Nochebuena
y Navidad
Lucas 2, 1-14
«No
temáis, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha
nacido un salvador en la ciudad de David, el Mesías, el Señor»
24-25 Diciembre 2016 P. Carlos Padilla Esteban
«Miro la paz de
esta noche. Y abro mi alma vacía. La vida se juega en mi sí sencillo delante de
un establo. En mi fidelidad ante una vida ordinaria en la que no hay milagros.
Y toco su carne débil»
Me detengo ante el Belén. Me
arrodillo ante María y José. En silencio. No sé bien por qué la tradición los
presenta uno tan lejos del otro esta noche. Y el niño en medio. Solo, algo
lejos. Creo más bien que José sostendría a María por la espalda en esa noche.
El niño en sus brazos, durmiendo. O María recostada. Y José velando a su lado.
Mientras Ella duerme con el Niño, él velando. Y meditando en su corazón tantas
cosas de esos días. Cosas que no comprendía del todo. Las prisas de esos meses
de viajes. Los ruidos de un tiempo inquieto. El ángel hablando en sueños. Y la
paz del alma. Ya estaba allí ahora, en Belén. María en sus brazos y Dios
dormido en su carne de niño. Se acabaron las dudas. O comenzaron de nuevo al no
ver nada extraordinario en ese hijo de Dios. El silencio del mundo en esa noche
honda. ¿Dónde está la alegría de la promesa? ¿Dónde se hace carne la Buena
Nueva? José sosteniendo a María cansada. Una noche de luz en las sombras. Los
tres solos. Tanta vida en la oscuridad. Miro a José velando, custodiando el
sueño de María. Miro a María tranquila, ya con paz, segura, protegida. Con ese
niño en sus brazos, en la palma de su mano. Como Ella que a su vez descansaba
en las palmas de las manos de Dios. ¿Hay que seguir temiendo?
¿Dónde está la alegría? El
corazón se calma. Ya no temo. Callo al mirar este Belén en esta noche. Me
gustan los silencios de hoy. El abrazo callado de José y María. Los ojos
cerrados de un niño que es Dios. La paz cansina de un largo camino hasta Belén.
La búsqueda inquieta de una posada. Esa misma inquietud que me lacera el alma
cuando busco posadas por la vida. Lugares en los que poder vivir y crecer. Como
un mendigo de paz y sosiego. Un mendigo de un amor eterno. Quiero detenerme hoy
ante Jesús recién nacido. Sólo mira o duerme. Calla o llora. Y es el Salvador.
El que es eterno sujeto al rigor del tiempo. El que va a cambiar mi vida
incapaz de sobrevivir solo esta noche. Lo miro tan desvalido que me siento
incómodo. ¿Dónde está la alegría que sólo me da un Dios todopoderoso? Dios
desvalido. Yo mismo desvalido. Pienso en las palabras del P. Kentenich: «La misericordia de su parte, presupone el
desvalimiento por mi parte. ¿Quién de nosotros no tendría que decir: estoy
desvalido? Sea por un achaque físico. Por este dolor aquí, o esa afección allí,
y no sé cuántos quebrantos más. A ello se agrega el desvalimiento a nivel
espiritual. Porque nosotros no sólo queremos portarnos bien y ser buenos, sino
que debemos ser santos. De la mano de María no sólo queremos ir hacia Jesús,
sino también hacia el Padre. Todos queremos ser hijos del Padre. Y qué grande
es el peligro de que el mundo nos arrastre con su vorágine. Los ojos de una
madre están siempre dirigidos hacia nosotros. La Madre nos atrae hacia sí
mediante sus ojos atentos, bondadosos, maternales»1. Miro a María que sí me mira y me atrae hacia el
Belén en mi desvalimiento. Me siento pequeño esta noche inmensa abandonado en
sus manos abiertas. María me mira, me espera. Con el niño en sus brazos. Esta
noche tan esperada, tan ignorada. Los ojos del mundo no se han detenido ante un
par de personas camino a Belén. No han llegado a buscar un niño nacido entre
pajas. Yo lo he esperado. Lo espero cada año. Cada Navidad, cada día, siempre
de nuevo. Porque me siento desvalido sin la cercanía de ese Dios indefenso. Con
el desvalimiento de los pobres. Paradojas. Ante Dios siento ese desvalimiento
tan humano. Siento que la vida pasa demasiado rápido entre mis dedos y yo la
dejo pasar ante mí, inválido, desvalido, demasiado quieto,
1 J.
Kentenich, Conferencia a las familias, Lunes
por la tarde, 1956
incapaz de
cambiar nada. Quiero mirar el Belén esta noche. Y decir en voz alta mis
dolores, mis quejas, mis miedos, mis desvalimientos. Hay demasiado silencio en
Belén. El alma inquieta. ¿Dónde está la alegría? José y María están esperando
mis palabras. Callan para acogerme. Me detengo ante el Belén. Un simple
establo. Miro a José que está pensando mientras sostiene a María en sus brazos.
Miro a José que a su vez mira a los ojos de María. Miro a José que acaricia
torpemente a un niño pequeño que no hace milagros. Miro a María que duerme
abrazada a Jesús. Miro a María contenida en José. Cansada. Callada. Feliz. Miro
a María que me mira con misericordia al ver mi impotencia. Y sonríe con ojos
llenos de paz. Y me dice muy quedo: «Por
fin has venido». La miro y de pronto una paz invisible invade mi alma.
Penetra mis resistencias a estar en paz. Supera mis miedos que no me dejan
abandonarme en sus manos. Yo queriendo retener mi voluntad como una bandera
firme contra el viento. Noto la ausencia de esa felicidad que sueño. ¿Dónde
está la alegría en esta noche? Quiero mirar el Belén muy despacio. Detenerme en
tantas figuras. ¿Qué pensamientos turban hoy mi alma? Me miro muy dentro. Miro
a Jesús. En su impotencia me desarma. Parece defenderme sin decir palabras. Yo
soy el que busca su protección y pretendo protegerlo. No sé bien qué espero de
esta noche. Ser protegido y no tener yo que proteger a otros. Descansar yo en
sus brazos, con paz en el alma, y no tener que dar yo descanso a tantos. Me
rebelo contra la impotencia de un Dios desconocido. Me rebelo contra la
impotencia que veo. Contra la misma impotencia que yo cargo.
Miro la paz
de esta noche. Y abro mi alma vacía. Porque sé que la vida se juega en mi sí
sencillo, en mis rodillas clavadas delante de un establo. En mi fidelidad
heroica ante una vida tan ordinaria en el que no destacan los milagros. Y toco
su carne débil con mis frágiles dedos. Y toco su paz callada con mi alma llena
de ruidos. Y sueño despacio con el cielo que se abre en esas manos blandas. Y
espero una eternidad sostenida del hilo de ese latido tan humano, tan frágil.
Tan de Dios. El milagro escondido bajo las estrellas que me anuncian una
alegría verdadera. Quiero acariciar la alegría de Dios en esta noche. Quiero
llenarme de una paz bendita. Quiero ser
yo Belén en el silencio de mi entrega. Caminando despacio. Algo cansado.
Creo que la Navidad tiene mucho que ver con la
reconciliación. Con reconciliarme con mi vida, con
mis pasos, con mis heridas. Reconciliar lo que no está conciliado. Reconciliar
lo que se ha roto, lo que está muerto, lo que está mal unido. Y me pregunto
cuántas cosas en mi vida parecen irreconciliables. Amistades rotas. Vínculos
familiares llenos de heridas, de perdones no dados, de rencores guardados. No
estoy reconciliado cuando vivo en rebeldía con la vida que arrastro. Incapaz de
cambiar mis noes en síes, mi cobardía en audacia. Y pienso que Jesús nace para
que me reconcilie con mi vida tal y como es, con las personas que amo y abrazo
tal y como son. Con mi trabajo como es. Con mi ritmo de vida tal y como se
desarrolla. Sí, me reconcilio mirando a Jesús. Doy mi sí. Y pienso cómo quiero
vivir estos días navideños. Cómo quiero regalarme en este tiempo sagrado que
discurre ante mis ojos. A una velocidad que supera el calendario entre mis
manos. Todo demasiado rápido, demasiado fugaz. No me da tiempo a pararme. Tal
vez porque en mi agenda no lo he guardado. Y no me queda ese tiempo para darle
a Dios. Y me olvido. No guardo ese tiempo que tengo para dárselo a los hombres.
Quiero aprender a regalar mi vida de forma sencilla. Como lo hace Jesús.
Reconciliarme con los que tengo lejos. Reconciliarme con mi vida para poder dar
lo mejor de mí. Mi alma en paz. Mi alma en calma. Reconciliada. Pienso en las
personas a las que más quiero. Les pongo nombre. Las nombro. Y me pregunto qué
voy a regalarles estos días. Las quiero. Las protejo. Como José a María. Las
guardo en mis entrañas. Pero a veces las descuido. El otro día vi un video en
el que le preguntaban a unos jóvenes qué iban a regalar esta Navidad a las
personas que más querían. Iban pensando en posibles regalos para sus seres
queridos. Les preguntan incluso qué les darían si les tocara la lotería. Ellos
piensan en regalos maravillosos. Imposibles. Hasta que llegan a la última
pregunta: «Y si fuera su última Navidad,
¿qué le regalarías?». La voz se rompe. La mirada se nubla. Uno nunca piensa
en la última navidad de un ser querido. No existe. Siempre queda otra.
Una nueva
oportunidad. No me imagino nunca el último momento de alguien querido. No
existe ese último día marcado en mi calendario. Siempre me queda una Navidad
más. Una nueva oportunidad para hacerlo todo mejor. Espero a escribir unas
palabras. Mejor el año que viene.
Aguardo a
escribir palabras a alguien a quien quiero. Y tal vez dejo pasar el tiempo. Y
cuando las escribo tal vez ya no está a mi lado. O no puede entenderlas. Da
miedo pensar en esa última
Navidad. La
última foto. La última cena. Si lo pienso, lo aparto con rapidez de la mirada.
Para no perder la paz ni por un solo momento. Pero claro, me lo preguntan de
nuevo. ¿Y si fuera la última Navidad? Entonces todo cambia. Ahí comprendo que
lo más importante que puedo regalar es mi vida. A las personas a las que más
quiero. Es mi tiempo sagrado. Ese mismo tiempo que a veces pierdo de forma
inútil. Me desgasto en mi tiempo sin hacer nada importante, sin amar con toda
el alma, sin decir cosas sagradas. Callo. Espero. Mejor otro día. Se escapa el
tiempo. Regalo cosas, pero no me entrego. Pienso en dar regalos para cumplir el
expediente, para salir del paso. Pero no pienso en lo que al otro le hace feliz
de verdad. No pienso en su vida, en lo importante de su vida. Y me quedo en lo
superficial, en lo anecdótico. Quiero vivir cada Navidad como si fuera la
última.
Dándole
importancia a lo importante. Por eso quiero cuidar a los que están cerca y a
los más alejados. Reconciliarme con los que he roto mi cariño o me he alejado
por la distancia. Reconciliar, volver a conciliar. Volver a cuidar una relación
rota, herida, fría. Decía el Papa Francisco: «Hacer que tus manos, mis manos, nuestras manos se transformen en
signos de reconciliación, de comunión, de creación». Nuevas relaciones
creadas con mis manos. Reconciliadas en las manos de un niño entre mis propias
manos. Volver a traer la paz y la armonía al seno de mi familia. Traer luz con
mi canto allí donde los vínculos se han debilitado. Donde cuesta compartir una
cena, aunque esa cena sea la cena de Navidad. Y los protocolos hacen que el
frío de mi cariño se mantenga un año más. Todo políticamente correcto. Frío.
Tenso. Camino sin hacer mucho ruido. Por educación. Pero sin amor.
¿Quiénes son esas personas realmente importantes en
mi vida a las que quiero cuidar estos días?
¿Cómo están esas relaciones heridas con el
paso del tiempo? ¿Qué puedo regalar este año? Me pongo en su piel, en sus
zapatos. Me pongo en su corazón. ¿Qué deseo? ¿Qué desean? A veces me sobran
cosas. Y me falta lo más importante. Me falta amor. Calor. Paz. Alegría. Me
falta recibir más amor. Dar más amor. Decía la sicóloga Carmen Serrat: «No te enredes en medir y calcular lo que el
otro te da. Si lo haces, sólo encontrarás frustración. Hacerle feliz debe ser
tu mejor propósito. Haciéndole feliz, sin olvidarte de ti mismo, encontrarás
parte de tu felicidad». Quizás lo que me falta de verdad sea dar más amor.
Pensar más en los demás que en mí mismo. Vivir más descentrado. Dar la vida,
dar mi tiempo, dar mi amor profundo. Darme a mí mismo en lugar de dar nada más
que cosas. No pensar en lo que voy a recibir. Pensar mejor en lo que quiero
regalar. Ser veraz en mis vínculos, auténtico.
Cuando me entrego, hacerlo con sinceridad,
sin fingimientos, sin protocolos. Sin impostar la voz, sin pretender ser quien
no soy. Sin disfrazarme de héroe, de amigo, de hermano. Sin presumir de mis
logros. Sin colgarme medallas ni engreírme en mis títulos. Sí. Esto es Navidad.
Mi piel desnuda ante la piel desnuda de un recién nacido. Vacío de logros.
Vacío de méritos. Necesitado del calor de un niño. De María. De José. Quiero reconciliarme cada día con Dios,
conmigo mismo, con los demás. Siempre hacerlo de nuevo. Volver a empezar. Y tocar esa paz que
sueño.
A veces intento abandonarme en las manos de Dios en
todos los aspectos de mi vida. Confiar en que su
camino es el que de verdad deseo, aunque no lo desee. Hacerlo todo de golpe.
Ser perfecto. Pretendo ser libre en todos los ámbitos de mi vida. Quiero
abarcarlo todo en mi propósito de madurar en mi amor de una vez por todas. Y,
como nunca lo logro, porque no puedo, porque soy débil, me desespero en el
intento y desisto de la idea. No me parece entonces tan bueno querer cambiar de
golpe. Y no hago nada. Si no puedo hacerlo todo, mejor no hago nada. Pretendo a
veces una santa indiferencia que me es imposible. Quiero que no me quite la paz
nada en este mundo. No quiero turbarme al pensar en perder un hijo. Ante una
enfermedad mortal. Y no quiero que sea motivo de angustia. No quiero sufrir al
temer la pérdida de todo lo que tengo. Pero es imposible.
Ante el Belén
de rodillas imploro una paz imposible. Una libertad soñada. Pero no me quito de
la cabeza el temor a perder, a no tener, a que sea esta la última Navidad de un
ser querido. Hoy quiero esa libertad interior como un don, como un milagro.
Quizás tengo que ir más despacio y no buscar lo imposible de golpe. Mejor
pensar en esos campos de mi vida donde puedo educar mi libertad en aspectos más
asequibles. No empiezo con lo más grande, mejor me detengo en lo más pequeño.
¿Qué me hace
sufrir sin ser de verdad tan importante? A lo mejor tengo adicciones que me
quitan la paz y me hacen esclavo. Dependencias enfermizas y desordenadas. A lo
mejor estoy atado a proyectos que son irrelevantes. ¿Dónde he puesto mis
prioridades? ¿Qué es lo que cuido en mi vida como si fuera lo verdaderamente importante
sin serlo de verdad? Puedo empezar por ahí. Medito en esas inmadureces mías que
me hacen turbarme sin tener auténtica razón para ello. Decía el Papa
Francisco: «Dios viene a romper nuestras clausuras,
viene a abrir las puertas de nuestras vidas, de nuestras visiones, de nuestras
miradas. Dios viene a abrir todo aquello que te encierra». Así de sencillo.
Nace para romper mis barreras, para liberarme. Sé que si empiezo por lo poco
tal vez Dios pueda ir dándome la gracia en otros ámbitos de mi vida más
relevantes. Si pretendo lograrlo todo de golpe me frustraré y no seguiré
adelante con mi lucha. Me gustaría tener un alma grande, ser magnánimo en
mi entrega como decía el P. Kentenich: «Las cosas nos hacen interiormente libres
cuando las cumplimos por generosidad, cuando la motivación que nos impulsa no
es ante todo la mera obligación o la pura actitud de evitar el pecado. Cuanto
menor sea el rol que desempeñe el pecado como amenaza y peligro en el camino de
mi vida, tanto más libre y generoso seré interiormente»2. Un alma grande en las cosas pequeñas. Que lo que me
motive sea siempre al amor. Libre por amor a Dios. Libre por amor a los
hombres. Libre de esos apegos desordenados que me incapacitan para amar más. Con más libertad, con más generosidad.
Pienso en la paz de Dios en
este día de Navidad. Jesús trae la paz al nacer en medio de la noche:
«Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le
cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le
envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el
alojamiento». Trae la paz a los hombres que ama
Dios. El mundo necesitado de paz. Tantos países en guerra. Tantos atentados.
Siria, Francia, Alemania. Violencia, muertes de inocentes. ¿Cómo se construye
la paz en medio de la guerra? ¿Cómo lograr la paz sin empuñar un fusil, sin
responder con violencia a la violencia, con odio al odio? ¿Cómo se construye
esa paz que Jesús me promete? Después del atentado en Alemania de esta semana
decía una noticia: «Han destrozado el
mercado navideño, pero nos queda el evangelio de Navidad». En esas
sencillas palabras se esconde una honda verdad. Podrán acabar con muchas cosas
externas, pero la fe no morirá. La fe en un amor eterno que supera mi carne
frágil y mortal. Yo puedo sembrar paz sin tocar un arma. Sin ser violento en
respuesta a los violentos. Sin alzar mi voz contra los que me gritan con rabia.
El otro día pude ver la película «Hasta
el último hombre». Cuenta la historia real de un objetor de conciencia en
una batalla contra los japoneses en la segunda guerra mundial. Este joven
médico, sin armas, en medio de una larga noche en el campo de batalla, lucha
por salvar a los heridos que agonizan esperando el alba. Él ve que Dios le pide
no dormir, no dejar de luchar. Hace caso a la voz de Dios y busca entre los
muertos a los que aún siguen con vida. Se mueve sin armas en la oscuridad de la
noche entre los cadáveres. Se juega la vida por salvar a los heridos. Logra
sacar del campo de batalla a setenta y cinco hombres heridos en esa noche. Cada
vez que salvaba uno, muerto de cansancio, le decía al Señor: «¡Por favor, Señor, déjame salvar a uno
más!». Y así, uno tras otro, iba salvando vidas. Me conmueven esas
palabras. Uno más. Siempre uno más. Pensaba en mi vida. Me arrodillo ante el
Niño Jesús. Me gustaría hacer mías esas palabras. Pero me pesa mi egoísmo. Uno
más. Cuando estoy cansado y no quiero más lucha.
Cuando me agota la vida y no
quiero nadie más que exija mi entrega. Me gustaría que su oración fuera la mía.
Salvar uno más. Dar la vida por uno más. Abrir mi corazón a uno más. El egoísmo
me hace buscarme y desear detener las exigencias, las demandas. Puedo sembrar
más paz. Puedo dar más amor. Una persona rezaba: «¡Cuántos necesitan mi consuelo! Muchos. Creo que mi vocación va por
ahí. Consolar desde mi herida. Desde mi herida tocar otras heridas. Es curioso.
La herida de unos sana a otros en su herida. Ese es el mismo misterio de Jesús.
Últimamente lo pienso más. Por tus heridas me has sanado, Jesús. Tú me has ido
llevando desde el corazón. Creo que lo sé. Desde mi herida puedo consolar a
otros. Como Tú lo hiciste. Porque Tú lo hiciste. Curar tantas veces no puedo. O
tal vez nunca. Sólo Tú puedes. Pero es preciosa mi vocación». El
protagonista de la película entregó su vida. Siempre cabía uno más. Podía con
uno más. No se puso límites. Se expuso a perder la vida, es cierto. A veces
quiero cuidarme, protegerme. Y sé que con mi herida puedo sanar otras heridas.
En Jesús. Por Jesús. Eso me conmueve. Por ese niño que nace en pañales.
Indefenso trae la paz. No lleva armas, no tiene poder. Y trae la paz. Pacifica
sin violencia. Sin gritos. Sin usar la fuerza. Me gustaría vivir esa paz, dar
esa paz. Calmar los corazones sin hacerlo con violencia. Sin imponer nada a la
fuerza. Sin querer convencer a nadie con palabras, con argumentos vagos. Sólo
con gestos sencillos de amor. Parece fácil. Parece imposible. Me arrodillo ante
Jesús para pedir su paz esta noche. Su luz. Su fuerza. Su fidelidad. Que pueda
decir cada noche al acostarme: «¡Por
favor, Señor, déjame salvar a uno más!
2 J.
Kentenich, Niños ante Dios
¡Déjame
amar un poco más!». Sólo uno más dando mi vida. Siempre hay hueco en mi corazón para amar más. Siempre cabe uno más.
Hay sitio. Tengo paz.
Me
gusta contemplar a los pastores en esta noche de Navidad. Me gusta mirar
con sus ojos gastados por el frío de la noche. Llenos de nostalgia y de sueños.
A veces tristes y desalentados. Otras veces llenos de esperanza: «Había en la misma comarca unos pastores,
que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les
presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se
llenaron de temor. El Ángel les dijo: - No temáis, pues os anuncio una gran
alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de
David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal:
encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y de pronto
se juntó con el Ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios,
diciendo: - Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en
quienes Él se complace». Me impresiona la escena. La luz y la paz en medio
de la noche. El miedo de los pastores. Esos hombres rudos que se convierten en
niños y creen. Escuchan y creen al ángel. Y se ponen en camino. Dejan solos sus
rebaños. Confían. Me gusta esa capacidad suya para escuchar a Dios y ponerse en
camino dejando de lado sus miedos.
Porque se
llenaron de temor: «No temáis».
Tenían miedo a lo extraordinario. Pero creyeron y se pusieron en camino. Fueron
capaces de escuchar la voz de Dios. El otro día, una persona que se estaba
quedando sorda de un oído, me comentaba cómo ese hecho doloroso le había hecho
reflexionar sobre el oído interior que no cuidamos. Un oído para escuchar a
Dios. Un oído para escuchar lo más callado de su voz en mi alma. Tal vez me
falta la fe de los niños para creer a Dios en mi corazón. Escuchar su voz y
creer que me lo pide a mí, que me llama a mí. Que soy yo el que tiene que
seguir luchando, dejar lo que me inquieta y ponerme en camino. Pensaba en el
protagonista de la película que antes mencioné. Antes de la batalla final el
capitán trataba de animarle para que subiera con ellos: «Ellos no creen tanto como tú. Pero creen mucho en lo mucho que tú
crees». Los soldados tenían miedo. La posibilidad de la muerte los
inmoviliza. Esos hombres no tenían tanta fe. Pero creían en ese hombre que sí
tenía fe. Él creía en el amor de Dios. Y escuchó su voz enviándolo a salvar
vidas. Su fe era grande. Esa fe que a veces me falta. Pienso en unas palabras
que leí el otro día:
«Todo
aquello que merece la pena lograr requiere que se asuman ciertos riesgos, y no
debes permitir que el fracaso te haga perder la fe en tu capacidad para
triunfar». Quiero esa fe en lo imposible. Esa fe en que puedo lograr lo que sueño.
Esa fe en mis fuerzas. Esa fe en la fuerza de Dios en mi vida. Quiero que otros
puedan descansar en mi fe, en mi confianza. Que mi fe fortalezca otros
corazones que dudan y temen. Los soldados creyeron en la fe que aquel hombre
tenía. Pienso en los jóvenes que acompañaba el P. Kentenich en Schoenstatt en
1914. Esos jóvenes creyeron en la fe que tenía el Padre. Creyeron por su fe y
sellaron la primera alianza de amor con María. Así se trasmite la fe.
Cuando
creemos, creemos primero en quien cree. Y luego nuestra fe se va haciendo más
fuerte. Sé que muchos creerán cuando yo creo. La fuerza de mi fe. Es la fe del
niño en su padre. La fe en el que tiene fe. Así se contagia el cristianismo.
Así se siembra esperanza en los corazones. Hoy miro a los pastores que creen.
Ellos creen en una señal pequeña, dejan sus rebaños y se ponen en camino.
Creen en esa
alegría inmensa que se les anuncia. Se apoyan los unos en los otros en la fe.
Creen en esa buena noticia que se hacía invisible en un niño entre pañales.
Creen más allá de la apariencia. Creen en lo extraordinario vestido de piel
ordinaria. A mí me cuesta muchas veces ver a Dios en signos cotidianos.
Escuchar su voz callada con ese oído interior que Dios me ha dado y yo no uso.
Dios se hace carne de forma imprevista en mi carne mortal. La eternidad sujeta
al rigor del tiempo. En la pequeñez de la carne, en su fragilidad, se esconde
todo su poder. Dios nace en el silencio de la noche. En lo más oculto. En lo
más sagrado. En medio de una noche cualquiera marcada por una estrella. Y en la
normalidad de sus vidas los pastores creen. No hay nada extraordinario en un
niño pequeño. Pero ellos creen. Me conmueve esa fe imposible. Me gustaría tener
esa fe en medio de este mundo que ya no cree en lo sagrado. En este mundo que
desconfía de lo extraordinario y quiere encontrar razones comprensibles para
todo lo sobrenatural. En este mundo que cree en las energías y desconfía de un
Dios encarnado, en un Dios al que puedo tocar con mis manos. En un Dios
presente en cada eucaristía. La energía parece hoy más creíble que la
misericordia del abrazo de Dios. Quiero que aumente mi fe. Quiero poseer la fe
confiada de los pastores. Hombres fuertes, solitarios y duros. Hombres a los
que Dios toca en esta noche y los convierte en los primeros
creyentes. Se fían como
niños y su corazón se alegra. Quiero esa fe de los niños. Esa fe que se asombra en Navidad ante la sorpresa de un Dios hecho
carne.
Tiene
la Navidad una mezcla de sentimientos. De alegrías y nostalgias. De
deseos y de sueños. De lágrimas y sonrisas. De recuerdos y promesas. De dolor y
de esperanza. No lo sé. Siempre me conmueve el canto alegre de los villancicos
con letras no muy profundas. Y la melancolía de ese canto de paz que entono
ante el Belén cada Navidad. Soñando la paz que quiero. Sé que mi corazón quiere
ser mejor de lo que es. Más pleno, más alegre, más de Dios. Y lo intenta. Mi
mirada se esfuerza por ser más pura. Calla mi lengua en sus críticas. Se
detiene el pensamiento antes de hacer un juicio. No quiero hacer juicios
crueles en mi corazón. Dejo de condenar con mis gestos. Es Navidad, pienso.
Porque es Navidad lo hago. Echo de menos en las sillas vacías a los que ya se
han ido. Y han dejado un vacío que me duele hondo. Miro con paz a aquellos que
están sin estar con su sonrisa franca. Pienso en los que partieron por otros
motivos. Respeto sus decisiones. Me duele el alma al pensar en otras noches en
familia. Con otros rostros. Con otras edades. Pienso en otras noches junto al
Niño. Hace años. Años de infancia. Y recuerdo con nostalgia tantos momentos
guardados en fotos. Momentos sagrados. No quiero olvidarme. Pienso que me
tendría que unir más Jesús por dentro a otros, a tantos. Él propicia encuentros
que tal vez no deseo. Y quiere que sea mejor ante los que no quiero. Más
alegre. Más puro. Más auténtico. Más niño. Sin sonrisas falsas escondidas en
trajes elegantes. Comidas bien puestas. Adornos que convencen. Y todo porque es
Navidad, lo entiendo. Quiere Jesús que siembre paz con mis manos torpes. En
medio de la guerra con tanta violencia. En esa paz ausente que me duele en el
alma. Quiere que describa con trazos borrosos un mundo mejor del que tengo a
mano. Que cabe más hondo en mi carne enferma buscando ese oro que llevo
guardado. Y riegue con pasión las semillas nuevas. Para que crezca un reino
nuevo. Quiere que sonría, aunque no esté alegre. Quiere que dé paz aun sin yo
tenerla. Me gusta esta noche de invierno cuando Jesús nace. En mis torpes manos
que sostiene el canto. Me gusta pararme cansado a mirar su rostro alegre.
Quiero repetir muy quedo las palabras de una poesía encontrada: «No dejes de soñar nunca, niño, porque aún
no amanece. No dejes de esperar alegre a Jesús que te quiere. Confía en su voz
callada. En su abrazo tenue. No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no
amanece. Lucha cuando estés cansado. Ama sintiendo el rechazo. Corre perdiendo
el aliento. Deja de lado las penas. Escribe con trazo firme el principio de una
historia. Deja que la paz sea fuerte dentro de tu alma inquieta. No dejes de
soñar, nunca, niño porque aún no amanece. Y siembra luces en sombras. De esas
que nunca se mueren. De esas que encienden la tierra. Y alegran las almas
tristes. No dejes de soñar nunca, niño, porque aún no amanece. Y hacen falta
niños con una fe grande. Con un alma honda. Y abierta sonrisa. Hace falta
siempre que el alma se abra. En la noche santa cuando Jesús nace. No dejes de
soñar nunca, niño, porque ya amanece». Y me siento yo como ese niño que
sueña fuerte. Que sueña siempre. No quiero dejar que pase esta noche delante de
mis ojos dormidos. No quiero que pase la Navidad sin cambiarme el alma. No
quiero dejar de soñar con un mundo mejor del que hoy tengo entre mis manos. Con
una vida más plena y sagrada. Con un corazón más puro y grande del que tengo.
Espero tantas cosas de Dios que no desespero. Sólo quiero tener una sonrisa amplia
para no amargarme. Para alegrar a otros. Para tocar el alma de los que están
perdidos. Quiero un corazón noble capaz de asombrarse cada día, ante cualquier
cosa. Capaz de creer en lo imposible. Un corazón fuerte, que sepa hacer las
cosas nuevas cada día. Nuevas las de siempre. Nuevas las que creo. Quiero
levantarme cada mañana dispuesto a cambiar el mundo. Dejando atrás el cansancio
y las caras tristes. Los miedos que me bloquean, los reparos y egoísmos. Es
Navidad, me repito. Y sonrío por dentro. Otra vez de nuevo empiezo con fuerza.
Lo puedo lograr si me dejo hacer por Dios en sus manos. Si digo que sí con
alegría y pierdo ese miedo a arriesgar la vida. Escucho callado dentro de mi
alma. Digo que sí a Dios allí donde me quiera. Me abro muy quedo. Quiero que mi
Dios cambie todos mis sueños.
Porque es
Navidad, me digo. Y es todo posible. Dejar de lado las tibiezas de siempre. Y
empezar a callar para que Dios me hable. Contengo en mi alma a los que he
querido. A los que me buscan. A los que me quieren. Los guardo en Belén, con
Dios en mis manos. A los que he herido, a los que me han herido. A los que se
han ido, a los que aún se quedan. Quiero ser reflejo de esa paz sagrada.
Quiero ser yo luz del Niño
que nace. Quiero la esperanza de estos días tan nuevos. Es Navidad. De mí
depende. Siempre puede ser Navidad si
dejo que Dios nazca en mi alma.
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