domingo, diciembre 02, 2018

I Domingo Adviento


Jeremías 33, 14-16; 1 Tesalonicenses 3, 12- 4,2; Lucas 21, 25-28. 34-36.
«Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre»
2 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Me pongo en camino. Vacío mi alma para que vaya más ligera. No tengo prisa. Quiero caminar sin pausa. El amor arde en mi interior. Le pido a Jesús que me enseñe a amar con manos abiertas»
Me dicen que tengo que ser más maduro. Que no puede ser que salga con esas inmadureces en el momento menos pensado. Que ya tengo años sobre mis espaldas y no puedo vivir como si fuera un niño. Me dicen que la vida es exigente y que cumplir años no es nunca sinónimo de madurez. Que el crecimiento es lento. Más de lo que yo pensaba. De dentro hacia fuera. Con altibajos y retrocesos. A veces me sorprendo sintiendo lo que sentía un día, siendo más joven. Y me turbo, me desconcierto. ¿No había madurado ya? Parece ser que no lo suficiente. La vida tiene eso, retrocesos que asustan. He cambiado y sigo siendo el mismo. En ese punto en el que parezco volver al origen. Cuando era más niño, más inmaduro y adolecía de tantas cosas. Pero ahora, pasados los años, ¿cómo es posible? ¿Sigo siendo el mismo inmaduro de entonces? ¿O se trata de la vida no vivida? Esa vida que sofoqué un día buscando altas cumbres. Y tapé entre sábanas queriendo olvidar mis instintos, mis tensiones, mis pasiones, mis heridas. Olvidarme de quién era para ser distinto. ¿Pero no tenía claro que sólo si me aceptaba en mi verdad podría madurar en lo más hondo? Yo me fijo en las apariencias de los otros. En los rasgos sublimados. Anhelo el cielo reflejado en la carne herida. Y me asombro de mí mismo cuando siento, cuando sufro, cuando sigo siendo el mismo. ¿No había pasado ya aquello que ahora me turba? Vuelve de nuevo. Sigo siendo el de entonces. Había soñado con ideales tan altos. Sublimes. Blancos. Había imaginado la victoria final sobre todas mis debilidades. Era un ascenso lineal hasta la cumbre. Sin caídas. Pero ahora veo que tropiezo y caigo. Retrocedo. Me veo cayendo metros abajo. Con lo bien que estaba soñando alturas. Y de nuevo la carne, y el barro. No quiero negar la fragilidad de mis luchas. La inconsistencia de mis decisiones. La vaguedad de mi anhelo profundo. Toco casi las estrellas con las manos. Y luego soy capaz de lo más sórdido, de lo más mundano. ¿Cómo pueden convivir en mí tantos extremos? Me impresiona lo blando de mi ánimo. Me levanto dispuesto a cambiar mi historia, la de muchos. Y no lo logro. No sé si es que estoy centrado demasiado en mí mismo. «Cuanto más maduros seamos tanto más tenemos que eliminar la búsqueda consciente y directa de cobijamiento y descanso. Así es, si buscamos a Dios desinteresadamente, el descanso, la felicidad y el cobijamiento surgirán espontáneamente»[1]. Dejo de pensar en mí. No soy el centro. Tendré que buscar a Dios desinteresadamente. Me parece imposible. Si siempre lo busco para tener paz. Si lo persigo para que me regale su amor misericordioso. Si lo deseo apara descansar en sus brazos y notar el latido de su corazón pegado a mis entrañas. Si lo que quiero es echar raíces en su interior para que desaparezca de mi vida esa sensación cruel de desarraigo y de abandono. La palabra resuena en mi interior. Buscarlo desinteresadamente. Yo que soy la persona más interesada que conozco. Quiero el bien para otros. Pero sé que me busco a mí mismo tan a menudo en mis actos aparentemente más altruistas. Que la apariencia no me engañe. Dios quiere que me descentre. Para que Él nazca y sea mi centro. Me dice el P. Kentenich que «el ideal es y sigue siendo la filialidad madura, depurada. Esta se abre a lo alto, a Dios, sin reservas ni condiciones; pero, hacia los lados, guarda celosamente su secreto; es fuente sellada, es jardín cerrado. Si la filialidad para con Dios mantiene una apertura sin reservas, el Espíritu Santo no sólo descenderá al alma filial por esa puerta abierta, sino que calará hasta en sus más recónditos entresijos»[2]. Estoy llamado a ser hijo. Tal vez eso es lo que más me sana por dentro. A mí que estoy tan roto y necesitado. Desinterés en mi entrega. Desinterés en mi amor generoso. Desde las raíces más hondas. Sólo así será posible. Un jardín cerrado mi alma. Abierto hacia Dios. Guardado frente a los hombres. Sólo así aprenderé a crecer. Con inmadureces. Con retrocesos. Con caídas. Pero espero que desde dentro. Desde mi verdad. Desde el lugar en el que Dios viene a hacer su morada. La cueva de pastores. La gruta escondida. Por donde voy y vengo. Quisiera tener paz. Digo que para darla. O felicidad. Para compartirla. Sigo estando yo siempre en el centro. Y no me descentro buscando a Dios desinteresadamente. ¡Cuánto me falta para crecer desde dentro! ¡Qué lejos me queda esa meta que sueño, que anhelo, que dibujo en el cielo!
No sé si la vida, o yo mismo en mi dejadez, o las circunstancias diversas, han hecho que disminuya mi capacidad para el asombro. Ya no me asombro con facilidad de lo que sucede cerca de mí. Doy por evidentes cosas que antes me sorprendían. Quizás he perdido la ingenuidad de los niños, su inocencia más pura. Vivo como si me hubiera relajado. Tal vez es que he puesto el listón de mis anhelos demasiado bajo y me conformo con cualquier cosa. Lo acepto todo, lo tolero todo. En mi vida, en la vida en de los demás. Sé que perder el asombro, la capacidad de la sorpresa, me debilita. Llego incluso a no alterarme cuando caigo, cuando fallo, cuando peco, cuando abandono. Considero hasta normal el pecado que me hace daño. Puede ser la experiencia continua de mi pequeñez la que me ha hecho más realista. He visto cómo yo mismo tropiezo y no estoy a la altura. Sabiendo que son muchos los que caen y tropiezan junto a mí. Me acostumbro a la mediocridad. Recuerdo las palabras del P. Kentenich: «¡Cuántas limitaciones tiene la Familia! ¿Cómo es mi insignificancia y pequeñez? ¿Mi punto débil? Lo que precisamos son almas heroicas, de amor ardiente, que si quieren se pierden en Dios, en una profunda contemplación. Eso sólo lo puede aquel que recorre el camino de la pequeñez. Sólo entonces Dios atrae las almas hacia arriba. Hay tiempos en la vida en el que el más efectivo alimento del amor es la pequeñez y la miseria»[3]. Sus palabras me animan. Veo mi insignificancia, mi punto débil, y sigo soñando. Me asombra no llegar más lejos. Pero no me conformo. Me doy cuenta de algo cierto. Si tuviera siempre presente mi debilidad, creo que aumentaría en mí la necesidad de contar más con Dios. Quiero mirar mi miseria y entregársela a Dios con humildad. Sólo en Él mi vida descansa. Me asombra no ser capaz de llegar más alto. Es lo que me libera. No me acostumbro al mal que hay en mí. No quiero relajarme y conformarme. Simplemente tomo mi vida en mis manos y la entrego. Acepto mi miseria, la miseria que veo y no me asombra ser débil. Conozco muy bien el corazón humano. Aumenta mi amor a Dios al verme desvalido y sin fuerzas. Como ese niño que necesita a su padre para seguir luchando. ¿Cómo se llega a las cumbres cuando todo parece tan oscuro? Si no me sube Dios a lo más alto, yo solo no puedo. Pienso en este tiempo de Adviento como una oportunidad para crecer, para cambiar de vida, para transformarme por dentro. Es el Adviento un tiempo de asombro. La desproporción entre mi pequeñez y el amor inmenso de Dios me sobrecoge. Dios ha elegido el camino más incomprensible. En lugar de hacerme a mí poderoso, que es lo que de verdad deseo, se ha hecho Él impotente. En lugar de quitarme a mí mi pecado y liberarme de todas mis esclavitudes. Se ha hecho Él mismo pecado, cargando con mis culpas. En lugar de hacerme a mí omnisciente, se ha vuelto Él ignorante y necesitado. En lugar de alejar de mí toda cruz, para poder vivir con paz y alegría en el alma, se ha subido Él al madero de la cruz. ¡Qué absurdo me parece a veces el amor! Por amor hace Dios algo innecesario en su apariencia. ¿Cómo me va a salvar un Dios que se hace niño? ¿Cómo va a destruir el mal en su impotencia? ¿Cómo va a convertir el corazón del hombre si no puede llegar a todos con su amor, porque no tiene tiempo? La impotencia de las horas lo limitan. La pobreza de la carne me desconcierta. Tal vez por la vida que llevo, en la que todo sucede tan rápido, y no hay tiempo que perder. He perdido la capacidad del asombro aun cuando adoro y contemplo a un niño indefenso en un pesebre sucio y pobre. ¿No me asombra ese Dios vestido de carne tan humana? Creo que ya no me sorprende el Adviento, ni la Navidad, ni la vida que nace sin que nadie se alegre. Hoy escucho: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame porque Tú eres mi Dios y Salvador». Quiero aprender a mirar con los ojos de ese niño tan inofensivo. Ese niño tan frágil e indefenso que puede morir antes de llegar a ser hombre. ¿Cómo se puede proteger a Dios que se hace carne débil? José y María lo acogen en sus brazos. Se sienten miserables, pequeños y limitados. ¿Cómo van a evitar ellos la muerte temprana de Dios? El hombre no tolera tanto amor derramado en la sangre. El corazón mezquino se rebela ante ese amor inmenso. Quiero entender los caminos de Dios que son inescrutables. Y quiero asombrarme de la vida preciosa que se me regala. Un Dios que se hace niño. Un pesebre tan humilde como el madero de la cruz. Un Dios impotente que no puede cambiar a todos, sanar a todos, amar a todos. Puede que al alejarme de Dios haya perdido el asombro. Cuando me acerco todo cambia. «Cuanto más avanza el hombre hacia el misterio de Dios, más se queda sin palabras. El hombre se envuelve en una fuerza de amor y enmudece de estupor y de asombro»[4]. Quiero avanzar y adentrarme en el corazón de Dios. Allí me quedo sin palabras. Tanto amor por mí. No me merezco el amor que recibo. Estupor. Sorpresa. Asombro de niño inocente. Así comienzo el Adviento. Dispuesto a reconocer su amor en mi camino. Con ojos grandes. Llenos de asombro.
Tiene este tiempo de Adviento algo de espera o tal vez mucho. Como si en medio de las dificultades del camino, en medio de las dudas, en medio de las pérdidas, brillara una luz como una estrella y me regalara algo de esperanza. El Adviento es para esperar. Pero ¿y si ya no espero nada? Me recuerda a veces esa tentación que tengo de decirle al que está triste, no estés triste. Al que llora, no llores. Al que se desanima, no te agobies. Es como pedir lo imposible en el momento más inoportuno. No puedo pedir lo que no me pueden dar justo entonces. Y yo lo pido. Alégrate, le digo, al que no puede levantar la cabeza de su angustia y de su pena. Confía al que desconfía porque lo ha perdido todo. Levántate al que ha caído y no es capaz de seguir luchando. ¿No será mejor quedarme un tiempo sentado junto al caído sin hablar? ¿O llorar un rato junto al que llora velando su duelo? ¿O sufrir en silencio con el que ha perdido toda esperanza abrazándole callado? «Un sufrimiento compartido deja de ser paralizante, es todo lo contrario»[5]. Me parece más humano, no sé si más sensato, actuar de ese modo. Me parece más de Jesús. Él mismo no quería solucionar de golpe todos los problemas. Además, era imposible. Había renunciado a su poder. Se hizo como yo. Limitado y pobre. Temporal y caduco. Y así me recuerda que ni Él mismo fue capaz de saciar toda la sed del mundo. Ni pudo curar todas las enfermedades que tocó con sus manos. No pudo o renunció a ello en medio de su pobreza. Y hoy parece que Jesús viene a mi vida para levantar mi mirada y hacerme creer en lo imposible. Aunque yo dude tantas veces de mis fuerzas y no encuentre sentido a todo lo que hago. Se hacen vivas entonces las palabras del Papa Francisco: «Aquí también existe un gran desafío para la Iglesia. La necesidad de dar una palabra de esperanza y de sentido. Es necesario partir de la convicción de que el hombre viene de Dios y que, por lo tanto, una reflexión capaz de proponer las grandes cuestiones sobre el significado de ser hombres puede encontrar un terreno fértil en las expectativas más profundas de la humanidad». El hombre tiene expectativas. Hay una diferencia entre tener esperanza y tener expectativas. Normalmente la esperanza está en relación con esos cambios que anhelo que sucedan en mi alma. Espero mejorar como persona. Espero sanarme. Espero alcanzar mis sueños. Espero realizar mis deseos. Espero realizarme. Esas esperanzas humanas descansan en una esperanza más grande que ha sembrado Dios en mi alma. Espero amar siempre. Espero ser amado siempre. Espero ser eterno y vivir para siempre. Sólo Dios puede colmar esa esperanza más profunda de mi alma. Sólo Él me puede dar un amor eterno y puede hacer que mi vida sea eterna. Sólo Él puede calmar la sed que tengo dentro. Las expectativas son más concretas. Quieren ser satisfechas de forma más inmediata. Corro el riesgo de amar con la expectativa de que el otro cambie. Puede satisfacer mi expectativa si de verdad cambia. Pero también puede defraudarme. El amor que vive de expectativas acaba defraudándose siempre. Porque la realidad no se corresponde con lo que yo espero. Amar de forma madura supone amar desde la gratuidad, no desde la expectativa. Leía el otro día: «La persona no se ve engañada por las expectativas que alimenta con respecto a los demás, y ello permite acoger a la persona también su huidizo e imprevisible misterio y encontrarse con ella en la gratuidad»[6]. Un amor lleno de esperanza en el que no haya expectativas poco realistas. Es el peligro de las expectativas, pueden ser poco realistas. Espero que me amen como yo amo. Que me lo demuestren de la misma manera. La esperanza me llena de luz. No me produce ansiedad mientras aguardo su realización. Justamente la esperanza como virtud ensancha mi corazón y amplía los horizontes de mi mirada. Las expectativas, por su parte, son más reducidas, me estrechan, me vuelven exigente. No me ensanchan el alma. Más bien pueden hacerme mezquino y demandante de cariño. Quiero que se cumplan todas las expectativas concretas que tengo. Pocas veces los demás se adaptan a mis expectativas. Algo les falta. En algo me fallan. Pero la esperanza como virtud me hace creer en el bien oculto de las personas detrás del mal que hacen. En la bondad detrás de sus gestos de furia. En la belleza en medio de la fealdad de sus obras. La esperanza no se frustra tan fácilmente porque no se deja hundir al no cumplirse las expectativas que esperaba se realizaran en un corto plazo. Por eso me gusta el Adviento. Porque me hace dejar de lado mis expectativas a veces inmaduras y enfermizas. Y me hace cambiarlas por una esperanza que me habla de imposibles. El problema de la expectativa es que depende del comportamiento de los demás que no controlo. Hay personas que viven esperando el fallo del otro en el amor. No cumple la expectativa que tienen. Un alma con más esperanzas y menos expectativas es un alma sana que no vive centrada en su egoísmo y en la satisfacción de sus deseos. Es un alma que madura a fuego lento. Que no tiene prisa en que se cumplan las promesas. Que sabe que la vida crece despacio. Y la vida verdadera es para siempre, es eterna. ¿Qué abunda más en mi alma? Quiero enumerar mis esperanzas. Las que me alegran el alma. Las que tiñen de luz mi melancolía. Y quiero también hacer mi lista de expectativas. ¿No es verdad que me crean ansiedad y reducen mi mirada? Me vuelven mezquino y crítico con la realidad que me toca vivir. Hoy le pido a Jesús que me vuelva paciente. Es tan difícil acoger la esperanza cuando sólo deseo que todo lo que quiero suceda inmediatamente.
Quisiera tener el don de saber descifrar los signos en este mundo en el que todo sucede tan de prisa. Hoy escucho: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra». Hay muchas señales en mi día. Muchos signos de esperanza y otros muchos de desesperanza. Miro alrededor. Y veo muertes, guerras, persecuciones. Hambre, pobreza, injusticia. Y yo tiemblo. ¿Dónde queda la esperanza? ¿Dónde nace el reino de Dios? ¿Quién espera que nazca Jesús? ¿Cómo interpretar todas las cosas difíciles que suceden en mi vida? ¿Cómo interpretar las voces de Dios que claman ante mí? Busco respuestas. A menudo deseo que otros me muestren el sentido de lo que sucede. Que me lo expliquen todo. Que me hagan ver lo que quiere Dios de mí. Me gustaría ser más sabio. Tener más luz en la mirada, en el alma. Me gustaría tener más respuestas y menos preguntas. Miro al cielo queriendo ver a Dios escondido. Creo que, para saber leer las señales de Dios en mi vida, tengo que estar cerca de la fuente de la que brota el agua. Más unido a Dios. Decía el P. Kentenich: «En tiempos en los que no se quiere saber nada de Dios, ¡qué hermoso es ser una persona colmada de Dios!»[7]. Para saber discernir necesito estar unido a Jesús, colmado de su amor. Es la luz que empieza en el Adviento. La primera vela da un poco de luz para discernir. Como decía el Papa Benedicto XVI: «Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser»[8]. Lo que todos piensan. El criterio que está de moda. La forma de mirar la vida. El mismo ángulo. Lo que no desentona. Ser cristiano implica un cambio de perspectiva. Salir de la mirada que tienen todos para mirar la vida con los ojos de Dios. Es un cambio radical. Comenta el Papa Francisco: «Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él»[9]. Una mirada sobre la vida que me ayude a interpretar correctamente el querer de Dios. La luz de una vela no es bastante. Pero ya es algo. Una luz en la oscuridad acaba con las tinieblas. Una tenue luz basta para rasgar el velo de la noche. A veces creo que no tengo tanta luz en mi alma. Más bien penumbra y oscuridad. Estoy ciego y no sé ver bien cómo soy. No sé lo que Dios ha puesto en mí como semilla, como esperanza. Busco a tientas una salida hacia la luz. ¿Por dónde va mi camino de Adviento? ¿Qué quiere Dios que busque y encuentre en estos días de espera? Me pongo en camino no con mucha luz. Sí con esperanza. Quiero que la luz de Dios brille en mí con fuerza. La primera vela. A mi alrededor quiero poner luz. Me gusta aclarar. Crear espacios abiertos llenos de esperanza. Me gusta que mi voz anime a los demás. Unas gotas de agua fresca en la sed del desierto. Un poco de alegría en medio de las lágrimas. No sé si siempre mis palabras lo logran. Me decido en este Adviento. Quiero dar luz, no sembrar sombras. Quiero dar alegría, no contagiar tristezas. Quiero hacer de mi camino un surco de esperanza en medio de tantos signos que quitan la ilusión. Me gusta mirar así la vida. Comienzo mi camino de Adviento hacia Belén. Quiero coger en mis manos la estrella que marca el camino. Una estrella que ilumina en medio de la noche. Quiero aspirar a lo máximo como me dice el P. Kentenich: «Siempre fue la misma idea, apuntar hacia las estrellas, el radicalismo. Y cuando en el pasado hubo flores y frutos, siempre provinieron de ese espíritu de heroísmo»[10]. Una radicalidad, una generosidad de vida que ilumine el camino para otros. Es el sentido de mi vida. El Adviento me da fuerzas para mostrar a otros la esperanza. Primero yo la siembro en mi alma. Y su presencia ilumina. Cantamos en el Adviento: «Ostende nobis, domine, misericordiam tuam et salutare tuum da nobis». Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Así comienzo el camino. «Déjame ver, Señor, con tu luz el sentido de mi vida». Se lo pido a Dios en este primer domingo. Quiero más luz y menos sombras. Más alegrías y menos tristezas. Más esperanza y menos dolor.
El primer domingo de Adviento comienza con una petición de Jesús: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre». Velar. Ese verbo siempre me inquieta. Me cuesta velar. Me cuesta estar de pie, sin dormirme. Me cuesta cuidar la vida velando en silencio, despierto, sin hacer nada. Velar. Tiene este verbo algo que trasmite paz. La madre que vela junto a su hijo que duerme. El que ama velando a su amado enfermo. No hay palabras. Sólo silencio y el corazón que vela esperando a quien ama. Tiene que ver el hecho de velar con la espera. Con la paciencia que tanto me falta. Tiene que ver con aguardar una vida mejor, más plena. Con vivir en una hondura que me falta. Velar. Sin dormirme en mi comodidad, en mi pasividad. Velar sin que nada me lleve al sueño. Aguantar con los ojos despiertos. Para que no se me escape la vida entre los dedos. Velar con el corazón impaciente, pensando que algo va a suceder, algo bueno. Me calmo esperando lo que ha de venir. ¿Por qué tengo miedo? Tal vez porque creo que no vendrá. O porque intuyo que tardará demasiado. «Ven, Señor Jesús, ven, no tardes, inúndame». Canto en estos días esperando su venida. «Maranatha». Esta expresión sólo aparece una vez en la biblia: «El que no ame al Señor Jesucristo, sea maldito. ¡Maranatha! El Señor viene» 1 Corintios, 16: 22. Una invitación al amor que vela, que espera, que aguarda. Lo que me hace velar es el amor. La hija al pie de la cama de su madre enferma. El padre cuidando a su hijo que duerme cansado. El amante velando a su amada. La vela tiene que ver con el amor. El enamorado velando a Jesús en oración. El amor tiene como semilla la espera. Aguarda paciente. No conoce la impaciencia. Vivo en una sociedad enferma, como yo mismo. Una sociedad impaciente. Me he acostumbrado a la inmediatez. Lo quiero todo ahora, ya, en este instante. Sueño con la rapidez. No hay mañana. No hay un después. Todo tiene que ser ahora que es cuando hace falta. En este instante. No quiero esperar. No quiero aguardar. A veces pienso que no merece la pena la espera. Velar, ¿para qué? Es dura la vida. Mejor que todo sea ahora o mejor que no sea nunca. Temo que nunca llegue la plenitud. Me exigen que crezca, que madure, que lo haga todo ahora mismo y bien. Me dicen que corre prisa. Y luego pierdo el tiempo en cosas sin importancia. Corro. No descanso. No me detengo. Quiero hacer cosas. Pero velar parece no merecer la pena. No hay que perder el tiempo. Ni los años de la vida. Todo pasa rápido y al final, ¿qué sentido tiene vivir sin hacer nada, sólo velando? Un mundo acelerado que no me permite el reposo, ni la espera, ni la vela. Porque el tiempo es poco. Y velar lleva tiempo de inactividad, de no hacer nada. Sólo aguardar a que pase el mal. A que venza la salud. A que se imponga la vida. Velar no es productivo. ¿Por qué velar entonces? Porque el amor sabe esperar. Aguarda y acompaña. Velar es eso. No sólo esperar algo bueno. Velar es estar con el que sufre, sin pretender sanarlo con la mera presencia. Velar es acompañar al que muere. O acompañar al que vive. Es estar en silencio con el que llora. No hacen falta palabras para velar bien. Me quedo por amor junto a quien amo. Permanezco porque mi amor es fiel y creativo. Velo junto a Jesús que viene a cambiar mi vida. Pero yo sólo aguardo su venida. En silencio. Nada cambia. Es como la oración en presente que es un velar tranquilo: «En la oración contemplativa, por el contrario, estos cambios carecen de importancia»[11]. Sin esperar grandes milagros. Sin pretender que la espera sea fecunda. Simplemente es estar junto a Jesús sin hacer nada. En silencio, callado, aguardando. Como un niño mirando a la luna. Me gusta esa espera infecunda. Es el amor que no produce nada en apariencia. Es un ejercicio maduro del amor. Una fidelidad sana que me hace más hondo. En la espera me desprendo de mis prisas, de mis miedos, de mis pretensiones. No produzco nada. No hago nada importante. Simplemente estoy ahí, amando.
En esa vela, Jesús alimenta mi entrega con una esperanza: «En aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo, y practicará el derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días estará a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro. Y así se la llamará: - Yahveh, justicia nuestra». Viene Jesús. Ya llega. Por eso el corazón se llena de ánimo y alegría: «Cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación». La vela no sólo es estar. Es un aguardar la venida de Jesús que llega para darle sentido a mis días y liberarme. Lynch afirma: «La firmeza en el desear y el actuar, por una parte, y la capacidad de esperar, por otra, constituyen una posible definición de la madurez psicológica»[12]. El Adviento está unido al deseo de cambio. Quiero vivir con más verdad, con más hondura, con más plenitud. Una persona me decía: «Creo que, si tuviera a Dios en mi vida, sería más feliz». Es cierto. La presencia de Dios en mi corazón llena de sentido mis pasos. ¿Para qué vivo? ¿Qué sentido tiene el sufrimiento? ¿Qué hay después de esta vida mortal llena de espera, cuando se rasga el velo? ¿Qué aguardo en el fondo de mi alma? Son preguntas que en Dios tienen una luz distinta. En Él la eternidad cobra su peso. Miro mi dolor en una perspectiva más amplia. Dejo mi vida plana para anhelar un cielo eterno lleno de sentido. Aprender a esperar me lleva toda una vida. Espero cambiar. Espero dejar de lado la tristeza y la nostalgia. Espero que desaparezca el rencor que me llena de rabia. Espero que mi amor sea más pleno, más generoso, más sencillo y alegre. Parece imposible todo lo que espero. Aguardo a la puerta de mi alma. Jesús va a pasar, va a venir. Me lo dicen. Lo escucho. Canto para que Jesús venga hasta mí y llene de sentido mis sinsentidos y angustias. Es lo que aguardo con impaciencia. Que cambie mi alma por dentro con su venida. Su presencia todo lo cambia.
Jesús me pide que vaya ligero en el alma. No quiere que mi corazón se vuelva pesado y duro: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improvisto sobre vosotros, como un lazo». Me pide Jesús que crezca en este Adviento en el amor: «En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros». Me quiere más ligero de todo lo que me endurece y pesa. Más libre para amar con toda el alma, con todas mis fuerzas. Me pregunto qué me pesa en el corazón. Son muchas cosas. El dolor de mis pecados. Mis apegos desordenados. Mis metas incumplidas. Mis miedos que no me dejan volar más alto. Las preocupaciones de la vida tienen mucho peso. Comienza la preparación de la Navidad. Quiero que este año sea distinta. No tantas comidas. Más cosas verdaderas. No tantos regalos insustanciales. Sí más entrega de mi vida. Menos andar de un lado para otro con prisas navideñas. Sí a una vida tranquila junto al niño en el Belén. La paciencia y la espera. La paz del alma y la calma que tanto deseo. Que venga Jesús a cambiar mis prioridades. ¿A qué le doy más importancia? Tengo el orden de mis deseos tan invertido. Y pongo delante lo que en realidad no amo. Y detrás lo que creo puede esperar, siendo lo que de verdad me importa. Me he aburguesado. Las rebajas me quitan el sueño. Compro todo, lo que no me hace falta. Lo que no es necesario para mi vida inquieta. Me detengo ante una mesa vacía. Quiero comenzar con mi belén. Una cueva. Unos pastores. El castillo de Herodes. Casas dispersas por la montaña. Una estrella que anuncia la venida. A lo lejos coloco a los reyes magos. Y luego ovejas, muchas ovejas. Y la noche estrellada. Y en la cueva un buey y una mula. Que aguardan, que velan. Como los pastores que cuidan el rebaño. Y José y María caminado hacia Belén. María embarazada. Caminan despacio. Todo es lento en mi belén. Algo estático. Pero me gusta mirar al ángel. Canta con voz callada. Y luego los pastores, que parecen más amigables de lo esperado. Y las ovejas. Y la paja que guarda el calor del niño. Como mi propia vida. Es un camino largo hasta llegar a Belén. Son algo más de tres semanas. Me quiero poner en camino. Vacío mi alma para que vaya más ligera. No tengo tanta prisa. Pero quiero caminar sin pausa. El amor arde en mi interior. Con más fuerza que antes. Es lo que le pido a Jesús. Que me enseñe a amar con manos abiertas. Con el alma rota. Sin prisas. Sin pausa. Así quiero comenzar este camino largo.


[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[3] J. Kentenich, Homilía de Navidad para las Hermanas de María, Schoenstatt, 25 de diciembre de 1940.
[4] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66
[5] H. Nouwen, El Sanador herido
[6] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[7] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[8] La infancia de Jesús, Benedicto XVI
[9] Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate
[10] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[11] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52
[12] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

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