"Ahí tienes a tu madre"
Texto: Jn 19, 25-27
Maditación P. Rafael Fernández
A partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia entera se ha
puesto en marcha de renovación y de rejuvenecimiento. Buscamos su auténtica
identidad, su relación al mundo y a la cultura. Queremos que sea verdaderamente
luz y sal de la tierra tal como el Señor la soñó.
El mismo Con cilio nos da una pista central que debe y puede
iluminar todos nuestros esfuerces renovadores: proclamó a María como su
prototipo genuino y como su miembro más excelso. Paulo VI, al finalizar el
Concilio, quiso dar solemnemente a María la advocación de "Madre de la
Iglesia", Con esto, los Padres con ciliares y el Papa no hacían otra cosa
sino dirigir nuestra mirada a la Gran Señal que Dios puso en el cielo y retomar
con mayor fuerza aún el testamento que Cristo proclamó desde lo alto de la
cruz: "¡Ahí tienes a tu Madre!".
¿No ha llegado la hora de tomar más en serio estas palabras del
Señor y sacar todas las consecuencias del hecho que María es prototipo ejemplar
de la Iglesia? ¿Está viva, consciente y alegremente viva, la presencia de María
en nuestra Iglesia, en nuestro propio corazón y en nuestros planes de
renovación?
Quisiéramos rejuvenecer por todos los medios a nuestra Iglesia,
darle los rasgos que Cristo quiso imprimir en su faz. Anhelamos con todas
nuestras fuerzas convertir cada día a la Iglesia en una comunidad de fe viva,
en signo e instrumento de la solidaridad fraternal entre los hombres, en una
Iglesia pobre, que escucha, que se alimenta de la Palabra y la encarna; una
Iglesia que es alma vivificante del mundo. Si queremos esto, ¿no es, entonces,
más necesario que nunca recurrir a María, recibirla, como Juan, en nuestra
casa?
No en vano nos dio Cristo a María como inicio y prototipo de su
Iglesia, como seguro de su auténtica identidad. El sabía con cuánta facilidad
podíamos de formarla y hacer de ella precisamente lo que él no había querido.
La Iglesia es la comunidad de los que creen en el Señor. "Feliz
porque has creído" es la primera bienaventuranza que se escucha en el
Evangelio y está dirigida a María. La vitalidad de la Iglesia depende de
nuestro espíritu de pobreza y simplicidad de niños para abrirnos a la acción de
Dios, con confianza llena de esperanza. ¿No es necesario, entonces, llenarnos
de la presencia de María, la sierva del Señor, la que proclamó la exaltación de
los humildes, la que dijo que se hiciera en ella la voluntad del Padre, la
colmada por la gracia del Espíritu Santo, la que fue capaz de atraerlo al seno
de la humanidad en su propio seno? La vitalidad de la Iglesia depende de
nuestra identificación con el misterio de la muerte y de la resurrección de
Cristo. ¿No tiene, entonces, la Iglesia que hacerse una con María que supo
estar de pie junto a la cruz, haciéndose una sola ofrenda con su Hijo? Ella no
edificó en base a la eficacia del poder o de la violencia, de la agudeza de la
ciencia o apoyada en la prudencia de cálculos humanos. María recorrió el camino
de Cristo, el camino de la cruz por amor –necedad y escándalo para los de este
mundo, como dice san Pablo - pero fuerza y sabiduría de Dios. Esto es
también el camino de la Iglesia, si quiere ser verdaderamente liberadora. En la
Iglesia que también debe desde ya revestirse de la resurrección de Cristo,. Tal
como resplandece en María, asunta y victoriosa por el poder del Señor.
La Iglesia quiere renovarse, despojarse del individualismo que
tanto estrago ha hecho en sus filas, deshacerse también de esa masificación que
tanto la ha debilitado hasta su misma raíz. Tiene que llegar a ser pueblo,
Familia de los hijos de Dios. Pero ¿pude haber familia allí donde no está muy
presente el amor de una madre? ¡Qué fácil nos resultaría sentirnos hermanos si
hacemos nuestro el testamento del Señor. Por algo él nos dio una madre, y una
madre de verdad. Las discusiones sobre la fraternidad, las terapias de grupo,
tantas tentativas, de suyo buenas, pero insuficientes, que una y otra vez se
aplican cifrando en ellas las esperanzas, en definitiva no nos van a conducir a
la meta. Si fuésemos más simples y no tan "doctos", si tuviésemos un
corazón de niño para reconocer y apegarnos a María con amor filial, veríamos
florecer mucho más pronto y más profundamente en el Pueblo de Dios la autentica
fraternidad y espíritu comunitario. Por algo exclama el Señor: "Yo te
alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a
los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños" (Lc 10,21)
Tenemos hoy la urgencia de encarnar una Iglesia alma del mundo,
fermento de una nueva sociedad, que no se aliene del mundo en un estéril
espiritualismo ni tampoco que se quede atrapada en un infecundo temporalismo.
Estamos llamados a vencer "el drama de nuestro tiempo como lo ha llamado
del Papa: la trágica separación entre Evangelio y cultura, entre fe y vida,
entre lo humano y lo divino.
María nos muestra ese tipo de santidad que requiere nuestro
tiempo, una santidad laical, en medio del mundo, la santidad del día de
trabajo, tal como la vivió ella, cocinando en su casa, yendo a buscar agua, al
pozo de su pueblo, ordenándole las cosas a José y a su Hijo, haciendo un favor
a su vecina. Así fue María. La más santa de todas las criaturas, fue santa
viviendo su vida cotidiana con Cristo, en Cristo y para Cristo. Supo unir vitalmente
lo normal, lo temporal, con lo sobrenatural.
La
Iglesia postconciliar quiere mirarse en ese espejo y, al mismo tiempo, ponerse,
con espíritu filial, en manos de María. Nosotros somos esa Iglesia,. Con
alegría acogemos el don que el Señor nos hace, para ser, con ella, el fermento
de una nueva humanidad. Por eso decimos: María, Madre nuestra, aquí tienes a tu
Hijo, aquí tienes a los que son tuyos y se enorgullecen de serlo. Rejuvenece
nuestra Iglesia en tu eterna juventud.
¡Que
así sea!
Oración Final del Mes de María
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