Jeremías 33, 14-16; 1 Tesalonicenses 3, 12- 4,2; Lucas 21, 25-28. 34-36.
«Estad en vela, pues, orando en todo tiempo
para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis
estar en pie delante del Hijo del hombre»
2 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban
«Me pongo
en camino. Vacío mi alma para que vaya más ligera. No tengo prisa. Quiero
caminar sin pausa. El amor arde en mi interior. Le pido a Jesús que me enseñe a
amar con manos abiertas»
Me dicen que tengo que ser más maduro. Que no puede ser que salga con esas inmadureces en el momento menos
pensado. Que ya tengo años sobre mis espaldas y no puedo vivir como si fuera un
niño. Me dicen que la vida es exigente y que cumplir años no es nunca sinónimo
de madurez. Que el crecimiento es lento. Más de lo que yo pensaba. De dentro
hacia fuera. Con altibajos y retrocesos. A veces me sorprendo sintiendo lo que
sentía un día, siendo más joven. Y me turbo, me desconcierto. ¿No había
madurado ya? Parece ser que no lo suficiente. La vida tiene eso, retrocesos que
asustan. He cambiado y sigo siendo el mismo. En ese punto en el que parezco
volver al origen. Cuando era más niño, más inmaduro y adolecía de tantas cosas.
Pero ahora, pasados los años, ¿cómo es posible? ¿Sigo siendo el mismo inmaduro
de entonces? ¿O se trata de la vida no vivida? Esa vida que sofoqué un día buscando
altas cumbres. Y tapé entre sábanas queriendo olvidar mis instintos, mis
tensiones, mis pasiones, mis heridas. Olvidarme de quién era para ser distinto.
¿Pero no tenía claro que sólo si me aceptaba en mi verdad podría madurar en lo
más hondo? Yo me fijo en las apariencias de los otros. En los rasgos
sublimados. Anhelo el cielo reflejado en la carne herida. Y me asombro de mí
mismo cuando siento, cuando sufro, cuando sigo siendo el mismo. ¿No había
pasado ya aquello que ahora me turba? Vuelve de nuevo. Sigo siendo el de
entonces. Había soñado con ideales tan altos. Sublimes. Blancos. Había
imaginado la victoria final sobre todas mis debilidades. Era un ascenso lineal
hasta la cumbre. Sin caídas. Pero ahora veo que tropiezo y caigo. Retrocedo. Me
veo cayendo metros abajo. Con lo bien que estaba soñando alturas. Y de nuevo la
carne, y el barro. No quiero negar la fragilidad de mis luchas. La
inconsistencia de mis decisiones. La vaguedad de mi anhelo profundo. Toco casi
las estrellas con las manos. Y luego soy capaz de lo más sórdido, de lo más
mundano. ¿Cómo pueden convivir en mí tantos extremos? Me impresiona lo blando de
mi ánimo. Me levanto dispuesto a cambiar mi historia, la de muchos. Y no lo
logro. No sé si es que estoy centrado demasiado en mí mismo. «Cuanto más maduros seamos tanto más tenemos
que eliminar la búsqueda consciente y directa de cobijamiento y descanso. Así
es, si buscamos a Dios desinteresadamente, el descanso, la felicidad y el
cobijamiento surgirán espontáneamente»[1].
Dejo de pensar en mí. No soy el centro. Tendré que buscar a Dios
desinteresadamente. Me parece imposible. Si siempre lo busco para tener paz. Si
lo persigo para que me regale su amor misericordioso. Si lo deseo apara
descansar en sus brazos y notar el latido de su corazón pegado a mis entrañas.
Si lo que quiero es echar raíces en su interior para que desaparezca de mi vida
esa sensación cruel de desarraigo y de abandono. La palabra resuena en mi
interior. Buscarlo desinteresadamente. Yo que soy la persona más interesada que
conozco. Quiero el bien para otros. Pero sé que me busco a mí mismo tan a
menudo en mis actos aparentemente más altruistas. Que la apariencia no me
engañe. Dios quiere que me descentre. Para que Él nazca y sea mi centro. Me
dice el P. Kentenich que «el ideal es y
sigue siendo la filialidad madura, depurada. Esta se abre a lo alto, a Dios,
sin reservas ni condiciones; pero, hacia los lados, guarda celosamente su
secreto; es fuente sellada, es jardín cerrado. Si la filialidad para con Dios
mantiene una apertura sin reservas, el Espíritu Santo no sólo descenderá al
alma filial por esa puerta abierta, sino que calará hasta en sus más recónditos
entresijos»[2]. Estoy llamado a ser hijo. Tal vez eso es lo que más me sana por dentro. A
mí que estoy tan roto y necesitado. Desinterés en mi entrega. Desinterés en mi
amor generoso. Desde las raíces más hondas. Sólo así será posible. Un jardín
cerrado mi alma. Abierto hacia Dios. Guardado frente a los hombres. Sólo así
aprenderé a crecer. Con inmadureces. Con retrocesos. Con caídas. Pero espero
que desde dentro. Desde mi verdad. Desde el lugar en el que Dios viene a hacer
su morada. La cueva de pastores. La gruta escondida. Por donde voy y vengo.
Quisiera tener paz. Digo que para darla. O felicidad. Para compartirla. Sigo
estando yo siempre en el centro. Y no me descentro buscando a Dios
desinteresadamente. ¡Cuánto me falta para crecer desde dentro! ¡Qué lejos me queda esa meta que sueño, que
anhelo, que dibujo en el cielo!
No sé si la vida, o yo mismo en mi dejadez, o las
circunstancias diversas, han hecho que disminuya mi capacidad para el asombro. Ya no me asombro con facilidad de lo que sucede cerca de mí. Doy por
evidentes cosas que antes me sorprendían. Quizás he perdido la ingenuidad de
los niños, su inocencia más pura. Vivo como si me hubiera relajado. Tal vez es
que he puesto el listón de mis anhelos demasiado bajo y me conformo con cualquier
cosa. Lo acepto todo, lo tolero todo. En mi vida, en la vida en de los demás.
Sé que perder el asombro, la capacidad de la sorpresa, me debilita. Llego
incluso a no alterarme cuando caigo, cuando fallo, cuando peco, cuando
abandono. Considero hasta normal el pecado que me hace daño. Puede ser la
experiencia continua de mi pequeñez la que me ha hecho más realista. He visto
cómo yo mismo tropiezo y no estoy a la altura. Sabiendo que son muchos los que
caen y tropiezan junto a mí. Me acostumbro a la mediocridad. Recuerdo las
palabras del P. Kentenich: «¡Cuántas
limitaciones tiene la Familia! ¿Cómo es mi insignificancia y pequeñez? ¿Mi
punto débil? Lo que precisamos son almas heroicas, de amor ardiente, que si
quieren se pierden en Dios, en una profunda contemplación. Eso sólo lo puede
aquel que recorre el camino de la pequeñez. Sólo entonces Dios atrae las almas
hacia arriba. Hay tiempos en la vida en el que el más efectivo alimento del
amor es la pequeñez y la miseria»[3].
Sus palabras me animan. Veo mi insignificancia, mi punto débil, y sigo
soñando. Me asombra no llegar más lejos. Pero no me conformo. Me doy cuenta de
algo cierto. Si tuviera siempre presente mi debilidad, creo que aumentaría en
mí la necesidad de contar más con Dios. Quiero mirar mi miseria y entregársela
a Dios con humildad. Sólo en Él mi vida descansa. Me asombra no ser capaz de
llegar más alto. Es lo que me libera. No me acostumbro al mal que hay en mí. No
quiero relajarme y conformarme. Simplemente tomo mi vida en mis manos y la
entrego. Acepto mi miseria, la miseria que veo y no me asombra ser débil.
Conozco muy bien el corazón humano. Aumenta mi amor a Dios al verme desvalido y
sin fuerzas. Como ese niño que necesita a su padre para seguir luchando. ¿Cómo
se llega a las cumbres cuando todo parece tan oscuro? Si no me sube Dios a lo
más alto, yo solo no puedo. Pienso en este tiempo de Adviento como una
oportunidad para crecer, para cambiar de vida, para transformarme por dentro.
Es el Adviento un tiempo de asombro. La desproporción entre mi pequeñez y el
amor inmenso de Dios me sobrecoge. Dios ha elegido el camino más
incomprensible. En lugar de hacerme a mí poderoso, que es lo que de verdad
deseo, se ha hecho Él impotente. En lugar de quitarme a mí mi pecado y
liberarme de todas mis esclavitudes. Se ha hecho Él mismo pecado, cargando con
mis culpas. En lugar de hacerme a mí omnisciente, se ha vuelto Él ignorante y
necesitado. En lugar de alejar de mí toda cruz, para poder vivir con paz y
alegría en el alma, se ha subido Él al madero de la cruz. ¡Qué absurdo me
parece a veces el amor! Por amor hace Dios algo innecesario en su apariencia.
¿Cómo me va a salvar un Dios que se hace niño? ¿Cómo va a destruir el mal en su
impotencia? ¿Cómo va a convertir el corazón del hombre si no puede llegar a
todos con su amor, porque no tiene tiempo? La impotencia de las horas lo limitan.
La pobreza de la carne me desconcierta. Tal vez por la vida que llevo, en la
que todo sucede tan rápido, y no hay tiempo que perder. He perdido la capacidad
del asombro aun cuando adoro y contemplo a un niño indefenso en un pesebre
sucio y pobre. ¿No me asombra ese Dios vestido de carne tan humana? Creo que ya
no me sorprende el Adviento, ni la Navidad, ni la vida que nace sin que nadie
se alegre. Hoy escucho: «Señor, enséñame
tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame
porque Tú eres mi Dios y Salvador». Quiero aprender a mirar con los ojos de
ese niño tan inofensivo. Ese niño tan frágil e indefenso que puede morir antes
de llegar a ser hombre. ¿Cómo se puede proteger a Dios que se hace carne débil?
José y María lo acogen en sus brazos. Se sienten miserables, pequeños y
limitados. ¿Cómo van a evitar ellos la muerte temprana de Dios? El hombre no
tolera tanto amor derramado en la sangre. El corazón mezquino se rebela ante
ese amor inmenso. Quiero entender los caminos de Dios que son inescrutables. Y
quiero asombrarme de la vida preciosa que se me regala. Un Dios que se hace
niño. Un pesebre tan humilde como el madero de la cruz. Un Dios impotente que
no puede cambiar a todos, sanar a todos, amar a todos. Puede que al alejarme de
Dios haya perdido el asombro. Cuando me acerco todo cambia. «Cuanto más avanza el hombre hacia el
misterio de Dios, más se queda sin palabras. El hombre se envuelve en una
fuerza de amor y enmudece de estupor y de asombro»[4]. Quiero avanzar y adentrarme en el corazón de Dios. Allí me quedo sin
palabras. Tanto amor por mí. No me merezco el amor que recibo. Estupor.
Sorpresa. Asombro de niño inocente. Así comienzo el Adviento. Dispuesto a
reconocer su amor en mi camino. Con ojos
grandes. Llenos de asombro.
Tiene este tiempo de Adviento algo de espera o tal vez
mucho. Como si en medio de las dificultades del camino, en medio
de las dudas, en medio de las pérdidas, brillara una luz como una estrella y me
regalara algo de esperanza. El Adviento es para esperar. Pero ¿y si ya no
espero nada? Me recuerda a veces esa tentación que tengo de decirle al que está
triste, no estés triste. Al que llora, no llores. Al que se desanima, no te
agobies. Es como pedir lo imposible en el momento más inoportuno. No puedo
pedir lo que no me pueden dar justo entonces. Y yo lo pido. Alégrate, le digo,
al que no puede levantar la cabeza de su angustia y de su pena. Confía al que
desconfía porque lo ha perdido todo. Levántate al que ha caído y no es capaz de
seguir luchando. ¿No será mejor quedarme un tiempo sentado junto al caído sin
hablar? ¿O llorar un rato junto al que llora velando su duelo? ¿O sufrir en
silencio con el que ha perdido toda esperanza abrazándole callado? «Un sufrimiento compartido deja de ser
paralizante, es todo lo contrario»[5]. Me parece más humano, no sé si más sensato, actuar de ese modo. Me parece
más de Jesús. Él mismo no quería solucionar de golpe todos los problemas.
Además, era imposible. Había renunciado a su poder. Se hizo como yo. Limitado y
pobre. Temporal y caduco. Y así me recuerda que ni Él mismo fue capaz de saciar
toda la sed del mundo. Ni pudo curar todas las enfermedades que tocó con sus
manos. No pudo o renunció a ello en medio de su pobreza. Y hoy parece que Jesús
viene a mi vida para levantar mi mirada y hacerme creer en lo imposible. Aunque
yo dude tantas veces de mis fuerzas y no encuentre sentido a todo lo que hago.
Se hacen vivas entonces las palabras del Papa Francisco: «Aquí también existe un gran desafío para la Iglesia. La necesidad de
dar una palabra de esperanza y de sentido. Es necesario partir de la convicción
de que el hombre viene de Dios y que, por lo tanto, una reflexión capaz de
proponer las grandes cuestiones sobre el significado de ser hombres puede
encontrar un terreno fértil en las expectativas más profundas de la humanidad».
El hombre tiene expectativas. Hay una diferencia entre tener esperanza y tener
expectativas. Normalmente la esperanza está en relación con esos cambios que
anhelo que sucedan en mi alma. Espero mejorar como persona. Espero sanarme.
Espero alcanzar mis sueños. Espero realizar mis deseos. Espero realizarme. Esas
esperanzas humanas descansan en una esperanza más grande que ha sembrado Dios
en mi alma. Espero amar siempre. Espero ser amado siempre. Espero ser eterno y
vivir para siempre. Sólo Dios puede colmar esa esperanza más profunda de mi
alma. Sólo Él me puede dar un amor eterno y puede hacer que mi vida sea eterna.
Sólo Él puede calmar la sed que tengo dentro. Las expectativas son más
concretas. Quieren ser satisfechas de forma más inmediata. Corro el riesgo de
amar con la expectativa de que el otro cambie. Puede satisfacer mi expectativa
si de verdad cambia. Pero también puede defraudarme. El amor que vive de
expectativas acaba defraudándose siempre. Porque la realidad no se corresponde
con lo que yo espero. Amar de forma madura supone amar desde la gratuidad, no
desde la expectativa. Leía el otro día: «La
persona no se ve engañada por las expectativas que alimenta con respecto a los
demás, y ello permite acoger a la persona también su huidizo e imprevisible
misterio y encontrarse con ella en la gratuidad»[6]. Un amor lleno de esperanza en el que no haya expectativas poco realistas.
Es el peligro de las expectativas, pueden ser poco realistas. Espero que me
amen como yo amo. Que me lo demuestren de la misma manera. La esperanza me
llena de luz. No me produce ansiedad mientras aguardo su realización.
Justamente la esperanza como virtud ensancha mi corazón y amplía los horizontes
de mi mirada. Las expectativas, por su parte, son más reducidas, me estrechan,
me vuelven exigente. No me ensanchan el alma. Más bien pueden hacerme mezquino
y demandante de cariño. Quiero que se cumplan todas las expectativas concretas
que tengo. Pocas veces los demás se adaptan a mis expectativas. Algo les falta.
En algo me fallan. Pero la esperanza como virtud me hace creer en el bien
oculto de las personas detrás del mal que hacen. En la bondad detrás de sus
gestos de furia. En la belleza en medio de la fealdad de sus obras. La
esperanza no se frustra tan fácilmente porque no se deja hundir al no cumplirse
las expectativas que esperaba se realizaran en un corto plazo. Por eso me gusta
el Adviento. Porque me hace dejar de lado mis expectativas a veces inmaduras y
enfermizas. Y me hace cambiarlas por una esperanza que me habla de imposibles.
El problema de la expectativa es que depende del comportamiento de los demás
que no controlo. Hay personas que viven esperando el fallo del otro en el amor.
No cumple la expectativa que tienen. Un alma con más esperanzas y menos
expectativas es un alma sana que no vive centrada en su egoísmo y en la
satisfacción de sus deseos. Es un alma que madura a fuego lento. Que no tiene
prisa en que se cumplan las promesas. Que sabe que la vida crece despacio. Y la
vida verdadera es para siempre, es eterna. ¿Qué abunda más en mi alma? Quiero
enumerar mis esperanzas. Las que me alegran el alma. Las que tiñen de luz mi
melancolía. Y quiero también hacer mi lista de expectativas. ¿No es verdad que
me crean ansiedad y reducen mi mirada? Me vuelven mezquino y crítico con la
realidad que me toca vivir. Hoy le pido a Jesús que me vuelva paciente. Es tan difícil acoger la esperanza cuando
sólo deseo que todo lo que quiero suceda inmediatamente.
Quisiera tener el don de saber descifrar los signos en
este mundo en el que todo sucede tan de prisa. Hoy escucho: «Habrá señales en el
sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra». Hay muchas señales en
mi día. Muchos signos de esperanza y otros muchos de desesperanza. Miro
alrededor. Y veo muertes, guerras, persecuciones. Hambre, pobreza, injusticia.
Y yo tiemblo. ¿Dónde queda la esperanza? ¿Dónde nace el reino de Dios? ¿Quién
espera que nazca Jesús? ¿Cómo interpretar todas las cosas difíciles que suceden
en mi vida? ¿Cómo interpretar las voces de Dios que claman ante mí? Busco
respuestas. A menudo deseo que otros me muestren el sentido de lo que sucede.
Que me lo expliquen todo. Que me hagan ver lo que quiere Dios de mí. Me
gustaría ser más sabio. Tener más luz en la mirada, en el alma. Me gustaría
tener más respuestas y menos preguntas. Miro al cielo queriendo ver a Dios
escondido. Creo que, para saber leer las señales de Dios en mi vida, tengo que
estar cerca de la fuente de la que brota el agua. Más unido a Dios. Decía el P.
Kentenich: «En tiempos en los que no se
quiere saber nada de Dios, ¡qué hermoso es ser una persona colmada de Dios!»[7]. Para saber discernir necesito estar unido a Jesús, colmado de su amor. Es
la luz que empieza en el Adviento. La primera vela da un poco de luz para
discernir. Como decía el Papa Benedicto XVI: «Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos
piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la
verdad sobre nuestro ser»[8]. Lo que todos piensan. El criterio que está de moda. La forma de mirar la
vida. El mismo ángulo. Lo que no desentona. Ser cristiano implica un cambio de
perspectiva. Salir de la mirada que tienen todos para mirar la vida con los
ojos de Dios. Es un cambio radical. Comenta el Papa Francisco: «Lo que interesa es que cada creyente
discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan
personal que Dios ha puesto en él»[9]. Una mirada sobre la vida que me ayude a interpretar correctamente el querer
de Dios. La luz de una vela no es bastante. Pero ya es algo. Una luz en la
oscuridad acaba con las tinieblas. Una tenue luz basta para rasgar el velo de
la noche. A veces creo que no tengo tanta luz en mi alma. Más bien penumbra y
oscuridad. Estoy ciego y no sé ver bien cómo soy. No sé lo que Dios ha puesto
en mí como semilla, como esperanza. Busco a tientas una salida hacia la luz.
¿Por dónde va mi camino de Adviento? ¿Qué quiere Dios que busque y encuentre en
estos días de espera? Me pongo en camino no con mucha luz. Sí con esperanza.
Quiero que la luz de Dios brille en mí con fuerza. La primera vela. A mi
alrededor quiero poner luz. Me gusta aclarar. Crear espacios abiertos llenos de
esperanza. Me gusta que mi voz anime a los demás. Unas gotas de agua fresca en
la sed del desierto. Un poco de alegría en medio de las lágrimas. No sé si
siempre mis palabras lo logran. Me decido en este Adviento. Quiero dar luz, no
sembrar sombras. Quiero dar alegría, no contagiar tristezas. Quiero hacer de mi
camino un surco de esperanza en medio de tantos signos que quitan la ilusión.
Me gusta mirar así la vida. Comienzo mi camino de Adviento hacia Belén. Quiero
coger en mis manos la estrella que marca el camino. Una estrella que ilumina en
medio de la noche. Quiero aspirar a lo máximo como me dice el P. Kentenich: «Siempre fue la misma idea, apuntar hacia
las estrellas, el radicalismo. Y cuando en el pasado hubo flores y frutos,
siempre provinieron de ese espíritu de heroísmo»[10]. Una radicalidad, una generosidad de vida que ilumine el camino para otros.
Es el sentido de mi vida. El Adviento me da fuerzas para mostrar a otros la
esperanza. Primero yo la siembro en mi alma. Y su presencia ilumina. Cantamos en
el Adviento: «Ostende nobis, domine,
misericordiam tuam et salutare tuum da nobis». Muéstranos, Señor, tu
misericordia y danos tu salvación. Así comienzo el camino. «Déjame ver, Señor, con tu luz el sentido de mi vida». Se lo pido a
Dios en este primer domingo. Quiero más luz y menos sombras. Más alegrías y menos tristezas. Más
esperanza y menos dolor.
El primer domingo de Adviento comienza con una petición
de Jesús: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis
a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del
hombre». Velar. Ese verbo siempre me inquieta. Me cuesta velar.
Me cuesta estar de pie, sin dormirme. Me cuesta cuidar la vida velando en
silencio, despierto, sin hacer nada. Velar. Tiene este verbo algo que trasmite
paz. La madre que vela junto a su hijo que duerme. El que ama velando a su
amado enfermo. No hay palabras. Sólo silencio y el corazón que vela esperando a
quien ama. Tiene que ver el hecho de velar con la espera. Con la paciencia que
tanto me falta. Tiene que ver con aguardar una vida mejor, más plena. Con vivir
en una hondura que me falta. Velar. Sin dormirme en mi comodidad, en mi
pasividad. Velar sin que nada me lleve al sueño. Aguantar con los ojos
despiertos. Para que no se me escape la vida entre los dedos. Velar con el
corazón impaciente, pensando que algo va a suceder, algo bueno. Me calmo
esperando lo que ha de venir. ¿Por qué tengo miedo? Tal vez porque creo que no
vendrá. O porque intuyo que tardará demasiado. «Ven, Señor Jesús, ven, no tardes, inúndame». Canto en estos días
esperando su venida. «Maranatha». Esta
expresión sólo aparece una vez en la biblia: «El que no ame al Señor Jesucristo, sea maldito. ¡Maranatha! El Señor
viene» 1 Corintios, 16: 22. Una invitación al amor que vela, que espera, que aguarda. Lo que me hace
velar es el amor. La hija al pie de la cama de su madre enferma. El padre
cuidando a su hijo que duerme cansado. El amante velando a su amada. La vela
tiene que ver con el amor. El enamorado velando a Jesús en oración. El amor
tiene como semilla la espera. Aguarda paciente. No conoce la impaciencia. Vivo
en una sociedad enferma, como yo mismo. Una sociedad impaciente. Me he
acostumbrado a la inmediatez. Lo quiero todo ahora, ya, en este instante. Sueño
con la rapidez. No hay mañana. No hay un después. Todo tiene que ser ahora que
es cuando hace falta. En este instante. No quiero esperar. No quiero aguardar. A
veces pienso que no merece la pena la espera. Velar, ¿para qué? Es dura la
vida. Mejor que todo sea ahora o mejor que no sea nunca. Temo que nunca llegue
la plenitud. Me exigen que crezca, que madure, que lo haga todo ahora mismo y
bien. Me dicen que corre prisa. Y luego pierdo el tiempo en cosas sin
importancia. Corro. No descanso. No me detengo. Quiero hacer cosas. Pero velar
parece no merecer la pena. No hay que perder el tiempo. Ni los años de la vida.
Todo pasa rápido y al final, ¿qué sentido tiene vivir sin hacer nada, sólo
velando? Un mundo acelerado que no me permite el reposo, ni la espera, ni la
vela. Porque el tiempo es poco. Y velar lleva tiempo de inactividad, de no
hacer nada. Sólo aguardar a que pase el mal. A que venza la salud. A que se
imponga la vida. Velar no es productivo. ¿Por qué velar entonces? Porque el
amor sabe esperar. Aguarda y acompaña. Velar es eso. No sólo esperar algo
bueno. Velar es estar con el que sufre, sin pretender sanarlo con la mera
presencia. Velar es acompañar al que muere. O acompañar al que vive. Es estar
en silencio con el que llora. No hacen falta palabras para velar bien. Me quedo
por amor junto a quien amo. Permanezco porque mi amor es fiel y creativo. Velo
junto a Jesús que viene a cambiar mi vida. Pero yo sólo aguardo su venida. En
silencio. Nada cambia. Es como la oración en presente que es un velar
tranquilo: «En la oración contemplativa,
por el contrario, estos cambios carecen de importancia»[11]. Sin esperar grandes milagros. Sin pretender que la espera sea fecunda.
Simplemente es estar junto a Jesús sin hacer nada. En silencio, callado,
aguardando. Como un niño mirando a la luna. Me gusta esa espera infecunda. Es
el amor que no produce nada en apariencia. Es un ejercicio maduro del amor. Una
fidelidad sana que me hace más hondo. En la espera me desprendo de mis prisas,
de mis miedos, de mis pretensiones. No
produzco nada. No hago nada importante. Simplemente estoy ahí, amando.
En esa vela, Jesús alimenta mi entrega con una esperanza: «En aquellos días y
en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo, y practicará el
derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días estará a salvo Judá, y
Jerusalén vivirá en seguro. Y así se la llamará: - Yahveh, justicia nuestra». Viene Jesús. Ya llega. Por eso el corazón se llena de ánimo y alegría: «Cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se
acerca vuestra liberación». La vela no sólo es estar. Es un aguardar la
venida de Jesús que llega para darle sentido a mis días y liberarme. Lynch
afirma: «La firmeza en el desear y el
actuar, por una parte, y la capacidad de esperar, por otra, constituyen una
posible definición de la madurez psicológica»[12]. El Adviento está unido al deseo de cambio. Quiero vivir con más verdad, con
más hondura, con más plenitud. Una persona me decía: «Creo que, si tuviera a Dios en mi vida, sería más feliz». Es
cierto. La presencia de Dios en mi corazón llena de sentido mis pasos. ¿Para
qué vivo? ¿Qué sentido tiene el sufrimiento? ¿Qué hay después de esta vida
mortal llena de espera, cuando se rasga el velo? ¿Qué aguardo en el fondo de mi
alma? Son preguntas que en Dios tienen una luz distinta. En Él la eternidad
cobra su peso. Miro mi dolor en una perspectiva más amplia. Dejo mi vida plana
para anhelar un cielo eterno lleno de sentido. Aprender a esperar me lleva toda
una vida. Espero cambiar. Espero dejar de lado la tristeza y la nostalgia.
Espero que desaparezca el rencor que me llena de rabia. Espero que mi amor sea
más pleno, más generoso, más sencillo y alegre. Parece imposible todo lo que
espero. Aguardo a la puerta de mi alma. Jesús va a pasar, va a venir. Me lo
dicen. Lo escucho. Canto para que Jesús venga hasta mí y llene de sentido mis
sinsentidos y angustias. Es lo que aguardo con impaciencia. Que cambie mi alma por dentro con su
venida. Su presencia todo lo cambia.
Jesús me pide que vaya ligero en el alma. No quiere que mi corazón se vuelva pesado y duro: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el
libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga
aquel Día de improvisto sobre vosotros, como un lazo». Me pide Jesús que
crezca en este Adviento en el amor: «En cuanto a vosotros, que el Señor os haga
progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con
todos, como es nuestro amor para con vosotros». Me quiere más ligero de
todo lo que me endurece y pesa. Más libre para amar con toda el alma, con todas
mis fuerzas. Me pregunto qué me pesa en el corazón. Son muchas cosas. El dolor
de mis pecados. Mis apegos desordenados. Mis metas incumplidas. Mis miedos que
no me dejan volar más alto. Las preocupaciones de la vida tienen mucho peso.
Comienza la preparación de la Navidad. Quiero que este año sea distinta. No
tantas comidas. Más cosas verdaderas. No tantos regalos insustanciales. Sí más
entrega de mi vida. Menos andar de un lado para otro con prisas navideñas. Sí a
una vida tranquila junto al niño en el Belén. La paciencia y la espera. La paz
del alma y la calma que tanto deseo. Que venga Jesús a cambiar mis prioridades.
¿A qué le doy más importancia? Tengo el orden de mis deseos tan invertido. Y
pongo delante lo que en realidad no amo. Y detrás lo que creo puede esperar,
siendo lo que de verdad me importa. Me he aburguesado. Las rebajas me quitan el
sueño. Compro todo, lo que no me hace falta. Lo que no es necesario para mi
vida inquieta. Me detengo ante una mesa vacía. Quiero comenzar con mi belén.
Una cueva. Unos pastores. El castillo de Herodes. Casas dispersas por la
montaña. Una estrella que anuncia la venida. A lo lejos coloco a los reyes
magos. Y luego ovejas, muchas ovejas. Y la noche estrellada. Y en la cueva un
buey y una mula. Que aguardan, que velan. Como los pastores que cuidan el
rebaño. Y José y María caminado hacia Belén. María embarazada. Caminan
despacio. Todo es lento en mi belén. Algo estático. Pero me gusta mirar al
ángel. Canta con voz callada. Y luego los pastores, que parecen más amigables
de lo esperado. Y las ovejas. Y la paja que guarda el calor del niño. Como mi
propia vida. Es un camino largo hasta llegar a Belén. Son algo más de tres
semanas. Me quiero poner en camino. Vacío mi alma para que vaya más ligera. No
tengo tanta prisa. Pero quiero caminar sin pausa. El amor arde en mi interior. Con
más fuerza que antes. Es lo que le pido a Jesús. Que me enseñe a amar con manos
abiertas. Con el alma rota. Sin prisas.
Sin pausa. Así quiero comenzar este camino largo.
[3] J. Kentenich, Homilía de Navidad para las Hermanas de María,
Schoenstatt, 25 de diciembre de 1940.
[6] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que
nace de la debilidad
[8] La infancia de Jesús,
Benedicto XVI
[12] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que
nace de la debilidad
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