es tan ajena a la gracia del Señor; por qué somos tan
materialistas y hay tan poca alma en las cosas? ¿No significará que María, que
la mujer, está poco presente, que el Señor no encuentra dónde descender Para
llenarnos con su vida? ¿No nos falta la receptividad, la pobreza, el silencio
de María para seducir al Espíritu Santo? Quizás, si nos abriéramos a su visita,
como Isabel, sentiríamos también nosotros su poderosa acción en nuestra alma.
Tal como los apóstoles en Pentecostés, también nosotros
quisiéramos hacernos un solo corazón con María, en la oración y la súplica.
Entonces, el Fuego de Dios nos podrá coger desde lo más hondo y transformará
nuestra miseria y cobardía, para hacer de nosotros alegres heraldos de la Buena
Nueva.
La Iglesia, más que nunca, necesita un nuevo Pentecostés, una
nueva irrupción del Espíritu Santo. Nuestra Iglesia, sometida a tantas
tensiones, debilitada en los vínculos de su unidad, desvalida ante la inmensa
tarea de ser levadura de una sociedad insensible a la Palabra y reacia al
Espíritu, esta Iglesia nuestra, necesita convertirse cada día más en una
Iglesia del Espíritu Santo. Para que esto sea posible, necesita convertirse en
una Iglesia cada día más semejante a María, su imagen perfecta e ideal acabado.
¡Que así sea!
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